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Relato erótico: “las mil y una noche porno 1” (PUBLICADO POR VALEROSO32)

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me gusta mucho la espeleología y me hablaron de una cueva que no había sido todavía explorada me dijeron que tuviera cuidado ya que no habían llegado al final de ella y podía ser peligroso por derrumbes yo como siempre me apasiona explorar las cuevas yo no hice caso y llegue al final después de varios kilómetros de andar por fin llegue.

cuando descubrí una ruta maravillosa con un tesoro inmenso lleno de pedrerías monedas esmeraldas rubís diamantes zafiros etc. valdría millones estaba tan contento m había hecho millonario eso pensé lo que me compraría cuando vi unas palabras que decían así.
– aquel que me encuentre no podrá disfrutar mucho de mí al menos que me devuelva a mi origen.
yo no hice caso de tonterías y me lleve bastantes monedas y zafiros en el bolsillo cuando salí tan contento. algo no iba bien algo había cambiado no era el mismo paisaje ni la misma salida pensé que me había equivocado y volví para atrás pero era imposible.
había varias mujeres vestidas de hurís como la moras con turbantes y velos casi desnudas y tiendas de campaña así que fui para las tiendas pensé que estaban rodando una película cuando vi a unos árabes con cimitarras detrás de mi para matarme, dijeron:
– al ladrón al ladrón.
pude escapar y me escondí cuando oí:
– ese ladrón ha robado el tesoro de alibabá se ha llevado parte del tesoro hay que matarlo.
o estaba loco o era broma que alibaba ni que leches me estaban tomando el pelo pero no mire mi reloj y allí no funcionaba mire mi móvil y nada donde coño estaba que broma era esta .
entre en la cueva y vi a las mujeres los hombres se habían ido a buscarme por otro lado y no regresarían no pensaría que había vuelto y pregunte a las mujeres asustadas:
– donde estoy que es esto no temáis no voy haceros daño.
– esto es arabia.
– esto es una broma.
– no extranjero te lo juramos es la verdad.
– no es posible hace poco estaba en una sierra dentro de una cueva en España cogiendo un tesoro que me encontré y ahora estoy en arabia.
– has cogido algo del el tesoro de alababa.
– alababa eso es un cuento.
no no es un cuento ese tesoro esta maldito- dijeron ellas- devuélvelo sino nunca podrás regresar a casa.
– va tonterías – no hice caso y seguí mi camino llegue a la ciudad pero era como un cuento de las mil y una noche cuando oí a alguien:
– ha robado parte del tesoro de alibaba pobre desdichado nunca encontrara la paz hasta que lo devuelva nunca llegara salir de aquí del país de las mil y una noche.
yo me quede alucinado escuche:
– no sabe que aquí es todo posible no sabe el pobre desdichado lo que ha hecho.
había palacios sultanes hurís eunucos parecía salido de una película de Hollywood pero la desgracia que era muy real no era una película de pronto tuve que huir me perseguían otra vez para matarme:
– devuelve tesoro ladrón y entrégate.
así que salí corriendo y me salte por los tejados hasta caer en un palacio donde había varias mujeres y entre allí ellas se asustaron.
– que haces aquí.
– tranquilas no quiero haceros daño es que me persiguen para matarme.
– esto es el harén del sultán no puedes estar aquí. te mataran si te pillan aquí los eunucos.
uno de los eunucos entro:
– habéis oído algo.
– nada -dijeron ellas.
– alguien ha robado el tesoro de alibaba pobre de el nunca tendrá la paz hasta que lo devuelva si oís oigo me lo decís.
– descuida -dijeron ellas cuando salió les di las gracias por esconderme.
– a cambio queremos que nos hagas el amor a todas.
joder eran 4 ya que el sultán se las había llevado el resto de viaje con él.
– no te preocupes el eunuco no volverá te lo aseguro en varias horas además que mejor que aquí que estarás a salvo con nosotras. el sultán no no toca desde hace mucho tiempo tenemos ganas de hombre.
como iba yo a negarles nada se me desnudaron haciendo la danza de los siete velos joder como estaban menudos cuerpos tenía buen gusto ese sultán. menudo cabron. las 4 se me pusieron en pelotas picada y me bajaron el pantalón mi poya salto sin más como un cohete.
– queremos ver tu verga.
joder las cuatro se lanzaron sobre ellas como lobas hambrientas y empezaron a comérmela. una supe que se llamaba Zoraida la otra Fátima la tercera Safira y la cuarta Yazmina como la chupaban joder .mientras Zoraida y Fátima me chupaban la poya Safira y Yazmina se comían entre ellas los chochos luego me dijeron:
– extranjero queremos que nos poseas queremos tus verga en nuestros chochos.
– por mí no hay problema.
así que me cogí a Yazmina y se la clave hasta los cojones mientras le cogía de las tetas ella se volvía loca.
– no pares no pares ya quisiera el viejo sultán follar así.
mientras Safira me comía los cojones por abajo luego Fátima se comían entre ellas las tetas con Zoraida luego la toco el turno a Zoraida y la di por el culo.
– así así extranjero rómpeme el culo que gusto quiero toda tu verga.
después zafira me comió otra vez la poya y me la puso como una piedra luego cogí a Yazmina y la folle el culo.
– ahahahaha me corroooooooo como folllas por ala.
luego hice que ambas me comieran la poya.
– así así zorras chuparme la verga- dije yo -ahahahaha que gust.
o y las di toda mi leche.
– eres un extranjero increíble.
– me llamo charles- dije yo.
– hemos disfrutado mucho contigo puedes irte pero con cuidado los eunucos pasan dentro de unos minutos otra vez al vernos y hacer la ronda.
así que salí del harén donde había entrado y sale otra vez y caí en otra habitación allí había una mujer increíblemente bella bella era poco y me escondí.
– perdonar que os moleste pero han robado el tesoro de alibaba princesa Arabela ese dedicado no sabe lo que ha hecho le perseguirán hasta la muerte como no lo devuelva -y salió el guardia.
y ella al darse la vuelta me vio pero que la tape la boca y la bese ella dijo:
– os matare por esto como os atrevéis.
yo no la hice caso y seguí besando en mi vida había besado a una mujer así sus labios eran como fresas y sabían a ello.
– os matare -dijo
– tranquila -dije yo -no quiero haceros daños es que me persiguen para matarme .
-claro has robado el tesoro de alibaba te lo tienes bien merecido.
– yo no lo sabía lo juro. lo vi en una cueva que estaba explorando cuando cogí algo y salí y estaba aquí en esta época.
– tienes que devolverlo no pararan hasta que te maten y te encuentren y devuelvan el tesoro a su dueño alibaba.
— por cierto princesa sois muy bella.
se sonrojo ella
-gracias ya que me habéis besado sin mi consentimiento.
– no tenía otra acción ibais a gritar además os ha gustado -dije yo.
– nadie me ha besado así todavía.
– así que sois virgen -dije yo.
– si- dijo ella poniéndose colorada – tengo que casarme con un príncipe tengo que mantenerme así pura.
-que tontería quien dice eso queréis probar las mieles del sexo.
– no tengo experiencia aunque me han dicho que se goza mucho.
– os enseñare- dije yo.
– si os pilla mi padre os matara y a mí me desterrara pero quiero hacerlo el príncipe que ha elegido para mí no me gusta y es un imbécil- dijo ella- así que de acuerdo quiero aprender contigo extranjero.
así que la desnude joder con la princesa menudo polvo tenía ahora la dije:
– desnudarme con cuidado y chuparme la verga despacio como si comierais una fruta dulce y suave paladearla y tomaros vuestro tiempo.
ella empezó a chupar esconder los dientes y solo con la boca y la lengua dije yo:
– ahora meteros toda a hasta dentro.
joder que pronto aprendía como la chupaba.
– que gusto.
– os gusta.
– esta riquísima me encanta- dijo ella.
– bien ahora os voy a follar si queréis.
– si quiero que me hagáis de todo quero probar vuestra verga dicen que se goza mucho.
así que con cuidado la chupe el chocho y la puse muy caliente ahora despacito empecé a metérsela cuando ya estaba muy lubricada de tanto chuparle el chocho.
– ahajaba -dijo ella- que gusto.
– todavía queda un poco -y se la metí hasta los huevos ella se quejó por la rotura del himen pero dijo:
– no paréis ahora querido vuestra poya en mi chocho hasta los cojones que gusto.
joder con la princesita como follaba.
– as así darme bien meterme vuestra verga hasta los mismas bolas por ala que lo deseo.
y empecé a follarme la que gusto enseguida se corrió.
– ahahahahhahaha me muero de gusto.
luego la prepare el culo se lo chupe y la metí los dedos uno a uno cuando estuvo bien lubricado con aceite de esencias y metido bien los 4 dedos en el rector le empecé a meter la poya poco a poco hasta que se acostumbró a ella.
– si así cabron que gusto rómpeme el culo como folláis sois divino por ala. quiero un hombre así si vuestra para siempre.
– que dirá vuestro padre.
– no se enterara porque no nos encontrara- dijo ella.
– y eso.
– conozco un lugar secreto que nadie sabe es maravillosos solo lo sé yo.

-bueno pues vamos.

 


Relato erótico: “Duelo de divas en la gran manzana” (POR GOLFO y VIRGEN JAROCHA)

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Duelo de divas en la gran manzana

Al despertar esa mañana, la conductora de Televisión Sara Aspen abrió las cortinas de su habitación y descubrió que a pesar de las funestas predicciones del hombre del tiempo, esa mañana lucía un sol espléndido en Nueva York. Cómo quería aprovecharlo y no tenía nada qué hacer hasta el día siguiente, decidió dar un paseo por el Central Park.
Aun así y en contra de la costumbre de los urbanitas que pueblan la gran manzana, decidió ponerse guapa en vez de ponerse un chándal porque aunque no estuviera en México, tenía una reputación que mantener. No en vano durante los últimos años, su nombre siempre había estado entre las mujeres mejor vestidas de su país. Por eso, abriendo la ducha dejó caer el coqueto camisón de encaje que le había regalado un antiguo novio y mientras el agua se caldeaba se quedó mirando en un espejo.
Con satisfacción se fijó que a pesar de sus treinta años sus pechos conservaban la dureza de los quince sin que hubiese hecho mella en ellos la edad. Contenta se giró para comprobar que sus nalgas seguían siendo el objeto de deseo de tantos compatriotas y por eso no pudo más que sonreír al espejo cuando la imagen que este le devolvía era el de un trasero estupendo.
« Tengo que reconocer que estoy buenísima”, pensó mientras se ponía el gorro de ducha para evitar echar por tierra el trabajo de su peluquero favorito.
Ya bajo la regadera, se puso a pensar en el maravilloso amante que le estaría esperando a su vuelta y mientras se enjabonaba dejó que su imaginación volara y fueron las manos de ese morenazo las que amasaron sus senos mientras distribuía el gel por su piel. Sin darse cuenta la calentura fue incrementándose en su interior y solo se percató de su estado cuando al pasar sus dedos por uno de sus pezones se lo encontró duro y sensible.
Asustada por lo excitada que estaba sin motivo, se aclaró y salió de la ducha. Ya de vuelta en su habitación y mientras elegía el vestido que ponerse, se fue tranquilizando y por eso al salir hacia el restaurante, volvía a ser la mujer segura y exitosa de la que estaba tan orgullosa.
Las miradas y los cuchicheos que despertó a su paso, solo confirmaron su autoestima y por eso cuando se sentó en la mesa y un grupo de señoras vinieron por sus autógrafos, las recibió con una sonrisa y pacientemente les fue regalando una foto firmada que tenía en su bolso:
«Me debo a mi público»
Una vez acabada esa rutinaria función publicitaria, llamó al mesero y le pidió un café con una tostada. En su fuero interno hubiese deseado saciar su apetito con un par de huevos y unos chilaquiles pero haciendo un esfuerzo, se dijo:
«Para ser bella hay que sufrir», y mojando sus ganas en el café, terminó ese frugal almuerzo sintiendo más hambre que antes de empezar.
Al salir nuevamente tuvo que firmar un par de fotos pero en contra de la vez anterior, lo hizo con desgana. Todos los días le pasaba lo mismo, se ponía de mal humor por no poder saciar a su estómago para que la grasa no se le acumulara en el trasero.
Molesta por la dureza de su régimen, salió a la calle y se puso a pasear por ese enorme parque. Siempre que recorría los caminos empedrados del Central Park, no podía dejar de sorprenderse del número de personas que todas las mañana hacía ejercicio por sus veredas…

Mientras eso ocurría, a pocas millas de allí, Ivanna se había despertado, había levantado a sus hijos y les había acompañado a desayunar como tantas madres en este mundo. Daba igual que fuera una rica heredera, propietaria de muchas empresas y con una marca de joyería con su nombre, en cuanto se había quedado embarazada del primero decidió que por nada del mundo permitiría que una nana se ocupara de su retoño.
Todavía recordaba con dolor su infancia donde ante la ausencia de sus padres habían sido unas criadas las que realmente se habían ocupado de ella.
“Con mis hijos, eso un nunca ocurrirá”, se dijo ese día y aunque sus ritmo de trabajo a veces lo hacía imposible, cuando estaba en la gran manzana era ella quien se ocupaba de llevarlos al colegio.
Por eso en cuanto se terminó de vestir y se echó unas gotas de Rosa de Alejandría en su cuello, agarró su maletín y metiéndose en la limusina, esperó a que los niños se subieran para pedirle al chofer que los llevara. Ya de camino a la escuela, como era habitual en ella, se puso a repasar su agenda y con desagrado, cayó en la cuenta que tenía un evento promocional en la quinta avenida, muy cerca del Central Park.
« ¡Qué pesadez!», mentalmente se lamentó sin que de sus labios saliera una queja no fuera a ser que la oyeran y sus hijos pensaran que a mamá no le apetecía trabajar.
Ser Ivanna Truly tenía sus deberes y desde bien cría, su padre se lo había dejado claro:
-Eres una figura pública y millones de ojos te vigilaran esperando tu tropiezo.
Por nada del mundo pondría en peligro el buen nombre de su familia, al contrario de lo que hacían algunas de otras herederas de emporios aún más grande que el suyo. Ella era y sería siempre, un ejemplo para los neoyorkinos. Y si alguna vez decidía permitirse un flaqueo, lo haría en su casa fuera de los focos de la prensa.
Dos horas más tarde y habiendo cumplido con sus compromisos profesionales, Ivanna decidió tomar un café en la tienda de Ralph Lauren aprovechando que estaba cerca. Por eso tras avisar a su equipo de seguridad , se bajó de su automóvil y entró en el local. Como siempre se vio asediada por los fans y tuvo que ser uno de sus guardaespaldas quien le abriera pasillo hasta la cafetería.
Una vez allí, observó con disgusto que todas las mesas estaban ocupadas y ya se iba cuando de pronto oyó a su espalda que alguien la llamaba. Al darse la vuelta, descubrió que era una locutora de la televisión mexicana que hacía dos meses le había hecho una entrevista y sabiendo que debía mantener buenas relaciones con la prensa, decidió acercarse a ver que quería.
-¿Te apetece acompañarme? Estaba a punto de pedirme un café.
Aunque no le apetecía mucho la idea, recordó que esa rubia le había caído simpática y por eso accedió a compartir con ella la mesa. Como en México la plática de esa mujer resultó entretenida y hablando de moda y de diseño se les pasaron las horas hasta que recibió una llamada de su marido preguntando donde estaba. Al comentarla que estaba tomando un café en ese local, Harry le dijo que estaba enfrente y que le esperara allí.
No habían pasado diez minutos cuando apareció por la puerta mirando hacia el local en busca de Ivanna. Al encontrarla en una esquina se acercó hasta ellas y con una sonrisa en su rostro preguntó sin darle antes el beso con el que tenía acostumbrada a su mujer:
-¿No me vas a presentar a tu amiga?
La rica heredera antes de responder se percató que su hombre estaba devorando con la mirada a la mexicana, por eso de muy mala gana, se la presentó diciendo:
-Sara te presento a mi marido.
La locutora que lo había reconocido de las revista, se levantó para saludarle de un beso con tan mala fortuna que tropezó con el bolso de Ivanna y solo la ayuda de Harry evitó que cayera de bruces al suelo.
«Esta zorra lo ha hecho a propósito», pensó su mujer molesta de que Harry al hacerlo, la cogiera de la cintura.
Sara por su parte, se puso colorada al percatarse que se había excitado al notar los músculos de los brazos de su salvador y por eso sentándose de inmediato, no notó que un botón de su blusa se le había desabrochado.
Semejante exhibición involuntariamente despertó el interés del tipo y recreándose en el sugerente canalillo de la mexicana, saludó con la mano a su mujer.
«¿De qué va? ¿No se da cuenta que estoy presente?», exclamó mentalmente su esposa ya francamente cabreada.
Como el don Juan que había sido antes de conocer a Ivanna, Harry comenzó a charlar con la mexicana sin dejar de mirar su escote y mientras a su lado, la ira de su mujer iba tornándose cada vez mayor. Decidida a darle una lección, llamó al camarero y mientras este llegaba, se desabotonó su blusa sabiendo que esa mañana no se había puesto sujetador.
« Ahora verá», se dijo y justo cuando el empleado llegó con la bandeja, se echó hacia adelante dejando al descubierto sus pechos.
El pobre sujeto no se esperaba tal exhibición y poniéndose nervioso derramó las bebidas sobre la rica heredera sin que su marido se enterara del motivo de tal torpeza.
-Señora, lo siento.
Asustado hasta la médula el latino, intentó secar el estropicio con un trapo pero solo consiguió manosear los senos de la rubia que enfadada, se levantó y pidió a su marido que la acompañara fuera.
Harry que estaba embelesado con la rubia locutora y que quería hablarla de sus planes de lanzar una cadena de televisión para hispanos, sin pensárselo bien y antes de acompañar a su mujer, la invitó a cenar esa noche en el edificio Truly.
-¿A qué hora?- contestó la mexicana.
El gringo que no se había fijado en la cara de cabreo de su mujer, contestó:
-A las ocho y media.
Tras lo cual, se despidió y juntos salieron hasta la limusina que les esperaba en la calle.
Ya en el coche, Ivanna estaba que se subía por las paredes mientras Harry ajeno a lo que su esposa estaba sintiendo, no paraba de hablar de la locutora. Lo peor para la heredera fue cuando sin mala intención le preguntó que le parecía contratar a esa monada para que fuera la cara bonita del canal:
-Piénsalo, Sara es muy popular en México y podremos aprovechar su popularidad para crecer como la espuma entre los inmigrantes.
Celosa hasta decir basta, Ivanna no pudo más que reconocer que era una buena idea mientras en su interior planeaba su venganza.
«Esa putita y este patán sabrán que no es bueno tenerme de enemiga», masculló entre dientes en la soledad de su cuarto de baño mientras se preparaba para la cena.
Al salir y entrar en su cuarto, como quien deja caer la cosa, dijo a su marido:
-Harry, prefiero cenar en casa. Porque no llamas a Sara y le dices que un chofer pasará a recogerla.
El bobo no vio la encerrona que suponía el hecho de recibirla en casa lejos de las miradas de terceros y creyendo en la buena fé de su mujer, cogió su teléfono y llamó a la rubia a su hotel. La locutora al enterarse que cenaría en la mansión de ese matrimonio, vio la oportunidad de comentar a su vuelta a México que era de las pocas compatriotas que había tenido ese honor y por eso, con tono meloso, aceptó de inmediato.
Ivanna no pudo más que sonreír discretamente al saber que esa guarrilla no saldría indemne de la cena, tras lo cual eligiendo sus mejores galas, esperó su llegada.
A cinco kilómetros, Sara estaba desesperada porque la ropa que había traído del DF no era lo suficientemente elegante y por eso, cogiendo su bolso se lanzó escaleras abajo en busca de alguna boutique donde comprar algo acorde.
La suerte le acompañó porque en el hall encontró una todavía abierta y sin pensárselo dos veces, llegó a la dependienta y le dijo:
-Necesito algo sexy y elegante.
La encargada dudó unos instantes y sacando un vestido de su percha se lo dio diciendo:
-Pruébeselo, le aseguro que con él su pareja caerá entre sus brazos.
Aunque el color vino no era uno de sus favoritos, la locutora confió en el buen gusto de la mujer y pasando a un probador, se lo puso. Al mirarse en el espejo, le gustó la imagen que se reflejaba porque el escote en forma de corazón de ese traje maximizaba la belleza de sus pechos sin resultar vulgar. El único problema era que al mirar que apenas le llegaba a medio muslo, pensó que quizás era demasiado atrevido pero al girarse y comprobar el trasero que le hacía, decidió quedárselo….

La mansión Truly.
La limusina llegó puntualmente a la cita y no queriendo llegar tarde Sara se introdujo en su interior. Ya acomodada en el asiento, no pudo más que admirar la elegancia que transpiraba todo el vehículo y deseó que algún día ella también tuviera el dinero suficiente para ser la propietaria de uno y recordando que ambos componentes del matrimonio que iba a ver estaban forrados, muerta de risa pensó:
-Como se apendeje esa rubia, le vuelo a su marido.
Aunque en ese momento no lo pensaba en serio cuando el coche entró en el jardín de esa mansión y sabiendo que el tal Harry se la había regalado a su esposa como regalo de boda, se tuvo que morder los labios para no gritar:
¡YO LO QUIERO!
Si el jardín era espectacular, la casa lo era aún más. No solo era enorme, era francamente impresionante. En su imaginación ya era ella la dueña de todo cuando la verdadera propietaria rompió su encanto esperándola encima de las escaleras.
Embutida en un traje de seda rojo sangre estaba sublime. Era tanta la clase y belleza de la mujer que comparándose con ella, se vio en desventaja. El colmo fue cuando subiendo hasta ella, Ivanna la recibió con una sonrisa diciendo:
-Bienvenida a mi territorio.
Sara se percató del reto velado con la que esa mujer la saludó pero no queriendo enturbiar desde el inicio la velada, se quedó callada y respondió con un beso en su mejilla diciendo:
-Es un honor.
Al contrario que su mujer, Harry se mostró cordial en exceso y dándole un abrazo, dejó que su mano por un segundo recorriera el trasero de la mexicana. Esa rápida caricia provocó que sus pezones se pusieran duros de inmediato e Ivanna al descubrirlo pensó que esa zorrita iba a por su marido:
« No tardará en arrepentirse», pensó mientras entraban al salón donde tenía preparado el aperitivo.
Una vez dentro, le molestó ver que su marido agarraba a la mexicana de la cintura mientras le enseñaba orgulloso los diferentes reconocimientos que había conseguido su mujer pero la gota que hizo explotar a la rubia heredera fue a su rival diciendo:
– ¿Y cuál de ellos no ha comprado?
– ¡No he comprado ninguno! ¡Son gracias a mi esfuerzo!- gritó enfrentándose cara a cara con ella.
Sara disfrutando de esa pequeña victoria, soltó una carcajada diciendo:
-Era broma. ¡No te enfades que se te hacen arrugas!
Instintivamente, Ivanna sacó un espejo de su bolso y miró su rostro sin darse cuenta que eso era exactamente lo que quería esa arpía. La certeza de su derrota llegó de la forma más cruel que no fue otra que oír a Harry reírse con la ocurrencia.
« ¡Ella se lo ha buscado! ¡Pienso humillarla tanto que tenga que volver con el rabo entre las piernas a su subdesarrollado país!», sentenció mentalmente mientras pedía al mayordomo que abriera una botella de su mejor chardonney.
Con ganas de saltarla al cuello, la heredera tuvo que aguantar durante el aperitivo que su marido propusiera a la locutora el hacerse cargo de los informativos de la nueva cadena y que Sara haciéndose de rogar, le contestara que tenía que pensárselo.
« ¡Será puta! ¿Qué tiene que pensar? ¡Si es una muerta de hambre!», cada vez más cabreada, pensó para sí.
Harry, que no había advertido ni el cabreo de su mujer ni que era una pose la actitud de la mexicana para negociar mejor, se desvivió para convencer esa rubia a base de halagos, piropos y demás galanteos.
Celosa y humillada, cuando el servicio le avisó que la cena estaba lista, decidió pasar al ataque y disimulando ya en la mesa, entabló una cordial conversación con esa mujer mientras esperaba la oportunidad de devolver multiplicados sus desplantes. Aunque Sara se percató de ese cambio pero no dijo nada sino como le había enseñado una estructura como televisa, decidió esperar con las uñas preparadas el siguiente ataque.
En cambio, Harry con los ánimos insuflados al ser el objeto de atención de esas dos bellezas y sin dejar de coquetear con ninguna, se relajó y siguió bebiendo a un ritmo pausado pero constante de forma que las dos primeras botellas cayeron antes de que terminaran el segundo plato.
Al pedir la tercera, el mayordomo se disculpó con su señora diciendo:
-Se nos han acabado aquí arriba. ¿Me puede dar la llave de la bodega y subo otras dos más?
Aunque le molestó esa falta de previsión, vio en ella la oportunidad que estaba buscando y dirigiéndose con voz melosa a su marido, dijo:
-Cariño, sabes lo poco que me gusta que entren donde guardo mi colección de vinos, ¿Te importaría bajar tú?
Ya con la voz tomada, Harry no puso inconveniente y pidiendo perdón dejó a las dos rivales solas, una frente a la otra mirándose a los ojos.
Se podía cortar con un cuchillo el ambiente. Las dos divas sabían que se avecinaba un duelo del que solo una de ellas saldría triunfante mientras la perdedora se sentiría humillada de por vida. Retándose en silencio, durante unos interminables segundos amabas mujeres fueron midiendo sus fuerzas con la mirada, intentando que la otra se sintiera intimidada.
Como anfitriona, Ivanna decidió que ella debía de iniciar las hostilidades y por eso con tono suave para que no la oyeran desde la cocina, dijo a su rival:
-Mira zorrita, sé lo que pretendes…
Con una sonrisa cargada de desprecio, la mexicana la interrumpió diciendo:
-No tienes ni idea.
Elevando su tono, la norteamericana contestó:
-¿Crees que con tu vulgar coquetería me puedes quitar a mi marido? ¡Te falta clase y estilo!
La locutora soltó una carcajada y retando directamente a su rival, con voz baja, contestó:
-No te engañes, frente a mí, solo tu dinero me hace sombra. Si no fuera por él, Harry sería un cachorrito en mis manos.
La mención a su riqueza fue el detonante de la ira de Ivanna que sin medir las consecuencias, espetó:
-¡Soy mucho más mujer que tú!- y producto de su enfado, llevando las manos hasta sus pechos, le soltó: -Te apuesto un millón de dólares y mi marido a que pudiendo elegir, Harry me prefiere a mí.
Muerta de risa, Sara contestó:
-¿Y si pierdo?
-Renuncias al puesto que te ofrece y te vas como la ilegal que eres derechita a la frontera y desapareces de nuestras vidas.
-Aceptó- contestó tras pensarlo unos segundos al percatarse que en el peor de los casos, se quedaba como hasta ahora y disfrutando de antemano, preguntó: -¿Cómo quieres hacerlo? ¿Cómo piensas darle libertad para elegir entre nosotras? No sería un duelo justo si tu marido cree que puede tener consecuencias el elegirme a mí.
¡Ivanna no había pensado en ello!
El contrato prenupcial que su padre le había obligado a firmar era claro: Si Harry era infiel, ¡Perdería hasta la camisa! Tuvo que hacer un esfuerzo para evitar que en sus labios se dibujara una sonrisa y convencida que ese papel desnivelaría la balanza en caso de duda, mintió a su enemiga diciendo:
-Por eso no te preocupes. No somos tan pueblerinos como los mexicanos. Ya hemos hecho antes intercambios de pareja.
La locutora no la creyó pero el premio era tan inmenso que sabiendo que esa mujer llevaba las cartas marcadas, decidió asumir el riesgo al confiar en sus encantos. Aun así insistió:
-¿Cómo empezamos?
La heredera sin llegarse a creer lo tonta que era esa zorra, respondió:
-Después de la cena, tontearemos entre nosotras poniendo cachondo a Harry y cuando quiera unirse a la fiesta, le obligaremos a elegir a una. Con la que se vaya primero, ¡Habrá ganado!
Todavía estaban discutiendo los términos del acuerdo cuando hizo su aparición Harry con las botellas. Ajeno a la red que esas dos iban a tejer a su alrededor durante su ausencia en su mente se había imaginado un trio con ellas dos. Aunque sabía que en la universidad Ivanna había tenido un desliz lésbico con su compañera de cuarto, este no pasó de unos besos y un par de achuchones.
«¿Y si las emborracho?», se preguntó sin darse cuenta que era el alcohol que llevaba ingerido el que hablaba.
Tan caliente le había puesto la idea que decidió intentarlo. Por eso nada más volver al comedor, abrió la primera y rellenando las tres copas, brindó con ellas diciendo:
-Por el resultado de esta noche.
El iluso no supo reconocer el significado del brillo de los ojos de ambas mujeres al hacer dicho brindis y creyó que aunque pareciera imposible cabía la posibilidad que se cumpliera su deseo. Ese espejismo se vio reafirmado durante el resto de la cena al percatarse que su esposa no ponía peros ante el tonteo descarado de la extranjera.
« ¡Esta noche será memorable!», continuamente se decía mientras sin parar vaciaba las botellas una tras otra en las tres copas.
Incluso la tirantez que notó en un principio entre las damas había desaparecido y tanto Ivanna como Sara reían sin control cada una de sus sugerencias. Estaba tan envalentonado cuando ya habían acabado el postre, se le ocurrió decir:
-Os lleváis tan bien que parecéis novias.
Ese fue el momento que eligió su esposa para que diera inicio el enfrentamiento con la locutora y poniendo voz melosa mientras por encima de la mesa agarraba la mano de la mexicana, le respondió:
-¿Te gustaría?
El tono de su mujer incrementó sus esperanzas pero no sabiendo qué tipo de terreno pisaba, contestó:
-No estoy seguro.
Ivanna no pudo evitar soltar una carcajada al comprender la prudencia de su marido y despidiendo al servicio para que nadie fuera testigo, levantándose de la mesa fue hasta la rubia y dándole un beso en las comisuras de sus labios, miró a su marido diciendo:
-Vamos al salón. Ocúpate tú de las copas, mientras pongo música.
Harry no supo reaccionar al ver esa muestra de cariño y se quedó paralizado de pie junto a la mesa. Tuvo que ser Sara quien le sacara de ese estado: Pasando junto a él abrazada a su esposa, le soltó un suave azote en el culo mientras le decía:
-Date prisa, Don Juan. Tus mujeres tienen sed.
Nervioso ante la perspectiva de poseer a esas dos bellezas, el tipo sirvió una primera copa y se la bebió de golpe antes de poner las demás, de forma que cuando terminó en los altavoces ya sonaba un tango. Harry no tuvo tiempo de sentarse porque retirando los vasos, su mujer lo sacó a bailar.
Si ya eso fue una sorpresa mas lo fue notar que mientras bailaban su mujer pegó su pubis contra su sexo y sin importarle la presencia de la locutora empezaba a restregar su coño contra él.
« ¡No puedes ser!», exclamó mentalmente al notarlo y no queriendo excitarse antes de tiempo, intentó retirarse pero Ivanna se lo impidió llevando la mano hasta su trasero.
Sara mientras tanto se iba encabronando al saber que su rival estaba haciendo trampas y por eso, simulando una sonrisa, decidió unirse a la pareja.
«Esta puta estirada no sabe quién soy yo» y cogiendo una mano del marido, se la colocó en su trasero mientras abrazaba a los dos.
La heredera sonrió al ver la burda maniobra de la mexicana e imitándola llevó la otra a sus nalgas, pensando:
«Menudo error ha cometido, Harry se dará cuenta que el mío es mejor», sin saber que en ese momento, su marido estaba disfrutando de ambos por igual.
Al bailar el tango, obligó a su pesar que las dos enemigas pegaran sus pechos una contra la otra y aprovechándolo, Sara murmuró en el oído de la otra:
-Estás plana. ¡Pareces un hombre!
Que menospreciara sus senos, indignó a Ivanna que queriendo darle una lección usó un requiebro para propinarle un pellizco en mitad de una teta.
-¡Me has hecho daño! ¡Puta!- recriminó a su agresora en la siguiente vuelta y no queriendo ser menos, agarró entre sus dedos una de las areolas de la heredera y apretó.
Mientras ese duelo ocurría, el marido no se enteraba de nada al ir alternando de una a la otra con su pene completamente erecto, bastante tenía el pobre sujeto con disimular el bulto de su entrepierna.
El que esa locutora de tres al cuarto le hubiese devuelto la agresión sacó de sus casillas a Ivanna y queriendo castigar su osadía, desgarró la camisa de su rival dejando al descubierto sus pechos.
-No estás mal dotada- reconoció al comprobar lo que escondía esa mujer.
La mexicana ni siquiera hizo el intento de ocultarlos y disimulando su cabreo, bajó los tirantes de su agresora liberando su delantera.
Al ver supuesto don Juan a las dos mujeres semi desnudas, creyó que era un juego y aplaudiendo se sentó con su copa en el sofá, diciendo:
-Estáis preciosas haciendo que estáis cabreadas. ¡Bailad para mí las dos juntitas!
Ya bastante borracho, no se percató de la mirada asesina que le dirigió su mujer ni tampoco que cuando obedeció cogiendo a Sara entre sus brazos, le dijo al oído:
-No sé qué ven tantos millones de mexicanos en ti. Para no tener no tienes ni nalgas.
Muerta de risa, al notar la impotencia de la heredera, la mexicana agarró con sus manos el trasero de Ivanna y pegándole un buen magreo, respondió:
-Debería hacer más ejercicio, tienes el culo caído.
Aunque ese insulto hizo mella en la heredera, mas vergüenza le provocó sentir un pinchazo en su entrepierna producto de ese toqueteo y rechazando ese pensamiento, tomando la iniciativa quiso jalar de los vellos púbicos de su enemiga con tan mala suerte que sus dedos lo único que se encontraron fue con un sexo totalmente depilado. Recuperada de la sorpresa y no queriendo perder la oportunidad de humillarla, murmuró uniendo sus cabezas mientras metía una de sus yemas entre esos pliegues:
-No me imaginaba que una mojada tuviese el buen gusto de no parecer un mono.
Sara abrió los ojos al notar la agresión pero pensando que si el marido veía a su mujer metiéndole mano se iba a excitar con la idea de poseerla él también, no tardó en separar sus rodillas y enfrentándose a la otra rubia, dijo:
-¿Te calentaste? ¡Putilla!- y muerta de risa, le soltó: -Creo que no tardaré en tenerte a mis pies.
Las palabras de la locutora recordaron a Ivanna lo que se jugaba y por eso respondió:
-Te equivocas. Eres tú la que no tardará en berrear como una puta ante mí. Le demostraré a Harry que soy mucha más mujer que tú- mientras aprovechaba para acariciar con sus yemas el clítoris de su enemiga.
Tal era el cabreo de las dos que ninguna se percató que el objeto de su enfrentamiento se había quedado dormido en el sofá y que ocurriera lo que ocurriese, iba a dar igual.
Sara no se esperaba esa reacción pero no le costó comprender las intenciones de esa arpía y mientras notaba que no era indiferente a la forma en que la estaba masturbando, decidió cambiar de estrategia y fingiendo una calentura que todavía no tenía, llevó sus labios a los de su rival mientras pensaba:
«Si crees que me vas a poner bruta, estás confundida».
Al sentir el beso, Ivanna creyó iba camino a la victoria y que esa rubia no tardaría en correrse. Por ello, forzó la boca de su rival con su lengua mientras seguía torturando su botón. La locutora dejó que la heredera jugueteara un rato en el interior de su boca antes de llevar una de sus manos hasta el pecho de la otra acariciándolo y al encontrar su pezón erecto, vio la oportunidad de devolverle la calentura que ya se acumulaba en su entrepierna. Decidida a no dejarse vencer, la fue besando por el cuello con la intención de apoderarse de ese rosado trofeo. Al llegar a su meta, lamió esa maravilla antes de mordisquearla suavemente.
En cuanto la americana sintió la acción de los dientes de la otra, no pudo reprimir un gemido mitad placer mitad vergüenza por saber que lo había provocado una mujer y encima mexicana. Con la respiración entrecortada, Ivanna se sintió indefensa y por eso buscó con la mirada el apoyo de su marido. Pero desgraciadamente, descubrió pasmada que Harry se había quedado dormido con su pene en una mano y su copa en la otra.
« ¡Está K.O.!» exclamó mentalmente al percatarse que producto del alcohol estaba inconsciente.
Ese descubrimiento curiosamente la tranquilizó al saber que no iba a perder la apuesta pero también porque él no sería testigo de su calentura. La situación la había puesto cachonda y sin el riesgo de romper su matrimonio decidió aprovechar la apuesta para experimentar por primera vez que se sentía al estar con una mujer. Para evitar que Sara conociera el estado de su esposo y diera por cancelada la apuesta, la giró de forma que este quedara a su espalda.
Ya segura que la locutora no se iba a percatar que el tipo había caído en los brazos de Morfeo, ofreció a su rival sus pechos como ofrenda, esperando que cayendo en su juego los tomara nuevamente entre sus labios mientras incrementaba las caricias de sus dedos sobre el ya erecto botón de la mujer.
“Me estoy poniendo cachonda”, muy a su pesar reconoció la hispana al sentir que un calambrazo recorría su cuerpo al ritmo con el que esa zorra la estaba pajeando.
No queriendo perder la iniciativa, Sara cogió uno de los pezones de la heredera entre sus dientes y pegándole un suave mordisco, buscó que su enemiga se contagiara de la misma calentura que ya la atormentaba. El gemido de placer que brotó de su garganta le dio los ánimos suficientes para atreverse a aprovechar la ventaja para obligar a esa mujer a rebajarse a lamerle los pechos.
Ivanna azuzada por una lujuria que hacía años que no sentía se lanzó como una posesa a chupar los duros senos de la mexicana, olvidando por primera vez el verdadero objetivo de ese duelo. Las rosadas areolas de la rubia al recibir esas atenciones obviaron que eran producidas por otra mujer y traicionando a su dueña, reaccionaron con una celeridad tal que la hizo boquear y reconocer en voz alta:
-Sigue puta. ¡Me encanta!
La heredera vio en esa súbita debilidad una oportunidad de dejar zanjada quien era más mujer y disfrutando de los aullidos de placer de su contendiente, incrementó la velocidad con la que su lengua recorría los pezones de la hispana. Lo que no se esperaba la nacida en los Unites fue que en ese momento, Sara dejara caer sobre una de sus nalgas un sonoro azote.
Al sentirlo lejos de indignarse, se notó azuzada en su lujuria y antes que se diera cuenta se vio desgarrando lo poco que le quedaba de la ropa a su rival. Con Sara únicamente portando un coqueto tanga se tomó un segundo para valorar el cuerpazo que tenía su rival, antes de sufrir su carísimo traje el mismo destino.
-Me costó diez mil dólares- protestó al ver hecho trizas ese exclusivo modelo y llevando sus dedos al tirante que unía el encaje del escueto calzoncito de la hispana, echa una furia lo rasgó dejando totalmente en cueros a su enemiga.
La locutora al verse desnuda no quiso darle esa ventaja a su oponente y aprovechando un descuido usando una llave de judo, la tumbó contra su voluntad sobre la costosa alfombra persa y tirándose sobre ella, la despojó de la blanca braguita que todavía lucía sobre su sexo. Al hacerlo, las yemas de la mexicana rozaron los pliegues de la americana descubriendo que esa zorra estaba al menos tan cachonda como ella. Viendo que Ivanna todavía no se había repuesto de la sorpresa, decidió aprovechar esa revelación para obligarle a separar sus rodillas mientras ella hundía la cara entre las piernas de su indefensa víctima.
“¿Qué estoy haciendo?”, recapacitó durante un instante al saborear el fruto prohibido que la gringa escondía entre sus piernas.
Alucinada y sorprendida por igual, tuvo que reconocer que el aroma agridulce que manaba del pubis de esa mujer le estaba trastornando e incapaz de contenerse, recogió entre sus dientes el ya erecto clítoris que el destino había puesto en su camino y con un celo enfermizo, se puso a disfrutar de su sabor mientras escuchaba los gemidos con la satisfacción de un depredador.
“Esta puta no va a tardar en correrse”, pensó pasando por alto que su propio cuerpo se estaba viendo afectado en demasía con el roce de la tersa piel de su oponente.
En ese instante, Ivanna estaba aterrorizada no solo porque estaba gozando como nunca sino porque veía cercana su derrota. Sacando fuerzas de la desesperación, consiguió despejar su mente y retomando la iniciativa, introdujo dos yemas dentro del coño de su agresora mientras ésta continuaba asolando sus defensas a bases de lengüetazos. La humedad que empapó sus dedos y el aullido de placer que oyó al penetrarla le dieron nuevos ánimos y con toda la celeridad que pudo comenzó a pajearla sin saber si llegaría a tiempo.
“¡Aguanta nena!”, se dijo, “¡No debes perder!
Por su parte la mexicana, que ya se creía ganadora, al experimentar las uñas de la americana entrando y saliendo del interior de su sexo, palideció al sentir un placentero escalofrió que surgía de sus entrañas.
“¡Un minuto más!”, pidió a su cuerpo que esperara y recordando que ella misma se volvía loca cuando se acercaba el clímax y le mordían el clítoris, cerró sus dientes sobre el hinchado botón de la mujer.
Ese mordisco fue una carga de profundidad en la mente de la heredera que desesperada empezó a azotar el culo de sus rival en un postrero intento de evitar el orgasmo.
“¡No aguanto más!”, lloró en silencio al notar el latigazo de placer que recorría su cuerpo y ya derrotada se dejó llevar por las explosivas sensaciones sin darse cuenta que al mismo tiempo que ella se corría, la arpía que tenía entre las piernas hacía lo mismo quizás con mayor énfasis.
Los gritos de ambas retumbaron en las paredes del salón al ritmo que sus cuerpos convulsionaban sobre la alfombra mientras el objeto de la apuesta roncaba su borrachera ajeno al resultado. Sin saber a ciencia cierta quien había ganado y quien había perdido, las dos mujeres disfrutaron de la belleza de Lesbos olvidando temporalmente sus desavenencias.
Sus labios sellaron una paz momentánea dejando que sus lenguas juguetearan en la boca de su rival mientras sus cuerpos se volvían a entrelazar en una danza tan ancestral como prohibida. Una vez liberadas de sus prejuicios, Ivanna y Sara se vieron inmersas en un prolongado gozo del que solo salieron cuando escucharon que Harry soltaba la copa que todavía mantenía en su mano.
Muertas de risa, unieron sus bocas con renovado ardor durante unos segundos hasta que con una sonrisa la americana susurró en el oído de su rival:
-Zorra, te he ganado.
Lejos de ofenderse, la locutora soltó una carcajada diciendo:
-Eso es mentira, ¡has sido tú la primera en correrse!
De buen humor ambas discutieron durante un rato de quien era la victoria mientras no se dejaban de acariciar y viendo que no llegaban a un acuerdo, entornando los ojos, Sara propuso a su rival:
-La noche es larga. Veamos quien consigue mas orgasmos de la otra.
Ivanna, ayudando a la mexicana a levantarse del suelo, contestó mientras pasaba su brazo por la cintura de la otra mujer:
-Acepto aunque solo sea para demostrarte que eres una zorra y tengas que volver a tu país con la cola entre las piernas.
Luciendo una sonrisa de oreja a oreja, la aludida le respondió:
-Puta, serás tú la que pierda y el puesto será mío.
Ya estaban saliendo del salón rumbo a la habitación cuando volteándose la invitada miró al despojo de hombre que yacía alcoholizado sobre el sofá y riendo preguntó a su rival:
-¿Qué hacemos con tu marido?
-Déjale durmiendo, ¡esto es entre tú y yo!….

 

Relato erótico: “LAS HIJAS DE MIS AMIGOS NO SON LO QUE PARECEN 1” (PUBLICADO POR VALEROSO32)

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me llamo charles tengo 53 años muchas veces iba a ver a mis amigos para tomar unas copas y charlas de los viejos tiempos. uno de ellos tiene unas hijas preciosas de 17 y 18 años con unos culos y unas tetas que más de una vez me he pajeado pensando en ellas.

– salen a la madre -pensé que es igual de guapa siempre bromeaba con las hijas les decía si fuera más joven seríais mis novias.
ellas se reían:
– tú lo que eres un viejo verde.
y bromeaba con ellas un día fui a cierta discoteca a tomar algo cuando estaba tomando un cubata vi a las hijas de mis amigos. no me lo podía creer allí estaba fumando porros y poniéndole de cubatas hasta el culo y chupando las poyas de dos tíos.
iban vestidas con unas minifaldas que casi enseñaban todo y unos tops ellas no me vieron a mí. así que sin que me viera las hice unas fotos chupando la poya a lo tíos y poniéndose de canutos hasta el culo luego.
me vi después de grabarlas ellas serian mis zorras quien lo iban a decir así que fui a su casa un día que no estaban sus padres y llamé ellas me abrieron y me dijeron.
– no están nuestros padres vuelve más tarde.
– no quiero hablar con vuestros padres sino con vosotras.
– pasa tú dirás.
– ayer en cierta discoteca vi a dos zorritas fumando yerba hasta las trancas y poniéndose pedo de cubatas y lo peor es que se la estaban chupando la poya a unos tíos.
– y eso que tiene que ver con nosotras – me dijeron.
– vamos me tomáis por gilipoyas. sé que erais vosotras.
ellas se pusieron blancas.
– te equivocas.
– yo creo que no.
y les mostré las fotos y el video que había hecho.
– te daremos dinero por favor no digas nada a nuestros padres. si no nos matan.
– depende de vosotras además no quiero vuestro dinero. os quiero a vosotras.
– tú estás loco.
– queréis que le mande el video por wasap a tu padre chupando poyas y borrachas fumando yerba.
– que quieres de nosotras cabron.
– quiero que seáis mis putas.
– eso jamás.
– como queráis a ver que dice vuestros padres cuando lo vean.
– no por favor- empezaron a llorar.
– vamos, con el tiempo os gustara ser mis zorras y os gustara mi poya. así que ya podéis desnudaros y chuparme la poya- dije yo- vamos quiero ver vuestros chochos y culos de puta.
ellas se desnudaron llorando.
– estáis para follaros- dije yo.
– eres un cabron mi padre te matara.
– tu padre no se enterará de nada por la cuenta que os tiene. A ver mamarme la verga y empezaron a chuparme la las dos a dúo.
-que rica cabronas como la chupáis a mí no me engañáis cuando hace que coméis vergas lo sé por experiencia que no es la primera. A la vez zorras.
así que la cogí de la cabeza a las dos y me comieron la poya una los huevos y otra el rabo se la metí hasta la garganta casi se atragantan cuando le hice garganta profunda empezaron a babear.
– esta no es como la de vuestros amigos eh zorras es más grandes eh tragar.
y vaya si tragaron.
– ahora quiero comeros vuestros chochos tumbaros con el chocho abierto.
se tumbaron con el coño y empecé a chuparlas lo tenían depilado sin un pelo como me gusta a mí.
– ahahahahaha cabron como lo comes- me dijeron ellas.
– os gusta eh zorras a partir de ahora haréis lo que yo diga cabronas sin rechistar -luego dije -quiero follaros a las dos.
– no por favor eso no, nos dejaras embarazadas.
– crees que soy gilipoyas si lleváis en el bolso la píldora del día después.
así que cogí a María que por cierto no he dicho los nombres al lector eran María y marta unas monadas una rubia 17 añitos y marta morena 18 añitos y se la metí a María en el chocho hasta los cojones.
– haha me haces daño es demasiado grande.
– claro estas acostumbrada a las pollitas de tus amigos no a la mía toma poya zorra hasta los cojones.
ella se volvía loca.
– así si cabron que gusto.
mientras Marta se masturbaba.
– ven aquí zorra cómela el chocho a tu hermana y a mí la poya mientras me la follo luego te tocara a ti so puta. a partir de ahora soy vuestro amo y pobre de vosotras si no me obedecéis -dije yo.
ella empezó a chupar el chocho a María y a mí la poya mientras la follaba María se vino enseguida:
– ahahahahaha m corrorororororroororooroorro que gusto hijo puta.
– ahora prepara a marta quiero romperla el culo.
– no por favor.
– nada de por favor zorra para ti soy tu amo te enteras o te rompo la cara de puta que tienes.
así que la cogí del culo, aunque ella lloraba y se lo prepare con aceite para niños y luego la chupe el culo y la metí los dedos cuando estuvo bastante abierto el rector o el ojete empecé a meterla mi poya despacito.
– ahaja me haces daño.
– calla zorra y aguanta que luego no querrás sacarla.
hasta que la tuvo dentro y empecé a moverme.
– toma hija puta mira cómo te rompo el culo so puto.
– ahahaahahahaahahame haces daño.
pero empecé a moverme y empezó a costumbrase ya no se apartaba, sino que empujaba su culo contra mi poya para que la siguiera follando. mientras le dije a su hermana María que la chupara el chocho.
– ves cómo te gusta zorra has nacido para ser mi puta y así será.
ella empezó a correrse.
– ahahahahahaha me corororoorooroorororo de gusto cabrón.
ahora cogí a María y la hice lo mismo.
– por favor- me dijo -tengo miedo. te la chupo si quieres, pero por el culo no.
– tranquila zorra una puta tiene que tener todo bien abierto culo y chocho eso es lo que te voy a hacer.
así que la lubriqué ella lloraba y empecé a meterla los dedos en el ojete y a chupárselo.
– llora zorra -dije yo- no llorabas cuando te comías las poyas en la disco.
termine de prepáraselo y dije a su hermana que se lo chupara igual el coño y se la fui metiendo poco a poco.
– que daño sácala- gritaba.
– tranquila guarra relájate no fuerces el esfínter.
al final mi poya estaba dentro de ella María ya empezó a moverse igual que yo mientras marta ahora la chupaba el coño.
– ahahahaha cabron que gusto- me dijo.
– te empieza a gustar guarra toma poya por el culo.
– ahahahahahaha me corrrorororro cabrón -dijo ella.
– ahora como buenas zorras venir a 4 patas y chuparme la poya vamos que o tenga que repetirlo.
así que se arrastraron y me cogieron la poya y empezaron a mamármela hasta que me corrí en sus caras.
– a partir de ahora seréis mis putas entendido seréis modositas como quieren vuestros papis, pero cuando os reunáis conmigo seréis mis putas sumisas entendido y me conseguiréis a vuestras amigas usareis lencería sexy leotardos y picardías y os vestiréis como buenas putas que sois ahora cosa quiero que os escribáis vuestro nombre coño diciendo soy la puta de charles entendido y pobre de vosotras como no obedecías me pediréis permiso hasta para correros entendido. vamos zorras lavaros que van a venir vuestros papis y he quedado esperando para tomar una copa aquí con ellos.
llegaron mis amigos te has aburrido esperando no que va vuestras encantadoras hijas me han hecho mucho de reír verdad chicas lo hemos pasado bien contando cosas de cuando yo era joven CONTINUARA

“El dilema de elegir entre mi novia y una jefa muy puta” LIBRO PARA DESCARGAR POR GOLFO

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La casualidad quiso que Manuel Quijano descubriera llorando a su jefa y a pesar que Patricia era una arpía, buscara consolarla aunque eso pusiera en peligro su trabajo..Al hacerlo desencadenará una serie de hechos fortuitos que acabarán o no con su soltería al ponerle en el dilema de elegir entre esa fiera y una dulce compañera de trabajo que estaba secretamente enamorada de él.

ALTO CONTENIDO ERÓTICO

Bájatelo pinchando en el banner o en el siguiente enlace:

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Para que podías echarle un vistazo, os anexo el primer capítulo:

Capítulo 1.

A pesar que mucha gente cree que llegada una edad es imposible que su vida pueda cambiar diametralmente, por mi experiencia os he de decir que están equivocados. Es más, en mi caso mi vida se trastocó para bien por algo en lo que ni siquiera participé pero que fui su afortunado beneficiario.
Por eso no perdáis la esperanza, ¡nunca es tarde!
Tomad mi ejemplo.
Hasta hace dos meses, mi existencia era pura rutina. Vivía en una casa de alquiler con la única compañía de los gritos del bar de abajo. Administrativo de cuarta en una mierda de trabajo, dedicaba mi tiempo de ocio a buscar infructuosamente una pareja que hiciera más llevadero mi futuro. Durante dos décadas perseguí a esa mujer en bares, discotecas, fiestas y aunque a veces creí haber encontrado a la candidata ideal, tengo que deciros que fracasé y que a mis cuarenta años me encontraba más solo que la una. Es más creo que llegue a un estado conformista donde ya me veía envejeciendo solo sin nadie que cuidar o que me cuidara.
Afortunadamente todo cambió una mañana que queriendo adelantar tarea aterricé en la oficina media hora antes. Pensaba que no había nadie y por eso cuando escuché un llanto que venía de la habitación que usábamos como comedor improvisado, decidí ir a ver quién lloraba. Todavía hoy no sé qué fue lo que me indujo a acercarme cuando descubrí que la que lloraba era mi jefa. Lo cierto es que si alguien me hubiese dicho que iba a tener los huevos de abrazar a esa zorra y que intentaría consolarla, me hubiese hecho hasta gracia, ya que la sola presencia de la tal Patricia me producía un terror inenarrable al saber que mi puesto de trabajo dependía de su voluble carácter.
Joder, ¡no era el único! Todos y cada uno de mis compañeros de trabajo temíamos trabajar junto a ella porque meter la pata en su presencia significaba engrosar inmediatamente la fila del paro. Para que os hagáis una idea de lo hijo de puta que era esa mujer y lo mucho que la odiábamos, su mote en la empresa era la Orco Tetuda, esto último en referencia a las dos ubres con las que la naturaleza la había dotado. Aunque hoy en día sé que su despotismo era un mecanismo de defensa, lo cierto es que se lo tenía ganado a pulso. Como jefa, Patricia se comportaba como una sádica sin ningún tipo de moral que disfrutaba haciendo sufrir a sus subalternos.
Por eso todavía hoy me sorprende que haya tenido los arrestos suficientes para vencer mi miedo y que olvidando toda prudencia, la hubiese abrazado.
Cómo no podía ser de otra forma, al sentir mi jefa ese abrazo intentó separarse avergonzada pero aprovechando mi fuerza se lo impedí y en un acto de locura que dudo vuelva a tener, susurré en su oído:
―Llore tranquila, estamos solos.
Increíblemente al escucharme, esa zorra se desmoronó y apoyando su cabeza en mi pecho, reinició sus lamentos con mayor vehemencia. Pasados los treinta primeros segundos en los que el instinto protector seguía vigente, creí que mis días en esa empresa habían terminado al presuponer que una vez hubiese asimilado ese mal trago, la gélida mujer no iba a poder soportar que alguien conociera su debilidad y que aprovechando cualquier minucia iba a ponerme de patitas a la calle.
«¡Qué coño he hecho!», os reconozco que pensé ya arrepentido mientras miraba nervioso el reloj, temiendo que al estar a punto de dar las ocho y cuarto alguno de mis compañeros llegara temprano y nos descubriera en esa incómoda postura.
Afortunadamente durante los cinco minutos que mi jefa tardó en tranquilizarse nadie apareció y aprovechando que lo peor había pasado, me atreví a decirle que debía irse a lavarse la cara porque se le había corrido el rímel. Mis palabras fueron el acicate que esa zorra necesitaba para recuperar la compostura y separándose de mí, me dejó solo entrando al baño.
«Date por jodido», pensé mientras la veía marchar, « si ya de por sí no eras el ojito derecho de la Orco Tetuda, ahora que sabes que tiene problemas la tomará contra ti».
Hundido al ver peligrar mi puesto, me fui a mi silla pensando en lo difícil que iba a tener encontrar trabajo a mi edad cuando esa maldita me despidiera.
«La culpa es mía por creerme un caballero errante y salir en su defensa», mascullé entre dientes sabiendo que no me lo iba a agradecer por su carácter.
Tal y como había supuesto, Patricia al salir del baño ni siquiera miró hacía donde yo estaba sino que directamente se metió en su oficina, dejando claro que estaba abochornada porque alguien supiera que a pesar de su fama era una mujer capaz de tener sentimientos.
Durante todo el día, mi jefa apenas salió de ahí y eso hizo acrecentar la seguridad que tenía de mi despido. En mi desesperación quise arreglar las cosas y por eso viendo que seguía encerrada cuando ya todos se habían marchado a casa, me atreví a tocar a su puerta.
―Pase― escuché que decía desde dentro y por ello tomando fuerzas entré a decirle que no tenía que preocuparse y que nadie sabría por mi boca lo que había ocurrido.
No tuve tiempo de explicárselo porque al más verme entrar su actitud serena se trasmutó en ira y me miró con un desprecio tal que, lejos de atemorizarme, me indignó. Pero lo que realmente me sacó de las casillas fue escucharla decir que si venía a restregarle en la cara los cuernos que le había puesto su marido.
―Para nada― respondí hecho una furia― lo que ocurra entre usted y el imbécil de su marido no es de mi incumbencia, solo venía a preguntar cómo seguía pero veo que me he equivocado.
Soltando una amarga carcajada, la ejecutiva me respondió:
―Me vas a decir que no sabías que Juan me ha abandonado. Seguro que es la comidilla de todos que a la Orco la han dejado por otra más joven.
No sabiendo que decir, solo se me ocurrió responder que no sabía de qué hablaba. Mi reacción a la defensiva la azuzó a seguir atacándome y acercándose a mí, me soltó:
―Lo mucho que os habréis reído de la cornuda de vuestra jefa.
Su tono agresivo me puso en guardia y por eso cuando esa perturbada intentó darme una bofetada, pude detener su mano antes que alcanzara su objetivo.
Al ver que la tenía inmovilizada, Patricia se volvió loca y usando sus piernas comenzó a tratar de darme patadas mientras me gritaba que la soltase. Mi propio nerviosismo al escuchar sus gritos me hizo hacer algo que todavía me cuesta comprender y es que tratando que dejara de gritar esa energúmena, ¡la besé!
No creo que jamás se le hubiese pasado por la cabeza que su subordinado la besara y menos que usando la lengua forzara sus labios. La sorpresa de mi jefa fue tal que dejó de debatirse de inmediato al sentir que la obligaba a callarse de ese modo.
Me arrepentí de inmediato pero la sensación de tener a ese mujeron entre mis brazos y el dulce sabor de la venganza, me hizo recrearme en su boca mientras la tenía bien pegada contra mi cuerpo. Confieso que interiormente estaba luchando entre el morbo que sentía al abusar de esa maldita y el miedo a las consecuencias de ese acto pero aun así pudo más el morbo y actuando irresponsablemente me permití el lujo de manosear su trasero antes de separarme de ella para decirle:
―Es hora que pase página. No es la primera mujer a la que han puesto cuernos ni será la última. Si realmente quiere vengarse, ¡búsquese a otro!― tras lo cual cogí la puerta y me fui sin mirar atrás.
Ya en la calle al recordar el modo en que la había tratado me tuve que sentar porque era incapaz de mantenerme en pie. Francamente estaba aterrorizado por la más que posible denuncia de esa arpía ante la policía.
«Me puede acusar de haber intentado abusar de ella y sería su palabra contra la mía», medité cada vez más nervioso, « ¿cómo he podido ser tan idiota?».
Reconozco que estuve a un tris de volver a disculparme pero sabiendo que no solo sería inútil sino contraproducente, preferí marcharme a casa andando.
La caminata me sirvió para acomodar mis ideas y si bien en un principio había pensado en presentar mi renuncia al día siguiente, después de pensarlo detenidamente zanjé no hacerlo y que fuera ella quien me despidiera.
«No tiene pruebas. Es más nadie que nos conozca se creería algo así», al recordar que a mi edad tendría difícil que una empresa me contratara por lo que necesitaba tanto la indemnización como el paro.
Lo que me terminó de calmar fue que al calcular cuánto me correspondería por despido improcedente comprobé que era una suma suficiente para vivir una larga temporada sin agobios. Quizás por eso al entrar en mi piso, ya estaba tranquilo y lejos de seguirme martirizando, me puse a recordar las gratas sensaciones que había experimentado al sentir su pecho aplastado contra el mío.
«Joder, solo por eso ¡ha valido la pena!», sentencié muerto de risa al comprobar que bajo mi pantalón mi sexo se había despertado como años que no lo hacía.
Estaba de tan buen humor que mi cutre apartamento me pareció un palacio y rompiendo mi austero régimen de alcohol, abrí una botella de whisky para celebrar que aunque seguramente al día siguiente estaría en la fila del INEM había vengado tantas humillaciones.
«Esa puta se había ganado a pulso que alguien le pusiera en su lugar y me alegro de haber sido yo quien lo hiciera», pensé mientras me servía un buen copazo.
Mi satisfacción iba in crescendo cada vez que bebía y por eso cuando rellené por tercera vez mi vaso, me vi llegando hasta la puerta de su oficina y a ella abriéndome. En mi imaginación, Patricia me recibía con un picardías de encaje y sin darme tiempo a reaccionar, se lanzaba a mis brazos. Lo incongruente de esa vestimenta no fue óbice para que en mi mente mi jefa ni siquiera esperara a cerrar para comenzar a desabrocharme el pantalón.
Disfrutando de esa ilusión erótica, dándole la vuelta, le bajé las bragas y sin más prolegómeno, la ensarté violentamente.
―Eres un cabrón― protestó la zorra de viva voz sin hacer ningún intento de zafarse del castigo.
Patricia me confirmó a pesar de sus protestas que ese duro trato le gustaba cuando moviendo sus caderas, comenzó a gemir de placer. Contra todo pronóstico, de pie y apoyando sus brazos en la pared, se dejó follar sin quejarse.
―Dame más― chilló descompuesta al sentir que su conducto que en un inicio estaba semi cerrado y seco, gracias a la serie de vergazos que le di se anegaba permitiendo a mi pene campear libremente mientras ella se derretía.
En mi mente, mi sádica jefa gritando en voz alta se corrió cuando yo apenas acababa de empezar y no queriendo perder la oportunidad de disfrutar de esa zorra aumenté el ritmo de mis penetraciones.
―Me corro― aulló mientras me imploraba que no parara.
Como no podía ser de otra forma, no me detuve y cogiendo sus enormes pechos entre mis manos, forcé mi ritmo hasta que su vulva se convirtió en un frontón donde no dejaban de rebotar mis huevos.
―¡Úsame!― bramó al sentir que cogiéndola en brazos, la llevaba hasta el sofá de su oficina.
La zorra de mi sueño ya totalmente entregada, se puso de rodillas en él. Al caer sobre ella, mi pene se incrustó hasta el fondo de su vagina y lejos de revolverse, recibió con gozo mi trato diciendo:
―¡Fóllame!
Para entonces me estaba masturbando y cumpliendo sus deseos comencé un violento mete saca que la hizo temblar de pasión. Fue entonces cuando mi onírica jefa sintiéndose incómoda se quitó el picardías, permitiéndome disfrutar de su cuerpo al desnudo y moviendo su trasero, buscó que volviera a penetrarla.
Desgraciadamente, ese sueño me había excitado en demasía y aunque seguía deseando continuar con esa visión, mi entrepierna me traicionó y mis huevos derramaron sus provisiones sobre la alfombra de mi salón. Agotado pero satisfecho, solté una carcajada diciendo:
―Ojalá, ¡algún día se haga realidad!

Al día siguiente estaba agotado. Durante la noche había permanecido en vela, debatiéndome entre la excitación que me producía esa maldita y la certeza que Patricia iba a vengarse de mi actuación. Mi única duda era cómo iba a castigar mi insolencia. Personalmente creía que me iba a despedir pero conociendo su carácter me podía esperar cualquier cosa. Por eso cuando al llegar a la oficina me encontré mi mesa ocupada por un becario, supuse que estaba fuera de la empresa.
Cabreado porque ni siquiera me hubiesen dado la oportunidad de recoger mis efectos personales, de muy malos modos pregunté al chaval que había hecho con mis cosas.
―Doña Patricia me ha pedido que las pusiera en el despacho que hay junto al suyo.
«Esa puta quiere observar cómo regojo mis pertenencias para reírse de mí», pensé al caer en la cuenta que solo un cristal separaba ambos cubículos, « ni siquiera tenía que levantarse de su asiento para contemplar cómo lo hago».
Para entonces estaba cabreado como una mona y no queriendo darle ese placer, decidí ir a enfrentarme directamente con ella.
La casualidad quiso que estuviese al teléfono cuando sin llamar entré a su oficina. Contra todo pronóstico, mi sorpresiva entrada en nada alteró su comportamiento y sintiéndome un verdadero idiota, tuve que esperar durante cinco minutos a que terminase la llamada para cantarle las cuarenta.
―Me alegro que hayas llegado― soltó nada más colgar y pasándome un dossier, me ordenó― necesito que se lo hagas llegar a todos los jefes de departamento.
Como comprenderéis, no entendía cómo esa zorra se atrevía a pedirme un favor después de haberme despedido. Estaba a punto de responderle cuando sonriendo me preguntó si ya había hablado con el jefe de recursos humanos.
Indignado, respondí:
―No, he preferido que sea usted quien me lo diga.
Debió ser entonces cuando se percató que había dado por sentado mi despido y muerta de risa, me contestó:
―Tienes razón y ya que vamos a colaborar estrechamente, te informo que te he nombrado mi asistente.
―¿Su asistente? – repliqué.
―Sí, es hora de tener alguien que me ayude y he decidido que seas tú.
Entonces y solo entonces comprendí que tal y como me había temido, el castigo que mi “querida” jefa tenía planeado no era despedirme sino atarme corto. Quizás con quince años menos me hubiese negado pero admitiendo que no tenía nada que perder, decidí aceptar su nombramiento y por ello, humillado respondí:
―Espero no defraudar sus expectativas― tras lo cual recogiendo los papeles que me había dado fui a cumplir su deseo.
Lo que no me esperaba tampoco fue que cuando casi estaba en la puerta, escuchara decirme con tono divertido:
―Estoy convencida que ambos vamos a salir beneficiados.
«¡Me está mirando el culo!», sentencié alucinado al girarme y darme cuenta que lejos de cortarse, doña Patricia mantenía sus ojos fijos en esa parte de mi anatomía.
No supe que decir y huyendo me fui a hacer fotocopias del expediente que debía repartir.
«¿Esta tía de qué va?», me pregunté mientras esperaba que de la impresora brotaran las copias.
Mi estupor se incrementó cuando entregué a la directora de ventas, su juego y ésta, haciendo gala de la amistad que existía entre nosotros, descojonada comentó:
―Ya me he enterado que la Orco Tetuda te ha nombrado su adjunto. ¡Te doy mi más sincero pésame!
―¡Vete a la mierda!― respondí y sin mirar atrás, me fui a seguir repartiendo los expedientes.
Ese comentario fue el primero pero no el único, todos y cada uno de los jefes de departamento me hicieron saber de una u otra forma la comprensión y la lástima que sentían por mí.
«Dan por sentado que duraré poco», mascullé asumiendo que no iban desencaminados porque yo también opinaba lo mismo.
De vuelta a mi nuevo y flamante cubículo aproveché que esa morena estaba enfrascada en el ordenador para comenzar a acomodar mis cosas sobre la mesa mientras trataba de aventurar las posibles consecuencias que tendría en mi futuro el ser su asistente.
A pesar de tener claro que mi anteriormente apacible existencia había llegado a su fin, fue al mirar hacía el despacho de esa mujer cuando realmente comprendí que mis penurias no habían hecho más que empezar al observar que obviando mi presencia, se estaba quitando de falda. Comprenderéis mi sorpresa al contemplar esa escena y aunque no me creáis os he de decir que intenté no espiarla.
Desgraciadamente mis intentos resultaron inútiles cuando a través del cristal que separaba nuestros despachos admiré por primera vez la perfección de las nalgas con las que la naturaleza había dotado a esa bruja:
«¡Menudo culo!», exclamé en mi cerebro impresionado.
No era para menos ya que aunque mi jefa ya había cumplido los treinta y cinco su trasero sería la envidia de cualquier veinteañera. Temiendo que se diera la vuelta y me pillara admirándola, involuntariamente me relamí los labios deseando que se prolongara en el tiempo ese inesperado striptease. Por ello, reconozco que lamenté la rapidez con la que cambió su falda por un pantalón.
«Joder, ¡está buenísima!», resolví en silencio mientras intentaba encontrar un sentido a su actitud.
Para mi desgracia nada más abrocharse el cinturón, Patricia cogió el teléfono y me pidió que pasara a su oficina porque necesitaba encargarme otro asunto y digo que para mi desgracia porque estaba tan absorto en la puñetera escenita que me había regalado que no me percaté que al levantarme mi erección se haría evidente. Erección que no le pasó desapercibida a mi jefa, la cual lejos de molestarse comentó:
―Siempre andas así o es producto de algo que has visto.
Enrojecí al comprender qué se refería a lo que ocurría entre mis piernas y abrumado por la vergüenza, no supe reaccionar cuando soltando una carcajada esa arpía prosiguió con su guasa diciendo:
―Si de casualidad ese bultito se debe a mí, será mejor que te olvides porque para ti soy materia prohibida.
«Esta hija de puta es una calientapollas», me dije mientras intentaba tapar con un folder el montículo de mi pantalón.
Mi embarazo la hizo reír y señalando un archivero, me pidió que le sacara una escritura. La certeza que estaba siendo objeto de su venganza se afianzó al escucharla decir mientras me agachaba a cumplir sus órdenes:
―Llevas años trabajando aquí y nunca me había dado cuenta que tenías un buen culito.
Su comentario no consiguió sacarme de las casillas. Al contrario, sirvió para avivar mi orgullo y reaccionando por fin a sus desplantes, la repliqué:
―Me alegro que le guste pero como dice el refrán “verá pero no catará”.
Mi respuesta la hizo gracia y dispuesta a enfrentarse dialécticamente conmigo, respondió:
―Más quisieras que me fijara en ti. Aunque mi marido me ha abandonado, me considero una amante sin par.
Su descaro fue la gota que necesitaba para replicar mientras fijaba mi mirada sobre su pecho:
―No me interesa saber cómo es en la cama pero lo que en lo que se equivoca es que si algo tiene usted es un buen par.
Mi burrada le sacó los colores y no dispuesta a que la conversación siguiera por ese camino, la zanjó ordenándome que le entregara los papeles que me había pedido. Satisfecho por haber ganado esa escaramuza, se los di y sin despedirme, me dirigí a mi mesa.
Ya sentado en ella, supe que a partir de ese día mi trabajo se convertiría en un tira y afloja con esa mujer. También comprendí que si no quería verme permanentemente humillado por ella debía de responder a cada una de sus andanadas con otra parecida.
«¡A bruto nadie me gana!», concluí mirando de reojo a mi enemiga…
Esa misma tarde Patricia dio una vuelta de tuerca a su acoso cuando al volver de comer me encontré con ella en el ascensor y aprovechando que había más gente se dedicó a manosearme el culo sabiendo que sería incapaz de montar un escándalo porque entre otras cosas nadie me creería.
«¿Quién se coño se cree?», me dije indignado y deseando darle una respuesta acorde, esperé a que saliera para seguirla por el pasillo hasta su oficina.
Una vez allí cerré la puerta y sin darle tiempo a reaccionar, la cogí de la cintura por detrás. Mi jefa mostró su indignación al sentir mi pene rozando su trasero mientras mis manos se hacían fuertes en su pecho pero no gritó. Su falta de reacción me dio el valor necesario para seguir magreando esas dos bellezas durante unos segundos, tras lo cual como si no hubiese ocurrido nada la dejé libre mientras educadamente le decía:
―Buenas tardes doña Patricia, ¿necesita algo de mí?
La muy perra se acomodó la blusa antes de contestar:
―Nada, gracias. De necesitarlo serías el último al que se lo pediría.
La excitación de sus pezones marcándose bajo su ropa no me pasó inadvertida. Sé que podía haberme jactado de ello pero sabiendo que era una lucha a largo, me abstuve de comentar nada y cruzando la puerta que unía nuestros dos despachos, la dejé sola.
«Vaya par de tetas se gasta la condenada», pensé mientras intentaba grabar en mi mente la deliciosa sensación de tener a esa guarra y a sus dos pitones a mi merced.
Durante el resto de la jornada no ocurrió nada de mención, excepto que casi cuando iba a dar la hora de salir, de repente recibí una llamada suya pidiéndome que esperara porque su marido le acababa de decir que iba a venir a verla y no le apetecía quedarse sola con él.
―No se preocupe, aquí estaré― respondí increíblemente satisfecho que me tomara en cuenta.
El susodicho hizo su aparición como a los diez minutos y sin mediar ningún tipo de prolegómenos la empezó a echar en cara el haber cambiado las llaves del piso.
―Te recuerdo que fuiste tú quien se fue y que no es tú casa sino la mía. Yo fui quien la pagó y quien se ha hecho cargo de sus gastos durante nuestro matrimonio― contestó en voz alta. No tuve que ser un premio nobel para comprender que había elevado su tono para que desde mi mesa pudiera seguir la conversación.
Su ex, un mequetrefe de tres al cuarto con ínfulas de gran señor, contratacó recordándole que no estaban separados y que por lo tanto tenía derecho a vivir ahí.
―¡Denúnciame! Me da exactamente lo mismo. Desde ahora te aviso que jamás volverás a poner tus pies allí.
Cabreado, este le pidió que al menos le permitiera recoger sus cosas. Patricia se lo pensó unos segundos y tomando el teléfono llamó a mi extensión:
―Manolo, ¿puedes venir un momento?
Lógicamente fui. Al entrar me presentó a su marido tras lo cual a bocajarro, me lanzó las llaves de su casa diciendo:
―Necesito que le acompañes a recoger la ropa que se ha dejado.
No tuvo que explicarme nada más y mirando al que había sido su pareja, le señalé la puerta. El tal Juan haciéndose el ofendido, cogió su abrigo y ya en la puerta se giró a su mujer diciendo:
―Te arrepentirás de esto. Ambos sabemos tus necesidades y desde ahora te pido que cuando necesites un buen achuchón, no me llames.
Aunque no iba dirigido a mí, reconozco que mi pene dio un salto al escuchar que ese impresentable insinuaba que mi jefa tenía unas apetencias sexuales desbordadas.
«Ahora comprendo lo que le ocurre», medité descojonado: «mi jefa sufre de furor uterino».
La confirmación de ello vino de los propios labios de Patricia cuando echa una energúmena y olvidando mi presencia junto a su marido, le respondió:
―Por eso no te preocupes… me saldrá más barato contratar un prostituto que seguir financiando tus vicios.
Temiendo que al final llegaran a las manos, cogí al despechado y casi a rastras lo llevé hasta el ascensor. El tipejo ni siquiera se había traído coche por lo que tuvimos que ir en el mío. Para colmo, estaba tan furioso que durante todo el trayecto hasta la salida no paró de explayarse sobre el infierno que había vivido junto a mi jefa sin ahorrarse ningún detalle. Así me enteré que el carácter despótico del que Patricia hacía gala en la oficina tenía su extensión en la cama y que sin importarle si a él le apetecía, durante los diez años que habían vivido juntos había sido rara la noche en la que no tuvo que cumplir como marido.
―Joder, ese el sueño de cualquier hombre― comenté tratando de quitar hierro al asunto, ― una mujer a la que le guste follar.
Su ex rebatió mi argumento diciendo:
―Te equivocas. Al final te termina cansando que siempre lleve ella la iniciativa. No sabes lo mal que uno lo pasa al saber que al terminar de cenar, esa obsesa te va a saltar encima y que no te va a dejar en paz hasta que se corra un par de veces. Para que te hagas una idea, a esa perturbada le gustaba recrear las posturas que veía en las películas porno que me obligaba a ver.
―Entiendo lo que has tenido que soportar― musité dándole la razón mientras intentaba que no se percatara del interés que había despertado en mí esas confidencias.
Mi supuesta comprensión le dio alas para seguirme contando los continuos reproches que había tenido que soportar por parte de Patricia respecto a su falta de hombría:
―No te imaginas lo que se siente cuando tu mujer te echa en cara que nunca la has sorprendido follándotela contra la pared… joder será mi forma de ser pero soy incapaz de hacer algo así, ¡sentiría que la estoy violando!
―Yo tampoco podría― siguiéndole la corriente respondí.
Juan, creyendo que nos unía una especie de fraternidad masculina, me comentó que la lujuria de mi jefa no se quedaba ahí y que incluso había intentado que practicaran actos contra natura.
―¿A qué te refieres?― pregunté dotando a mi voz de un tono escandalizado.
Sin cortarse en absoluto, ese impresentable contestó:
―Lo creas o no, hace como un año esa loca me pidió que la sodomizara.
Realmente me sorprendió que fuera tan anticuado después de haberla puesto los cuernos con otra pero necesitado de más información me atreví a preguntar qué le había respondido.
―Por supuesto me negué― respondió― nunca he sido un pervertido.
Para entonces mi cerebro estaba en ebullición al imaginarme tomando para mí ese culito virgen y aprovechando que habíamos llegado a su casa, le metí prisa para que recogiera sus pertenencias lo más rápido posible diciendo:
―Don Juan disculpe pero mi esposa me está esperando.
El sujeto comprendió mi impaciencia y cogiendo una maleta en menos de cinco minutos había hecho su equipaje. Tras lo cual y casi sin despedirse, tomó rumbo a su nuevo hogar donde le esperaba una jovencita tan apocada como él. Su marcha me permitió revisar el piso de mi jefa a conciencia para descubrir si era cierto todo lo que me había dicho ese hombre. No tardé en contrastar sus palabras al descubrir en la mesilla de mi jefa no solo la colección completa de 50 sombras de Greig sino un amplio surtido de cintas porno.
«Vaya al final será verdad que mi jefa es una ninfómana de cuidado», certifiqué divertido mientras ya puesto me ponía a revisar qué tipo de ropa interior le gustaba.
Me alegró comprobar que Patricia tenía una colección de tangas a cada cual más escueto y olvidando que había quedado en llamarla cuando su ex abandonara la casa, abrí una botella y me serví un whisky mientras meditaba sobre cómo aprovechar la información de la que disponía…
…media hora más tarde y después de dos copazos, recibí su llamada:
―¿Dónde coño andas?― de muy malos modos preguntó nada más contestar.
―En su casa. Su marido se acaba de ir.
―¿Por qué no me has llamado? Te ordené que lo hicieras cuando Juan se marchara― me recriminó cabreada – no ves que no tengo llaves.
―No se preocupe la espero, no tendrá que buscarse un hotel― contesté adoptando el papel de sumiso empleado.
Mi jefa tardó veinte minutos en llegar y cuando lo hizo lo primero que hizo fue echarme la bronca por estar bebiendo. No sé si fue el alcohol o lo que sabía de ella, lo que me dio el coraje de replicar:
―Estoy fuera de mi horario y en mi tiempo libre hago lo que me sale de los cojones.
Durante un segundo se quedó muda pero reponiéndose con rapidez me soltó un tortazo pero al contrario que la vez anterior, en esta ocasión dio en su objetivo.
―¡Serás puta!― irritado exclamé.
Su agresión despertó al animal que llevaba años reprimiendo y atrayéndola hacía mí, usé mis manos para desgarrar su vestido. El estupor de verse casi desnuda frente a mí la paralizó y por ello no pudo reaccionar cuando la lancé hacia la pared.
―¡Déjame!― chilló al sentir que le bajaba las bragas mientras la mantenía inmovilizada contra el muro.
Ni me digné en contestar y preso de la lujuria, me recreé manoseando sus enormes tetas mientras mi jefa no paraba de intentar zafarse.
―Te aconsejo que te relajes porque de aquí no me voy sin follarte― musité en su oído.
Mis palabras la atenazaron de miedo y mientras casi llorando me suplicaba que no lo hiciera, me despojé de mi pantalón y colocando mi pene entre sus cachetes la amenacé diciendo:
―Hoy solo me interesa tu coño pero si me cabreas será el culo lo que te rompa.
Mi amenaza no se quedó ahí y llevando una de mis manos entre sus piernas, me encontré con que su chocho estaba encharcado. Habiendo confirmado que a mi jefa le gustaba el sexo duro y que por mucho que se quejara estaba más que excitada, me reí de ella diciendo:
―Me pediste que acompañara al imbécil de tu marido porque interiormente soñabas con esto― y mordiéndole en la oreja, insistí: ―Reconoce que querías que te follara como la puta que eres.
Avergonzada no pudo negarlo y sin darle tiempo a pensárselo mejor, usé mi ariete para forzar los pliegues de su sexo mientras con mis manos me afianzaba en sus tetas. Un profundo gemido salió de su garganta al sentir mi verga tomando al asalto su interior. Contento por su entrega, la compensé con una serie de largos y profundos pollazos hasta que la cantidad de flujo que manaba de su entrepierna me hizo comprender que estaba a punto llegar al orgasmo.
―Ni se te ocurra correrte hasta que yo te lo diga― murmuré en su oreja mientras pellizcaba con dureza sus dos erectos pezones.
―Me encanta― gritó al sentir la ruda caricia al tiempo que comenzaba a mover sus caderas con un ansía que me dejó desconcertado.
La humedad de su cueva facilitó mi asalto y olvidando toda prudencia seguí martilleando con violencia su sexo sin importarme la fuerza con la que mi glande chocaba contra la pared de su vagina.
―¡Cabrón! ¡Me estás matando!―aulló retorciéndose de placer.
―¡Recuerda que tienes prohibido llegar al orgasmo!― le solté al notar que era tal la cantidad de líquido que manaba de su cueva que con cada uno de mis embistes, su flujo salía disparado mojándome las piernas.
Su excitación era tanta que dominada por el deseo, me rogó que la dejara correrse, Al escuchar mi negativa, Patricia se sintió por primera vez una marioneta en manos de un hombre y a pesar de tener la cara presionada contra la pared y lo incómodo de la postura, se vio desbordada:
―¡No aguanto más!― chilló con todo su cuerpo asolado por el placer.
Contagiado de su actitud, incrementé mi ritmo y mientras mis huevos rebotaban contra su coño, busqué incrementar su entrega mordiendo su cuello con fuerza.
―¡Me corro!
Su orgasmo me dio alas y reclamando mi triunfo mientras castigaba su desobediencia, azoté sus nalgas con dureza mientras le gritaba que era un putón desorejado. Mi maltrato prolongó su éxtasis y dejándose caer, resbaló por el suelo mientras convulsionaba de gozo al darse cuenta que seguía dentro de ella.
Su nueva postura me permitió tomarla con mayor facilidad y asiéndome de su negra melena, desbocado y convertido en su jinete, la cabalgué en busca de mi propio placer. Usando a mi jefa como montura, machaqué su sexo con fuerza mientras ella no paraba de berrear cada vez que sentía mi pene golpeando su interior hasta que ya exhausto exploté dentro de ella, regándola con mi semen.
Patricia disfrutó de cada una de mis descargas como si fuera su primera vez y cuando ya creía que todo había acabado, contra todo pronóstico se puso a temblar haciéndome saber que había alcanzado por enésima vez un salvaje orgasmo. Alucinado la contemplé reptando por la alfombra gozando de los últimos estertores de mi pene hasta que cerrando los ojos y con una sonrisa en su cara comentó:
―Gracias, no sabes cómo necesitaba sentirme mujer― tras lo cual señalando la puerta, me hizo ver que sobraba al decirme: ―Nos vemos mañana en la oficina.
Contrariado por que me apetecía un segundo round, me vestí y salí de su casa sin saber realmente si alguna vez más tendría la oportunidad de tirarme a esa belleza pero con la satisfacción de haberlo hecho.

Relato erótico: De Música Ligera (POR VIERI32)

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Tenía una edad impublicable cuando fui por primera vez a Río.

Con el coche entrando en el balneario se podía apreciar el montón de bronceados cuerpos femeninos que relucían bajo el sol. La samba sonaba fuerte desde el equipo de sonido de algún automóvil estacionado más al fondo, e incluso se sentía aquel aire de fiesta que contagiaba.
Miré a todas esas mujeres y, yo y mis hormonas pensamos que esto podía ser el cielo. Giré mi vista hacia los ocupantes del coche con el que nos adentrábamos: padre, madre, hermana, prima y tía… y pensé… pensé que también podía ser el infierno.
A decir verdad prefería estar en casa, con amigos o incluso hasta frente al ordenador antes que estar con cualquiera de mis familiares. Una manga de chismosos hipócritas todos ellos. La única que podía salvarse de aquella generalización sería mi prima Mariola, una jovencita que tenía un gusto peculiar: su piercing en el nacimiento de su ceja izquierda, su muñequera con tachuelas y su cinturón igualmente adornado que sujetaba una faldita de vaquero, así lo confirmaban.
Desde luego la muchacha quedó encabronada al saber que sus vacaciones serían en una playa, pues según ella: “esto no es su estilo”. Durante el viaje se la pasó con los brazos cruzados, escuchando sus canciones, metida en su mundo, mirando la nada y sin dirigirle la palabra a nadie.
Llegado al hotel donde nos hospedaríamos, nos preparamos para salir todos rumbo a la playa. La única que se resistía a venir con nosotros era justamente Mariola, cuyo cuarto se encontraba pegado al mío.
Se escuchaban los gritos de la nena, que estaba peleándose con su madre y, como no podía ser de otra forma, me acerqué a la puerta ligeramente abierta para escuchar la discusión.
—Niña, ¡eres una acomplejada! –le recriminó su madre, blandeándole dos pedacitos de tela negra.
—¡Sal ahora de mi cuarto, me quedo aquí y punto!
—¿Crees que me he gastado un dineral para que te quedes aquí a ver la tele?
—¡Pero no pienso ponerme eso!
—Pero si te va a quedar bien… Hazme el favor y póntelo, vamos, que ya estoy vieja para pelear… Incluso estoy mal del corazón, mi niña.
—¿Mal de corazón? ¿Crees que eso va a convencerme?
—Presiento que voy a tener un ataque…
—Ya, ya… mira, mira, me lo voy a poner y verás…
La nena se estaba desvistiendo ante de su madre, y una leve sensación de culpa me invadió. No iba a fisgonear a mi prima.

Luego vi su trasero y la culpa desapareció completamente. Me cercioré que nadie estuviera atravesando el pasillo donde yo estaba y volví a mirar. A observar cómo se retiraba la falda en un movimiento grácil, como si fuera en cámara lenta. Contemplé cómo su remera negra de los Stones caía al suelo, cómo se retiraba la braguita, inclinándose como fémina delicada… Nunca creí que ella estaría así de buena, tanta ropa holgada de mierda rockera ocultaba un cuerpo bastante bonito.

Era de preciosa contextura física, piel morena y el cabello apenas pasando los hombros y cayendo sutilmente sobre su frente, tenía senos poco insinuantes, aunque la cintura fue lo que más me llamó la atención, bien proporcionada, de muslos poderosos y una fina mata de vellos que cubría su sexo.
Giró para recoger el bikini y vi su trasero con todo su esplendor… casi me desmayé, era un trasero Made in Brasil, maciza, morena y vaya que tenía por dónde agarrar.
Tuve la erección más dolorosa de mi vida hasta que su madre lentamente se dirigió hasta la puerta para cerrarla con un fuerte golpe que me trajo al mundo real. Ella no notó que afuera su sobrino se había iniciado de voyeur con su hija.
Apenas pude escuchar luego un “¡Niña, si te queda de lujo!”. No oí a Mariola recriminar a su madre, por lo que pensé que probablemente el bikini le había quedado de fábulas.
Y más tarde, ya en la bahía, no pude desviar mi vista de su cuerpo, sobretodo de aquel fenomenal trasero respingón que bamboleaba sabrosamente e incluso que parecía hacerlo al ritmo de la samba que sonaba al fondo, brillando gracias al sol que con toda fuerza calentaba a Río de Janeiro hasta insoportables cuarenta y seis grados.
Intenté encararla con frases como: “¡Déjate de joder, prima, pero qué buena estás!” al tiempo en que la tomaba de la manito para hacerla girar. Ella sonreía apenas y se resistía a girar, su “estilo” no era andar agradeciendo alabanzas, por lo visto.
Todos extendimos sendas toallas sobre la arena hacia la bahía. Me fijé en Mariola otra vez, por dios, realmente aquella tela negra, apenas un triangulito que tapaba su monte de venus me tenía enloquecido y lo mejor de todo es que aún tenía su muñequera de rockera y, junto con el piercing en la ceja, le daba un look que la destacaba sobre el montón de chicas que estaban pululando a mi alrededor.
 

Ella había traído su música en su móvil, se recostó sobre la toalla boca abajo y supongo que empezó a escuchar el rock de siempre.

Habíamos traído una conservadora, de la que nuestros respectivos padres y hermana, paulatinamente retiraban para hacerse con alguna bebida. A Mariola, por su edad, no le dejaron agarrar una de las latas de bebidas alcohólicas y tuvo que conformarse con un estúpido helado – de los que vienen en paleta —.
Si me había quedado enamorado de su trasero, ni qué decir cuando vi cómo se metía la paleta en su boquita para succionar y aliviar el calor. Se me venía una erección al ver cómo el helado desaparecía de su boca y volvía reluciente de su saliva, con su lengua intentando peleando para evitar que las gotitas se escaparan. Algunos hilos colgaban de sus labios y se los recogía rápidamente.
No pude más, me levante y fui junto a ella para invitarla a pasear por la cala sólo nosotros dos, apartados de tanto familiar. Me regaló una media sonrisa, tiró el helado y cogió un bronceador de no sé cuánto de factor solar, y con un gesto en los ojos pareció decirme “¿Por qué no?”.
Ya apartados del gentío me atreví a dejar de hablar de nimiedades para encararle temas que más me interesaban. Destacando, eso sí, mi vena poética.
—Mari, estás que te como.
—¡Sh! Deja eso, que somos familia – rio ella.
—Pero en serio, me tiraría hasta a mi hermana si estuviera así de buena como tú.
—¿Con tu hermana? Esto… ¡Eso ya roza lo bizarro!
—Bizarro dices, que ni se puede bromear contigo.
—Es que me invitas a pasear por la cala y terminas diciéndome que te tirarías a tu hermana. De broma nada… ¡bizarro!
—Pero qué exagerada. Y fíjate que, por tu pinta de chica rockera pensé que serías intratable.
—Eso es cliché, nene, no seré antisocial… pero tampoco santa –y me guiñó.
Le sonreí porque por fin creía que estas vacaciones no serían tan mierda como predecía. La tomé de la mano –inocentemente como no podía ser de otra forma– y fuimos hacia un conjunto de rocas que nos permitió aislarnos más del resto. Me lanzó su bronceador, se acostó sobre la arena, boca abajo y con toda la inocencia del mundo me pidió que se la pasara por la espalda… está de más decir que aquella fue una de las experiencias más gratificante de mis dieciséis.
Pasar mis manos por su cuerpo y restregar sutilmente las yemas de mis dedos por su trasero fue un auténtico regalo del cielo, mil y un días de suplicios los soportaría por unos segundos más con mis manos deslizándose con el santísimo bronceador por todo su cuerpo de ángel caído del cielo. Amén.
Hablamos desde música – no éramos tan distintos en ese aspecto después de todo —y hasta salieron a relucir algunas que otras aventuras picantes, en la que descubrí que Mariola no era tan santa como su madre suponía.
—¿¡Con otra chica!? ¿Y en tu colegio? – pregunté mientras por fin descansaba mis manos.
—¡Sh! ¿No quieres gritarlo más fuerte?
—No te creo, Mari. Eres un ángel inocente.
—Y tú eres bizarro – sonrió, dándose vuelta, quedándose boca arriba.
—Eres un ángel al que me comería de arriba para abajo –dije tomándole la mano, levantándola y amagando arrastrarla hacia al agua conmigo.
—Esto… ¿qué piensas hacer? ¿Al agua? No-no-no…
—¿Que qué? ¿Entrar al agua no es tu estilo o qué, Mari?
—Dije que no, que te mato, ¡suéltame!
—¡Venga! —la traje de un tirón y caímos ambos al agua, ella pegó sus brazos a mi espalda y con sus uñas la arañó con fuerza mientras lanzaba un chillido. Supongo que el agua fría la tomó por sorpresa. Nos levantamos juntos, ambos sonriendo y con nuestros cuerpos entrando hasta un poco más que la mitad del agua. Miré sus ojos miel y fue cuando sentí la imperiosa necesidad de besarla, sin trámites ni rodeos. Aparté un mechón rebelde y con fuerza pegué mis labios.
Al instante mi lengua se hizo lugar entre sus labios para recorrerla entera y sentir el salado del mar en nuestras bocas mientras mi mano por fin tocaba aquel trasero de los dioses.
Todo parecía de lo más romántico, pero la muchacha se apartó rápidamente de mí y me prendió una bofetada sonora que me hizo resbalar y caer completamente al agua, devolviéndome al mundo.
—¿¡Pero estás loco!?
—Mariola, por dios… –dije reponiéndome apenas— Creí que…
—¿Creíste qué? ¿Acaso no se puede pasarla bien con un chico sin que ande buscando más de lo mismo? ¡Baboso de mierda!
—Lo siento, pero es que… Dios, realmente no me salen las palabras.
—¡Soy tu prima! Como se entere tu madre.
—Eh, ¡perdón, perdón! ¿No puedes tenerlo callado? –soy así de hijo de puta— Es que no pude evitarlo, con lo buena que estás.
—Como vuelvas a repetir que estoy buena te vas a arrepentir –dijo saliendo del agua y retomando dirección hacia el lejano lugar donde “acampaban” nuestros padres. Sé que no era buen momento para mirar cómo su trasero se movía al irse, pero lo hice y quedé más antojado que nunca. Mi sexo, erecto bajo el agua, así me lo confirmaba.
 

El resto del día fue un auténtico infierno en la tierra. En el almuerzo, estando todos en la mesa, no podía dejar de echarle un vistazo fugaz. Si coincidían nuestras miradas, ella disimulaba y orbitaba sus ojos. La tarde fue peor, la muchacha hacía hasta lo imposible para evadirme. Quería disculparme y resarcirme, pero sobre todo quería evitar que se le antojara revelar a mis padres que la besé.

Y en los días siguientes no hubo ni siquiera saludos entre nosotros. No podía tranquilizarme, así que simplemente decidí despejarme la cabeza. ¿Y qué mejor manera que yendo a aquel paraíso terrenal de Río de Janeiro donde pululaban mujeres macizorras para todos los gustos?
Lastimosamente había dos barreras para mí que no me permitía ligar una sola mujer. El idioma que no lo manejaba tan bien… y el hecho de que yo distaba de ser aquellos top models que se paseaban tal Casablancas por la cala y arrancaban las miradas de todas las veraneantes.
Y así pasaron dos días más en lo que supuestamente era un paraíso terrenal pero que yo al menos lo vivía como un puro averno.
Aunque durante una noche los dioses se apiadaron de mí. Con el fin de destensarme de tanto encabronamiento, subí a la azotea del edificio donde nos hospedábamos. Hacia el borde del edificio vi a una joven fumándose un cigarro en la soledad… me acerqué más y me di cuenta que la joven no era sino Mariola… y que el cigarro no era sino un porro de marihuana. El olor que emanaba se enterró en mi memoria, era el mismo que el de aquella ocasión en la que yo y un par de compañeros compartimos por primera y última vez.
—¿Mariola?
—¿Q-qué? Esto… yo… mira… –balbuceaba conforme miraba alternativamente su cigarro y mi rostro sonriente.
—Ah, vaya, “como se entere tu madre” –le sonreí.
—Si le cuentas te mato, nene.
—No te creo, Mariola. Verás, ¿qué me impide no ir a decirle que estabas fumándote un porro? Sabes que es ilegal y que podría ocasionarnos problemas.
—Se lo dices y les cuento del beso que me diste en la playa, chico bizarro.
—Vaya –dije tocándome la barbilla– pues como que lo tuyo es mucho peor, ¿no? Bueno, mejor me bajo nuevamente.
—¿A dónde crees que vas?
—¿El porro te volvió sorda o qué? Dije que voy a-b-a-j-o.
—Odioso… ¡Espérate! Escucha… Haré lo que quieras pero ni se te ocurra abrir esa bocota.
—Anda, ¿lo que yo quiera? Pues, ¿qué decirte, prima? Tantas brasileras me han dejado caliente a más no poder. Juro que me corto las pelotas si no ligo esta noche.
—¿Estás oyendo lo que me pides? ¡Somos primos! Pide otra cosa.
—Déjame terminar. Primero no entiendo cómo es que hace unos días me habías dicho que te habías morreado con una amiga en el colegio y ahora me vienes diciendo que no harás guarrerías conmigo. Santa no eres –le guiñé.
— No voy a acostarme contigo ni en sueños.
— No quiero acostarme contigo, Mariola, ¿por qué piensas eso? Solo quiero una chupada para aliviarme de tanta calentura. Y quién mejor que tú para ello.
Pensé que se negaría rotundamente. Miró el cigarro que aún se encerraba entre sus dedos y murmuró algo así como “Podía haber sido peor.”
—Está bien –dijo ella— ven a mi cuarto esta noche.
—¿Y tu madre? ¿No compartes el cuarto con ella?
—Veo que la marihuana te ha afectado más bien a ti, nene. Recuerda que esta noche salen a bailar… a bailar esa música asquerosa que no sé cómo se llama. Hasta a tu hermanita le gusta y se irá con ellos.
—Ah, ¿la Samba? ¿No te gusta?
—Prefiero el rock –dijo ella llevando el porro en su boca y mirando nuevamente la ciudad— ¿Acaso no es obvio, primito?
. . . . .
—Pst… Aquí estoy… ¿Mariola? –dije lo más bajo posible, tocando levemente la puerta del cuarto.
—¿¡Pero por qué susurras!?
—Vaya, es que como que vamos a hacer algo obsceno…
—Pues deja de actuar como estúpido. No está nadie.
—Entonces… ¿Puedo pasar?
Ella volvió a orbitar los ojos, abriendo la puerta y sentándose en su cama, esperándome. Con el corazón reventando a latidos en mi garganta, me encaminé para sentarme a su lado. Volví a estacar mis ojos en los de Mariola, tan hermosos los de ella. Me acerqué lenta y pausadamente para besarla pero la muy cabrona volvió a estrellar su mano en mi mejilla.
—Diossss, ¿y ahora qué hice?
—Prometí una chupada a ese pitito anhelante que tienes ahí –dijo con una media sonrisa– y eso es todo lo que vas a obtener esta noche.
—Pedazo zorra mojigata…
—¿¡Qué dijiste!?
—Esto, nada, nada… pondré algo de música para aligerar el ambiente.
—Pon el disco de rock que traje, está en la cajita de la cómoda.
—¿Este disco? No sé, como que el rock no me pone, Mari. Necesito algo más ligero.
—Vamos, que te va a gustar –dijo levantándose y poniéndolo ella misma en el pequeño equipo de sonido. Le dio al play y sonó la música que marcó mis vacaciones en aquel paraíso brasileño, la canción de los Soda Stereo se hincó en mi alma:
“Ella durmió, al calor de las masas / Y yo desperté, queriendo soñarla.”
 
Lenta se acercó a mí, no se quitó su camisilla pero estaba con un pantaloncillo blanco que le marcaban aquel trasero de mis amores. Cuando se arrodilló y se inclinó hacia mí, el contorno de sus nalgas quedó perfectamente dibujado tras las telas de su mencionado pantaloncillo. Cómo me puso, mis manos querían magrearlo, mi mejilla adolorida quería evitarlo.
Bajó mi jean y ropa interior hasta la mitad de mis muslos y contempló con su mirada mi sexo casi erecto. Lo tomó con su mano izquierda –la que tenía la muñequera con tachuelas– y empezó a subir y bajar por mi sexo a lento ritmo mientras sus ojos miel escrutaban mi mirada.
—¿Y qué pasó con la muchacha con quien estabas de novio? –Preguntó ella–, ¿acaso piensas en ella ahora mismo o en mí?
—Mbufff.
—¿Te gusta lo que te hago, eh?
—Joder, de la puta madre…
Imprevistamente paró la felación y me susurró: —Chico bizarro, aún no puedo creer que te excites mientras tu prima te la pajea. Pues nada, te voy a dar una sorpresa –e instantáneamente volvió a su tarea. Bajé mi vista y vi el preciso instante en que ella abría levemente su boca para devorar lo mío.
“De aquel amor/ De Música Ligera/ Nada nos libra/ Nada más queda.”
Cuando sentí el contacto de su tibia boca que recorría con lentitud el largor de mi sexo sentí que iba a estallar. El helado… recordé cómo se había chupado el helado días atrás. Mi sexo desaparecía lentamente de su boca como aquel helado y volvía a mi vista repleto de los jugos de la boquita de mi prima, haciendo largos hilos de saliva y líquido preseminal entre sus labios.
Su lengua empezó a jugar con la punta y fue cuando lo sentí, sentí su sorpresa. Mariola tenía injertado en la lengua un piercing en la lengua que me hizo volar en las nubes cuando el tibio metal recorría la punta del glande.
Con mis manos sujeté su cabeza para que aumentara la profundidad de su chupada y la fuerza de su lengua. En el preciso instante en que mi aparato tocó las profundidades, ahí en su garganta, ella lanzó unos sonidos de arcadas que al instante se ahogaron cuando deposité toda mi excitación en su boca.
Mariola hizo un leve forcejeo, lanzó un mascullo y se apartó de mí, saliendo apresurada de la habitación para ir al baño, seguramente para escupir todo el semen que cayó en su boca. Ya no me importaba, caí de espaldas sobre la cama y creí que estaba en el Edén.
“No le enviaré cenizas de rosas / Ni pienso evitar un roce secreto.”
Minutos después ella regresó para reprenderme, pues según Mariola, largarme en su boca “No estaba en el contrato”. Me reí de ella y le susurré un cariñoso “Te jodes”. Aunque antes de retirarme de su habitación le dije que se tranquilizara, que lo sucedido en la terraza no lo sabría nadie.
A la mañana siguiente noté que ella ya no parecía estar tan encabronada conmigo. Cuando la familia completa nos dirigíamos nuevamente hacia la playa, ya no esquivaba mi mirada como antes.
Más tarde se acercó para hablar conmigo. No habló sobre la noche anterior, sino sobre las vacaciones aquí, que no parecían ser tan malas como había pensado. Que la clave era evitar a nuestros familiares, que solo hablaban de la noche que pasaron en el bailable y demás temas que a ella no le interesaban mucho.
Cuando todos extendieron sus toallas y se hacían de algunas bebidas, Mariola se acercó a mí para susurrarme que quería ir nuevamente a aquella cala apartada donde habíamos ido la primera mañana. Sí, el mismo lugar donde me dio una cruenta bofetada tras mi infructuoso beso. Acepté como todo perro faldero, por cierto.
Fuimos al lugar y nos sentamos con los pies tocando el agua. Pensé que charlaríamos sobre la noche anterior –que aún la tenía hirviendo en mi memoria– pero Mariola entró al agua y me invitó a seguirla. La miré con extrañeza, ya no parecía ser la chica cabrona de hacía días, pero no iba a negar su invitación.
Nuevamente quedamos con nuestros cuerpos sumidos al agua hasta la mitad. Se acercó a mí, mordiéndose el labio inferior y recogiendo el mechón que rebelde se resbalaba por su frente:
—Lo de anoche me ha gustado. ¡Pero no creas que me agrada esta situación entre parientes! Sigo pensando que es bizarro. Pero… como que tuvo mucho morbo, ¿no crees?
—Lo creo –afirmé rotundamente– y qué ganas te tengo, Mari.
—Calla –dijo poniendo un dedo entre mis labios— ¿Quieres que te haga lo mismo que anoche?
 

Nunca en mi vida estuve tan seguro de algo. Afirmé rotundamente.

—Ah, bueno, pero hoy quiero que me… devuelvas el favor. ¿Entiendes?
—Te entiendo –mentí—. ¿Nos vamos?
—¿Ir dónde? Fíjate que no hay nadie mirando, podríamos ir hacia esas rocas…
—Ah, ya veo Mari, tiene más morbo así, ¿no?
—Veo que el olor del porro de ayer ya no te está afectando – dijo irónica mientras se inclinaba para besarme. Y le correspondí, vaya que sí, toda la calentura acumulada en estos días de vacaciones se descargaron en aquel beso con lengua de lo más morboso, mis manos bajaron y por fin volvieron a reencontrarse con aquel pedazo de trasero. Pegué mi cuerpo contra el suyo y mi erección bajo el agua se hacía evidentemente palpable, pues se restregaba contra su vientre. Ella soltó un leve suspiro cuando sintió mi sexo y, mordiéndome sorpresivamente el cuello, bajó su mano para buscar lo mío y magrearlo. Yo sólo llevaba una ligera playera que poco impidió para que su mano llegara a tocarme con fuerza, posesiva, tan animal.
Me susurró que quería ir ya tras las rocas, donde nadie nos viera, así que tomé de su mano y salimos de las aguas para dirigirnos allí. Mariola se tumbó sobre la arena blanca y con el potente sol iluminando su cuerpo moreno, boca arriba –ya desnuda—. Me acosté sobre ella, con mis manos apoyándose en el suelo y lentamente fui bajando a besos, desde sus labios, sus senos, ombligo y por fin hasta su entrepierna donde una fina mata de pelos ocultaba sus labios.
Enterré mi lengua entre sus pliegues secretos y le arranqué un suspiro. Su sabor era extraño, el salado del mar se mezclaba con sus jugos y el olor de su entrepierna era indescriptible, un perfume como de rosas veraniegas.
—Sigue, sigue maldito… –susurraba ella ahogadamente, enroscando sus dedos entre mi pelo e impulsándome más y más hacia ella. Me aparté un momento, contemplando su rostro vicioso.
—Vaya Mari, tremenda guarra estás hecha.
—Deja de hablar cabronazo y sigue comiéndome… –ordenó roñosa, impulsando su cadera hacia adelante, queriéndome más y más dentro de ella. A los cinco minutos se acabó en mi boca. El cielo cayó sobre mí cuando sentí sus jugos rezumar entre mis labios. La samba sonaba apenas de fondo como testigo de nuestro acto, pero definitivamente no era lo mismo que la música que ella prefería. No, no era lo mismo comerle la entrepierna salada del mar con samba de fondo que con el rock. Cosas mías, supongo.
Más tarde volvimos al hotel –dejando a nuestras familias en la playa– para continuar nuestra locura en la cama de su habitación. ¿Y qué más queda por decir? Aún faltaba un par de días para que nuestras vacaciones terminaran y nos separásemos, pero lo íbamos a disfrutar como si el puto mundo se acabara. La miré arrodillarse nuevamente frente a mí mientras tomaba de mi sexo con su mano y, al sonreírme con su carita de vicio, noté brillando apenas aquel piercing de su lengua que tan loco me había vuelto la noche anterior.
Mi sexo desaparecía en su boca como aquel helado y su trasero relucía cuando se inclinaba para chupármela. Se me escapó un “qué culito más dulce tienes… dan unas ganas.”
Ella detuvo su felación para mirarme con descaro, orbitando sus ojos, como diciendo “¿Por qué no?”. De fondo empezaba a sonar la misma música siempre, el mismo rock de toda la vida.
Playa, sexo, vicio y rock en las tierras de la samba. Apenas comenzaba, ¿qué más pedir? Gracias… totales.
“De aquel amor / De Música Ligera / Nada nos libra / Nada nos queda”
 
 
Si quieres hacer un comentario directamente al autor: chvieri85@gmail.com
 

 

Relato erótico: La orquídea y el escorpión 5 (POR MARTINA LEMMI)

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No tuve más visitas durante la noche y, por cierto, ya tenía suficiente.  La golpiza recibida de parte de Loana por mi desobediencia con respecto al celular había sido la frutilla del postre.  Ya no me quedaban más energías ni físicas ni morales y tenía aún que delinear el trabajo.  Terminé haciendo algo como pude: un borrador bastante precario con algunas líneas fundamentales: no debe ser difícil para el lector imaginar que yo no estaba en condiciones de tener demasiada capacidad de concentración ni inventiva.  En un momento tuve ganas de ir a orinar y recién caí en la cuenta de que nadie me había hablado de eso; no había margen, por ejemplo, para salir fuera de la habitación a satisfacer mis necesidades.  Y fue entonces cuando descubrí el sentido de la palangana que había sido dejada en el suelo, no lejos del cuenco maloliente que, por cierto, seguía rebosante de esa porquería que me habían traído: era, desde luego, allí donde se suponía que yo tenía que evacuar.  La idea me produjo una fuerte resistencia pero, poco a poco, la necesidad pudo más… y terminé utilizando la palangana.  Me producía desazón pensar que también tendría que utilizar el mismo recipiente en caso de que mi necesidad fuera la otra… ¿Se podía pensar en algo más humillante para mí?  Las horas fueron pasando y mi única referencia era el reloj de mi teléfono celular: Loana no me lo había vuelto a quitar a pesar de que yo no me había portado bien, sino que más bien parecía buscar que yo aprendiera la lección de allí en más… Más aún: creo que permitirme tenerlo era su forma de decirme que yo seguía controlada ya que yo sabía que lo tenía en manos pero con el uso limitadísimo según lo dispuesto por ella; a  propósito, seguía sin comprender cómo se había enterado de mi mensaje a Franco.

        Llegado cierto momento, una línea de claridad comenzó a dibujarse por debajo de la puerta y ello era señal de que estaba amaneciendo: única señal posible, por otra parte, siendo que la habitación no tenía ventanas.  En un punto el cansancio me venció y me dormí: no fue mucho, debieron haber sido unos minutos y, por cierto, se trató de un acto totalmente involuntario.  Me desperté sobresaltada al escuchar el sonido del picaporte de la puerta y, sabiéndome en infracción, me incorporé prácticamente de un salto para ponerme de rodillas.  Quien entró al lugar no fue Loana sin embargo, sino la mujerona obesa que me había traído la “comida”.  Esta vez llevaba en una misma mano una escoba y un secador de piso, en tanto que con la restante arrastraba una manguera de tres cuartos de pulgada.  Tal como lo había hecho durante la noche, no me miró al entrar; clavó, eso sí, sus ojos en el cuenco que seguía lleno… y su semblante pasó a ser decididamente otro.

          “¿Qué pasó con la comida? – preguntó, encendida en cólera y, ahora sí, mirándome con los ojos inyectados en furia – ¿Qué pasa?  ¿No es lo que te gusta?  ¿Qué sos?  ¿Una de esa putitas que se la da de fina?  ¿Querés que te prepare alguna otra cosita??? – el tono era de ira pero también de impiadosa burla y las preguntas caían sobre mí una sobre otra sin siquiera dejarme chance de empezar a contestar alguna; hablaba (o ladraba) sólo ella -.  ¡Seguro que te la pasaste toda tu vida comiendo vergas y ahora te venís a hacer la lady!”

          Interrumpió unos segundos su retahíla de despreciativos comentarios pero seguía mirándome con los mismos ojos de perro rabioso.  Se produjo un corto silencio que, quizás, me dejaba la oportunidad de decir algo en mi descargo, pero era tal el bombardeo verbal degradante a que acababa de someterme que prácticamente me había dejado sin posibilidad de respuesta alguna.  Dejando caer a un lado el secador tomó su escoba y me golpeó varias veces en distintas partes del cuerpo mientras yo intentaba desesperadamente cubrirme.  Los escobazos cayeron sobre mi cabeza, mis tetas, mis costillas, mis piernas… ¿Tanta saña podía tener aquella mujer en mi contra por el solo hecho de haber despreciado su “cena”?   Parecía que sí… De pronto soltó también la escoba e, inclinándose hacia mí, me tomó con una mano por mi ahora corto cabello y con la otra por mi antebrazo.  Me arrastró prácticamente por el piso en dirección al cuenco y,una vez allí, enterró mi cara en el hediondo preparado que me había dejado la noche anterior.  El asqueroso olor entró bien profundo por mis fosas nasales, en tanto que mi boca, aun a pesar de mis denodados esfuerzos por mantenerla cerrada, se pobló con el sabor de aquella inmundicia.  Trataba de levantar mi cabeza, pero la maldita bastarda me mantenía presionada por la nuca al tiempo que doblaba un brazo sobre mi espalda, quitándome con ello toda posibilidad de movimiento.  Por un momento sentí que me asfixiaba y, para ser honesta, temí que aquella horrenda criatura mitad mujer mitad bestia fuera capaz de matarme.
           “Comé  – me ordenó, casi en un ladrido -. O te juro que te entierro el palo de la escoba en el culo y te lo saco por la boca”
            Soltó mi brazo y, casi al instante, mis nalgas comenzaron a ser golpeadas con fuerza por lo que, pude percibir, era una ojota que seguramente acababa de quitarse.  No tuve más remedio que abrir mi boca y tragar.  El lector no puede darse una idea de lo desagradable del momento; aquella “comida” me producía arcadas y temí vomitar en más de un momento.  Al mismo tiempo trataba de engullir lo más posible para que la monstruosa mujer lo notase y así, tal vez, me permitiera levantar la cabeza para respirar.  Por suerte así fue: al notar que yo estaba tragando izó mi testa sosteniéndola por unos pocos pelos.  Yo me debatía entre tomar aire y vomitar allí mismo.
           “¿Ves que no es tan mala la comida , putita refinada?” – se mofó con crueldad y volvió a enterrar mi cara en el cuenco. 
            Así estuvo un rato, repitiendo el acto todas las veces que fue necesario hasta que el recipiente estuvo vacío y obligándome, incluso, a limpiarlo con la lengua.  Vi de reojo cómo sonreía satisfecha y me soltaba, dejándome caer.  Yo no podía más con el abatimiento y la humillación; parecía que en casa de los Batista siempre se podía esperar alguna denigración peor que la anterior.  Quedé en el piso, jadeando y con la respiración entrecortada.  La mujerona, que había vuelto a tomar la escoba, me golpeó con ésta en el estómago conminándome a levantarme del piso.
            “Vamos – me decía -; sacá afuera todos estos libros y las cosas que se puedan mojar… Tengo que limpiar la habitación”
             Yo, presurosamente y entre arcadas, fui recogiendo como pude todos mis libros del piso; al hacerlo, indefectiblemente perdía las páginas en que los tenía abiertos, pero francamente el terror que me inspiraba aquella mujer me hacía sentir que no podía perder siquiera un segundo en marcar las páginas.  Eché también mi teléfono celular dentro del bolso y, en cuatro patas pero a paso veloz y como un perrito con el rabo entre las piernas y las orejas gachas, me dirigí hacia el exterior, sin dejar de recibir los escobazos que aquel monstruo me propinaba sobre mis nalgas.  Sintiéndome como un animal sarnoso al que acababan de echar, crucé el umbral de la puerta y salí al camino de granza… Yo estaba desnuda, sucia por haberme sido refregado en mi rostro aquel pastiche pestilente y por haber sido orinada en la noche por dos hermanas con aires petulantes e insolentes.  Me sentí tan baja que hasta entendí que quizás era yo un estorbo si permanecía en el camino que conducía a mi “morada”, así que me arrebujé sobre un estrecho caminito de ladrillos que bordeaba todo el perímetro de la construcción.  En ese momento levanté la vista y, con las primeras luces de la mañana, pude tener una imagen más cabal de la finca de los Batista.  En particular noté que a unos sesenta o setenta metros de mi ubicación podían distinguirse tres cobertizos que cumplían función de cocheras, uno al lado del otro formando una hilera.  Los portones estaban levantados, con lo cual podía ver, de culata, los autos que allí había: reconocí en uno de ellos al “escarabajo” Volkswagen en cuyo baúl yo había sido traída al lugar por Loana; en el compartimento continuo había un Audi último modelo, pulcramente blanco y lustroso ,  en tanto que el restante era ocupado por un mini Cooper en color crema combinado con bordó.  Tres autos: no podía esperarse menos al ver el sitio en el que los Batista vivían y el estilo de vida que parecían llevar.  Por cierto, ¿dónde era eso?  Por más que traté de aguzar la vista para ver a lo lejos no llegaba siquiera a distinguir los confines del lugar; muy a la distancia, tal vez a unos doscientos metros,  parecía haber algo así como una valla o cerco perimetral, pero la ligustrina que lo cubría, así como algunas hiedras más las plantas y árboles que aquí y allá interrumpían una correcta visión, me impedían ver más.  Era ello lógico por otra parte: no me cerraba que, siendo los Batista, una familia tan particular y orgullosa, expusieran su vida ante los ojos de los demás; y no me daba la sensación de que lo hicieran por temor a ser juzgados (no creo que eso les importara en lo más mínimo) sino para hacer ostensible su superioridad sobre el resto de los mortales que pudiesen habitar o deambular por aquella zona, como si les dieran a entender que había todo un mundo que estaba fuera del campo visual de ellos.  Por la duración del trayecto durante mi viaje en el baúl del “escarabajo”, era perfectamente posible que hubiésemos salido de la ciudad y que nos hallásemos en alguna zona residencial de la periferia, tal vez al norte, pero no podía determinarlo. 
       
 

Desvié mi vista algo más hacia la derecha y a unos cuarenta metros de distancia pude distinguir dos piscinas de natación separadas por escasos metros.  Al medio de ambas había un quincho, un par de sombrillas, una gran mesa de mármol y algunas sillas y reposeras.  Una de las dos piscinas era descubierta y mostraba, en su contorno, formas sinuosas y caprichosas; la otra era cubierta, aunque en ese momento la lona aparecía izada y enrollada por uno de los flancos, con lo cual se transformaba en una piscina “parcialmente cubierta”.  Era bastante posible que el agua de ambas estuviera climatizada… Fue entonces cuando advertí que, junto al borde de la piscina descubierta había un hombre pasando un barrehojas, morocho y de unos cincuenta años.  Temí que notara mi presencia pero ya era tarde: me estaba observando…  Me sentí terriblemente expuesta, razón por la cual solté el bolso y me tapé el pecho con los brazos.  Alcancé a ver que sonreía, tal vez por mi ingenuo y tardío intento de mantener mi pudor a salvo.

           La mañana estaba fresca y eso me hacía temblar, pero creo que en realidad mi temblor era el resultado de una combinación entre el frío matinal, la vergüenza y las convulsiones que estaba teniendo mi estómago ante el revulsivo “alimento” que acababa de recibir.  En un momento, no pude más y vomité; repté hasta el cantero de un pequeño arbusto que estaba cerca del camino y descargué allí.  Tenía terror de ser descubierta, sobre todo por el monstruo abominable que se estaba encargando de la limpieza de mi cubil.  Llegaba a mis oídos el sonido del agua de la manguera corriendo dentro de la habitación, así como el de la escoba sobre los ladrillos del piso… y ello me producía un cierto alivio, aun cuando temía que, a la postre, mi vómito fuera descubierto.  Rogaba que aquella mujer no saliera nunca más de ahí adentro pero sabía que lo haría de un momento a otro; cuando finalmente lo hizo, yo ya había terminado de vomitar por suerte y estaba otra vez hecha un ovillo sobre el camino de ladrillos…  Salió con la palangana en la que yo había orinado durante la noche y arrojó el contenido a un costado, sobre el césped, del mismo modo que si se sacara de encima una inmundicia; hasta eso era dolorosamente humillante par mí.  Era tanto el terror que me inspiraba esa mujerona que me encogí aun más en mi lugar ante la sola visión de su presencia.  Por suerte volvió a ingresar a la habitación para continuar con su labor… Yo seguí oteando el parque: aquí y allá maceteros y parterres muy bien cuidados, pero sin flores, lo cual no era extraño considerando la época del año en que nos hallábamos.  Mi vista se topó con otro empleado, algo más lejos y, aparentemente, más joven: estaba, con una tijera de podar, dándole forma a un arbusto… tuve la sensación de que de tanto en tanto me miraba.  En cuanto al otro, el que pasaba el barrehojas por la piscina, lo seguía haciendo también, esporádicamente…
           La mujer de la limpieza salió y me sentí, como cada vez que aparecía, en presencia del demonio.
         “Ah… mirá vos… – masculló, con desprecio -.  Mirando a los empleados la putita…”
           Ni siquiera existía la posibilidad de protestar o replicar nada; por el contrario, yo lo que esperaba era que no advirtiese mi vómito sobre la tierra, detrás del arbusto.  Fue sacando a la rastra la manguera hacia nuevamente y yo abrigué la esperanza de que eso fuera señal de que yo volvía a mi habitación y su labor terminaba.  Sin embargo nada me dijo al respecto; fue hacia el grifo que había en el parque y al cual tenía conectada la manguera; llenó allí un balde que se hallaba debajo del mismo y luego se giró y se acercó hacia mí… Yo temblaba ante cada paso que daba arrastrando sus ojotas sobre el piso… Cuando estuvo aproximadamente a un metro y medio levantó el balde con ambas manos y descargó su contenido contra mí sin ningún miramiento… Si ya estaba temblando por el frío, ahora comencé a hacerlo mucho más, a la vez que no podía todavía asimilar la sorpresa.  La mujer regresó hacia el grifo y, tomando la manguera, volvió a llenar el balde; mientras lo hacía, levantó del piso un elemento que reconocí como un cepillo de mano.  Luego vertió dentro del balde lo que parecía ser jabón líquido.  Cerró la canilla y volvió hacia mí…
         “A ver… Ponete en cuatro patas, perra…” – ordenó, escupiendo las palabras con un desprecio visceral.
           Yo, aterrada como estaba y aterida por el frío, sólo atiné a obedecer tan rápido como pude.  Apoyando rodillas y manos sobre el caminito de ladrillo, adopté la posición que más se podía asociar con la de un can.  Ella se hincó a mi lado; mojó el cepillo en el agua jabonosa y comenzó a frotármelo con fuerza por sobre el lomo.  En un momento pasó la mano con el cepillo por debajo de mi cuerpo y, sin delicadeza alguna, se dedicó a hacer el mismo trabajo con mis tetas y mi vientre.  No puedo describir la humillación que sentía… Luego se dedicó a mis nalgas y estuve a punto de proferir un aullido de dolor cuando pasó con fuerza el cepillo por sobre la marca de la orquídea. 
           “Abrí bien el culo” – me ordenó.
           Era una exigencia difícil de llevar a cabo estando yo en cuatro patas, así que no tuve más remedio que bajar la cabeza hasta apoyar mi mejilla contra el piso y, teniendo así mis manos libres, apoyé las palmas sobre mis nalgas para separarlas como me pedía.  Entregada de ese modo, tuve que soportar que aquel demonio lejanamente semejante a una mujer me enjabonase la raja del culo con su mano y luego se dedicara a pasar por dentro el cepillo con fuerza.  Pude sentir cómo las cerdas entraban en el orificio de mi ano y eso me arrancó alguna interjección de dolor.
             “¿Qué pasa puta? – preguntó la arpía, siempre con esa mezcla de odio, rabia y burla -.  ¿Te duele???  ¿No te gusta cómo te lavo??? ¿Tenés algo para decir???”
             Y acompañando sus palabras, estrujó el cepillo aun con más fuerza dentro de la zanja de mi culo.  Y el dolor fue el doble…
             “No te oigo, perrita – insistía -.  Te estoy haciendo una pregunta… ¿Tenés algo para decir???”
             Un “no” muy débil brotó de mis labios y eso pareció encolerizarla aún más.  Golpeó con su manaza una de mis nalgas y me exigió que lo dijera más alto… Como pude, sacando fuerzas de donde ya no tenía, emití un “no” algo más firme y audible.  Rogaba que eso la conformara; si fue así o no, no lo sé, pero siguió pasando el cepillo con movimientos ascendentes y luego descendentes que se hacían cada vez más largos.  Así, el cepillo comenzó a pasar por encima de mi sexo y eso me hizo dar un respingo que ella advirtió.
             “Ahhh… te gusta eso, puta, eh…”
              Y aumentando al doble la intensidad de la cepillada se dedicó específicamente a limpiar mi vagina, arrancándome aullidos de dolor que yo, por más que quería, no conseguía reprimir.  La mujer trabajaba sin la más mínima delicadeza de su parte y, por cierto, sin cuidado higiénico alguno: estaba introduciendo en mi vagina el mismo cepillo que instantes antes entrara en mi ano.  Pero… ¿podía esperar yo ser tratada de otra forma para esa altura?  Lo más humillante de todo era que lo que me estaba haciendo era terriblemente doloroso pero a la vez muy excitante… y yo no lograba controlar esas contradicciones.  Cuando hubo terminado de “limpiar” mi sexo, me ordenó que levantara la cabeza y la orientara hacia ella.  Para hacerlo tuve que volver a poner las palmas de mis manos sobre el piso y, al verla allí, hincada y a escasos centímetros de mi cara, me pareció estar viendo sobrecogedoramente cerca el rostro mismo del mal… del resentimiento… del odio…
           “Abrí esa boca de puta” – me dijo.
           Yo no entendía qué podía tener en mente pero obedecí por temor a seguras represalias.  Separé mis labios y enseñé mi boca abierta.
          “¡Más! – me espetó -. ¡Como cuando chupás una pija!”
           
 

Ella posiblemente no lo sabría, pero el comentario era tanto más humillante considerando que yo jamás había practicado sexo oral a ningún hombre; era una práctica que, a primera vista, me parecía desagradable y degradante y que, por cierto, me había propuesto, en mi ingenua pretensión de chica segura y autosuficiente, no hacer nunca… De todos modos abrí la boca cuanto más pude como aquella mujer me ordenó, al punto de que mi mandíbula me dolía y también las comisuras de los labios, que parecían estar a punto de cortarse… Introdujo entonces el cepillo enjabonado en mi boca y lo zamarreó con fuerza, primero lateralmente y luego de arriba hacia  abajo y de abajo hacia arriba… No tuvo ningún reparo al hacerlo y un dolor insoportable se apoderó de mis encías y mis comisuras; un par de lágrimas rodaron por mis mejillas.

            “Aaaay… estás llorando – se mofó la maldita bruja, falsamente apenada -… ¡Pobrecita!!! ¿Te duele bebé??? Se ve que en tu casa tu mamita no te lavaba como corresponde…¿no???”
             Las arcadas volvieron a mí en la medida en que el agua jabonosa entraba en mi boca y me era imposible no tragar buena parte de ella considerando la violencia con que la maldita mujer me lavaba.  Cuando acabó con su trabajo, se incorporó y, alzando el balde, lo invirtió y descargó el contenido sobre mí… Se alejó unos pasos y yo rogué que el suplicio hubiera terminado pero, en realidad, fue a buscar la manguera… Abrió una vez más el grifo y se acercó hacia mí a chorro limpio.  El agua me golpeó con fuerza… en mi cara, en mis pechos, en todo mi cuerpo, a tal punto que el chorro me fue llevando contra la pared y allí fui sometida al último paso de mi limpieza.  Me ordenó que abriera la boca y el agua entró con tanta fuerza que por un instante me ahogó… Luego me hizo girar en cuatro patas y levantar mi cola… y pude sentir cómo el chorro prácticamente me violaba mi vagina e ingresaba por mi orificio anal como si se tratara de una enema.  Finalmente la mujer se alejó, volvió a cerrar la canilla y dejó caer la manguera a un costado; todo parecía evidenciar que la cosa había terminado.  Yo permanecía en cuatro patas, expuestas mis partes más íntimas.
            “Quedate así que con el sol te vas a secar – me dijo -.  Y no entres otra vez hasta que no estés seca.  No me gusta trabajar al pedo”
             Se marchó, al fin… Allí quedé, inmóvil y pudiendo adivinar sobre mí las miradas de los empleados del lugar: el cuidador de la piscina, el jardinero, vaya a saber quién más; a veces escuchaba pasos o voces cerca, pero no podía determinar yo de quien se trataba: yo estaba de cara hacia la pared y, por lo tanto, no podía ver lo que ocurría a mis espaldas… Echaba, no obstante, miradas de soslayo cada tanto, sobre todo cuando llegaban a mis oídos ruidos que delataran actividad en el lugar.   A veces pude determinar el origen de los sonidos, otras no.  Escuché una puerta al cerrarse y pude darme cuenta de que el ruido había provenido desde la casa: aun a pesar de estar lejos, llegué a ver a una mujer entrada en años pero muy elegante que cruzaba el parque en dirección a la zona de las cocheras.  Tenía la misma tendencia a la pulcritud que Loana y no me fue difícil inferir que pudiese ser su madre.  Usaba un vestido del mismo estilo pero algo más largo y abierto en la espalda.  Entró en donde estaba guardado el mini Cooper y, unos segundos después, el motor se ponía en marcha y el auto salía en reversa para luego alejarse. 
           Permanecí un rato más en la posición que me había sido ordenada.  Estaba muerta de frío con el viento matinal dando sobre mi piel húmeda… No había señales de la arpía en las cercanías, por suerte; tampoco las había de Loana, quien seguramente seguiría durmiendo y disfrutando de su sábado, tan diferente al que me tocaba vivir.  Cuando consideré que estuve seca, tomé el bolso: estaba un poco húmedo y ello había afectado en parte a algunos libros pero no, por suerte, al teléfono celular, que en aquel contexto en que me yo me hallaba, era la única vía de comunicación con el mundo exterior, aunque bien sabía yo que tenía permiso de uso limitadísimo y que, como dije antes, Loana me humillaba al permitirme tenerlo sabiendo eso.  Tener el celular y no poder usarlo menoscababa mi autodeterminación mucho más que no tenerlo…
            Entré a cuatro patas s la habitación; el piso todavía estaba algo húmedo, aun cuando la mujerona de la limpieza hubiera dejado la puerta abierta a los efectos de que se secase.  Pero claro, no había ventanas y la circulación del aire en el lugar era mínima.  Una vez dentro, prácticamente repté por el piso: me dolía todo, tenía el estómago revuelto y encima estaba muerta de sueño, ya que en la noche sólo había logrado dormir, y contra mi voluntad, unos pocos minutos.  A pesar de todo eso, volví a los libros e hice algunos retoques y agregados más al trabajo para Loana.  Quería aprovechar el tiempo al máximo; quizás, si lograba hacer a tiempo lo de ella, podría también dedicarme a mi propio trabajo… Eso, claro, en tanto y en cuanto Loana me lo permitiera…
           Había pasado una media hora y se abrió nuevamente la puerta; temí el regreso del monstruo de ojotas pero por suerte ingresó la “enfermera” (al menos era esa la imagen que me había quedado acerca de su función allí).  Me saludó otra vez como si yo fuera una chiquilla a quien había que atender y aun cuando había en su tono y en su talante algo de humillante y de mordaz, no se podía ni mínimamente entrar en comparaciones con la bruja de la limpieza.  Con amabilidad me preguntó cómo había pasado la noche: ¿se estaría burlando o sería sincera en la pregunta?  Me volvió a revisar los tatuajes y a frotar sobre ellos el líquido desinflamatorio para luego repetir otra vez el trabajo que había hecho la noche anterior sobre la marca de mi cola.  Resultaban paradójicos tantos cuidados por un lado y tantos golpes, castigos y laceraciones por el otro.  Ella, por supuesto, debió notar las marcas de los fustazos sobre mis nalgas.
          “¿Recibiste una paliza anoche?” – me preguntó, mientras seguía trabajando a mis espaldas.
            “S… sí” – contesté tímidamente y bajando la cabeza con vergüenza.
           “¿Qué pasó?”
            Yo me quedé en silencio sin responder o, más bien, sin saber cómo hacerlo.  Así que fue más específica con la siguiente pregunta:
          “¿Te portaste mal?”
           Su tono era el mismo que se utilizaría para hablar con una nena. 
           “Usé… el celular para… enviar un mensaje a alguien” – contesté como quien confesara un delito.
            “Ajá… a alguien a quien Loana no te había autorizado, ¿no? – continuó indagando, auque estaba harto evidente que conocía las respuesta de antemano, no sé si porque algo de lo ocurrido había llegado a sus oídos o bien porque simplemente lo iba deduciendo.
            No pude contestar; bajé la cabecita aun más de lo que ya la había bajado.
            “No te pongas mal – me dijo ella en tono sereno y tranquilizador, como siendo perfectamente consciente de que las palabras no me salían por la intensa vergüenza que me envolvía -.  Esas chiquilinadas tontas todas las hemos hecho alguna vez, cuando éramos nuevitas, jiji… A mí también me ha tocado recibir alguna paliza pero tenés que tener en cuenta que es por tu bien… Loana sabe lo que hace y estas cosas te van encarrilando… – hizo una pausa; pude ver de reojo que tomaba un pomo plástico -.  Te voy a pasar una cremita que te va a hacer bien… Te va a aliviar pero el dolor no pienses que el dolor se va a ir del todo; está bueno que el dolor se mantenga para recordarnos lo que hacemos”
           Y a continuación, previo acto de embadurnarse los dedos, comenzó a untar la crema sobre mi cola con marcada delicadeza, como acariciándome.  El momento era realmente placentero y yo, en ese momento, de espaldas a ella y con las manos apoyadas en la pared, cerré mis ojos para dejarme llevar; hubiera querido que nunca se detuviera pero, por supuesto, llegó un momento en que lo hizo.  Eché una mirada de soslayo y vi en sus manos la jeringa:
          “Segunda dosis – explicó -.  Esta vez lleva un refuerzo desinfectante.  Te  va a hacer bien”
        
 

Volvió a aplicarme la inyección hasta vaciar su contenido y luego comenzó a acomodar sus cosas para irse.  Antes de que lo hiciera, le pedí por  favor si no me pasaba algo más de la crema con que me había estado untando.  Se sonrió:

         “Sólo un poquito más – me dijo -. Tené en cuenta lo que te dije… Se necesita que sigas sintiendo un poco de dolor… De esa forma una recuerda lo que ha hecho y sabe qué es lo que no tiene que hacer la próxima vez”
         Así que, con la misma delicadeza de la que ya había hecho uso, untó algo más de crema sobre mis nalgas castigadas.  Luego, cariñosamente, besó mi cuello desde atrás y no pude evitar dar un respingo, como si un cosquilleo me hubiera recorrido todo el cuerpo.
        “Que tengas un lindo día – saludó, al retirarse -.  Nos vemos en la noche”
         Durante un par de horas nadie entró; yo continué con el trabajo y no hubo ninguna interrupción.  Cuando finalmente la puerta se abrió, quien entró fue Loana… En el momento en que su presencia inundó el lugar, me di cuenta de cuánto la había extrañado… Mi diosa, única, orgullosa e invencible, estaba allí nuevamente, luciendo gafas para sol… Lamentablemente llevaba puesta una bata que, si bien no dejaba de realzar en lo más mínimo su increíble figura, cubría por otra parte el magnífico tatuaje de la orquídea en el muslo… Aun así, para mí no hacía falta verlo: su hipnótico influjo se intuía aun cuando no era visible…  Con todo, la bata no llegaba a cubrir los tobillos de la deidad y sí podía distinguirse el escorpión sobre el empeine del pie izquierdo.  Detrás de ella ingresó la infaltable compañía: las patéticas muchachas a cuatro patas, siempre revoloteando en torno a sus pies y besándolos, ante lo cual la propia Loana a veces se abría pasos a puntapiés por entre ellas.  La esbelta rubia quedó de pie ante mí y yo, por supuesto, arrodillada; temí que trajera a colación el incidente con el celular durante la noche pero su rostro se notaba algo más relajado aunque igualmente severo.  Parecía esperar algo de mi parte…
           “¿No vas a saludarme como se debe, estúpida?”
           ¡Claro!  Era tanta mi conmoción tras los sucesos de la noche anterior y las posibles implicancias que los mismos aún pudieran tener, que había olvidado cumplir con un ritual que, ya para esa altura, era obligatorio.  Me quise morir y me puse roja de vergüenza, pero rápidamente me eché al piso y me arrastré hasta apoyar mis labios sobre sus sandalias.  Una vez que lo hice, quedé allí, prácticamente de bruces sobre el suelo mientras ella, como siempre comportándose hacia mí con humillante indiferencia, caminó por el lugar entre los libros esparcidos.
          “Imagino que ya tenés la base del trabajo armada, ¿no?” – inquirió.
          Yo sólo atiné a asentir con la cabeza y a pronunciar un “sí” muy leve; ella hizo una seña a las otras dos muchachas.
           “Van a llevar todos estos libros y vamos para la pileta – ordenó Loana . Vos… – me señaló a mí -.  Agarrá también algún bloc de notas y alguna lapicera…”
            Sin demorarse, las chicas comenzaron a recoger los libros del suelo.  Lo hacían con tal torpeza y descuido que, una vez más, mezclaban el material y perdían las páginas que yo tenía señaladas.  Un poco por eso y otro poco por considerarme incluida en la orden de Loana, intercedí tratando al menos de tomar algunos aun cuando ya me había provisto del bloc y las lapiceras que me había pedido, pero me arrancaron prácticamente los libros de las manos, enseñándome los dientes como ya era usual en ellas.
         Loana no dio visos de siquiera ver la escena, sino que simplemente giró sobre sus talones y comenzó a caminar hacia el exterior, seguida por las dos jóvenes que, más que a cuatro patas, marchaban ahora de rodillas por tener sus manos cargadas de libros.  Algo más atrás, a cuatro patas…yo.  Atravesamos el parque en dirección a la zona de las piscinas;  ya era mediodía y el sol picaba sobre mi cuerpo desnudo; la temperatura era agradable.  Llegamos a un sendero de lajas que iba hacia el lugar y que en un punto se bifurcaba en dos, siguiendo el borde de cada una de las piscinas.  Había una mesita plegable dispuesta allí y pude ver cómo justo en ese momento una joven que lucía uniforme de mucama estaba dejando una notebook sobre ella.  Se arrodilló para besar los pies de Loana al llegar ésta y, al momento de inclinarse para hacerlo, pude ver que también llevaba en la nalga la marca de la orquídea.
         Loana dejó caer su bata y su maravilloso cuerpo, deseable para cualquier hombre y envidiable (e incluso también deseable) para cualquier mujer, quedó expuesto en un bikini azul celeste que lucía magníficamente bien.  Ahora sí, la orquídea del muslo derecho se apreciaba en todo su esplendor y era como si bañara el lugar con una particular e invisible iridiscencia.  Fue entonces cuando noté por primera vez que Loana lucía otros tatuajes en su piel.  El primero que llamó mi atención y, por cierto, el mayor en tamaño, era una extraña figura que dominaba la base de la espalda, justo arriba de la cola.  Agucé la vista para tratar de discernir bien de qué se trataba pero la luminosidad del mediodía me encandilaba un poco: no pude llegar a distinguir si se trataba de una forma animal o vegetal.  También en la espalda pero más arriba y cerca de las costillas, lucía una inscripción en forma cruzada que no llegué a descifrar.  No vi otro tatuaje, no al menos en ese momento, pero ya empezaba a entender a qué se había referido el tatuador cuando dijo que Loana no mostraba a la gente, habitualmente, los tatuajes que él le había hecho. 
          Una de las chicas ayudó a Loana a descalzarse, tomando con un cuidado insospechado en ella primero un tobillo y luego el otro… La otra joven recogió la bata del piso y tomó los lentes de sol que Loana le extendía.  Con perfección casi ornamental, la diosa rubia extendió sus brazos hacia adelante y se zambulló en la piscina.  El agua gorgoteaba y eso terminaba de confirmar mi suposición de que debía estar climatizada, por lo menos a una temperatura más o menos moderada y agradable para contrarrestar los efectos de la fresca nocturna.  Por unos instantes se sumergió y me sentí terriblemente sola; deseaba fervientemente tenerla nuevamente ante mi vista.  Aun así, se distinguía su celestial figura nadando por debajo, a lo largo de la pileta, con la armoniosa gracia de una sirena extraída de algún cuento.  Al llegar al otro extremo, emergió con su dorada cabellera chorreando agua.  Se giró y permaneció flotando; sonreía, aunque era una sonrisa dominante y a la vez indiferente, como si estuviese en su propio mundo.  Tanto yo como las otras chicas nos habíamos quedado mirándola con una expresión que seguramente se vería estúpida.  Loana, sin mirarnos, lo notó:
         “Qué esperan para empezar con eso – nos conminó -.  Vos, la putita nueva, explicales a esos dos bodoques sin cerebro lo que tienen que hacer”
        Casi en una paradójica analogía con la zambullida de Loana en la piscina, me lancé hacia los libros; las dos chicas lo hicieron junto conmigo, seguramente no muy a gusto con tener que seguir mis instrucciones.  Yo, sabiendo que contaría con el apoyo obligatorio de ellas, había organizado el trabajo de tal modo que los siguientes pasos pudiesen ser llevados a cabo dividiéndonos las tareas.  Ellas dos leerían y resumirían, en tanto que yo me encargaría de coordinar, compaginar y armar las conclusiones finales.
    
 

 Rápidamente, me hice de la notebook y las tres nos sentamos sobre el pasto.  Yo sentía que, de algún modo, era la “jefa” del grupo de trabajo en ese momento; tácitamente Loana me había adjudicado ese lugar.  El gran problema que se me planteaba era cómo diablos iba a hacer para explicar los pasos a  seguir a lo que parecían ser casi dos criaturas descerebradas.  Cierto era que habían asistido a la facultad no hasta hacía mucho y que, de hecho, habían, según se decía, ayudado a Loana con las tareas y monografías presentadas previamente.  De hecho, era de creer que si la excelsa rubia, en su momento, las había reclutado, sería por algo.  Pero si en el pasado, aun cuando cercano, habían sido estudiantes brillantes, lo cierto era que ahora sólo emitían gruñidos y sonidos guturales que hacían pensar más en bestias que en seres humanos, tal el grado de deshumanización en el que habían caído.  Aun así y sin demasiadas esperanzas,  les expliqué la base que había preparado y los pasos a seguir con meticulosa paciencia.  Durante todo el curso de la explicación, no dejaron de mirarme con ojos llameantes y encendidos en odio, razón por la cual la mayor parte del tiempo me mantuve mirando a la pantalla de la notebook .  Para mi sorpresa, una vez terminada mi explicación, comenzaron hacendosamente con su trabajo; rápidamente pusieron libros y papel sobre sus regazos y al poco rato ya estaban escribiendo algo.  Era una rareza absoluta la ambivalencia de aquellas muchachas: seguían siendo capaces e inteligentes pero se convertían en bestias sumisas y patéticas al momento de servir personalmente a Loana.  Aun así, no dijeron palabra alguna: hasta llegué a pensar que se les hubiera practicado alguna incisión en las cuerdas vocales a los efectos de que no pudieran hacerlo, pero alejé rápidamente ese pensamiento por considerarlo una locura.   Más posible era que el influjo increíble de la rubia les hubiera convencido de que el hablar era una acción demasiado humana como para que ellas fueran merecedoras de su uso.

       Fuera como fuese, en el momento en que Loana salió del agua ambas me abandonaron absolutamente y, empujándose y atropellándose entre sí, como habitualmente lo hacían, corrieron a disputarse una toalla que se hallaba sobre una de las sillas.  La coloradita, que casi siempre prevalecía, logró asirla y la enseñó a la otra en señal de triunfo mientras una sonrisa de oreja a oreja atravesaba su rostro.  Presurosamente se dirigió hacia Loana en cuatro patas para arrodillarse frente a ella y comenzó, con una meticulosidad y suavidad que contrastaban con la naturaleza animal que habitualmente exhibía, a secarla prolijamente, comenzando por tobillos y  piernas.  No puedo describir cuánta envidia sentí en ese momento: había estado lenta; me habían “madrugado” y todo por no estar aún bien habituada a los rituales rutinarios en casa de los Batista.  La que había sido vencida en la carrera por la toalla quedó caída en el suelo y Loana, imperturbable, le señaló con un dedo índice hacia donde yo me encontraba, en clara señal de que retornase a su trabajo mientras la otra chica se dedicaba a secarla.
          Furiosa por dentro como estaba, no tuve más remedio que bajar la vista nuevamente hacia la notebook, aunque debo confesar que cada tanto espiaba por debajo de las cejas cómo la pelirroja servil iba pasando la toalla por el hermoso cuerpo de la diosa.  Me vinieron a la cabeza los recuerdos de aquel día en el baño, cuando tuve que limpiar el desastre que le había hecho y hasta había tenido que hacerlo con la lengua… Sentí que me mojaba y tuve ganas de tocarme, pero me contuve y traté de seguir atenta a mi trabajo.  En un momento escuché cómo Loana le ordenaba a la muchacha ponerse de pie… y espié cómo, con la toalla, la aludida se dedicaba a recorrer su cuerpo de cintura para arriba… Me di cuenta que un hilillo de baba corría por la comisura de mi labio y tuve vergüenza de mí misma, así que, una vez más, volví mi atención a la notebook.
            “Bueno… a ver… – anunció en un momento la imperativa voz de la rubia -. ¿Quién va a pasarme protector solar?”
           Fue como si un fuego hubiera centelleado en mi cerebro… Dos veces no… No perdería la carrera nuevamente… La chica que estaba junto a mí abandonó su trabajo y ya se estaba incorporando a toda velocidad… Yo tenía que ser rápida… Un vistazo supersónico me hizo descubrir un pomo sobre la mesa de mármol y deduje que sería el protector que Loana reclamaba… Salté como un gato, con una agilidad que desconocía en mí… Propiné un fuerte golpe con mi hombro contra la otra chica y la hice caer hacia un costado; intentó tirarme una zancadilla y, a decir verdad, lo logró parcialmente, porque trastabillé y estuve muy pero muy cerca de estrellar mi frente contra la mesa de mármol… Logré, sin embargo, apoyar una de mis manos de tal modo de evitar el impacto y luego estiré mi cuerpo sobre la superficie de la mesa hasta capturar, de un manotazo, lo que ya para esa altura estaba claro que era el pomo de protector solar… Casi me oriné por la emoción; eché un rápido vistazo a la otra chica que, desde el suelo, me miraba con un odio indescriptible, pero a la vez sin poder ocultar su profunda tristeza y decepción… Pobre, era la segunda vez que perdía una competencia en pocos minutos… En cuanto a la colorada, no había participado de la carrera por el pomo de protector ya que estaba en plena tarea de secar el cuerpo de la diosa y no podía incurrir en la herejía de interrumpir tan elevada labor…  De cualquier modo, el lector seguramente se dará cuenta de que en lo que menos yo pensaba era en ellas sino en mi deidad de cabellos dorados e invencibles, cuya piel, habitualmente para mí inalcanzable, se había convertido en el premio más soñado que mis manos y mis sentidos pudieran llegar a disfrutar… Me eché a sus pies y permanecí de rodillas con el pomo en mano…
            Loana se había vuelto a calzar los lentes de sol.  Pasó a mi lado y se dirigió hacia una de las reposeras.  Se echó boca abajo y eso me dio una fantástica visión de su escultural cuerpo… Yo me arrodillé a su lado y debo decir que no cabía en mí… No podía creer lo que estaba a punto de ocurrir… Ella se llevó las manos a la espalda y soltó la parte de arriba del bikini.  Su divina silueta quedó así en toda su plenitud expuesta, cubierta sólo  su cola por la parte inferior del bikini, por cierto una tanga ínfima que se terminaba perdiendo en un hilo que desaparecía por entre las nalgas más perfectas que pudiesen existir.  Yo estaba en otro planeta, extasiada mi vista y mis sentidos en general ante tanto deleite.  De haberme podido ver a mí misma, estoy segura de que lucía una expresión de obnubilada estupidez. 
           “¿Y…? ¿Para cuándo?” – demandó la rubia diosa, cerrados sus ojos y apoyado el rostro de lado sobre uno de sus brazos. 
          En ese momento fui conciente de que si me seguía retrasando podía llegar a perder mi turno y eso sería lo peor que podía ocurrirme.  Unté entonces mis manos con el ungüento protector y, despaciosamente, fui posando mis dedos sobre su piel y comencé a masajearla, desparramando la crema; fue como si una corriente de alguna extraña energía estuviera pasando desde su cuerpo hacia el mío.  Comencé por su espalda y acaricié con fascinada adoración la nuca y los hombros.  Ahora podía ver de cerca los tatuajes que antes había visto de lejos y que comúnmente Loana llevaba cubiertos por la ropa.  En efecto había una inscripción cruzada, casi sobre las costillas, que me había resultado indescifrable antes… y seguía resultándome así.  No podía entenderla; ni siquiera terminaba de reconocer las letras, mucho menos la lengua en que estaba escrito… Más tarde sabría que estaba en griego antiguo y que lo que allí se leía no era otra cosa más que la palabra “orquídea”; también sabría luego que en la mitología griega, las orquídeas van muy ligadas al erotismo, por ser consideradas como la reencarnación de Orchis, el hijo de una ninfa y de un sátiro a quien los dioses habían castigado con la muerte por hacer el amor a una sacerdotisa.  Todo eso lo supe luego pero en ese momento lejos estaba de saberlo: simplemente me dejaba llevar por la fuerza de las sensaciones y la belleza del tatuaje, fuera cual fuese el significado de la expresión. 
           Cuando bajé con mis manos hacia la base de la espalda pude detenerme en la figura que antes me costara definir si era animal o vegetal… y comprendí la razón de mi duda: era ambas cosas.  Se trataba, en realidad, de una gran orquídea, pero sus pétalos terminaban formando  las pinzas de un escorpión y el pedúnculo, en tanto, se iba transformando casi imperceptiblemente en la cola del mismo animal… Eran la orquídea y el escorpión juntos… o mejor que juntos, diríase fusionados… Fue inevitable que acudiera a mis recuerdos la leyenda sobre el Rey Escorpión y la Reina Orquídea que me había contado Tamara en aquel bar cercano a la facultad…  Pero más allá de eso el tatuaje era una obra de arte fantástica y sentí de pronto el satisfactorio placer de saber que yo había sido tatuada por el mismo artista que había dejado tan magnífica impronta sobre el cuerpo de Loana… Un privilegio, podía decirse…
             Tracé varios círculos con mis dedos sobre la piel justo por encima del tatuaje y lo sentí como si estuviera palpando algo sagrado, único, vedado a la gran mayoría de los mortales.  Sentía un irresistible deseo de besar la figura, de lamer aquella piel cuya tersura cautivaba y seducía al solo tacto… Pero me contuve, por supuesto… Seguí untando sobre sus nalgas y ésa fue, desde luego, otra experiencia inigualable.  Recorrí cada centímetro con las yemas de mis dedos y presioné con los pulgares masajeando, como si quisiera llevarme la piel conmigo.  Luego seguí deslizando en dirección hacia la línea del bikini que desaparecía entre ambas nalgas; mis dedos se enterraron en la zanja lo más que pudieron aun cuando era improbable que la acción nociva del sol llegase hasta allí.  Y luego continué, obviamente, con las piernas; otro éxtasis de belleza hecha carne que fue un disfrute para mis dedos que las recorrieron cuan largas eran con la mayor suavidad posible, como queriendo retener el momento. 
          Cuando terminé de untar todo el cuerpo, me quedé de rodillas al costado de la reposera esperando la próxima orden de Loana… No tardó en llegar:
          “Muy bien putita – aprobó -.  Estate atenta porque vas a tener que untarme otra vez cuando me dé la vuelta… – mi corazón saltaba en el pecho ante tal anuncio -.  Ahora andá a continuar con lo tuyo”
          Tanto yo como las otras chicas, entonces, retomamos el trabajo. En un momento llegaron al lugar la hermanita adolescente de Loana y su amiga, la misma chica morocha junto a la cual me habían visitado en mi “habitación” la noche anterior.  Bajé la vista con vergüenza recordando la meada que me había propinado aquella chiquilla insolente, pero la verdad fue que no prestaron atención a ninguna de nosotras.  Fueron hacia el borde de la piscina, intercambiaron algunas bromas, rieron y se empujaron mutuamente hasta que una de ellas cayó al agua y la otra, es decir la hermanita de Loana, se arrojó tras ella luego de dar rienda suelta a su hilaridad… Cosas de chicas en definitiva… cosas de adolescentes…
          
 

También la madre de Loana se acercó en un momento al lugar y, a juzgar por las bolsas que traía en la mano, había ido de compras a algún shopping o algo así.  Tal como yo había visto a la distancia era una mujer elegante y hermosa aun para su edad; realmente no podía ser de otra forma siendo la madre de tan perfecta criatura.  Congruentemente con el aire soberbio e indiferente de Loana o de su hermana, pasó junto a mí y las otras chicas sin mirarnos; estuvo hablando algunas cosas bastante superficiales con su hija mayor y luego fue hacia  la casa.  Las dos adolescentes también se fueron al rato y volvimos a quedar junto a la piscina Loana y nosotras tres… La diosa se giró sobre la reposera y exigió protector solar; yo, por supuesto, me había encargado de tenerlo junto a mí porque sabía que de un momento a otro iba a requerirlo y no permitiría que me lo arrebatasen; así que dejé la notebook y me dirigí presurosa a atender a Loana.

           La rubia en ningún momento se había vuelto a abrochar el sostén del bikini y por lo tanto sus senos, magníficos y puros, quedaron expuestos ante mis ojos.  Tan fue para mí el impacto de tan primorosa imagen ante mis ojos que no pude evitar comenzar por ellos; esparcí la crema protectora y masajeé con mis dedos formando círculos en torno a sus pezones, que se ofrecían a mí como una tentación prohibida.  Espié de soslayo hacia su rostro con la vana esperanza de captar algún atisbo de excitación, pero la realidad era que sus lentes de sol me impedían captarlo.  Por otra parte, ¿yo excitar a una diosa?  La sola idea me resultaba descabellada… Seguí haciendo meticulosamente mi trabajo sobre su cuello, sobre su vientre… y reparé entonces en que Loana tenía un quinto tatuaje en la pelvis, muy cerca del límite de la parte de abajo del bikini: otra vez se trataba de una inscripción y si la anterior me había resultado inteligible, ni hablar de ésta.  Los símbolos que componían lo que parecía ser una leyenda parecían ser glifos y remitían a la escritura egipcia, aun a pesar de mis pobres conocimientos de historia… De todas formas y, a diferencia de la otra inscripción , en este caso jamás llegaría a averiguar el significado y, al parecer, en la finca, nadie lo sabía… salvo, quizás los miembros de la familia Batista a quienes ni yo ni el resto de la servidumbre osarían jamás preguntarles.  Continué, una vez más, con sus increíblemente perfectas piernas, pero esta vez por delante… Una vez que (ay) hube terminado, me reclamó el pomo de protector solar, se embadurnó los dedos y me lo devolvió; retiró sus lentes de sol y se dedicó a desparramar la crema por su cara.
            “Volvé a lo tuyo” – me ordenó secamente…y  así lo hice.
            En ese momento arribaron al lugar tres muchachos y una chica: un ataque de pudor me recorrió de la cabeza a los pies sabiéndome desnuda y, de hecho, en este caso, sí posaron sus miradas en mí durante algún momento… Estaba bien claro que no eran miembros de la familia Batista.  Saludaron efusivamente a Loana aunque ella, siempre imperturbable, no se molestó en levantarse un centímetro de la reposera sobre la cual descansaba su cuerpo; por otra parte, no pareció sentir pudor alguno por tener sus pechos expuestos.  Recién entonces recalé en que uno de los jóvenes, el más atractivo, era el mismo al que a veces se solía ver charlando con ella en las cercanías del aula magna.  No pude reconocer al resto; quizás pertenecieran a ese mismo ámbito o tal vez no.  Estuvieron un rato bromeando y riendo, se zambulleron varias veces en la piscina; luego, la propia Loana se incorporó y quedó charlando con la chica, sentadas ambas sobre sendas sillas al costado de la piscina.  Uno de los muchachos le convidó un cigarrillo a Loana y también le suministró fuego, lo cual me produjo una cierta aprehensión ya que ése era precisamente el trabajo que yo hacía habitualmente para ella en los parques de la universidad.  Los tres jóvenes, en tanto, se echaron boca arriba sobre tres reposeras que ubicaron en línea, pero ninguno osó hacerlo sobre la que acababa de dejar libre Loana… una vez más se comportaban ante ella como si ciertas cosas les estuvieran vedadas.  Echando un vistazo, siempre de soslayo, hacia los tres, había que decir que uno estaba realmente apetecible, precisamente el que había reconocido, otro estaba sólo pasable y el tercero… en fin: muy poco atractivo por cierto.
          La “mucama” regresó, trayendo en esta oportunidad algunos jugos y tragos, entre ellos lo que parecía ser un daikiri destinado a Loana.  Los tres jóvenes no pararon de mirar a la muchacha con ojos libidinosos y, uno de ellos, desvergonzadamente, pidió permiso a Loana para tocarla… Para mi sorpresa, la diosa rubia le concedió el pedido y ordenó a la joven que se acercase al lugar en el cual el muchacho retozaba al sol; por cierto, se trataba del menos favorecido físicamente de entre los tres… Me dio pena la chica; podría haber tenido más suerte siquiera… Él, sin levantarse, le acarició la cintura en tanto que ella seguía de pie a su lado; luego la hizo girar para contemplar en toda su redondez el hermoso culo que se ofrecía por debajo de la faldita que, como dije antes, no lo cubría en su totalidad.  Impunemente, comenzó a acariciarlo y sobarlo; la muchacha permaneció inmóvil y lo dejó hacer porque de todos modos, por supuesto, otra opción no tenía… Él le bajó la tanga a la mitad de los muslos y siguió toqueteándola sin reparos; yo seguía con mi labor en la notebook pero me era imposible sustraerme a la escena y no espiar de reojo todo el tiempo.  Por fortuna para mí, lo que aquel joven le estaba haciendo a esa chica captaba la atención, no sólo mía sino de todos y eso hacía que mis miraditas de reojo no fueran advertidas.  Él pasó los dedos por entre las piernas de la joven y comenzó a  acariciar su sexo.
         “¡Pará Adrián! – rio jocosamente Loana -. ¡Estás un poquito alzado o me parece a mí! Jajaja…”
          El comentario de Loana fue seguido por el habitual coro de risas obsecuentes, en tanto que el chico de la reposera seguía jugando con sus dedos en el sexo de la mucama…y se notó como ella, seguramente sin poderlo controlar, comenzó a sentirse excitada.  El joven al que Loana había aludido con el nombre de Adrián incrementó el ritmo del jugueteo al darse cuenta de eso… y rió.
           “Te gusta, putita, ¿no? – preguntó, con un tono particularmente desagradable y carente de caballerosidad alguna.
             La joven, incapaz de dominar su excitación, inclinaba su cuerpo y apoyaba las palmas de las manos sobre sus muslos a la vez que comenzaba a lanzar gemidos que, por lo que se veía, no lograba contener.  Loana observaba la escena divertida, mientras daba una que otra pitada a su cigarrillo de tanto en tanto.
              “Te hicieron una pregunta, perrita – intervino, imperativa -.  ¿No vas a contestar?”
              “S… sí, s… señor.. meeee… me gustaaaaa” – respondió la muchacha intercalando las sílabas con irrefrenables gemidos que, cada vez más, se iban convirtiendo en jadeos.
              El muchacho rió nuevamente y volvió a aumentar el ritmo del movimiento de su mano, con lo cual la joven pareció quedar al borde del orgasmo.  Justo en ese momento Loana palmoteó el aire e interrumpió:
            “Bueno… terminado… – anunció -.  Andá y seguí haciendo tus cosas, pedazo de puta”
           La chica, obediente, dejó de jadear y, presurosa, se subió las bragas para marcharse del lugar casi a la carrera.  El joven miró a Loana con algo de incredulidad e incomprensión.
          “Pero… Loana…” – comenzó a protestar.
          “Mírense un poco cómo están… los tres” – señaló ella, divertida.
         Tanto Adrián como los otros dos levantaron un poco sus nucas de las reposeras para prestar atención a lo que la rubia les remarcaba.  Y, en efecto, los tres mostraban ostensibles erecciones por debajo de sus shorts de baño.  La mayor era, obviamente, la de Adrián, pero los otros también lucían un buen monte que no podían ocultar.  Loana y su amiga reían a más no poder; Adrián volvió a quejarse, aunque con timidez:
         “Pero… lo estábamos pasando bien…” – llegó a decir
 

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         “Lo podemos pasar todavía mejor” – le retrucó Loana dejando de reír, pero manteniendo una expresión divertida en su semblante.
           Los tres, luego de haber sido ridiculizados por sus erecciones, siguieron mirando con gesto incomprensivo.  Yo misma no conseguía evitar sustraerme por un momento de mi trabajo y estar atenta a la resolución de la escena que, súbitamente, se había cargado con un cierto suspenso.  Loana miró hacia donde estábamos trabajando y eso me hizo sentir en culpa considerando que yo había abandonado por un momento mi labor.
          “A ver… Ustedes tres. ¡Vengan!”
           Las otras dos me ganaron de mano.  Antes de que yo pudiera reaccionar ya habían saltado de sus lugares y se ubicaban de rodillas ante la diosa rubia.  Yo lo hice apenas después.  Loana nos miraba con aire divertido:
           “A ver – nos dijo -. ¿Quién quiere esta noche ser la encargada de bañarme y atenderme?”
           La pregunta de Loana casi me hizo orinar encima; las otras chicas levantaban la mano y saltaban sobre sus rodillas a la vez que emitían sus ya clásicos sonidos guturales, en este caso como producto de la ansiedad y la excitación.  Yo, un poco más atrás, también levanté mi mano con desesperación: sería un sueño hecho realidad si Loana me elegía a mí…
           “Mmmmm… parece que las tres quieren – señaló, algo mordaz, Loana, a la vez que se mesaba el cabello con indiferencia -, pero se lo van a tener que ganar”
           Las dos chicas redoblaron el ritmo de sus frenéticos saltitos sobre las rodillas y mi excitación aumentaba junto con la incertidumbre ya que no sabía a qué nos expondría la diosa rubia para ganarnos tan preciado favor de su parte.
           “Vayan para allá – señaló en dirección hacia las reposeras sobre las cuales retozaban los excitados muchachos –.  Se ubican una al lado de cada uno”
            Me giré.  Ignoraba qué iba Loana a pedirnos pero fuera lo que fuese, yo prefería estar junto al más atractivo de los tres, ése al que justamente había visto tantas veces charlando con mi diosa en la facultad.  Pero, a pesar de ser yo quien más cerca estaba de él, increíblemente me ganaron de mano, tanta la prisa que de pronto se apoderó de las otras muchachas.  Me pasaron prácticamente por arriba y hasta me pisaron literalmente la cabeza; arrojé un golpe y estoy segura de haber clavado las uñas en alguna de ellas, quien de todas formas no se detuvo… Cuando finalmente pude recomponerme, el único lugar que quedaba disponible era junto al más feo y desagradable de los tres, el mismo libidinoso que había estado hasta un momento antes manoseando a la mucamita.  Ocupé mi lugar casi con resignación y quedé a la espera de nuevas órdenes por parte de la diosa.
             “La que primero logre hacer que su chico acabe  será la que me atienda esta noche – anunció -.  Pero hay una condición… – sus ojos brillaron con malicia –.  Salvo para quitarles el short… no pueden utilizar otra cosa que no sea su boca”
                La orden resultaba increíble y mis oídos no lograban dar crédito, tanto que me costó reaccionar y eso me hizo perder terreno: ya las otras chicas habían, prestamente, bajado los shorts de los muchachos liberando sendos penes enhiestos que comenzaban a comer vorazmente.  Yo estaba shockeada: como dije antes, jamás había practicado sexo oral a nadie… Pero pensé en el premio de la justa, en lo mucho que deseaba yo pasar la noche junto a la diosa en lugar de pasarlo sola en una habitación austera y poco acogedora… No había mucho más que pensar.  Con todo el rechazo que me provocaba el chico, no tuve más remedio que tomar por las costuras el short y bajarlo… Mi inexperiencia en ese campo era absoluta y eso jugaba en mi contra; sólo había escuchado hablar a mis amigas y traté de aplicar lo que decían… No podía utilizar mis manos así que las mantuve cruzadas atrás y me dediqué con fruición a comer aquella verga que ya explotaba… Sabía que si aumentaba su excitación, la posibilidad de que él llegara a eyacular sería también mayor; por esa razón y haciendo de tripas corazón, di unas rápidas lengüetadas a sus huevos y luego hice lo propio con el generoso pene, desde la base hacia la glande.  Ya lo tenía como piedra y ése fue el momento de, lisa y llanamente, meterlo en mi boca.  Succioné y succioné, arriba y abajo, sintiéndome humillada por las risas de Loana y su amiga, pero sabiendo que el premio en disputa bien valía tal degradación… El joven empezó a jadear pero, a decir verdad, los otros dos también lo hacían y, en un momento, todo se convirtió en un coro de tipos excitados en el cual costaba especificar quién era quién.  Continué con lo mío, tratando de dejar mis dudas y mi inexperiencia a un lado.  La verga entraba ya casi completa en mi boca y me producía arcadas contra la garganta… Pero seguí… y seguí…  hasta que acabó: su bestial grito así me lo anunció pero no sólo eso… El semen entró en mi boca como un río de agua tibia y yo, para esa altura, ya ni quería pensar en lo que me había convertido: en menos de veinticuatro horas había sido cogida por un tatuador desconocido, orinada por una adolescente desconocido y había mamado la verga de un joven también desconocido… Eso sin hablar de las otras vejaciones y humillaciones sufridas… Intenté soltar el pene para hacer visible que él ya había acabado pero Adrián, incontenible en su excitación, me descargó una manaza sobre la nuca, aplastando así mi cabeza contra su verga, que entró en mi garganta todavía más de lo que ya lo había hecho y de lo que yo creía que podía hacerlo… Me mantuvo así durante unos segundos y yo no tuve más remedio que tragar su leche entre arcadas… Esperaba que me soltase porque de lo contrario, ¿cómo podría demostrar mi triunfo y reclamar mi premio?  Yo estaba segura de que había hecho que él llegara a eyacular antes que los otros dos… Finalmente me liberó y, extenuado, dejó caer su brazo a un lado de la reposera…  Solté el miembro y alcé mi cabeza, buscando desesperadamente a los otros jóvenes para ver qué había ocurrido… La realidad era que ya los tres habían acabado… y ahora sólo me quedaba esperar un dictamen.
            “Luis acabó primero” – anunció Loana.
            Yo me sentí morir.  Se trataba, no del joven más atractivo sino del restante, el intermedio… La chica que lo había logrado (la colorada) celebró su triunfo con los brazos en alto y lanzando un grito de alegría que, como siempre, fue una interjección incomprensible… No puedo describir la tristeza que sentí… El premio que yo más ansiaba… se había escapado ante mis narices…

Relato erótico: “Pillé a mi vecina recién divorciada muy caliente” (POR GOLFO)

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En todos los edificios hay una mujer buenorra que levanta el ánimo de sus vecinos cuando la ven pasar por el portal. Si por casualidad la comunidad tiene piscina, su mera presencia tomando el sol provoca que aumente el número de hombres que por casualidad bajan a darse un chapuzón. Parece algo connatural a los  tíos, sabiendo que es peligroso acercarse a ella, olvidan que su esposa puede pillarlos y se pavonean metiendo tripa por el borde del jardín, con la inútil esperanza que se fije en ellos.

Así era Paloma. Una impresionante hembra de enormes senos y mejor culo. Todo lo que os diga es quedarse corto. Con sus treinta años y su melena morena era todo un espectáculo el verla andar al ser dueña de un trasero grande y duro que excitaba y estimulaba las mayores fantasías de todos aquellos que teníamos el privilegio de observarla.
Era tanto el morbo que producía entre los casados del bloque que corrió como la pólvora la noticia que se había divorciado de su marido. Curiosamente, esa buena nueva me llegó antes que por los amigotes por mi esposa cuando en una cena, me soltó como si nada ese bombazo diciendo:
―¿A que no sabes de lo que me he enterado en la peluquería?
Harto de chismes de vecindad seguí comiendo sin preguntar, pensando que iba a contarme una historia sobre un hijo de algún vecino, pero entonces poniendo cara de asco me reveló que el marido de esa belleza la había dejado por su secretaría. Reconozco que ya interesado, le pregunté cómo había sido.
Satisfecha de que le hiciera caso, me explicó:
―Por lo visto, le pilló una factura de un hotel e investigando descubrió que le ponía los cuernos con una jovencita que resultó ser su empleada.
Aunque me parecía inconcebible que alguien dejara a ese monumento, me quedé callado no queriendo hablar de más y que mi mujer se enterara que la encontraba irresistible.  María ya envalentonada, prosiguió diciendo:
―Ya le he dicho que el que pierde es él porque siendo tan guapa, no le costará encontrar alguien que le sustituya.
En ese momento, mi mente trabajaba a mil por hora al imaginarme a mí remplazando a ese cretino en su cama y por eso casi me atraganto cuando sin darle mayor importancia, me dijo que había invitado a esa preciosidad a nuestra casa en la playa.
Tratando de mantener la cordura, pregunté únicamente cuando había pensado que nos acompañara:
―La pobre está tan sola que le he dicho que puede pasarse con nosotros todo el mes.
« ¡No puede ser!», pensé al comprender que se refería a nuestras vacaciones.
Asustado por tener esa tentación tan cerca, protesté diciendo que con ella en el chalet nos limitaría nuestras entradas y salidas pero entonces, insistiendo me respondió de muy mala leche:
―Seguro que ahora me dirás que si su marido la ha abandonado es por algo. Tú verás que haces pero ella viene.
Reculando di mi brazo a torcer temiendo que de insistir mi esposa sospechara que indudablemente me sentía atraído por nuestra vecina y como quedaban dos meses para el verano, lo dejé estar suponiendo que llegada la hora, Paloma no nos acompañara.
Tan desolada se había quedado esa monada con el divorcio que, buscando compañía, se convirtió en habitual de mi casa. Rara era la noche que al llegar de trabajar, no me encontraba a María y a Paloma charlando en el salón de mi casa. Afortunadamente en cuanto yo aparecía por la puerta, nuestra vecina se excusaba y desaparecía rumbo a su apartamento. Tan cotidiana era su huida que con la mosca detrás de la oreja, pregunté a mi mujer si Paloma tenía algo en contra de mí.
―¡Qué va!― contestó riendo― lo que pasa es que es muy tímida y se corta en tu presencia.
Aun pareciéndome ridículo que se sintiera cohibida ante mí, no dije nada porque me convenía que María no se percatara de lo mucho que me gustaba esa mujer.  Lo que no pude evitar fue pensar que difícilmente aceptaría acompañarnos a la playa si llevaba tan mal el verme.
Contra todo pronóstico una semana antes de salir de vacaciones, mi mujer me confirmó que la vecina iba a acompañarnos. Confieso no sé si esa noticia me alegró o por el contrario me molestó, porque sentía una sentimiento ambiguo. Por una parte una pequeña porción de mi cerebro deseaba que viniera soñando con que el roce entre nosotros la hiciera caer entre mis brazos mientras el resto temía con razón que mi esposa me pillara mirándole el culo o algo peor.
«Tengo que evitar que se me note», sentencié viendo que era inevitable que esa morena tentación pasara treinta días en nuestra casa.

Reconozco que el lavado de cerebro al que me sometí durante esos días no sirvió de nada y quedó en buenas intenciones en cuanto vi aparecer a Paloma el día que nos íbamos.  Ajena a la atracción que provocaba en mí, ese mujerón llegó vestido con un top y un short que más que tapar realzaban la rotundidad de sus formas. Babeando y excitado por igual tuve que retirar mi mirada de sus tetas para que bajo mi pantalón mi apetito no creciera sin control:
« ¡Está buenísima!», sentencié mientras trataba de descubrir de reojo el tamaño y el color de sus pezones.
El destino o la suerte quisieron que ni ella ni mi mujer advirtieran el sudor que recorría mi frente mientras intentaba evitar la excitación que me nublaba la mente, de forma que en un cuarto de hora y con todo el equipaje en el coche emprendimos la marcha hacia nuestro lugar de vacaciones.
Ya frente al volante y mientras María y Paloma charlaban animadamente, usé el retrovisor para recrearme la vista con la belleza de esa mujer.
«Es perfecta», admití tras notar que todas mis hormonas estaban en ebullición por el mero hecho de observarla.
Sus ojos negros y sus carnosos labios eran el aditamento necesario para que esa mujer fuera el ideal de una hembra. Para colmo hasta su voz era sensual, dotada de un timbre grave casi varonil con escucharla era suficiente para que cualquier hombre soñara con que ella te susurrara al oído que te deseaba.
«Estoy jodido», maldije mentalmente al darme cuenta que mi atención no estaba en la carretera sino en las dos piernas y en el pantaloncito de Paloma.
Las cuatro horas que tardamos en llegar a nuestro destino me resultaron un suplicio. Por mucho que intentaba olvidar a nuestra pasajera, continuamente mis ojos volvían a quedar fijos en ella. Tantas veces, la miré a través del espejo que la morena se percató e involuntariamente se puso roja.
«Estoy desvariando», pensé al ver que bajo su top dos pequeños bultos habían hecho su aparición y creer que se había sentido excitada por mi mirada. «Ni siquiera me soporta, en cuanto me ve sale por piernas».
La confirmación de mi error vino cuando charlando entre ellas, María le preguntó porque no se echaba un novio:
―Estoy bien así, no necesito un hombre que me vuelva a hacer daño― contestó mientras fijaba sus ojos en los míos.
El desprecio con el que se refirió a todos los de mis género fortaleció mi primera impresión y comprendí que sintiéndose una víctima, odiaba a todo el que llevara un pene entre sus piernas.
« ¡Qué desperdicio!», mascullé entre dientes al sentir que no existía posibilidad alguna de poner mis manos sobre esas dos nalgas.
Al llegar al chalet entraron hablando entre ellas, dejándome solo para subir las maletas. Cabreado subí primero las nuestras y fue al volver a por las de Paloma cuando localicé un consolador en una de sus bolsas.
―¡Qué calladito se lo tenía la muy puta!― reí tras asimilar la sorpresa de hallar ese enorme aparato entre sus cosas.
Ese descubrimiento me abrió los ojos e intuí que su supuesto desprecio por los hombres era una fachada con la que luchar contra su sexualidad, por eso mientras recorría el jardín rumbo a la casa decidí que haría todo lo posible por excitarla sin que mi mujer se diera cuenta…

Inicio mi acoso.
Como era temprano María y Paloma decidieron darse un baño en la piscina. La morena ignorando lo que se le venía encima tuvo a bien plantarse un bikini azul tan provocativo que temí no poder aguantar semejante provocación y lanzarme sobre ella sin importarme que mi esposa estuviera presente.
Os puede parecer una exageración pero si hubieseis contemplado como yo cómo la tela de su parte de arriba apenas conseguía ocultar de mi vista sus pezones estaríais de acuerdo. Sabiendo que de quedarme cerca María hubiese adivinado mi excitación, resolví dar una vuelta por la urbanización corriendo para borrar de mi mente su cuerpo.
Desgraciadamente por mucho que me esforcé tanto física como mentalmente, al volver todo sudado por el ejercicio seguía pensando en su culo y sus tetas.
Ya de vuelta me acerqué a la piscina y al saludarlas, el modo en que esa morena se quedó mirando a mis pectorales llenos de sudor me hizo ratificar que su desdén por los hombres era ficticio.
« ¡Está bruta!», con alegría asumí el exhaustivo examen al que me sometió y queriendo forzar su calentura, me acerqué a donde estaban y me lancé sobre mi mujer a darle besos.
―¡Para!― gritó muerta de risa por esa muestra de afecto― ¡Eres un guarro! ¡Estás empapado!
Obviando las quejas de María, la besé mientras miraba fijamente a los ojos de nuestra invitada. Esta sintió la lujuria con la que mi mirada recorrió su anatomía y mientras se ponía roja, involuntariamente cerró sus piernas para que no descubriera que había incitado su calentura. Desgraciadamente para ella, no dejé de comerla con la vista mientras descaradamente acariciaba los pechos de mi mujer por encima de su bañador. Al verlo, no pudo evitar morderse los labios exteriorizando su deseo.
―¡Vete a duchar!― me echó María de su lado sin que nada en su actitud demostrara enfado por mi exhibición ante su amiga.
Satisfecho, me despedí de las dos y subí a mi cuarto de baño. Ya bajo el chorro de agua, el recuerdo del brillo de sus ojos me hizo desearla aún más y sintiendo una brutal erección entre mis piernas, me puse a pajearme mientras planeaba mis siguientes pasos para conseguir hundir mi cara entre las tetas de la morena.
Lo que nunca preví fue saliendo de la ducha y mientras me secaba en mi habitación que mi esposa llegara y sin hablar, se arrodillara ante mí en ese momento  y que viendo mi pene estaba lo suficiente erecto, sin más prolegómenos,  se lo metiera de un golpe hasta el fondo de su garganta.
―¿Te ha puesto cachonda que te tocara frente a Paloma?― pregunté descojonado al comprobar la virulencia con la que me hacía esa mamada.
Azuzada por mis palabras, usó su boca para imitar a su sexo y gimiendo, comenzó a embutirse y a sacarse mi miembro con una velocidad endiablada. Era tal su calentura que mientras metía y sacaba mi extensión cada vez más rápido, usó una de sus manos para acariciarme los testículos mientras metía la otra dentro de su bikini y ya totalmente excitada, gritó en voz alta:
―¡Necesito tu leche!
Al exteriorizar su deseo elevó mi excitación y sin poderme retener me vacié en su boca. Andrea, al sentir mi semen chocando contra su paladar, se volvió loca y sin perder ni una gota, se puso a devorar mi simiente sin dejar de masturbar.
―¡Qué gusto!― la oí chillar, mientras  su cuerpo convulsionaba de placer a mis pies.
Absorta en su gozo, no le preocupó el volumen de sus gritos. Berreando como si la estuviese matando, terminó de ordeñarme y aún seguía masturbándose sin parar. Al ver que se comportaba como una ninfómana en celo, me excitó nuevamente y levantándola del suelo, la llevé hasta la cama.
Desde el colchón, me miro llena de lujuria y quitándose la braga se puso a cuatro patas mientras me pedía que la follara. Ver a mi mujer en esa postura, fue motivo suficiente para que mi verga recuperara todo su esplendor y acercándome hasta ella, jugueteé con mi glande en su entrada antes de que de un solo empujón se lo metiera hasta el fondo.
María, al sentir su interior hoyado por mi herramienta, gimió de placer y sujetándose a la cama, me pidió que la tomara sin piedad. Justo en ese momento percibí un ruido y al levantar mi mirada descubrí a nuestra vecina espiando desde la puerta. Mirándola a los ojos, agarré la melena de mi mujer y usándola como si fueran mis riendas y María, mi montura, la cabalgué con fiereza. Sin dejar de verla de pie en mitad del pasillo, mi pene  empaló una y otra vez a mi esposa mientras Paloma se tocaba uno de sus enormes pechos ya excitada.
Sabiendo que la morena no perdía ojo de nuestra pasión,  pregunté a  mi mujer dejando caer un azote en sus nalgas:
―¿Te gusta?
―¡Sí!― aulló y levantando todavía más su culo, chilló: ―¡Me encanta que me folles como un animal!
Sé por la cara de sorpresa que lució Paloma al oír a su amiga que nunca se le pasó por la cabeza que pudiera ser tan zorra y por eso, deseando azuzar la calentura de mi vecina, incrementé  mis embistes sobre el sexo de mi mujer siguiendo el ritmo de los azotes. Nalgada tras nalgada, fui derribando las defensas de ambas hasta que María aulló de placer con su trasero enrojecido mientras se corría. Paloma viendo que íbamos a acabar, se tuvo que conformar con huir con una inmensa calentura hasta su cuarto.
Ya solos sin espías, cogí a mi mujer de sus pechos y despachándome a gusto, dejé que mi pene se recreara en su interior pero con mi mente soñando que a la que me estaba tirando era a la morena que se acababa de ir. El convencimiento que Paloma iba a ser mía, fue el acicate que necesitaba para no retrasar más mi propio orgasmo. Y mientras María aullaba de placer, sembré con mi semen su interior mientras mi cuerpo convulsionaba pensando en la otra. Mi mujer al sentir las descargas  de mi verga en su vagina se desplomó agotada contra el colchón.
Contento y queriendo ahorrar fuerzas no fuera a ser que nuestra vecina cayera antes de tiempo en mis brazos, me acurruqué a María y mientras le acariciaba tiernamente me pareció escuchar el ruido al encenderse de un consolador. Sonriendo, pensé:
«Ya falta menos».
Pasado un rato y viendo que mi mujer se había quedado dormida, decidí levantarme e ir en busca de una cerveza fría. Al llegar a la cocina, me topé de frente con Paloma que al verme bajando su mirada intentó huir pero reteniéndola del brazo, le pregunté si le había gustado.
―¿El qué?― contestó haciéndose la despistada y sin querer reconocer que ambos sabíamos su pecado.
Me hizo gracia su amnesia y acercándola a mí, llevé su mano hasta mi entrepierna mientras le decía:
―Conmigo cerca no tienes que usar aparatos eléctricos.
Asustada, intentó retirar sus dedos de mi pene pero queriendo que sintiera una polla real, mantuve presionada su muñeca hasta que bajo mi pantalón pudo comprobar que mi miembro crecía. Cuando ya había alcanzado un tamaño decente la solté y susurrando en su oído, le dije:
―Si necesitas algo, ya sabes dónde estoy.
Indignada me recriminó mi comportamiento recordando que María era su amiga. Siendo cruel, acaricié su pecho  al tiempo que le contestaba:
―Eso no te importó cuando te quedaste mirando ni tampoco cuando ya excitada te masturbaste pensando en mí.
Esa leve caricia provocó que bajo su bikini, su pezón la traicionara irguiéndose como impulsado por un resorte y viéndose acorralada intentó soltarme una bofetada. Como había previsto tal circunstancia, paré su golpe y  atrayéndola hacia mí, forcé su boca con mi lengua. Aunque en ese instante, abrió su boca dejando que mi lengua jugara con la suya, rápidamente se sobrepuso y casi llorando se apartó de mí diciendo:
―Por favor ¡No sigas!
No queriendo violentarla en exceso, la dejé ir pero cuando ya desaparecía por la puerta, riendo le solté:
―Soy un hombre paciente. ¡Tengo un mes para que vengas rogando que te haga mía!
Consciente que esa zorrita llevaba más de cuatro meses sin follar y que su cuerpo era una bomba a punto de explotar,  sabía que solo tenía que tocar las teclas adecuadas para que Paloma no pudiese aguantar más y cayera entre mis piernas. Para hacerla mía, debía conseguir que sus reparos se fueran diluyendo a la par que se incrementaba su calentura y curiosamente, María se convirtió esa noche en involuntaria cómplice de mis planes. Os preguntareis cómo. Muy sencillo, al despertar de la siesta, decidió que le apetecía salir a cenar fuera de casa y eso me dio la oportunidad de calentar esa olla a presión  sin que pudiese evitarlo.
Cuando mi mujer me comentó que quería ir a conocer un restaurante que habían abierto, me hice el cansado para que no me viera ansioso de compartir mantel con ellas dos. Mi vecina al escuchar que no me apetecía, vio una escapatoria a mi acoso y con gran rapidez, aceptó la sugerencia.
―Si crees que te vas a escapar de mí, ¡Estas jodida!― susurré en su oído aprovechando que María había ido a la cocina mientras con  mi mano acariciaba una de sus nalgas.
La morena no pudo evitar que un gemido saliera de su garganta al sentir mis dedos recorriendo su trasero. Me encantó comprobar que esa mujer estaba tan necesitada que cualquier caricia la volvía loca y sin ganas de apresurar su caída, me separé de ella.
―¡Maldito!― masculló entre dientes.
En ese instante, no estuve seguro si el insulto venía por haberle magreado o por el contrario por dejar de hacerlo. De lo que si estoy seguro es que esa mujer tenía su sexualidad a flor de piel porque ese leve toqueteo había provocado que sus pitones se pusieran duros como piedras.
―Estás cachonda. ¡No lo niegues!― contesté sin sentir ningún tipo de piedad.
La vuelta de María evitó que siguiera acosándola pero no me importó al saber que dispondría de muchas otras ocasiones durante esa noche.  Paloma por el contrario vio en mi esposa su tabla de salvación y colgándose de su brazo, me miró retándome. El desafío de su mirada me hizo saber que se creía a salvo.
« ¡Lo llevas claro!», exclamé mentalmente resuelto a no darle tregua.
Desgraciadamente de camino al restaurante, no pude atacarla de ninguna forma porque sería demasiado evidente. Mi pasividad le permitió relajarse y por eso creyó que si se sentaba frente de mí estaría fuera del alcance de mi hostigamiento. Durante unos minutos fue así porque esperé a que hubiésemos pedido la cena y a que entre ellas ya estuvieran charlando para quitarme el zapato y con mi pie desnudo comenzar a acariciar uno de sus tobillos.
Al no esperárselo, pegó un pequeño grito.
―¿Qué te pasa?― pregunté mientras iba subiendo por su pantorrilla.
Mi descaro la dejó paralizada, lo que me permitió continuar acariciando sus muslos camino de mi meta. Su cara lívida mostraba su angustia al contrario que los dos botones que lucía bajo su blusa que exteriorizaban su excitación. Ya estaba cerca de su sexo cuando metiendo la mano bajo el mantel, Paloma retiró mi pie mientras con sus ojos me pedía compasión.
Ajena a la agresión a la que estaba sometiendo a nuestra vecina, María le comentó que estaba muy pálida.
―No me pasa nada― respondió mordiéndose los labios al notar que mi pie había vuelto a las andadas pero esta vez con mayor énfasis al estar acariciando su sexo por encima de su tanga.
La humedad que descubrí al rozar esa tela ratificó su calentura y por ello, olvidado cualquier precaución busqué con mis dedos su clítoris y al encontrarlo, disfruté torturándolo mientras su dueña disimulaba charlando con mi señora.
«Está a punto de caramelo», me dije al notar su coño totalmente encharcado, « ¡No tardará en correrse!».
Nuevamente, Paloma llevó su mano bajo la mesa pero en esta ocasión no retiró mi pie sino que empezó a acariciarlo mientras con uno de sus dedos retiraba la braga dándome acceso a su sexo. Como comprenderéis no perdí la oportunidad y hundiendo el más gordo en su interior, comencé a follarla lentamente.
« ¡Ya es mía!», pensé y recreándome en su mojada cavidad, lentamente saqué y metí mi dedo hasta que en silencio la morena no pudo evitar correrse por primera vez.
Satisfecho, volví a ponerme  el zapato, al saber que ese orgasmo era su claudicación y que no tardaría en pedir que la follara. Habiendo conseguido mi objetivo, me dediqué a mi esposa dejando a Paloma  caliente e insatisfecha.
Al terminar de cenar, María estaba cansada y por eso nos fuimos a casa. Y allí sabiendo que la morena nos oiría, hice el amor a mi esposa hasta bien entrada la madrugada….
 

 Ella misma cierra el nudo alrededor de su cuello.

A la mañana siguiente me desperté sobre las diez totalmente descansado y sabiendo por experiencia que María no iba a amanecer hasta las doce, me levanté sin levantar las persianas y me fui a desayunar.  En la cocina me encontré a Paloma con cara de haber dormido poco y sabiendo que yo era el causante de su insomnio, la saludé  sin hacerle mucho caso.
―¿Dónde está tu mujer?― preguntó dejando traslucir su enfado.
―Por ella no te preocupes. Seguirá durmiendo hasta el mediodía― respondí dando a entender que podía entregarse a mí sin miedo a ser descubierta.
La superioridad que encerraba mi respuesta, la cabreó aún más y llegando hasta mí, se me encaró diciendo:
―¿Quién coño te crees? ¡No voy a ser tuya!
Soltando una carcajada, la atraje hacia mí y pegando mi boca a la suya, forcé sus labios mientras mis manos daban un buen repaso a ese culo que llevaba tanto tiempo volviéndome loco. Durante un minuto, forniqué con mi lengua el interior de su boca mientras mi vecina se derretía y empezaba a frotar su vulva contra mi muslo. Habiendo demostrado a esa zorrita quien mandaba, le solté:
―Ya eres mía, solo falta que lo reconozcas.
Tras lo cual, la dejé sola y café en mano me fui a la piscina. Llevaba solo unos minutos sobre la tumbona,  cuando la vi salir con un bikini azul aún más diminuto que el del día anterior con el que parecía completamente desnuda. Interesado en saber que se proponía, me quedé observando como sus pechos se bamboleaban al caminar.
―Reconozco que tienes un par de buenas tetas― solté sonriendo al ver que arrastraba su tumbona junto a la mía
―Lo sé― contestó mientras dejaba caer la parte superior de su bikini.
Girando mi cabeza, la miré. Sus pechos eran tal y como me había imaginado:  grandes, duros y con unos pezones que invitaban a ser mordidos. Sabiendo que si me mantenía calmado la pondría aún más cardiaca, me reí en su cara diciendo:
―¿Me los enseñas para que te los coma o solo para tomar el sol?― fingiendo un desapego que no sentía al contemplarla.
¡Paloma era perfecta! Su escultural cuerpo bien podría ser la portada de un Playboy. Si de por si era bellísima, si sumábamos su estrecha cintura, su culo de ensueño, esa morena era espectacular. Sonriendo, se acercó a mí y pegando su boca a mi oído, dijo con voz sensual:
―No me sigas castigando. Sabes que estoy muy bruta― Tras lo cual, sacando una botella de crema bronceadora de su bolso, se puso  a untarla por sus tetas mientras me decía: ―¿Qué tengo que hacer para que me folles?
Su cambio de actitud me divirtió y mostrando indiferencia, le ordené:
 

―¡Pellízcate los pezones!

La morena sonrió y cogiendo sus areolas entre sus dedos, se dedicó a complacerme con una determinación que me hizo saber que podría jugar con ella.
―¡Quiero ver tu coño!― le dije mientras bajo el traje de baño mi pene iba endureciéndose poco a poco.
Bastante más cachondo de lo que mi cara reflejaba, esperé a que esa zorrita se desprendiera de esa prenda. Paloma al comprobar mis ojos fijos en su entrepierna, gimió descompuesta mientras se bajaba la braga del bikini lentamente.
―¡Acércate!― pedí.
Rápidamente obedeció poniendo su sexo a escasos centímetros de mi boca. Al comprobar que lo llevaba exquisitamente depilado y que eso lo hacía más atrayente, saqué mi lengua y le pegué un largo lametazo mientras mi vecina se  mordía los labios para no gritar. Su sabor me enloqueció pero asumiendo que no estaba lista, separé mi cara y con voz autoritaria, ordené:
―Mastúrbate para mí.
Por su gesto supe que esa zorrita había advertido que no iba a poseerla hasta que todo su cuerpo estuviera hirviendo. Esperaba una queja pero entonces se sentó frente a mí y separando sus rodillas dejó que su mano se fuera deslizando hasta que uno de sus dedos encontró el botón que emergía entre sus labios vaginales y mirándome a los ojos, preguntó:
―Si te obedezco, ¿Me vas a follar?
―Sí, putita― respondí descojonado por la necesidad que su rostro reflejaba.
Mis palabras la tranquilizaron y con sus mejillas totalmente coloradas por la calentura que sentía,  deslizó lentamente un dedo por su intimidad. El sollozo que surgió de su garganta ratificó mi opinión de que Paloma estaba hambrienta y gozoso observé que tras ese estremecimiento de placer, todos los vellos de su cuerpo se erizaron al sentirse observada.
―Date placer― susurré.
En silencio, mi vecina dibujó los contornos de su sexo con sus dedos mientras pensaba en el polvo con el que le regalaría después. La imagen de verse tomada tras tantos meses de espera provocó que toda su vulva se encharcara a la par que su mente volaba soñando en sentir mi verga rellenando ese conducto.
―Eres un cerdo― protestó necesitada al percatarse de la sonrisa que lucía mi rostro mientras la miraba.

Lo quisiera reconocer o no, Paloma comprendió que nunca había estado tan excitada y por eso decidió dar otro paso para conseguir que yo la complaciera. Sabía que en ese instante, estaba  mojando la tumbona con su  flujo y que desde mi lugar podía advertir que tenía los pezones duros como piedras. Decidida a provocarme, llevó sus dedos empapados a la boca y me dijo mientras los succionaba saboreando sus propios fluidos.

 
―¿No quieres probar?
Asumiendo que sus comentarios subidos de tono iban destinados a calentarme aún más, me negué y poniendo un tono duro, le exigí que se metiera un par de dedos en el coño. Al obedecer, esa zorrita notó que el placer invadió su cuerpo y gimiendo  de gusto, empezó a meterlos y sacarlos lentamente. La calentura que asolaba su cuerpo la obligó a aumentar el ritmo de su masturbación hasta alcanzar una velocidad frenética.
―¡Me voy a correr!― aulló al tiempo que sus caderas se movían buscando profundizar el contacto con sus yemas.
Pero entonces, levantando la voz le prohibí que lo hiciera y recreándome en el poder que tenía sobre ella, le solté:
―Ponme crema.
Reteniendo las ganas de llegar al orgasmo, cogiendo el bote de protector, untó sus manos con él y me obedeció. Sus ojos revelaban la lujuria que dominaba toda su mente cuando comenzó a extender con sus manos la crema sobre mi piel.
―¡Necesito que me folles!― murmuró en mi oído mientras acariciaba mi pecho con sus yemas.
Cerrando los ojos, no me digné a contestarla al saber que con solo extender mi mano y tocar su vulva, esa morena se correría sin remedio. Envalentonada por mi indiferencia, recorrió con sus manos mi pecho, mi estómago y mis piernas. Al  acreditar que bajo mi bañador mi pene  no era inmune a sus caricias, me rogó que le diera permiso para subirse encima de mí y así poderme esparcir con mayor facilidad la crema bronceadora:
―¡Tú misma!― contesté al saber que era lo que esa guarrilla buscaba.
No tardé en comprobar que estaba en lo cierto porque sin pedir mi permiso y poniéndose a horcajadas en la tumbona, incrustó el bulto de mi entrepierna en su sexo y haciendo como si la follaba, se empezó a masturbar. No quise detenerla al saber que eso solo la haría más susceptible a mi poder ya que a tela de mi bañador impediría que culminara su acto, eso solo la haría calentarse aún más. Muerto de risa, me mantuve a la espera mientras Paloma se frotaba con urgencia su clítoris contra mi pene.
―Me encanta― berreó mientras se dejaba caer sobre mi pecho, haciéndome sentir la dureza de sus pezones contra mi piel.
Sus primeros gemidos no tardaron en llegar a mis oídos. La temperatura  que abrasaba sus neuronas era tal que buscó mis labios con lujuria. Sin responder a sus besos pero deseando dejar esa pose y follármela ahí mismo, aguanté su ataque hasta que pegando un grito se corrió sobré mí dejando una mancha sobre la tela de mi bañador.
Entonces y solo entonces, le ordené:
―Ponte a cuatro patas.
Mi vecina no necesitó que se lo repitiera para adoptar esa posición. Su cuerpo necesitaba mis caricias y ella lo sabía. Verla tan dispuesta,  me permitió confesar:
―Llevo años deseando follarte, zorra.
Mi confesión fue el acicate que necesitaba para entregarse totalmente y por eso aun antes de que mi lengua recorriera su clítoris, Paloma ya estaba berreando de  deseo e involuntariamente, separó sus rodillas para facilitar mi incursión. Su sabor dulzón al llenar mis papilas incrementó aún más si cabe mi lujuria y separando con dos dedos los pliegues de su sexo, me dediqué a mordisquearlo mientras la morena claudicaba sin remedio. Su segundo orgasmo fue casi inmediato y derramando su flujo por sus piernas, mi vecina me rogó que la tomara.
 

―Todavía, ¡No!― respondí decidido a conseguir su completa rendición. Para ello, usando mis dientes torturé su botón mientras mis dedos se introducían una y otra vez en su interior.

Al notar que su cuerpo convulsionaba sin parar, vi llegado el momento de cumplir mi fantasía y cogiendo mi pene entre mis manos, lo acerqué hasta su entrada. La morena al advertir que me eternizaba jugando con su coño sin metérselo chilló descompuesta:

 
―¡Hazme tuya! ¡Lo necesito!
Paloma era un incendio sin control. Berreaba y gemía sin pararse a pensar que mi esposa podría oír sus gritos. Lentamente, le fui metiendo mi pene. Al hacerlo, toda la piel de mi verga disfrutó de los pliegues de su sexo mientras la empalaba. La estrechez y la suavidad de su cueva incrementaron mi deseo pero fue cuando me percaté de que entre sus nalgas se escondía un tesoro virgen y aun no hoyado cuando realmente me volví loco. Mi urgencia y la necesidad que tenía de ser tomada provocaron que de un solo empujón se la clavara hasta el fondo:
―¡Házmelo como a tu esposa!― gritó al notar su sexo lleno.
Su grito me hizo recordar la tarde anterior e imitando mi actuación de entonces, la cogí de la melena y dando un primer azoté en su trasero, exigí a Paloma que empezara a moverse. Mi vecina al oírme se lanzó en un galope desenfrenado moviendo sus caderas sin parar mientras se recreaba con mi monta.
―¡Sigue!― relinchó al sentir que me agarraba a sus dos tetas y empezaba a cabalgarla.
Apuñalando sin piedad su sexo con mi pene, no tardé en escuchar sus berridos cada vez que mi glande chocaba con la pared de su vagina. Para entonces, su calentura era tal que mi pene chapoteaba cada vez que forzaba su vulva con una nueva penetración. Contagiando de su pasión, agarré su a modo de riendas y con una nueva serie de azotes sobre su trasero, le ordené que se moviera. Esas nalgadas la excitaron aún más y comportándose como una puta, me pidió que no parara.
Disfrutando de su estado de necesidad, decidí hacerla sufrir y saliéndome de ella, me tumbé en la tumbona mientras le decía que se sirviera ella misma.
―Eres un cabrón― me soltó molesta por la interrupción.
Con su respiración entrecortada y mientras paraba de quejarse, se puso a horcajadas sobre mí y cerrando los ojos, se empaló con mi miembro. No tardó en reiniciar su salvaje cabalgar pero esta vez mi postura me permitió admirar sus pechos rebotando arriba y abajo al compás de los movimientos de sus caderas.
―¡Chúpate los pezones!― ordené.
Desbocada como estaba, mi vecino me obedeció y estrujando sus tetas, se los llevó a su boca y los lamió. Ver a esa zorra lamiendo sus pechos fue la gota que necesitaba para que el placer se extendiera por mi cuerpo y derramase mi simiente en el interior de su cueva. Paloma al sentir que las detonaciones que bañaron su vagina aceleró los movimientos de sus caderas y mientras intentaba ordeñar mi miembro, empezó a brutalmente correrse sobre mí. Con su cara desencajada por el esfuerzo, saltó una y otra vez usando mi pene como eje hasta que ya agotada, se dejó caer sobre mí mientras me daba las gracias diciendo:
―Me has hecho recordar que soy una mujer.
Viendo su cara de alegría, acaricié su culito con ganas de rompérselo pero entonces miré el reloj y me percaté que mi mujer debía estar a punto de despertar. Sabiendo el riesgo que corría si María veía a su amiga tan feliz porque podría sospechar algo, le pedí que desapareciera durante un par de horas. Paloma comprendió mis razones pero antes de irse y mientras sus manos jugueteaban con mi entrepierna, me rogó:
―Espero que esto se repita. ¡Me ha encantado!
Muerto de risa, contesté:
―Dalo por seguro. ¡Estoy deseando estrenar tu pandero!
Mi vecina sonrió al escuchar mi promesa y cogiendo su ropa, se fue a vestir mientras yo subía a despertar a mi esposa. Ya en mi habitación me tumbé a su lado y pegando mi cuerpo al suyo, busqué sus pechos.  María abrió los ojos al notar mis manos recorriendo sus pezones. Por su sonrisa comprendí que debía cumplir con mis obligaciones conyugales para que no sospechara y sin más prolegómeno, me desnudé mientras ella se apoderaba de mi sexo. Al contrario del día anterior, esa mañana mi mujer y yo hicimos el amor lentamente, disfrutando de nuestros cuerpos y solo cuando ambos habíamos obtenido nuestra dosis de placer, me preguntó por Paloma:
―Se ha levantado pronto y ha salido― contesté con más miedo que vergüenza que algo en mí hubiese hecho despertar su desconfianza.
Pero entonces, María soltando una carcajada comentó:
―Tenemos que buscarla un novio.
Su pregunta me cogió fuera de juego y deseando saber por qué lo decía pero sin ganas de mostrarme muy interesado, pregunté por qué:
―Ayer nos estuvo espiando cuando hacíamos el amor. La pobre lleva tanto tiempo sin un macho que está caliente- respondió en voz baja creyendo que podía enfadarme.
Haciéndome el despistado me reí y sin darle mayor importancia, contesté:

 

―Te lo juro: ¡No me había fijado!
 
 

Para comentarios, también tenéis mi email:

golfoenmadrid@hotmail.es
 
 
 Si quieres ver un reportaje fotográfico más amplio sobre la modelo que inspira este relato búscalo en mi otro Blog:     http://fotosgolfas.blogspot.com.es/
 
 
 
 
 
 
¡SEGURO QUE TE GUSTARÁ!


 

 

 

Relato erótico: La aprendiz (POR TALIBOS)

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LA APRENDIZ:

Allí estaba yo, en la consulta del médico, total y absolutamente acojonado. Tres o cuatro semanas atrás había empezado a sentir molestias en una zona muy delicada para los hombres, en los testículos. Acudí a mi médico, que inmediatamente me envió a un especialista, donde se me practicaron varias pruebas. Ahora estaba en su despacho, esperando los resultados de las mismas y tan asustado que la camisa no me llegaba al cuerpo.

¿Dónde se habrá metido este cabrón? – pensé – ¿querrá volverme loco o qué?

Aún tuve que esperar cinco minutos más, era como si el tipo hubiera tenido que ir a por los informes hasta el mismo laboratorio y además andando. Por fin, la puerta volvió a abrirse y el doctor entró con un montón de papeles en la mano. Sin decir nada, se sentó a su mesa y se puso a repasarlos, como si aún no los hubiese leído. Yo sudaba como un cerdo. Un par de minutos después separó sus ojos de los documentos y los plantó en mí:

¿Se encuentra usted bien? – me dijo – Tiene mala cara…
Sí, sí, estoy bien, es que hace un poco de calor – dije yo mientras mentalmente me cagaba en sus muertos.
Bueno, señor Rovira, aquí tengo los resultados de su examen médico.
¿En serio?, yo creí que era prensa deportiva – estuve a punto de decirle, aunque en realidad me limité a sonreír nervioso.
Verá, hemos detectado un pequeño tumor en uno de sus testículos.

El alma se me cayó a los pies, mi mundo se hundía, quería morirme.

Pero no se preocupe, es benigno y perfectamente operable.

¡Que resuenen las trompetas y las fanfarrias! ¡Gloria a Dios en las alturas!

¿De verdad? – acerté a balbucear.
Sí, tranquilo – dijo el médico sonriente – lo hemos detectado en una etapa muy precoz de su desarrollo. Sólo tendrá que pasar 3 o 4 días en el hospital y podrá llevar una vida perfectamente normal.
Pero, ¿no habrá secuelas?
De ningún tipo. Bueno, ¡tendrá que pasarse un par de semanitas sin sexo! – dijo riendo.

Yo también me reí.

Si es sólo eso – en ese momento aquel tipo era mi mejor amigo. Si fuese gay, lo hubiera besado.

Hablamos un rato sobre los detalles de la operación. Me ingresarían el martes siguiente, para hacerme unos análisis y otras pruebas. La intervención sería el miércoles por la tarde, recibiendo el alta con toda probabilidad el viernes o el sábado.
Me marché a casa mucho más tranquilo. Iba por la calle, feliz, sonriente, todo me parecía de color de rosa. Nada más llegar, llamé a mi novia, Pili y le conté las buenas noticias. Me hubiese encantado que viniera a mi piso para celebrarlo, pero por desgracia se encontraba fuera de la ciudad. Era azafata y en ese momento estaba en Argentina y no volvería hasta la semana siguiente.
La semana pasó rápidamente, teniendo que soportar las continuas bromas de mis amigos y compañeros de oficina, que si me iban a dejar eunuco, que la fimosis se opera de pequeño y otras lindezas similares. A medida que transcurrían los días, yo me iba poniendo cada vez más nervioso, pues por mucho que el médico dijera que era un procedimiento sencillo, no dejaba de ser una operación en mis pelotas y yo les tenía (y les tengo) mucho cariño.
Por fin llegó el martes. La hora de ingreso eran las once de la mañana, así que me levanté temprano y preparé una pequeña maleta con ropa y objetos de aseo. Cogí un taxi y me fui a la clínica.
Tuve que rellenar un montón de papeles antes de que me condujesen a planta. Por fin, terminé con los trámites burocráticos y un celador me llevó hasta el tercer piso.

Entréguele esto a la jefa de enfermeras – dijo dándome un fajo de papeles y señalando hacia un mostrador que había más adelante.

Me dirigí hacia allí con los papeles en una mano y la maleta en la otra. El hospital era una clínica privada, por lo que en los pasillos no había enfermos arrastrándose, carritos de la limpieza, ni olor a desinfectante. Esto me alegró, pues yo detesto los hospitales. Al llegar junto al mostrador, dejé la maleta en el suelo y los papeles encima. De espaldas a mí había una mujer con el típico traje de enfermera, totalmente blanco, zapatos planos y cofia. Era muy alta, por lo que la falda le llegaba bastante por encima de la rodilla, lo que permitía observar parte de sus lustrosos muslos enfundados en unas sugerentes medias blancas. En ese instante se agachó para abrir un cajón de un archivador, con lo que alcancé a ver una porción todavía mayor de aquellas magníficas piernas. En esa postura su magnífico espléndido trasero apuntaba directamente a mí, por lo que censurables pensamientos comenzaron a asaltar mi cerebro.
Por fin, la razón se impuso y dije con voz calmada:

Disculpe, señorita, ¿es usted la jefa de enfermeras?

La chica se enderezó y se dio la vuelta, mirándome mientras esbozaba una ligera sonrisa.

Sí, soy yo, ¿qué desea?

Ante mí estaba un bello ejemplar de mujer. Su rostro era muy atractivo, boca grande, de labios carnosos, sensuales, nariz aguileña, bien definida y unos ojos verdes que me miraron divertidos, como si supieran que yo poco antes estaba espiando a su dueña.
Como yo me había quedado mudo, ella volvió a insistir:

¿Desea usted algo?

Por fin, reaccioné.

¡Oh, sí, sí! Disculpe. Traigo estos papeles, me tienen que ingresar en esta planta.

Ella tomó los impresos y se puso a leerlos. Mientras, yo le echaba disimuladas miradas. Llevaba todos los botones del uniforme abrochados menos el último, lo que me permitió contemplar su cuello, de piel morena y atractiva. Sus senos eran de buen tamaño, apretaban con firmeza la delantera de su vestido, que se veía bastante tensa. Sobre su seno izquierdo había prendida una plaquita. “Lucía Sánchez” decía. Yo estaba absolutamente hipnotizado.

…Señor Rovira – dijo ella, creo que llevaba un rato hablándome ya.
¿Cómo dice? – dije despertando.
Que me acompañe por favor.

Levanté la mirada hasta su rostro y me di cuenta de que ella había notado perfectamente adonde miraba yo. Me invadió un repentino sentimiento de vergüenza, seguro de que estaba a punto de llamarme la atención, pero, para mi sorpresa, se limitó a esbozar una sonrisa pícara. Salió de detrás del mostrador y echó a andar por el pasillo.

Sígame – dijo.
 

Yo recogí mi maleta y eché a andar tras ella. Me mantenía un par de metros por detrás, para poder contemplar cómo su precioso trasero iba bamboleándose en el interior de su uniforme. Parecía tener un motorcito allí dentro, así de bien lo movía.

Por fin se detuvo frente a una habitación. Abrió la puerta y se apartó, para que yo entrara. Era la típica habitación de hospital, paredes blancas, una cama articulada, mesita de noche, armario empotrado y un sillón para las visitas. También había una mesa colocada a los pies de la cama, supongo que para la tele. Junto a la entrada había otra puerta, la del baño y al fondo, una ventana daba a la calle El cuarto era bastante grande, con seguridad cabría otra cama más.
Entré y dejé mi maleta sobre la cama. Ella entró detrás mía.

Si necesita algo, pulse el timbre que hay en la cabecera de la cama y yo o una de mis compañeras vendremos enseguida. ¿Ha traído pijama? – comenzó a decirme.
Por supuesto.
Bien, póngaselo. Dentro de un rato habrá que sacarle sangre. ¿Desea que le traigamos una televisión?
No, gracias, he traído para leer. No soy muy aficionado a la tele.
De acuerdo. Si no necesita nada…
No, gracias, señorita Lucía.

Ella me miró interrogante.

Oh, disculpe. Lo he leído en su placa.

Ella miró hacia abajo, a su pecho. Levantó la mirada y la clavó en mí.

Ya comprendo – dijo con expresión seria.

Yo estaba muy avergonzado.

Yo… Disculpe…
¿Cómo dice?
No nada, nada – dije yo, rojo como un tomate.
Bien, pues hasta luego.

Se marchó cerrando la puerta, dejándome bastante avergonzado.

¿En qué estaría yo pensando? – exclamé.

Ya no podía cambiar nada, así que comencé a deshacer la maleta. No me parecía buena idea ir por ahí cabreando a gente en cuyas manos iba a poner mis pelotas dentro de poco. Tras ordenarlo todo, empecé a desnudarme, para ponerme el pijama. Mientras me quitaba la ropa, me acordaba de Lucía. Estaba buenísima y encima, vestida de enfermera ¡Uuuummmm! ¡Qué morbazo!
Cuando terminé de ponerme el pijama tenía una erección de campeonato. Estaba allí, de pié como un imbécil, contemplando el enorme bulto de mi pijama, cuando alguien llamó a la puerta.
Como un rayo abrí la cama y me metí dentro, arropándome hasta el cuello.

¡Adelante! – dije.

Era Lucía. Entró empujando un carrito con instrumental.

Vengo para el análisis – me dijo.
De acuerdo – contesté yo incorporándome.

Empujó el carrito hasta situarlo junto a la cama. Rebuscó un poco y se acercó a mí con una goma en la mano.

Súbase la manga – me dijo.

Yo obedecí con presteza, quería portarme bien para que se olvidara de lo de antes.

Estire el brazo – continuó.

En ese momento yo estaba pensando que no hay nada en el mundo para bajar una erección como la amenaza de una jeringuilla, pero entonces ella se inclinó un poco para atar la goma en mi antebrazo. Al hacerlo, noté que el segundo botón de su uniforme se había desabrochado, así que olvidé en un segundo todos los propósitos de portarme bien, y mi miembro recuperó de golpe todo su esplendor. Dirigí una mirada disimulada a su escote. Cuando se inclinaba, alcanzaba a ver el borde de un delicado sostén de encaje. Ella, tras atar la goma, golpeó con dos dedos en mi brazo, para que se marcaran las venas, pero yo apenas lo noté.
Disimuladamente, fui estirando el cuello, para obtener una visión más amplia. Su seno iba revelándose poco a poco a mi mirada. Su sujetador era blanco, bordado, lencería fina sin duda. Estaba preguntándome si llevaría las braguitas a juego, cuando oí su voz que decía:

Ya está. Doble el brazo – dijo apoyando un poco de algodón sobre el pinchazo.

Se incorporó y dejó la jeringuilla sobre el carrito. Con un hábil gesto, soltó la gomilla de mi antebrazo, mientras yo la miraba anonadado.

¿Ya lo ha hecho? Es usted fantástica – le dije.
Gracias, una tiene sus trucos para hacerlo rápidamente y sin dolor – dijo dirigiéndome una mirada enigmática.

las implicaciones de lo que acababa de decir hicieron que me quedara momentáneamente cortado. ¿Qué quería decir? ¿Que era muy buena sacando sangre? ¿Que se había abierto el botón ella misma?

Bueno, me marcho – me dijo – Le traerán la comida dentro de media hora más o menos.
De acuerdo, gracias. Ya la llamaré si la necesito.
Lo siento – respondió – Yo no podré atenderle, me marcho ya. Mi turno acaba a la una y media.
¡Ah! Ya veo. Pues entonces supongo que la veré mañana.
Sí, mañana por la mañana vendré para afeitarle.
Bueno, pues hasta luego – dije yo.
Adiós – dijo dirigiéndose a la puerta con el carrito.

 

Entonces, lo que había dicho por fin penetró en mi mente y una espeluznante sospecha se apoderó de mí.

Perdone – le dije – ¿Ha dicho usted afeitarme?

Ella se detuvo y se volvió hacia mí.

Afeitarle, claro.
Pero, ¿afeitarme cómo?
Afeitarle el pubis, por supuesto – dijo ella impertérrita.
¿Qué?

Ella me miró como una maestra mira al niño más torpe de la clase.

Señor Rovira, va usted a ser sometido a una intervención quirúrgica en la zona genital. Como comprenderá, es absolutamente necesario rasurarle y desinfectarle esa parte.
Sí, claro, ya comprendo. Es sólo que no lo había pensado.
De acuerdo, pues hasta mañana.
Hasta mañana.

Ella cerró la puerta tras salir, y yo me quedé allí, alucinando. ¡Esa pedazo de tía iba a afeitarme los huevos! ¡Dios mío! ¡Qué podía hacer! Ya la había cagado bastante con ella ese día, ¿qué pasaría al siguiente, cuando ella empezara a manipular por ahí abajo y mi polla se empalmara?
Traté de tranquilizarme, pero la perspectiva del increíble ridículo que iba a hacer me lo impedía.

Vamos, tío – me decía – Es una profesional, seguro que si te pasa no le importa en absoluto. Además, ya piensa que eres un pervertido, ¿qué mas da que piense que eres un degenerado?

Estuve un buen rato sumergido en este tipo de pensamientos, cuando de repente, llamaron a la puerta. Tras dar mi permiso, entró en la habitación otra enfermera, una bastante mayor, de 50 años al menos.

¡Ojalá me afeitara ésta! – pensé.
Buenas tardes – me dijo – Le traigo el almuerzo.
Muchas gracias.

La enfermera acercó la bandeja hasta la cama. Estaba colocándomela bien cuando sonaron unos golpecitos en la puerta. Alcé la vista y allí estaba Pili, mi novia, todavía llevando su uniforme de azafata.

¡Pili! – exclamé – ¿Ya estás de vuelta?
Sí querido – respondió ella sonriente – Adelantaron mi vuelo y me he venido directamente a verte. Ni siquiera he pasado por casa.
Luego vendré a por la bandeja – dijo interrumpiéndonos la enfermera.
Sí, sí, muchas gracias.

Mientras la vieja salía, Pili se acercó a mí y me plantó un fuerte beso en los morros.

¿Y qué cómo estás? – dijo dejándose caer en el sillón.
Pues qué quieres, un poco nervioso, pero bien.
Vaya, creí que estarías cagado del susto, con lo aprensivo que eres – dijo riendo.
Ja, ja. Muy graciosa.

Nos quedamos callados, mirándonos. Yo le dirigí una apreciativa mirada. Estaba la mar de sexy con su uniforme azul y las medias negras, llevando su rubio cabello recogido; más de una vez habíamos echado un polvete llevándolo ella puesto, por puro morbo.

¿Qué miras? – me dijo.
Estás buenísima con ese traje – le dije.
Sí, lo sé – respondió sonriente.

Seguimos conversando durante un rato, sobre la operación, su viaje, la situación en Argentina. Mientras, yo iba comiendo un poco de la sosa comida que me habían traído. Ella se puso cómoda, se echó hacia atrás y cruzó las piernas. Como el sillón era muy bajo, su trasero quedaba hundido, muy por debajo de sus rodillas, por lo que su minifalda se subió, revelando una buena porción de muslo. Alcanzaba incluso a ver el final de sus medias y el broche del liguero. Me estaba poniendo como una moto.

Pili – le dije.
Dime.

Una ominosa idea iba tomando forma en mi mente.

Verás, quería pedirte un favor.

En ese momento llamaron a la puerta y la enfermera asomó la cara.

¿Ha terminado? – preguntó.
Sí, sí, pase.

Entró y recogió la bandeja. Pocos segundos después volvía a salir cerrando la puerta tras ella.

Ahora estaremos un rato tranquilos – pensé.
Ven siéntate aquí – le dije a mi novia palmeando en el colchón.

Ella no dudó ni un segundo. Se levantó y se sentó a mi lado. Yo, poniéndole una mano en el cuello, la besé tiernamente. Mientras lo hacía, llevé mi otra mano hasta su cacha y empecé a acariciarla.

¡Ay, estáte quieto jolín!
Nena, por favor – dije gimoteante.
¿Se puede saber qué te pasa?

Yo la miré seriamente y se lo solté de sopetón:

Hazme una paja.
¡¿QUÉ?!
Que me hagas una paja – repetí como si ella no me hubiera entendido.
¡Estás loco!
Loco de calentura.

Pili se levantó bruscamente de la cama y fue a sentarse nuevamente en el sillón, cruzándose de brazos, enfadada.

En eso estaba yo pensando, en pegarme 10 horas de vuelo para venir a cascársela a mi novio en un hospital.
Espera, déjame que te explique.
Explicarme qué. ¿Que eres un salido?
No, no es eso – contesté con tono serio.
No me interesa lo que vayas a decirme, no pienso hacerlo, podrían pillarnos.

Me quedé callado unos segundos.

Verás Pili, llevamos más de una semana separados ¿verd
 

ad?

Sí, pero me da igual si vas caliente por eso.
Exacto, hace bastante tiempo que mis necesidades no se ven satisfechas.
¿Qué quieres decir? ¿Qué tengo que “satisfacer tus necesidades” cuando a ti se te antoja?
No, mujer, no – continué – déjame explicarme.

Ella no dijo nada, se limitó a echarme una mirada de enojo.

Mira, lo cierto es que no he tenido sexo en una semana, por lo que me excito con facilidad.
Ya lo veo – dijo Pili, cortante.
Pues sucede que mañana por la mañana, una enfermera vendrá a afeitarme el pubis.
¿Cómo? – exclamó ella incorporándose, noté que había un brillo divertido en su mirada.
Lo que has oído, mañana vendrá la enfermera a rasurarme y yo estoy muy nervioso. ¿Te imaginas la vergüenza que voy a pasar cuando comience a trastear por ahí abajo y yo me empalme? Por favor Pili – dije juntando mis manos como si rezara – No puedes dejarme así.

Abrí las sábanas, dejando al descubierto mi pijama. En él se apreciaba un notable bulto a la altura de la ingle, pues yo, con la sesión de manoseo y la conversación, había vuelto a excitarme. Pili echó una mirada apreciativa a mi entrepierna.

¡Pobrecito! – dijo con tono pesaroso, aunque se notaba que estaba a punto de partirse de risa.
Sí, tú ríete, pero yo estoy muy preocupado.
¡Lo que no entiendo es cómo se te va a empalmar con semejante adefesio!
¿Adefesio? – dije yo perplejo.

¡Claro! Ella no había visto a Lucía, sino sólo a la vieja.

Pues mucho peor – mentí – Imagínate qué vergüenza empalmarse con esa vieja, pero en el estado en que estoy, bastará con que me rocen ahí abajo.
¡Ja, ja, ja!
Pili, por favor no te rías, que yo estoy muy serio.
Perdona – dijo todavía riéndose.
Además, no van a pillarnos. La vieja ya se ha llevado la bandeja y no hay razón para que vuelva si yo no la llamo.

Ella seguía mirándome divertida, aunque yo notaba que ya la tenía en el bote.

Y otra cosa – dije con tono sensual.
¿Qué?
A lo mejor mi picha le gusta a esa vieja y decide hacerme un “trabajito” ella misma. No sé si tendría fuerzas para resistirme…
Eso es verdad – dijo ella levantándose insinuante – ¡Tu polla es taaan bonita!
¿A que sí? – seguí bromeando.
A ver, nene, enséñame la colita para ver si es cierto que no puede más.

Yo, muy animado, sujeté las sábanas con una mano mientras con la otra me bajaba los pantalones, dejando mi miembro al aire.

¡Aaaay! ¡Pobrecita! – dijo con tono de niña pequeña.
Venga, Pili, no tontees más – dije lastimosamente.
Bueeeno – dijo ella sentándose a mi lado.

Ella llevó su mano hasta mi falo y lo acarició delicadamente. Sentí que la electricidad recorría mi cuerpo.

¿Tienes pañuelos de papel? – dijo empezando a pajearme.
Por ahí debe de haber, pero no los necesitamos ¿verdad?

Ella me entendió perfectamente, aunque hizo como si no comprendiera diciendo:

¿Ah sí? ¿Y por qué?
Pues porque había pensado que podrías acabar con la boca.
Eres un guarro ¿lo sabías?
¿Yo? – pregunté con aire inocente.
Sí tú.
¿Y quién fue la que me hizo comerle el coño en Euro Disney?

Ella me miró sonriente, sin parar de masturbarme.

Aquello fue diferente – dijo.
¿En qué?
Bueno – dijo encogiéndose de hombros – Si allí nos pillaban nos bastaba con no volver en la vida, pero aquí hay que volver mañana.
Eso es cierto – reconocí – pero ya no puedes dejarme así.
Tranquilo – me dijo guiñando un ojo.

Su paja era lenta, enloquecedora. Pili era (y es) una auténtica maestra en esos menesteres. Yo disfrutaba como un enano. Llevé mi mano hasta su muslo y comencé a acariciarlo lentamente. Poco a poco la introduje bajo su falda, deslizándola por la cara interna de sus piernas, sintiendo el tacto sedoso de sus medias. Por fin llegué hasta sus braguitas, las eché un poco hacia un lado y metí los dedos dentro. Estaba empapada.

¡Aahhhh! – suspiró.
¡Joder Pili! ¡Cómo te pones!
¿Uumm?
¡Estás chorreando! ¡Se nota que te gusta el morbo!
Eso ya lo sabías ¿no?
La verdad es que sí.

Seguimos disfrutando durante un rato, masturbándonos mutuamente. Pili me pajeaba espléndidamente, pero, lo cierto es que yo también soy bueno con las manos y su coño me lo conozco al dedillo. En pocos minutos, hice que se corriera.
Pili es una auténtica diosa del sexo, sus orgasmos son fuertes e intensos, lo que da al macho una sensación de poder, de ser buen amante. Al correrse, apretó con fuerza los muslos y se derrumbó sobre mi pecho, dejando durante unos instantes de pajearme mientras jadeaba. Mi polla protestó por esta interrupción.

Pili, cariño.
¿Ummm?
Mi polla, mírala la pobre.


Ella sonrió y estiró el cuerpo. Parecía una gatita satisfecha.

Eres un muchacho muuuy maaalo.
Sí, sí, pero por favor.
 

Ella miró mi miembro latiente. Esbozó una sonrisa de zorra que yo conocía muy bien y acercó su cara a mi entrepierna.

Tranquilo – me dijo – te voy a dejar tan seco que mañana no se te levantará ni con una grúa.
Así lo espero – pensé.

Ella me la agarró por la base. Yo cerré los ojos para disfrutar y sentí como su lengua me la recorría desde los huevos hasta la punta. Iba a ser increíble.

¡Toc, toc! – llamaron a la puerta, y sin esperar mi contestación, comenzó a abrirse.

Pili pareció desaparecer de mi lado y volver a materializarse sentada en el sillón, así de rápido se movió. Tenía las mejillas arreboladas mientras se arreglaba un poco la ropa. Yo simplemente volví a arroparme, con la polla doliéndome horrores y cagándome mentalmente en todos los muertos de quien quiera que fuese.

¡Hola, cariño! ¿Cómo estás?

¡Oh, Dios mío! ¡Mis padres estaban allí!

Hola mamá – dije casi lloroso.
¿Te encuentras bien? Tienes mala cara.

Si ellos supieran…

No, estoy bien. Sólo un poco nervioso.

Entonces Pili se levantó a saludarles.

Buenas tardes Encarna – dijo acercándose a mi madre.
¡Pili! ¡Cariño! No te había visto – dijo mi madre besándola en ambas mejillas.
Sí es que el sillón está ahí, escondido. Hola Cristóbal – también saludó a mi padre con un par de besos.
Hola Pili – dijo él.
Encarna, siéntese usted en el sillón – dijo Pili.
No, no cariño. Siéntate tú, debes estar reventada del viaje. ¡Si todavía llevas el uniforme!
Sí, es que acabo de llegar.

Mi madre no admitía un no por respuesta, y Pili lo sabía, así que se dejó caer de nuevo en el sillón, cruzando las piernas.
Mis padres estuvieron allí dándome el coñazo durante más de una hora. Yo sólo podía pensar en que se fueran, pues la polla seguía doliéndome. No hay nada peor que quedarse a medias. Era por eso que yo parecía distraído, por lo que encima tenía que soportar las bromitas de mis padres sobre lo asustón que yo era.
Pili intervino poco en la conversación. Se notaba que estaba cansada y de vez en cuando no podía evitar bostezar con fuerza. También advertí las disimuladas miradas que mi padre dirigía a las piernas de mi novia, supongo que en cuestión de mujeres en uniforme, he salido a él.
Por fin, mis padres decidieron marcharse. Yo me animé un poco, pero entonces mi madre se encargó de hundirme la moral.

Cristóbal vámonos ya – dijo – Y tú te vienes con nosotros.
¿Yo? – dijo Pili.
¡Por Dios no! – grité mentalmente.
Sí tú – insistió mi madre – estás a punto de quedarte dormida.

Pili me miró mientras yo ponía cara suplicante.

No se preocupe Encarna, todavía me quedo un rato.
De eso nada niña. Que te he visto bostezando. Tú te vienes con nosotros y te dejamos en casa. Éste se puede quedar un rato solo, pero tú te vas a quedar ahí frita. Necesitas descansar.

Mi madre me había derrotado. Pili me miró con expresión interrogante. Yo me encogí de hombros. Pili se acercó a la cama y me dio un casto beso.

Lo siento – susurró.
¡Pues anda que yo! – pensé.
Bueno, mañana por la mañana vendré a verte.
Me operan a las cinco, así que ven por la tarde.
¿Seguro?
Tranquila, estaré bien.
Pues hasta mañana – me dijo.
Adiós, cariño – dijo mi madre.
Sí, sí, adiós.

Se marcharon todos. ¡Vaya putada! Tenía una erección de campeonato y me habían dejado a medias en una situación de las más eróticas de mi vida. Qué se le iba a hacer. Me levanté y fui al baño, donde me hice una paja rápida, para aliviarme un poco. Me pasé el resto de la tarde leyendo, tratando de no pensar en lo que había pasado. Por la noche la enfermera me trajo la cena y se quedó un rato charlando conmigo. Era bastante simpática y me sentí un poco culpable por haberla llamada adefesio.
Por la noche y como no podía dormir, me hice un par de pajas más en el baño, para vaciar bien los depósitos y evitarme disgustos al día siguiente. O eso creía yo.
Descargado, por fin logré dormir y no me desperté hasta la mañana siguiente, cuando Lucía me trajo el desayuno.

Buenos días – me dijo.
Buenos días – dije sentándome en la cama.
¿Ha dormido usted bien?
Al principio me costó un poco, pero después dormí como un lirón.
Eso es por los nervios, no se preocupe.

Colocó la bandeja frente a mí y pude observar que los botones de su uniforme estaban correctamente abrochados.

Vendré dentro de un rato a por la bandeja – dijo.

Mientras salía, seguí el cadencioso ritmo de su trasero con la mirada. Desayuné poco, estaba nervioso, pues aunque me había desfogado a conciencia, la tía estaba muy buena y yo no las tenía todas conmigo. Como a la media hora, Lucía regresó.

¿Ha terminado? – dijo asomando la cabeza en el cuarto.
Sí, gracias.

Diligentemente, recogió la bandeja y la sacó al pasillo, supongo que la dejó en un carrito. Volvió a entrar y se acercó a la cama.

Señor Rovira.
Dígame – dije yo bastante nervioso.
Verá, quería pedirle un favor.
¿Sí?
Quería decirle si le importaría que le afeitase otra enfermera.

Lo cierto es que me sentí un poco decepcionado, pero la sensación de alivio fue tan grande que no me importó. ¡Tanto comerme la cabeza para nada!

Bueno, no, no me importa. Pero no comprendo por qué tiene que pedirme permiso, ustedes deciden quien lo hace.
No, verá usted. Sucede que se trata de una estudiante en prácticas y por eso hay que solicitar su autorización.
¿Una estudiante?
De último curso.

Me puse un poco nervioso.

No sé – dije – ¿no es un poco arriesgado?
No se preocupe – dijo sonriendo – No puede pasar nada, la cuchilla es especial. Es sólo para que practique, pero si no quiere…

Me lo pensé un segundo, y decidí aceptar porque si no lo hacía y después me empalmaba, ella pensaría que lo había hecho adrede.

De acuerdo, por mí no hay inconveniente.

Muchas gracias. Iré a avisarla – dijo dirigiéndose a la puerta – Mientras tanto, tome una buena ducha, para asearse.
Esto, Lucía.
¿Sí? – dijo volviéndose.
Como me pase algo la perseguiré eternamente – bromeé.
De acuerdo – rió ella marchándose.

Me quedé más tranquilo. Bueno, al final Lucía no iba a afeitarme, menos mal. Obedecí sus instrucciones y me duché, cambiándome de ropa interior y de pijama. Cuando terminé, aún tuve que esperar unos minutos hasta que Lucía reapareció empujando un carrito con una jofaina encima. Cuando vi a la mujer que entró después, me quise morir.
Era una chica de unos 20 años, 1, 60, cabello rubio, rizado, ojos azules. Su rostro parecía auténticamente el de una niña. Vestía el uniforme de enfermera, pero sobre él llevaba una especia de delantal blanco con rayas rosas, para indicar que era aprendiz. Se veía que estaba un tanto avergonzada. Estaba buenísima.

Señor Rovira – dijo Lucía – Ésta es Ana, se encargará de afeitarle.
Buenos días – dijo tímidamente.
Buenos días – respondí alelado – ¿No es un poco joven?
Tiene más de 20 años – respondió Lucía – No se preocupe, está plenamente cualificada.

Mientras hablábamos, Ana llevó el carrito junto a la cama.

¿Prefiere que me quede señor Rovira? – preguntó Lucía.
No, no, márchese, no se preocupe. Esto me da un poco de vergüenza, así que cuanta menos gente haya, mejor – acerté a decir.

Era cierto, si tenía que pasar vergüenza, al menos que fuera frente a una sola persona. Lucía se acercó a Ana y le dio unos últimos consejos.

Me voy, avísame cuando esté listo y vendré a revisarlo – dijo.
¿Revisarlo? – pregunté sorprendido.
Claro – respondió ella – Hay que asegurarse de que el afeitado sea correcto, es para supervisar su tarea.
Ah, comprendo.

Lucía salió, cerrando tras ella, dejándonos a solas a aquel bombón y a mí.

Bueno – dijo ella insegura – ¿Comenzamos ya?

Se acercó a la cama y apartó las sábanas. Intentó bajarme los pantalones, pero no podía.

Levante un poco el trasero por favor.

Yo obedecí y ella no sólo me bajó los pantalones y los calzoncillos, sino que me los quitó por completo. Noté que dirigía una mirada fugaz a mi miembro, lo que me excitó sobremanera.
– ¡Margaret Tatcher en bolas! ¡Margaret Tatcher en bolas! – no dejaba de pensar para mantener mi miembro en reposo.
Se acercó al carrito y tomó un guante de látex, colocándoselo en la mano izquierda. Después tomó un recipiente con espuma y una brocha de afeitar.

¿Sólo un guante? – pregunté.
Sí, la mano de la cuchilla es mejor tenerla libre, porque al fin y al cabo no va a tocar su…

Al decir esto enrojeció violentamente, lo que repercutió profundamente en mi grado de excitación.

¡Margaret Tatcher en bolas! ¡Margaret Tatcher en bolas! – volví a recitar mentalmente.

Respiró profundamente y comenzó a enjabonarme, el escroto, el pubis, por encima, por debajo, incluso la cara interna de los muslos.

Oiga, Ana, ¿los muslos también?
Sí, y también la parte inferior del estómago, es importante que no haya vello en toda la zona – respondió mientras enjabonaba también mi barriga.

El tacto suave de la brocha con espuma estaba empezando a calentarme. La situación no podía tener más morbo. Involuntariamente, mi pene comenzó a despertar. No me empalmé, pero empezó a ponerse morcillón. Miré a su rostro y vi que estaba absolutamente rojo, sin duda se había dado cuenta.
Por fin dejó la brocha a un lado y trasteó en el carrito unos segundos de espaldas a mí. Gracias a eso, logré tranquilizarme un poco, mientras repetía mi exorcismo. Se dio la vuelta, llevando una cuchilla en la mano y acercó más el carrito a la cama.
Comenzó a afeitarme el estómago, una parte bastante inocente, así q

ue logré controlarme. Ella iba enjuagando la cuchilla de vez en cuando en la jofaina, limpiándola de espuma. Después siguió por los muslos y yo pensé que estaba dejando lo bueno para el final, pensamiento que no contribuyó a relajarme precisamente.

Cuando empezó a afeitarme el pubis, mi cuerpo se tensó tanto que hasta ella lo notó.

Relájese – me dijo – No voy a cortarle.
No, si no es eso lo que me preocupa – respondí sin pensar.

Sus mejillas, que parecían haberse tranquilizado un tanto, volvieron a ponerse del color más rojo que he visto en mi vida.

Yo ya no podía más, mi polla volvía a estar morcillona mientras yo trataba de resistirme. La situación era tan erótica que se volvía insoportable por momentos, además yo notaba un extraño calor o picorcillo en las zonas ya rasuradas.

Entonces llegó el apocalipsis, tenía que afeitarme por debajo y mi miembro le estorbaba. Noté cómo sus dedos asían tímidamente mi verga y la mantenía separada de mi ingle mientras iba afeitando por debajo. No me importó que llevara guantes, no me importó el ridículo, ya me daba todo igual, así que me abandoné.
Mi miembro fue adquiriendo sus máximas proporciones en su mano. Ana trataba de adoptar una aptitud profesional, pero yo notaba que estaba pasando mucha vergüenza, lo que incrementaba mi calentura. Su mano enguantada agarraba mi picha ya completamente dura, con la cabeza escarlata asomando, con todas las venas bien marcadas. Daban igual todas las pajas que me hubiera hecho la noche anterior, aquella niña era capaz de levantársela a un muerto.
Seguimos así un buen rato, mientras afeitaba los últimos recovecos de mi escroto. En ocasiones me la soltaba para apartar los huevos y afeitarme bien por allí. Cuando lo hacía, mi pene se sostenía solo sin problemas, pero enseguida ella volvía a asirlo y yo empecé a preguntarme por qué.
Por fin, terminó el afeitado. Sin decir nada, soltó la cuchilla en el carrito y tomó una toalla. Me limpió bien toda la zona con ella, eliminando los últimos restos de espuma. Después revisó bien la zona, en busca de algún pelo suelto. Al hacerlo, tomaba mi pene con dos dedos, apartándolo para ver detrás. Acercaba su cara en ocasiones para ver mejor, yo casi sentía su respiración sobre mi miembro. Me quería morir.
Satisfecha, tomó un bote del carrito y se echó un líquido en la mano enguantada y comenzó a extenderlo por toda la zona rasurada. Supuse que era leche hidratante o algo así, para evitar el escozor, pero lo cierto es que no me importaba lo que fuera. Entonces ella hizo algo muy extraño, extendió el líquido también sobre mi polla, recorriéndola con su mano de arriba abajo.

¿Qué coño hace? – pensé excitadísimo – Si ahí no me ha afeitado.

Ella interrumpió mis pensamientos.

Bueno ya está.

Miré hacia abajo y eché un vistazo. Me sorprendió mucho ver cómo quedaba mi polla sin un solo pelo. Me gustó. Alcé la vista y vi que ella apartaba avergonzada los ojos de mi miembro y comenzaba a recoger las cosas. Se quitó el guante y organizó de nuevo todo lo del carrito. Terminó de hacerlo y se quedó allí, plantada.

¿Llamo a la enfermera? – pregunté
No, no todavía – respondió un poco alarmada.
¿Cómo?

Ella se puso coloradísima y dijo:

Será mejor esperar un poco.

Yo me quedé un tanto perplejo. Ella se apoyó en la pared, con las manos en la espalda mirando al techo distraída.

Pero ¿qué coño le pasa? – pensé.

Pero entonces, la luz se hizo en mi mente y comprendí por qué no se marchaba.

Vamos a por ella – pensé.

La miré fijamente, mientras ella seguía fingiendo estar despistada.

Ana – le dije.
¿Sí?
¿Se puede saber a qué esperamos?
Bueno… – dijo azorada.
Porque si estamos esperando a que esto se baje solo, nos van a dar las uvas.

Su rostro volvió a enrojecer, había dado de lleno.

¿Qué te pasa? ¿Te da vergüenza que Lucía vea en qué estado me has puesto?

La mirada que me dirigió me demostró que había acertado.

No, no es eso… – mintió.
¿Ah, no? Pues tú dirás, porque si es eso te aseguro que vamos a estar aquí muuucho raaato.

Ella me miró, se la veía un tanto asustada.

Perdone – dijo.
¿Sí?
¿Podría taparse?
¿Por qué? ¿No tiene que venir tu jefa a revisar tu trabajo?

Mientras decía esto, agité el culo levemente, de forma que mi polla pegó un bote.

No haga eso – me dijo.
¿El qué? ¿Esto? – dije repitiendo el movimiento.
Sí, eso – dijo ella muy seria.
¿Por qué? ¿Te molesta?
Sí.
Pues a mí me molesta que me hayas dejado así – dije cogiéndome la polla de la base y apuntando al techo.

 

Ella apartó la vista, avergonzada.

Vamos, vamos, mi niña. Una chica tan sexy como tú habrá visto un montón de estas.
………
Mira, Ana, tu jefa podría aparecer en cualquier momento e imagínate la vergüenza que vamos a pasar los dos.
Ha dicho que la llamáramos.
¡Buena idea! – exclamé – La llamaré ahora mismo.

Cogí el timbre de la cabecera de la cama, pero ella se abalanzó sobre mí quitándomelo.

¡No! – casi gritó.
¿Por qué no? A mí me operan dentro de un rato y no podemos estar así todo el día. Si tú no vas a hacer nada para aliviarme, será mejor que llamemos a tu jefa y que venga a revisar tu obra.
Por favor, no lo haga.
¿Por qué no?

Ella se puso muy seria y me dijo:

Ya tuve problemas con un paciente. Era mi novio y nos pillaron besándonos, por lo que me echaron una buena bronca.
Comprendo y esto puede ser un problema ¿verdad?
Sí – respondió bajando la mirada.

Estaba en mis manos. Con un poco de persuasión podía incluso follármela, pero aquello sería traicionar demasiado a Pili, así que decidí conformarme con algo menos.

¿Sabes? Podría llamar a tu jefa y decirle que me has estado manoseando mientras me afeitabas.

Su cara adquirió una tremenda expresión de horror.

¡No se atreverá! – exclamó.
Claro, que no mi niña – dije tranquilizándola – pero eso no cambia nada. Mi polla no va a bajarse solita y antes o después Lucía aparecerá si no la llamamos. Venga, bonita, a ti no te cuesta nada…

Ella aún dudó unos segundos.

Te juro que te recomendaré vivamente a tu jefa…

Por fin cedió.

¿Qué quiere que haga? – preguntó vencida.
Que me cantes algo, no te jode – pensé.
Ven aquí – le dije.

Ella se acercó hasta quedar a mi derecha. Yo tomé su mano por la muñeca y la conduje sobre mi miembro, apretando sus dedos sobre él. Retiré mi mano y la suya permaneció allí, empuñándolo.

Vamos, preciosa, empieza.

Con la mirada un poco perdida, comenzó a masturbarme. No lo hacía muy bien, su mano se movía muy rápido.

Así no – le dije – Hazlo bien. Estoy seguro de que sabes hacerlo mucho mejor.

Reanudó la paja, esta vez más lentamente, con mucho más arte. Sin lugar a dudas, aquella mujer con cara de niña había hecho más de una. Su mano se deslizaba hábilmente sobre mi polla, apretando convenientemente en los puntos adecuados. Mi miembro estaba aún lleno de leche hidratante, por lo que su mano se deslizaba estupendamente. De vez en cuando, me la soltaba, limitándose a pasar la palma de su mano por toda la longitud, desde los huevos hasta la punta, como extendiendo bien la leche esa.
Otras veces, sus dedos formaban una capucha que rodeaba mi glande, masturbándolo durante unos segundos. Entonces su mano se deslizaba hacia abajo y volvía a empuñar mi garrote, pajeándolo. Estaba disfrutando como un loco, pero las tres pajas del día anterior acudieron en mi ayuda, permitiéndome resistir y alargar mi estancia en aquel paraíso.
Era realmente fantástica, creo que incluso algo mejor que Pili. Miré a su rostro y noté un inequívoco brillo de excitación en la mirada. Me decidí a dar un paso más.
Disimuladamente, llevé mi mano derecha hasta el borde de su falda y la metí por debajo, plantándola directamente en su culo. Pude notar perfectamente que llevaba tanga.

¡Eh! – protestó ella – En eso no habíamos quedado.
Vamos Ana – le dije – Así me excitaré más y acabaremos antes.

El argumento era débil, pero pareció convencerla, así que volvió a concentrase en su tarea, dejándome hacer. Yo comencé a magrear su culo con energía, amasándolo. Tenía un trasero magnífico, duro y apretadito. Con mis dedos aparté el tanga y los introduje en la raja de su culo, buscando su ano. Lo encontré e intenté meter un dedo dentro. Ella me miró muy seria.

No, eso no – me dijo.
Como quieras – concedí y seguí acariciando su trasero.

La paja era magnífica, esa tía era una experta. No me extrañaba que la tuvieran por una zorra en el hospital, es que lo era.

Ana – le dije.
¿Sí? – respondió sin interrumpir su trabajo.
Sería mejor que cogieras una toalla, si no lo pondré todo perdido.
No te preocupes – contestó.

Entonces se abalanzó vorazmente sobre mi polla y se la metió de un viaje en la boca. Yo no me lo esperaba, pero desde luego no me resistí. Si la tía era buena con la mano, con la boca era una auténtica artista. ¡Cómo la chupaba! Su cabeza subía y bajaba por mi falo, llegando siempre hasta el fondo, donde se detenía para estimularme apretando con la garganta. Era increíble.
Su culo quedaba totalmente en pompa y yo quería devolverle un poco el favor, pero mi mano no llegaba bien desde atrás, así que agarré bien su trasero y lo acerqué más hacia mí. Ella comprendió lo que yo quería y no sólo no se resistió, sino que separó un poco sus muslos, dejándome mejor acceso.
Conduje mi mano por detrás, entre sus piernas y aparté su tanga. Me apropié con fuerza de su coño, que a esas alturas estaba chorreando. Hundí mis dedos en su interior y comencé a masturbarla.

¡Ughghg! – farfulló ella con la boca llena con mi polla.

Seguimos así un momento, pero la postura era incómoda para mí, porque tenía que inclinarme mucho hacia un lado, pues ella no era muy alta. Entonces le dije:

Súbete aquí.

Ella me entendió perfectamente. Se sacó mi polla de la boca, un fino hilo de saliva iba desde la punta hasta sus labios. ¡Menuda visión! Siguió pajeándome lentamente mientras se subía a horcajadas sobre la cama, su culo frente a mi cara. Inmediatamente, volvió a meterse la polla hasta el fondo en la boca, reanudando aquella increíble mamada.
Yo subí su uniforme hasta su cintura, aparté su tanga a un lado y comencé a frotar su raja con mi mano, lo que le arrancó profundos gemidos. La agarré por las caderas, atrayéndola hacia mí. Por fin, su coño quedó sobre mi cara, chorreante, hermoso. Separé sus labios con los dedos y hundí mi lengua en su interior.
Un tremendo espasmo recorrió su cuerpo y se transmitió a mi polla. A aquella zorra le encantaba que se lo chuparan, así que me dediqué a complacerla. Recorrí su vulva con la lengua, de arriba abajo. Chupaba y tragaba todo lo que de allí salía. Busqué su clítoris, y lo encontré, gordo y jugoso y lo introduje entre mis labios, chupándolo como haría un bebé con el pezón de su madre. Metí un par de dedos en su interior, masturbándola mientras estimulaba su clítoris.
Ella gemía como loca, creo que incluso hablaba, pero no se le entendía nada con la boca llena. A pesar del placer que estaba sintiendo, en ningún momento interrumpió la mamada, era toda una profesional. El mejor 69 de mi vida.
Por fin, se corrió con violencia. Yo notaba que ella gritaba, pero con mi falo hundido hasta el fondo sólo se escuchaban gorgoteos incoherentes. Yo noté que también me iba, pensé en avisarla, pero recordé que ella me la chupaba para no manchar las sábanas.

Que sea lo que Dios quiera – pensé.

Y me corrí. Mi polla disparó sus lechazos directamente en lo más hondo de su garganta. Yo pensé que se ahogaría y se pondría a toser, pero no fue así. Mantuvo mi verga bien hundida, tragándoselo todo. Fue alucinante.
Nos quedamos así unos segundos, reposando. Ella con mi polla menguante en la boca y yo con la nariz en su chocho. Por fin, pareció despertar y descabalgó mi cara. Se puso en pié y comenzó a arreglarse la ropa. Yo la contemplaba, respirando agitado.
Sin decir nada, cogió una toalla del carrito y me secó por todas partes, eliminando los restos de saliva. Después abrió la ventana, para airear el cuarto y fue al baño, a arreglarse el pelo.
Mi polla reposaba satisfecha sobre mi vientre, reducida al mínimo. Ana regresó y tocó el timbre. Entonces, sin decir nada, me besó. Tras hacerlo, se apartó de mí y se quedó junto al carrito.
Poco después se abrió la puerta y entró Lucía.

¿Has terminado? – preguntó.
Sí, ya está listo.

Lucía se acercó a mí y me echó un buen vistazo a la entrepierna. La revisó por todas partes y pareció quedar satisfecha con el resultado. De no haber estado tan cansado, sin duda aquello me habría excitado.

Buen trabajo – le dijo a Ana – no has dejado ni rastro de vello.
Gracias – respondió Ana.

Yo aproveché para volver a ponerme los pantalones, era mejor no tentar a la suerte.

Lleva eso al cuartillo – dijo señalando al carrito.
De acuerdo. Hasta luego – me dijo.
Hasta luego.

Yo me quedé contemplando cómo salía.

¿Ve usted como no pasaba nada? – dijo Lucía.
Sí, sí tenía usted razón – le respondí, fijando mi mirada en ella.

Entonces vi que sus ojos estaban fijos en las sábanas. Seguí la dirección de su mirada y vi que sobre la cama había una mancha de algo que inequívocamente era esperma. ¡Dios, cómo no nos habíamos dado cuenta!
Entonces, Lucía estiró su dedo y recogió la mancha con él, llevándoselo a la boca, donde lo chupó con deleite.

De acuerdo señor Rovira – me dijo – luego pasaré a verle.

FIN
 
TALIBOS
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Relato erótico: “las hijas de mi amigos no son lo que parece 2” (PUBLICADO POR VALEROSO329

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como sabe el lector descubrí en una discoteca a las guarras hijas de mis amigos chupando poyas y poniéndose hasta el culo de porros y cubatas y las convertí en mis putas. quedábamos en mi casa cuando salían diciendo a sus padres que iban a dar una vuelta o salir con sus amigos.

allí las hacia desnudarse y ponerse lencería y follábamos a mas no poder con el tiempo se acostumbraron a mi poya y hasta les gustaba:
– cabrón como nos follas nos vuelves locas, eres un cerdo- me dijeron.
– callad zorras si a vosotras os gusta más la poya que un tonto un lápiz.
– que más quieres de nosotras nos has follado todo lo que has querido y seguimos siendo tus putas.
– dime que más tenemos que hacer para que nos dejes libre.
– de eso nada cabronas. sois mis putas meteros eso en la cabeza y hare lo que quiera con vosotras. esta tarde viene un amigo. mío os lo presentare y follaremos todos.
– eres un cabrón.
– os gustara tener dos poyas en el chocho zorras. si soy un cabrón y un hijo de puta, pero bien que disfrutáis conmigo cuando os follo y os doy por culo guarras. habéis nacido para ser mías y no os dejare nunca. Entendido. así que acostumbraos a mí.
por la tarde vino un compañero de mí misma edad.
– no jodas como has conseguido a este par de bombones.
se lo dije y se descojonaba.
– joder como te lo montas cabrón -me dijo.
él se llamaba enrique.
– haber zorras mi amigo y yo queremos que nos hagáis un striptease. así que ya sabéis ponernos cachondos a los dos.
ellas empezaron a desfilar en lencería y a mover sus culos y hacer pases provocativos y posturas nosotros ya no podíamos aguantar más.
– venir aquí y chuparnos la poya a los dos.
así que Marta empezó a mamar a mi amigo mientras yo me hacía chupar por María. ellas a lo primero se resistieron, pero después no dejaron de mamar poyas se habían vueltas adictas a los rabos así cabronas.
– como chupáis -dijo mi amigo enrique- que gusto.
– ya te dije que eran unas zorras verdad chicas. verdades chicas.
-si cabrón nos gusta las poyas.
– eso está mejor. ahora tú se la metes por el culo y yo se la doy por el chocho. ya verás cómo se vuelven locas al hacer una doble penetración.
así que cogí a María y se la metí por el culo mientras mi amigo enrique se la metía por el chocho.
ella empezó a decir:
– así así cabrones follarme soy vuestra puta.
ella estaba tan caliente que ya no se controlaba mientras su hermana se masturbaba al vernos follar a ella.
Marta decía:
– como te gusta. hermanita que zorra eres.
– si si que gusto. joderme hasta los huevos. quiero que me la metáis. me muero de gusto.
empezó a correrse como una fuente.
– ahahahahahaha hijos de puta como me folláis me corrocorororororooooo.
después cogimos a Marta mi amigo enrique y yo y se la metimos lo mismo que su hermana María.
– ahahaha así así cabrones rómpeme el chocho. la quiero todo.
ya no se cortaban las niñas así viejas verdes follarme por todos los sitios.
– joder que gusto que chorras tenéis. como me dais por culo. si las quiero las dos. ahahahahah me corroo. joder me corroo.
-nosotros también zorraaaaaaa toma leche.
enrique y yo nos corrimos dentro de ella la llenamos los dos agujeros mientras su hermana se había corrido otra vez viéndonos, masturbándose pasamos una tarde fenomenal ella ya no se resistía. eran mis zorritas y les encantaba nos tocaban la poya a los dos o nos las chupaban.
– haber chicas se tenéis amigas como vosotros quiero que las llevéis aquí para convertirla en mis putas. igual que vosotras.
-eres un cabrón no tienes bastante con nosotras. que quieres a nuestras amigas.
– no soy un cabrón como decís, pero os pone cachonda que me folle a vuestras amigas. lo sé y las pervierta como a vosotras. Asi que ya sabéis lo que tenéis que hacer.
– lo haremos.
CONTINUARA

Relato erótico: “Pillé a mi vecina recién divorciada muy caliente 2” (POR GOLFO)

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5

Sabiendo que debía tener cuidado para que mi esposa no sospechara que me había acostado con su amiga, no toqué el tema de buscarle un novio a nuestra vecina. Cualquier interés por mi parte ya fuera a favor o en contra de hacer de celestino, haría despertar sus alertas y me sería más difícil, repetir la experiencia, pero sabiendo que debía avisar a Paloma que María me había pedido ayuda para conseguirle pareja, esperé a que volviera y aprovechando que mi mujer se estaba duchando para contárselo.

Esa morena al verme entrar en el salón solo creyó que mi presencia se debía a mi interés por ella y saltando a mis brazos, me besó mientras frotaba mi sexo con el suyo intentando animarlo. Durante unos segundos mis manos recorrieron su trasero, deleitándose con su dureza al recordar la promesa que me había hecho de darme su virginidad como regalo. Mi vecina por su parte me demostró que el polvo que habíamos echado esa mañana no le había resultado suficiente y metiendo sus dedos dentro de mi pantalón empezó a pajearme mientras me preguntaba cuando la haría nuevamente mía.

―Tenemos un problema― contesté –Mi mujer te vio espiándonos mientras le hacía el amor.

― ¿Se ha enfadado? ― avergonzada preguntó.

Muerto de risa, le contesté que, al contrario, que le había dado pena descubrir su calentura y que me había pedido que le ayudara a buscarle un novio.

―Pero…― dudó antes de contestar― …si yo no quiero. ¡Soy mujer de un solo hombre!

Sus palabras y la confesión que encerraban me hicieron saber que Paloma asumía que era mía y que, teniéndome como amante, no necesitaba a nadie más.  Tratando de mantener una cordura que no tenía porque esa confesión había hecho que mi pene se pusiera erecto, le hice ver que al menos tenía que mostrarse de acuerdo cuando María se lo propusiera:

―Así no sospechará de nosotros.

Mi vecina se quedó pensando unos instantes y volviéndome a sorprender, me soltó:

― ¿Y si me busco una novia?

Un tanto desubicado le pregunté si era bisexual a lo que, sonriendo, me respondió:

―No, pero, por ti, lo sería. 

―Entonces, no entiendo.

Sin dejar de sonreír y poniendo cara de puta, me explicó:

―Tu mujer al verme espiándoos, pensó con razón que me había puesto bruta… ¿Y si le digo que fue por ella? ― hizo una pausa antes de seguir: ―Piénsalo… si cree que soy lesbiana, no desconfiará de ti y nuestro máximo riesgo es que intente seducirme.

Partiéndome de risa al imaginarme la escena, susurré en su oído mientras pellizcaba uno de sus pezones:

― ¿Y qué harías? ¿Te acostarías con ella?

Con una determinación que provocó que todos los vellos de mi cuerpo se erizaran, ese monumento de mujer contestó:

― ¡Por supuesto! Pero le exigiría que me tomará frente a ti. Recuerda que para ella fui abandonada por un marido infiel, comprenderá que no quiera repetir sus errores.

― ¿Me estás diciendo que le propondrías un trio?

―Claro, ¡tonto! –y con un extraño brillo en sus ojos, prosiguió diciendo: ―No creo que ocurra, pero no me importaría pagar el precio de comerle el coño a tu mujer por la felicidad de tener tu compañía.

Os reconozco que, en ese momento, la hubiera desnudado y me la hubiese follado contra la mesa del comedor porque me calentó de sobre manera el imaginarme una sesión de sexo entre los tres, pero haciendo acopio de cordura, me separé de ella y mientras iba a por una cerveza que me enfriara, contesté:

―Bien pensado. Creyéndote de la otra acera, se fiará de mí.

La carcajada que soltó mientras me iba retumbó en mi mente durante horas. Tuve que reconocer que más que tener una esposa y una amante, lo que realmente me apetecía era ampliar mi matrimonio y que ese bombón se integrara en él….

6

No sabiendo a qué atenerme ni cómo iba a resultar el plan de mi vecina, no me quedó más remedio que esperar y observar cómo se desarrollaban unos acontecimientos que, aunque me interesaban no debía intervenir en ellos.

Mi espera no fue larga porque al salir del baño, mi mujer nos preguntó si nos apetecía ir a una cala cercana a tomar el sol. Paloma alabando como le quedaba el bikini que llevaba puesto, se acercó a mi mujer y susurrando en su oído, le dijo:

―No me extraña que traigas loco a Raúl. ¡Eres bellísima!

María abrió los ojos escandalizada por el tono sensual con el que la alabó, pero creyendo que había malinterpretado a su amiga no dijo nada.

Al ver la reacción de mi esposa y riendo en mi interior, las azucé a salir del chalé. Ya en el coche, por el retrovisor, descubrí que la zorra de Paloma sonreía en plan putón y aprovechando que solo la podía ver yo, se pellizcó uno de sus pezones mientras le preguntaba a mi mujer como era la playa a la que íbamos.

―Es un pequeño saliente que conocemos y que nunca hay gente. No creo que nos encontremos con nadie, estaremos solos― contestó María sin saber que nuestra vecina usaría la soledad de esos parajes para iniciar su ataque.

La determinación que descubrí en el rostro de Paloma me terminó de poner nervioso al suponer que de lo que ocurriera entre esas dunas, dependería no solo ese verano sino el resto de nuestras vidas.

«Si la aborda en plan bestia, la mandará a Madrid y tendré que esperar a septiembre para tirármela», sentencié menos preocupado al saber que eso solo supondría un retraso pero que luego María nunca sospecharía de mí al creer que la morena era lesbiana.

Ya en la cala y mientras bajábamos hacia la arena, mi vecina aprovechando que mi esposa se había adelantado unos metros me preguntó si María tenía algún punto débil:

―Le pone como una moto que le acaricien en culo― respondí en voz baja.

Su pícara sonrisa me informó de antemano de lo que iba a hacer. Por eso, aguardé con interés sus siguientes pasos. María involuntariamente colaboró en su caída cuando extendiendo la toalla, me pidió que le echase crema. Antes de que pudiera decir algo, Paloma sacó un bote de su bolso y sentándose junto a ella, comenzó a esparcirla por sus hombros mientras le decía:

―Tienes mucha tensión acumulada. ¿Quieres que te dé un masaje?

Mi esposa no quiso o no pudo negarse y asintiendo con la cabeza, permitió que la morena se recreara poniéndose sobre ella. Usando sus dos manos, comenzó a masajearle los músculos de su cuello sin que nadie pudiese observar nada erótico en ello. Hundiendo sus yemas en los trapecios de su amiga fue relajándola lentamente mientras desde mi toalla no perdía detalle.

― ¡Qué gozada! ― gimió María al sentir que los nudos de su cuello se iban disolviendo con la acción de los de su amiga.

Guiñándome un ojo, Paloma me anticipó el inicio de su ataque y poniendo un tono despreocupado, le dio un azote en el trasero:

― ¿Estás mejor? ¿Si quieres te relajo las piernas?

―Por favor― susurró su víctima inocentemente.

Cogiendo el bronceador fue dejando caer un hilillo de crema por las piernas de mi mujer con la intención de extenderla a continuación. Al hacerlo, observé que María se mordía los labios al sentir derramarse ese líquido por sus nalgas y por vez primera empecé a albergar esperanzas que el plan de Paloma tuviese éxito.

Actuando en plan profesional, nuestra vecina comenzó por los tobillos de mi mujer y presionando con sus dedos duramente los gemelos, fue subiendo por sus piernas mientras desde mi sitio me empezaba a calentar al ver la cara de placer que María ponía al notar las manos de Paloma relajándola. Con los ojos cerrados, estaba disfrutando del masaje sin saber que ese era el plan.

Mientras tanto, Paloma estaba esperando a que se confiara para terminar amasando su trasero con oscuras intenciones.

― ¿Te he dicho que tienes un culo precioso? ― preguntó mientras sus manos ya recorrían los muslos de mi esposa.

Esa pregunta hubiese sido inocente si no fuera porque en ese momento estaba acariciando con sus yemas el inicio de las duras nalgas de María.  La cara de sorpresa de mi mujer al notar que esa caricia se prolongaba más allá de lo normal me divirtió y no queriendo que se cortara al descubrirme mirándome, desvié mi mirada y me puse a observar las olas, aunque de reojo seguía atento a lo que ocurría en la toalla de al lado.

Paloma obviando la tirantez de su amiga, siguió masajeando dulcemente su culo con caricias cada vez más atrevidas. Si en un principio María creyó que estaba equivocada y que ese masaje de nuestra vecina era inocente y por eso no se levantó al sentir esos dedos amasando sin parar sus nalgas, cuando los notó recorriendo los bordes de su ojete por encima de su bikini ya estaba tan mojada que no pudo evitar un gemido de placer.

Al oírlo, la morena le dio un nuevo azote y levantándose, nos avisó que tenía calor y que se iba a dar un chapuzón al agua. Acababa de irse corriendo hacia la orilla cuando incorporándose María me preguntó:

― ¿Te has fijado?

Haciéndome el despistado y aunque la humedad que lucía mi mujer en su entrepierna era evidente, contesté:

  • No, ¿a qué te refieres?

Durante unos segundos, mi esposa dudó si decirme que Paloma le había metido mano teniéndome a un escaso metro de ella, pero tras pensárselo bien, decidió no hacerlo y en vez de ello, me pidió que la acompañara a pasear por la playa. Su calentura me quedó patente cuando al pasar por unas rocas, tiró de mi brazo y sin darme tiempo a reaccionar, comenzó a frotar su sexo contra el mío mientras me rogaba que la tomara.

―Tranquila― le dije riendo: – Paloma puede vernos.

Su respuesta me convenció de que las maniobras de esa morena le habían afectado de sobre manera porque pegando un grito, me respondió:

―Si nos espía, ¡qué se joda!

Tras lo cual, me obligó a tumbarme sobre la arena y me bajó el traje de baño mientras me decía que iba a hacerme una mamada que nunca podría olvidar. Como comprenderéis no me quejé cuando mi mujer cogiendo mi sexo entre sus manos, lo acercó a escasos centímetros de su boca y relamiéndose los labios, me soltó antes de antes de metérsela en la boca:

― ¡Te voy a dejar seco!

De rodillas sobre la arena, se fue introduciendo mi falo mientras sus dedos recogiendo mis huevos con ternura los acariciaba. Desde mi posición, vi como mi esposa abría sus labios y pegando un gemido, se introducía la mitad de mi rabo en la boca. Con una expresión de lujuria en su rostro, sacó su lengua y lamiendo con ella mi glande, se lo volvió a enterrar, pero esta vez hasta el fondo de su garganta.

― ¿Por qué estás tan cachonda? ― con recochineo pregunté al sentir la urgencia de sus actos.

En vez de contestarme, siguió a lo suyo y ya con mi verga completamente embutida en su boca, comenzó a sacarla y a meterla a un ritmo constante. Comprendí al notar la presión que ejercía su garganta sobre mi glande que mi esposa estaba desbocada y por eso presionando con mis manos sobre su cabeza, hice que esa penetración fuera total y que la base de mi pene rozara sus labios.

―Eres una mamona de lujo― sentencié al notar que María incrementaba la velocidad de su mete saca mientras llevaba una de sus manos entre sus piernas y dejándose llevar por la calentura, metía los dedos dentro de su tanga, se empezaba a masturbar.

La excitación que se había acumulado en su cuerpo durante el masaje provocó que, a los pocos segundos de torturar su clítoris, mi esposa pegando un grito se corriera. No contenta con ello se sacó mi polla de la boca, para acto seguido, usándola como pica, empalarse con ella mientras aullaba pidiéndome que la tomara.

La belleza de sus pechos rebotando arriba y abajo al compás con el que su dueña acuchillaba su sexo con mi miembro, me obligó a cogerlos y llevando sus pezones hasta mis labios, ir alternando en ambos mordiscos y lametazos. Los berridos de mi mujer fueron muestra elocuente de la lujuria que la consumía y mientras no paraba de galopar sobre mí, fue uniendo un clímax con el siguiente.

― ¡Sigue! ¡No pares! ― aulló descompuesta.

El enorme riachuelo de flujo que brotaba de su entrepierna y que empapaba mi cuerpo cada vez que mi estoque se hundía en su interior, elevó mi calentura hasta que agarrando sus nalgas con mis garras presioné su vulva contra mi cuerpo mientras con una serie de explosiones de mi pene, me derramé en su interior. María al notar en su intimidad la calidez de mi semilla, se dejó caer sobre mí y retorciéndose obtuvo y mantuvo su enésimo orgasmo mientras todo su cuerpo temblaba de placer.

Abrazada a mí, con mi pene todavía incrustado en su coño, mi mujer apoyó su cabeza en mi pecho y sin levantar su mirada, me preguntó:

― ¿Sabes que te amo?

―Lo sé― respondí mientras con mis dedos acariciaba su melena.

Fue entonces cuando me reconoció que ese masaje la había puesto bruta y casi llorando, me pidió que la perdonara. Conmovido, la consolé diciendo que era lógica su reacción porque en su interior quería ayudar a su amiga:

― ¿Tú crees que ha sido eso? ― insistió.

―Claro― con ternura contesté: – Sabiendo lo sola que está, tu cuerpo ha reaccionado cómo reaccionaría el mío. Piensa que Paloma es una mujer muy bella…

No me dejó terminar y plantándome un beso, buscó reanimar nuestra lujuria justo cuando escuchamos que gritando nuestra vecina nos llamaba. No queriendo que nos pillara en pelotas, acomodamos nuestras ropas y fuimos a su encuentro. Al llegar a su lado, nos explicó que algo le había picado en el pie.

Preocupada, mi mujer se agachó y al comprobar que se le estaba hinchando, me pidió que cogiera a Paloma en brazos porque teníamos que llevarla a la cruz roja para que la atendieran. Mientras la llevaba hacia el coche, mi vecina aprovechó que María se había quedado recogiendo sus cosas para preguntarme si su masaje había conseguido excitarla.

―Sí― reconocí.

Fue entonces cuando ella respondió con una sonrisa:

―Aunque no me lo esperaba, a mí también. Me he puesto brutísima al meterla mano frente a ti.

Al analizar brevemente sus palabras comprendí que ambas compartían un mismo sentimiento y que solo tenía que conseguir que ambas lo aceptaran para cumplir mi fantasía de compartir con ellas un trio permanente. Dando por seguro la aceptación por parte de mi vecina, supe que me tenía que concentrar en mi esposa y por eso, una vez en el hospital y mientras hacían la cura a Paloma traté de tantear el terreno, diciendo:

― ¿Recuerdas cuando en la playa, me has reconocido que te excitaste cuando te tocó?

―Sí― respondió muerta de vergüenza.

Con la imagen de ese masaje en su mente, le confesé que a mí me había ocurrido lo mismo y que en ese momento, me hubiese encantado follármela mientras Paloma la tocaba.

―Eres un pervertido― contestó soltando una risotada.

Al no haberse enfadado por mi indirecta, concebí esperanzas que durante ese mes se hiciera realidad y dando tiempo al tiempo, cambié de tema no fuera a ser que al insistir mi mujer se encabronara. Como a la media hora, Paloma salió de la consulta y nos comentó que estaba bien pero que le había recomendado que no pisara con el píe enfermo.

―Te toca cargarme― soltó con una pícara sonrisa en sus labios.

Relato erótico: “¿Fantasía o realidad?” (POR VIRGEN JAROCHA)

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En el lujoso apartamento de Kateryn la puerta de su estudio se abre y ella entra vistiendo un costoso juego ejecutivo. Rápidamente activa la laptop colocada en un escritorio de madera de finísimos detalles. La mesa de lujo  hace juego con la colección de libros y pinturas que reposan en las estanterías y paredes. En esa habitación tan bellamente decorada, Kateryn espera que carguen los programas y activando la web cam de la portátil, empieza a grabarse a sí misma:
– Está es mi cuarta grabación del mes. Cómo he contado antesalgo en mi vida no está funcionando del todo bien. Me cuesta muchísimo trabajo prestar atención y tengo muchas lagunas mentales luego del accidente: los doctores dicen que todo está bien pero me siento muy contrariada. Todo esto sigue afectando mi vida cotidiana. Hay algo que me está empezando a preocupar más que cualquier otra cosa. ¡Estoy teniendo alucinaciones!
Todo se inició aproximadamente dos semanas atrás en el baño de un restaurantNo sé cómo puedo explicar lo sucedido: había salido a cenar y cuando entré al baño para arreglar mi maquillaje, dos chicas entraron tras de mi… empezaron a conversar entre ellas mientras las miraba a través del espejo. Poco a poco dejaron de reírse y conversar, cuando de pronto, una de ellas se acercó a la otra y vi cómo le acariciaba el rostro. Luego se acercaron más y se besaron.
 Yo me quedé petrificada, nunca había visto algo así, y menos en un restaurant como aquel. Entonces una de ellas subió a la otra a la repisa de los lavados y comenzó a acariciarle los senos y besarle. Os reconozco que me sentía como idiota allí parada inmóvil y solo las miraba gemir y acariciarse. Solo pude parpadear mientras sus trajes habían caído al suelo y ambas muchachas mostraban sus senos y sus nalgas. Alucinada vi que  se metieron a un de los privados…
¡Creo que me estoy volviendo loca!
Lo siguiente que recuerdo es estar frente al espejo y a mi lado las chicas, vestidas y conversando animadamente, mientras arreglaban su maquillaje.
¡Todo había sido producto de mi imaginación!
¡Nunca había fantaseado así con alguien totalmente desconocido! y mucho menos con mujeres…
Estaba aterrorizada porqué fue tan real que pude sentirlas gemir, oírlas, olerlas casi tocarlas…
-Debo ir al lavado.
Kateryn apaga la grabación y se apresura a ir a baño. Se quita su traje ejecutivo, quedando solo en ropa interior. Su coño sigue empapado, delicadamente se acaricia un poco sobre su ropa interior mientras se quita el maquillaje.La mujer está tan excitada que termina por sacarse toda la ropa y tratando de quitarse esa calentura que la está devorando, se da una ducha e intenta. De regresose quita la toalla quedando desnuda, entra a su cuarto y se desploma rendida en la cama, donde se queda dormida lentamente completamente desnuda como se había hecho habitual para ella desde hacía un par de semanas.
Si queréis agradecer a la autora tanto por el relato como por la foto de ella que lo ilustra, escribirle a:
virgenjarocha@hotmail.com
 

Relato erótico: Entresijos de una guerra 8 (POR HELENA)

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-Bájate de cama, no voy a dejar que te metas aquí – insistía la voz de Herman de una manera perezosa.

Intenté despejarme un poco para escuchar aquella voz que le respondía, y que sonaba tan lejana como la suya.
-Pero si a Erika no le parece mal. Venga… siempre venías conmigo antes de casarte con ella… tengo miedo, Her…
-Berta, vas a despertarla. Vuelve a tu cuarto y duérmete. Tienes trece años, ya no eres una niña. Si tienes miedo, entonces pregúntate; “¿a qué tengo miedo?” Y enfréntalo, anda… seguro que puedes – le contestó acomodándose en la almohada.
Contuve la risa al escuchar semejante clase de disciplina. Completamente inútil a estas alturas si se tenía en cuenta que estaba dirigida a la criatura que llevaba mimando con afán desde que había nacido. Miré el reloj, eran cerca de las tres de la mañana. Berta seguramente habría soñado alguna gilipollez que ahora la obligaba a buscar el jamás denegado cobijo de su hermano mayor.
-Pero no puedo dormir, Her. Déjame dormir aquí, dormiré a tu lado para no molestar a Erika…
-No – repitió Herman mientras su movimiento delataba que se estaba tapando un poco más.
No pude contener una sonrisa al reparar en lo que todavía le retenía en cama en lugar de ir con su hermana. Nos habíamos dormido tras una de nuestras “citas conyugales” y todavía estábamos desnudos. Me di la vuelta cuidadosamente, calculando para no asomar más que mi cara, y me quedé mirando los ojos de Berta a punto de llorar.
-Lo ves, la has despertado… ¡mañana le diré a Frank que te obligue a limpiar las cuadras, señorita! – Le recriminó su hermano al verme despierta.
-Si vas a buscar a Margaret, te dejamos dormir aquí – le propuse desesperada por retomar el sueño.
Berta ni siquiera respondió. Salió como un rayo hacia su habitación en busca de su muñeca mientras que nosotros aprovechábamos el momento para vestirnos rápidamente y volver a meternos en cama.
-¡Gracias, Erika! – Dijo mientras trepaba para hacerse un hueco al lado de su hermano.
-Es la última vez que te consiento esto… – le adelantó Herman mientras la abrazaba.
-Lo sé. Mañana me enfrentaré al miedo, te lo prometo.
Cerré los ojos justo al mismo tiempo que la luz se apagaba, pensando en la tontería que acababa de decir Berta. ¡Seguro que se enfrentaba al miedo si volvía a desvelarse! Sólo que tras un par de minutos decidiría que abrazarse a su hermano era mucho más cómodo y efectivo. Lo sé porque yo hago lo mismo cuando me asaltan las dudas. Me enrosco en sus brazos y me olvido por completo de todo lo que hay ahí fuera. Herman tiene ese efecto placebo que es genial cuando necesitas descansar. Supongo que por eso Berta durmió a pierna suelta hasta bien entrada la mañana.
-Buenos días señora Scholz, ¿sabe si Berta se ha levantado? – Me preguntó la nueva institutriz de mi cuñada mientras estaba desayunando en la cocina. La viuda también la había mandado para que la educación de su hija no se viese afectada por la temporada que estaba pasando en casa.
-No, todavía no. Pero es que ha dormido con nosotros, vino a las tres de la mañana porque se había despertado y tenía miedo.
-Oh, lo siento mucho señora… no tenía ni idea de que se hubiese levantado de noche… – se apresuró a disculparse.
-No importa – contesté sin mostrar más importancia de la que realmente tenía.
Ya hubiese querido yo un hermano al que importunar cada vez que tuve miedo durante mi infancia – que no fueron pocas después de creer que me había muerto y despertarme con el cuerpo mullido en un orfanato extranjero -.
-Vaya a despertarla, ya va siendo hora de que desayune y se pongan con sus clases. Por la tarde le he dicho que la llevaría a Berlín – le dije mientras terminaba de desayunar.
Berta siempre quería ir a Berlín. Le importaba entre poco y nada que la ciudad fuese un constante blanco de bombardeos, o que Herman dijese que no debíamos ir porque se tenía constancia de que el ejército soviético planeaba una ofensiva aunque la visión que se tenía de él era un poco desordenada y sin muchos recursos para armarse. “Falacias que quiere escuchar el pueblo, querida. La Royal Air Force también estaba menguando en número y según los últimos informes que circulan por el mando, la flota aérea británica no ha dejado de crecer desde mayo” solía repetir Herman. Y no puedo decir que nos lo tomásemos muy en serio. Después de todo, yo tenía que ir a la ciudad un día a la semana. Incluso a veces, después de sitiarme en mi propia casa durante una semana sin que sucediese el dichoso ataque aéreo que esperaba todo el mundo, terminaba experimentando ciertas tendencias suicidas que casi me obligaban a ir a algún lugar jugándome el pellejo.
-Ya Herman, pero es que tú no sabes lo que es estar aquí metida todo el verano. Prefiero ir a la ciudad y si me muero, por lo menos lo hago con gusto. No aburrida y amargada – protesté la enésima vez que mencionó el ataque soviético, poco antes de que Berta llegase.
-Si me entero de que pisas Berlín esta semana, te encierro en un búnker bajo tierra – me contestó completamente convencido.
En aquella ocasión solamente suspiré mientras barajaba la posibilidad de que se estuviese volviendo un poco paranoico. Pero los soviéticos sorprendieron al mundo bombardeando nuestra capital a principios de agosto, un par de días antes de que Berta tuviese que regresar con su madre. Después de aquello tuvo que quedarse una semana más con nosotros – hasta que Herman se aseguró de que los ataques no iban a continuar por el momento -.
Sin embargo la atención que prestaba a la campaña soviética se fue descentrando poco a poco para enfocar a los americanos. Llegaba a casa, atendía el trabajo que se traía en su carpeta, y contemplaba durante horas aquel mapa en el que dibujaba cuidadosamente los movimientos de las tropas estadounidenses según los informes secretos de las SS o los que la prensa ventilaba. Nunca entendí el por qué, hasta que a finales de Noviembre se filtró de manera semioficial que Japón estaba presionando al gobierno alemán para que firmase una declaración de guerra contra los Estados Unidos, y Herman llegó absolutamente histérico a casa.
-¡No, Berg! ¡Una vergüenza! ¡¿Sabes en qué lugar deja eso a Europa?! ¡En el que no se merece, Berg! – Bramaba al teléfono.
Berg parecía estar de acuerdo con la entrada americana, porque mi querido marido no hacía más que rebatir unas teorías que para mí eran imprecisas ante la completa imposibilidad de poder escucharlas desde el otro lado de la puerta.
-¡Y una mierda! No es lo mismo que presten apoyo a la alianza anglo-soviética que una declaración de guerra que les permita entrar en el conflicto, ¡y me da igual que creas que los ingleses acabarían consiguiendo que entrasen! ¡Es indignante! – Hizo una pausa para escuchar a Berg y continuó gritando – ¡es que me da igual lo que ellos se traigan en Asia! ¡No es nuestra guerra! Si los Estados Unidos quieren mover la flota del Pacífico, ¡que la muevan! ¿Dónde tiene Alemania una salida al Pacífico, Berg? ¡No apoyes la declaración de guerra!
Bueno, Herman estaba en lo cierto. Los Estados Unidos se habían declarado recientemente contrarios al Eje al prometerle respaldo al bando de los Aliados, pero también habían mostrado su desinterés respecto a entrar en el conflicto europeo.
-¡No! Si alguien tiene que pararle los pies a la Nueva Alemania es Francia, Inglaterra y las resistencias que quedan en los territorios ocupados. ¡Los soviéticos tendrían que poder recuperar su territorio sin la ayuda de nadie! ¡Somos Europa, Berg! Le hemos dado al mundo cultura, sistemas políticos avanzados, arte, industria… ¡somos la cuna de la ilustración! ¡El origen del pensamiento civilizado! Si ellos vienen de nuevo como ya hicieron en la Guerra Mundial, será el equivalente a que un niño tenga que reprender constantemente a sus padres por comportarse incorrectamente, ¡y esa será la imagen que quedará para siempre en la Historia! – De nuevo se hizo el silencio en aquel despacho mientras yo pensaba en esa perspectiva en la que no había caído hasta aquel momento –. No Berg, yo no quiero para nuestros hijos la Alemania del Führer. Pero tampoco quiero dejarles una Alemania americanizada en la que crezcan olvidando que fuimos nosotros quienes desarrollamos lo que ahora les hace fuertes a ellos – dijo moderando el tono de una forma que me obligó a esforzarme para escucharle -. Entrarán completamente frescos en la contienda, sus fuerzas predominarán sobre la de los Aliados, ¿no lo ves? Todos los territorios que ahora ocupamos perderán su identidad irremediablemente si los Estados Unidos entran en nuestra guerra. Porque o bien se los quedan ellos, o nos los quedamos nosotros.

Ahora casi me parecía un milagro que hubiese querido casarse conmigo después de decirle que mi hermano y mi cuñada se habían ido a Norteamérica. Pero me retiré apresurada cuando se despidió de Berg. Anticipándome a la posibilidad de que pudiese salir de su despacho. Aunque no lo hizo hasta por lo menos una hora después. Una hora durante la que no fui capaz de pensar en otra cosa que no fuese una frase que hice constar orgullosamente en mi informe semanal: “No quiero para nuestros hijos la Alemania del Führer”. Eso no me dejaba ninguna duda de que Herman Scholz no aprobaba lo que quiera que hiciese para el Reich.

Durante los días posteriores estuvo notablemente malhumorado, haciendo constantes llamadas desde su despacho para no perder detalle de la decisión que se tomaría sobre la declaración de guerra. Pero finalmente se decidió hacer caso omiso a la presión de los japoneses y se relajó un poco. Después de todo, la cúpula de las SS sabía de buena tinta que si Norteamérica entraba en escena, sus posibilidades de salir airosos del conflicto internacional se reducirían bastante. América tenía armamento de sobra para rearmar a los ingleses y a la Francia Libre de Charles de Gaulle, aparte de poder permitirse entrar en primera línea del conflicto europeo. Himmler y el Führer no podían permitirse hacerles frente mientras no zanjasen el frente soviético y el británico.
Y por si aquello fuese poco, en París se registraron atentados contra la ocupación que forzaron un desplazamiento militar a la ciudad. Algo que sin embargo, a Herman le hacía gracia. Supongo que porque ellos sí pertenecían a esa “cuna de la ilustración” que para él era Europa. Y lo era, yo no lo negaba. Pero me parecía cómico, como cuando Berta se enfadaba y se negaba a dormirse hasta que él no fuese a darle las buenas noches. Y en ese caso, daba igual que se presentase el mismísimo emperador de Roma. Si no era Herman, no le valía.
“Es que se creen que Francia está ocupada, y Francia está dormida. Nada más. Lo que me resulta increíble es lo mucho que está tardando un país así en despertarse”. Comentó una tarde de domingo en la que los Fischer se acercaron a merendar con nosotros. Eran amigos de la familia – y nuestros vecinos más próximos -, así que anunciaron que se dejarían caer para merendar a finales de Noviembre.
El señor Fischer le miró un poco extrañado al principio, pero luego asintió dándole la razón. Era la opción por la que casi todo el mundo solía optar al hablar con un Teniente. Bien por simple temor y respeto hacia una autoridad, o quizás considerando que él tenía que tener información que estaba vetada al resto de los ciudadanos.
Casi una semana después de eso recibimos una carta de la madre de Herman. La recogí yo misma, pero no la abrí. Y no sé por qué, porque en realidad estaba remitida a los dos, escrito incluso con su propia letra. “Herman y Erika Scholz” . Tampoco me extrañó, ella jamás se había opuesto a nuestra relación. Un detalle que sí que me sorprendió de ella porque siempre creí que querría para su hijo una Anna Gersten. El caso es que – aunque le agradecía el detalle de tenerme en cuenta – preferí dejar que la carta la abriese él.
 
 

-Mi madre quiere saber si iremos a pasar las Navidades con ellas a Berchstesgaden – dijo despreocupadamente durante la cena. Yo le miré esperando a que él propusiese el plan que mejor se adaptase a sus ocupaciones, y finalmente continuó hablando -. Yo no podré ir, este año solamente tendré un par de días libres. Pero si quieres ir tú…

Sopesé su oferta durante un par de minutos sin llegar a entender qué demonios iba a pintar yo en Berchstesgaden si él no iba.
-Bueno, iré si quieres. Pero si tú no vas, prefiero quedarme aquí.
Mi respuesta no debió ser de su agrado, porque suspiró de un modo pensativo antes de proponerme algo más.
-Ya… entonces tendremos que asistir a la fiesta de Nochebuena para oficiales de las SS. El año pasado me encargué de que a mi madre no le llegase la invitación por lo de mi padre, pero este año tú y yo somos los señores Scholz y figuramos en la lista de invitados. Rechazarla sería un desplante que daría que hablar…
-¿Quieres que vaya a Berchstesgaden para que no tengas que ir a esa fiesta? – Él se encogió de hombros ante mi pregunta.
-No. Sólo te digo que si te quedas, habrá que ir. Y también a la de Nochevieja de los Walden.
Ahora fui yo la que suspiré al conocer lo que nos esperaba. Solamente mentar a la señora Walden me producía escalofríos. De hecho, estuve a punto de decir que me iría a pasar las Navidades con Berta y mi suegra. Pero por lo menos si me quedaba cumpliríamos con aquel deber que habíamos jurado al aceptar los votos del matrimonio: apoyarnos el uno al otro en lo bueno y en lo malo.
Finalmente decidí quedarme. Con la firme convicción de que las cosas seguirían como siempre hasta las Navidades, pero no fue así. Las cosas empeoraron. Y empeoraron mucho. Porque Japón, harto de esperar a que Alemania le brindase un apoyo oficial en su cruzada contra los norteamericanos, decidió organizar una masacre sorpresa a principios de diciembre que destruyó la flota americana del Pacífico, amarrada en el puerto de Pearl Harbour. Ante semejante hostilidad – y completamente seguros de que los americanos no pasarían un detalle así por alto – decidieron declararles oficialmente la guerra y los americanos no tardaron en responder con el parte oficial que les declaraba finalmente como “potencia beligerante”.
La cosa no terminó ahí. Japón era oficialmente “potencia afín al Reich” y Los norteamericanos apoyaban a los Aliados. Así que el 11 de diciembre, Alemania hizo lo inevitable y – junto con Italia – declaró la guerra a los Estados Unidos de América. Ya no había marcha atrás, la noticia estaba en boca de todos y no se escuchaba ninguna otra cosa. El mundo entero estaba en guerra. Sobraban los dedos de las manos para contar los países que realmente no intervenían en nada y se mantenían completamente ajenos a la contienda intercontinental. Porque la gran mayoría de los que se declararon ajenos a la guerra fueron invadidos por los que participaban en ella con fines estratégicos o estaban en el punto de mira para ser el siguiente.
Supuse que a corto plazo las cosas no cambarían demasiado. Después de todo, Alemania ya llevaba años sumida en la guerra. Y quizás a nivel político no lo hiciesen, pero en casa las cosas estaban muchísimo peor. Herman estaba irreconocible. Comportamiento que atribuí a aquel odio visceral que le profesaba a los americanos y que me preocupaba sinceramente. Porque en realidad, los estadounidenses estaban mucho más centrados en el frente del Pacífico que en Europa.
Una semana antes de Nochebuena me desperté en cama completamente sola. Todavía era de noche, así que intenté escuchar algo que me indicase que Herman sólo había tenido que ir al servicio, o algo por el estilo. Pero una de mis manos se deslizó hasta el sitio que debía haber ocupado en cama constatando que estaba frío. ¿Cuánto tiempo había estado durmiendo sola?
Me levanté y tras vestir mi bata de casa salí del dormitorio dispuesta a descubrir qué narices se traía entre manos. No tuve que buscar mucho, tras caminar unos metros por el pasillo la luz que provenía de la biblioteca llamó mi atención.
Allí fue donde me encontré a Herman pasando el rato con un cenicero lleno de colillas y una botella de ginebra a la que ya le faltaba más de la mitad. Me quedé observándole creyendo que me estaba gastando una broma que no me hacía ni puñetera gracia, pero ni siquiera se percató de mi presencia. Siguió fumando el cigarrillo que sujetaba entre los labios mientras se servía otro vaso de ginebra y riéndose sin gracia de algo que leía en el libro que tenía sobre la mesa central de la biblioteca.
-Por el amor de Dios, ¿qué haces? – Pregunté acercándome para dejarme ver.
-Pasar el rato, querida. No podía dormir – contestó tranquilamente mientras depositaba la ceniza sobrante en el cenicero. Estaba bastante borracho – ¡mira, ven! ¡No te pierdas lo que dice aquí! – Exclamó risueño mientras señalaba algo en aquel libro -. Voy a leerte unas sabias palabras, a ver qué te parecen – anunció entusiasmado. Creí que había perdido el norte pero cuando empezó a leer a medida que yo me acercaba a la mesa, lo entendí todo -. “No, el judío no es un nómada; pues, hasta el nómada tuvo ya una noción definida del concepto “trabajo”, que habría podido servirle de base para una evolución ulterior siempre que hubiesen concurrido en él las condiciones intelectuales necesarias. El judío fue siempre un parásito en el organismo nacional de otros pueblos, y si alguna vez abandonó su campo de actividad no fue por voluntad propia, sino como resultado de la expulsión que de tiempo en tiempo sufriera de aquellos pueblos de cuya hospitalidad había abusado. “Propagarse” es una característica típica de todos los parásitos, y es así como el judío busca siempre un nuevo campo de nutrición” – acto seguido se echó a reír mientras yo aprovechaba para quitarle el libro -. Ahora resulta que “propagarse” es una actitud muy judía, Erika… – decía al mismo tiempo que abría una ventana para que saliese toda aquella nube de humo que casi llegaba a nublar la biblioteca – ¡y me lo dice el mismo hombre que me ha mandado a conquistar Polonia y Francia! ¡Esto es demasiado! Es la hostia, Erika… de verdad que lo es… – repetía mientras se dejaba caer sobre la mesa.
-Herman, me estás preocupando. Te lo digo muy en serio… – le dije pausadamente.
Él sólo levantó la cabeza para mirarme y me dedicó una falsa sonrisa.
-Yo te preocupo… ¿yo? – Preguntó levantándose a duras penas – ¡joder! ¡Pues si yo te preocupo es porque no tienes ni puñetera idea del punto al que ha llegado esta puta basura! – dijo con asco mientras me quitaba el libro de un golpe seco.
-No. No la tengo. Pero si tú la tienes, a lo mejor deberías compartirla conmigo en lugar de venir a las tantas de la madrugada a leer el Mein Kampf mientras fumas y te emborrachas – le espeté con dureza a pesar de la infantil mirada que puso al escuchar mis palabras -. Debería darte vergüenza, Herman.
Si sentí algo de pena por él, se borró en el mismo momento en el que su cara se tornó en el vivo reflejo de la ira. Me asusté por un momento, creyéndole incapaz de ponerme una mano encima por muy Teniente que fuese, pero admitiendo que tenía toda la pinta de estar a nada de cruzarme la cara. No lo hizo. Se dio la vuelta hacia la ventana, abrió el libro, escupió con ganas entre sus páginas y lo lanzó al patio.
-Tienes razón. Mañana tengo un montón de “parásitos” a los que organizar – murmuró mientras abandonaba la estancia frotándose las sienes.
No regresé a la habitación. Me quedé allí, fumando un cigarrillo en la ventana mientras miraba aquel libro que reposaba sobre la nieve y tratando de encajar la escena que acababa de presenciar. Estaba asustada, conmocionada y aturdida, ¿de verdad era capaz de ponerse así porque eran los americanos los que venían en ayuda de la alianza anglo-soviética? Me parecía excesivo. Herman podía tener preferencia por determinados países, pero ponerse así por aquello le convertía en un lunático. Dejé de pensar y recogí todo antes de bajar a retirar el ejemplar del Mein Kampf que le metería en un aprieto si era visto por alguno de los soldados que cada mañana traían a nuestros empleados. El libro estaba en un estado lamentable, así que devolverlo a las estanterías de la biblioteca hubiera sido una insensatez. Encendí el fuego en la chimenea del salón y lo quemé, asegurándome de que ardía hasta el cordón que pendía del lomo para marcar las páginas. No me gusta quemar libros, pero para qué engañarnos, la humanidad se haría un favor si se quemase cada uno de los ejemplares del Mein Kampf.

Cuando llegué al dormitorio le miré un buen rato desde la puerta. Estaba tirado sobre la cama sin ni siquiera taparse. Pero estaba completamente dormido, y no me extrañaba. Le dejé allí y me fui a su despacho, directa a aquella carpeta que iba y venía con él todos los días.

Lo cierto es que a simple vista no había gran cosa. Listas infinitas de gente, notificaciones de enfermedades, partes médicos, fichas y listados de bajas. El estómago se me revolvió cuando constaté que en una sola semana había registrado tres hojas enteras de bajas en su subcampo. <<¿Una semana dura o una semana normal?>> Me pregunté mientras seguía examinando la documentación. Había un parte de la enfermería que notificaba una epidemia de tifus en el campo y que justificaba la mayor parte de las bajas, y luego un listado de gente que llegaría desde el frente soviético y que él iba a designar a “trabajo de campo” bajo la tutela de un tal Heinrich F. por falta de espacio. Quizás enfrentarse a eso a diario sí fuese suficiente como para poder permitirse una noche ahogando las penas, pero seguí rebuscando entre sus documentos hasta que llegué a una serie de papeles cuñados con el sello que las SS usaban sólo en documentos de carácter privado. Aquello parecía importante, así que me debatí mentalmente entre la posibilidad de echarle un vistazo o ir a por la cámara. Decidí seguir leyendo al recordar lo que me había pasado con su padre. Si me encontraba allí mirando aquello, no sería nada descabellado que hubiese querido verlo después de haberle encontrado en la biblioteca de aquella guisa. Pero si me encontraba sacándole fotos a documentación privada… no quería ni pensarlo.
 
 
 

Los papeles redactaban los pasos a seguir para la implantación de algo a lo que se referían como “Solución Final”. Y aunque sonaba muy mal, decidí concederle al nombre cierto margen de duda, ya que los nombres en clave que las SS utilizaban para sus operaciones secretas dejaban bastante que desear – ya había tenido en mis manos informes de guerra en los que se referían a una posible ocupación británica con el nombre “Operación León Marino”, a la conquista soviética como “Operación Barbarroja”, o al asalto a Moscú como “Operación Tifón”-.

Pero aquella “Solución Final” exigía instalaciones nuevas en la mayoría de los campos de prisioneros, un aumento en el número de los mismos y la ampliación de los ya existentes, así como su mejor organización. Busqué entre líneas algún párrafo que definiese claramente la finalidad de aquella operación, pero no lo encontré y asumí que – por la forma de referirse a aquella “Solución” – seguramente serían las pautas a seguir para explotar a los prisioneros. Porque lo cierto era que el Reich tendía a regular lo que a todas luces era imposible de regular.
Sin embargo, sí encontré un documento firmado por el mismísimo Himmler en el que se le comunicaba al Teniente Herman Scholz que se le había concedido la Cruz de Hierro de Primer Orden y el cargo de Comandante de campo de las fuerzas especiales del Tercer Reich. Distinción que se le otorgaría en el acto del 31 de enero de 1942 previsto con motivo del comienzo de las obras para dotar con nuevas instalaciones al campo de Sachsenhausen–Oranienburg. La fecha de emisión del documento era de hacía casi una semana y yo no tenía ni idea de aquello.
Cerré la carpeta completamente consternada y me fui a la habitación que había sido mía cuando llegué a aquella casa, pero no pude dormir. Me levanté cuando unos tímidos rayos de sol lograron filtrarse a través de las nubes para colarse por el cristal de las ventanas y tras comprobar que Herman todavía dormía, telefoneé al campo para excusarle diciendo que se había encontrado mal durante la noche y que no podría asistir a su puesto de trabajo. No me pusieron ningún impedimento, sólo me dieron las gracias por avisar y me colgaron el teléfono sin más.
A media mañana mi flamante marido seguía sin dar señales de vida, y yo seguía dándole vueltas a ese cargo que le habían concedido y del que no me había hablado. Decidí que le exigiría una explicación al respecto mientras me daba una vuelta por las cuadras, aunque eso supondría confesarle que había visto todo aquella documentación de la que nunca se separaba.
-Señora Scholz – me llamó Frank sacándome de mis cavilaciones – ¿está todo bien? No han venido a recoger al señor…
-Esta mañana no se encontraba demasiado bien. Está en cama, ¿le necesita para algo?
-No. Simplemente me había extrañado que no fuese a trabajar, nada más.
-¿Qué tal con los empleados? – Inquirí amablemente mientras echaba un vistazo.
-Estupendamente. Dígale al señor que ya he hablado con el capataz de obra, podremos empezar las nuevas cuadras a principios de año.
Intenté que mis párpados no permitiesen que mis ojos se saliesen de sus órbitas cuando escuché la respuesta de Frank. Quise preguntarle qué nuevas cuadras, pero hubiese quedado como la tonta que me sentía en aquel momento.
-Claro Frank, ahora mismo se lo digo. No se preocupe.
Salí de los establos nada más dar por zanjada la conversación y me dirigí al dormitorio. Dudé si despertarle o no, pero una oleada de rencor me sacudió al pensar en todo lo que de repente había decidido callarse y me acerqué con paso firme a la cama.
-¡Despierta! – Repetí un par de veces antes de conseguir que se pusiese boca arriba y abriese los ojos –. Quiero hablarte de algo.
-¡¿Qué hora es?! – Preguntó sentándose en cama mientras se sujetaba la cabeza con ambas manos.
-Ya es media mañana, Herman. He llamado a Oranienburg para decirles que te encontrabas mal.
-¡¿Qué?! – Exclamó sobresaltado fulminándome con la mirada – ¡Mierda, Erika! ¡¿Tienes idea de lo que has hecho?! – Gritó histérico mientras se levantaba y se dirigía a la puerta.
-¡Escúchame! ¿Qué coño es eso de que vas a construir más cuadras? – Mi pregunta le descolocó pero continuó su camino hacia el baño sin hacerme el más mínimo caso – ¡Herman! ¡Te estoy haciendo una pregunta!
-¡Más cuadras significa más cuadras! – Respondió poniéndose a la defensiva.
-Muy bien – acepté -. Ahora explícame entonces de qué va toda esa mierda de la “Solución Final” y tu nuevo cargo de Comandante.
En esa ocasión se quedó parado en medio del pasillo y se dio la vuelta hacia mí, contemplándome como si fuese a arrancarme la cabeza sin piedad alguna. Se acercó lentamente mientras apretaba la mandíbula y me miró fijamente durante unos segundos antes de decirme nada.
-Cuando llegue a casa ten las maletas hechas. Mañana por la mañana te largas a Berchstesgaden, ¿entendido? – No supe qué responder, sólo me quedé estupefacta, preguntándome hasta qué extremo acababa de meter la pata –. Te he preguntado que si me has entendido – repitió molesto.
-¡Y una mierda! – Contesté de repente.
-¡Y una mierda no! ¡Te largas de esta casa y no pienso repetirlo! ¡¿Te queda claro?! – gritó mientras se sacaba la alianza y la tiraba al suelo delante de mis narices.
Le miré atónita. No sabía qué significaba aquello exactamente pero la rabia hizo que yo me quitase la mía y la arrojase sobre su espalda justo antes de que entrase en el baño.
-Me iré a donde me dé la gana. Yo no tengo que quedarme cumpliendo órdenes de nadie, nazi de mierda.
Cualquiera en su lugar se hubiera dado la vuelta y me hubiese partido la cara, pero él ni siquiera me miró de nuevo. Se metió en el baño y cerró la puerta haciendo que me arrepintiese de lo que acababa de decirle. De todo, desde lo de las cuadras hasta lo de “nazi de mierda”. Y reparando también en que yo sí que tenía que quedarme cumpliendo órdenes.
Sin embargo fui a mi antigua habitación y me tiré en cama, llorando hasta que me quedé dormida. Al cabo de unas horas una temblorosa voz me despertó. Era Rachel.
-Señora, debería comer algo – dijo suavemente mientras estiraba una manta sobre mí.
-Rachel, ¿habéis comido? – Fue lo primero en lo que pensé al verla allí. Tenía la sensación de que había dormido bastante y la hora de la comida ya debía haber pasado.
-El señor Scholz nos ordenó comer cuando vino a mediodía. Preguntó por usted pero nadie sabía dónde estaba. La buscó por toda la casa hasta que la encontró aquí. Dijo que no la molestásemos, espero que…
-Tranquila Rachel, no pasa nada – me adelanté antes de que se disculpase innecesariamente.
-¿No quiere comer nada? – Insistió con cierta pena.
-No tengo hambre. He tenido un día de ésos que prefiero borrar de la memoria, Rachel… – dije restándole importancia y queriendo olvidarme del tema inmediatamente -. ¿Cuánto hace que no duermes en una cama de verdad? – Pregunté por curiosidad al verla allí de pie. Ella se encogió de hombros -. Ven, siéntate aquí – su gesto fue de contrariedad, supuse que la había incomodado pero decidí insistir -. Quiero preguntarte algunas cosas y no tienes por qué estar ahí de pie mientras hablamos. Yo estoy tumbada – mi cocinera esbozó una sonrisa microscópica y accedió por fin a sentarse -. Mira, a lo mejor te parezco una idiota al preguntarte esto, pero quería saber si vosotros celebráis la Navidad.
-No. Nosotros tenemos el Hanukkah.
-Ah. ¿Y cuándo es? – Me interesé sinceramente provocándole una sonrisa un poco más amplia.
-No es como la Navidad, depende del calendario lunar. Algunos años es en diciembre, otros en enero…
-Bueno, es que había pensado en celebrar una comida de Navidad para vosotras. Supongo que en el campamento no os dejan hacer nada de eso… – no me contestó, sólo me miró con aquellos ojos apenados que ponía cuando pensaba algo que nunca llegaba a decirme -. Pero en fin, podemos dejarlo para cuando sea el Hanukkah ya que sois mayoría.
En el orfanato siempre hacíamos lo que quisiera la mayoría. Aunque eso de la democracia a ella tendría que sonarle a chino en aquellos momentos. Me sentí gilipollas, y comenzaba a dolerme la cabeza.
-No se preocupe señora Scholz, ustedes celebren la Navidad. No es necesario que haga nada para nosotras.
-Ni siquiera sé si estaré aquí el día de Navidad o si me iré mañana… Herman y yo…
-Ya lo sé, señora – me informó tímidamente mientras hacía un pequeño gesto con su cabeza -. Pero mañana se querrán tanto como siempre, ya lo verá – afirmó como si intentase animarme.
Le sonreí inconscientemente. Me parecía imposible que ella siguiese creyendo en los finales felices.
-Está bien. Ya veremos lo que se puede hacer… – le dije pensativamente antes de levantarme.
Ocupé lo poco que quedaba de tarde en dar una vuelta por el nuevo invernadero al que Moshe había trasladado las plantas durante el invierno, fascinándome con la meticulosidad de aquella gente que dedicaba las horas a trabajar en silencio antes de regresar al interior de la casa cuando los soldados reclamaron a mis empleados para llevárselos a aquel lugar desconocido para mí. Me senté en el salón, primero en uno de los sofás y luego al pie de la chimenea tras echar un par de leños al fuego. Herman llegó justo cuando yo estaba a punto de derramar la primera lágrima mientras repasaba mentalmente el tiempo que había transcurrido desde que un apuesto oficial me había recibido en aquella casa. Las cosas habían cambiado tanto en tan sólo dos años.
Oí sus pasos acercándose lentamente pero no me atreví a mirar hacia atrás. Creí que vendría dispuesto a soltarme el sermón de mi vida, sin embargo apareció a mi lado y se acuclilló despacio antes de coger mi mano derecha y volver a ponerme la alianza en el dedo sin decir absolutamente nada. Luego dejó la suya sobre la palma de mi mano y esperó pacientemente a que yo hiciera lo mismo.
-Te quiero más que a nada en el mundo – dijo finalmente -. Pero si decides jugar de nuevo a ver lo que encuentras entre mis cosas, no dudaré ni un segundo en sacarte del país. Te enviaré tan lejos que no sabrás volver. Y lo haré sólo por tu propio bien, querida – me dijo condescendientemente mientras me acariciaba el pelo –. Aunque me odies por ello.
-No te odio – confesé antes de recibir el beso que él me dio.
Suspiró con resignación y se sentó a mi lado.
-Pues es un detalle que te agradezco – me dijo con una débil voz -.Veamos. El próximo treinta y uno de enero se celebrará un acto en el edificio central del campo de Sachsenhausen-Oranienburg para inaugurar las obras de ampliación. También se designarán los nuevos puestos de mando y yo seré ascendido a Comandante de Campo, además de ser condecorado con la Cruz de Hierro de Primer Orden. Tendrás que venir – su voz no sonaba como si me lo estuviese pidiendo, pero asentí igualmente como si estuviese en mi mano poder decidir sobre aquello. Si una mujer no asistía al acto de condecoración de su marido, supongo que sería algo demasiado cuestionable en un régimen que predicaba también con la recta unidad familiar -. He estado hablando con Berg sobre eso. Lo de la Cruz me da igual, me es completamente indiferente, pero no quiero ser Comandante de Campo. No sirvo para ello por mucho que mi carrera diga lo contrario. Sin embargo Berg dice que es una posición demasiado ventajosa como para dejarla escapar. No lo veo así, le he pedido que intente que designen a otro, pero sé que no lo va a hacer… – me contó mientras apoyaba la cabeza en ambas manos.
-¿Por qué no quieres ese puesto? – Pregunté cuestionando de antemano la respuesta que me daría. Era evidente que callaba más de lo que contaba.
-Porque yo ya no creo en el Reich, Erika – me confesó abatido -. No creo en sus fundamentos ni creo que nos vaya a llevar a una posición mejor. Lo creía ciegamente cuando decidí seguir el camino de mi padre, y me encantaba ver lo orgulloso que estaba todo el mundo de mí. Pero ahora no pasa un día en el que no me pregunte cómo coño fui capaz de no cuestionar antes toda esta mierda. Me arrepiento tanto de lo que hice en los lugares en los que he estado con este uniforme… – dijo con la mirada perdida en el fuego -. Y todo lo que hice allí no es nada comparado con ser lo que ahora me piden.
-¿Por qué le interesa a Berg que tengas ese cargo?
-Tiene más ventajas administrativas. El Comandante de Campo es parte de la dirección y gestión de todo el complejo. En algunos campos solamente hay uno, pero Sachsenhausen-Oranienburg ya es demasiado grande y todavía piensan ampliarlo. Berg cree que con él desde Berlín y yo involucrado en la dirección sería posible… – dudó un poco antes de continuar hablando, pero supe que había optado por decir algo diferente en el último momento – hacer cosas. Poner un poco de orden, gestionar mejor a los prisioneros…
-¿Es por lo de la “Solución Final”? ¿Qué tenéis que hacer?
Herman se tensó automáticamente dedicándome un gesto vehemente que me hizo darme de golpe con la obviedad de que no me iba a hablar de aquello.
-Nunca jamás, bajo ningún concepto, digas que conoces ese término – quise decir que en realidad no lo conocía, pero él siguió hablando sin pausa -. No lo menciones ni en casa, ni fuera, ni delante de nadie. Y mucho menos de cualquiera de los prisioneros. Ni siquiera lo digas cuando estamos a solas. Nunca, Erika. Júrame que no cometerás la estupidez de mencionarlo aunque se te vaya la vida en ello.
Lo juré con los ojos como platos ante el empeño que había puesto. Pero sin sentirme culpable por tener que saltarme el juramento para mencionarlo en mi informe las veces que fuese necesario. Porque precisamente por aquel sospechoso empeño en que no dijese nada, era una obligación decirlo. Después de mi juramento con una sola excepción permanecimos en silencio frente a la chimenea.
-¿Quieres cenar? – Le pregunté cuando me rodeó con un brazo para recostarme sobre su torso.
-No. Todavía me dura la resaca.
Me reí de su argumento entre sus brazos antes de levantarme.
-Lo tienes bien merecido, cariño.
-Supongo que sí – contestó frotándose la nuca mientras yo me retiraba al dormitorio.
Creí que tendría cosas que hacer antes de venir a cama, como siempre. Pero a pesar de su “resaca”, la puerta de la habitación se abrió poco después de que yo me hubiese acomodado en cama para dormir. No encendió la luz para moverse por la estancia – aunque no me hubiese molestado demasiado ya que yo estaba boca abajo -, pero escuché claramente cómo se quitaba la ropa antes de que el movimiento de las sábanas y el hundimiento del colchón le delatasen.
No llegó a tumbarse. Su trasero se posó sobre el mío con cuidado antes de que su pecho cayese sobre mi espalda provocándome una leve sonrisa en la oscuridad.
-Erika, escúchame – dijo muy suavemente después de agasajar mis costillas con un par de caricias y depositar un beso sobre mi columna -. Sé perfectamente que te importaría bien poco jurar algo y olvidarte de ello si se te presenta una buena razón para hacerlo… – y aunque él estaba en lo cierto, no dije nada –. Pero esta vez, necesito de verdad que me hagas caso. Por favor.
-Está bien. Ya te he prometido que no hablaría de esa… “Solución Final” – dije bajando la voz para mencionar esas palabras prohibidas.
-Pero necesito que te lo tomes en serio, querida – repitió en un susurro cerca de mi nuca -. No te lo pido por miedo a lo que pueda pasarme a mí, ¿lo entiendes?
Sí. Claro que lo entendía. No había que ser ninguna lumbrera para deducir que un civil en posesión de información secreta de las SS era un blanco demasiado obvio, por mucho marido Teniente que tuviese. Y semejante subestimación me hubiera defraudado si no fuese porque su tenue voz vino acompañada por el tacto de su familiar y cálido aliento, que se posó sobre mi cuello haciendo que mi piel respondiese con un agradable escalofrío.
-Te juro que no diré nada. De verdad – acepté con una voz vaga y sin entusiasmo.
Y no pude imprimir entusiasmo alguno en mi respuesta porque todo el que era capaz de generar se hallaba concentrado en capturar las yemas de sus dedos sobrevolando mi espalda, mientras sus labios caminaban sobre las inmediaciones de mi nuca provocándome cosquilleos que lamían mi cuerpo desde el cuello hasta los dedos de los pies.
-Espero que sea verdad, Erika – me susurró todavía más bajo a menos de un milímetro de una piel que seguía erizándose bajo el influjo del aire que conformaba su voz.
-Sí. Sí que lo es – insistí con la misma voz desganada.
En realidad mis ganas, al igual que mi entusiasmo, estaban perdidas en cada uno de los movimientos que el cuerpo de Herman realizaba sobre el mío. En el camino que su lengua dibujaba sobre la piel que las asas de mi camisón dejaba al descubierto, o en la maniobra que las palmas de sus manos realizaron al descender hasta mis muslos para regresar a mis costillas llevándose con ellas el bajo de mi ropa a medida que aquella cosa que se agrandaba entre sus piernas iba oprimiendo mi rabadilla, cada vez con más fuerza, clamando por rozarme sin ningún tejido que lo impidiese. Y yo, desde la pasividad por la que había optado, estaba deseando que él lo permitiese.
Pero siempre me equivoco. Herman nunca toma el camino más corto, aunque decir que él estaba pensando lo mismo que yo sería una apuesta segura.
En lugar de eso, se elevó sobre sus rodillas dejando un breve espacio entre nuestros cuerpos y tras arremolinar el camisón más o menos a mitad de mi espalda, sus manos cubrieron mis nalgas para amasarlas cuidadosamente mientras su boca me besaba sobre la última vértebra antes de emprender un sensual sendero que la llevó a posarse en medio de sus manos, donde sus besos no cesaron ni siquiera sobre mi ropa interior, dejándome percibir el calor que me bañaba cada vez que espiraba a través de aquellos labios que seguían bajando hacia mi sexo.
 
 

Abrí mis piernas tras un profundo suspiro, intentando facilitar el camino de sus atenciones aunque sus manos separaban con firmeza mis glúteos para que sus labios pudiesen colarse todavía más abajo. Y no sólo siguieron su camino, sino que se abrieron sobre mi ropa interior para dejarme sentir su lengua deslizándose sobre la prenda que yo quería que él retirase.

Y a pesar de que sabía perfectamente lo que yo deseaba, disfrutaba peleándose con aquella inocente tela que contenía mi sexo. El mismo que yo elevé ligeramente para que su boca se hundiese por completo en él desde el otro lado del tejido. Algo a lo que no se resistió y que hizo gimiendo levemente, haciendo que aquel aire cálido que devolvían sus pulmones se colase hasta hacer que mi entrepierna hirviese por ser descubierta ante aquella lengua que parecía querer perderse en ella.
Esperé un poco, disfrutando de aquellas caricias que recorrían todo mi trasero mientras su boca me buscaba con insistencia. Encontrando mi total disponibilidad aunque todavía se negaba a retirar la prenda que le impedía tocar mi piel, y haciendo que la necesidad de que eso ocurriese se tornase inminente. Estiré uno de mis brazos sobre mi espalda hasta sujetar mis bragas con la mano y apartarlas todo lo posible. Arrastrándolas hasta encontrar una de las manos de Herman e indicarle con mis dedos que la sujetase, al mismo tiempo que yo abría más mis muslos y elevaba un poco más mi sexo en busca de aquella boca que deseaba sentir sobre mi piel ahora desnuda. Pero sólo encontró la caricia del aire templado de la estancia mientras una leve risa llegaba a mis oídos.
-Así no se puede trabajar, querida – dijo suavemente antes de dejar que su lengua se estampase sobre mi nalga para recorrer un pequeño tramo de carne hasta que sus labios la recogieron de nuevo para cerrarse y depositar un estimulante beso que me obligó a contener el repentino reflejo de arquear mi espalda -. No tienes paciencia alguna. Y la paciencia es una virtud.
-Una que tú derrochas para hacerme suplicar – añadí pausadamente a modo de reflexión.
Su cara se posó sobre la mano que todavía sujetaba mi ropa interior mientras que con la otra acariciaba de nuevo mi nalga. Dejando que sus dedos cayesen hasta el interior de mis muslos rozando los labios de mi sexo. Pero obviando el abrazo que éste quería darle mientras se deslizaba sin piedad por las cercanías, aumentando mis pulsaciones con su elaborado itinerario.
-Está bien. Hoy no te haré suplicar, ¿qué quieres que te haga? – Preguntó sumamente relajado, aunque con cierta nota de diversión.
-Lo que quieras – respondí sin dudarlo mientras movía mis caderas buscando el roce de sus dedos sobre mi entrada. De nuevo me lo negaron hábilmente en el último momento.
-Ese: “lo que quieras” me deja mucho margen, ¿no crees? – dijo casi burlándose antes de reírse tenuemente.
-Demasiado – acepté vagamente mientras acomodaba mi cara sobre la almohada – ¿puedo pedir lo que quiera? – Inquirí desesperada por el calor que su cuerpo desprendía por debajo mis riñones mientras su mano seguía surcando mi piel.
-Sí, claro – contestó con convencimiento.
-Muy bien. Entonces tócame mientras me pienso el resto.
Creí que echaría mano de alguna de sus jugarretas para retrasar un poco más el momento de darme lo que yo acababa de pedirle. Como preguntarme dónde tenía que hacerlo o tocarme en cualquier parte de mi cuerpo a pesar de tener absolutamente claro a lo que yo me refería. Pero no hizo nada de eso. Sus dedos acariciaron con la justa decisión los pliegues que rodeaban el acceso a aquel agujero que yo ya notaba palpitante y húmedo, y que todavía demandaba con más fuerza una ocupación al experimentar el agradable roce de sus yemas.
Me dejé arrancar un leve sonido que brotó desde lo más profundo de mi garganta cuando dos de aquellos maravillosos dedos siguieron mi raja de arriba abajo, jugando a presionar ligeramente una hendidura que amenazaba con tragárselos. Y todo mientras yo intentaba pensar en lo que iba a pedirle a mi marido. Porque yo no pensaba desaprovechar aquella oferta aunque estuviese demorando mínimamente la hora de pedir debido al torrente de sensaciones que estaba abriendo en mi cuerpo.
-Quiero que me desnudes – le pedí.
La respuesta se tradujo en su obediencia inmediata. Me sujetó las caderas de una manera tierna para ayudarme a elevarlas y tiró de mis bragas hacia abajo mientras yo me sacaba el camisón para ahorrarle el trabajo.
-Desnúdate tú también – dije terminando de sacarme la ropa y retomando mi posición. Pero esta vez con la pelvis más elevada, aprovechando que había tenido que arrodillarme sobre el colchón para deshacerme de mi ropa -. Sigue. Colócame como quieras y sigue, Herman.
De nuevo hizo lo que yo le pedí sin mediar palabra. Terminó de sacarse la ropa y tras ensancharme levemente los muslos, dejó que sus dedos resbalasen desde atrás hasta llegar de un modo certero a mi clítoris. Jugando con él mientras la palma de su mano arrastraba mis labios, y mientras yo me maravillaba con la contundencia con la que obedecía mis órdenes al mismo tiempo que la necesidad de pedirle más crecía hasta hacerse inevitable. Y haciendo gala de todo un ejercicio de compostura, tomé aire y me dispuse a recitarle aquello que en aquel momento me apetecía más. Dándole los patrones de un encuentro sexual que en mi mente se perfilaba prometedor y que él sabría tejer sin defraudarme.
-Más. Tócame más –. Y él me entendió a la primera. Deslizando sus dedos hacia atrás y colándolos dentro de mi cuerpo con inigualable sutileza. Me concedí un último suspiro antes de comenzar a hablar, y me arranqué -. Quiero que me toques y que me lamas, Herman. Tócame y lámeme como quieras hasta que no aguantes más y tengas que hacérmelo – hice una pausa para coger aire e improvisé un detalle mientras su lengua comenzaba ya a hurgar cerca del agujero que penetraban sus dedos -. Pero restriégamela primero, Her. Me encanta que me muestres lo dura que está antes de metérmela. Y cuando lo hagas, hazlo despacio, como a ti te gusta. Métela todo lo despacio que puedas porque cuando llegues al fondo quiero que empieces a moverte sin hacerlo lentamente, y que no pares hasta el final -. De nuevo tomé aire, aunque ahora me costaba bastante más al hallarme completamente envuelta en su particular esmero por ceñirse a mis peticiones -. Avísame cuando vayas a correrte, y abrázame fuerte cuando lo hagas. Muy fuerte.
Después, simplemente flexioné mis brazos y dejé que mi pecho descendiese hasta descansar sobre el colchón de la misma manera que mi cara reposaba cómodamente en la almohada. Supuse que el hecho de haberlo descrito todo de antemano no me dejaba sin la opción de hacer alguna que otra petición si es que se me ocurría algo, y me abandoné. Me abandoné a su lengua y a sus manos, que se movían con habilidad y destreza en aquella parte de mi cuerpo que respondía a su tacto excitándome hasta hacer que me estremeciese sin que yo hiciera nada por evitarlo. Intentar respirar ya se me antojaba suficiente trabajo, porque hasta mis pulmones parecían haber sucumbido a las caricias de Herman, y solamente se esforzaban lo justo para permitirme inspirar aire y soltarlo a través de mis cuerdas vocales conformando abandonados gemidos que atestiguaban el placer que él me propiciaba.
Y de repente me encontré deseando que me penetrase con aquella erección que de vez en cuando me rozaba el muslo. Quería que la acercase hasta impregnar el extremo de su sexo en la humedad del mío. Que me “la restregase”, tal y como le había pedido. Pero no se lo pedí. Me callé precisamente porque ya se lo había pedido, así que él ya sabía que tenía que hacerlo. Sólo tenía que aguantar un poco más. Sólo eso.
Abrí mis piernas un par de centímetros más, dejando que mi pelvis descendiese con ellas cuando las manos de Herman abandonaron el interior de mi cuerpo para abrir mis nalgas y dejar que su lengua se ocupase en exclusiva de aquel lugar que se ahogaba por recibirle. No pude evitar reprimir un rebelde gemido que se tornó en jadeo sin avisarme, y comencé a mover mis caderas buscando aquellos cálidos labios para que no me abandonasen en ningún momento, ni siquiera para respirar. Pero lo hicieron a pesar de mis esfuerzos. Se desligaron de mi piel. Y tras un par de ávidos lametones que recorrieron la superficie que separaba mis piernas acaparándola por completo, su miembro se paseó por el mismo lugar que aquella lengua, pero de una forma muy distinta. De una forma casi insolente. Quizás vanidosa al saberse dueño de una soberbia rectitud y firmeza que me hacían desearlo.
No era la única. Los dos sabíamos que si estaba haciendo aquello era porque el hecho de entretenerse con mi cuerpo valiéndose de sus manos y su boca ya no tenía sentido. Dejaba de tenerlo en el mismo momento en el que la necesidad de enterrar su verga dentro de mi cuerpo se iba haciendo más y más pesada, hasta llegar a prevalecer completamente sobre cualquier otra posibilidad. Y a mí me pasaba lo mismo. Por eso esperaba gimiendo de una manera casi dolorosa con mis piernas abiertas, dejando mi sexo a tiro para que él entrase cuando quisiese.
Sonreí sobre la almohada cuando llevó a cabo tal decisión. Disfrutando intensamente del camino que el cuerpo de Herman recorría despacio, haciéndose un hueco dentro del mío. Un hueco que en realidad ya le estaba esperando y que estaba exultante al sentirle allí dentro de nuevo.
Su pecho cayó sobre mi espalda antes de que incrustase toda su longitud entre mis piernas, y su voz me habló cerca de la parte trasera de mi cuello mientras uno de sus brazos rodeaba mi cintura.
-Te quiero – me dejó caer con infinita sutileza.
Y sin saber muy bien por qué, me estremecí cuando su pelvis ejerció cierta presión sobre mis nalgas. Desde luego, no era la primera vez que me lo decía. Pero cuando me lo soltaba de aquella manera, casi siempre lograba hacer que mi piel se erizase.
-Y yo a ti – contesté intentando que mis palabras no se muriesen sobre la almohada antes de llegar a sus oídos.
Cabeceó cariñosamente frotando su frente sobra mi nuca y me estampó un dulce beso cerca de la sien. Sin moverme ni molestarme para nada. Sólo se acercó a mi cabeza postrada sobre la almohada y me besó la sien haciendo que de repente sintiese ganas de darme la vuelta y mirarle mientras se dejaba caer una y otra vez sobre mi cuerpo. Pero fue una efímera necesidad que desapareció cuando se incorporó de nuevo y, sin retirar las manos de mi cintura, comenzó a moverse tal y como yo le había pedido. Lo recordé en aquel momento, porque en realidad ya no sabía ni lo que le había dicho.
Estaba demasiado ocupada abandonándome a sus movimientos. Relajando mi cuerpo por completo. Excepto mis piernas, que mantenía rígidas para poder abandonar también mis entrañas a su voluntad. Algo que me encantaba hacer, porque nadie como él sabía ocuparlas. Conquistándome placenteramente con cada una de las estocadas que le hacían converger dentro de mí.
Me perdí conscientemente en aquellas idas y venidas, hechas con decisión y con una frecuencia que no me hacía desear que sus caderas se desatasen. No iba a hacerme suplicar. Lo había dicho y estaba cumpliendo su palabra. Haciendo que yo me quebrase lentamente en su promesa, temblando con su agitada respiración mientras sus dedos se clavaban inconscientemente en mis carnes. Cosa que casi siempre precedía a algún aumento del ritmo de sus caderas, o a algún movimiento más impetuoso de lo normal que parecía ensartarme desde atrás para empujar hacia mi boca sonidos que yo intentaba ahogar en la blanda almohada para poder escucharle a él. Algo que me encanta hacer, porque para mí el sexo ya no es lo mismo si no está aderezado con la atropellada respiración de Herman, ni con esos débiles gemidos que se le escapan tan al límite que dejan entrever que se está mordiendo el labio inferior. Y cuando me imagino esa cara cargada de una mezcla de sentimientos que intentan reflejarse a la vez, me excito hasta límites que antes me eran desconocidos.
-Me encanta, Her – gimoteé débilmente.
No esperaba una respuesta, pero sus acometidas ganaron en velocidad y fuerza mientras sus manos pasaban de sujetarme a apoyarse dominantemente sobre mi grupa antes de que su voz me hablase.
-¿Te gusta más así? – Preguntó acaloradamente mientras su glande golpeaba el corazón de mi útero.
No le mentí.
-Oh, sí… así podrías matarme sin que me importase – contesté entrecortadamente mientras reparaba en la gilipollez que acababa de soltar. Solo a medias, porque aunque nadie quiere morir, bienaventurados los elegidos que lo hacen en medio del acto sexual.
Lo cierto es que también tiene que ser un poco frustrante espirar tu último aliento estando tan cerca de un orgasmo. Lo ideal sería morirse después, sumida en esa calma total que se abre camino tras el apogeo final.
Y en esas absurdas divagaciones me encontraba cuando los brazos de Herman se enroscaron alrededor de mi cuerpo para elevarme y privarme de la cómoda postura que había mantenido durante todo el tiempo. Colocándome en una posición vertical, con mis rodillas flexionadas sobre el colchón y postrada sobre el trono que conformaba su cuerpo perfectamente acoplado al mío. Penetrándome sin descanso mientras me sujetaba firmemente para seguir con aquel vaivén que me estaba arrastrando al delirio.
Apoyé mi nuca sobre uno de sus hombros, notando la tensión con la que sobresalían sus músculos al mantenerme firmemente aprisionada entre sus brazos. Sumisa por completo, rendida a sus constantes empellones mientras uno de sus antebrazos parecía estar a punto de reducir mis costillas a simples astillas de huesos. Quería decirle que me encantaba que me apretase tan fuerte mientras me lo hacía de aquella manera alocada. Pero no fui capaz. Yo sólo era capaz de gemir. De emitir sonidos incoherentes mientras mi cordura iba a la deriva en aquel apogeo que conformaban sus caderas bajo las mías.
-Erika, voy a correrme… – susurró con trabajo mientras una de sus manos subía hasta mi cara para sujetarla al mismo tiempo que su boca me mordía tenue y sensualmente la parte baja de mi mandíbula.
 

Yo también abrí mis labios y lamí su mano, que se desplazó hasta entregarme sus dedos sin que yo dejase de chuparlos mientras anclaba mis manos en su poderoso antebrazo. Recogiendo en mis oídos el ruidoso aire que brotaba desde su garganta, a través de aquella boca que no se separó de mi cara desde que su tímido ademán de morderme degeneró hasta convertirse en un grave grito que logró abrirse paso entre sus esfuerzos. Estampándose contra mi piel a la vez que sus brazos apretaban mi cuerpo sin que su pelvis dejase de embestirme. Y yo le buscaba ansiosamente. Intentando arquear mi espalda mientras sus brazos me obligaban a permanecer en contacto pleno con él, sintiendo cómo la musculatura de su abdomen lamía una y otra vez la parte baja de mi espalda con cada penetración. Apretándome tanto que podía sentir mis acelerados latidos en cualquier parte de un cuerpo que se moldeaba sin ningún inconveniente al suyo. Inmovilizada y resignada a dejarme hacer hasta que me encontré en medio de un voraz orgasmo bien acompasado que me obligó a demandar aire de un modo desesperado mientras mi lengua recorría instintivamente las yemas de sus dedos.

No quería que terminase. Moví mis caderas intentando infructuosamente prolongar lo imposible hasta que el agarrotamiento de nuestros muslos nos obligó a desistir incluso antes de la última de nuestras sacudidas.
Lo bueno siempre se acaba. Supongo que es una de esas leyes inquebrantables.
Aunque la manera relajada en la que los brazos de Herman sujetaban ahora mi cuerpo, mientras sus labios besaban tiernamente la base de mi cuello, tampoco estaba nada mal. Me dejé empujar suavemente hasta que me depositó de nuevo sobre el colchón y se acomodó a mi lado antes de cobijarme entre sus brazos.
-Herman – le llamé débilmente cuando estaba a punto de dormirme. Él me contestó con un vago sonido -. Siento haberte llamado nazi de mierda – dije sinceramente arrancándole una risa floja.
-Soy un Teniente de las SS – afirmó sin dejar de reírse -. “Nazi de mierda” se me queda muy corto, querida.
Acaricié su mejilla sin decir nada y me acomodé cerca de su torso desnudo, donde me dormí sin añadir nada que desarticulase su respuesta. No era un nazi de mierda. Quizás a lo sumo, fuese uno muy atípico. Ni siquiera el nazi más blando escupiría jamás entre las páginas del Mein Kampf. Pero sí que era un Teniente de las SS.
Las semanas pasaron impasiblemente. Pero lo cierto era que las cosas no cambiaron demasiado a corto plazo. Cumplimos con todos nuestros compromisos sociales y acudimos a la cena de Nochebuena de las SS para oficiales, donde conocí a muchísimos capullos y a sus esposas. E incluso me lo pasé mejor que en la fiesta de Nochevieja de los Walden. Aunque eso fue porque allí no estaba Berg para amenizarme la velada pintándome esperpénticos cuadros de los personajes que copaban las mesas. En la cena de Navidad me contó que el Führer había estado platónicamente enamorado de su sobrina hasta el punto de interponerse en las relaciones sociales de ésta y ejercer una presión tan enorme en su vida que la chica terminó por suicidarse hacía ya más de diez años. Algo que ahora estaba prohibidísimo mencionar y que no me creí hasta que Herman me aseguró que había sido cierto. Pero que lo del enamoramiento nunca se había confirmado por mucho que a algunos les encantase aferrarse a la idea.
A parte de eso, 1942 no empezó de manera muy distinta que el final de 1941. De hecho, el mundo parecía más centrado en la nueva batalla que ahora se libraba en el Pacífico entre japoneses y norteamericanos. Lo único destacable fue que tuve la oportunidad de sacar algunas fotos dentro del campo de Sachsenhausen-Oranienburg cuando Herman fue condecorado con la Cruz de Hierro de Primer Orden. Pero las remití a mis superiores con la vaga sensación de que no les serían de mucha ayuda, ya que el acto se celebró dentro del edificio central y allí todo estaba perfectamente dispuesto para la ocasión. Más allá de las salas destinadas al evento resultaba imposible acercarse a una ventana sin que un “amable soldado” te recordase que estaba prohibido hacer tal cosa.
La atención se centró nuevamente sobre Alemania cuando su ejército comenzó a replegarse sobre territorio soviético tras intentar hacerse con el control de Moscú durante meses. Y el optimismo con el que se había entrado en la vasta tierra soviética fue proporcional a la rapidez con la que el ejército alemán comenzó a perder sus ocupaciones en la misma. Nunca lo dije en voz alta. Pero en mi fuero interno tuve que reconocer que Herman siempre había tenido razón. Los rusos no eran aquellos bárbaros incapaces de organizarse que decía el Reich ni la prensa alemana.
La situación continuó igual hasta que a principios de abril recibimos la invitación para asistir al concierto del día 19 para celebrar el cumpleaños del Führer. Bromeamos un par de veces acerca de aparecer en el evento de alguna forma extravagante, pero a la hora de la verdad nos ceñimos rigurosamente a las normas y nos reunimos con Berg en nuestros privilegiados asientos situado en uno de los palcos.
-¡Joder! No tenía ni idea de que pertenecíamos a la aristocracia – comenté mientras Berg saludaba hacia abajo a otro hombre con uniforme.
-Y no pertenecemos a ella. Somos la aristocracia, Erika – matizó bromeando entre risas -. Si no eres militar, no puedes permitirte esto sólo con un buen apellido. Pero si tienes el apellido y encima eres oficial… ¡blanco y en botella!
Me reí ante su explicación mientras seguía saludando.
-Después te presentaré a esos mamones – me susurró discretamente sin dejar de saludar -. A tu marido no le van nada estos requisitos, pero son importantes para mantener las amistades de la familia. ¿Por qué no saludas conmigo?
-No conozco a nadie personalmente, Berg – me quejé escondiendo las manos.
-Pero saben que eres la señora Scholz porque estás a la derecha de Herman. Te devolverán el saludo al ver que estás hablando conmigo. Creerán que te estoy diciendo quienes son y que te interesas por ellos, ésa es la manera de conseguir que esta noche no se vayan a cama sin comentar con alguien lo simpática que eres. Y eso es fundamental para salir bien parado en una sociedad de hienas, Erika.
Le miré fijamente mientras me soltaba todo aquello. Berg siempre hablaba en un tono que lograba restar importancia a las cosas, pero no mentía. Y aunque reconocía la gran razón que llevaba, opté por ocupar mis manos rodeando el brazo de Herman, dejando que él saludase con un gesto mucho menos efusivo que el de Berg a quien creyese oportuno. Le quería. Y aceptaba todo lo que conllevaba quererle, pero aquel no era mi mundo. Yo sólo estaba allí porque sabían que se había casado conmigo, no para saludar a gente en pro del beneficio de un apellido con el que no había nacido.
El concierto fue todo un espectáculo, y no sólo porque la pieza final fuese la Novena de Beethoven, sino porque la dirigió Furtwängler – una de tantas personalidades que decidió poner tierra por medio entre él y el régimen cuando el Nacionalsocialismo llegó al poder, y que había decidido irse a Viena pacíficamente valiéndose del estatus de “mejor director de orquesta de toda Alemania” –. Aquel simple hecho prometía tanto que no dejó indiferente a nadie cuando tras estrechar secamente la mano del Ministro de Propaganda al terminar el concierto, se sacó un pañuelo y se la limpió “discretamente” mientras se inclinaba ante el público.
-¡Sí señor! ¡He ahí un alemán con pelotas! – Exclamó Berg moderadamente mientras se inclinaba sobre mí para dirigirse a Herman –. Quizás le llame para que dirija algo en mi próximo cumpleaños, ¿qué crees que me diría?
-Opino que te mandaría a la mierda – respondió Herman sin inmutarse antes de soltar mi mano para levantarse y aplaudir fervientemente al igual que el resto del auditorio.
Berg y yo nos echamos a reír antes de hacer lo mismo.
Después del concierto asistimos a la cena que se celebró. Y tras codearnos con la élite del poder de esa forma tan refinada que apenas te permite decir un par de palabras por diálogo, nos sentamos con Berg y algunos oficiales más. Más tarde – cuando todos se levantaron para bailar o pulular por el salón de baile – los tres optamos por ir al bar y sentarnos en una mesa apartada tras pedir unas copas. Entonces Berg sacó un tema sumamente interesante. Y lo hizo sin ningún tipo de reparo ante mí, considerándome con ello “alguien de confianza”.
 

-¿Qué tal te va como Comandante? – Lanzó mientras sacaba el tabaco después de que el camarero nos hubiese traído lo que habíamos pedido.

-Es una puta mierda, Berg. ¿Por qué me lo preguntas? Creí que te estaban llegando mis quejas diariamente.
-Sí. Sí que me llegan, pero ya te dije que últimamente ni siquiera las leo… – Herman hizo un gesto de desdén con la cara antes de tomar el primer trago -. Creo que ha llegado el momento de hablarte de algo – anunció encendiendo un cigarro -. Sé que últimamente has perdido algo de esa fe ciega que me tenías. Pero muchacho, ¿cuándo he hecho yo algo sin meditarlo? Te quiero en la dirección de Sachsenhausen porque voy a mandarte algo allí que va a interesarte mucho.
-¿Más prisioneros? – Preguntó Herman irónicamente -. Porque eso es lo que llega a Sachsenhausen todos los días, Berg.
-Voy a mandarte a más de cien prisioneros procedentes de todos los campos del Reich clasificados como “trabajadores altamente esenciales” para llevar algo a cabo. Estarán bajo las órdenes del Mayor Krüger. Él no va a tener nada que ver con la dirección ni nada de eso, sólo se ocupará de su operación. Pero necesitaba un campo de prisioneros un poco atípico. Ya sabes, de ésos en los que a uno no le peguen un tiro por ir a mear…
-¿Qué van a hacer? – Se interesó rápidamente Herman.
Berg negó rápidamente con la cabeza. Quizás si yo no estuviese delante se lo hubiera dicho, pero tampoco me pidieron que les dejase a solas.
-Krüger está fuera ahora mismo. Pero regresará la semana que viene y ya me he tomado la molestia de decirle que estarías encantado de recibirnos para merendar. Lo que van a hacer allí te lo explicará él mismo. Luego yo te propondré un plan alternativo para llevar a cabo nuestra propia “solución alternativa” – Herman se tensó en el acto al escuchar eso, pero trató de disimular cogiendo su copa para dar un trago.
Yo opté por encenderme un cigarrillo despreocupadamente mientras sopesaba la posibilidad de que él no me viese capaz de establecer la evidente relación que había entre “Solución Final” y “solución alternativa”. Supongo que supo que lo había relacionado. Ambos nos conocíamos demasiado bien. Así que no me subestimaría de esa manera por mucho que yo no hubiese vuelto a pronunciar esas palabras desde que lo había prometido.
-¿Por qué será que tengo la sensación de que no me va a gustar tanto como crees? –Preguntó Herman de manera incómoda. Probablemente Berg se había olido que pasaba algo.
-Ya. Pues créeme que yo sé que te va a encantar. Confía en mí sólo una semana más, ¿puedes hacerlo?
-Supongo que puedo. Pero esta semana en lugar de quejarme voy a remitirte copias de los partes diarios de las bajas que se registren en el complejo de Sachenhausen-Oranienburg – le dijo fríamente mientras dibujaba una forzada sonrisa que hizo que Berg se frotas la frente -. Porque yo confío en ti. Por eso me gustaría compartir contigo la profunda sensación de vacío e impotencia que se experimenta cuando, por más que uno se esfuerza, las cosas siguen empeorando.
-Herman, lo sé. Pero te prometo que voy a darte un buen motivo para quedarte ahí.
-Y espero con ansias el momento de saberlo. Pero por ahora, creo que mi mujer y yo regresaremos a casa, si no te importa prescindir de nuestra compañía.
-Lo cierto es que sí me importa, pero no voy a reteneros aquí – contestó Berg con cierta pena mientras observaba cómo Herman se levantaba.
Se despidió amablemente de Berg mientras yo apagaba mi cigarro a medias y acto seguido abandonamos el salón con suma discreción. No volvimos a hablar de nada de aquella noche hasta que a mediados de la semana siguiente – sin haber pasado los siete días que Berg había dicho – una mañana Herman anunció que por la tarde se quedaría en casa para recibir al Mayor Krüger y a Berg. Y lo hizo mencionando que tendría que buscarme una distracción que me mantuviese ocupada mientras ellos charlaban. Le prometí que me quedaría leyendo algo en la biblioteca, pero me dedicó una mirada de desconfianza y me pidió que buscase una actividad que me requiriese en algún otro lugar que no fuese la casa.
-¿Pero tú qué te has creído? ¡Soy tu mujer! Si te digo que me quedaré en la biblioteca, es que me quedaré en la biblioteca. También es mi casa, y si no te gusta que me quede en ella, entonces llámales y diles que os encontraréis en otro lugar – protesté haciéndome la ofendida ante semejante falta de confianza conyugal.
-Muy bien. Me encantaría equivocarme, pero algo me dice que esta tarde tendremos una de nuestras crisis matrimoniales, querida – zanjó con una de sus sonrisas de cortesía antes de irse.
Al mediodía Herman cambió su uniforme de Teniente por un sencillo conjunto de calle nada más llegar de Oranienburg. La ropa normal le hacía parecer alguien completamente ajeno a lo que era diariamente, aunque no perdía ni un ápice de aquella elegancia inherente que sólo él sabía lucir con cualquier estilo. Incluso cuando salía de los establos ataviado de jinete y con las botas embarradas sabía moverse con aquella gracia que dejaba las imperfecciones en meros detalles incapaces de eclipsar su impoluta imagen.
No mencionó nada acerca de nuestra conversación de la mañana durante la comida ni durante el resto de la tarde. Pero en cuanto llegaron los invitados para la “merienda”, me recordó muy correctamente mis quehaceres en la biblioteca tras presentarme al Mayor Krüger – cuyo aspecto de oficial que no llegaba a la cuarentena me sorprendió. Yo me lo había imaginado bastante más “mayor” -. Me retiré mientras ellos se acomodaban en el salón. Había dado por hecho que irían al despacho, pero se quedaban allí.
No le serviría de nada poner un piso de por medio. Me quité los zapatos al terminar de subir las escaleras y volví a bajar sin hacer ruido hasta quedarme donde pudiese escuchar bien, a tres o cuatro peldaños del final.
-¡Cuánto tiempo Scholz! Me hubiera encantado verte por otros motivos, pero en fin… ¿qué opinas de la nueva “normativa” que tendrás que aplicar? – Se interesó el Mayor Krüger.
Empezaban fuerte. Por la entonación que le dio al pronunciar eso de: “normativa” supuse que se refería a la puñetera “Solución Final”.
-Opino que me sería infinitamente más atractiva si pudiese aplicarla también en otros “ámbitos” – contestó con sarcasmo tras pensarlo un poco.
El Mayor y Berg soltaron una carcajada al unísono.
-¡Hostias, Berg! Confieso que me mantenía un poco escéptico con todo esto… – dijo con diversión – ¿qué coño le ha pasado al soldado que sembró el terror en Varsovia? – Preguntó retóricamente haciendo que mi estómago se encogiese al escuchar aquello -. Muchacho, ¡tu padre estará revolviéndose en su tumba!
-Lo tomaré como un cumplido – contestó la voz de Herman sin mucho entusiasmo -. Tú en cambio siempre tuviste las cosas claras…
-No te ofendas, Scholz – se disculpó el Mayor -. Me refería a que… bueno, tu familia siempre ha sido un apoyo para la política del Reich…
-Claro – admitió con resignación -. Pues ya ves que con mi padre bajo tierra las cosas han dado un “ligero cambio”. Berg me ha dicho que vas comentarme algo que quieres llevar a cabo en el campo de Sachsenhausen. Usted dirá, Mayor.
-Teniente Scholz – comenzó moderando la voz -. Me ha costado bastante obtener el permiso para ejecutar la operación que me han encomendado. El General Berg me ha dicho que estás al tanto de que la operación requiere “personal altamente esencial”, por lo tanto prescindiré de rodeos. Vamos a falsificar libras esterlinas en tu campo para introducirlas en el mercado y provocar una quiebra económica que les impida a los ingleses costearse la guerra.
-Creí que aquí todos queríamos que Inglaterra nos parase los pies – le interrumpió Herman tranquilamente.
-Muchacho, la quiebra económica llevará su tiempo. Uno no mete un billete falso y origina un caos. Estamos hablando de millones de libras que se traducen en años. Años de margen para que Inglaterra y los Estados Unidos paren esta locura.
-Herman – intervino Berg -, el Mayor Krüger necesita un campo de prisioneros poco conflictivo. Uno ordenado, como el tuyo.
-Yo no soy el único Comandante de Campo, y te apuesto lo que quieras a que hay campos con menos bajas que Sachsenhausen.
-Sí – admitió Krüger -. Berg y yo ya lo hemos comprobado. Pero él también me dijo que se jugaba un brazo a que no encontraba uno con las mismas hectáreas que Sachsenhausen y que rondase siquiera el número de bajas por metro cuadrado. Y es cierto. Así que no quiero poner mi “fábrica” bajo otra jurisdicción que no sea la tuya.
-Y me halaga – contestó Herman -. Pero Berg, debo decirte que esto no me parece tan atractivo como me habías prometido.
-Déjale hablar – le pidió Berg.
-Me consta que le has conseguido a tus trabajadores el estatus de “trabajador esencial” valiéndote de tu importante apellido. Sin embargo, ¿cuántos trabajadores podrías tener sin que alguien te dijera: “basta”?
-Pues seguramente algunos más. He ampliado las cuadras y he construido un comedor fuera de casa para no tener que devolverlos al campo a la hora de comer. De momento el apellido me funciona bastante bien.
-Bueno, pues yo te echaré una mano. Mis empleados necesitarán asistencia para los trabajos más sencillos. Son falsificadores. Tienen que centrarse en lo suyo, no en manufacturar el papel, ir a buscar la tinta, cortar, limpiar la maquinaria… y a mí no me importaría que me enviases a los niños para realizar ese tipo de cosas, por ejemplo. ¿Puedes emplear niños en tus establos?
-No – reconoció Herman.
-Entonces hazme un sitio en Sachsenhausen, y hasta el último niño será requerido por mis obreros, Teniente Scholz.
-Está bien. ¿Qué necesitas exactamente? – dijo tras pensárselo un par de minutos.
-Algo que sobra en uno de los campos con más extensión de todo el territorio alemán actual. Espacio. Necesito un par de barracones para la gente y una nave en la que montar la maquinaria. Pero debes procurarme un lugar más apartado. A mis trabajadores se les han concedido ciertos privilegios que podrían desencadenar la ira de sus “camaradas”.
-No hay problema – aceptó Herman -. ¿Cómo va a organizarse todo eso? ¿De quién dependerían tus trabajadores?
-Oficialmente ni siquiera estaremos allí. Seremos independientes aunque operemos en tu campo y no asumiré ninguna decisión más que las relativas a mi plantilla. Pero necesito a alguien de confianza que me diga en quien puedo confiar y que me consiga la mano de obra que necesitan mis trabajadores.
No escuché nada más. Así que supuse que Herman debió asentir o algo por el estilo. Comenzaba a plantearme si entraba dentro de mi deber mencionar aquello en un informe o si debía callármelo. Después de todo, era una estrategia de guerra llevada a cabo por el Reich. Pero la operación había caído en manos de aquel grupo de “insurgentes no reconocidos” de las SS, y estaban hablando de utilizarla para mejorar las condiciones de los niños. Todavía no había decidido nada cuando la voz de Berg comenzó a hablar.
-Hay más, Herman – anunció -. En las pruebas de falsificaciones que han hecho con Krüger no sólo probaron a elaborar divisas…
-También pueden falsificar documentos, Scholz – añadió Krüger con cierto misterio -. Han obtenido pasaportes que pasarían los controles más estrictos…
-Espero que no me estéis proponiendo lo que… – vaciló Herman.
-¡Por Dios! – Exclamó Berg con irritación – ¡Claro que no estamos hablando de largarnos de aquí por la puerta de atrás! Somos nosotros los que actuamos correctamente, ¡no seas imbécil!
-Bien – aclaró Herman -. Dicho esto, disculpadme un segundo. Ahora vuelvo – dijo Herman.
Subí las escaleras rápidamente cuando le escuché decir aquello y me dirigí a la biblioteca. Donde agarré el primer libro que encontré y lo abrí por una página al azar antes de sentarme en el sillón fingiendo estar sumida en la lectura. Poco después Herman entró en la estancia cerrando la puerta a sus espaldas.
-¿Ya habéis terminado de hablar? – Pregunté inocentemente.
Él sonrió de forma angelical mientras se acercaba a mí y se agachaba para besarme la frente.
-Amor mío – me dijo con suma delicadeza -. Necesito hablar contigo de marido a mujer – añadió mientras me quitaba el libro con cuidado y lo dejaba sobre la mesa. Asentí a la espera de que comenzase, pero la conversación no me gustó nada -. Iré al grano, ¿hasta dónde has escuchado?
-¿De qué? No he estado escuchando nada, he subido aquí en cuanto os sentasteis… – me defendí inútilmente.
-Erika… – me exigió cargado de paciencia -. Sé sincera. No pasa nada, probablemente fuese a contártelo yo mismo. Así que dime, ¿qué es lo que ha escuchado mi querida esposa?
Su voz fue engatusadora, suave, como si su objetivo fuese ponerme entre algodones con cada una de sus palabras. Lo decía tan seguro de sí mismo que yo, simplemente fui sincera con él.
-Lo he escuchado todo.
Se rió mientras sacudía la cabeza y luego se inclinó para darme un beso en los labios.
-Está bien. Volveré con ellos – dijo sin más mientras me acariciaba el pelo con cariño.
-¿Puedo ir contigo? – Pregunté con naturalidad. Herman me miró todavía con una leve sonrisa -. Bueno, soy tu mujer. No debería extrañarles que me contases estas cosas. En el matrimonio la confianza entre…
-Te dije que hoy tendríamos una crisis matrimonial, Erika… y la vamos a tener, querida – me contestó con infinita delicadeza mientras caminaba hasta abrir la puerta y quedarse mirándome bajo el umbral -. La vamos a tener porque no te entra en la maldita cabeza que te juegas el cuello cada vez que te empeñas en averiguar cosas que no deberías saber –. Y entonces metió la mano en su bolsillo y sacó una llave.
Apenas tuve tiempo de levantarme antes de que cerrase la puerta desde fuera y escuchase el sonido del cerrojo que me dejaba recluida en aquella estancia.
-¡Herman Scholz! Ábreme o te juro que gritaré tanto que Berg y Krüger te obligarán a abrirme.
-Muy bien, querida. Yo les pondré al tanto de por qué me he visto en la obligación de encerrarte y aplaudirán mi decisión – no contesté a eso. Me mordí el labio inferior con rabia y retrocedí un par de pasos para regresar al sillón en el que estaba. Creí que me había dejado sola, pero su voz todavía me dedicó un par de frases más antes de despedire -. Vendré a por ti en cuanto haya terminado. Te quiero.
-¡Que te jodan, Teniente Scholz! – Contesté con un profundo resentimiento. Juraría que escuché una tenue risa desde el otro lado de la puerta.
-Bueno, estaré disponible cuando quieras. Pero me temo que después de esto no querrás hacerlo en mucho tiempo… – dijo antes de que sus pasos me indicasen que regresaba al piso de abajo.
 
Mas relatos míos en:

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Relato erótico: La mujer del empresario. El medicamento (POR RUN214)

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EL MEDICAMENTO

 Por desgracia para Miguel fue la mujer de Perecet quien salió a recibirle cuando llamó a la puerta. Allí estaba ella, la mujer de hielo, mirándole con esos ojos de perra-loba. Le hacía sentir como un pordiosero mendigando en la casa de un marqués.
-¿Qué haces aquí? –Preguntó ella.
-Venía a… yo venía a…
-No me gusta verte por aquí.
-¿Cómo?
-No quiero que te acerques a mi hija.
-¿Raquel? N…No he venido a ver a su hija, señora…
-Mi hija no es para alguien como tú ni los de tu clase.
Estuvo tentado de tumbarse en un rincón y lamerse la pata gimiendo como un perro apaleado pero por suerte la dosis de humillación cesó al instante. Luis Perecet apareció tras su mujer y le hizo señas para que se acercase a él.
-¡Miguel! Has llegado puntual. Acércate, sígueme a mi despacho.
-L…Lo siento, señora… su marido…
Tenía la garganta hecha un nudo por lo que las palabras no salían por su boca. Bordeó a la bruja de la caverna antes de que le hiciera mearse en los pantalones y se refugió en la compañía de su anfitrión.
Una vez en el despacho de señor Perecet, Miguel volvió a respirar tranquilo al amparo de ese hombre tan afable. Su mujer le aterraba. Si por él fuera le colocaría un bozal y la ataría de pies y manos en la más oscura celda de la más alta torre.
-Tú eres muy bueno en esto de la informática, Miguel. Te he llamado porque quería pedirte un favor.
-Usted dirá.
-Necesito acceder a mi portátil pero he perdido la contraseña.
Dicho esto colocó un portátil rosa sobre el escritorio y miró a su invitado con cara de súplica.
-Pero… éste es el portátil de Raquel.
-¿Eh? sí, bueno. Ella… bueno ¿Puedes ayudarme?
Miguel abrió la tapa, encendió el ordenador y aguardó dubitativo hasta que una ventana le pidió una contraseña para continuar. Después de eso se mantuvo en silencio, sin mover un músculo, meditabundo.
-¿Qué? ¿Qué pasa? ¿No puedes saltarte la protección? –interrogó Perecet.
-Usted quiere que yo piratee el portátil de Raquel a sus espaldas.
Perecet vaciló y se frotó la frente indeciso.
-Vale, está bien, te voy a decir la verdad. Creo que Raquel tiene demasiada libertad en esta casa y abusa de ella. Está muy descontrolada y hace cosas que no debería. Ya sabes, cosas que no son adecuadas para una chica de instituto.
El muchacho enarcó una ceja escéptico.
-¿Qué tipo de cosas?
-Pues, pues… anda con malas compañías… y creo que fuma porros de droga. –Se escudó Perecet. -Quiero saber qué cosas peligrosas esconde. Soy su padre y tengo la obligación de velar por mi hija.
-¿Raquel? ¿Malas compañías? ¿Droga? -Miguel meneó la cabeza incrédulo. -¿La misma Raquel que habla con diminutivos y dibuja corazones en los puntos de las “íes”? ¿La que dice “miércoles” en lugar de “mierda puta” y chupa caramelos de fresa? ¿La que abandona a sus amigas porque tiene que estudiar en casa? ¿La misma Raquel que ha visto “Dirty Dancing” 16 veces y se sabe sus canciones de memoria?
Perecet apartó la mirada y se atusó las cejas mientras intentaba encontrar un pretexto convincente. Pasaron una docena de incómodos segundos pero no encontró ninguna excusa para refutar su intento de invasión a la privacidad de su hija.
-Quiere saber si su hija tiene fotos de ella desnuda ¿Es eso?
Perecet palideció.
-Como le conté que obtuve fotos comprometedoras en el ordenador de mi hermana usted ha pensado que podía hacer lo mismo con el de su hija. ¿Verdad?
-A ver, Miguel. –Balbuceó. –No te confundas conmigo, ¿eh?
-No le estoy juzgando, señor. ¿Quién soy yo para juzgar a alguien cuando yo mismo he espiado a mi hermana y he robado fotos de su ordenador para hacerme pajas con ella?
-¿Entonces? ¿Puedes entrar? ¿Puedes saltarte la contraseña?
-No servirá de nada.
-¿Por qué no?
-¡Por favor! Estamos hablando de Raquel. Ella no es como mi hermana, no hace cosa así.
Su anfitrión sonrió. –Que te crees tú eso. “TODAS” las mujeres son unas zorras. Te aseguro que Raquel también.
Miguel negó con la cabeza.
-Imposible. Joder, pero si es la versión más infantil de “Tarta de Fresa”. Dice “pipi” en lugar de “me voy a mear”, utiliza la palabra “eso” para referirse a “polla”, “coño”, “tetas” o “follar” y se ruboriza cuando alguien dice un taco. Por no hablar de su forma de vestir.
 
 

Perecet le miraba con media sonrisa dibujada en la cara mientras Miguel exponía sus argumentos. Cuando hubo acabado le puso una mano en el hombro y acercó su cara a la del muchacho hasta que pudo verle los granos de la nariz.

-Mira chaval. Te voy a decir una cosa que no debes olvidar nunca. Todas, repito, todas las mujeres se vuelven unas zorras en cuanto les salen los pelos del coño. Igual que lo son tu hermana o tu madre.
-Bu…Bueno mi madree…
-Te aseguro que Raquel también lo es. Por muy niñita pija que la creas. Así que entra en su ordenador para que pueda verle el coño y las tetas de una puta vez.
Miguel se asustó con el tono de Don Luis así que no perdió más tiempo. Insertó un pendrive y reinició el ordenador.
Un rato después, cuando hubo conseguido saltarse la protección, comenzó a navegar por el disco duro en busca de ficheros de imagen. Encontró 952 fotos, lo que desanimó al padre de la criatura solo de pensar en visionar uno por uno.
-Mierda, no me va a dar tiempo de revisarlos todos. Raquel no tardará mucho en venir de su clase de… pádel… o equitación… o yo que sé.
-No creo sean fotos guarras. Mire el título de las carpetas que las contienen: “vacaciones 2012”, “cena navidad”, “excursión museo”, esto… esto son una mierda de fotos, joder.
-Pues tiene que haber más. –rebatió Perecet.
-No, estos son todos los archivos de imagen. No hay fotos guarras aquí, convénzase. Su teoría de que todas las mujeres son unas zorras incluida mi madre es una mierda.
-Debe de esconderlas en otra parte. –Don Luis cavilaba sin cesar. -¡Ya está! Seguro que tiene un pendrive escondido en alguna parte.
-Sí, seguro, con fotos de sus ositos preferidos vestidos con ropa de mujer.
Miguel suspiró y pulsó la opción para apagar el PC sin embargo algo le detuvo en el último momento.
Volvió a lanzar una búsqueda pero esta vez lo hizo en archivos de texto con un tamaño mínimo de varios megas.
-¿Qué haces? –preguntó su anfitrión.
-Tengo una corazonada. Una vez le enseñé un truco a Raquel.
Aparecieron numerosos archivos. Eligió el de mayor volumen. Se inició el procesador de texto y acto seguido apareció un mensaje:
“SE PROCEDERÁ A FORMATEAR SU DISCO DURO, ¿DESEA CONTINUAR?”
Miguel sonrió. –No puede ser lo que creo.
-Hostias tú, que nos lo cargamos. Cancela, cancela.
-No, este truco se lo enseñé yo para ahuyentar moscones.
 
 Al aceptar se abrió el documento. En lugar de texto había insertadas imágenes. La primera página la ocupaba al completo un retrato de Raquel frente a un espejo con un disfraz de catwoman que dejaba al descubierto sus tetas.
Las bocas de ambos cazadores de secretos se abrieron de par en par a la vez que sus pollas de cuadraron en posición de firmes.
-¿Lo ves? ¿Lo ves? Yo tenía razón. –Gritaba Perecet –Son todas unas zorras. Y tu madre también.
Miguel hizo caso omiso del último comentario y avanzó a la siguiente página. Cuando apareció la siguiente foto, ambos hombres se recostaron en sus asientos mientras exhalaban todo el aire de sus pulmones lentamente pronunciando un “Oooooh”.
Era una foto frontal de Raquel completamente desnuda con las manos tras la nuca. Sus labios besaban el aire hacia la cámara. Las piernas juntas y flexionadas como si fuera una pose de pasarela. Su coñete de fino bello era lo más atrayente de la imagen.
Siguieron visionando fotos a cada cual más “sucia” que la anterior. Ambos tenían sus pollas tiesas como robles que no se privaron de “masajear” por encima de sus pantalones.
Cuando vieron una foto de Raquel metiéndose lo que debía ser un consolador por el coño mientras se mordía el labio inferior casi se caen de sus asientos.
-Joder, me voy a hacer una paja con tu hija.
-Yo me la voy a follar.
-Uf, y yo también. Joder que buena está así, en pelotas.
-Lo digo en serio. Voy a follar con ella.
La afirmación de Perecet sonaba tan real que Miguel no quiso seguirle la corriente.
-Bueno pues yo me conformo con hacerme una paja a su salud cuando llegue a casa. Así que si me disculpa, recojo mis cosas y me voy.
-¿Que recoges tus cosas?
-Y me voy.
-No puedes irte todavía, tienes que ayudarme a follármela.
-No, no. Yo ya le he ayudado traicionando a una amiga. Ahora lo único que me preocupa es sortear a la bruja de la caverna y largarme a mi casa para hacerme una paja a solas. Un placer ayudarle a conseguir fotos guarras de “Misis tarta-de-fresa-en-pelotas”. Me piro.
-¿Sortear a quién? -Perecet le miró desconcertado. -…es igual, no te puedes ir todavía. Además gracias a mí has visto a Raquel en pelotas. Me debes una.
-Oiga, pare el carro, yo no lo debo nada. Me pidió un favor y se lo he hecho… aun en contra de mis principios.

-Tu madre es enfermera, ¿Verdad?

Miguel se puso en alerta. ¿A qué venía eso?
-Raquel me dijo que trabajaba en la planta de oncología. –continuó Perecet.
-Sí. –Corroboró Miguel intrigado. –En cuidados paliativos.
-Según me dijo, tu madre se encarga de administrar fuertes sedantes a los pacientes que están en fase terminal.
El muchacho permaneció mudo temiendo la bomba estaba a punto de explotar.
-Y según Raquel… le dijiste que tu madre utiliza sedantes del hospital para consumo propio.
-B…Bueno, eso tiene una explicación. Mi madre lo utiliza en pequeñas dosis como remedio contra sus migrañas y su trastorno de sueño.
-Ya, pero trae un potente sedante del hospital a tu casa.
-Solo lo utiliza antes de ir dormir para coger el sueño y siempre en dosis ridículas. Lo que usted está insinuando…
-Tranquilo Miguel. No la estoy acusando de nada. Al fin y al cabo ¿Quién soy yo para juzgar a nadie cuando yo mismo te he confesado mi obsesión por mi propia hija?
-Ya, pero…
-Lo que quiero es que me consigas ese medicamento para utilizarlo con Raquel.
Miguel palideció.
-¿Quiere… quiere dormirla para poder follársela?
-Exacto. Y tú me vas a conseguir el sedante.
-En realidad es un anestésico ligero, se llama “Sedalent” y… joder, eso es una violación. ¿Va a violar a su propia hija?
-No, voy a follármela sin que ella se entere.
-Pero, pero…
-Pero nada, ya has visto como se mete consoladores por el coño. A saber cuantas pollas han entrado por ahí. ¿Qué hay de malo en que sea mi polla la que entre en su coño por una vez? Además, ella ni se va a enterar.
Miguel se sentó empapado en sudor. Le temblaban las piernas. Este tío estaba muy enfermo. Una cosa era ser un boayeur y otra muy diferente un violador.
-N…No puedo hacerlo.
-Tendré que dormir también a mi mujer para que no se entere de nada mientras estoy con Raquel. Cuando lo haga, dejaré que te la folles tú.
A Miguel se le puso la polla dura de golpe. -¡Hostias! –pensó. -¿Follarme a la bruja de su mujer?
-¿Qué me dices?
-S…Su mujer…
-¿Te la quieres follar o no?
– – – – –
Horas después Miguel se encontraba sentado a la mesa de la cocina de su casa junto a sus padres y su hermana dispuestos a cenar.
-Mamá. –Dijo Miguel. -¿Sigues tomando ese medicamento que traes del hospital para dormir?
-De vez en cuando ¿Por qué?
-Háblame de él.
– – – – –
El ilustre Don Luis Perecet abrió un ojo. Había estado tumbado dentro de su cama pero sin dormirse. A su lado, su mujer dormía en el más profundo sueño.
-Lourdes. –Llamó –Lourdes despierta.
Lourdes no se inmutó por lo que Perecet la agarró por los hombros y la zarandeó. Aun así la fría y distante Lourdes Loma no salió de su trance.
Don Luis se dirigió entonces al cuarto de su hija, encendió la luz y la llamó en alta voz. Tampoco esta vez hubo reacción alguna.
Asiéndola de un tobillo la arañó en la planta del pie con fuerza pero ni aun así su hija dio muestras de querer despertar de su letargo.
Perecet bajó las escaleras hasta el vestíbulo y abrió la puerta. Un muchacho con cara de miedo se asomó indeciso.
-¿Llevas mucho rato esperando? –preguntó Perecet.
-Acabo de llegar. –contestó Miguel. -Son las 12:00 como usted me dijo.
-Bien, entra.
Ya en el dormitorio de los Perecet miguel observaba la cama donde dormía la esposa de su colega de fechorías. Su marido corrió las mantas destapando su cuerpo enfundado en un camisón de verano.
-Joder. –dijo Miguel. –Si se le trasparentan los pezones.
-Levanta el camisón, anda.
 
Obedeció sin dudarlo. Al levantarlo descubrió sus bragas blancas. También aquí se trasparentaba la tela dejando el coño de la mujer casi a la vista del muchacho.
Miguel posó la mano sobre el mullido bulto de su coño y casi se le para el corazón. Palpó la zona con delicadeza como si la mujer pudiera sentir su mano y se despertara por ello.
Después de tragar saliva bajó la prenda hasta los muslos dejando al aire el coño al completo. Era la primera vez que veía un coño de verdad en directo. Lo acarició con las yemas de los dedos recorriendo cada pliegue y cada rincón. Después acercó su cara, saco la lengua y la pasó por la raja. El olor era fuerte pero comparado con el de una polla era mil veces mejor.
Recorrió su cuerpo con las manos hasta llegar a sus tetas. Destapó la tela que las cubría y se maravilló con su vista. Amasó los dos melones con ambas manos. Los besó y chupó. Lamió sus pezones como si fuera lo último que fuera a probar.
Miguel estaba desnudo sobre ella y sentía su calor. Su polla se frotaba contra su coño mientras sus manos se entretenían con sus tetas y su culo. Besaba sus labios inertes que ahora eran solo para él.
Perecet había estado junto a él todo el tiempo sin decir palabra. Miguel no sabía si le cohibía o le excitaba su presencia mirando como se propasaba con su mujer. ¿Cómo se sentiría el hombre al ver como un imberbe sobaba y lamía a su esposa? ¿Le dejaría follarla como prometió?
Metió su polla entre las piernas de ella hasta encontrar el hueco de su coño. Empujó ligeramente hasta sentir como se deslizaba dentro de la mujer cálida y húmeda. Era la sensación más maravillosa de su vida. O sea que era esto lo que se sentía al meter la polla en un coño, guau. Cuando la tuvo metida hasta el fondo comenzó un movimiento rítmico hacia adentro y afuera. Nunca imaginó que fuera tan bueno. ¿Quién querría hacerse una paja con la mano después de esto?
Perecet miraba sin decir palabra. Le estuvo viendo sobarla y lamerla. Vio su cara metida en el coño y su lengua recorriéndolo. Ahora la estaba penetrando, le estaba metiendo la polla a su esposa, se la estaba follando. Hace una hora ese muchacho era virgen, nunca había estado con una chica, ni tan siquiera le habían besado en los labios y ahora estaba disfrutando con su mujer y estaba pasando el mejor rato de su vida, Perecet lo sabía.
El chico movía el culo cada vez más rápido y jadeaba con más fuerza mientras tensaba los músculos de su cuerpo. Las tetas de la mujer bailaban arriba y abajo con cada envite. ¡Dios!, pensó Miguel, era lo más maravilloso que le había pasado en su vida, ¿se podía sentir mayor placer?
Iba a averiguarlo enseguida. El señor Perecet le cogió de los huevos y se los empezó a acariciar con la yema de los dedos apretando levemente sus testículos de vez en cuando.
Miguel se puso tenso. No le hacía gracia que un hombre le sobara los huevos aunque, para ser sincero, le estaba dando placer. Sonrió con ironía, se follaba a una mujer mientras su marido le tocaba los cojones.
Cuando sintió un dedo untado de saliva introducirse por su ano dejó de sonreír. Ya no le hacía tanta gracia que justo en el mejor momento del polvo a su esposa se le ocurriera hacer esto. Apretó el ano pero para su desgracia el dedo lubricado continuó con su progresión con dificultad.
Se resistió todo lo que pudo, intentando no perder la concentración de su orgasmo que estaba a punto de llegar pero pese a su continua resistencia, el dedo de Perecet no cejaba en su intrusión y lo peor es que empezaba a ser doloroso.
Al final se dio por vencido y relajó su ano lo que pudo para poder continuar con la follada. Si había sido capaz de chuparle la polla a ese hombre no iba a dejar de follarse a su mujer solo por que a él le pusiera cachondo meterle el dedo por el culo. Además, ¿no decían que los hombres tienen el punto “G” dentro del ano? Si se concentraba podría llegar a convencerse de que no era su dedo el que le penetraba sino el de Raquel.
Aunque a su juicio, tenía el dedo demasiado adentro y el culo demasiado abierto como para poder evadirse mentalmente.
Lo malo vino un momento después cuando notó las manos de Perecet agarrarle por las caderas. Y si sus manos estaban ahí, entonces ¿qué era lo que le estaba metiendo por el ano?
El peor de sus temores se confirmó cuando notó el bello púbico del hombre acariciarle los glúteos. ¡LE ESTABA DANDO POR EL CULO! ¡Pero será maricón!
Intentó revolverse pero le fue imposible. Le tenía bloqueado con su cuerpo y sus manos. Para mayor desgracia, la cadencia del señor Perecet iba en aumento con envites cada vez más bruscos. Cada vez que la polla entraba en su culo de un empujón, la polla de Miguel entraba en el coño de su mujer con la misma energía. No quería correrse con la polla de ese hombre entrando y saliendo de su culo.
Por desgracia su cuerpo no pensaba lo mismo que él y su orgasmo no se pudo retrasar más. El muchacho comenzó a correrse en el coño de la mujer a la vez que su marido lo hacía en su ano.
-M…Me corro. –gimieron ambos al unísono.
 

-No te corras dentro. –gritó Miguel. –por favor no me dejes tu semen dentro.

Perecet no pareció oírle y siguió follándole desde atrás cada vez con mayor rapidez y con gemidos más sonoros.
-Por favor, Don Luis, no se corra dentro. No me deje su semen dentro, joder.
-¿Te gusta follarte a mi esposa?
-S…í…í. –contestaba como podía mientras se corría.
-¿Te gustaría correrte dentro?
-Ya me estoy corriendo dentro de su coño, señor, jod-der, jod-er.
-Pues a mí también me gusta correrme dentro.
Soportó los últimos estertores de su anfitrión contra su culo mientras terminaba de eyacular su semen. Sus empellones le empujaban hacia la mujer sobre la que entraba y salía al mismo tiempo que él. Pasados unos segundos Miguel se quedó muerto sobre ella mientras su anfitrión sacaba su polla de su culo. Estaba rendido. Odiaba a ese hombre. Era un cerdo, un violador maricón y un enfermo mental que le había enculado mientras tenía la mejor corrida de su puerca y miserable vida.
Para una vez que consigue follar con una mujer y cuando creyó haber descubierto la mayor y más maravillosa sensación de placer que le ofrecía su coño, Don Luis se lo jode dándole por el culo y llenándole de semen.
Perecet aguardó mientras el chico comenzaba a reponerse.
-Me has dado por el culo.
-Sí, joder que pasada. Ha estado de puta madre.
-Me has dejado su semen dentro. M…Me has follado.
-¿Y qué? Tú te has follado a mi mujer. ¿Acaso no ha merecido la pena?
-Me has follado y te has corrido dentro de mí. ¿Eres maricón o qué?
-Me ha puesto cachondo ver como te la follabas. Nunca lo había hecho antes pero ¿sabes qué? Deberías probarlo.
Miguel le miro como si tuviera delante a un marciano con alas. ¿Probar el qué? ¿Dar por el culo? Este tío era idiota.
-Descansa y tómate tu tiempo. –Le dijo Perecet. –Después vístela como estaba y tápala.
Abandonó el dormitorio dejando a Miguel a solas con ella. La mujer y él estaban despatarrados sobre la cama, ambos estaban llenos de semen pero solo Miguel era consciente de ello.
En menos de una semana se había hecho una paja delante de un tío, le había hecho una paja a ese mismo tío, se la había chupado después de que él se la chupara a él, se había follado a su mujer y se había dejado dar por el culo por él. ¿Quién dijo que no iba a llegar lejos en la vida? A este paso ¿quién sabía donde podría acabar?
Con el veneno de la lujuria y el odio en sus venas, volteó a la mujer poniéndola boca abajo. Abrió sus piernas y separó sus glúteos descubriendo su ano. Escupió en él e introdujo un dedo con la mayor suavidad que pudo.
Su ano estaba relajado, blandito. Apoyó la punta de su aun endurecida polla en la entrada y la introdujo con suavidad. La folló despacio, con cuidado de no dañarla. No quería crear sospechas en la mujer al día siguiente.
Perecet le aconsejó que probara follar un culo y eso estaba haciendo. Quizás no se refería a este culo en concreto pero que se joda Perecet, y que se joda la bruja de su mujer, esa zorra sin corazón.
No tardó mucho en correrse de nuevo. No fue una corrida como la anterior pero la disfrutó igualmente. Por fin la había dado por el culo a la bruja, venganza.
-Ahora estamos empatados ¿eh? Bruja. Tu marido y tú me dais por el culo a mí y yo te doy por el culo a ti.
 
 

La vistió y la dejó en el mismo estado que la había encontrado, apagó la luz de su dormitorio y se fue a buscar a su anfitrión.

Le encontró en el cuarto de Raquel. Ella estaba tumbada en su cama completamente desnuda con los brazos extendidos y sus piernas completamente abiertas. Su padre le sujetaba los tobillos mientras la penetraba con furia.
-Mira con que facilidad le entra mi polla, Miguel ¿Lo ves? Su coño ha tragado más pollas que una puta. Joder, lo sabía, te lo dije. ¿Con cuantos habrá follado ésta? Es una zorra, todas lo son, igual que tu madre
“Y dale con mi madre” pensó Miguel. Se acercó a ellos y se fijó en sus tetas. Eran más grandes de lo que parecían en las fotos. Las agarró y las amasó con dulzura mientras los envites de su padre las hacían botar con fuerza. Era como acariciar 2 manzanas frescas.
Sin mediar palabra se sacó la polla y utilizó la mano inerte de Raquel para pajearse con ella mientras su padre seguía follándosela. Con la otra mano continuó amasando una teta. Desnuda y follada por su padre ya no parecía la linda y acaramelada Raquel “tarta-de-fresa” Perecet.
Justo cuando su padre se corría dentro de ella, Miguel le estaba metiendo la polla en la boca a la chica.
Cuando Perecet acabó de correrse, aprovechó para descansar sobre su hija mientras le comía los pezones. Durante todo el tiempo, Miguel siguió con su paja con la mano de Raquel. Estaba bien y tenía su morbo pero no era lo mismo que un coño.
-Joder, voy a correrme otra vez. ¿Me dejaría hacerlo dentro de ella?
-¿Qué? ¿Ya no piensas que la vas a violar?
-Como usted decía, ella no se enterará de nada.
Perecet descabalgó de su hija y su lugar lo ocupó Miguel. -La voy a follar como antes follé a tu mujer. –pensó.
El coño era tan suave como el de su madre y la sensación exquisitamente igual de placentera. No la folló durante mucho tiempo. Tampoco la corrida fue abundante pero el placer de hacerlo dentro de su coño superaba el mejor de cualquier orgasmo pajeríl.
– – – – –
Acabada la felonía los 2 delincuentes sexuales abandonaron sus puestos de ataque y se retiraron hacia sus puestos de resguardo, uno en su cama y su pijama junto a su mujer sedada y otro hacia su casa con su familia.
Al llegar a su hogar, Miguel entró con sigilo. No quería despertar a nadie.
Caminó hacia su cuarto. Al fondo estaba la puerta del dormitorio de sus padres. Se acercó y empujó la puerta semiabierta que daba a su interior. Su madre dormía dentro. El dormitorio de su hermana estaba cerca. ¿Sería capaz de follarse a su propia hermana si pudiera? ¿Tendría valor para hacerlo? La respuesta a la primera pregunta era “Sí”, la respuesta a la segunda no la conocía ni él.
Entró en el lavabo a echar una meada y vio el envase de “Sedalent”. Esta noche su madre había vuelto a utilizar el medicamento para conciliar el sueño.
Se subió la cremallera y salió del lavabo.
– – – – –
Había cerrado la puerta del dormitorio y se había desnudado. La luz de la mesilla de noche alumbraba el cuerpo de su madre enfundado en un camisón. Por suerte para él, su padre hacía turno de noche y no estaba en casa.
Su madre era una mujer normal, ni guapa ni fea. No destacaba por nada ni hacía girar la cabeza a los hombres. Incluso miguel no encontraba nada atractivo en ella, era la última mujer en quien pondría los ojos, para él solo era su madre.
No obstante su madre tenía algo que él quería utilizar de nuevo, su coño. ¿Sería capaz de violar a su propia madre mientras dormía? Como decía el padre de su amiga “Su madre era tan zorra como las demás” por lo tanto, qué más daba si él le follaba el coño. Total, al día siguiente ni se iba a enterar.
Le quitó sus bragas, se acomodó entre sus piernas y hundió su polla lentamente. Volvió a sentir la misma sensación cálida y suave que había descubierto unas horas antes. Asomó una sonrisa de bobalicón en su cara mientras comenzaba a follarla. Esta vez nadie le daría por el culo cuando se corriera.
Momentos después, mientras eyaculaba dentro pensó en cuantos días a la semana su madre tomaba Sedalent.
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Se agradecen comentarios de todo tipo. Es lo que más ayuda a seguir escribiendo.
Y gracias por leerme y dedicar tu tiempo. Ese es también un bonito regalo.
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Relato erótico: “Pillé a mi vecina recién divorciada muy caliente 3” (POR GOLFO)

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Al llegar a casa, las dos me hicieron saber que querían descansar y por eso mientras ellas se quedaban viendo la tele, decidí irme a dar una vuelta por el pueblo. Esa huida era para darles la oportunidad de hablar entre ellas sin tenerme a mí merodeando por la casa. Por eso, antes de salir, cogí por banda a Paloma y le pedí que tratara de sonsacar a mi mujer sin ser muy directa.

―Deja eso de mi cuenta― respondió mientras aprovechaba para dar un buen magreo a mi paquete con sus manos.

Descojonado, la dejé hacer y cuando ya tenía una erección entre sus dedos, le di un azote mientras le decía:

―A mí no hace falta que me persuadas. Es a María a quien debes de convencer.

Mi “orden” le hizo gracia y poniendo cara de puta, contestó:

―Cuando vuelvas, te tendré una sorpresa.

La lujuria de su mirada al despedirse de mí me hizo saber que tenía una estrategia planeada y conociéndolo de antemano, eso no sé si me dio confianza o miedo.

«¿Qué se traerá entre manos?», pensé ya en la acera.

No tenía duda que esa mujer era inteligente, pero, aun así, me fui cabizbajo a tomarme una copa. Tras la barra del bar donde me metí, mis dudas solo hicieron más que crecer y por eso cuando a la hora creí que era el momento de volver, pensé que me encontraría en una situación bastante desagradable. Lo extraño fue que no estaban en la casa y eso me puso todavía más nervioso.

«¿Dónde se habrán metido?», mascullé entre dientes cuando con el paso de las horas no volvían.

Eran cerca de la nueve cuando recibí una llamada de mi esposa avisando que estaban esperando que les terminaran de preparar un pedido en el chino de la esquina y me pidió que fuera poniendo la mesa mientras tanto. El buen humor con el que me habló y las risas de Paloma que pude oír por detrás me confirmaron que todo había ido bien.

Deseando que llegaran, coloqué los platos, abrí un buen vino y esperé. En cuanto las vi entrar me percaté que habían bebido. Su tono desenfadado y el volumen de su conversación eran el de alguien con unas copas y por eso les pregunté que celebraban.

―Pronto lo sabrás― me soltó María y sin importarle la presencia de su amiga, me besó con lujuria.

La manera en que con su lengua forzó mis labios y el modo en que restregó su sexo contra el mío me anticiparon que esa noche iba a dormir poco, pero lo que confirmó que iba a ser así fue cuando uniéndose a nosotros, Paloma unió sus labios a los nuestros. Durante un minuto, dejé que mi lengua fuera de la boca de mi mujer a la de mi vecina mientras ellas no paraban de reír hasta que contagiado de su alegría, pregunté a que se debía tal saludo:

―He hablado con Paloma y hemos llegado a un acuerdo.

Sabiendo el contenido de ese trato, tuve que disimular y preguntar de qué hablaban. Fue entonces cuando mi vecina soltando una carcajada, me soltó:

―Como sabrás estoy divorciada y hace mucho que no hago el amor. Al contarle a tu mujer que soy bisexual y que me siento atraído por ella, me ha explicado que nunca sería capaz de ponerte los cuernos.

―Y ¿qué tengo que ver yo en eso?

Interviniendo, María hizo un puchero y con tono inocente, me dijo:

―Si participamos los dos, ¡no serían cuernos!

Alucinado por su descaro, insistí:

― ¿Me estáis proponiendo un trio?

En vez de contestarme las dos al unísono se arrodillaron frente a mí y sin darme posibilidad de opinar, me bajaron la bragueta.  Mi pene reaccionó al instante y por eso cuando mi mujer metiendo la mano lo sacó de su encierro, este apareció ya totalmente erecto.

Mientras me pajeaba, Paloma comentó:

―Se ve que tu pajarito está de acuerdo― para acto seguido acercar su boca y sacando su lengua, darme un lametazo.

Aunque María fue la que me informó de ese trato, aun así, busqué con la mirada su reacción y en sus ojos descubrí que lejos de enfadarse, mi mujer estaba excitada. La calentura que sintió al ver mi miembro en la boca de su amiga la hizo levantarse y desnudarse para acto seguido poniendo uno de sus pechos en mis labios, preguntar:

― ¿Te gusta la sorpresa?

Sin contestar, mi lengua recorrió el inicio del pezón que puso a mi disposición y al hacerlo, pegó un gemido mientras su areola se retraía claramente excitada.  Paloma al verlo, incrementó su mamada embutiéndose mi falo hasta el fondo de su garganta. Pero entonces, María pidió que siguiéramos en la cama, nuestra vecina a desgana se sacó mi verga de su boca y se quejó diciendo:

― ¿No podías haber esperado a que se corriera?

María ayudándola a levantarse, la consoló diciendo:

― ¿No prefieres ser la primera en ser follada?

La carcajada de Paloma evidenció que el cambio le gustaba y quitándose la ropa, nos guio ya desnuda hasta nuestra habitación. Al llegar a mi cama, las atraje con mis manos y alternando de una a otra, me puse a mamar de sus pechos. El saber que disfrutaría de esos dos cuerpos me hizo avanzar en mis caricias y les pedí que se acostaran junto a mí. Fue entonces cuando escuché que Maria me decía:

―Tranquilo, machote. ¡Tú relájate y déjanos hacer!

La mirada cómplice que descubrí en mi vecina me hizo suponer que ya lo tenía planeado y por eso cuando entre las dos me terminaron de quitar el pantalón, supe que debía de quedarme quieto.

Paloma fue la que tomó la iniciativa y deslizándose por mi cuerpo, hizo que su lengua fuera dejando un húmedo rastro al ir recorriendo mi cuello y mi pecho rumbo a su meta. Cuando su boca llegó a mi ombligo, sonriendo me miró y al ver que en ese momento estaba mamando de los pechos de mi mujer, pegó un gemido y con sus manos comenzó a acariciar mi entrepierna.

― ¿Te gusta que seamos tan putas? ― preguntó mi esposa al sentir mis dientes mordiendo sus pezones.

―Mucho― respondí más interesado en sentir que en hablar, porque en ese instante mi vecina se había agachado entre mis piernas.

Al disfrutar de la humedad de su boca alrededor de mi pene, gemí anticipando el placer que ellas me iban a otorgar. Mi gemido fue la señal que esperaba mi esposa para unirse a la otra y compartiendo mi pene con su amiga, besó mi glande mientras la morena se apoderaba de mis huevos, introduciéndoselos en la boca.

Su coordinado ataque me terminó de excitar y chillando les grité que se tocaran entre ellas. Curiosamente fue María la que tomó la iniciativa y mientras seguía lamiendo mi polla, llevó una de sus manos hasta el trasero de Paloma.  Nuestra vecina se agitó nerviosa al sentir una mano de mujer recorriendo su culo y tras un momento de indecisión, imitó a Maria usando sus dedos para recorrer los pliegues del coño de mi mujer.

Las dos mujeres compitieron entre sí a ver cuál era la que conseguía llevar a la otra al éxtasis mientras se coordinaban para entre las dos apoderarse de mi falo con sus bocas. Alucinado me percaté que sin buscarlo mi esposa y su amiga se estaban besando a través de mi miembro. Sin darse apenas cuenta, los labios de ambas se tocaban mientras sus lenguas jugaban sobre mi piel.

La visión de esa escena y el convencimiento que esas dos me iban a regalar muchas y nuevas experiencias, aceleraron mi excitación y tanto María como Paloma al notarlo buscaron con un extraño frenesí ser cada una de ellas la receptora de mi placer. Os confieso que era tal el maremágnum caricias que no pude distinguir quien era la dueña de la lengua que me acariciaba, ni la que con sus dientes mordisqueaba la cabeza de mi pene hasta que ejerciendo su autoridad María se apoderó de mi pene para ser ella primera en disfrutar de mi simiente.

― ¡Yo también quiero! ― protestó nuestra vecina.

Compadeciéndose de ella, mi esposa dejó que ambas esperaran con la boca abierta mi explosión, de forma que al eyacular fueron dos lenguas las que disfrutaron de su sabor y ansiosas fueron dos manos las que asieron mi extensión para ordeñar mi miembro y obligarlo a expeler todo el contenido de mis huevos.  La lujuria de ambas era tan enorme que no dejaron de exprimir mi pene y de repartirse su cosecha como buenas amigas.

Os confieso que jamás disfruté tanto como cuando ellas iban devorando mi semen recién salido hasta que convencidas que habían sacado hasta la última gota, me preguntaron que si me había gustado.

―Ha sido la mejor mamada que nunca me han hecho― respondí sin mentir en absoluto.

Al oírme alabar sus maniobras, sonriendo se tumbaron a mi lado y se abrazaron besándose. La pasión que demostraron y el modo en que entrelazaron sus piernas me hizo saber que no habían tenido suficiente y que querían amarse entre ellas. Sobre todo, me sorprendió el modo en que mi esposa se comió con los ojos los pechos de nuestra vecina y viendo su indecisión decidí ayudarla:

― ¿No te apetece darle una probadita? ― pregunté mientras pellizcaba los pezones de Paloma.

María se estremeció al verme masajeando esas dos tetas y sin poder aguantar más las ganas que la consumían se acercó y metió una de sus areolas en su boca mientras con su mano recorría el cuerpo de esa mujer.

― ¡Qué gozada! ―, gimió Paloma al notar que mi mujer iniciaba el descenso hacia su vulva.

María, al comprobar que su amiga separaba sus rodillas para facilitar sus maniobras, no se hizo de rogar y separando con los dedos los labios inferiores de nuestra vecina, acercó la lengua a su botón de placer. Ella al sentir su respiración cerca de su sexo, sollozó de placer y por eso cuando notó el primer dedo dentro de su vagina, pegó un grito y le rogó que no parara.

― ¡Pídemelo! ¡Putita! – respondió mi mujer al tiempo que usaba sus yemas para torturar el botón erecto de su amiga.

― ¡Fóllame! ― rogó Paloma ya completamente excitada.

Su confesión fue el inicio de una sutil tortura y bajando entre sus muslos, sacó la lengua para saborear por vez primera del fruto de su coño. La humedad inicial que lucía ya se transformó en un torrente que empapó la cara de mi mujer, la cual habiendo dado el paso se recreó lamiendo y mordiendo su clítoris. Al hacerlo, su trasero quedó a mi disposición y sin pensármelo dos veces, cogí mi miembro entre mis manos y la ensarté metiendo en su interior toda mi extensión.

Esa postura me permitió usar a María mientras ella seguía devorando con mayor celeridad el chocho de Paloma, la cual me sonrió al ver como empalaba a mi mujer. Metiendo y sacando mi pene lentamente me permitió notar cada uno de sus pliegues al ir desapareciendo en su interior y disfrutar de como mi capullo rozaba la pared de su vagina al llenarla por completo. Nuestra vecina al verla así ensartada y sentir su boca comiendo de su coño, no pudo reprimir un chillido y llevando las manos hasta las tetas de mi mujer, le pegó un pellizco mientras le decía al oído:

―Eres tan puta como yo.

Al oírlo, María bajó la mano a su propia entrepierna y empezó a masturbarse al tiempo que respondía:

―Lo sé― mientras totalmente excitada por ese doble estímulo me pedía que acelerara el ritmo de mis penetraciones.

Al obedecerla e incrementar el compás de mis caderas, gimió pidiendo que no parara para acto seguido desplomarse presa de un gigantesco orgasmo. Paloma al comprobar que mi mujer había obtenido su parte de placer y mientras todo su cuerpo se retorcía como poseído por un espíritu, me obligó a sacársela y actuando como posesa, sustituyó mi polla por su boca.

María al notar el cambio, unió un orgasmo con el siguiente mientras Paloma me pedía que me la follara sin parar de zamparse el coño de su amiga. Demasiado excitado por la escena, la agarré de los hombros y de un solo empujón acuchillé su vagina. No llevaba ni medio minuto zambullido en mi vecina cuando mi pene estalló sembrándola con mi blanca simiente.

― ¡No me jodas! ― protestó al comprobar que me había corrido y buscando obtener su placer antes que mi pene hubiese perdido su erección, me obligó a tumbarme y saltando sobre mí, se empaló totalmente insatisfecha.

Menos mal que mi mujer acudió en mi ayuda y mientras con los dedos la masturbaba, se puso a mamar de sus pechos hasta que pegando un aullido obtuvo su dosis. Agotada cayó sobre mí y con sus últimas fuerzas, rompió el silencio diciendo:

― ¡No me lo puedo creer! ¡Me habéis dejado caliente insatisfecha como una mona!

Sabiendo que era parcialmente mentira, María soltando una carcajada la besó diciendo:

―Tranquila, tenemos un mes para recompensarte.

Paloma, sonriendo, aceptó sus besos mientras me guiñaba un ojo.

8

Aunque esa noche entre María y Paloma me habían llevado al límite, fui el primero de los tres en despertarme y por ello pude contemplar sus cuerpos desnudos sin que se percataran del examen. He de decir que me quedé extasiado al observarlas. Siendo totalmente diferentes, eran dos pedazos de hembra por las que cualquier hombre daría la vida.

«¡Qué buenas están!», murmuré para mí mientras trataba de decidir cuál era más atractiva.

Para mi corazón la elección era clara: ¡mi esposa ganaba de calle! Que prefiriera a María, no era óbice para reconocer que Paloma conjuntaba la perfección de su cuerpo con una poderosa personalidad que la hacía irresistible y por ello seguía sin comprender como el imbécil de su marido la había dejado por otra.

Pensando en su sustituta, me dije:

«Será más joven pero difícilmente la juventud de una chavala puede competir con el pecho, la cintura de avispa y las piernas de Paloma. Con proponérselo, tendría media docena de pretendientes ante su puerta».

Aceptando ese precepto, miré a María. Mi compañera desde la infancia no le iba a la zaga, delgada, pero con unas ubres que te invitan a besarlas, me había hecho feliz muchos años y por nada pensaba en cambiarla.

Mirándolas me di cuenta de que, aunque había disfrutado toda la noche de sus cuerpos, seguía tan caliente como el día anterior. Por ello comprendí que de buen grado aceptaría que ese trío se convirtiera en algo permanente y sin darme cuenta, comencé a acariciarlas.

―Hola cariño― todavía somnolienta susurró mi esposa al ver que estaba despierto.

Cerrándole la boca con un beso le dije:

―Quiero verte haciéndole el amor a nuestra invitada.

María sonrió al escucharme y dándose la vuelta, se concentró en la mujer que tenía a su lado. Sus dedos comenzaron a recorrer el cuerpo desnudo y aun dormido de Paloma mientras desde un rincón del colchón observaba

―Es preciosa― me dijo cogiendo un pecho con sus manos.

Los pezones de la morena se erizaron al sentir la lengua de mi esposa recorriéndolos y sé que en su sueño se imaginó que era yo el que lo hacía al escuchar que gimiendo decía mi nombre mientras inconscientemente separaba sus piernas.

Mi señora al ver que le facilitaba su labor usó sus dedos para separarle los labios y acercando la boca se apoderó de su clítoris. Paloma recibió las nuevas caricias con un gemido y ya despierta abrió los ojos.

― ¿Me vas a despertar así siempre? ― susurró al ver que era María la que estaba penetrándola con un par de dedos mientras mordisqueaba el botón del placer que escondía entre los pliegues de su sexo.

―Calla y disfruta― dije pasando mi mano por uno de sus pechos: ―Me gusta ver cómo goza de ti.

Mas excitada de lo que le gustaría reconocer, se concentró en sus sensaciones al ser acariciada. Sabía que le gustaba se nuestra amante, pero alucinada se dio cuenta que le estaba entusiasmando la forma en que mi mujer le estaba haciendo el sexo oral.

―Nadie me lo ha comido nunca así― exclamó al notar que María añadía un tercer dedo a los dos que ya la estaban follando y dando un jadeo, presionó su cabeza para forzar ese contacto mientras le exigía que la hiciera culminar.

Es más, en voz baja, me pidió que me acercara. Al obedecer, cogió mi miembro ya totalmente erecto y, empezó a acariciarlo con su lengua. Ni que decir tiene que una descarga eléctrica surgió de mi entrepierna.

―Quiero que sepas que para mí eres mi hombre y María, mi mujer― comentó mientras con una lentitud exasperante, sus labios recorrían la piel de mi sexo.

Mi señora sonrió al ser tomada en cuenta y con mayor énfasis, siguió devorando el coño de la morena mientras con un gesto me pedía que la ayudara. Separando sus piernas puse la cabeza de mi pene en la entrada de cueva, pero, aunque todo mi ser me pedía el poseerla, no lo hice y usando mi glande, preferí dedicarme a minar su resistencia, jugando con su clítoris.

Mi mujer y mi amante, mientras tanto, se besaban excitadas, y buscando su propio placer se masturbaban una a la otra. Los gemidos y jadeos mutuos las retroalimentaba y con el olor a hembra impregnando por completo la habitación, fueron cayendo en el placer.

 ― ¿Estáis cachondas? ― pregunté al contemplar que sus cuerpos se retorcían entre sí, en un baile sensual de fertilidad.

―Haz el amor a nuestra putita― me exigió María.

Sin medir las consecuencias, le di la vuelta y de un solo empujón le clavé mi estoque.

―Así amor mío, fóllame― rugió la morena.

Por un breve instante temí que mi esposa reaccionara en plan celosa y me la quitase de encima, pero en vez de ello decidió castigarla con una serie de rápidos azotes.

― ¡Qué haces! ― protestó nuestra vecina ya que nunca nadie le había tratado así.

La carcajada de María le hizo saber que debía de someterse o nos perdería para siempre. Consciente de ello, lloró al verse humillada, pero con cada azote en su mente se iba fortaleciendo la certeza de que deseaba entregarse y eso provocó que se empezara a excitar.

Sus lloros se convirtieron en sollozos callados antes de mirándonos a los ojos, pedirnos que no la dejáramos así:

― ¡Necesito tanto la polla de tu marido como tus golpes!

Acto seguido, ya totalmente sometida, se puso a cuatro patas en la cama y mirando a mi esposa, comentó:

―Castígame, pero deja que os ame a los dos.

Esa confesión junto con la hermosura de su cuerpo entregado afectó a mi esposa y dándole un beso, le dijo que siempre que supiera que ella era la primera, tendría un lugar en nuestra cama.

―Tú eres su mujer yo solo la otra― respondió arrepentida.

María al escucharla y sin cambiar de posición me repitió:

― Haz el amor a nuestra putita. Necesita ser tomada mientras la termino de domar.

Tras lo cual, reanudando sus azotes, me marcó el ritmo con el que quería que la tomara. Sin preguntar, recogí parte del flujo que manaba del interior de Paloma y le fui embadurnando su esfínter. María al percatarse de ello, sonrió aceptando que sodomizase a nuestra amante. Paloma al que le ponía mi pene en su entrada, echándose para atrás, se fue introduciendo mi sexo en el trasero.

― ¿Te duele? ― preguntó mi señora al advertir que había conseguido metérselo completamente.

―Si, pero me gusta― la contestó y como muestra de que no mentía, empezó a mover sus caderas mientras pedía que la volviera a azotar.

En un principio, María la dejé acostumbrarse al marcar un compás lento al saber que tanto el esfínter como la voluntad de Paloma se desgarraban con cada embestida y solo al ver que se relajaba, fue incrementando la velocidad con la que golpeaba sus nalgas.

― ¡Dios! ¡Cómo me gusta ser vuestra puta! – chilló descontrolada y ya sin control, me rogó que derramara mi simiente en su interior.

Esta vez no me contuve y penetrándola brutalmente, empecé a galopar con un único destino, el explotar en su trasero. Paloma sollozó al verse empalada nuevamente y cayendo sobre el colchón, me pidió que me corriese.

Al sentir que mi orgasmo era inminente, le dije al oído:

―Hagámoslo juntos― y desparramándome, eyaculé en su interior.

Ella se vio empujada al orgasmo al experimentar que mi semen la llenaba y pegando un berrido, gritó que nos amaba. María al oírla, nos abrazó y besándola dulcemente, la informó que ambos la queríamos.

― ¿Eso es cierto? ― me preguntó Paloma.

Las lágrimas de sus ojos me enternecieron y con una caricia en la mejilla, contesté:

―Tu ex se equivocó cuando te pronosticó una vida de soledad. Con nosotros has encontrado una familia que te desea y que te quiere.

Al escuchar mis palabras, la vecina, nuestra putita y fiel amante, se echó a reír como una histérica…

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Sinopsis:
La fiscal Isabel Iglesias es secuestrada por un psicópata que trae en jaque a las policías del mundo y al que se le acusa de ser responsable de más de un centenar de muertes. Jefe indiscutible de una oscura secta de fanáticos ha sembrado de sangre las calles de Madrid.
Conociendo su siniestra fama la mujer ya se veía asesinada pero Manuel Arana la sorprende con una extraña propuesta:
“Quiere saldar sus deudas con la sociedad, usándola a ella como instrumento pero antes ¡Debe conocerlo!”.
A partir de ahí, se ve involucrada en un mundo lleno de violencia y muerte que nunca buscó ni deseó. Una historia sobre brujería y erotismo. 
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Para que podías echarle un vistazo, os anexo los dos primeros capítulos:

Capítulo uno

Si en ese momento un desconocido hubiera prestado atención a las gotas de sudor que recorrían la frente de Mariana Zambrano, con seguridad hubiese asumido que las mismas eran producto del nerviosismo por estar rodeada de delincuentes. Nada más alejado de la realidad, la mujer por su trabajo de psicóloga forense estaba habituada a mezclarse con esa clase de individuos, esos que por diversas causas son catalogados como la lacra de nuestra sociedad.
La verdadera razón de su transpiración era mucho más mundana y residía en  los veintiséis grados de temperatura que había que soportar en los pasillos de los juzgados centrales de la Plaza de Castilla. Tanto calor era un contraste excesivo con el frío polar que castigaba inmisericorde a los pocos peatones que se aventuraban a deambular a esas horas por las calles de Madrid.
Esa mañana al despertarse, Mariana Zambrano se había abrigado a conciencia  al recordar que había quedado con la fiscal Iglesias y que la calefacción de ese edificio llevaba estropeada más de una semana. Construido en los estertores del franquismo, hoy en día es un elefante al que hay que inyectar constantemente enormes caudales de dinero con el objeto de tratar de paliar su deterioro.
Supo nada más traspasar el control de seguridad de la puerta principal que se había equivocado: « Mierda», gruñó para sí al sentir sobre su pelo el sofocante chorro que manaba del circuito de ventilación.
El sudor hizo su aparición en su frente, aún antes de llegar a la puerta del despacho donde había concertado la cita. Un estudiante de sociología vería en esos pasillos abarrotados de público, el contexto perfecto donde realizar su tesis doctoral pero para Marina esa fauna formaba parte de su vida diaria y por eso le resultaba sencillo distinguir a los procesados, de sus familiares; y a estos, de los letrados. Con solo mirarlos y debido a su lenguaje no verbal, podía discriminar cual era función de cada uno dentro de la opereta judicial. No era solamente que sus gestos los marcara como miembros de uno de esos grupos, también los delataba su expresión facial o el modo en que entraban en contacto visualmente con los de su alrededor.
Esa sociedad en miniatura se manejaba por un sistema de castas cuya rigidez haría palidecer a cualquier autóctono de la India. La cúpula de la pirámide está dominada por los magistrados y los miembros del ministerio fiscal; justamente debajo, los funcionarios; después los defensores, familiares, procesados y por último, los condenados. Las funciones, los deberes y los derechos de cada grupo estaban predeterminados y ninguna actuación individual podía atentar contra ese orden preestablecido.  
Tras saludar a la secretaria, tuvo que esperar sentada  a que la fiscal la recibiera, lo que le dio la oportunidad de aclarar sus ideas antes de encontrarse bis a bis con esa mujer. Su llamada la había cogido desprevenida. Nunca había creído posible que esa engreída tuviese los suficientes arrestos para bajarse del pedestal de diosa justiciera en el que se había subido para pedirle ayuda. No era que tuvieran una mala relación personal, era que no tenían ninguna. Aunque habían coincidido varias veces en  un juicio, ella siempre había actuado como perito de la parte defensora, es decir, siempre que se habían cruzado profesionalmente, ella había fungido como adversaria y siendo honesta, la psicóloga tenía que reconocer que consideraba que la fiscal era una perra dura e insensible que no tenía ningún escrúpulo en manipular la justicia  a su beneficio. Su único objetivo era conseguir sentencias condenatorias. Para ella, Isabel Iglesias era ese tipo de servidor público al que no le importaban las personas que mandaba a la sombra porque, en su retorcida forma de pensar, no eran más que  un número dentro de un expediente. Por eso le sorprendió su llamada. Marina era dentro de la carrera judicial y sobre todo a los ojos de esa fiscal, una loquera que tenía la vergonzosa costumbre de  justificar los más abyectos crímenes, dándoles la coartada de una enfermedad mental.
«En pocas palabras, me tiene por una blanda», pensó para sí mientras se desanudaba el pañuelo del cuello. Todavía recordaba la mirada que esa mujer le dirigió cuando dos años atrás Joaquín Berrea, un presunto parricida, quedó en libertad gracias a su testimonio: « ¿Qué querrá?».
Cuanto más lo pensaba, más difícil le resultaba difícil justificar que habiendo docenas de psicólogos forenses se hubiese dirigido a ella; sobre todo porque se había labrado la fama de ser proclive a los intereses de los procesados. Supo que iba a saber en pocos instantes el motivo de esa llamada; la puerta del despacho se acababa de abrir y con paso firme, la fiscal se dirigía hacia ella.
Con un deje de envidia no pudo evitar compararse con ella. Mientras a esa mujer le sentaba como un guante el ajustado traje de chaqueta que portaba, ella parecía embutida dentro del suyo.
― Mariana, gracias por venir― dijo la fiscal extendiendo su mano y dándole un fuerte apretón.
Ese gesto casi masculino y que teóricamente denota confianza y seguridad, la hizo sentirse aún más hundida al tener que asumir que por mucho que lo intentase, iba a ser la otra quien llevase la iniciativa. Era y se sabía inferior, por eso no pudo más que obedecer y sumisamente sentarse en la silla que le había señalado.
Un silencio incómodo se adueñó de la habitación. Ninguna de las dos quería empezar la conversación.
― Usted dirá― se atrevió a decir Mariana cediendo el testigo a su interlocutora.
Isabel Iglesias comprendió que no podía  dilatar el motivo que le había llevado a citarla y por eso entrando al trapo, le soltó:
― Le habrá sorprendido que le haya citado después de nuestras pasadas divergencias. Desde hace años, me hice a la idea que usted, a pesar de ser una persona con demasiado buen corazón, tiene una mente abierta que no se deja influenciar por prejuicios.
La muy puta estaba utilizando la estrategia del palo y la zanahoria. Primero le confirma que la opinión que tenía de su persona y como suponía la consideraba una cagarruta, para acto seguido alabar su manera de pensar.  Por mucho que la fachada fuera la de una atractiva cuarentona, era un maldito bicho que disfrutaba jodiendo la vida al prójimo. Era mejor tener cuidado en el trato con ella.
― Gracias por ambos piropos― contestó sin dejarse intimidar.― Usted dirá.
― Espere que cierre la puerta para así poder hablar con mayor tranquilidad sin que nadie nos moleste.
Esa actitud tan reservada en esa mujer era algo nuevo. A la señora Iglesias se la conocía por sus bravuconadas y por su prepotencia casi rayana en el exhibicionismo.  La psicóloga tuvo claro que el tema que quería tratar debía ser importante y por eso se mantuvo en silencio mientras se acomodaba en el asiento.
― Como le estaba diciendo, necesito su consejo experto respecto a un sujeto ― respondió dejando entrever un cierto nerviosismo. ―Pero antes de nada me tiene que prometer que nada de lo que se hable en esta habitación será comentado con nadie. Es demasiado serio y cualquier filtración puede resultar peligrosa.
― Se lo prometo. Mantendré un secreto  absoluto sobre lo que tratemos pero no porque me lo pida, sino porque es mi forma de actuar― contestó molesta por el insulto que escondían las palabras de esa mujer.
La fiscal supo que se había pasado de la raya pero no le importó y haciendo caso omiso a los sentimientos de la psicóloga, se centró en lo que le parecía importante que no era otra cosa que el motivo de esa entrevista:
― ¿Qué sabe de Manuel Arana?
La sola mención de ese nombre produjo un escalofrío en la psicóloga. Escalofrío comprensible porque todo el mundo conocía que ese asesino estaba acusado de ser,  entre otros muchos crímenes, el principal responsable de desencadenar de la sangrienta guerra entre mafias que asolaba Madrid. Su carrera delictiva había empezado hacía  tres años y actualmente era el enemigo público número uno en al menos una docena de países. Creía recordar que incluso existía una abultada recompensa para quien pudiese aportar cualquier dato que llevase a su captura.
― Solo lo que he leído en los periódicos. Se le acusa, además de  ser el causante y máximo responsable de una guerra entre bandas, de fundar y dirigir una secta satánica…
― Bien, pero me refería a cuál es su opinión profesional respecto a ese sujeto.
Esta vez se tomó su tiempo. Sabía que la fiscal le estaba pidiendo una opinión preliminar y no un dictamen pero, aun así, intentó ser todo lo precisa que se podía:
― Como usted sabe no me gusta sacar conclusiones sin haber tenido tiempo de estudiar al sujeto. Pero si me pide una primera valoración: creo que se trata del típico caso de  personalidad narcisista y mesiánica.
Al escucharla, involuntariamente desde su sillón orejero Isabel asintió. Era básicamente su misma opinión. Envalentonada por tal reacción, la psicóloga prosiguió diciendo:
 ― La nota predominante del carácter del señor Arana es su  autoritarismo. Ejerce su liderazgo sin padecer ningún tipo de  remordimiento por la violencia ejercida por su gente y sin que llegado el momento, le importe manchar sus propias manos con la sangre de sus enemigos. Según se dice es también intensamente narcisista, con sueños de gloria,  que se cree ungido por Dios y que a menudo ha mostrado tendencias paranoicas.
― Estoy de acuerdo contigo― contestó tuteándola por primera vez. ― Ahora, quiero que ahora me escuches con atención ― esperó unos segundos antes de continuar: ― Ayer en la noche, ¡Arana me secuestró!
“A las fiesta de tus amigos ve despacio, pero a sus desgracias deprisa”.
Refrán popular.
Los muros de la facultad de economía fueron testigos del día en que nos conocimos Pedro y yo.  Deseosos de triunfar y sin otra alforja que la ilusión que otorga la juventud,  ambos nos inscribimos en Empresariales porque  nos queríamos comer el mundo a mordiscos. Estábamos convencidos que nuestro paso por esa universidad solo era un escalón obligatorio que había que transitar para llegar a cumplir nuestros sueños.
Recuerdo todavía cómo cruzó la puerta de la que iba a ser nuestra clase esa mañana con sus pantalones militares y su corte de pelo al uno, avergonzado por llegar tarde y buscando un hueco libre donde sentarse, la casualidad hizo que ese día nos colocáramos juntos. No teníamos  nada en común y aun así nos hicimos amigos en seguida. Proveníamos de distintos  círculos sociales pero entre los raídos pupitres de la clase no se notaba. A él no le importó que yo fuera el clásico  niño bien, ni yo le di importancia a que su madre le hubiese tenido sin un padre reconocido. Esos convencionalismos estaban obsoletos y fuera de lugar a finales del siglo XX.
Físicamente tampoco nos parecíamos, su pelo casi albino y su constitución delicada hacían resaltar mi tez morena y el  metro noventa que los genes heredados de mis progenitores me habían conferido y que yo me había ocupado de perfeccionar con largas horas de gimnasio. Lejos de esas superficiales diferencias, lo que creo que nos unió fue el ser  unos críos de dieciocho años con toda una vida por delante. Juntos nos corrimos juergas, sufrimos desengaños e hicimos realidad gran parte de nuestras ilusiones. Nunca llegamos a ser socios; nuestra amistad, demasiado valiosa para estropearla por unos euros, no nos lo hubiera permitido pero cada uno compartió  los éxitos del otro como si fueran propios.
La vida nos había sonreído, o eso creí hasta que un funesto día contesté su llamada. Por su tono supe que  Pedro estaba hundido. La confirmación llegó al decirme que esa mañana le habían dictaminado que el cáncer, que había mantenido oculto, se le había reproducido. Desgraciadamente, ese pequeño bulto del costado que le indujo a ir al médico había demostrado ser uno de los carcinomas más virulentos. No había nada que hacer, era una sentencia de muerte. La única duda, que quedaba, era el tiempo que ese verdugo irracional se iba a tomar para hacerla efectiva. La quimioterapia y los demás  tratamientos no habían servido de nada, su único efecto realmente visible consistió en el dolor insoportable que con una infinita fortaleza tuvo que soportar. Los médicos al ver su inoperancia habían claudicado. El diagnóstico era definitivo, le pronosticaron tres meses de vida, de los cuales ya habían transcurrido dos.
Esa tarde fui a visitarle con Pepe, mi mano derecha en la empresa y otro buen amigo. Al llegar al hospital de la Moncloa, el cielo estaba encapotado. Parecía como si el sol, compartiendo mi ánimo, no se hubiese dignado a salir. Negro presagio. Su estado había empeorado. Del hombre duro y vital que se comía los problemas a bocados, sólo quedaba un despojo de piel y huesos tumbado en una cama. Lleno de cables y con una vía conectada en su brazo izquierdo, sonrió al verme entrar en la habitación. Jimena, su mujer, le acompañaba.
Con un rictus de dolor, me pidió que me acercara a su lado:
― ¿Cómo estás?― pregunté, sabiendo que me iba a mentir. Nunca podría reconocer su estado. Los machos, como él, nunca se quejan. Por eso me sorprendió que agarrándome la mano, contestara que se moría, que le quedaban pocas horas de vida y que necesitaba dejar todo atado para cuando él no estuviera.
― No exageres― respondí. ― De peores hemos salido―. Pero en mi interior, supe que tenía razón. Pedro se moría y nada podía hacer para remediarlo, solo aguardar lo inevitable.
― Manuel, necesito que me ayudes― su voz era un susurro, ― durante los últimos años mi compañía ha ido de mal en peor y mi enfermedad  solo ha hecho adelantar su colapso. He perdido hasta mi casa. Cuando muera, los bancos como aves de rapiña se lanzaran por todo. No tengo dinero ni para el entierro.
― Por eso, no te preocupes― contesté estupefacto. Hasta ese momento, siempre había creído  que Pedro era un hombre de negocios con un gran palmarés, inmune a las crisis. Estaba convencido que su mujer iba a heredar un emporio.
― ¡No es eso lo que quiero!― confesó con voz entrecortada por el dolor ― ¡Quiero que me prometas que te harás cargo de Jimena! ¡Te lo  pido por nuestra amistad!
― Te lo juro― respondí. Era como mi hermano en vida, por lo que jamás podría negarle nada en su lecho de muerte.
Agradecido al escuchar de mis labios esa promesa, cerró los ojos para no volverlos a abrir. Tardó tres horas en fallecer. Tres horas durante las cuales, permanecí sujetándole la mano mientras su mujer se asía desesperadamente a la otra. Destrozado, observé cómo se dejaba la vida en cada respiración y cómo su pareja desde los  veinte años veía que se iba apagando bocanada a bocanada y con él, ella.
A las seis con cuarenta y un minutos, los aparatos que le mantenían vivo empezaron a sonar. Una jauría de médicos intentaron reanimarle sin éxito. Ruido, gritos, carreras… tras las cuales una rutinaria frase certificando su muerte:
― Lo siento, el paciente ha fallecido.
¡Se había ido! Sólo su cuerpo vacío nos acompañaba.
Jimena me  abrazó llorando al oírlo. Como  una muñeca rota, la tuve que sujetar para que no se cayera al suelo. Al estrecharla entre mis brazos,  palpé lo desmejorada que estaba. Donde debía haber carne, no encontré más que huesos.  Los meses de la agonía de su marido habían hecho mella en su organismo; nada quedaba de la mujer explosiva que había enamorado a Pedro.
«Pobrecilla», pensé mientras la consolaba, « era todo lo que tenía».
Unidos en nuestro dolor fueron pasando los minutos, durante los cuales no pude dejar de pensar en mi promesa y en que pasara lo que pasase, iba a cumplirla. A  esa mujer, que mis brazos rodeaban, no le iba a faltar de nada  aunque eso arruinara mi vida.
Aproveché la oportuna llegada de unos amigos para escaparme de allí; tenía que  arreglar el  entierro y pagar la deuda contraída con el hospital. No deseaba que lo primero a lo que se tuviera que enfrentar Jimena fuera al dinero.
¡Ya tendría tiempo suficiente!
Dispuse que su despedida fuera cómo él hubiese elegido: por todo lo grande, en la catedral y con un coro cantando. Pedro se merecía una despedida alegre y triunfal acorde con su carácter. Resuelto el desagradable papeleo, retorné a la habitación. Jimena al verme, se lanzó a mis brazos, llorando y diciendo que Pedro había muerto. Estaba tan trastornada que no se acordaba que había estado presente durante su deceso. Por eso no la volví a dejar sola a lo largo de esa noche. No me atrevía dado su estado.
La procesión de amigos y conocidos se prolongó durante horas. Pésames, frases de apoyo y mucha pero mucha hipocresía. Con rabia pensé que algunos de esos que mostraban sus condolencias, en vida de Pedro no hubiesen dudado en clavarle una daga por unos pocos euros.
Ya bien entrada la madrugada, Jimena se durmió apoyando su cabeza en mis rodillas.
Al día siguiente era la incineración, sabiendo su pena hice traer de su casa un vestido negro. En su dolor, se negaba a  separarse del cadáver de su marido. Su duelo, mudo e introspectivo, era total. La  depresión en la que estaba inmersa la había paralizado. Absorta y con la mirada fija en Pedro, no reaccionaba. La enfermera de guardia, quizás acostumbrada a ese tipo de derrumbes, tuvo que ocuparse de ayudarla a cambiarse de ropa.
Fue una ceremonia triste, estábamos despidiendo a la mejor persona que había conocido. Su mujer,  se dejaba llevar de un lado a otro sin quejarse como una zombi. No creo que fuera realmente consciente de lo que ocurría a su alrededor. Habíamos tenido que suministrarle un calmante, no fuese a hacer una tontería. Aun así en el momento de cerrar la tumba, se desmoronó del dolor y gritando, nos rogó que la enterráramos con él porque su vida carecía de sentido.
Entre todos conseguimos tranquilizarla y tras unos minutos de forcejeo, logramos  montarla en el coche. Al salir del cementerio, el chófer preguntó por nuestro destino. No supe que responder; menos mal que Pepe, conocedor de la situación, le contestó:
― A casa de Don Manuel.
Durante la media hora que tardamos en llegar a mi chalet, Jimena se mantuvo callada, llorando en silencio.  Ya en casa, con cuidado, la subimos a la habitación de invitados donde nuevamente mi secretario había tenido el buen tino de ordenar al servicio que colocase tanto su ropa como sus objetos personales. Ella no lo sabía pero esa misma mañana el banco había embargado todas sus propiedades. Totalmente vestida, únicamente se dejó que le quitásemos los zapatos, la tumbamos en la cama y aprovechamos que momentáneamente se había quedado dormida para bajar a la cocina y servirnos un café.
Ninguno de los dos se atrevía a hablar. El frágil estado anímico de nuestra amiga era tan patente que no nos cupo duda alguna que iba a necesitar de apoyo largos meses. Estuvimos unos minutos en  silencio, reflexionando sobre la situación.  Fue Pepe quien pasando su brazo por mi hombro empezó la conversación:
― ¿Sabes dónde te estás metiendo?― dijo preocupado.
― No, pero es mi deber― contesté.
― Manu― por su tono fraternal estaba claro que no me iba a gustar lo que me iba a decir, ― esta mujer está enferma, necesita ayuda. Ayuda que tú no le puedes otorgar aunque quisieras―
― Lo sé pero voy a intentarlo― respondí angustiado.
― ¿Y tu vida?― por la expresión de su cara, compartía y sobretodo comprendía mi sufrimiento. ― Te quiero como un hermano pero conozco tus limitaciones. Tu tiempo lo divides entre el trabajo y tus devaneos. Jimena necesita que le dediques horas, no minutos. Recuerda que en estos momentos, Jimena es una mujer vulnerable.
― ¿A qué te refieres?―pregunté indignado.
― Lo sabes perfectamente. Ahora la miras y solo ves a la esposa de tu amigo pero, el tiempo pasa, es una mujer atractiva…
No le dejé terminar, ¡Cómo podía pensar así de mí! Irritado, me levanté de un salto con sus palabras retumbando en los oídos. Salí de la habitación y encerrándome en el despacho, escuché que cerraba la puerta de la casa no sin antes gritarme que no tardaría en darme cuenta que él tenía razón.
Jimena se pasó el resto de la tarde durmiendo. Usé su descanso  para ocuparme de los asuntos que se habían acumulado en los días que llevaba sin pisar mi oficina.  Pepe se había ocupado de todo, mis citas las había pasado para el lunes y  por medio de un mensajero, me había hecho llegar los cheques que debía firmar. Enfrascado en mi despacho, conseguí  dejarlo todo más o menos solucionado.
¿Todo?… ¡No! Durante ese fin de semana no me quedaría más remedio que hablar con ella y explicarle la delicadísima situación económica en que se encontraba para planear su futuro.
Reconozco que me daba terror abordar ese tema. Si despedir a un empleado ya era de por sí difícil; detallar a una amiga cuan preocupante era el escenario con el que se iba a enfrentar era un cáliz que con gusto hubiese dejado que otro bebiera.
No habían dado aún las nueve de la noche cuando subí a despertarla. Al no contestar a mis llamadas, intenté abrir la puerta pero la había atrancado. Temiendo lo peor tomé impulso y usando mi cuerpo como ariete, conseguí derribarla. Lo que vi me dejó helado. Sobre la mesilla había un vaso y un bote de pastillas vacíos. Sabía lo que significaba,  grité pidiendo ayuda. Al oír mis gritos, subió corriendo la cocinera. Afortunadamente, Paula, de joven, había sido enfermera y entre los dos conseguimos que vomitara el veneno que había ingerido para suicidarse.
― Hay que ducharla― gritó mientras la desnudaba. Paralizado, sólo podía observar sus maniobras. ― ¡Ayúdeme!
Como un autómata, la levanté en mis brazos metiéndome con ella  en la ducha. El agua helada la hizo reaccionar, terminando de echar los barbitúricos que todavía tenía en el estómago.
― Hay que evitar que se duerma, ¡Hágala caminar!― ordenó Paula.
Obedecí sin pensar en la imagen que estábamos dando. Ella desnuda y yo con el traje mojado, andando por la habitación. Durante media hora, la tuve en movimiento. Varias veces se me cayó de las manos, las mismas que la levanté del suelo, obligándola a incorporarse y seguir caminando.
― Váyase a cambiar― dijo mi criada al considerar que ya había pasado el peligro y percatarse del estado de mi ropa. ―Yo me quedo con ella.
Agradecí su sugerencia. Lo primero que hice fue secarme: estaba congelado. Al vestirme, no pude dejar de martirizarme con la certeza de estarle fallando a Pedro. ¡Ni siquiera había podido cuidar de su esposa durante un día!
De vuelta al cuarto, Paula la había conseguido vestir. Jimena estaba consciente pero con la mirada perdida. Sus ojos secos no podían ocultar que su corazón estaba roto y tampoco que en su interior, sangraba.
― Esta cría tiene que comer algo. Voy a la cocina y vuelvo― me explicó la mujer.
Me acerqué a Jimena, sentándome en la cama. Tenerme a su lado provocó que se desmoronara por enésima vez y que  llorando empezara a decirme que lo sentía pero que no quería seguir viviendo. Quizás en otra situación o con otra persona, un tortazo hubiese sido mi respuesta  para hacerla reaccionar pero al verla tan indefensa sólo pude abrazarla y acariciándole la cabeza, intenté calmarla. Resultó en vano. Cuanto más me esforzaba en tranquilizarla, más lloraba. Sus gemidos y llantos se prolongaron largo rato y ni siquiera se calmaron  cuando Paula apareció con la bandeja de la comida.
Cómo la cocinera tenía razón y necesitaba comer, tuve que obligarle a cenar. Jimena se comportó  como un bebé al que había que dárselo en la boca, evitando que lo escupiera y exigiéndole que tragara. No recuerdo cuanto tardé en conseguir que cenara. Al final lo logré tras muchos intentos. Con el estómago lleno, la tensión acumulada durante el día consiguió vencerla y gimoteando, se quedó profundamente dormida.
― Esta muchacha está muy mal, jefe.
― Lo sé, Paula, lo sé― respondí con mis manos sujetando mi cabeza mientras me hundía desesperado en el sillón.
 

Capítulo dos

― ¡No jodas!― soltó Mariana al oír de labios de esa mujer que la noche anterior la habían secuestrado: ― ¿Qué ocurrió?
La fiscal sonrió al oír el exabrupto. Tal y como había deseado, había captado toda su atención:
― Salía de trabajar y en el parking mientras estaba abriendo la puerta de mi coche, dos encapuchados sin darme tiempo a reaccionar me inmovilizaron. Tras lo cual, me metieron en la parte de atrás de una camioneta de reparto con los cristales polarizados. Pienso que eligieron ese tipo de vehículo para que no pudiese ver donde nos dirigíamos pero para serte sincera estaba tan aterrada que aunque hubiese ido en un autobús panorámico, no podría decirte con precisión a donde me llevaron.
Acostumbrada por su profesión a escuchar las violentas vidas de sus clientes, la dureza de la imagen fue lo bastante terrible para provocar en la psicóloga que un brusco estremecimiento recorriera su cuerpo e,  incapaz de reprimir su curiosidad, preguntó a Isabel que era lo que había sentido:
― Creí que me había llegado la última hora. Pensé que me iban a matar. Durante la media hora que me estuvieron dando vueltas por Madrid. Supuse que alguno de los delincuentes a los que había mandado a la cárcel se estaba vengado y por eso cuando llegamos al almacén que era nuestro destino y abrieron las puertas, respiré.
― No te comprendo.
― Verás, lo primero que vi fue a Manuel Arana de pie frente a mí. Lo reconocí al instante y aunque te parezca ridículo teniendo en cuenta su sanguinario currículum,  saber que nunca había tenido nada que ver con su expediente, me tranquilizó.
― Tiene lógica― contestó la psicóloga.
― Lo extraño fue su comportamiento. Nada más verme, me ayudó a salir mientras me pedía perdón por la forma en que sus hombres me habían obligado a ir a verle.
― No es raro― Mariana volvió a interrumpir. ―Él no comete errores, de forma que proyecta en personas de su entorno las posibles injusticias cometidas.
― ¿Me dejas terminar?― protestó airadamente Isabel. ― Si me interrumpes permanentemente nunca vamos a acabar.
― Perdón― masculló intimidada.
― No hay problema. Como temía una reacción violenta, le contesté que no había problema pero que se habían equivocado de objetivo porque yo no llevaba su caso y por lo tanto no poseía información que le pudiera servir.
― ¿Qué te contestó?
― El muy estúpido se echó a reír, preguntándome si no era acaso la fiscal Iglesias. Como comprenderás en ese momento, ya había perdido mi tranquilidad inicial y volvía a estar muerta de miedo. Solo pude asentir y esperar a que continuara.
Isabel Iglesias se estaba desahogando. Llevaba veinticuatro horas, tratando de asimilar lo sucedido y el exteriorizarlo le estaba sirviendo de catarsis.
― Fue entonces cuando sin parar de sonreír, me soltó que no era el monstruo que habían descrito los periódicos. Por tu experiencia: ¿Cabría la posibilidad que este hombre se entregara?
― ¡Nunca! Dicho acto entraría en contradicción con lo que él considera su misión. Debes de saber que Arana se ve como un defensor mesiánico de sus seguidores. Si se rindiera, estaría traicionándolos y lo que es más importante, traicionándose a sí mismo. Necesita la admiración continua y entregarse sería un fracaso.
― Bien, opino lo mismo pero ese loco me dijo que quería hacer las paces con la sociedad y que yo podía ser el canal por medio del cual se llevara a cabo.
― ¿No le habrás creído?
― No soy tan tonta y dudo mucho que el crea que lo soy. Por eso no comprendo sus palabras… Antes de ordenar a sus esbirros que me devolvieran a casa, dijo que no tenía prisa porque cuando lo conociera comprendería que se vio abocado a actuar así.
― Narcisista de libro― masculló la psicóloga.
― ¿Decías algo?
― Nada, pensaba en voz alta. Concuerda a la perfección con mi primer diagnóstico. Para Manuel Arana, todo el mundo que le conoce le ama. O lo que es lo mismo, si estás en su contra solo se puede deber a que no le conoces―. Sabiendo que estaba pisando suelo resbaladizo, se atrevió a preguntar: ― ¿Qué te pareció?
― Esa es la razón por lo que te he llamado. En teoría Manuel Arana es un tipo peligroso, un asesino en serie que debía de haberme repugnado estar en su presencia pero en contra de la lógica la persona que me encontré resultó ser un hombre agradable y hasta cariñoso.
― No te extrañe, esta clase de enfermos suelen tener una personalidad atrayente y en eso basan una gran parte de su éxito.
― Lo sé y eso es lo que más me cabrea. Soy una persona experimentada  que capta a la primera a esta gentuza y con él, he fallado. Debería haber sentido un rechazo frontal y en cambio, incluso me ha resultado simpático.
― Eso es lo que Arana quiere. En su locura desea que sientas empatía por él.
― De acuerdo pero ¿Por qué yo?
― Estos pacientes están permanentemente en busca de reconocimiento y creen que solo pueden ser comprendidos por personas que como él sean especiales. Busca rodearse de talento y belleza y tú: ¡Reúnes esas dos cualidades!
La fantasía nunca arrastra a la locura; lo que arrastra a la locura es precisamente la razón. Los poetas no se vuelven locos, pero sí los jugadores de ajedrez.
Chesterton
El amanecer me sorprendió sentado al lado de su cama. Me había quedado dormido en la butaca. Esa noche, no quise o no pude dejarla sola con su depresión. Al despertarme, Jimena dormía plácidamente mientras el sol de la mañana iluminaba su cuerpo.  Las largas horas de sueño habían hecho desaparecer las ojeras pero no así la palidez  de su rostro.  Debido al calor se había deshecho de las sabanas, dejando su cuerpo al descubierto. Eso me permitió observarla con detenimiento. Una mujer que solo unos pocos meses atrás era bellísima, hoy estaba totalmente demacrada. Los huesos del escote, demasiado  marcados, no podían disimular la rotundidad del pecho que había vuelto loco a Pedro cuando se la presentaron. Sus piernas habían perdido sus formas, se habían transformado en dos palillos. Hasta su piel estaba como ajada, mate, sin brillo.  ¡Daba pena ver en lo que se había convertido!
Decidí no despertarla y aprovechar su sueño para  ducharme. Cerré las persianas para prolongar su descanso y saliendo de la habitación sin hacer ruido, me dirigí a la cocina.
Mi cabeza empezó a funcionar después del segundo café. Reconozco que me cuesta espabilarme por las mañanas; no soy persona hasta que la cafeína corre rampante por mis venas. Ya despierto me desnudé metiéndome en la ducha, no sin antes encenderme un Marlboro.
El vapor del agua, junto con el humo del cigarro, produjo ese ambiente blanquecino y translúcido en el que me sentía tan a gusto. Muchos años de costumbre diaria convierten un hábito insano en una irremplazable y apetecible rutina.
De improviso la mampara de la ducha se abrió, acabando con mi ensoñación y atónito, me encontré con Jimena frente a mí.
― Pedro, ¡Cuantas veces te he dicho lo que me molesta que fumes en el baño!― la oí decir.
Cortado por mi desnudez, me tapé rápidamente con una toalla.
― No soy Pedro― dije mientras salía  envuelto en la tela ― Soy Manuel.
― ¿Dónde está mi marido?― preguntó.
En sus ojos no había rastro de tristeza, sino el enfado al encontrarse en una casa ajena sin su compañía. Noté que me flaqueaban las piernas. Para evitar caerme, me senté en la cama tratando de analizar sus palabras.
 «No se acuerda», pensé al tiempo que asiéndola de un brazo le pedía que se pusiera a mi vera.
― Jimena, Pedro está muerto, ¿No te acuerdas que le enterramos ayer?― le expliqué con el tono más calmado que pude. Interiormente estaba espantado, acongojado por el equilibrio psicológico de la mujer.
Tras breves instantes de duda, la certeza  del recuerdo se reflejó en su cara. El enfado se diluyó en lágrimas que intentó disimular ocultando su cabeza entre las piernas. Se sumergió en  un llanto mudo, donde su respiración entrecortada y el movimiento de sus hombros eran la única manifestación del duelo que sentía. Dejé que llorara durante largo rato mientras  trataba de consolarla.
Más calmada me preguntó con un hilo de voz qué iba a ser de ella.  Con los ojos cuajados de lágrimas, se quejó de que ni siquiera tenía una casa donde vivir.
― Por eso no te preocupes, le juré a tu marido que me iba a ocupar de ti y eso es lo que voy a hacer― contesté con mis manos sobre las suyas, ― lo primero es que te cuides para que no me vuelvas a hacer lo de anoche.
― ¿Qué te hice?― dijo.
Antes de que le respondiera, se acordó.
 ― ¿Qué me pasa, Manu? ¿Por qué me olvido de las cosas?― preguntó angustiada.
― Es normal― afirmé en un intento de tranquilizarla, ― has sufrido un duro golpe pero con mi ayuda lo vas superar.
Ni yo mismo me lo creía. Su única reacción fue mirarme. En sus ojos vislumbré gratitud y amistad, pero también ansiedad y sufrimiento.
No se podía quedar postrada rumiando su dolor. Si no se movía, podía volverse loca; si es que no lo estaba ya.  Levantándola de un brazo, la llevé a la cocina. Me espantaba ver lo delgada que estaba. Huesos sobre huesos. Pensando que gran parte de su estado debía deberse a la debilidad provocada por una deficiente nutrición, decidí que era imperioso que comiera algo.
El olor a café recién hecho inundaba la habitación. La figura bajita y rechoncha de Paula nos saludó con una sonrisa. En la mesa del ante comedor estaba dispuesto un magnífico desayuno, listo para que diéramos buena cuenta  de él.
― ¿Cómo se encuentra hoy, la señora?― preguntó con tono alegre.
Mirándola de reojo, tuve que reconocer  que era una joya de mujer y admitir  que me había tocado la lotería al contratarla hace ya siete años cuando llegó de la República Dominicana con una mano delante y otra detrás. Todavía recuerdo que curiosamente lo que más me había gustado de ella era su timidez. Estaba tan asustada  que fue incapaz de levantar la mirada mientras la entrevistaba. Por el aquel entonces, me jodía profundamente perder intimidad y gracias al  carácter huidizo de esa mujer, pensé que no iba a tener que soportar su presencia más allá de lo meramente profesional. 
― Mejor― debido a la ausencia de respuesta de Jimena, tuve que ser yo quién contestara. ― Siéntate, aquí― ordené a la viuda acercándole la silla.
Me hizo caso sin rechistar y mecánicamente, se bebió el café que le había servido pero rechazó de plano tomar ningún alimento. No tenía ganas.
Por primera vez desde su llegada a mi casa, Paula se sentó en mi mesa y regañándola con cariño,  insistió:
― Tiene que cuidarse, los males del corazón se agravan con los males del cuerpo. ¡Hágame caso!, ¡Coma un poco de tostada!― le susurró mientras le metía un trozo en su boca.
Anonadado, observé cómo con una paciencia digna de encomio la negrita conseguía que se terminara el plato que le había puesto enfrente.
― Gracias― fue todo lo que pude decir. Toda la ayuda que me brindaran era poca. Nunca en mi vida había  tenido una mascota, siempre había reconocido y asumido mi total  incapacidad de hacerme cargo de un ser vivo, por lo que ocuparme de una mujer enferma me sobrepasaba de largo.
En ese momento, caí en la cuenta que como única vestimenta seguía llevando  la toalla que me había enrollado al cuerpo  al salir de la ducha. Azorado, me excusé diciendo que tenía que vestirme, que no era apropiado el estar así vestido. Con una carcajada, Paula me contestó que hacía bien en irme a vestir, porque estaba demasiado atractivo para una vieja como ella y no fuera a ser que tanta belleza, le hiciera hacer algo de lo que más tarde tuviese que arrepentirse. Ese comentario soez cumplió con su objetivo al conseguir arrancar una débil sonrisa de los labios de Jimena.
Ya solo me afeité con rapidez mientras ellas terminaban de desayunar. Fue a la hora de vestirme cuando me entraron dudas sobre que ponerme. No sabía lo que iba a hacer ese día pero lo que tenía claro era que tenía que intentar que saliera de la casa para que le diese el aire y el frío de Madrid la animara. Cogí del armario unos vaqueros y una camisa azul oscuro. «Los colores son importantes. Está de luto», medité al ponérmelos. Entretanto la cocinera, después de recoger los platos del desayuno, había  subido a vestirla. Ella tampoco se fiaba de dejar a mi amiga sola. Con esa ternura que sólo las mujeres que han sido madre pueden tener, le abrió el grifo de la bañera y templó el agua para que se bañara. Jimena se desmoronó otra vez al sentir el calor del agua recorrer su cuerpo. Todo le afectaba, daba lo mismo el motivo.
― Tranquilícese― le pidió Paula y cogiendo una esponja la empezó a bañar, ― el señor no va a permitir que nada le pase. Si usted me deja, yo la cuidaré hasta que se ponga buena.
Sin esperar su autorización, lentamente le fue enjabonando la espalda.  Jimena se dejó hacer, no tenía fuerzas ni ganas de oponerse. Al irle a aclarar el pelo, le pidió que se levantara. Verla en pie le permitió percibir en plenitud la extrema delgadez de su cuerpo desnudo. Era una mujer alta. Todo en ella  apuntaba las penurias por la que había pasado. Tenía los brazos cruzados intentando tapar sus pechos; tentativa condenada al fracaso tanto por el poco grosor de aquellos, como por el volumen desmesurado de sus senos. No haciendo caso a la vergüenza que sentía la pobre niña, siguió lavándole las piernas dejando que se aseara ella sola su sexo.
Acercando una toalla, la envolvió en ella para secarla. Un quejido salió de su garganta, al observarse en el espejo Jimena fue  consciente quizás por primera vez en meses del  deterioro de su cuerpo.
― Ya engordará― le soltó sabedora de lo que sentía y cogiendo un bote de crema, empezó a embadurnarla tratando de devolverle la elasticidad perdida a su piel.
El masaje se prolongó durante veinte minutos, durante los cuales, Paula no dejó de recapacitar en la desgracia de la chica: quedarse tan joven viuda, sin dinero y teniendo como único apoyo al amigo de su difunto esposo, el cual, por muy bien que se portase no dejaba de ser un extraño. No era ni normal ni justo. «Pero la vida nunca lo es», pensó recordando a esos hijos que tuvo que dejar al cuidado de la abuela cuando emigró a España con el objeto de darles  una vida mejor.
― Vamos a vestirla― le espetó de improviso y revisando su ropa, le eligió un discreto traje  de chaqueta gris. ― Voy a decirle al señor que se la lleve a dar un paseo mientras yo ordeno sus cosas― y sin dejarla protestar, la peinó y poniéndole un poco de perfume, la echó del cuarto.
Estaba en el hall de entrada cuando la vi bajando las escaleras. Me sorprendió su transformación. Paula había obrado milagros, la Jimena que descendía por los escalones se parecía más a la mujer impresionante de hace unos meses que a la trastornada de hacía  cuarenta y cinco minutos. Su negro pelo enmarcaba un rostro dulce donde sus ojos de color marrón realzaban su belleza.
― Estás deslumbrante.
Un esbozo de sonrisa fue mi recompensa. Nadie es inmune a un piropo, siendo además una inocua pero efectiva medicina para mejorar la autoestima. Ya sea hombre o mujer el receptor de la flor, su efecto es el mismo. Sólo cambian los adjetivos y el aspecto a realzar. No se me ocurriría decirle a un amigo: “¡Qué figura se te ha quedado!”. O a una mujer: “¡Con el ejercicio te estás poniendo cachas!”. Una mujer de cualquier edad siempre acepta de buen grado que se le diga que está atractiva y Jimena no fue  diferente. Su propia pose cambió al oírme, levantando la cabeza a la vez que se incrementaba el contoneo de sus caderas.
Tuve que convencerla para salir a dar una vuelta, ella insistía en que no le apetecía y que no le importaba quedarse sola en el chalet. Sólo dio su brazo a torcer cuando poniéndome serio la amenacé con llevármela a la fuerza. A regañadientes se subió al coche. Comportándose como una niña malcriada que está haciendo un berrinche, se negó a colocarse el cinturón de seguridad y tuve que ser yo quién se lo atase e incluso quién le acomodase a su altura el respaldo del asiento.
Sin dirección fija arranqué el vehículo. Adonde no era importante, la mujer necesitaba distraerse.   Las musas tuvieron piedad de mí cuando de repente se me ocurrió llevarla al zoo. Enfilando la Castellana, me dirigí hacia la M-30. Hacía un típico día de noviembre en Madrid, frío y con esa luz velazqueña de la que tanto hablan los pedantes. Jimena no había emitido palabra durante el trayecto, se limitó  a mirar por la ventana, observando a las personas que andaban por la calle un sábado en la mañana. Intenté darle conversación mostrándole a los guiris que hacían cola en el museo del Prado con sus atuendos de turista y su piel enrojecida por un sol al que no estaban habituados, pero solo obtuve un gruñido por respuesta. El escaso tráfico nos permitió llegar en cinco minutos a la entrada del túnel. Justo cuando iba a entrar a esa obra faraónica de treinta kilómetros de subterráneos que vertebra la ciudad, abrigué miedo que en su estado sintiera claustrofobia y desándara el camino recorrido, hundiéndose de nuevo en su dolor. Para evitarlo, decidí ir a la Casa de campo por el exterior. Las obras inacabadas del Manzanares fueron nuestra compañía.
Lo primero que oímos al estacionar fue la risa y las peleas de los niños que hacían cola para entrar al zoológico. Con morriña, recordé a mi madre llevándome de la mano para que no me perdiera. Instintivamente, cogí la suya. Pero en este caso, no  era a mí sino a ella a quien tenía miedo de perder. Lo hice como algo natural sin pensar en que parecíamos dos enamorados visitando el parque y que si alguien nos hubiera visto, hubiese podido pensar en lo pronto que nos habíamos repuesto, o lo que es lo mismo que pudiera inventarse un chisme sabroso que haría las delicias de los cotillas. Jimena, lejos de retirar su mano, me la apretó con fuerza. Para ella, ese sencillo gesto era  un apoyo necesario.
Hacía muchos años que no estaba en el zoo. Como a unos críos, los animales nos hicieron olvidar momentáneamente nuestras vidas. Nos impresionó  el tamaño de los elefantes, nos reímos en la jaula de los monos y nos asqueamos viendo a las tarántulas. Estábamos acercándonos donde estaban los osos, cuando una oca decidió que había invadido su espacio vital. Yo con mi despiste habitual no la vi venir y sólo cuando sentí un picotazo en mi pierna derecha, me di cuenta de la agresividad del animal. Mi rápida huida provocó la carcajada de la muchacha. Mi enfado se tornó en risa uniéndome a la suya, cuando el puñetero bicho cambio de objetivo y la atacó a ella, dándole un certero mordisco en el trasero. Era una gozada el verla reírse después de lo que había pasado.
Relajados, nos paramos en  un chiringuito a comer algo. Sin preguntarle, pedí dos especiales y dos coca―colas. Nunca he sido un forofo de la comida rápida, me parece insulsa y asquerosa, pero tengo que reconocer que los llamados hotdogs son otra cosa; la combinación de pan, salchicha, cebolla, tomate y mostaza me parece una delicia. Es más, cada vez que voy a Nueva York tengo que hacer una parada obligatoria en el puesto de perritos que hay en una de las entradas del Central Park. No sé si será algo freudiano pero me vuelven loco.
Mientras nos atendían, Jimena encontró una mesa en el exterior del local donde sentarnos. La camarera fue eficiente y en menos de dos minutos nos había preparado el pedido. Con la bandeja me dirigí hacia  la terraza donde Jimena me esperaba, haciéndome señas con la mano.
Me senté frente a ella.
― No tienes idea de los años que llevo sin comer uno de estos― me comentó cogiendo un perrito y metiéndoselo en la boca.
― ¿No te gustan?― pregunté extrañado, no era posible que no fueran de su agrado. No se lo estaba comiendo sino que  lo estaba devorando.
Tuvo que tragar antes de contestarme, cosa que no fue fácil debido al tamaño de la porción que estaba masticando. Bebió un poco de refresco para ayudarse:
― Al contrario, me encantan. Pero Pedro, mi marido, me los tenía prohibidos― en su voz no había ni un deje de protesta, como mucho un atisbo de tristeza.
― Lo vas a echar de menos pero tienes que seguir adelante.
― Lo sé pero es que él era todo para mí― contestó casi a punto de llorar, ―desde que nos hicimos novios dejé que organizara mi vida. Él se ocupaba del día a día mientras yo únicamente vivía para cuidarle y, ahora, no está.
Su confesión me hizo recordar el extraño carácter de un amigo al que desde joven llamábamos Hassan por lo machista y celoso que era. No me extrañaba lo que me había contado; formaba parte de su forma de ser, cuadriculada y perfeccionista. Si creía que algo era perjudicial, lo apartaba sin contemplaciones de su lado. Hace años, cayó en sus manos un reportaje sobre la leche y sus efectos sobre el organismo, donde se hacía una dura crítica a su consumo y desde entonces no volvió a probarla. En cambio, Pedro era un experto enólogo. Cuando tomándole el pelo le recriminaba los perjuicios del alcohol, me rebatía enojado que por sus antioxidantes el vino era el elixir de la inmortalidad. ¡De poco le habían servido los miles de litros que se había bebido!
Volviendo a la realidad, miré a su viuda. Esta lloraba calladamente mientras se terminaba la Coca-Cola. Su soledad y la incertidumbre de su futuro me agobiaron. Me sentía responsable de ella, no sólo por la promesa realizada sino por mi tendencia a involucrarme en los problemas de los demás. Desde niño mi padre me llamaba defensor de causas perdidas.
Me levanté a abrazarla, ella necesitaba  consuelo y a mí me urgía el darlo. Jimena hundió su cabeza en mi pecho al sentir que mis brazos la envolvían. Sin cambiar de postura traté de expresarle que no tenía por qué agobiarse, que no estaba sola,  pero mis palabras lejos de producir el resultado apetecido azuzaron el volumen de  sus lamentos. Entonces decidí callarme. De nada servía seguir hablando, sólo le hacía falta verse arropada mientras descargaba su congoja. Cuando una anciana se acercó a darnos un pañuelo con el que la muchacha  secara sus lágrimas, caí en la cuenta  que todo el restaurante nos miraba. Incómodo, le pedí que nos fuéramos. El zoo había perdido su magia y nos sentíamos fuera de lugar. La estridente risa de los niños se había convertido en una tortura para nuestros oídos.
Sin mediar palabra, nos subimos en el coche. Un denso silencio nos envolvía. Tratando de romperlo, encendí la radio. Cogiendo mi mano,  me rogó que la apagara. No pude contradecirle. Acelerando, deseé llegar a casa cuanto antes. Al igual que a la ida, la ausencia de coches nos permitió hacerlo con rapidez.
Jimena estaba destrozada. Nada más entrar, me suplicó que la dejase sola. Traté que se tomara un té pero no pude insistirle. La puerta cerrada del cuarto no evitó que su llanto se oyera por toda la casa. Sin saber qué hacer encendí la televisión, no tanto en busca de una vana distracción sino como medio de ocultar el sonido de sus lamentos. Haciendo zapping, busqué un programa que aliviara mis propias penas pero me resultó imposible. Todas las cadenas estaban emitiendo programas basura donde unos desgraciados cuentan su inútil vida y sus frívolas experiencias. Todo ello, dentro de un ambiente de morbo y degradación. Cabreado, la apagué. Bastante mierda me rodeaba para que esa bazofia me jodiera aún más.
En ese momento, entró Paula por la puerta y acercándose a mí, en voz baja me preguntó dónde estaba la muchacha. Al contestarle que en su cuarto, respiró pidiéndome que la acompañase a la habitación donde estaban las pertenencias  de Jimena que acababan de llegar. Tanto misterio, picó mi curiosidad y como un perrito siguiendo a su ama,  fui tras de ella.
No tardé en saber que era aquello que tanto la incomodaba:
― Señor, quiero mostrarle algo― hizo una pausa antes de continuar,― cuando ustedes salieron, estuve ordenando la ropa de su amiga y al terminar, bajé a ver si algo de lo que estaba en esta habitación le podía ser necesario. ¡Mire lo que me encontré!― dijo señalando dos cajas.
Con sensación de cotilla, de estar violando su privacidad, abrí la primera de ellas. Me quedé de piedra al encontrarme un completísimo instrumental de práctica sadomasoquista. No faltaba nada, esposas, bozales, látigos y muchos otros aparejos cuyo uso no quería siquiera imaginar. Avergonzado por mi descubrimiento, cerré la caja. No podía creer que  Pedro y Jimena fueran aficionados a esa clase de depravación. Tratando de quitar importancia al asunto, expliqué a mi cocinera que  en algunas parejas el sexo duro era normal; que era un modo de entender la sexualidad como cualquier otro. Lo  que no me esperaba fue la reacción de la mujer. Sin decirme nada, abrió la segunda caja. Por su actitud, debía ser algo peor aún pero al echar una ojeada a su interior no vi más que objetos inútiles, cuya función si es que la tenían desconocía por completo.
 Asumiendo mi total ignorancia al respecto, dijo:
― Todo esto forma parte de los útiles de un brujo.
Si hubiera visto un burro volando, me hubiera extrañado menos que sus palabras.
― ¿Estás insinuando  que Jimena, mi amiga, es una bruja?― enojado, repliqué.
― No señor, ella no. Fíjese― insistió señalando un bastón ― es una vara de brujo. En mi país es un símbolo de poder masculino, sólo  lo pueden usar los bokors, nunca una mujer.
― Entonces Pedro era un bokor― le contesté sin poder evitar una sonrisa y sin saber con seguridad que significaba ese término.
― No se lo tome a risa― estaba indignada por mi incredulidad,― los bokors son hechiceros que controlan a demonios y que siembran el mal por donde pasan. ¿Sabe Dios, que le ha hecho pasar a esta pobre niña?
― Por favor, Paula, ¡Eso son sólo supersticiones! Debe de haber otra explicación. Seguramente coleccionaba estos chismes como mera diversión. Te puedo asegurar que mi amigo no era un brujo ni nada que se le pareciese.
― Ojalá tenga usted razón― contestó  entre susurros  y persignándose, cerró la caja, ― pero si es verdad lo que pienso y era un bokor, con su muerte se han liberado los malignos.
Masoquismo, brujería, seguía sin cuadrarme porque de ser así nunca había llegado a conocer a la persona que consideraba un hermano. Ahora no era el momento de preguntar a Jimena. Si quería ayudarla, nada se debía interponer entre nosotros y quizás al saberse descubierta, al estar al corriente que conocía esa oscura afición,  eso pudiera convertirse en  una barrera imposible de franquear.
― Paula, te voy a pedir que no le digas nada a la señora. No quiero que piense que hemos revisado sus cosas sin su consentimiento.
― No se preocupe― escuché su contestación.
Lo habría negado pero estaba intranquilo por todo lo que había visto. Saliendo de la habitación, me fui directamente al despacho y tras encender el ordenador, me metí en Internet con el propósito de averiguar algo sobre brujería.
Cuanto más me informé, más ridículo me pareció todo. Nadie en su sano juicio podría creer en esas memeces y menos una persona cultivada y educada en el mundo occidental. Todo lo que leía era producto del  analfabetismo y la incultura. Zombis, almas encadenadas, ron y mujeres. Chorradas para incautos y turistas que desgraciadamente muchas personas creen.  Negocio para gente sin escrúpulos, una forma como otra cualquiera para explotar la incultura. Pero aun así, algo me seguía reconcomiendo y proseguí leyendo. Así me enteré de la diferencia entre houngan y bokor. Lo que simplificando podría ser  “mago blanco” y “mago negro”, aunque tal distinción  es absurda en el culto vudú. Tanto unos como los otros utilizan la misma magia, siendo la única discrepancia sus fines. A los bokor se les define como seres intrínsecamente perversos, cuya existencia está dirigida a la dominación de los que le rodean. 
Seguía todavía absorto en la lectura, cuando escuché que Jimena salía de su habitación. Como no quería que me pillara leyendo sobre ese tema, me salí de las páginas sobre ocultismo entrando en las de un periódico.
― ¿Qué haces?― preguntó.
― Nada, leyendo que ha ocurrido por el mundo. Últimamente  todo son malas noticias, ya sabes la crisis…― contesté apagando el portátil.
Mi amiga me dijo que tenía ganas de salir a pasear. La casa le agobiaba, por lo que fuimos a dar una vuelta para distraernos. Durante el paseo, le pregunté por su infancia. Aunque conocía a esa mujer desde hacía muchos años, no sabía nada de sus padres, solo que habían muerto hace tiempo. Esa tarde, me contó que su viejo había sido militar de carrera y que aunque había nacido en Madrid, toda su niñez la pasó deambulando de una ciudad a otra sin domicilio fijo, dependiendo de los destinos que tuviese su padre en cada momento. De su madre  no se acordaba, murió siendo ella un bebé, por lo que nunca tuvo una figura materna, como mucho y tras un gran esfuerzo conseguía recordar breves atisbos donde una mujer de pelo largo la cuidaba. Al darme cuenta  que esa conversación empezaba a transcurrir  por malos derroteros, cambié radicalmente  de tema preguntándole si tenía frío. Jimena, con una sonrisa cómplice, me dijo que no hacía falta que me preocupara tanto. Según ella, todos los recuerdos de esa época eran felices y que, lejos de entristecerla, le servían para seguir adelante.  Podía estar dolida, jodida y echa papilla pero era una mujer inteligente.
Ya de vuelta, estaba anocheciendo. El sol en el ocaso coloreaba el cielo dándole una tonalidad rojiza. Siempre me había encantado ese fenómeno:
― Mira la puesta de sol.
Noté como la angustia recorría su cuerpo.  Angustia que me contagió al escuchar su respuesta:
― Parece  sangre.
No me había fijado pero en ese instante las nubes asemejaban una herida que se derramaba en un gran charco formado por el horizonte. La dureza de esta visión, me incomodó. Como estábamos  cerca del chalet, acelerando el paso, busqué el familiar cobijo de sus paredes.
Recibí con alegría el olor que provenía de la cocina. Durante nuestra ausencia, Paula nos había preparado la cena y sin apenas quitarnos los abrigos, nos sentamos en la mesa.  La caminata me había abierto el apetito por lo que aplaudí efusivamente  la llegada de la negra con  la sopera. Sin hacer caso a los reproches de Jimena, ordené que nos sirviera bastante a los dos.
― Está claro que me quieres cebar― protestó.
― Estás demasiado delgada y algo de chicha no te vendría mal― contesté bromeando cuando sonó el  teléfono.
Disgustado me levanté a contestar. Resultó ser mi secretario para recordarme las citas y demás asuntos que tenía ese  lunes. Con su perfeccionismo habitual me entretuvo durante  cinco minutos. José es una máquina que en cuanto se pone a funcionar no para.
― Pepe, ¡Estoy cenando! ¿Algo más?― protesté. Por mi tono supo que me había importunado su interrupción y disculpándose se despidió.
Al volver al comedor, Jimena no había probado la sopa.
― Come― le pedí, ― se te debe de haber quedado helada.
― Te estaba esperando― comentó apenada.
― Gracias pero no hacía falta. Ahora come― dije mirándola con curiosidad. En ella había una tensión que no comprendía, seguía sin hacer siquiera intento de llenar su cuchara. Con gestos le azucé  que comenzara.
Sus ojos se llenaron de lágrimas:
― No puedo hasta que tu empieces.
Comprendí que era algo condicionado, físicamente se sentía incapaz. Pedro le había enseñado que siempre el primero que debía comenzar era el señor de la casa y ahora esa figura era yo. Por mucho que intenté romper ese hábito diciéndole que era una tontería, no pude. Me parecía inaudita la forma en la que el que consideraba mi mejor amigo se había comportado con su mujer. No era sólo machismo de la peor especie, era sumisión, pura y dura. Sabiendo que era una lucha a medio plazo, probé el guiso. La tirantez desapareció de su rostro y empezó a comer.
No habló durante el resto de la cena. Se sentía avergonzada. En su fuero interno, debía de saber lo grotesco de su postura. Yo, por mi parte, seguía perplejo:
«El dominio ejercido sobre esta mujer debió de ser brutal», pensé recordando las cajas que habíamos descubierto, « no puede seguir así, tengo que explicarle que eso se había terminado».
Desde la adolescencia había sido un golfo, un mujeriego siempre dispuesto a la conquista de un nuevo trofeo pero jamás había considerado a una mujer como un objeto merecedor de ser encerrado en una vitrina con el único propósito  de ser observado y valorado como una obra de arte.
Estábamos tomando el café, cuando conseguí armarme  de valor y le dije:
― Jimena, tenemos que hablar.
― Estoy muy cansada, ¿Podemos dejarlo para mañana?― la amargura impregnada en su contestación me convenció a la primera. Suficientemente dolorosa era su cruz para que yo le añadiera otro clavo, insistiéndole.
― Claro, no urge― respondí.
Aunque hubiese podido forzarla, no quise que en su mente me viera como un ser injusto que se quería aprovechar de su estado.
«Menos mal que no soy padre», medité viendo a la muchacha levantarse, «me tomarían el pelo sólo con soltar una lágrima de  cocodrilo o con darme un besito con abrazo de oso. Siempre me he reído de las mujeres por eso y ahora me doy cuenta que  soy igual».
Desde mi silla, observé  como Jimena se despedía de Paula diciéndole que se iba a la cama. La cocinera, maternalmente, le dio un beso en la frente, deseando que pasara una noche tranquila.
― Necesita descansar.
Con paso cansino, salió del comedor, subiendo por la escalera. Parecía que tuviera miedo a la noche. La perspectiva de tener que hablar conmigo sobre Pedro y reconocer el grado de sometimiento que había llegado a alcanzar durante su matrimonio, la empujaba a irse contra su voluntad.
Me había quedado solo, como tantas otras noches pero en esta ocasión la soledad me incomodó, por lo que decidí hacer un poco de deporte que mantuviese mi mente ocupada. En mi habitación tenía una bicicleta estática. Desde hacía años, había tomado la aburridísima costumbre de ejercitarme mientras ponía la tele durante al menos  una hora todas las noches, haciéndola coincidir con la noticias. Esa noche mientras me dirigía hacia mi cuarto, pasé por delante de la habitación donde dormía la muchacha. La puerta estaba abierta. Jimena debía de estar en el baño. Sobre su cama, perfectamente colocado estaba el camisón que esa noche se disponía a usar. Aunque no llegué a verla, supuse que estaba bien.
Después de ponerme una camiseta y un pantalón corto, empecé a pedalear tranquilamente. Sentí que era el ejercicio lo que necesitaba para relajarme. La monotonía de las pedaladas me permitía concentrarme en mis pulsaciones. Un viaje introspectivo, durante el cual fui notando cómo evolucionaba mi respiración, como mis poros se abrían, permitiendo que mi cuerpo se liberara con la sudoración. Una vez superada esa fase inicial, incrementé la resistencia.  Cada uno de los giros de la rueda era una empinada cuesta que vencer.  El sudor me caía a chorros, la camisa empapada se pegaba a mi espalda y mis pulmones absorbían el esfuerzo en profundas bocanadas.
En ese momento, supe que estaba acompañado.
Al girarme, vi a Jimena de pie bajo el marco de la puerta sin atreverse a entrar. Se notaba que se había duchado. Su pelo, todavía húmedo, mojaba el camisón casi transparente que se había puesto. Era una visión provocadora, con su escote dejándome entrever las pronunciadas curvas de sus pechos. La luz del pasillo al atravesar la tela, me mostraba su silueta desnuda, convirtiéndose en copartícipe involuntaria de mi lujuria.  No sé cuánto tiempo estuve contemplándola, estudiándola de arriba a abajo, deteniéndome en su cuello, en la forma de sus hombros. Pude observar como sus pezones se endurecían al notar la caricia de mi mirada. Adiviné por su tonalidad oscura el inicio de su sexo. Iba descalza. Las uñas de sus pies pintadas de rojo resaltaban con la blancura de su piel.
Incómoda al saberse estudiada pero sobretodo deseada, rompió el silencio:
― Disculpa, venía a decirte que me iba a la cama― me dijo a la vez que con sus labios me daba un beso en la mejilla.
Un beso casto que estuvo a punto de hacerme perder la razón. Faltó poco para, que estrechándola entre mis brazos, la hubiera despojado de su ropa y allí mismo me lanzara entre sus piernas haciéndole el amor. Algo en ella me atraía, me volvía loco. Solo el  pensar que era la viuda de mi amigo recién enterrado me detuvo. Excitado, le di las buenas noches. Mi mente me felicitaba por no caer en la tentación, al contrario que todo mi cuerpo que se rebelaba presionando las costuras del pantalón. Algo me estaba cambiando en lo más profundo, el deseo no me permitía respirar.
«No soy un hijo de puta», pensé. Nada de eso era lógico. Asustado por lo que representaba, repasé mentalmente que me podía haber llevado a esa situación sin encontrar respuesta. ¡Jimena nunca me había atraído!. Buscando una explicación plausible, decidí que quizás solo era el morbo a lo prohibido o por el contrario que desaparecido Pedro estuviera aflorando una atracción oculta durante años  por ella. Con estos pensamientos torturando mi mente, me metí en la ducha.
Nada mejor que el agua fría para calmarme. Recibí su helado abrazo con impaciencia, las gotas iban cayendo y apaciguando mi calentura. Poco a poco el tamaño de mi pene volvió a la normalidad pero el fuego seguía ardiendo dejando bajo una estrecha capa de ceniza, rescoldos que cualquier gesto podía avivar convirtiendo mi cuerpo en un incendio.
Disgustado conmigo mismo, me acosté tratando que el sueño me hiciera olvidar ese mal rato. Pero lejos de sosegarme, no dejé de recibir en mi cerebro imágenes  de Jimena haciéndome el amor. Imágenes donde sumisamente me provocaba, mostrándose y exigiéndome que hiciera uso de ella como hembra. Como si estuviera en el cine por mi imaginación se emitían  pequeños episodios. En ellos, me llamaba a su lado pellizcándose  los pezones o insistía en que la atara a la cama mientras se introducía toda mi extensión en la boca.  Sin poderme aguantar, mi mano se apoderó de mi sexo y en un alarde onanista, liberé mi tensión derramándome sobre las sábanas.
No recuerdo si había conseguido quedarme dormido o no, cuando un grito sobresaltó la quietud de la noche. Saltando de la cama, corrí hacia su cuarto pero nada más salir de mi habitación, me quedé paralizado. La viuda de mi amigo, la mujer que en mi imaginación acababa de hacerme el amor, yacía acurrucada en el rellano de la escalera. Aterrorizada, no dejaba de balbucear incoherencias. Daban miedo sus ojos, colmados de locura y sin vida. Al acercarme a ella, pisé algo líquido. Líquido que descubrí asqueado que brotaba de sus piernas, creando un charco en la alfombra.
Impresionado, cogí a Jimena entre mis brazos. Fuera lo que fuese que hubiese soñado esa mujer, produjo en ella un pavor inexplicable.
― ¡No dejes que vuelva!― fue todo lo que conseguí entender de sus palabras antes que se  desmayara.
De no haberla agarrado, se hubiese caído al suelo. Como un peso muerto  la deposité sobre mis sabanas. Tratando de auxiliarla, busqué un camisón seco que ponerle. Mi atracción había desaparecido y sólo la urgencia motivó que la desnudase para cambiarla. En sus pechos descubrí  marcas de mordiscos que podía jurar ante un juez una hora antes no estaban. Era como si hubiese sido atacada por un salvaje. Cogiendo una esponja mojada, fui limpiando sus heridas mientras ponía en orden mis ideas.  Las señales de dientes eran claras, era imposible que ella se las hubiese podido haber auto infligido. Desconocía su origen, quizás Jimena estuviera somatizando sus traumas y que estos solo fueran una forma física de sus dolencias psicológicas, pero nadie me podía negar su existencia:
¡Los mordiscos estaban allí!
Mientras tanto, mi amiga se mantenía  en un duermevela, interrumpido frecuentemente por gemidos de angustia que no la llegaban a despertar pero que tampoco permitían que profundizara en el sueño. Aprovechando un momento de quietud en el que parecía que se había dormido, fui en búsqueda de Paula.
Hasta esa noche nunca había entrado en su cuarto, por lo que dudo si fue mayor su sorpresa por encontrarme  allí en su puerta o la mía al verla rezando ante un pequeño altar casero realizado a base de imágenes de santos.
― ¡Ven!  ¡Te necesito! ― fue todo lo que alcancé a decirle mientras tiraba de ella.
No hallé asombro en sus ojos mientras le explicaba lo sucedido,  sino la confirmación de sus peores temores. Al llegar a la habitación, como un médico examinando a una paciente  revisó las marcas de mordiscos y pidiéndome ayuda para darle la vuelta, descubrió que también las tenía en espalda y glúteos. Cuando hubo acabado, salió de la habitación, volviendo instantes después con una vela blanca.
― ¿Qué haces?― pregunté alarmado.
Haciendo caso omiso a mis palabras, se arrodilló frente a la muchacha y mientras rezaba en un idioma extraño para mí, encendió la llama. Sólo cuando la luz de la vela ya iluminaba la estancia, se giró para contestarme:
― Tranquilizarla― respondió extrañada de que no supiese interpretar sus actos.
Volví mi cabeza para observarla. Jimena se había hundido en un sueño sosegado. En su cara había desaparecido la rigidez y con gesto sereno, dormía como una niña. Lo sorprendente fue cuando abriendo su escote, Paula me mostró que no quedaba rastro de las señales que tanto me habían asustado. No podía ser real, ¡La piel de sus pechos volvía a tener un aspecto sedoso! ¡Nada quedaba del maltrato que habían padecido!
― Parece cosa de magia― murmuré sin atreverme a alzar la voz.
― Es magia, blanca pero magia― contestó señalándome el pasillo para que saliera de la habitación.
Fui tras ella. Siguiendo sus pasos, pude ver como entraba en el cuarto de invitados olfateando el aire en búsqueda de no tengo ni idea qué vestigio o resto. Deshizo la cama, estudiando las sabanas. Entró en el baño, encendió la luz, escudriñándolo todo. Sin Hacer ruido, cogió una escoba y barrió concienzudamente todas las estancias. Parado en la puerta, sin adivinar la razón de  sus acciones, comprendí que de alguna forma estaba tratando de averiguar que le había pasado a la mujer y que no me iba a quedar más remedio que convertirme en un mero espectador de lo que de ahora en adelante pasara en mi casa.
Acto seguido, me preguntó dónde me la había encontrado.
― Ahí, en el centro del pasillo― expliqué.
Fue al lugar exacto  donde le había señalado y mojando sus dedos en el charco todavía caliente, se los llevó a la boca. De no haber sido por lo aterrorizado que estaba, no hubiera podido resistir la repugnancia de verla saboreando los orines. Ya nada me escandalizaba por lo que no me pareció raro que me pidiera que me sentara con ella en el suelo y que le explicara con pelos y señales todo lo que había ocurrido.
Tomando aire, empecé con mi relato sin atreverme a ocultarle nada. Le conté con gran vergüenza que, mientras estaba  haciendo ejercicio, había entrado Jimena en mi cuarto y que su sola presencia me había excitado hasta lo indecible. Incapaz de mirarla a la cara, le reconocí que no estaba seguro de cómo había conseguido refrenar mis impulsos, que todo mi ser me pedía desnudarla y sin tomar en cuenta su estado, hacer uso de su cuerpo.  Paula se mantuvo callada, escuchando sin interrumpirme. Su rostro reflejaba no solo concentración sino un claro conocimiento de lo que le estaba contando. Al terminar mi relato,  me hizo repetir la frase que había llegado a entender de sus balbuceos. Cuando llegué al final de mi exposición, ella se quedó pensando un momento antes de contestar:
― Señor, no me pida que le explique ahora lo que ha ocurrido, debemos descansar para que  mañana tengamos fuerzas pero mientras tanto póngase esto― me ordenó a la vez que se quitaba  su medalla.
La recogí de sus manos sin protestar. Podía ser una locura pero, en cuanto la toqué, me sentí seguro y haciéndole caso  me la puse, no sin antes jurarle  que por ningún motivo me la iba a quitar. Dio la impresión que había quedado satisfecha con mi respuesta. Susurrándome al oído, me pidió que me fuera a la cama de inmediato y canturreando una triste melodía por el pasillo, me dejó solo.
Como Jimena estaba durmiendo en la única cama del cuarto, no me pareció apropiado el acostarme a su lado, tenía demasiado reciente mi reacción y temí que si compartía su lecho, ésta se volviera a repetir y no pudiese hacer nada por pararla. Cogiendo mi almohada y una manta, hice lo único que podía permitirme, tumbarme en el suelo a dormir.
 
 

Relato erótico: “Pillé a mi vecina recién divorciada muy caliente 4” (POR GOLFO)

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9

Después de desayunar una ración de sexo que nos dejó satisfechos a los tres y dada la hora, nos vestimos con la intención de mostrarle a Paloma nuestro chiringuito preferido antes de ir a la playa.

― ¡No te imaginas qué raciones preparan! ― comentó María con mas hambre que el perro de un ciego.

―Ahora me comería un pollo entero― respondió la morena.

Sé que pude comentarla que esa mañana ya se había comido una polla, pero decidí dejarlo para mas tarde, no fuera a ser que le apeteciera repetir.

«Es capaz de quererme hacer otra mamada», medité acojonado por la mas que plausible posibilidad de dar un gatillazo.

La fortuna quiso que Paloma o bien estuviera suficientemente saciada o lo que es más posible, su apetito físico fuera mayor que el carnal y por ello, se puso un traje de baño y un pareo sin más dilación.

Ya en la calle, mientras caminábamos hacia el chiringuito, en las miradas de los hombres que nos cruzábamos descubrí envidia y eso en vez de cabrearme, me hinchó el orgullo al saber que todos ellos hubiesen intercambiado mi puesto.

«Tengo que reconocer que en bikini todavía están mas buenas», me dije valorando el par de hembras que me acompañaban.

No era para menos, tanto mi esposa como mi recién estrenada amante llevaban con gallardía los años y sus cuerpos no tenía nada que envidiar a los de las veinteañeras.

«Soy un suertudo», pensé mientras caminaba junto a ellas.

Ajenas a todo, las dos se estaban riendo y lucían radiantes cuando entramos en el local, pero ello cambió cuando descubrieron al marido de Paloma pidiendo en la barra.

― ¿Quieres que nos vayamos? ― pregunté.

No pudo contestar porque justo en ese momento, su ex levantó la mirada y la vio. La expresión de estupefacción que vi en su rostro nos informó de que él estaba más molesto que nosotros por ese encuentro y quizás por ello, la morena no quiso que nos fuéramos a otro lado.

― ¿Con quién narices habrá venido este cretino? ― se preguntó en voz alta mientras echaba una ojeada alrededor.

Su cabreo fue in crescendo al reconocer en una mesa a su secretaria y sin cortarse un pelo, la señaló diciendo:

―Ha venido con su zorrita.

Aunque no pude decirlo, la chavala en cuestión era una monada y estaba para hacerla un favor.

―No sé qué le ha visto― comentó cabreada sin dejar de observarla.

«Yo, sí», rumié muerto de risa, «tiene unos melones dignos de meter la cabeza y perderse entre ellos».

Lo quisiera ver o no y aunque personalmente yo no la cambiaba por ella, esa joven era preciosa. Con unos ojos verdes inmensos, parecía no haber roto en su vida un plato.

«Demasiado dulce para mi gusto», sentencié al ver el modo en que sonreía a su pareja.

En cambio, Paloma vio en esa sonrisa un ataque a su persona. Estaba a punto de lanzarse sobre ella del cabreo que tenía, pero afortunadamente mi esposa se dio cuenta fuera y cogiéndola de la mano, le susurró:

― ¿Tanto echas de menos a tu marido?

Girándose hacia ella, la miró sorprendida:

―Para nada. Aunque me lo pidiera no volvería con él.

―Entonces, tranquilízate― le pidió molesta: ―. Pareces una perra celosa que sueña con una caricia de su amo.

Bajando su mano por debajo del mantel, Paloma contestó:

―Las únicas caricias que necesito son las vuestras. ¿Quieres que te lo demuestre?

Supo a lo que se refería en cuanto notó que los dedos de la morena subían por sus muslos. Por eso, su respuesta no fue verbal y separando sus rodillas, María la retó diciendo:

― ¡No tienes valor para hacerlo!

Entornando los ojos, nuestra vecina reinició su ascenso por las piernas de mi mujer mientras por mi parte no sabía donde meterme.

―Os van a ver― comenté temiendo que si Juan, el marido de Paloma, descubría que su ex estaba masturbando a María, al volver a Madrid todo el mundo lo supiera.

―No me importa― replicó la morena mientras bajo la mesa se dedicaba a buscar el placer de mi señora.

―A mí tampoco― la apoyó María con la voz entrecortada.

Dándolas por imposible, decidí que la mejor forma de que la parejita en cuestión no mirara hacía nosotros era observarlos yo a ellos y por eso fui el primero que descubrí que la chavala estaba embarazada.

«Joder, ¡menuda panza!», pensé al ver que se levantaba de la mesa.

Paloma fue más gráfica porque, al verla, exclamó confirmando mis cálculos:

― ¡Será hijo de puta! ¡Está de más de seis meses!

No tuve que ser un genio para comprender las razones de su cabreo: su marido la había dejado preñada cuatro meses antes de irse de casa. María comprendió a la primera el estado de la morena y con un dulce beso en la mejilla, le brindó su apoyo.

―No se merece que le montes un escándalo― murmuró en su oído.

―Lo sé― respondió mientras desaparecía rumbo al baño.

Asumiendo que la necesitaba, mi esposa fue a consolarla. Comprendí lo afectada que estaba Paloma por la futura paternidad de su ex, cuando al cabo de diez minutos ni ella ni María habían vuelto del baño. Por ello cuando el capullo aquel desapareció por la puerta acompañado de su novia, lo agradecí.

«Así no tendrá que verlo», mascullé entre dientes mientras pedía una ración de patatas bravas y otra cerveza.

Si calculamos el tiempo en que tardaron en volver por mi bebida, he de decir que fueron tres cañas y un doble después. Pero lo cierto es que no les dije nada al observar que ambas habían llorado:

«Estás mas guapo callado», pensé para mí viendo en sus rostros una extraña determinación que no supe traducir correctamente, «han tenido bronca entre ellas y vienen cabreadas».

Tratando de calmarlas, llamé al camarero y pedí que les pusieran algo de beber.

―Un cubata, por favor― pidió Paloma.

―Y otro para mí― replicó mi esposa.

Que pidieran una copa antes de comer, confirmó mis temores y reafirmándome en la decisión de no comentar nada al respecto, cambiando de tema, les pregunté qué les apetecía hacer después de comer.

―Volver a la casa y que nos preñes― contestó María.

Como os podréis imaginar, casi me caigo de la silla al escuchar semejante desatino y mas cuando la morena acto seguido soltó sin dar tiempo a que me repusiera:

―Hemos hablado entre nosotras y queremos ser madres.

― ¿Algo podré opinar? ― tartamudeé totalmente desarmado.

―Sí― respondió mi mujer: ―Te dejaremos elegir los nombres.

Sentí un escalofrío al saber que lo que realmente me estaba diciendo era que no iban a admitir discusión al respecto. Por ello, tomando mi vaso me bebí la cerveza de un golpe y pedí un whisky.

―Cojonudo, quince años casado y ahora queréis que sea padre por partida doble― comenté.

Demostrando lo poco que les importaba mis reticencias, las dos brujas se echaron a reír diciendo:

―Piensa que así que los hermanitos se criarán juntos y que de paso te ahorrarás un bautizo…

10

Con toda intención decidí y conseguí retrasar la vuelta. Tres horas y seis copas después regresamos a casa con una borrachera de las que hacen época. Sin duda, la más perjudicada era mi señora. María, del pedo que llevaba, le costaba mantenerse en pie. Por ese motivo al llegar al piso entre Paloma y yo la acostamos mientras ella no dejaba de protestar pidiéndonos otro ron.

―Vamos cariño, duérmete― tuve que insistir al desnudarla.

―Tú lo que quieres es follarte a Paloma sin mí― me respondió mientras intentaba incorporarse.

Su grado de alcohol en sangre debía ser alto porque en cuanto conseguimos que se tranquilizara, se quedó dormida casi de inmediato. Eso me permitió preguntar a la morena si iba en serio con eso de ser madre.

―Al principio me cabreó ver que Juan iba a ser padre, cuando nunca quiso serlo conmigo. Pero ahora sé que deseo tener un hijo y que tú seas su padre― contestó.

―Joder, Paloma. ¿No crees que deberíamos esperar un poco hasta ver si lo nuestro tiene futuro?

―Sería lo lógico― me reconoció, pero haciendo extensiva su respuesta a mi esposa continuó diciendo: – aunque no podemos. María y yo tenemos una edad en la que el reloj biológico manda.  Es ahora o nunca.

Os juro que se me puso la carne de gallina al escucharla y casi tartamudeando hice un último intento:

― ¿No hay marcha atrás?

―No― me replicó: ―Ambas queremos un hijo.

Me tomé unos segundos en asimilar que no tenía salida y entonces, sonriendo, le solté:

―Ya que no hay otra, ¿qué te parece si nos ponemos a ello?

Con una sonora carcajada me informó que le parecía una buena idea y confirmando sus intenciones, se empezó a desnudar mientras me reconocía que no se tomaba la pastilla desde que su marido le había abandonado.

― ¿Te han dicho que además de puta eres una cabrona? ― pregunté.

―Solo tú, mi amor. Los demás solo dicen que soy una hija de perra a la que les gustaría tirarse.

Su descaro me hizo gracia y poniéndola a cuatro patas sobre el colchón, empecé a juguetear con mi glande entre sus pliegues mientras le decía que la iba a dejar el coño escocido de tanto follármela.

―Lo estoy deseando, mi amo y señor.

Desternillado quise saber a qué venía tanta dulzura y tanta sumisión.

―Si mi dueño ha aceptado que mi vientre germine con su simiente, su dulce esclava solo puede dar las gracias― respondió haciéndome ver que deseaba jugar duro esa noche.

Decidido a complacerla, me levanté en silencio de la cama y fui al cuarto de baño a por unos juguetes. Con ellos en la mano, volví a la habitación. Acercándome a ella, le comenté mientras mis manos se apoderaban de sus pechos que la iba a violar.

Riendo, Paloma se trató de zafar de mi acoso, justo cuando sintió que cerraba un par de esposas alrededor de sus muñecas.

― ¿Qué coño haces? ― exclamó muerta de risa.

Tomando el mando, la tiré sobre la cama y tras atarla, coloqué otros grilletes en sus tobillos. La actitud de la morenaza seguía siendo tranquila, pero cuando le puse una mordaza en su boca, noté que se estaba empezando a preocupar.

―He pensado en inmortalizar el momento ― comenté― y ya que no te importa que tu ex sepa que eres nuestra amante, he pensado en mandarle una película.

Por vez primera, Paloma se percató que había jugado con fuego y trato de negociar conmigo que la desatara. Al ver que no le hacía caso, intentó liberarse sin conseguirlo, mientras descojonado, sacaba una cámara de fotos y la ponía sobre un trípode.

―Estoy seguro de que Juan querrá recordar las dos tetas que dejó escapar.

Para entonces, dos lágrimas surcaban sus mejillas y dando un toque melodramático, sacando una máscara de látex, me la puse mientras le explicaba que no me apetecía que su ex me reconociera.

Sé que intentó protestar, pero el bozal que llevaba en la boca se lo impidió y mientras sus ojos reflejaban el terror que sentía por verse así expuesta, incrementando su turbación, saqué unas tijeras y con parsimonia fui cortando la camisa que llevaba puesta.

Una vez desnuda y atada de pies y manos, me la quedé mirando y tuve que admitir que asustada, mi vecina y amante se veía tan guapa como desdichada. Tanteando sus límites, me dediqué a pellizcar los negrísimos pezones que decoraban sus tetas mientras pensaba en mi siguiente paso.

― ¿Quieres que tu marido observe cómo te sodomizo o por el contrario prefieres que te vea ensartada por todos tus agujeros? ― pregunté mientras sacaba de mi espalda un enorme consolador con dos cabezas.

― ¿Te gusta? ― comenté mientras ponía frente a sus ojos el siniestro artilugio para que viera las dos pollas de plástico con las que la iba a follar.

Moviendo la cabeza, lo negó, pero no por ello me apiadé de ella y recorriendo con ellos su cuerpo, llegué hasta su sexo. Aprovechando su indefensión, jugueteé con sus dos entradas. Para entonces Paloma había perdido su serenidad y lloraba como una magdalena.

―Así quedará más claro lo puta que eres― le dije sin dejar de grabar para la posteridad su martirio: ―No me extrañaría que tu ex muestre estas imágenes a todos nuestros pervertidos vecinos para que se pajeen en tu honor.

Dándose por vencida, la morena había dejado de debatirse y seguía mis maniobras con sus ojos cerrados, pero no pudo evitar abrirlos al sentir que le incrustaba uno de los penes en su esfínter.

El ahogado gemido que dio me informó del dolor que había sentido y comportándome como un auténtico cretino, me reí diciendo:

― Deja de llorar. No es la primera vez que uso tu culo.

Metiendo el segundo en su coño, proseguí con su tortura y en cuanto noté que se había acostumbrado a la intrusión de esos dos objetos, los encendí. No tardé en comprobar que mi querida y recién estrenada amante se estaba retorciendo de gusto contra su voluntad.

«Le está gustando», sentencié mientras enchufaba la cámara a mi portátil para así grabar todo en su memoria y con ella gozando como la puta que era, me quedé pensando en cómo había cambiado mi vida desde que ella y mi mujer se había hecho amigas.

Tal y como había previsto, Paloma no pudo aguantar mucho sin correrse y viendo que se retorcía de placer, decidí que había llegado la hora de intervenir, Por eso saqué el sustituto de pene que llevaba en el coño y lo sustituí por el mío mientras le quitaba la mordaza de la boca.

― ¡Maldito! ― gritó al poder hablar: ― ¿Quién te ha dado permiso de tratarme así?

Al escuchar su indignación, solté una carcajada y comencé a follármela a un ritmo constante. El ritmo con el que martilleé sus entrañas aminoró sus quejas y paulatinamente éstas fueron mutando en gemidos de placer.

―Cabrón, te odio― chilló descompuesta al correrse.

Satisfecho, saqué mi verga de su coño y chorreando de su flujo, lo acerqué hasta su boca.

―Empieza a mamar― con tono autoritario, ordené.

Demostrando su carácter, Paloma se negó a hacer esa felación y fue entonces cuando le solté:

―Piensa que, si no me la mamas, tendré que desahogar mis ganas en tu culo.

La amenaza cumplió su objetivo y cediendo a su pesar, abrió sus labios. Momento que aproveché para metérsela hasta el fondo de su garganta. Curiosamente esa brusquedad hizo que mi vecina se derrumbara y emergiendo su faceta más sumisa, comenzó a usar su lengua para obedecer.

―Sonríe para la cámara― comenté mientras Paloma me demostraba su maestría en mamadas sin manos.

―Por favor, no te corras en mi boca. Fóllame, quiero ser madre― suspiró sin poderse mover.

La lujuria de sus ojos me convenció y cambiando de boca a coño, reinicié mi asalto. Paloma agradeció mi gesto con un chillido de placer y ya totalmente entregada, me rogó que la inseminara.

―Tú lo has querido― repliqué dejándome llevar y explotando en su interior.

Al percatarse que estaba regando su fértil vientre, se volvió loca y moviendo sus caderas a una velocidad de vértigo, buscó y consiguió extraer hasta la última gota de mis huevos, mientras nuevamente su cuerpo sufría los embates de un renovado orgasmo.

―Me vuelves loca― aulló antes de caer rendida sobre la cama.

Ya totalmente ordeñado, me compadecí de ella y la liberé. Paloma demostrando lo mucho que le había gustado ese rudo trato, se acurrucó entre mis brazos diciendo:

―Eres un capullo. Llegué a pensar que me estabas grabando.

Descojonado, conecté mi ordenador y le demostré que no le había mentido al decirle que había inmortalizado su violación

― ¿No serás capaz de mandársela a mi ex? ― preguntó acojonada.

―No se lo merece. He pensado en ponérsela mañana a María para que vea lo puta que eres cuando ella está indispuesta.

Riendo a carcajadas, la morena me soltó mientras señalaba a mi esposa que permanecía totalmente noqueada sobre las sábanas:

―Me parece bien, pero aún mejor que aprovechando que todavía le queda espacio a la memoria, mañana se despierte atada y que en cuanto se queje, le demos caña.

Alucinado, por el monstruo en que había convertido a esa dulce belleza, pregunté:

― ¿Qué te apetece hacer?

Su respuesta me hizo descojonarme de risa:

― Nunca me he follado propiamente a una mujer y como este consolador tiene dos penes, he pensado en meterle el grande mientras yo me quedo con el pequeño…

Relato erótico: Un viaje en el tren (POR TALIBOS)

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UN VIAJE EN TREN:

Mi nombre es… bueno, qué mas da. Total, aunque lo dijera, no iba a aparecer ni una sola vez más en el relato…
Bastará con que os diga que soy un tipo normal, españolito de a pié y que escribo esta historia porque todavía no me creo lo que me ha pasado. Normalmente yo soy de los que leen estos relatos, sin acabar de creerme que estas cosas pasen, para hacerme unas pajillas, como dice nuestro paisano Torrente. Pero hoy me he erigido en protagonista, así que no me aguanto las ganas de contárselo a alguien… y como mis amigos no me iban a creer…
Acabé la carrera universitaria en Septiembre pasado. Mis notas… normalitas. Desde entonces ando a la caza de curro, ya saben, como tantos otros, sin encontrar una mierda, a no ser que esté dispuesto a trabajar de 7 a 7 por mil tristes euros al mes y en algo que no tiene absolutamente nada que ver con lo que he estudiado.
Así me he pasado los últimos meses, echando curriculums por cientos, acudiendo a decenas de humillantes entrevistas de trabajo, en los que los huevos se te ponen de corbata, mientras ves al lado tuyo a un montón de gente de tu edad que, al menos por el aspecto, parecen estar infinitamente más cualificados que tú para el trabajo. Y así me iba.
Pero por fin, y con la ingente cantidad de experiencia acumulada en los últimos meses, la semana pasada afronté con el aplomo necesario la enésima entrevista. Le caí en gracia al entrevistador, gracias a mi extraordinaria preparación, simpatía y nivel cultural.
En realidad lo que pasó fue que descubrí que el tío era del mismo equipo de fútbol que yo y, disimuladamente, saqué el tema a colación, lamentándome por los nefastos arbitrajes sufridos durante toda la temporada… y eso bastó.
Días después recibí la llamada para concertar una segunda entrevista, lo que era la primera que me pasaba, así que, loco de contento, accedí a todo lo que me dijeron.
El problema es que esta reunión no se celebraba en mi ciudad, sino en Barcelona, a unos buenos mil y pico de kilómetros de casita, y es que claro, en mi curriculum figuraba mi completa movilidad geográfica para poder optar al puesto.
Bueno, qué se le iba a hacer. Todo fuera por lograr un buen trabajo. El siguiente problema era el transporte hasta la ciudad condal. El avión quedaba descartado para mí, pues el billete era un poco caro para mis posibilidades. El coche… ni pensarlo, menudo palizón. Así que me decidí por el sistema de siempre: el tren.
Digo de siempre porque mi padre es empleado de RENFE, con lo que puedo viajar con descuento, así que solía hacer mis viajes en ferrocarril. El trayecto era de unas 8 horas, con paradas claro. Pensé en alquilar una litera, pero se salía un poco de presupuesto y consultando los horarios vi que había un tren que salía a las siete de la mañana, con lo que llegaba a Barcelona a las 3 de la tarde más o menos, hora perfecta pues la entrevista estaba fijada a las 18:00.
Con todo decidido, reservé billete en ese tren, en un departamento privado a precio de billete normal gracias a los contactos de mi padre. Y ese fue el inicio de mi aventurilla.
El día fijado salí de casa despidiéndome de mi madre. Mi padre me llevó en coche a la estación, aprovechando que entraba a trabajar. Se despidió de mí con un abrazo y me deseó suerte… y de hecho, fue precisamente suerte lo que tuve, ya verán.
Me acomodé en mi departamento en el vagón, ya saben, un habitáculo cuadrado, con una puerta deslizante que lo aislaba del pasillo, con dos asientos para tres personas, uno enfrente del otro y una gran ventana que permitía admirar el paisaje.
Yo viajaba ligero de equipaje, tan sólo un pequeño neceser y el maletín con mi portátil. Las primeras horas de trayecto fueron tranquilas, dando una cabezada, cosa que no me costó mucho, pues estoy acostumbrado a viajar en tren.
Tras dos horas de viaje y deseoso de estirar un poco las piernas, bajé al andén de una estación en la que hicimos una parada. Aproveché para comprar un par de periódicos, Marca incluido, para entretenerme en el trayecto.
Regresé a mi departamento y me senté, dispuesto a leer un rato. El tren retomó la marcha y yo me sumergí en la lectura de las crónicas de los partidos del día anterior, muy interesado en saber cómo coño se las habían apañado los de ese equipo para perder contra el colista en casa.
Entonces llamaron ligeramente a la puerta y tras unos segundos, ésta se abrió asomando el revisor del tren.
                        Disculpe señor – me dijo.
                Dígame – respondí dejando momentáneamente el periódico a un lado.

 

Verá… hemos tenido un problemilla con uno de los departamentos y hay un par de viajeros sin acomodo en el vagón.
¿Y? – dije barruntándome lo que venía a continuación.
Como usted viaja solo, me preguntaba si sería tan amable de compartir su departamento con estos viajeros…

 

Esta historia ya me la conocía. Mi padre me lo había explicado. El problemilla en el departamento era que habían vendido más billetes de los que cabían en el tren (o se habían vendido menos de los esperados con lo que se había retirado un vagón completo del convoy), con lo que ahora había que recolocar a los viajeros como se pudiera. Y el marrón era para los pobres revisores que tenían que dar la cara frente a los viajeros, pidiendo favores y aguantando las malas caras del personal, porque se supone que si uno reserva un departamento privado es porque quiere viajar así, en privado ¿o no?
Qué se le iba a hacer, por solidaridad con un compañero de fatigas de mi padre no iba a negarme. De todas formas, no me hacía gracia tener a unos desconocidos como compañeros de viaje, pues soy algo tímido y me cuesta conectar con el personal, pero qué podía hacer si no.

 

No se preocupe – asentí resignado – No es ninguna molestia.
Muchas gracias – dijo el revisor relajándose al no ser objeto de protestas ni reniegos – Por aquí señoritas, si son tan amables.

 

 

Mientras decía esto, el revisor se apartaba para que entraran mis acompañantes. Al pronunciar la palabra “señoritas”, el hombre consiguió captar completamente mi atención. Y entonces la vi.

En el departamento penetró el más increíble ejemplar de mujer que había visto en mi vida. Rubia, 1,70, pecho generoso, curvas redondeadas, labios carnosos… de esas mujeres que uno piensa que tan sólo existen en los anuncios de la tele, porque nunca se ven por la calle…
Y encima iba vestida en plan secretaria porno (bueno, lo de porno lo añado yo). Traje sastre beige, con falda a medio muslo, medias color carne, zapatos de tacón, blusa blanca debajo de la chaquetilla del traje, entreabierta, mostrando por el escote un cuello de piel blanca, seductor, adornado por una fina cadena de oro.
Para completar su despampanante aspecto de ejecutiva de peli porno (uno de mis fetiches por si no lo han notado), llevaba el pelo recogido en un funcional moño, atravesado por dos palillos chinos para sujetarlo. Completaba su atuendo unas gafas de montura negra, que le daban aspecto de intelectual sexy… la leche se lo juro.
Me quedé boquiabierto mirándola, sin acertar a decir esta boca es mía. Ella me echó una mirada rápida, observando con desagrado la expresión de tontolaba que yo tenía mientras la contemplaba embobado y, decidiendo que yo no merecía mucho más la pena, penetró en el departamento mientras me saludaba con cortés indiferencia.

 

Buenos días – me dijo – gracias por permitirnos compartir su asiento.
No… no… no hay de qué – balbuceé.

 

Escuché entonces una risita divertida que me hizo apartar la vista unos instantes de aquella diosa. Por la puerta entraba en ese instante una joven de unos 17 o 18 años, bastante guapa también, aunque no me fijé mucho en ella, pues enseguida volví a clavar los ojos en la escultural mujer que tomaba asiento enfrente de mí. Lo único que observé de la otra moza era que vestía uniforme de algún colegio privado.
La mayor se situó en el asiento frente al mío, a mi derecha, pegada a la ventana (yo iba sentado de espaldas al sentido de marcha del tren) y la menor a mi izquierda, junto a la puerta del departamento.
La maciza, sin duda más que acostumbrada a que los tipos como yo babearan a su alrededor, decidió que la mejor forma de librarse de mí era ignorarme olímpicamente, así que fingió no darse cuenta de que yo era incapaz de apartar la mirada de ella.
Yo, tan lentito como siempre en cuestión de mujeres, no me di cuenta de que ella pasaba de mí, así que hice unos torpes intentos por entablar conversación.

 

Es una lata viajar con estos de RENFE ¿eh? Aunque tengo entendido que con IBERIA es todavía peor.
Sí – respondió ella.
Y, ¿adónde se dirigen? – insistí.
A Barcelona.
¡Qué casualidad! ¡yo también voy allí! – exclamé entusiasmado – Esta misma tarde tengo una entrevista de trabajo en una importante compañía…
Perdone – me interrumpió – ¿Me prestaría usted el periódico? El deportivo no, el otro.

 

Menudo corte.
Nuevamente oí la risita divertida de la otra chica que acababa de ver cómo la mayor me paraba los pies en seco. Eso es justamente lo que hacía falta, que más mujeres aprendieran cómo mandarme a tomar por culo…
Comprendiendo al fin que allí no había nada que hacer, le alcancé el diario a mi acompañante, un poco dolido por su cortante contestación. Defraudado, abrí de nuevo el Marca para seguir con la lectura de las crónicas deportivas, mientras mentalmente repasaba ingeniosas y ofensivas respuestas que haberle dado a aquel putón desorejado (así comencé a referirme a ella en mi cerebro) cuando ella me cortó el rollo de manera tan eficaz.
Enfurruñado, traté de retomar el hilo de la lectura con el periódico bien abierto delante de mí, tapando mi ruborizado rostro (sí, me puse colorado cuando la tipa me pegó el corte, qué pasa), con la risita de la otra aún zumbándome en los oídos.
Así estuve un rato, haciendo como que leía, pero echándole en realidad disimuladas miradas a la rubia por encima del periódico, pensando en todas las maneras y posturas en que me gustaría follármela allí mismo, haciendo que me pidiera más, obligándola a que me la chupara, dándole por el culo, haciendo que se lo tragara todo… joder, mejor pensar en otra cosa.
Estaba tan embebido en mis pensamientos que ni me había dado cuenta de que las dos mujeres habían empezado a charlar. Bueno, eso no es del todo correcto, más bien la mayor estaba echándole la bronca a la pequeña… muy educadamente, eso sí.

 

… no puedo creer que lo hayas vuelto a hacer.
Déjame en paz – respuesta muy adolescente.
Sí, tú siempre con lo mismo. ¿Y ahora que vas a decirle a mamá? ¿Sabes el disgusto que se va a llevar?

 

¿Mamá? Comprendí entonces que eran hermanas.

 

¿Y a mí qué me cuentas? ¡Para empezar yo no quería que me mandaran a ese colegio de mierda!
¡Niña! ¡Ese lenguaje!
¡Anda, no seas pija! ¡Y no me toques más los cojones!

 

Aunque no se lo crean, ninguna de las dos alzaba el tono en absoluto mientras discutían, al parecer totalmente acostumbradas a discutir la una con la otra sin darse voces. Muy razonable y equilibrado todo, ya saben.
Seguí espiando la conversión un rato, enterándome de la causa de la disputa. Por lo que pude dilucidar, la más joven debía ser una perlilla de cuidado, así que sus papás la habían mandado interna a un colegio. La chica debía haber hecho alguna que otra barrabasada (la impresión que me dio fue que no era la primera vez que la pillaban en falta), así que la habían expulsado una semana del colegio.

 

… y encima tengo que venir al quinto pino a buscarte, porque a la niñita la han expulsado otra vez…
Al quinto coño hermanita… nadie dice ya al quinto pino, pija de mierda.

 

 
Madre. A que se liaban a ostias.

 

Muy bonito. Mira qué lenguaje. Vaya manera de hablarle a tu hermana.
¿Te gusta?
Me encanta. Tengo que dejar el trabajo de lado para venir a buscarla, toda la maldita noche sin dormir, y cuando lleguemos a casa, en vez de echarme un rato, tendré que ir a la oficina a recuperar dos días de trabajo perdidos y todo porque a la niñata de las narices se le ocurrió escaparse a dar una vueltecita por el pueblo…
¿Y qué quieres que haga? ¿Sabes lo aburridísimo que es estar en un colegio sólo con chicas?
Pues te aguantas nena, que tú te lo has buscado. A ver si te crees que a papá y mamá les hizo gracia tener que meterte interna.
¿Ah no? Pues nadie lo diría a juzgar por la de veces que han venido a verme.
¿Pero no eras tú la que no querías que viniésemos? A ver si te decides niña.
Mira, déjame en paz, que si te crees que tengo ganas de pasarme una semana con vosotros…
Pues acostúmbrate, porque la próxima semana te vas a quedar encerrada en casita, aprovecha para ver hoy la calle…
Eso ya lo veremos…

 

Yo escuchaba más callado que un muerto.

 

Ya lo verás, ya – continuó la mayor.
Mira, estúpida, si en el colegio no han sido capaces de retenerme…
Pero en casa no hay nada más que una niña estúpida a la que vigilar.
Ya me contarás después – dijo la joven desafiante – te apuesto que antes de mañana me he ido por ahí con mis amigos.
¿Y qué vas a hacer? ¿Vestirte como una fulana e irte a un after? ¡Pero tú te has visto!

 

Aquello de la fulana me interesó bastante, así que bajé levemente el periódico para echarle otro vistazo a la jovencita. Bien mirada no estaba nada mal, rubia, de pelo rizado, parecida a su hermana, aunque de rasgos más angulosos, con menos redondeces y vestida con un (ahora lo notaba) sexy uniforme de colegio privado, ya saben con esos de faldita tableada, camisa blanca, chaleco y corbata (en serio, corbata), aunque ella la llevaba floja, con la camisa mal abrochada.
Mientras la observaba tratando de adivinar a qué se refería su hermana con lo del aspecto de fulana, la chica notó que yo la espiaba, esbozando una enigmática sonrisa que hizo que me avergonzara nuevamente, por haber sido sorprendido mirándola. Azorado, volví a subir el periódico, tapándome el rostro, rezando para que la chica no me pusiera en evidencia.
Pero ella no dijo nada, sino que siguió discutiendo con su hermana mayor, diciéndose de todo, pero sin levantar la voz en ningún momento. Muy educaditas ellas.
Ya menos interesado en la conversación (pues básicamente se limitaba a acusaciones de falta de responsabilidad por parte de una y a variaciones de “déjame en paz” por parte de la otra), logré concentrarme un poco en la lectura del periódico hasta que, poco a poco, la discusión se fue apagando.
Escuché entonces un ruidito electrónico, que me hizo echar otro vistazo. Vi que la mayor estaba, ahora sí, leyendo distraídamente el periódico que yo le había prestado, mientras que su hermanita se dedicaba a teclear nerviosamente en su teléfono móvil, creo que con algún juego a juzgar por los efectos de sonido.
Yo seguí a lo mío, sin atreverme a hablar ni con una ni con otra, puesto que desde luego la mayor no quería que la molestase y temía que la menor (que era bastante descarada) me dijese algo acerca de la miradita anterior, así que continué ignorándolas.
Pero, entiéndanme, la mayor estaba demasiado buena, así que, de vez en cuando, le echaba disimulados vistazos, pensando y soñando con lo mucho que me gustaría que me la chupase una hembra así.
Regañándome a mí mismo, traté de centrarme en la lectura, consiguiéndolo parcialmente durante un rato, hasta que, de pronto, noté que algo se deslizaba hasta el suelo, cayendo a mis pies.
Bajé el Marca y miré, dándome cuenta de que mi hermosa compañera de viaje había sucumbido al cansancio de dos días en tren y se había quedado dormida, con lo que el diario que yo le había prestado se le había caído. Su hermanita la ignoraba por completo, inmersa en una apasionante partida en el móvil.
Yo me agaché educadamente, sin mala intención, lo juro, para recoger el periódico, pero entonces caí en la cuenta de que estaba frente a frente con el esplendoroso muslamen de la jamona. Y no pude resistirme a echar una ojeada.
Madre mía cómo estaba. Al quedarse dormida, su trasero había resbalado un poco en el asiento, de forma que la minifalda se le había subido unos centímetros, dejando al aire una generosa porción de sus magníficas cachas. Aguzando la vista, creí entrever incluso su ropa interior en el misterioso triángulo de oscuridad que la falda formaba entre sus muslos. Para cagarse.
Asustado por si la hermanita había notado mis maniobras, me incorporé torpemente en mi asiento, dejando el periódico que ella había dejado caer a mi lado. Me sentía nervioso por el excepcional panorama que acababa de vislumbrar, y decidí tratar de disfrutar del mismo lo máximo posible.
Fingí sumergirme de nuevo en la lectura del Marca, pero lo que hice fue reclinarme, de forma que mi espalda quedara apoyada no en el respaldo, sino en la pared en la que estaba la ventana, subiendo mis piernas y dejándolas reposar en el asiento, como si me estuviera tumbando en el mismo. De esta forma, me bastaba con poner el periódico frente a mí para que la hermanita no pudiese ver a dónde miraba yo, mientras que me bastaba con girar un poco el cuello para poder seguir espiando a mi bella durmiente.
Estaba tremenda.
 
 

Más seguro ahora de que la jovencita no podía ver cómo devoraba a su hermana con los ojos, procedí a recorrer hasta el último centímetro de su escultural anatomía con la mirada. Joder, qué pedazo de tetas tenía, era super excitante verlas subir y bajar rítmicamente al ritmo de su respiración.

Sus labios, carnosos y plenos, estaban entreabiertos y yo me preguntaba muy seriamente qué se sentiría al tenerlos rodeando mi polla. Su piel, blanca, sin mácula, deseable. Sería increíble quitarle los palillos que sujetaban su cabellera y dejarla caer sobre sus hombros en lujuriosos bucles… que buena estaba la jodía.
Entonces ella se movió levemente en sueños, sobresaltándome un poco, lo que me hizo dar un respingo. Afortunadamente, la jamona no despertó, pero el movimiento había hecho que la falda se le subiera un poco más. Madre mía.
Estirando un poco el cuello vi que, bajo su minifalda subida a medio muslo, asomaba el borde de sus medias, lo que me puso a mil. Claro, lógico, un pedazo de pivón como aquel no iba a usar panties. Seguro que llevaba un liguero bien sexy, y nada de braguitas, un pedazo de tanga bien incrustado en la raja del culo, para que algún afortunado mortal disfrutara de aquella diosa.
Entonces, claro, pasó lo inevitable en un gañán como yo. Apurado por intentar ver cuanto más mejor, había estirado el cuello al máximo hacia la rubia, agachándome un poco para tratar de atisbar entre sus piernas. Fue justo entonces cuando perdí el equilibrio y casi me caigo del asiento.
Manoteé alocadamente, tratando de agarrarme donde fuera. En un revuelo de manos, pies y hojas de periódico, conseguí mantenerme sobre el asiento, mientras el corazón me latía a mil por hora. Había estado a punto de caerme encima de la rubia.
Respiré profundamente, tratando de serenarme, pero entonces escuché de nuevo la risa de la hermanita, que se lo estaba pasando bomba a mi costa. Alcé la vista y vi cómo me miraba con una sonrisilla pícara. Me di cuenta entonces de que hacía rato que no se escuchaban los ruiditos del móvil, con lo que comprendí que la chica llevaba minutos observando mis maniobras de pervertido.
¡Mierda! ¿Cómo había podido olvidarme de que estaba allí? ¿Y si le daba por despertar a su hermana? ¡Me iba a poner como un trapo! ¿Y si llamaban al revisor? ¡Me echarían del tren! ¡LA COSA PODÍA LLEGAR INCLUSO A OÍDOS DE MI PADRE!
Completamente acojonado, opté por la decisión más lógica. Me escondí acobardado detrás del periódico, tratando de evitar como fuera la mirada divertida de la chica y rogándole a Dios que no formara ningún escándalo.
Pasaron un par de minutos de insoportable tensión, pero gracias al cielo, no pasó nada. Un poco más sereno, me aventuré a asomarme con disimulo por encima del diario, encontrándome de nuevo con la mirada pícara de la chica, lo que me obligó a esconderme de nuevo.
Entonces escuché dos golpes sordos en el suelo. Intrigado, miré por debajo del periódico y vi allí tirados los zapatos de la chica. Comprendí que ella, para ponerse más cómoda, se había descalzado y había subido los pies a su asiento.
El hecho de que ella se relajara tan tranquilamente me serenó mucho. No parecía que fuera a montarme ninguna escenita.
Más sosegado, hice propósito de enmienda. Me había librado de pasar la vergüenza de mi vida de milagro, así que era mejor no tentar a la suerte. Me incorporé y quedé correctamente sentado, despidiéndome con tristeza de la privilegiada posición que me permitía espiar a la maciza.
Decidido a leer el periódico, me arrellané en el asiento, cruzando las piernas y procurando acomodarme lo mejor posible. Estiré las hojas del diario y retomé la lectura de la crónica deportiva.
Entonces resonó en el departamento el inconfundible sonido de un papel de plástico al ser arrugado e, instantes después, una bolita hecha con el envoltorio de un caramelo voló por encima del periódico que yo sujetaba y aterrizó en mi regazo.
Extrañado, miré por encima de los papeles y lo que vi me dejó completamente paralizado.
La chavalita había sacado un chupachups Dios sabe de donde y se dedicaba lamerlo de forma arto erótica mientras me miraba sonriente. Yo, alucinado, me quedé mirándola, sin saber cómo reaccionar.
La nena lamía sensualmente el afortunado caramelo, recorriendo la bolita con la lengua. Muy lentamente, lo introducía entre sus labios, metiéndolo y sacándolo con enloquecedora cadencia. Cuando vio que había captado por completo mi atención, lo introdujo más hondo, empujando con el caramelo la cara interna de su mejilla, que se abombaba hacia fuera de la forma más erótica que pueda imaginarse.
Volvió a sacarlo, deslizándolo muy despacio por su lengua, para volver a introducirlo de nuevo, haciéndolo girar entre sus labios. Y todo esto sin dejar de esgrimir su pícara sonrisilla.
Yo seguía mirándola alucinado, con la boca tan seca que no habría podido articular palabra aunque hubiera sabido qué coño decir.
Justo entonces, aquella zorrilla llevó sus manos hasta sus muslos, y agarrándose la falda, se la subió unos centímetros, dejando al aire sus juveniles y deseables muslos. Yo, aunque esté mal el decirlo, me la comía con los ojos, sin parpadear siquiera, deseoso de no perderme ni un instante de espectáculo.
Ella deslizó entonces uno de sus pies voluptuosamente sobre el asiento, dejando deslizar la planta sobre el mismo, hasta que su pierna quedó encogida. Con esto logró que la falda se le subiera hasta la cintura, con lo que mis ojos viajaron inmediatamente hacia el sur, para ver de qué color llevaba las braguitas aquella cada vez más encantadora señorita.
 

¡Sorpresa! La moza no usaba de eso. Con los ojos como platos pude constatar que aquella golfilla iba alegremente sin bragas debajo del uniforme. Su chochito bien afeitadito se me mostró en todo su esplendor, mientras su dueña se despatarraba en el asiento, riéndose del imbécil que la miraba babeante.

Ni que decir tiene que a esas alturas yo llevaba una empalmada de campeonato. Cuando fui consciente de ello (y pasó un rato no crean, así de atento estaba a la función), crucé las piernas con fuerza, como si hacerlo fuera a evitar que la chica se diese cuenta de lo que ocurría en mi pantalón, lo que consiguió arrancarle otra risita a la chica.
Entonces decidió subir el nivel del espectáculo, así que, mientras me miraba fijamente a los ojos, la golfilla llevó su mano izquierda hasta su entrepierna, abriéndose bien el coño con los dedos. Tras hacerlo, cogió el chupachups con la otra mano y después de frotárselo un poco por la vulva, se lo metió bien metido en el chocho.

 

Cof, cof, cof – tosía yo medio ahogado pues me había olvidado de respirar.

 

La putilla se masturbó unos instantes con el feliz caramelito, para después volver a metérselo en la boca con el gesto más lujurioso que había visto en mi vida (y el menda ha visto mucho porno, que conste).
Justo entonces, la hermana mayor se agitó un poco en sueños, lo que simplemente me provocó un infarto. Juro que mi corazón se detuvo unos segundos, pero como vi que no se despertaba, volvió a latir.
Aquello me devolvió a la realidad. Pero, ¿qué coño estaba yo haciendo? ¡Si aquella chica era menor de edad! (bueno, eso creo). ¿Y si alguien nos pillaba en medio del numerito? ¿Y si se despertaba la hermana?
Azorado (o agilipollado como pensarán algunos lectores), volví a esconderme detrás del periódico, como si fuese la muralla de Jericó, capaz de mantener alejada de mí a aquella zorra lujuriosa.
Pero ella no iba a rendirse tan fácilmente y pronto noté como uno de sus piececitos se apoyaba en mi tobillo y comenzaba a acariciarme la pantorrilla por la pernera del pantalón.
Cuando aquel pié comenzó a ascender por mi pierna dirigiéndose a cierta zona de conflicto, pegué un respingo que casi me hizo llegar al techo. Acojonado, no sabía cómo afrontar aquella situación, así que hice lo de siempre: huir.
Mirando al frente, evitando mirar a la chica que seguía despatarrada en el asiento, traté de alcanzar la puerta para abrirla y escapar, pero ella, hábilmente, colocó uno de sus pies sobre la manija, y al ser una puerta deslizante, me impidió abrirla.
Yo la miré suplicante, para rogarle que no me complicara la vida más y me dejara largarme, pero hacerlo fue un error. Para poder empujar sobre la puerta, la chica se había abierto de piernas todavía más y al estar yo de pié junto a ella, tenía un infinitamente mejor panorama de aquel coño juvenil. Ella, sabedora de adonde apuntaba mi mirada, se lo abrió lo más que pudo con los dedos, mientras se masturbaba lentamente con el índice derecho.
Yo había dejado de luchar por abrir la puerta y la miraba hipnotizado, circunstancia que ella aprovechó para quitar el pié y apoyarlo directamente en mi entrepierna, donde palpó mi dureza por encima del pantalón.
Seguí allí, como un pasmarote, durante un par de minutos, mientras la nena frotaba y frotaba mi nabo con su pié, sin dejar de meterse el dedito por el chochito ni un segundo. Obviamente, yo ya no tenía ni fuerzas ni ganas de luchar, así que cuando ella apoyó el pié en mi pecho y me empujó suavemente hacia atrás, yo no me resistí lo más mínimo, volviendo a quedar sentado.

 

Que sea lo que Dios quiera – balbuceé.

 

Ella sonrió seductoramente ante mi comentario y se levantó, cerrando la cortinilla de la puerta, para que nadie pudiese vernos desde el pasillo. Con movimientos felinos, se arrodilló en el suelo, y se deslizó hasta quedar entre mis muslos. Su hábil manita frotó mi erección por encima del pantalón, dándome placenteros estrujones por encima de la ropa.
Yo contemplaba la escena alucinado, dejándola hacer lo que quisiera, mientras echaba asustadas miradas a su hermana, en busca de alguna señal de que se iba a despertar.

 

Riiiiiis – resonó mi cremallera al ser bajada.

 

Aquel sonido hizo que la hermana mayor dejara de importarme, así que clavé la mirada en la menor, que hábilmente estaba extrayendo mi pene de su encierro. Pensé que iba a chupármelo, pero ella deseaba jugar un poco más, por lo que empezó a acariciarme la punta del capullo con el chupachups, recorriendo todo el glande, mezclando el caramelo con mis jugos preseminales.
Cuando estuvo lo suficientemente azucarada para su gusto, la nenita empezó por fin a lamérmela. Fue como si infinitas estrellitas de colores atacaran mis ojos, pues hasta perdí la visión.
Siendo sincero, no tenía mucha experiencia previa para comparar (sólo me la habían chupado una vez con anterioridad), pero creo no equivocarme al decir que aquella niña llevaba a cuestas la experiencia de mil mamadas realizadas. ¡CÓMO LA CHUPABA!
La lamía, la ensalivaba bien y después se metía un buen trozo en la boca, mientras la recorría con la lengua. Yo, un poco embrutecido, trataba de echar el culo para delante, para metérsela hasta el fondo de la garganta, como había visto en las pelis porno, pero se ve que a ella eso no le gustaba, pues se retiraba impidiéndome clavársela, mientras agitaba a los lados un dedito, en gesto inequívoco de “de eso nada”.
Como no quería hacer nada que estropeara el momento, la dejé a su aire, dueña de la situación y, desde luego, fue un acierto. La muy golfilla aprovechó que tenía la punta de mi polla en la boca para meterse también el chupachups, chupándolos a la vez a ambos, en una enloquecedora danza oral que estaba haciendo que mis rodillas temblasen (de haber estado de pié, me habría derrumbado sin remedio).
Entonces ella decidió que era suficiente, y abandonó su presa, dejando que se deslizara lentamente entre sus labios. Yo iba a protestar, pero ella me puso un dedo en la boca, impidiéndome decir nada.
Mirándome fijamente a los ojos se puso en pié de nuevo, y abriéndose de piernas, se colocó a horcajadas sobre mis muslos. La verdad es que yo no tuve que hacer nada en la operación, pues ella solita se apañaba muy bien. Agarró mi picha con soltura y la colocó entre sus labios vaginales, moviéndola un poco hasta que quedó bien apuntada en la entrada de su gruta. Muy lentamente, fue deslizándose hacia abajo, mientras mi enardecido pene se enterraba en sus entrañas.

Se la clavó hasta el fondo, quedando sentada en mi regazo. Ella ahogó un gemido enterrando el rostro en mi cuello y sentí como sus dientes se clavaban en mi piel, aunque no me importó en absoluto. Permanecimos unos segundos parados, sintiéndonos mutuamente, hasta que, muy despacio, ella inició un cadencioso baile de caderas sobre mi polla.

 

Era increíble. Cómo lo hacía. Notaba que ella gemía y gemía, con la cara enterrada en mi cuello. Yo ahogaba mis propios resoplidos de placer como buenamente podía, apretando los labios al máximo, pero aún así muchos se me escapaban. De reojo, controlaba a la hermana, pero la tía seguía como un tronco, aunque a esas alturas me importaba una mierda.

Con ganas, agarré las nalgas de la chavalita, estrujándolas con fuerza, lo que hizo que un gritito de sorpresa se le escapara. De perdidos al río, me daba igual, si la hermana se despertaba iba a tener que llamar al ejército para evitar que yo terminara de follarme a aquella leona.
Ella seguía bailando sobre mis caderas, acelerando el ritmo cada vez más, cabalgando mi polla cada vez más fuerte. Su orgasmo llegó bruscamente, intenso, provocando que ella apretara su cara contra mí, aullando de placer. Yo seguía amasando su tierno culito, sintiéndola cada vez más, notando cómo la humedad de su entrepierna empapaba la mía.
Traté de apartar su cara para besarla, pero ella no se dejó. Supongo que para qué iba a besarme si no éramos novios ni nada. Allí se trataba tan sólo de follar.
Noté que se precipitaba mi propio orgasmo y, con un último rayo de conciencia, logré avisar a mi compañera.

 

Ya… ya… me corro – susurré.

 

Ella me descabalgó como un rayo, mientras mi polla protestaba por tener que abandonar tan cálida gruta. Haciéndose a un lado, agarró mi erección con fuerza, pajeándome con rapidez. No tuvo que dar ni tres sacudidas, cuando mi cipote comenzó a vomitar la carga de mis testículos.

 

Ummmmm – gemía yo tratando de ahogar los gritos de placer que pugnaban por escapar de mi garganta.

 

La nena sabía lo que hacía, pues con habilidad apuntó mi polla hacia el suelo, con lo que los espesos pegotes que disparé fueron a estrellarse en el piso. Aún así, alguno escapó, aterrizando en el asiento de enfrente, cerca de su hermana que seguía durmiendo cual bendita.

 

Joder, tío. Ibas cargadito – dijo ella dirigiéndome la primera de las dos frases que me dedicó aquella tarde – ¿Llevas kleenex?
 

 

Yo me limité a encogerme de hombros mientras le alargaba un paquete de pañuelos de papel. ¿Qué iba a decir?
 
La chica, experta en esas lides, recogió las manchas de semen del suelo y del asiento y haciendo una bola con el papel, se lo guardó en el bolsillo. Sin decir palabra, recogió sus zapatos del suelo y abriendo la puerta, salió al pasillo, dejándome allí boquiabierto, con una aplastante sensación de irrealidad.
 
Justo entonces, la hermana mayor se movió en el asiento, estirando los brazos voluptuosamente mientras se desperezaba. Yo la miré, todavía alucinado por la experiencia que acababa de vivir, cuando una vocecita me avisó en mi mente de que algo andaba mal.
 
Como un rayo, me di la vuelta, tratando de meter torpemente mi polla (que estaba morcillona) en el pantalón. Cuando logré subir la cremallera, me derrumbé en mi asiento, rojo como un tomate.
 

 

¿Está usted bien? – me dijo la maciza rubia, mientras me miraba con la misma expresión divertida que yo tan bien conocía en su hermana. Debía ser cosa de familia.
S… sí – balbuceé.
 

 

Momento muy tenso, créanme, aunque la mujer, o no se había dado cuenta de nada, o no le importaba en absoluto.
 

 

¿Mi hermana…? – preguntó.
Ha salido hace poco.
 

 

Estaba asustado a más no poder, así que volví a esconderme tras el diario. Poco después regresó la hermanita, fresca como una rosa, y se sentó al lado de su hermana sin decir nada.

 

 

¿Dónde estabas? – dijo la mayor.
En el servicio. ¿O es que tengo que pedir permiso hasta para ir a mear?
Ay, hija, perdona – dijo maciza woman, un tanto dolida.
Sí, disculpa tú también. No quería contestarte mal.
Vaya, pareces más relajada que antes.
Sí, es que he tenido mucho tiempo para meditar mientras dormías y he comprendido que tenéis parte de razón.
 

 

Sí, sí. Meditar. Mientras escuchaba estas palabras yo me escondía cada vez más tras mi periódico, mientras pensaba si no habría sido todo un sueño.
 
El resto del trayecto fue tranquilo. Mis acompañantes se fueron al vagón restaurante a comer algo, mientras yo, el pobretón, me comía el bocata de chorizo que me había preparado mi madre.
 
Más tarde y como me estaba poniendo cachondo simplemente de compartir departamento con las dos chicas mientras mi mente repasaba los acontecimientos de la mañana, tuve que ir al baño a cascarme una buena paja.
 
Por fin, a las tres de la tarde, el tren llegó a destino. Muy atropelladamente, me despedí de las mujeres, deseoso de largarme de allí pronto, pero mientras salía, la voz de la jovencita me detuvo:
 

 

Espere. Se le ha caído el móvil.
 

 

Extrañado, me di la vuelta y vi que, efectivamente, la niña llevaba mi móvil en la mano. Balbuceando las gracias lo cogí y lo guardé en el bolsillo.
 

 

Y también se deja esto – dijo la mayor.
 

 

La miré y vi que me alargaba mi periódico.
 

 

No importa. Quédeselo – dije.
No, no, insisto. Cójalo. Es suyo.
 

 

Me acerqué y lo cogí y entonces noté cómo su dedo índice acariciaba lentamente mi mano, describiendo sensuales curvas sobre ella.
 
Anonadado, me aparté dejándola salir del departamento, viendo cómo me dedicaba un seductor guiño mientras salía, con la tan bien conocida expresión pícara en el rostro. La hermanita pequeña, que no iba a ser menos, salió en segundo lugar, dejando deslizar distraídamente su mano sobre mi paquete.
 
Aturdido, me dejé caer de nuevo en el asiento, arrojando el periódico a un lado, que cayó entreabierto. Entonces vi unas letras en rojo entre las hojas. Rápidamente, abrí el periódico y me encontré un número de móvil escrito con pintalabios y la marca inconfundible de unos carnosos labios.
 
Una súbita idea penetró en mi mente y con rapidez, saqué el móvil en el bolsillo, mirando como loco la pantalla.
 
“Llama cdo vengas a Bclona” ponía. Y un número de móvil. Si os creéis que voy a escribir cual es, vais listos.
 
 
FIN
 
TALIBOS
 
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Relato erótico: La distraída (POR KAISER)

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Ella esta en su oficina terminando de revisar unos reportes bancarios, esta cansada pero sigue adelante. Se muere de hambre ya que come muy a la ligera, el café y un cigarro son su mejor compañía a esa hora. Mónica es así, trabajolica por excelencia prefiere quedarse en la noche a hacer este trabajo que es bastante aburrido ya que en el día simplemente no tiene tiempo.

Mónica es la gerente del banco, tiene un buen sueldo y es respetada, incluso temida se podría decir, por todos. Es una mujer divorciada de férreo carácter y sumamente autoritaria. Sus empleados la detestan por ser tan exigente y ella no tiene problema en hacerse odiar por ellos.
Sin embargo todos concuerdan en que Mónica es físicamente atractiva, 40 años de cabello corto y de color negro, ojos negros y un cuerpo bastante proporcionado y sugerente. Siempre viste de forma elegante y sobria aunque los trajes con escotes dejan entre ver unos pechos de buen tamaño, no excesivamente grandes pero tampoco pasan desapercibidos y unas piernas bastante bien formadas.
“Hasta que termine” suspira ella profundamente y ordena las carpetas en su escritorio, es viernes por la noche y a pesar de algunas invitaciones a salir ella las rechaza, solo quiere volver a su casa, darse una ducha y beber una cerveza, eso es todo.
Sale rápidamente del estacionamiento y enfila por la autopista hacia su departamento, ella vive en un condominio bastante privado y siempre llega tarde así que casi nadie la ve. Mónica ya esta cerca cuando suena su celular, al tomarlo del bolsillo de su chaqueta este se le cae, ella se inclina a recogerlo y le saca la vista al camino por un instante, cuando reacciona se topa con una luz roja y ella frena violentamente, pero ya es tarde. Un chico venia pasando en bicicleta y Mónica lo golpea con su auto, ella queda atónita y cierra los ojos al escuchar el golpe, de inmediato se baja de su auto y va a auxiliarlo.
“¡Maldita loca por que no te fijas por donde vas!” fue lo primero que le dijeron, Mónica se traga su orgullo y de inmediato le ofrece ayuda, con dificultad él se pone de pie y le reclama a Mónica por dañar su bicicleta, ella se deshace en disculpas y le ofrece pagarle una buena suma por los daños. Él cojea visiblemente y quiere llamar a la policía, Mónica no desea tener más problemas y evitar que esto se sepa, así se ofrece a llevarlo a su departamento para revisarlo, ella sabe algo de primeros auxilios.
“Vamos, despacio ya vamos a llegar” le dice ella que lo ayuda a entrar y lo deja sentado en un sillón, enciende las luces y le revisa su pierna derecha que le duele bastante. Él, que se llama Alex tiene alrededor de 16 años, de inmediato le reclama a Mónica que no haya como excusarse, ella le entrega un cheque por los daños a su bicicleta, él lo mira y no pone buena cara. Mónica cree que él solo trata de sacarle dinero, nada más.
“¡Bueno te ofrecido ayuda y una buena por los daños a tu bicicleta que más quieres!” le dice ella algo molesta que se da media vuelta a recoger unos papeles que se le cayeron al entrar, “chápamela” le dice él en voz baja, sin la intención que Mónica lo escuche pero en efecto ella lo hace. “¡¿Qué quieres que cosa!?” reacciona ella indignada y llena de furia, él se queda en silencio sin saber que hacer ni decir, simplemente lo dijo en broma, una broma para él pero Mónica lo ve de otro punto de vista.
“¡Mocoso insolente como se te ocurre pedirme semejante cosa debería darte una bofetada!” le dice ella visiblemente molesta. Alex no sabe que hacer, si decirle que era broma o bien tratar de sacarle provecho al asunto. Mónica se pasea frente a él con sus brazos cruzados, la observa un poco y con esta pose ella sin querer exhibe algo más su busto y gracias a su falda algo corta se ven sus bellas piernas, Alex toma una decisión.
 

“Esta bien entonces llamare a la policía y les diré que usted me arrollo y que después me trato de sobornar para no delatarla que iba hablando por celular mientras manejaba y mas encima no respeto una luz roja”, los ímpetus de Mónica de inmediato se enfrían, queda descolocada ante semejante chantaje, “¡condenado rufián!” ruge ella, Alex se prepara para arrancar en caso de ser necesario.

“¡Muy bien, muy bien lo haré, desgraciado como te atreves a pedirle eso a una dama!” le dice Mónica molesta pero ya resignada a fin de evitarse mas líos de los que ya tiene. Alex, aun sorprendido de que Mónica accediera se abre los pantalones sacando su verga. Ella se inclina frente a él y toma su verga la cual pronto empieza a ganar dureza y a ponerse erecta en las manos de Mónica, “¡ni siquiera se te ocurra correrte encima mió o en mi boca!” le advierte ella.
Mónica comienza a hacerle una paja para poner su verga dura, ella considera tan humillante esta situación, pero la idea de tener líos con la justicia ciertamente le parecen más humillantes. Alex esta en el paraíso ante las caricias de Mónica, desde ese ángulo aprecia sus pechos a través del escote de su blusa, “nada mal” le dice él. Mónica respira hondo y envuelve con su boca, la acaricia lentamente con sus labios y se la chupa suavemente, “¡vaya esto es increíble!” dice él que siente la calida boca de Mónica. Él la carga ligeramente pero ella no se lo permite, “¡si quieres que haga esto lo haré a mi manera!”, de inmediato Alex la deja y Mónica sigue con lo suyo.
Ella se la sigue chupando, le pasa su lengua por encima de sus testículos y después por todo el miembro para luego meterlo en su boca otra vez, Mónica esta plenamente concentrada en su trabajo y Alex trata de controlar las sensaciones que ella le provoca. “Sabes una compañera de curso me la chupo una vez pero tu, eres increíble mamándola” le dice a Mónica a la cual no le hace gracia el “cumplido”.
Al cabo de un rato Alex ya no puede más y por más que trata de contenerse de improviso sujeta a Mónica y se corre en su boca. Ella retrocede atragantada por el semen y tose con fuerza, “¡infeliz te dije que no te corrieras en mi boca!” le grita ella que trata de reponerse, de esta sorpresa. “¡Muy bien cumplí con mi parte, ahora lárgate de aquí!” le ordena ella.
Mónica se limpia la boca cuando de pronto Alex la abraza por la espalda, “¡que rayos te sucede suéltame de una vez!”, pero Alex no le obedece, “ahora serás una buena niña y me vas a mostrar que escondes ahí debajo” le pide al oído. Mónica siente las manos de Alex que se meten bajo su blusa y le suben falda, ella forcejea por liberarse pero sin éxito. “¡Déjame que te has creído!” le grita ella, pero Alex no se detiene y con algo de esfuerzo mete su mano bajo la falda de Mónica y le empieza a frotar su entrepierna, de un tirón le abre su blusa y aprecia sus pechos cubiertos por un sostén de color negro el cual también le quita a tirones, “¡tiene unas tetas magnificas!” le dice mientras la besa en el cuello.
El forcejeo entre ambos continúa, Mónica hace lo que puede pero no es suficiente. Alex le sigue frotando su coño y presiona sus dedos cada vez con más fuerza, los pechos de Mónica se los soba y estruja sin que ella pueda hacer mucho por evitarlo. Alex empuja a Mónica sobre una mesa y se pone sobre ella, la besa a la fuerza sigue metiéndole mano, “¡vamos quítate de encima!” le dice ella que trata de evadir sus besos sin mucho éxito. Finalmente Alex le mete su mano bajo el calzón de Mónica y mete sus dedos en su sexo, le chupa ansiosamente sus pechos mientras la folla con sus dedos, ella se retuerce sobre la mesa tratando de liberarse, “¡no sácalos de ahí!”.
 

A pesar de todo Mónica se va excitando ante semejantes “caricias” pero trata de sacarse de encima a Alex. “Te gusta, te gusta admítelo” le dice Alex a Mónica la cual no lo oye y se mueve mientras él empuja sus dedos tan adentro como puede. Con fuerza Alex voltea a Mónica y la pone de estomago contra la mesa obligándola a dejar su culo al aire, la toma del cabello y consigue inmovilizarla a pesar de los pataleos. Mónica siente los dedos de Alex entrando sin cesar en su sexo, hasta tres dedos le mete al mismo al tiempo por más que trata de impedírselo. “¡Déjame, por favor déjame!” le suplica ella pero sin éxito. Alex coge su verga y de improviso la penetra metiéndosela toda de una vez.

“¡Aaaaah!” dice Mónica la cual recibe violentas acometidas en su coño, él la sujeta de las caderas y la penetra salvajemente, la mesa tiembla ante la fuerza de Alex y las cosas caen por todos lados. Ella trata de aun de resistir pero todo es en vano, Alex esta en completo control. A Mónica nunca la habían cogido tan duro como ahora y Alex recién ha comenzado.
Sin liberarla en ningún momento la pone contra la pared, le sujeta su pierna derecha y la penetra apretándola contra el muro, ella forcejea con él pero una vez que se la entierra Mónica apenas se resiste. Alex la besa a la fuerza y le estruja sus pechos, le da con tantas ganas que Mónica se queda sin aliento. Alex se agarra el culo y le empieza a meter un dedo en el, esto desespera aun más a Mónica que jamás le ha hecho algo así, “¡me encantan las mujeres maduras que se resisten!” le dice él que no le da tregua ni respiro.
Ambos van de un lado para el otro en el departamento, Alex consigue llevar a Mónica hacia un sillón y la hace montársele sobre él, la abraza con fuerza para no soltarla mientras la tiene empalada, Mónica jadea desesperada ante esta situación, siente su coño atravesado una y otra vez por la verga de Alex, “¿¡como puedo pasar esto?!” dice ella entre sus gemidos. “Espérate aun te tengo algo especial”.

Mónica nuevamente se ve con el culo al aire ahora sobre el sillón, nuevamente los dedos de Alex se hunde en su coño, pero ahora ella siente su lengua metiéndose entre sus nalgas, “¡tiene un culo muy rico!” le dice él mientras ella esta inmóvil, Alex la retiene y presiona sus dedos contra el culo de Mónica la cual lucha por evitarlo, “¡no por ahí no!” le dice ella. Sin embargo los esfuerzos son en vano y Alex tiene éxito, él de inmediato empieza a darle por el culo.

“Ahora viene lo bueno”, tras lubricarle con saliva su culo él rápidamente toma su verga y presiona entre las nalgas de Mónica hasta que esta comienza a enterrarse en su estrecho ano, los gritos de Mónica se hacen más fuertes, nunca la habían follado por ahí. “¡Un poco más solo un poco y te empalare por este precioso culo!” le dice. Finalmente lo consigue, “vaya que lo tienes estrecho, es mejor así gozare más partiéndote el culo”. Mónica recibe unas duras acometidas, ella jadea y grita ante esto, él es rudo y no le da ni un momento de respiro. Ella se ve cabalgando sobre le recibiendo su verga en el culo, Mónica llega a desfallecer del esfuerzo hasta que finalmente Alex se corre en su culo y después en su cara dejándola tirada en el piso de su departamento.
Mónica respira agitada por lo sucedido, apenas tiene fuerzas para moverse, Alex se arregla y se pone de pie frente a ella, “te dejo el cheque, con esto me siento pagado y con creces, un placer conocerte y puedes arrollarme cuando quieras”, él rápidamente recoge sus cosas y se va. A Mónica le toma unos instantes recuperarse, ella se dirige al baño y se da una ducha, come algo, se toma una cerveza y se va a dormir.
El lunes Mónica llega radiante a su trabajo, se ve más alegre e incluso se da el tiempo para algunas bromas, sus subordinados están sorprendidos, jamás la vieron actuar así. “¿Se siente bien?” le pregunta uno, “mejor que nunca” le responde Mónica.
A eso de las 10 de la noche un chico viene corriendo por la vereda, de improviso se atraviesa al tratar de cruzar la calle y un auto lo golpea, no muy fuerte pero igual lo derriba y lo deja bastante maltratado. “¡perdona no te vi, todo esto es mi culpa!” le dice Mónica, “ven déjame llevarte a mi departamento y veré como compensarte por esto” agrega después con una picara sonrisa.
 

Relato erótico: “! Quiero conocerte !” (POR JAVIET)

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Los cuerpos del hombre y la mujer tumbados en la cama semejaban una sola criatura, entre sonidos de suspiros y jadeos los cuerpos chocaban entre si cada vez más rápidamente, semejaban una bestia de dos espaldas como dijo el escritor británico William Shakespeare.

Unos minutos antes, nuestra pareja de amantes se besaba furiosamente dando libre paso al deseo contenido durante mucho tiempo, las manos de Paula acariciaban ansiosas el torso y vientre de Jaime, este no perdía el tiempo y respondía acariciando con su mano derecha el coño de la mujer metiéndola su dedo medio en la vulva, sentía contra la palma de su mano los pelillos que ella había afeitado en forma de corazón, como detalle para él en aquel día de los enamorados.

El deseo de Paula se hizo evidente en forma de una abundante secreción de flujo, en la que el dedo de Jaime se sumergía una y otra vez haciéndola estremecer de placer. Ella sobó con creciente lujuria el miembro de su amante comprobando satisfecha la creciente erección y dureza de su deseado macho.

– Métemela por favor, no me hagas esperar más. – Dijo ella entre suspiros.

Jaime cambió de postura rápidamente, colocándose entre las piernas abiertas y las mantuvo levantadas, acerco su vientre al de ella y su miembro como dotado de vida propia, pareció husmear el olor a hembra en celo antes de introducirse entre los labios vaginales, ambos empezaron a moverse el uno contra el otro al principio despacio, ella se sentía rellena de carne cálida y palpitante, el se sentía estrujado y soltado por aquella empapada vagina, los movimientos se fueron haciendo más rítmicos.

Jaime sostenía aquellas piernas abiertas sujetándoselas por los muslos, ella le miraba a los ojos jadeando de placer y acariciándose ambos pezones con sus manos para disfrutar más de la follada y de paso excitar más a su macho, el por su parte la introducía todo su miembro hasta golpearla con las pelotas los labios vaginales en cada envite que daba dentro de ella, abrió los ojos y la devolvió la mirada de deseo, sus labios rojos y brillantes jadeando de gusto, sus manos tironeando de los pezones, su cuerpo cálido respondiendo vibrante bajo el, todo era demasiado excitante y el supo que no tardaría mucho en llenarla de leche.

Paula sintió como el aumentaba el ritmo y se le enturbiaban los ojos, sus envites y jadeos se hicieron más frecuentes, supo que el estaba cerca del orgasmo y que a ella misma le faltaba solo un poquito, quería que fuera común, así que meció y agitó sus caderas sintiéndose recompensada enseguida por un alud de gusto, placer y jadeos comunes, un minuto después cerró los ojos mientras el orgasmo la hacía tensarse y mientras aquella sensación la recorría entera, sintió como Jaime eyaculaba en su interior, los jadeos se hicieron comunes al tiempo que Paula sentía los chorros calientes de esperma dentro de su vagina inundándola el útero.

El orgasmo fue sensacional para ambos, Jaime se dejo car sobre el cuerpo de Paula con el miembro aun soltando esperma en el interior de la mujer, se besaron entre suspiros y permanecieron un rato sintiéndose felices sin romper la postura.

¡ ALARMA, ALARMA, ALARMA ! – Dotación de seguridad a sus puestos.

Jaime parpadeo despertándose y sentándose en la litera, el altavoz situado en el estrecho camarote atronaba y parecía querer reventarle el coco.

Se dio cuenta de que había soñado ¡ joder y menudo sueño! tan estupendo había sido que hasta se había corrido en el slip, pero ahora no podía entretenerse en chorradas le estaban llamando, así que se puso el pantalón de faena y se calzo sus botas en dos patadas, comprobó y metió en su funda el walkie, según salía del camarote cogió su pistola Walther p-99 de 9mm parabellum y la metió en la cartuchera, también cogió la escopeta Franchi Spas15 del calibre 12 y su canana de munición, para seguidamente salir corriendo hacia la popa del buque atunero “Playa de Toledo” donde estaba su Fede su jefe y único compañero del equipo de seguridad en aquel barco.

Le encontró en la torrecilla de popa, junto a la Mg 42 que tenían y a la que ya había quitado la funda y cargado con su correspondiente cinta de 250 proyectiles del 7,62, en pocos segundos estaba a su lado y Fede le decía:

– !joder tío! siento fastidiarte el sueño pero tenemos visita, el radar a detectado dos bultos a sotavento y a popa, dame la escopeta y la canana que voy al puente a ver que han detectado, quédate en la Mg.

Así lo hicieron y Fede se marchó dejando a Jaime recapacitando acerca de su situación, llevaba 2 meses en aquel barco atunero junto a 20 tíos mas, todos pescadores vascos y gallegos que hacían un trabajo estupendo, por su parte el y su compañero Fede eran los vigilantes del buque pues en aquella zona cerca de Somalia… bueno, al grano.

Cuando embarcó no tenia pareja, el segundo día un marinero le hablo de una web de conocer gente y se dejo caer por allí, entonces apareció en aquella web Paula, que decir… casi enseguida se puso a chatear y se cayeron bien, es decir ¡mejor que bien! No fallaban un día en que no se escribiesen algo, pese a la distancia y la diferencia horaria y a pesar de no haberse visto más que en fotos, ambos sabían que había surgido algo especial.

Fede le llamó por el walkie y le dio la posición del contacto del radar, el giró la Mg y vio a lo lejos por la mira del arma a sus objetivos, Un pequeño barquito de pesca y una vieja zodiac, eso sí ¡bastante pobladas de morenitos!

– Bueno tíos, yo no os he llamado. – Dijo Jaime muy bajito.

Mientras tiraba de la palanca de cierre hacia atrás, soltándola a continuación y aferrando la empuñadura del arma lista para disparar añadió:

– ¡Nadie! Va a impedirme conocer y estar con Paula ¡lo juro!

———————————————————————-

Una vez más dejo el final de la historia a vosotros los lectores ¿se conocerán finalmente Jaime y Paula? ¿habra tiros ó acabara secuestrado este soñador y el resto del barco? además ¿Será realmente Paula como Jaime cree, ó será arisca y borde? por no mencionar que puede no ser la de las fotos ¿y si es un tío, funcionara lo suyo?

Decidid lo que más os convenga e inventaros un final feliz, sed buenos con el protagonista.

Aaaaa, se me olvidaba, sed felices también vosotros, y esto es… esto es… esto es todo lector@s.

Relato erótico: “El amigo de mi hermano pequeño” (POR CARLOS LÓPEZ)

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Hola, buenas tardes, me llamo Vanesa y, desde hace tiempo, soy una asidua lectora de Relatos Eróticos. Me excito bastante con ellos y, desde aquí, quiero mandar un beso fuerte a todos los escritores. Siempre he pensado que estos relatos están basados en la fantasía. De hecho, a mí nunca me había pasado nada fuera de lo común en materia sexual. Nunca hasta lo que me sucedió hace unos meses y por casualidad, aunque he tenido varios novios formales.
Antes de nada voy a describirme. Tengo 34 años, y mido 170 y peso 60 kg. Soy morena, algo pecosa y mi piel es muy suave y tirando a blanca. Tengo curvitas porque soy más bien corpulenta sin llegar a estar gorda, digamos que maciza, y un poco más alta que la media. No es por presumir, pero me dicen que tengo un culo bonito, y sé que es verdad porque noto que los hombres se dan la vuelta para mirarme. Y mi pecho más bien grande y firme, aunque por mis complejos suelo vestirme para disimularlo. En realidad, me visto bastante normal, aunque cuando voy al trabajo me arreglo un poco pero sin exagerar. Pertenezco a una familia convencional, de de una ciudad de la periferia de Madrid, y he recibido una educación tradicional, pero no completamente estricta. Soy la segunda de 4 hermanos, dos chicas y dos chicos. El más mayor tiene 36 y el más joven 17. Siempre nos burlamos de él diciendo que ha sido un accidente de mis padres, pero casi es al que más queremos y a quien le consentimos casi todo.
Pero vamos a la historia. Todo empezó el día que tuve que dejar el coche en el taller por una avería. Me dijeron que tardarían 4 días en arreglarlo, así que me armé de valentía para trasladarme a mi trabajo en el autobús urbano.
Era el mes de septiembre y finalizaba el verano. Pese a ello, hacía un tremendo calor, y yo llevaba un vestido hasta las rodillas y una chaquetita de punto. Zapatos de tacón. Serían las 7 de la tarde. Acababa de salir del trabajo y el calor aún era intenso. El autobús tardó en llegar mucho más de lo habitual, lo que no me incomodó demasiado pues estaba absolutamente enganchada a un libro y aproveché a leer. No siempre tengo tiempo para ello. En la parada se estaba acumulando mucha gente.
Cuando llegó el autobús y subí, a pesar de que el calor exterior era muy fuerte, tuve que ponerme la chaqueta ya que en el autobús el aire acondicionado era muy fuerte y no quería resfriarme. Tampoco quería que se me notasen los pezones, ya que son muy sensibles y enseguida se endurecen con el frío. Pese a todo, tenía la sensación de que algo se notaban. Me anoté mentalmente ponerme un sujetador con relleno al día siguiente.
No pude encontrar sitio sentada, y me quedé en la zona de viajeros de pie, apoyada contra la pared lateral y la ventana, y me dispuse a leer mi libro. Así estaba, concentrada, cuando en una de las paradas se subió Nacho, uno de los amigos de mi hermano menor. No me di cuenta de ello hasta que él llegó a mi lado y me saludó tímidamente “Hola Vanesa”. Me dio cierta rabia porque era el típico conocido con el que no se tienen muchos temas de conversación y mi libro estaba en una fase bastante interesante.
Pese a ello, cortésmente entablé conversación con él, preguntándole por los exámenes. Estaban preparando la selectividad. Cada vez entraba más gente en el autobús, y cada vez estábamos más juntos. Aunque no existía contacto físico entre nosotros, la sensación de tenerle tan cerca invadiendo mi espacio vital, me tenía algo inquieta. Aún más porque Nacho es algo más alto que yo, y tenía la sensación de que  desde su posición tenía una vista inmejorable de mi escote. Siempre he tenido complejo de tener el pecho grande, pero especialmente ese día que llevaba un vestido con escote en pico algo pronunciado y un ligero sujetador de verano.
Me sentía azorada porque debido al efecto del aire acondicionado o de los nervios de la situación en sí misma me habían provocado excitación en los pezones, que no quería mirarlos, pero estaba segura que se marcaban claramente sobre la tela. No estoy acostumbrada a estas situaciones y me preguntaba por qué me producía una sensación extraña tener tan cerca de mí a un chico más joven que yo.
Una vez más, el autobús llegó a una parada con muchas personas esperando y, aunque algunos se bajaron, subió mucha más gente… que presionaba por tener espacio. Un grupo de jóvenes que estaba en la entrada empujó a todos los demás bruscamente para poder entrar. Eso sí que lo vi venir, y me giré para no establecer contacto de frente con el amigo de mi hermano, que quedó pegado al lateral de mi cuerpo frente a mi hombro. Ahora sí que estaría viendo el comienzo de mis tetas y los encajes del sujetador ligero de verano que llevaba… pero no podía hacer nada.
Un empujón más y quedó completamente pegado a mí, hasta el punto que sentía su bulto presionando a mi cadera. Lo notaba casi perfectamente tal cuál era. A Nacho se le había quedado una sonrisa idiota, como si esto fuera una experiencia agradable o curiosa “Joder, cómo se está poniendo esto” dijo bajito en mi oído,  produciéndome un escalofrío.
Por suerte el autobús pudo cerrar las puertas y emprender la marcha, lo cual me alivió algo hasta que me di cuenta de que el movimiento que se estaba produciendo era aún peor. El traqueteo propio de la marcha del autobús provocaba que sintiese su cuerpo rozándose contra mí en pequeños vaivenes. Estoy segura de que no lo hacía a propósito pero el hecho es que sentía como su miembro iba creciendo y poniéndose más y más duro contra mí. Y yo, notándolo me sentía cada vez más descolocada. Estaba notando el cosquilleo entre mis piernas, que precede a la humedad. Joder, no lo entendía. Exteriormente trataba de aparentar calma. Incluso disgusto. Pero la realidad es que presionaba mis muslos muy juntos entre sí, para incrementar el ligero cosquilleo que notaba en mi sexo. Me estaba poniendo muy muy caliente.
Ahora ya no hablábamos de nada. Casi tenía los ojos cerrados dejando pasar el tiempo y tratando curiosamente de averiguar cuanto mediría la polla de aquél chico. Estaba inmensa y dura dura. Me distraje un poco en esos pensamientos, hasta que un movimiento brusco del autobús me hizo reaccionar y sorprendiéndome a mí misma ya que estaba aprovechando el movimiento del autobús para rozar lateralmente uno de mis pechos contra él. Él estaba también azorado, no sabía donde mirar y se le notaba que, como yo, lo estaba pasando mal y bien a la vez. Era una experiencia nueva.
Me dio hasta un poco de pena la carita de apuro de Nacho. No era culpa suya, pero su miembro estaba verticalmente apoyado presionando mi cadera sobre la tela. Hasta tenía dudas de si había humedad en él. Decidí quitar un poco de hierro al asunto y hacer un comentario gracioso “vaya Nacho, no debías haberte metido ese vaso de tubo en el bolsillo del pantalón”.
Me miró y sonrió tan adorablemente, casi pícaramente que algo me hizo continuar con el roce de mi teta contra él. Tratando de disimular, aunque seguro que la expresión de mi rostro me delataba, continué rozándome aprovechando el traqueteo. Me giré levemente para que mi pezón notase también algo de ese roce con su cuerpo. Siempre he tenido los pezones muy sensibles, aunque el bestia de mi novio nunca los ha sabido tratar y casi no le dejo tocarlos.
Una de las personas que estaban detrás de nosotros rompió la magia del momento, anunciando que quería bajar en la próxima parada. Ello me obligó, con cierto disgusto que no quise traslucir, a darme la vuelta contra el cristal sin poder ver ya a mi “romeo”, pues quedaba de espaldas a él. Cuando tras la parada se recolocaron los viajeros empujándonos otra vez, noté con sorpresa cómo él quedaba con su pecho comprimido contra mi espalda, y su polla perfectamente encajada en mi culo sobre el vestido.
Ahora sí que el momento me produjo un escalofrío largo. Ya no era un pequeño cosquilleo, ahora con el traqueteo me estaba poniendo cachondísima y estaba segura de que mis braguitas se estaban empapando. Pensaba “joder, con este crío me estoy poniendo mucho más cachonda que los últimos 2 años con mi novio”. Tenía cierta preocupación sobre qué pensaría él de mí en este momento, pero me dio por fantasear que quizá él pensase que era una chica caliente y puta… y eso me puso aún más caliente. Me movía ligeramente sobre él, y pensaba en que si fuera capaz de colocar mi bolso entre mi cuerpo y la pared a la altura de mi abdomen y mi sexo, sólo unos roces serían suficientes para correrme como una perra. No me atreví a llegar a tanto, pero me quedé con un deseo no satisfecho.
No sé el tiempo que estuvimos así. Seguro que duró sólo unos pocos minutos hasta que llegamos a la parada de mi casa, pero la experiencia me dejó bastante descolocada. Me fui caminando a casa notando la humedad entre mis piernas y planteándome cómo había pasado para encontrarme en esta.
Los dos días siguientes aún fui en autobús. Aunque no quería reconocerlo, me sentía nerviosa como una adolescente ante la posibilidad de volvérmelo a encontrar con Nacho en una situación así. Luego me devolvieron mi coche y ya no tuve ocasión de verle más. Con todo, a veces me venía a la mente la escena en algunos de mis desahogos solitarios, o haciendo el amor con mi novio cerraba los ojos y pensaba en ese momento.
Poco a poco se me fue olvidando. Mejor dicho, no lo olvidaba, pero se me hacía casi imposible imaginarme de nuevo en una situación como la del autobús. Empecé a pensar que fue algo que no pasa nunca ni volvería a pasar. En dos o tres ocasiones vi a Nacho por casa acompañando a mi hermano y no me atreví a decir nada, quedando todo en algún cruce de miradas.
Pero llegó la Navidad, y mi hermano nos anunció que Nacho pasaría el fin de año con nosotros, ya que es hijo único y sus padres habían decidido pasarlo esta fiesta en un crucero, por primera vez a solas. Aunque externamente no mostré ninguna emoción, por dentro me dio un pequeño vuelco al corazón. El chico objeto de mis fantasías sexuales en los últimos meses durmiendo en nuestra casa. Ummmm rápidamente me puse a pensar en la ropa que llevaría esos días, o en como me iba a vestir o peinar. Estaba nerviosa, tengo que reconocerlo.
Esos nervios me hicieron que, durante la cena de nochevieja, bebiese más vino blanco de lo normal en mí. Nacho, al principio se mostró tímido cuando yo le miraba, pero luego también tomó vino y se soltó con algunos comentarios bastante graciosos. Entonces ya me miraba directamente, provocándome una sensación curiosa y agradable, como si fuese algo deseado y prohibido. Recuerdo que la cena fue divertida, con todos mis hermanos y Nacho. Hicimos algunas bromas a Nacho y a mi hermano, que estaban perfectamente vestidos con traje y corbata ya que iban a una fiesta de etiqueta. De todas formas, yo me pedí el primer baile, antes de que salieran y me tuvieron que decir que sí. El vino me había dado una idea y la tenía entre ceja y ceja.
Vimos las campanadas por televisión, y todos nos besamos deseándonos feliz año y brindando. Ya en mi beso a Nacho acerqué mi cuerpo a él para que sintiese mi pecho. Me había puesto un vestido rojo pasión bastante atrevido de escote, y unas medias negras hasta la mitad del muslo. Ropa interior negra (ya llevaba rojo el vestido). Luego empezaron las llamadas de teléfono de felicitación. Mi novio me mandó un mensaje al móvil diciendo que vendría a buscarme a la 1 y media. Íbamos a ir a casa de unos amigos a celebrar la noche.
Todos se empezaron a preparar para salir. Mi madre a recoger las cosas de la mesa. Mi padre a ver la tele y no nos dejó poner música allí. Entonces yo, que soy persistente, dije con mi mejor sonrisa para que todos me oyesen “¡Yo no me quedo sin mis bailes!” y tomé a mi hermano de la mano hacia la habitación de estar, pero mi hermano me dijo en tono de queja: “déjame anda, ya sabes que yo no bailo”… con lo que ya había provocado la situación que quería… dije para disimular “peor para ti, que a las mujeres se nos conquista con un baile” y, tomando a Nacho de la mano dije “Nacho sí va a bailar conmigo” y le arrastré a la habitación de al lado.
Ufffff no conocía a mí misma. Siempre he sido muy tranquila, pero ahora estaba hirviendo por dentro y no me podía creer haberme portado tan decidida. Pero ya lo había conseguido y nadie sospechaba nada. Bueno, alguien sí, Nacho estaba rojo como un tomate y creí notar por el bulto en sus pantalones, que la situación le estaba poniendo. A mí también, aunque el vino también influía. Cogí un CD de música lenta, puse la luz bajita, casi en oscuridad, y dejé la puerta medio cerrada como si no tuviésemos nada que ocultar y fuera un baile inocente. De todas formas, nadie había reparado en nosotros.
Puse el CD en el equipo de música exagerando mi postura para que apreciase bien mi trasero. Aunque creo que el día del autobús se llevó ya una buena sensación del mismo jeje. Entonces le dije guiñando un ojo “ven, acércate a mí, que esto ya sabes hacerlo y lo haces muy bien”, y me tomó entre sus brazos comenzando a moverse al compás de la música lenta de Frank Sinatra. Me pegué a él con todo mi cuerpo y pude confirmar que estaba tan excitado como yo. Joder, vaya herramienta tenía. Parecía el doble que la de mi novio y encima estaba siempre dispuesta. Y yo, la chica seria y formal de 34 años, restregando mi cuerpo como una gata en celo con el amigo de mi hermano pequeño de 18 años… uffff cada vez que lo recuerdo… me pongo caliente. Encima esperando a que me viniese a buscar mi novio y en casa con toda la familia.
Estaba mojada, desatada, excitada… tomé su nuca y le aproximé su cabeza a mi cuello, ofreciéndole abiertamente mi punto débil para que me besase allí. El hecho de poder ser sorprendidos por alguien de mi familia incrementaba la sensación de “momento prohibido”. Así estábamos, los dos supersalidos pero sin hacer abiertamente ninguna otra cosa que restregarnos disimulando que bailábamos. Pasé mi mano por su cuerpo sobre la ropa y no parecía tan joven. Cuando llegué a su polla la acaricie sobre la ropa y confirmé su tamaño y su estado… al poco tiempo me quiso retirar la mano y no le dejé. Entonces pasó un “pequeño accidente”… esa polla maravillosa empezó a convulsionarse y se corrió completamente, poniendo una carita mezcla de vergüenza y placer… dijo con un hilo de voz “perdona…”. Por suerte no había manchado mi vestido rojo de fiesta.
Justo en ese momento se oyó a mi hermano “¡Nacho, vamos! Que nos tenemos que ir a la fiesta…” y yo contesté por él poniéndole una sonrisa pícara “¡Ya va! En cuanto acabe la canción”. Su carita aún era de timidez, de haber estropeado un momento precioso… entonces no sé qué cable se me cruzó, pero subí mi vestido impúdicamente y, despojándome de las braguitas negras empapadas, se las entregué susurrando “toma guapo, que no las vea nadie”. Tenía los ojos como platos, especialmente cuando en el gesto vio mi conejito hinchado y abierto como una flor. Había decidido depilarme completamente dos días antes… ¿lo habría hecho por él sin saberlo yo misma? Uffff no lo sé. Ya no sabía nada. Dándole un beso en la mejilla salí de la habitación a ayudar un poco a mi madre. Creo que el gesto de entregarle mis bragas húmedas lo hice para que sintiese que no ha fallado en nada, que yo también estaba excitadísima con él, pero este gesto luego tendrá su importancia.
Vino a buscarme mi novio, con el que tuve que disimular que me alegraba de su presencia en esa noche. Saludó a mi familia y nos fuimos a casa de nuestros amigos. Yo no me podía quitar de la cabeza lo que había vuelto a hacer esa noche con Nacho y estuve toda la noche distraída y bebiendo algo más de lo que yo suelo. Alguna vez me entraba una risa floja, pero la mayor parte del tiempo estaba absorta pensando en la polla del amigo de mi hermano. Creo que toda la noche tuve las nuevas bragas que me había puesto húmedas. Sobre las 7 de la mañana nos fuimos y mi novio me dejó en el portal, no sin antes hacer varios intentos de llevarme a algún sitio apartado. Intentos que yo rechacé a pesar de estar excitadísima y algo borracha.
Cuando llegué a casa me llevé una sorpresa agradable que no esperaba: Mi hermano y nacho ya estaban de vuelta. Nacho estaba en el WC lavándose los dientes y lo primero que quiso es disculparse por el episodio del baile. No le dejé. Entonces me dijo que mi hermano había bebido demasiado y, después de devolver, se había quedado dormido… por eso habían llegado tan pronto. Otra vez sin conocerme a mí misma, dije “¿y tú le has ayudado? Ummmmm alguien de la familia te lo tiene que agradecer…” y con la mirada más pícara que pude me arrodille ante él y susurré imperativamente “¡tú sigue lavándote los dientes!”.
Os podéis imaginar lo que hice. Me comportaba como una auténtica puta. Saqué su polla del pijama, y puse mis labios sobre la punta. Ya estaba completamente empalmado de nuevo. Poco a poco la fui introduciendo en mi boca, jugando con mi lengua y mirándole como una gata caliente y dejando que él, también algo borracho y en su primer gesto de controlar la situación, me apretase la cabeza contra su polla y me dijese… “muy bien… putita”. Uffffff eso me puso mucho más cachonda… no sé porque pero llevé una de mis manos a mi sexo y me puse a acariciarlo sobre las braguitas. Ahí estaba yo, la chica seria y con novio, algo borracha y con la polla de este “casi niño” en mi boca y comiéndosela con fruición. De mí, que se lo hago a mi novio en contadas ocasiones porque me da algo de asco, había salido una auténtica guarra ansiosa, hasta el punto de que no protesté cuando y me sujetó la cabeza y se corrió obligándome a tragarlo y diciéndome “eres mi puta” resoplando. Nunca en mi vida lo había tragado, pero en ese momento me pareció lo más natural… era su puta.
Oimos una puerta en algún lugar de la casa y nos asustamos. Rápidamente nos recompusimos y me fui corriendo a mi habitación, metiéndome en la cama jadeando y temblando. Ya había corrido demasiados riesgos y no iba a salir de nuevo. En la intimidad de mi cama me masturbé en silencio… como siempre, pero esta vez con sensaciones más intensas que nunca. Me desmaquille, me cambié una vez más de bragas, me puse el pijama y me dormí sorprendentemente relajada. No estaba mal para un comienzo de año!
Me levanté casi a la hora de comer. Como todos los días de año nuevo en casa, el panorama era desolador. Caras de resaca en los hijos por la juerga del día anterior. Mi madre tratando insuflar algo de ánimo festivo, a la vez que preparaba la comida hecha principalmente de “sobrantes” de la cena del día anterior y con pocas ayudas. Mi padre con la cara hasta los pies, enfadado por el estado en que volvieron sus hijos el día anterior. Supongo que en todas las casas es similar.
Yo tenía un sentimiento entremezclado de vergüenza, arrepentimiento, y también de excitación. Tenía un cierto “miedo” a enfrentarme cara a cara en la mesa del comedor con Nacho, pero a la vez tenía una cierta ansiedad por ver a mi “Romeo”. Qué cara tendría, cómo sería su mirada, qué actitud tendría hacia mí…
Tanto mi hermano menor como él bajaron al salón ya con la mesa puesta. El contraste era perfectamente apreciable. Mientras mi hermano estaba pálido y decaído, vestido con un chandal, Nacho apareció duchado y con el pelo ligeramente húmedo, peinado pero revuelto. Estaba guapísimo, olía a gel y tenía una sonrisa abierta mientras nos saludaba a todos. Cuando llegó a mí noté sus ojos brillar, pero no dijo nada que no fuese formal.
La comida transcurrió sin pena ni gloria en cuanto a los comentarios de la familia o las bromas que solemos hacer. Con todo y, debido al estado en el que había empezado el año, mi mente daba vueltas sin parar. Le miraba aparentando indiferencia, pero no paraba de imaginarme la sensación q me daría tenerle sobre mí… me imaginaba el momento de la penetración como un acto q se desarrolla en lentos segundos. Lentos segundos en los que su polla durísima de chico joven va entrando en mi cuerpo abriéndose camino y proporcionando un universo de sensaciones. Me sentía húmeda sólo de pensarlo. Ufff sabía que tenía que tirármelo mientras duerma en nuestra casa, o que siempre me iba a arrepentir de no haberlo hecho.
Sólo le quedaba una noche más en nuestra casa y, antes de terminar la comida, ya tenía elaborado mi plan. Esta noche, cuando todos durmiesen, me colaría en la habitación de invitados y me metería en su cama. Pasé la tarde nerviosa y abstraída. Hasta mi novio me lo notó. Había salido al cine con él. Lo cierto es que había momentos en los que estaba decidida y segura de mí misma, pero otros momentos me entraban las dudas. En esos momentos me prometía a mí misma que, después de tirármelo, le olvidaría  y seguiría con mi vida.
Entonces me entraba el miedo de que me gustase demasiado. Dios mío, entonces el planteamiento actual de mi vida no tendría sentido.
Esa noche me puse mi pijama favorito. Negro, de tela muy fina y con algunos encajes y bordados en las bocamangas y el escote. Me puse unas braguitas sencillas aunque dudaba de ir sin ellas a mi “incursión” nocturna. Me hice una coleta alta y me puse a leer, esperando que poco a poco fuesen apagándose las luces de la casa. No tardaría mucho porque todos estaban cansados de la fiesta del día anterior. En el momento en que notase todas las luces apagadas, cronometraría una hora y saldría a mi misión: “tirarme al amigo de mi hermano de 18 años”. Nacho no sabía nada. Nadie lo sabía. Sólo mi mente y mi cuerpo, que estaba temblando y excitado.
Llegó el momento. Me quité las braguitas que ya estaban húmedas otra vez, ya que nunca me habría imaginado hacer esto, y me puse el pantalón del pijama sin ellas. Salí en dirección al aseo, pero lo pasé de largo y sigilosamente abrí la puerta de la habitación de invitados. No estaba oscuro del todo, ya que entraba algo de luz del exterior. Nacho no había bajado la persiana y la calle estaba iluminada. Se le oía respirar profundamente, estaba dormido. Me quité los pantalones y los doblé cuidadosamente. Ahora sí que temblaba ostensiblemente, pero estaba decidida. Sólo con la parte de arriba del pijama, me sentía una mujer fatal. Una puta. Aparté las sábanas con cierto sigilo y fui entrando a la cama muy pegada a Nacho, sintiéndolo en mi cuerpo.

Nacho se despertó sobresaltado pero rápidamente puse mi mano en su boca “sssshhhhh no digas nada” susurré. Entonces me vio e intuí una sonrisa en la penumbra de la habitación. Aunque yo quería que estuviese quieto, se volvió hacia mí abrazándome acurrucándose con su boca en mi cuello. Era más fuerte que yo. Pero le ordené en un susurro “¡quédate boca arriba!” y me obedeció. Uffff eso me ponía aún más, que hiciese lo que yo decía. Me tumbé sobre él y comencé a recorrer su cuerpo con mis labios, mientras mi propio cuerpo se restregaba en su musculatura. No le dejaba cambiar su posición… joder era impresionante ver cómo reaccionaba tan rápidamente y sentir crecer así su polla una vez más.

Estaba flipando. Se notaba. Supongo que debía ser un sueño para él verme a mí, la chica bien… la hermana mayor de su compañero de andanzas, siempre seria y amable, ahora restregándome sobre él como una auténtica puta, lamiendo y besando todos los rincones de su cuerpo. Yo también hacía esfuerzos por no gemir, no quería que nos oyesen. En realidad estaba a la vez muerta de morbo y de miedo por haberme atrevido a tanto. A tanto y en casa de mis padres.
Tampoco podía prolongar eternamente el episodio, así que me situé a horcajadas sobre él y a tientas coloqué la cabeza de su polla sobre mi sexo empapadísimo. Para no dejar ninguna de mis sueños sin hacer me masturbé sobre mi clítoris con esa herramienta durísima, y luego la coloqué en mi gruta y me clavé un poquito en él. Quería hacerlo despacio, sintiéndolo, así que poco a poco fui dejando caer el peso de mi cuerpo. Subiendo y bajando. Cada vez un poco más. Subiendo y bajando… y notándolo. Hasta que llegó al fondo de mi ser y me sentí llena… nunca me había sentido tan llena como esta vez.
Le tome sus manos y se las abrí, poniendo las mías sobre ellas mientras subía y bajaba tratando de que la cama no sonase. Ummmm entonces guié sus manos hacia dentro de mi camisón, dejándolas abiertas sobre mis pechos, que botaban suavemente mientras yo le cabalgaba despacio y profundo. Me sentía en el cielo. Creo que también me excitaba el riesgo, no lo niego. Mojé mis dedos y los llevé a mi sexo, quería correrme antes que él… puse mi otra mano sobre su pecho y así apoyada me incliné ligeramente hacia adelante. Sus manos sujetaban mis pechos, desde mis pezones salía una ola de placer que llegaba a mi abdomen… ninguno de los dos decía nada. No era necesario. Ya no podía más y no quise prolongarlo, me dejé ir… con el ritmo lento que había puesto, frotando los puntos exactos de mi cuerpo y completamente empalada me corrí intensamente. Muy intensamente… y muy largo. Joder, joder…
Nacho tampoco tardó mucho, las contracciones de mi vagina le afectaron de tal manera que sujetando ahora fuertemente mis tetas con sus grandes manos se vació en mí. Ummmm. Me quedé tumbada sobre él, clavada, unos minutos sintiendo como su sangre iba retornando al cuerpo y le susurré “Nacho, promete que esto será nuestro secreto”… pero ya estaba dormido… Un poco acojonada por lo que había hecho recogí mis cosas y sigilosamente volví a mi cama. De todas formas, si alguna vez le da a Nacho por contarlo, nadie le creería. Tampoco fue la única vez.
Carlos López
Muchas gracias por leer hasta aquí. Espero que te haya gustado 🙂 Manda cualquier comentario, idea o crítica a   diablocasional@hotmail.com
 
 
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