El bombardeo duraba ya cuarenta y cinco minutos. Los obuses caían cada vez más cerca rociándolos con tierra y metralla.



El bombardeo duraba ya cuarenta y cinco minutos. Los obuses caían cada vez más cerca rociándolos con tierra y metralla.
La huésped del hotel 2.
En el capítulo anterior, os narré como mi jefe me pidió hacerme cargo de una huésped muy especial y como queriendo consolarla, resultó que Susana fue a mí a quien animó. En este, mi idea es profundizar en su personalidad y los motivos que llevaron a su ex novio a dejarla.
Os confieso que estaba confuso cuando atraqué la motora porque Susana me había dejado apenas respirar y olvidándose de la presencia de Elena, había aprovechado que nadie nos podía ver en esa cala para echarme todos los polvos que pudo hasta que mi maltrecho instrumento se negó a seguir siendo usado.
No tengo ni idea de cuantas veces follamos, jodimos o hicimos el amor porque comportándose como una transformer, esa morenita cambió de actitud a lo largo de la tarde y mientras a veces parecía una mujer ardiente y me exigía que la tratara duramente, en otras era la dulzura hecha mujer y lo único que me rogaba era que le diera cariño.
Todavía se incrementó aún más mi desconcierto cuando al echar amarras, esa morenita cogió su bolso y sin mediar palabra, salió corriendo hacia el hotel.
-¿Esta tía de que va?- pregunté a Elena que sin moverse de su asiento, sonreía al ver mi cara.
Tras unos segundos en los que parecía que estaba analizando lo ocurrido, la rubia muerta de risa me soltó:
-Se ha debido ir a echar crema en el chochete. Con el meneo que le has dado en estas cuatro horas ¡lo debe tener totalmente escocido!
Su burrada me hizo sonreír pero poniéndome serio insistí en saber su opinión porque no comprendía nada. Fue entonces cuando cayendo en que estaba preocupado, Elena contestó:
-No tengo ni idea. Yo tampoco comprendo su actitud. Se ha pasado toda la tarde pidiendo que la follaras para al llegar a tierra salir corriendo. Lo único que puedo suponer es que se arrepiente de lo que ha ocurrido.
-Y ¿Qué hago? ¿La llamo?- pregunté totalmente destrozado.
-Eso ¡jamás! Déjala a ella que marque el ritmo. Si quiere volverte a ver, que sea Susana la que dé el paso.
A regañadientes comprendí que tenía razón y despidiéndome de mi amiga, dediqué la siguiente media hora en baldear la motora. Al terminar, cansado, acalorado pero sobre todo desilusionado recogí todos mis enseres y emprendí la vuelta.
Aunque no os lo he contado, por aquel entonces vivía en un apartamento dentro del hotel, por lo que después de preguntar cómo había ido la tarde, directamente me dirigí hacia ese pequeño oasis al que llamaba hogar.
«Mierda, le he fallado a Don Arturo», pensé con disgusto al abrir la puerta. «Se va a cabrear cuando se entere que me la he tirado».
Mis temores tenían base y no era descabellado que esa semana terminara con mi despido porque mi jefe me había encargado que me ocupara de su ahijada durante toda la semana y había sido incapaz de retenerla siquiera unas horas.
«Voy jodido», me dije tirando mis cosas sobre la cama y cabreado, me desnudé deseando que con la ducha mis temores se fueran por el desagüe junto con la sal.
La certeza que con seguridad tendía que explicar a ese hombre que me había aprovechado de la mujercita que había puesto en mis manos, me tenía apesadumbrado y tratando de olvidar aunque fuera momentáneamente mis problemas, decidí que en vez de la ducha me daría un baño en el jacuzzi. Por eso, abriendo el grifo del agua caliente, aproveché a ponerme una copa mientras esperaba a que se llenara la bañera.
«Joder, ¡la he cagado!», exclamé mentalmente mientras me ponía un whisky, «si ese viejo cuenta en el sector porque me ha despedido, no conseguiré trabajo en ningún hotel».
Inmerso en una espiral autodestructiva, vacié mi copa y rellenándola volví al baño. Al entrar casi dejo caer el vaso porque arrodillada sobre el mármol, me encontré a Susana vestida como si fuera la camarera encargada de asear las habitaciones de ese piso. Mi sorpresa se vio incrementada cuando incapaz de mirarme, esa morenita me extendió una toalla a mis pies mientras me decía:
-Señor, me llamo “Zorrita” y me han encomendado la misión de servirle mientras dure su estancia entre nosotros.
Os juro que estuve a punto de levantarla del suelo y de exigirle que dejara de jugar conmigo como si fuera un pelele, pero algo en su tono me convenció de esperar para descubrir cuál era la verdadera intención de ese juego. Por eso, actuando como un hacendado de siglos atrás ante una de sus esclavas, me metí en el jacuzzi sin mostrar ninguna sorpresa por su comportamiento.
Susana al ver que le seguía en esa travesura, sonrió mientras me decía:
-Señor, ¿le apetece que su “zorrita” le enjabone?
Ni que decir tiene que accedí y sin darle importancia, permití que esa millonaria se comportara como una pornochacha. Cerrando los ojos, disfruté de la tersura de sus manos mientras extendía el jabón por mi cuerpo. Sintiendo sus dedos recorriendo mi pecho, me puse a analizar las razones que le habían llevado a mi habitación pero por mucho que intenté sacar una conclusión, solo pude comprender que me había dejado solo baldeando la lancha para de algún modo agenciarse con ese uniforme y con mi llave. Estaba todavía pensando en ello cuando sentí que excediéndose en su petición inicial, Susana había llevado su mano hasta mi entrepierna y que sin disimulo, estaba masajeando mis huevos sin que su cara reflejara otra emoción más que una fría profesionalidad.
«Quiere ponerme bruto», confirmé al percatarme que habiendo dejado bien enjabonados mis testículos, esa morenita había extendido su palma sobre mi miembro y ya sin recato, me estaba masturbando. Mas excitado de lo que me hubiese gustado estar, saqué mi brazo del jacuzzi y metiendo mi mano bajo su falda, descubrí que esa putita no llevaba ropa interior.
Susana al notar mi caricia sobre sus nalgas, no pudo reprimir un gemido y reiniciando la paja con la que me estaba obsequiando, me soltó:
-Señor, esta zorrita no se merece que la mime.
Asumiendo que debía preguntar el por qué no quise satisfacerla e incrementando la acción de mis dedos, recorrí con ellos la raja que unía sus dos cachetes mientras le decía:
-Zorrita: ¿Qué es lo que te mereces?
Moviendo sus caderas pero sin hacer intento alguno para que dejara de sobar su entrada trasera, Susana suspiró antes de contestar:
-Me he portado mal. He entrado en su cuarto sin permiso- respondió y justo cuando creía que había acabado, prosiguió diciendo: -Merezco unos azotes para que otra vez recuerde quien es mi dueño y señor.
Sus palabras me dejaron alucinado porque no solo se mostraba abiertamente como sumisa sino que me reconocía a mí como su amo. Ejerciendo del poder que voluntariamente me había concedido, le pedí que retirara sus manos de mi miembro y colocándola a mi lado, seguí masturbándola sin parar mientras pensaba en cómo sacar partida del papel que estaba representando y tras unos minutos metiendo y sacando mis dedos del interior de su sexo, me levanté y saliendo de la bañera, le exigí que me secara.
La cría que para entonces estaba a punto de correrse creyó al verme con la polla tiesa que lo que realmente deseaba era que me la comiera y por eso, arrodillándose a mis pies, comenzó a besarla con una ardor que me impidió durante unos segundos rechazarla.
«Debes averiguar que le ocurre. Mientras siga actuando como tu sumisa no podrá ocultarte nada», pensé y por eso lanzándole una toalla, le solté:
-Sécame, zorrita. ¡No te he dado permiso para mamármela!
La expresión de su rostro ratificó su disgusto pero obedeciendo de inmediato, se puso a retirar las gotas de agua que caían por mi cuerpo mientras entre sus muslos se acumulaba la excitación por saberse mi sierva. No tardé en verificar que su cuerpo temblaba de deseo al pasar la toalla por mis muslos y ver a escasos centímetros de su cara una erección que le estaba vedada.
«Le pone cachonda el no poder chupármela», certifiqué al observar la dureza de sus pezones.
Deseando incrementar su calentura al terminar, le exigí que me acompañara a mi habitación y dejándola de pie frente a la cama, me tumbé totalmente desnudo en ella. Una vez allí y mirándola a los ojos llevé mi mano hasta mi pene y lentamente comencé a masturbarme.
-¿Te gustaría mamármela?- pregunté con tono jocoso.
Susana cerró sus rodillas al sentir que su entrepierna se licuaba y saberse objeto de un extraño juego y tras unos segundos mordiéndose los labios contestó:
-Sí. ¡No sabes cómo lo deseo!
Muerto de risa y sin dejar de meneármela, contesté:
-Puede que te deje hacerlo pero antes debes de responderme unas preguntas.
Dando un paso hacia mí, la morenita mostró involuntariamente su urgencia al aceptar diciendo:
-Pregunte y su zorrita le contestará.
Os reconozco que me encantó tenerla en mi poder y recreándome en ello, le permití que me diera un lengüetazo como anticipo. Susana al escuchar que le daba permiso se sentó a mi lado y acercando su boca hasta mi glande, recorrió todos sus bordes con la lengua para acto seguido decir:
-¿Qué es lo que quiere saber?
La seguridad de la muchacha era tal que sin pensármelo dos veces, le pregunté a bocajarro:
-¿Qué has visto en mí?
Al escuchar la pregunta, sonrió y me dijo:
-A un hombre del que fiarme y que me dará mucho placer.
Su sonrisa era tan genuina que comprendí que de algún modo ese interrogatorio estaba espantando sus temores y dejándola que durante unos segundos se metiera mi miembro en su boca, insistí:
-Dime zorrita, ¿por qué te dejó tu novio?
Sabiendo que ese era el quid de la cuestión, no me importó que se tomara un momento para responder. Se le notaba tensa cuando casi llorando contestó:
-Mario no podía soportar mi exacerbada sexualidad.
La sinceridad de sus palabras me enterneció pero queriendo saber realmente a que me enfrentaba le pedí que me contara en qué consistía su problema sin darme cuenta que no le había ofrecido su premio. Al ver que no respondía comprendí lo que pasaba y pasando mi mano por sus pechos, regalé a sus pezones un suave pellizco.
-Ummm- gimió descompuesta para acto seguido contestar: -Necesito correrme varias veces al día.
-¿Cuántas?
Avergonzada y con voz temblorosa, bajó su mirada al confesar:
-Al menos cuatro.
Cómo comprenderéis no me esperaba esa respuesta porque si abiertamente reconocía ese número la realidad es que debían de ser más. Sin saber si podría estar a la altura, supe que valía la pena intentarlo y subiéndola a la cama, la obligué a ponerse a cuatro patas. Ya en esa postura, llevé mi mano hasta su sexo y recorriéndolo con mis dedos, me entretuve toqueteando tanto sus pliegues un buen rato como su clítoris hasta que noté que estaba a punto de llegar al orgasmo.
-Ya me has contado tu problema, ahora quiero que me expliques porque te has vestido de esa forma.
Reteniendo el placer que se iba acumulando en su cuerpo, Susana respondió:
-Quería que supieras qué clase de mujer soy y hasta donde estoy dispuesta a llegar.
Intrigado e interesado por igual, premié a esa zorrita metiendo un par de yemas en su interior. Susana al experimentar la intrusión de mis dedos, colapsó sobre las sabanas y mientras de su coño brotaba un ardiente geiser de flujo, se corrió. Dejándola que disfrutara del placer, metí y saqué mis falanges con rapidez, dándome tiempo de acomodar toda esa información en mi mente.
Como una perfecta yonqui del sexo, la morenita al haber obtenido su dosis de placer sonrió y sin que yo se lo preguntara, me dijo:
-Si me aceptas como soy, seré tu fiel zorra. Podrás usarme como te venga en gana y siempre estaré dispuesta para que me tomes.
Esa promesa era irrechazable y deseando comprobar si era cierta, me puse detrás de ella y abrí sus dos nalgas para inspeccionar su ojete. Curiosamente al hacerlo descubrí que lo tenía cerrado y que al menos exteriormente parecía no haber sido usado.
-¿Me entregarás tu culo? – le espeté mientras entre mis piernas mi pene reaccionaba a esa belleza consiguiendo una erección de caballo.
Aunque lo suponía, el sexo anal era una sus metas a conseguir y por eso con una felicidad desbordante, ella misma usó sus manos para separar sus cachetes al tiempo que me decía:
-Lo he estado reservando para ti.
Esa afirmación era a todas luces falsa porque conociéndola, la virginidad de su entrada trasera se debía deber a las reticencias de sus antiguos amantes. Sabiéndolo, pasé por alto ese pecadillo y abriendo un cajón de mi mesilla, saqué un bote con crema. Sus ojos brillaron al verlo y posando su cabeza sobre la almohada, alzó aún más su trasero para facilitar mis maniobras.
Su entrega me permitió coger una buena cantidad de lubricante y esparciéndolo por su esfínter, metí una de mis yemas en su interior diciendo:
-Relájate, no quiero hacerte daño.
Mis palabras le hicieron reír y dejándome impactado, me contestó:
-Llevo años soñando que me den por ahí y si para ello debo de sufrir, no te preocupes y hazlo.
Que asumiera que iba a dolerle no me tranquilizó y no queriendo hacer demasiado destrozo al romper ese culito, seguí relajándoselo durante un minuto antes de introducir el segundo dedo. Ella al notar esa nueva incursión aulló como una perra antes de decirme:
-No esperes más, ¡lo necesito!
Desde mi posición pude observar que los muslos de esa morena temblaban cada vez que introducía mis falanges dentro de su trasero y por eso me permití dar un azote a una de sus nalgas antes de introducir una tercer yema en ese orificio.
-Ahhhh- berreó ya completamente entregada a la lujuria y demostrándola con hechos, se llevó las manos a los pechos y pellizcando sus pezones, buscó afianzar su excitación.
Contra todo pronóstico, no había acabado de meterle los tres dedos cuando mordiendo la almohada se corrió sonoramente. Considerando su placer como banderazo de salida, no esperé a que cesara su orgasmo y mientras su cuerpo convulsionaba sobre las sábanas, embadurné mi órgano con la crema antes de posar mi glande en su virginal entrada:
-¿Estás segura que quieres que lo haga?- pregunté mientras jugueteaba con su esfínter.
Susana me respondió dejando caer su cuerpo hacia atrás lentamente. Al hacerlo mi pene fue empalándola poco a poco. La morenita sin gritar pero con el dolor reflejado en su rostro, siguió presionando sobre mi verga hasta que la sintió rellenando su conducto por completo. Solo entonces, se permitió el lujo de quejarse diciendo:
-Duele pero me gusta.
En ese momento mi mayor deseo era disfrutar de ese trasero pero sabiendo que esa primera vez era importante para que en el futuro siguiera gustosamente entregándomelo, esperé que fuera ella quien decidiera cuando estaba lista. No queriendo que mientras tanto se enfriara, acaricié con mis yemas su clítoris mientras se relajaba. Ese doble estímulo permitió a la muchacha relajarse en menos de un minuto y levantando su cara de la almohada, me rogó que comenzara.
La expresión de deseo que leí en su rostro terminó de barrer mis temores y con ritmo pausado, fui sacando mi sexo de su interior. Todavía no lo había terminado de extraer cuando Susana con un breve movimiento de caderas se lo volvió a embutir hasta el fondo.
-Fóllame, ¡por favor!- chilló mientras dabamos inicio a una ancestral danza en la cual yo intentaba recuperar mi verga y ella lo evitaba al volvérsela a clavar hasta dentro.
De esa manera poco a poco fuimos incrementando el ritmo, trasformando nuestro trotar inicial en un desbocado galope, donde ella no dejaba de gritar que la tomara y yo la hacía caso, apuñalando sin parar el interior de sus intestinos.
-¡Me estás volviendo loca!- aulló aceptando de buen grado que me asiera a sus pechos.
Sus gritos eran tan fuertes que temí que fueran escuchados desde el pasillo pero eso lejos de cortarme, me excitó y por eso comportándome como un experto jinete, solté un azote sobre una de sus ancas mientras le exigía que se moviera.
Mi montura al sentir mi mandoble rugió de placer y olvidando cualquier recato, me confesó que le había gustada tan duro trato y riendo me rogo que le diese más. Como comprenderéis, no tuvo que repetir ese deseo y alternando de un cachete al otro, fui marcándole el ritmo de mis penetraciones con sonoras nalgadas.
-¡Qué placer!- aulló como loca al notar que esos azotes le estaban azuzando de una manera que nunca había sentido y ya con su culo por entero rojo. Se dejó caer sobre la cama y empezó a estremecerse al saberse presa de un orgasmo brutal.
-¡No dejes de follarme! ¡Maldito!- bramó al experimentar que todas sus neuronas eran asoladas por la mezcla de dolor y gozo que desgarraba su trasero.
Sus gritos fueron el acicate que me faltaba y cogiendo sus pezones entre mis dedos, los pellizqué con dureza mientras usaba su estrecho culo como frontón. Disfrutando de ese pellizco, perdió el control y agitando sus caderas se corrió dando berridos. Habiendo conseguido mi objetivo, me concentré en mí y forzando ese ojete cruelmente, lo fui rebanando usando mi pene como cuchillo jamonero y rebanada a rebanada, asolé sus últimas defensas mientras mi presa aullaba desesperada.
-¡Soy tuya!- consiguió balbucear antes de caer agotada sobre las sábanas.
Mi orgasmo coincidió con sus palabras y uniéndome a su gozo, vertí mi simiente en sus intestinos. Susana al notarlo, puso sus caderas en modo batidora y no paró hasta que consiguió que vertiera hasta la última gota de esperma en su interior. Tras lo cual, agotado y exhausto, me tumbé a su lado. La morenita me recibió con los brazos abiertos y llenándome con sus besos, me agradeció el placer que le había regalado diciendo:
-Siempre te seré fiel.
Os parecerá extraño pero viendo su felicidad comprendí que al romperle el trasero también había arrancado de cuajo las cadenas que aún la unían con su antiguo novio y queriendo confirmar ese extremo, le solté:
-Quiero que dejes tu habitación y te traslades aquí.
Su respuesta fue inmediata y aceptando mi propuesta, lució una enorme sonrisa al preguntar:
-¿Crees que mi padrino se enfadará cuando se entere que soy tu puta?
Fue entonces cuando me eché el lazo sin darme cuenta porque dando por olvidada mi soltería, contesté:
-No eres mi puta sino la mujer con la que quiero compartir el resto de mi vida.
Susana riendo a carcajada limpia, me corrigió diciendo:
-Te equivocas, de puertas afuera seré tu mujer pero entre tus sabanas seguiré siendo tu “zorrita”- y reafirmando sus intenciones, cogió mi pene entre sus manos y lo empezó a menear con alegría.
¡SEGURO QUE TE GUSTARÁ!
Sinopsis:
Después de dos años trabajando como médico para una ONG en una lejana aldea de la India, llega la hora de la partida para nuestro protagonista pero entonces un monje capuchino que llevaba toda la vida trabajando para aligerar el sufrimiento de esa pobre gente, le pide un favor que no solo choca frontalmente contra la moral de ese sacerdote católico sino que a todas luces resulta inasumible para un europeo.
Esa misma mañana se ha enterado que un policía corrupto pretende a dos jóvenes de esa etnia y para salvarlas de ese cruel destino, el cura le pide que se case con ellas y se las lleve a España.
Nuestro protagonista no tarda en descubrir durante la boda que aunque ese santurrón le había asegurado que las hindúes sabían que era un matrimonio ficticio, eso no era cierto al oír que esas dos primas juraban ser sus eternas compañeras.
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Para que podías echarle un vistazo, os anexo la introducción y los dos primeros capítulos:
INTRODUCCIÓN
Después de tres años trabajando para una ONG en lo más profundo de la India, había decidido volver a España. Recuerdo la ilusión con la que llegué a ese remoto lugar. Recién salido de la universidad y con mi futuro asegurado gracias a la herencia de mis padres, me pareció lo mejor unirme a Manos Unidas Contra El Hambre e irme como médico a Matin, una ciudad casi cerrada a los extranjeros en el distrito de Korba.
Pasado el plazo en el que me había comprometido, solo me quedaba una semana en ese país cuando el padre Juan, un capuchino misionero, vino a verme al hospital donde curraba. Conocía la labor de este cura entre los Dalits, conocidos en Occidente como los Intocables por ser la casta más baja entre los hindúes. Durante veinte años, este hombre se había volcado en el intento de hacer más llevadera la vida de estos desgraciados. Habiendo convivido durante ese tiempo, llegué a tener una muy buena relación con él, porque además de un santurrón, este vizcaíno era un tipo divertido. Por eso no me extraño que viniese a despedirse de mí.
Tras los saludos de rigor, el cura cogiéndome del brazo, me dijo:
―Vamos a dar un paseo. Tengo que pedirte un favor.
Que un tipo, como el padre Juan, te pida un favor es como si un general ordena a un soldado raso hacer algo. Antes de que le contestara, sabía que no me podía negar. Aun así, esperó a que hubiésemos salido de la misión para hablar.
―Pedro― me dijo sentándose en un banco, ―sé que vuelves a la patria.
―Sí, Padre, me voy en siete días.
―Verás, necesito que hagas algo por mí. Me has comentado de tu posición desahogada en España y por eso me atrevo a pedirte un pequeño sacrificio para ti, pero un favor enorme para una familia que conozco.
La seriedad con la que me habló fue suficiente para hacerme saber que ese pequeño sacrificio no sería tan minúsculo como sus palabras decían, pero aun así le dije que fuese lo que fuese se lo haría. El sacerdote sonrió, antes de explicarme:
― Como sabes la vida para mis queridos Dalits es muy dura, pero aún lo es más para las mujeres de esa etnia― no hizo falta que se explayara porque por mi experiencia sabía de la marginación en que vivían.
Avergonzado de pedírmelo, fue directamente al meollo diciendo:
―Hoy me ha llegado una viuda con un problema. Por lo visto la familia de su difunto marido quiere concertar el matrimonio de su hija y de una prima que siempre ha dependido de ella con un malnacido y la única forma que hay de salvar a esas dos pobres niñas de un futuro de degradación es adelantarnos.
―¿Cuánto dinero necesita?― pregunté pensando que lo que me pedía era que pagara la dote.
―Poco, dos mil euros…― contestó en voz baja ― …pero ese no es el favor que te pido. Necesito que te las lleves para alejarlas de aquí porque si se quedan, no tengo ninguna duda que ese hombre no dudará en raptarlas.
Acojonado, por lo que significaba, protesté airado:
―Padre, ¿me está pidiendo que me case con ellas?
―Sí y no. Como podrás comprender, estoy en contra de la poligamia. Lo que quiero es que participes en ese paripé para que puedas llevártelas y ya en España, podrás deshacer ese matrimonio sin dificultad. Ya he hablado con la madre y está de acuerdo a que sus hijas se vayan contigo a Madrid como tus criadas. Los dos mil euros te los devolverán trabajando en tu casa.
Tratando de escaparme de la palabra dada, le expliqué que era improbable en tan poco espacio de tiempo que se pudiera conseguir el permiso de entrada a la Unión Europea. Ante esto, el cura me respondió:
―Por eso no te preocupes. He hablado con el arzobispo y ya ha conseguido las visas de las dos muchachas.
El muy zorro había maniobrado a mis espaldas y había conseguido los papeles antes que yo hubiese siquiera conocido su oferta. Sabiendo que no podía negarle nada a ese hombre, le pregunté cuando tenía que responderle.
―Pedro, como te conozco y sabía que dirías que sí, he quedado con su familia que esta tarde te acompañaría a cerrar el trato― contestó con un desparpajo que me dejó helado y antes de que pudiese quejarme, me soltó: ― Por cierto, además de la dote, tienes que pagar la boda, son solo otros ochocientos euros.
Viéndome sin salida, acepté pero antes de despedirme le dije:
―Padre Juan, es usted un cabrón.
―Lo sé, hijo, pero la divina providencia te ha puesto en mi camino y ¡quién soy yo para comprender los designios del señor!…
CAPÍTULO 1 LA BODA
Esa misma tarde en compañía del monje, fui a ver a los tutores de las muchachas y tras un tira y afloja de cuatro horas, deposité ciento treinta mil rupias en manos de sus familiares en concepto de dote. Allí me enteré que para ellos y según su cultura las dos crías eran hermanas al haberse criado bajo el mismo techo. Al salir y debido a mi escaso conocimiento del hindú, pregunté al sacerdote cuando se suponía que iba a ser la boda.
―Como te vas el próximo lunes y las bodas duran dos días, he concertado con ellos que tendrá lugar el sábado a las doce. Saliendo de la fiesta, os llevaré en mi coche a coger el avión. No me fío del otro pretendiente. Si no te acompaño, es capaz de intentar llevárselas a la fuerza.
Preocupado por sus palabras, le pregunté que quien era el susodicho.
―El jefe de la policía local― respondió y sin darle importancia, me sacó otros quinientos euros para comprar ropa a mis futuras esposas: ―No querrás que vayan como pordioseras.
Cabreado, me mantuve en silencio el resto del camino hasta mi hotel. Ese curilla además de haberme puesto en peligro, haciendo cuentas me había estafado más de seiscientas mil de las antiguas pesetas. El dinero me la traía al pario, lo que realmente me jodía era que le hubiese importado un carajo que un poli del tercer mundo me tomara ojeriza y encima por un tema tan serio como quitarle a sus mujeres. Afortunadamente vivía en un establecimiento para occidentales, mientras me mantuviera en sus instalaciones era difícil que ese individuo intentara algo en contra mía y por eso desde ese día hasta el viernes solo salí de él para ir al hospital y siempre acompañado de un representante de la ONG para la que trabajaba.
Ese sábado, el padre Juan se acercó al hotel una hora antes de lo que habíamos acordado. Traía un traje típico que debía ponerme junto con un turbante profusamente bordado. Conociendo de antemano lo que se esperaba de mí, me vestí y saliendo del establecimiento nos dirigimos hacia los barrios bajos de la ciudad, ya que, la ceremonia tendría lugar en la casa de su tutor. Al llegar a ese lugar, el jefe de la familia me presentó a la madre de las muchachas con las que iba a contraer matrimonio. La mujer cogiendo mi mano empezó a besarla, agradeciendo que alejara a sus niñas de su destino.
Me quedé agradablemente sorprendido al verla. Aunque avejentada, la mujer que tenía en frente no podía negar que en su juventud había sido una belleza. Vestida con un humilde sari, intuí que bajo esas telas se escondía un apetecible cuerpo.
«¡Coño! Si la madre me pone bruto, ¿qué harán las hijas?», recapacité un tanto cortado esperando que el monje no se diese cuenta.
Haciéndonos pasar a un salón, me fueron presentando a los familiares allí congregados. Busqué a mis futuras esposas pero no las vi y siguiendo la costumbre me senté en una especie de trono que me tenían preparado. Desde allí vi entrar al gurú, el cual acercándose a mí, me roció con agua perfumada.
―Te está purificando― aclaró el cura al ver mi cara.
Al desconocer el ritual, le mostré mi extrañeza de no ver a las contrayentes. Soltando una carcajada el padre Juan, me soltó:
―Hasta mañana, no las verás. Lo de hoy será como tu despedida de soltero. Un banquete en honor a la familia y los vecinos. Mientras nosotros cenamos, la madre y las tías de tus prometidas estarán adornando sus cuerpos y dándoles consejos de cómo comportarse en el matrimonio.
Sus palabras me dejaron acojonado y tratando de desentrañar su significado, le solté:
―Padre, ¿está seguro que ellas saben que es un paripé?
El cura no me contestó y señalando a un grupo de músicos, dijo:
―En cuanto empiece la música, vendrán los primos de las crías a sacarte a bailar. Te parecerá extraño pero su misión es dejar agotado al novio.
―No entiendo.
―Así se aseguran que cuando se encuentre a solas con la novia, no sea excesivamente fogoso.
No me dejaron responderle porque cogiéndome entre cinco o seis me llevaron en volandas hasta el medio de la pista y durante dos horas, me tuvieron dando vueltas al son de la música. Cuando ya consideraron que era suficiente, dejaron que volviera a mi lugar y empezó el banquete. De una esquina del salón, hicieron su aparición las mujeres trayendo en sus brazos una interminable sucesión de platos que tuve que probar.
Los tíos de mis prometidas me llevaron a su mesa tratando de congraciarse con el rico extranjero que iba a llevarse a sus sobrinas. Usando al cura como traductor, se vanagloriaban diciendo que las hembras de su familia eran las más bellas de la aldea. A mí, me importaba un carajo su belleza, no en vano no guardaba en mi interior otra intención que hacerle un favor al misionero, pero haciendo gala de educación puse cara de estar interesado y con monosílabos, fui contestando a todas sus preguntas.
El ambiente festivo se vio prolongado hasta altas horas de la madrugada, momento en que me llevaron junto al cura a una habitación aneja. Al quedarme solo con él, intenté que me aclarara mis dudas pero aduciendo que estaba cansado, me dejó con la palabra en la boca y haciendo caso omiso de mi petición, se puso a rezar.
A la mañana siguiente, el tutor de mis prometidas nos despertó temprano. Trayendo el té, se sentó y mientras charlaba con el padre Juan, ordenó a uno de sus hijos que ayudara a vestirme. Aprovechando que los dos ancianos hablaban entre ellos, pregunté a mi ayudante por sus primas. Este sonriendo me soltó que eran diferentes a la madre y que no me preocupara.
En ese momento, no comprendí a que se refería y tratando de sonsacarle el significado, pregunté si acaso no eran guapas. Soltando una carcajada, me miró y haciendo gestos, me tranquilizó al hacerme comprender que eran dos bellezas. Creyendo entonces que se refería a que tenían mal carácter, insistí:
―¡Qué va! Son dulces y obedientes― contestó y poniendo un gesto serio, prosiguió diciendo: ―Si lo que teme es que sean tercas, la primera noche azótelas y así verán en usted la autoridad de un gurú.
Lo salvaje del trato al que tenían sometidas a las mujeres en esa parte del mundo evitó que siguiera preguntando y en silencio esperé a que me terminara de vestir. Una vez ataviado con el traje de ceremonia, pasamos nuevamente al salón y de pie al lado del trono, esperé a que entraran las dos muchachas.
Un murmullo me alertó de su llegada y con curiosidad, giré mi cabeza para verlas. Precedidas de la madre y las tías, mis prometidas hicieron su aparición bajo una lluvia de pétalos. Vestidas con sendos saris dorados y con un grueso tul tapando sus rostros, las dos crías se sentaron a mi lado y sin dirigirme la mirada, esperaron a que diera inicio la ceremonia.
Antes que se sentaran, pude observar que ambas crías tenían un andar femenino y que debían medir uno sesenta y poca cosa más. Habían sido unos pocos segundos y sabiendo que debía evitar mirarlas porque sería descortés, me tuve que quedar con las ganas de saber cómo eran realmente.
Gran parte de la ceremonia discurrió sin que me enterase de nada. Dicha confusión se debía básicamente a mi mal conocimiento del Hindi, pero también a mi completa ignorancia de la cultura local y por eso en determinado momento tuvo que ser el propio cura quién me avisara que iba a dar comienzo la parte central del ritual y que debía repetir las frases que el brahmán dijera.
Vi acercarse al sacerdote hindú, el cual cogiendo las manos de mis prometidas, las llevó a mis brazos y en voz alta pronunció los votos. Al oír el primero de los votos, me quedé helado pero sabiendo que debía recitarlo, lo hice sintiendo las manos de las dos mujeres apretando mis antebrazos:
―Juntos vamos a compartir la responsabilidad de la casa.
Aunque difería en poco del sacramento católico en cuanto al fondo, no así en la forma y preocupado por el significado de mi compromiso, en voz alta acompañé a mis prometidas mientras juraban:
―Juntos vamos a llenar nuestros corazones con fuerza y coraje.
―Juntos vamos a prosperar y compartir nuestros bienes terrenales.
―Juntos vamos a llenar nuestros corazones con el amor, la paz, la felicidad y los valores espirituales.
―Juntos seremos bendecidos con hijos amorosos.
―Juntos vamos a lograr el autocontrol y la longevidad.
Pero de los siete votos el que realmente me desconcertó fue el último. Con la voz encogida, no pude dejar de recitarlo aunque interiormente estuviese aterrorizado:
―Juntos vamos a ser los mejores amigos y eternos compañeros.
«¡Puta madre! A mí me da lo mismo pero si estas crías son practicantes, ¡han jurado ante sus dioses que se unen a mí eternamente!», pensé mientras buscaba con la mirada el rostro del cura: «¡Será cabrón! Espero que me explique qué es todo esto».
La ceremonia y el banquete se prolongaron durante horas y por mucho que intenté hacerme una idea de las muchachas, no pude. Era la madrugada del domingo al lunes y cuando ya habían acabado los fastos y me subía en un carro tirado por caballos, fue realmente la primera vez que pude contemplar sus caras. Levantándose el velo que les cubría, descubrí que me había casado con dos estupendos ejemplares de la raza hindú y que curiosamente me resultaban familiares. Morenas con grandes ojos negros, tanto Dhara como Samali tenían unas delicadas facciones que unidas a la profundidad de sus miradas, las convertía en dos auténticos bellezones.
Deslumbrado por la perfección de sus rasgos, les ayudé a subirse al carruaje y bajo un baño de flores, salimos rumbo a nuestro futuro. El cura había previsto todo y a los pocos metros, nos estaba esperando su coche para llevarnos directamente al aeropuerto y fue allí donde me enteré que aunque con mucho acento, ambas mujeres hablaban español al haber sido educadas en el colegio de los capuchinos.
Aprovechando el momento, me encaré con el padre Juan y cabreado, le eché en cara el haberme engañado. El sacerdote, con una sonrisa, respondió que no me había estafado y que él había insistido a la madre que les dijese ese matrimonio era un engaño. Al ver mi insistencia, tuvo que admitir que no lo había tratado directamente con las dos muchachas pero que confiaba en que fueran conscientes del trato.
―Pedro, si tienes algún problema, llámame― dijo poniendo en mi mano sus papeles.
La segunda sorpresa que me deparaba el haberme unido a esas mujeres fue ver sus nombres en los pasaportes, porque siguiendo la costumbre hindú sus apellidos habían desaparecido y habían adoptado los míos, así que en contra de la lógica occidental, ellas eran oficialmente Dhara y Samali Álvarez de Luján.
CAPÍTULO 2 EL VIAJE
En la zona de embarque, me despedí del cura y entregando los tres pasaportes a un agente, entramos en el interior del aeropuerto. No me tranquilicé hasta que pasamos el control de seguridad porque era casi imposible que un poli del tres al cuarto pudiera intentar hacer algo en la zona internacional. Como teníamos seis horas para que saliera nuestro avión, aproveché para hablar con las dos primas.
Se las veía felices por su nuevo estado y tratándome de agradar, ambas competían en quien de las dos iba a ser la encargada de llevar las bolsas del equipaje. Tratando de hacer tiempo, recorrimos las tiendas de la terminal. Al hacerlo, vi que se quedaban encandiladas con una serie de saris que vendían en una de las tiendas y sabiendo lo difícil que iba a ser comprar algo parecido en Madrid, decidí regalárselos.
―El dueño de la casa donde viviremos ya se ha gastado bastante en la boda. Ni mi prima ni yo los necesitamos― me respondió la mayor, Samali, cuando le pregunté cual quería.
«El dueño de la casa donde viviremos», tardé en entender que se refería a mí, debido a que siguiendo las normas inculcadas desde niñas, en la India las mujeres no se pueden dirigir a su marido por su nombre y para ello usan una serie de circunloquios. Cuando caí que era yo y como no tenía ganas de discutir, me impuse diciendo:
―Si no los aceptas, me estás deshonrando. Una mujer debe de aceptar los obsequios que le son ofrecidos.
Bajando la cabeza, me pidió perdón y junto con su prima Dhara, empezó a elegir entre las distintas telas. Cuando ya habían seleccionado un par de ellos, fue la pequeña la que postrándose a mis pies, me informó:
―Debemos probarnos sus regalos.
Sin entender que era lo que quería, le pregunté:
―¿Y?
―Una mujer casada no puede probarse ropa en un sitio público sin la presencia de su marido.
Comprendí que, según su mentalidad, tenía que acompañarlas al probador y completamente cortado, entré en la habitación habilitada para ello. La encargada, habituada a esa costumbre, me hizo sentar en un sillón y mientras esperaba que trajeran las prendas, me sirvió un té:
―Son muy guapas sus esposas― dijo en un perfecto inglés ― se nota que están recién casados.
Al llegar otra dependienta con las telas, preguntó cuál de las dos iba a ser la primera en probarse. Dhara, la pequeña, se ofreció de voluntaria y riéndose se puso en mitad del probador. Desde mi asiento y más excitado de lo que me hubiese gustado estar, fui testigo de cómo las empleadas la ayudaban a retirarse el sari, dejándola únicamente con una blusa corta y pegada, llamada choli y ropa interior. No pude dejar de reconocer que esa cría de dieciocho años era un bombón. Sus piernas largas y bien perfiladas serían la envidia de cualquier adolescente española.
Mientras su prima se probaba la ropa, Samali, arrodillada a mi lado, le decía en hindi que no fuese tan descocada. Al ver mi cara de asombro, poniéndose seria, me dijo:
―Le aseguro que mi pequeña es pura pero es la primera vez que se prueba algo nuevo.
―No tengo ninguna duda― contesté sin dejar de contemplar la hermosura de su cuerpo.
Habiendo elegido los que quería quedarse, le tocó el turno a la mayor, la cual sabiéndose observada por mí, bajó la mirada, al ser desnudada. Si Dhara era impresionante, su prima no tenía por qué envidiarla. Igual de bella pero con un par de kilos más rellenando su anatomía, era una diosa. Pechos grandes que aun ocultos por la choli, se me antojaron maravillosos y qué decir de su trasero: ¡sin un solo gramo de grasa era el sueño de cualquier hombre!
«Menudo panorama», pensé al percatarme que iba a tener que convivir con esos dos portentos de la naturaleza durante algún tiempo en mi chalet del Plantío. «El padre Juan no sabe lo que ha hecho, me ha metido la tentación en casa».
―Nuestro guía no va a tener queja de nosotras, hemos sido aleccionadas por nuestra madre― me explicó Dhara sacándome de mi ensoñación ―sabremos hacerle feliz.
Al oír sus palabras y uniéndolas con el comentario de su prima, me di cuenta que esas dos mujeres desconocían por completo el acuerdo que su progenitora había llegado con el cura. Creían que nuestro matrimonio era real y que ellas iban a España en calidad de esposas con todo lo que significaba. Asustado por las dimensiones del embrollo en el que me había metido, decidí que nada más llegar a Madrid iba a dejárselo claro.
Al pagar e intentar coger las bolsas con las compras, las primas se me adelantaron. Recordé que era la mujer quien cargaba la compra en la India. Por eso no hice ningún intento de quitárselas y recorriendo el pasillo del aeropuerto, busqué un restaurante donde comer. Conociendo sus hábitos vegetarianos y no queriendo parecer un animal sin alma, elegí un restaurante hindú en vez de meterme en un Burger, que era lo que realmente me apetecía.
«¡Cómo echo de menos un buen entrecot!», pensé al darme el camarero la carta.
Al no saber qué era lo que esas niñas comían, decidí que lo más sencillo era que ellas pidieran pero sabiendo sus reparos medievales, dije a la mayor, si es que se puede llamar así a una cría de veinte años:
―Samali, no me apetece elegir. Quiero que lo hagas tú.
La joven se quedó petrificada, no sabiendo que hacer. Tras unos momentos de confusión y después de repasar cuidadosamente el menú, contestó:
―Espero que sea del agrado del cabeza de nuestra familia, mi elección― tras lo cual llamando al empleado, le pidió un montón de platos.
El pobre hombre al ver la cantidad de comida que le estaba pidiendo, dirigiéndose a mí, me informó:
―Temo que es mucho. No podrán terminarlo.
Había puesto a la muchacha en un brete sin darme cuenta. Si pedía poca cantidad y me quedaba con hambre, podría castigarla. Y en cambio sí se pasaba, podría ver en ello una ligereza impropia de una buena ama de casa. Sabiendo que no podía quitarle la palabra una vez se la había dado, tranquilicé al empleado y le ordené que trajera lo que se le había pedido. Solo me di cuenta de la barbaridad de lo encargado, cuando lo trajo a la mesa. Al no quedarme más remedio, decidí que tenía que terminarlo. Una hora más tarde y con ganas de vomitar, conseguí acabármelo ante la mirada pasmada de todo el restaurant.
Mi acto no pasó inadvertido y susurrándome al oído, Samali me dijo:
―Gracias, sé que lo ha hecho para no dejarme en ridículo― y por vez primera, esa mujer hizo algo que estaba prohibido en su tierra natal, tiernamente, ¡cogió mi mano en público!
No me cupo ninguna duda que ese sencillo gesto hubiese levantado ampollas en su ciudad natal, donde cualquier tipo de demostración de cariño estaba vedado fuera de los límites del hogar. Sabiendo que no podía devolvérselo sin avergonzarla, pagué la cuenta y me dirigí hacia la puerta de embarque. Al llegar pude notar el nerviosismo de mis acompañantes, al preguntarles por ello, Dhara me contestó:
―Hasta hoy, no habíamos visto de cerca un avión.
Su mundo se limitaba a la dimensión de su aldea y que todo lo que estaba sintiendo las tenía desbordadas, por eso, las tranquilicé diciendo que era como montarse en un autobús, pero que en vez de ir por una carretera iba surcando el cielo. Ambas escucharon mis explicaciones en silencio y pegándose a mí, me acompañaron al interior del aeroplano. Al ser un vuelo tan pesado, decidí con buen criterio sacar billetes de primera pero lo que no me esperaba es que fuese casi vacío, de forma que estábamos solos en el compartimento de lujo. Aunque teníamos a nuestra disposición muchos asientos, las muchachas esperaron que me sentara y entonces se acomodaron cada una a un lado.
Como para ellas todo era nuevo, les tuve que explicar no solo donde estaba el baño sino también como abrocharse los cinturones. Al trabar el de Dhara, mi mano rozó la piel de su abdomen y la muchacha lejos de retirarse, me miró con deseo. Incapaz de articular palabra, no pude disculparme pero al ir a repetir la operación con su prima ésta cogiendo mi mano, la pasó por su ombligo mientras me decía:
―Un buen maestro repite sus enseñanzas.
Ni que decir tiene que saltando como un resorte, mi sexo reaccionó despertando de su letargo. Las mujeres al observarlo se rieron calladamente, intercambiando entre ellas una mirada de complicidad. Avergonzado porque me hubiesen descubierto, no dije nada y cambiando de tema, les conté a que me dedicaba.
Tanto Samali como Dhara se quedaron encantadas de saber que el hombre con el que se habían desposado era un médico porque según ellas así ningún otro hombre iba a necesitar verlas desnudas. Solo imaginarme ver a esa dos preciosidades como las trajo Dios al mundo, volvió a alborotar mi entrepierna. La mayor de las dos sin dejar de sonreír, me explicó que tenía frio.
Tonto de mí, no me di cuenta de que pretendía y cayendo en su trampa, pedí a la azafata que nos trajera unas mantas. Las muchachas esperaron que las tapara y que no hubiese nadie en el compartimento para pegarse a mí y por debajo de la tela, empezar a acariciarme. No me esperaba esos arrumacos y por eso no fui capaz de reaccionar, cuando sentí que sus manos bajaban mi cremallera liberando mi pene de su encierro y entre las dos me empezaron a masturbar. Al tratar de protestar, Dhara poniendo su dedo en mi boca, susurró:
―Déjenos.
Los mimos de las primas no tardaron en elevar hasta las mayores cotas de excitación a mi hambriento sexo, tras lo cual desabrochándose las blusas, me ofrecieron sus pechos para que jugase yo también. Mis dedos recorrieron sus senos desnudos para descubrir que como había previsto eran impresionantemente firmes y suaves. Solo la presencia cercana de la empleada de la aerolínea evitó que me los llevara a la boca. Ellas al percibir mi calentura, acelerando el ritmo de sus caricias y cuando ya estaba a punto de eyacular, tras una breve conversación entre ellas vi como Samali desaparecía bajo la manta. No tardé en sentir sus labios sobre mi glande. Sin hacer ruido, la mujer se introdujo mi sexo en su garganta mientras su prima me masajeaba suavemente mis testículos.
Era un camino sin retorno, al sentir que el clímax se acercaba metí mi mano por debajo de su Sari y sin ningún recato me apoderé de su trasero. Sus duras nalgas fueron el acicate que me faltaba para explotar en su boca. La muchacha al sentir que me vaciaba, cerró sus labios y golosamente se bebió el producto de mi lujuria. Tras lo cual, saliendo de la manta, me dio su primer beso en los labios y mientras se acomodaba la ropa, me dijo:
―Gracias.
Anonadado comprendí que si antes de despegar esas dos bellezas ya me habían hecho una mamada, difícilmente al llegar a Madrid iba a cumplir con lo pactado. Las siguientes quince horas encerrado en el avión, iba a ser una prueba imposible de superar. Aun así con la poca decencia que me quedaba, decidí que una vez en casa darles la libertad de elegir. No quería que fuera algo obligado el estar conmigo.
Tratando de comprender su comportamiento, les pregunté por su vida antes de conocerme. Sus respuestas me dejaron helado, por lo visto, “su madre” al quedarse viuda no tuvo más remedio para sacarlas adelante que ponerse a limpiar en la casa del policía que las pretendía. Ese hombre era tan mal bicho que a la semana de tenerla trabajando, al llegar una mañana la violó para posteriormente ponerla a servir en un burdel.
Con lágrimas en los ojos, me explicaron que como necesitaba el dinero y nadie le daba otro trabajo, no lo había denunciado. Todo el mundo en el pueblo sabía lo sucedido y a qué se dedicaba. Por eso la pobre mujer las había mandado al colegio de los monjes. Al alejarlas de su lado, evitaba que sufrieran el escarnio de sus vecinos pero sobre todo las apartaba de ese mal nacido.
«Menuda vida», pensé disculpando la encerrona del cura. El santurrón había visto en mí una vía para que esas dos niñas no terminaran prostituyéndose como la madre. Cogiéndoles las manos, les prometí que en Madrid, nadie iba a forzales a nada. No había acabado de decírselo cuando con voz seria Dhara me replicó:
―El futuro padre de nuestros hijos no necesitará obligarnos, nosotras les serviremos encantadas. Pero si no le cuidamos adecuadamente es su deber hacérnoslo saber y castigarnos.
La sumisión que reflejaba sus palabras no fue lo que me paralizó, sino como se había referido a mi persona. Esas dos crías tenían asumido plenamente que yo era su hombre y no les cabía duda alguna, que sus vientres serían germinados con mi semen. Esa idea que hasta hacía unas pocas horas me parecía inverosímil me pareció atrayente y en vez de rectificarla, lo dejé estar. Samali que era la más inteligente de las dos, se dio cuenta de mi silencio y malinterpretándolo, llorando me preguntó:
―¿No nos venderá al llegar a su país?
Al escucharla comprendí su miedo y acariciando su mejilla, respondí:
―Jamás haría algo semejante. Vuestro sufrimiento se ha acabado, me comprometí a cuidaros y solo me separaré de vosotras, si así me lo pedís.
Escandalizadas, contestaron al unísono:
―Eso no ocurrirá, hemos jurado ser sus eternas compañeras y así será.
Aunque eso significaba unirme de por vida a ellas, escuché con satisfacción sus palabras. Tras lo cual les sugerí que descansaran porque el viaje era largo. La más pequeña acurrucándose a mi lado, me dijo al oído mientras su mano volvía a acariciar mi entrepierna:
―Mi prima ya ha probado su virilidad y no es bueno que haya diferencias.
Solté una carcajada al oírla. Aunque me apetecía, dos mamadas antes de despegar era demasiado y por eso pasando mi mano por su pecho le contesté:
―Tenemos toda una vida para lo hagas.
Poniendo un puchero pero satisfecha de mis palabras, posó su cabeza en mi hombro e intentó conciliar el sueño. Su prima se quedó pensativa y después de unos minutos, no pudo contener su curiosidad y me soltó:
―Disculpe que le pregunte: ¿tendremos que compartir marido con alguna otra mujer?
Tomándome una pequeña venganza hice como si no hubiese escuchado y así dejarla con la duda. El resto del viaje pasó con normalidad y no fue hasta que el piloto nos informó que íbamos a aterrizar cuando despertándolas les expliqué que no tenía ninguna mujer. También les pedí que como en España estaba prohibida la poligamia al pasar por el control de pasaportes y aprovechando que en nuestros pasaportes teníamos los mismos apellidos, lo mejor era decir que éramos hermanos por adopción. Las muchachas, nada más terminar, me dijeron que si les preguntaban confirmarían mis palabras.
―Sé que es raro pero buscaré un abogado para buscar la forma de legalizar nuestra unión.
Dhara al oírme me dio un beso en los labios, lo que provocó que su prima, viendo que la azafata pululaba por el pasillo, le echase una bronca por hacerlo en público.
«¡Qué curioso!», pensé, «No puso ningún reparo a tomar en su boca mi sexo y en cambio se escandaliza de una demostración de cariño».
Al salir del avión y recorrer los pasillos del aeropuerto, me percaté que la gente se volteaba a vernos.
«No están acostumbrados a ver a mujeres vestidas de sari», me dije en un principio pero al mirarlas andar a mi lado, cambié de opinión; lo que realmente pasaba es que eran un par de bellezas. Orgulloso de ellas, llegué al mostrador y al dar nuestros pasaportes al policía, su actitud hizo que mi opinión se confirmara. Embobado, selló las visas sin apenas fijarse en los papeles que tenía enfrente porque su atención se centraba exclusivamente en ellas.
―Están casadas― solté al agente, el cual sabiendo que le había pillado, se disculpó y sin más trámite nos dejó pasar.
Samali, viendo mi enfado, me preguntó qué había pasado y al explicarle el motivo se sonrió y excusándolo, dijo:
―No se debe haber fijado en que llevamos el bindi rojo.
Al explicarle que nadie en España sabía que el lunar rojo de su frente significaba que estaba casada, me miró alucinada y me preguntó cómo se distinguía a una mujer casada. Sin ganas de explayarme y señalando el anillo de una mujer, le conté que al casarse los novios comparten alianzas. Su reacción me cogió desprevenido, poniéndose roja como un tomate, me rogó que les compraras uno a cada una porque no quería que pensaran mal de ellas.
―No te entiendo― dije.
―No es correcto que dos mujeres vayan con un hombre por la calle sino es su marido o que en el caso que estén solteras, éste no sea un familiar.
Viendo que desde su punto de vista, tenía razón, prometí que los encargaría. Al llegar a la sala de recogida de equipajes, con satisfacción, comprobé que nuestras maletas ya habían llegado y tras cargarlas en un carrito, nos dirigimos hacia la salida. Nadie nos paró en la aduana, de manera que en menos de cinco minutos habíamos salido y nos pusimos en la cola del Taxi. Estaba charlando animadamente con las dos primas cuando, sin previo aviso, alguien me tapó los ojos con sus manos. Al darme la vuelta, me encontré de frente con Lourdes, una vieja amiga de la infancia, la que sin percatarse que estaba acompañado, me dio dos besos y me preguntó que cuándo había vuelto.
―Ahora mismo estoy aterrizando― contesté.
―¡Qué maravilla! Ahora tengo prisa pero tenemos que hablar. ¿Por qué no me invitas a cenar el viernes en tu casa? Y así nos ponemos al día.
―Hecho― respondí sin darme cuenta al despedirme que ni siquiera le había presentado a mis acompañantes.
Las muchachas que se habían quedado al margen de la conversación, estaban enfadadas. Sus caras reflejaban el cabreo que sentían pero, realmente no reparé en cuanto, hasta que oí a Dhara decir a su prima en español para que yo me enterara:
―¿Has visto a esa mujer? ¿Quién se cree que es para besar a nuestro marido y encima auto invitarse a casa?
Al ver que estaba celosa, estuve a punto de intervenir cuando para terminarla de joder, escuché la contestación de su prima:
―Debe de ser de su familia porque si no lo es: ¡este viernes escupiré en su sopa!
«Mejor me callo», pensé al verlas tan indignadas y sabiendo que esa autoinvitación era un formulismo que en un noventa por ciento de los casos no se produciría, me subí al siguiente taxi. Una vez en él, pedí al conductor que nos llevara a casa pero que en vez de circunvalar Madrid lo cruzara porque quería que las muchachas vieran mi ciudad natal.
Con una a cada lado, fui explicándoles nuestro camino. Ellas no salían de su asombro al ver los edificios y la limpieza de las calles, pero contra toda lógica lo único que me preguntaron era porqué había tan pocas bicicletas y dónde estaban los niños.
Solté una carcajada al escucharlas, para acto seguido explicarles que en España no había tanta costumbre de pedalear como en la India y que si no veían niños, no era porque los hubieran escondido sino porque no había.
―La pareja española tiene un promedio de 1.8 niños. Es una sociedad de viejos― dije recalcando mis palabras.
Dhara hablando en hindi, le dijo algo a Samali que no entendí pero que la hizo sonreír. Cuando pregunté qué había dicho, la pequeña avergonzada respondió:
―No se enfade conmigo, era un broma. Le dije a mi prima que los españoles eran unos vagos pero que estaba segura que el padre de nuestros futuros hijos iba pedalear mucho nuestras bicicletas.
Ante semejante burrada ni siquiera el taxista se pudo contener y juntos soltamos una carcajada. Al ver que no me había disgustado, las dos primas se unieron a nuestras risas y durante un buen rato un ambiente festivo se adueñó del automóvil. Ya estábamos cogiendo la autopista de la Coruña cuando les expliqué que vivía en un pequeño chalet cerca de donde estábamos.
Asintiendo, Samali me preguntó si tenía tierra donde cultivar porque a ella le encantaría tener una huerta. Al contestarle que no hacía falta porque en Madrid se podía comprar comida en cualquier lado, ella respondió:
―No es lo mismo, Shakti favorece con sus dones a quien hace germinar al campo― respondió haciendo referencia a la diosa de la fertilidad.
«O tengo cuidado, o estas dos me dan un equipo de futbol», pensé al recapacitar en todas las veces que habían hecho aludido al tema.
Estaba todavía reflexionando sobre ello, cuando el taxista paró en frente de mi casa. Sacando dinero de mi cartera, le pagué. Al bajarme y sacar el equipaje, vi que las muchachas lloraban.
―¿Qué os ocurre?― pregunté.
―Estamos felices al ver nuestro hogar. Nuestra madre vive en una casa de madera y jamás supusimos que nuestro destino era vivir en una mansión de piedra.
Incómodo por su reacción, abriendo la puerta de la casa y mientras metía el equipaje, les dije que pasaran pero ellas se mantuvieron fuera. Viendo que algo les pasaba, pregunté que era:
―Hemos visto películas occidentales y estamos esperando que nuestro marido nos coja en sus brazos para entrar.
Su ocurrencia me hizo gracia y cargando primero a Samali, la llevé hasta el salón, para acto seguido volver a por su prima. Una vez los tres reunidos, las dos muchachas no dejaban de mirar a su alrededor completamente deslumbradas, por lo que para darles tiempo a asimilar su nueva vida, les enseñé la casa. Sirviéndoles de guía las fui llevando por el jardín, la cocina y demás habitaciones pero lo que realmente les impresionó fue mi cuarto. Por lo visto jamás habían visto una King Size y menos una bañera con jacuzzi. Verlas al lado de mi cama, sin saber qué hacer, fue lo que me motivó a abrazarlas. Las dos primas pegándose a mí, me colmaron de besos y de caricias pero cuando ya creía que íbamos a acabar acostándonos, la mayor arrodillándose a mis pies dijo:
―Disculpe nuestro amado. Hoy va a ser la noche más importante de nuestras vidas pero antes tenemos que preparar cómo marca la tradición el lecho donde nos va a convertir en mujeres plenas.
«¡Mierda con la puta tradición!», refunfuñé en mi interior pero como no quería parecer insensible, pregunté si necesitaban algo.
Samali me dijo si había alguna tienda donde vendieran flores. Al contestarle que sí, me pidió si podía llevar a su prima a elegir unos cuantos ramos porque era muy importante para ellas. No me pude negar porque aún cansado, la perspectiva de tenerlas en mis brazos era suficiente para dar la vuelta al mundo.
¡SEGURO QUE TE GUSTARÁ!
Duelo de divas en la gran manzana
Al despertar esa mañana, la conductora de Televisión Sara Aspen abrió las cortinas de su habitación y descubrió que a pesar de las funestas predicciones del hombre del tiempo, esa mañana lucía un sol espléndido en Nueva York. Cómo quería aprovecharlo y no tenía nada qué hacer hasta el día siguiente, decidió dar un paseo por el Central Park.
Aun así y en contra de la costumbre de los urbanitas que pueblan la gran manzana, decidió ponerse guapa en vez de ponerse un chándal porque aunque no estuviera en México, tenía una reputación que mantener. No en vano durante los últimos años, su nombre siempre había estado entre las mujeres mejor vestidas de su país. Por eso, abriendo la ducha dejó caer el coqueto camisón de encaje que le había regalado un antiguo novio y mientras el agua se caldeaba se quedó mirando en un espejo.
Con satisfacción se fijó que a pesar de sus treinta años sus pechos conservaban la dureza de los quince sin que hubiese hecho mella en ellos la edad. Contenta se giró para comprobar que sus nalgas seguían siendo el objeto de deseo de tantos compatriotas y por eso no pudo más que sonreír al espejo cuando la imagen que este le devolvía era el de un trasero estupendo.
« Tengo que reconocer que estoy buenísima”, pensó mientras se ponía el gorro de ducha para evitar echar por tierra el trabajo de su peluquero favorito.
Ya bajo la regadera, se puso a pensar en el maravilloso amante que le estaría esperando a su vuelta y mientras se enjabonaba dejó que su imaginación volara y fueron las manos de ese morenazo las que amasaron sus senos mientras distribuía el gel por su piel. Sin darse cuenta la calentura fue incrementándose en su interior y solo se percató de su estado cuando al pasar sus dedos por uno de sus pezones se lo encontró duro y sensible.
Asustada por lo excitada que estaba sin motivo, se aclaró y salió de la ducha. Ya de vuelta en su habitación y mientras elegía el vestido que ponerse, se fue tranquilizando y por eso al salir hacia el restaurante, volvía a ser la mujer segura y exitosa de la que estaba tan orgullosa.
Las miradas y los cuchicheos que despertó a su paso, solo confirmaron su autoestima y por eso cuando se sentó en la mesa y un grupo de señoras vinieron por sus autógrafos, las recibió con una sonrisa y pacientemente les fue regalando una foto firmada que tenía en su bolso:
«Me debo a mi público»
Una vez acabada esa rutinaria función publicitaria, llamó al mesero y le pidió un café con una tostada. En su fuero interno hubiese deseado saciar su apetito con un par de huevos y unos chilaquiles pero haciendo un esfuerzo, se dijo:
«Para ser bella hay que sufrir», y mojando sus ganas en el café, terminó ese frugal almuerzo sintiendo más hambre que antes de empezar.
Al salir nuevamente tuvo que firmar un par de fotos pero en contra de la vez anterior, lo hizo con desgana. Todos los días le pasaba lo mismo, se ponía de mal humor por no poder saciar a su estómago para que la grasa no se le acumulara en el trasero.
Molesta por la dureza de su régimen, salió a la calle y se puso a pasear por ese enorme parque. Siempre que recorría los caminos empedrados del Central Park, no podía dejar de sorprenderse del número de personas que todas las mañana hacía ejercicio por sus veredas…
Mientras eso ocurría, a pocas millas de allí, Ivanna se había despertado, había levantado a sus hijos y les había acompañado a desayunar como tantas madres en este mundo. Daba igual que fuera una rica heredera, propietaria de muchas empresas y con una marca de joyería con su nombre, en cuanto se había quedado embarazada del primero decidió que por nada del mundo permitiría que una nana se ocupara de su retoño.
Todavía recordaba con dolor su infancia donde ante la ausencia de sus padres habían sido unas criadas las que realmente se habían ocupado de ella.
“Con mis hijos, eso un nunca ocurrirá”, se dijo ese día y aunque sus ritmo de trabajo a veces lo hacía imposible, cuando estaba en la gran manzana era ella quien se ocupaba de llevarlos al colegio.
Por eso en cuanto se terminó de vestir y se echó unas gotas de Rosa de Alejandría en su cuello, agarró su maletín y metiéndose en la limusina, esperó a que los niños se subieran para pedirle al chofer que los llevara. Ya de camino a la escuela, como era habitual en ella, se puso a repasar su agenda y con desagrado, cayó en la cuenta que tenía un evento promocional en la quinta avenida, muy cerca del Central Park.
« ¡Qué pesadez!», mentalmente se lamentó sin que de sus labios saliera una queja no fuera a ser que la oyeran y sus hijos pensaran que a mamá no le apetecía trabajar.
Ser Ivanna Truly tenía sus deberes y desde bien cría, su padre se lo había dejado claro:
-Eres una figura pública y millones de ojos te vigilaran esperando tu tropiezo.
Por nada del mundo pondría en peligro el buen nombre de su familia, al contrario de lo que hacían algunas de otras herederas de emporios aún más grande que el suyo. Ella era y sería siempre, un ejemplo para los neoyorkinos. Y si alguna vez decidía permitirse un flaqueo, lo haría en su casa fuera de los focos de la prensa.
Dos horas más tarde y habiendo cumplido con sus compromisos profesionales, Ivanna decidió tomar un café en la tienda de Ralph Lauren aprovechando que estaba cerca. Por eso tras avisar a su equipo de seguridad , se bajó de su automóvil y entró en el local. Como siempre se vio asediada por los fans y tuvo que ser uno de sus guardaespaldas quien le abriera pasillo hasta la cafetería.
Una vez allí, observó con disgusto que todas las mesas estaban ocupadas y ya se iba cuando de pronto oyó a su espalda que alguien la llamaba. Al darse la vuelta, descubrió que era una locutora de la televisión mexicana que hacía dos meses le había hecho una entrevista y sabiendo que debía mantener buenas relaciones con la prensa, decidió acercarse a ver que quería.
-¿Te apetece acompañarme? Estaba a punto de pedirme un café.
Aunque no le apetecía mucho la idea, recordó que esa rubia le había caído simpática y por eso accedió a compartir con ella la mesa. Como en México la plática de esa mujer resultó entretenida y hablando de moda y de diseño se les pasaron las horas hasta que recibió una llamada de su marido preguntando donde estaba. Al comentarla que estaba tomando un café en ese local, Harry le dijo que estaba enfrente y que le esperara allí.
No habían pasado diez minutos cuando apareció por la puerta mirando hacia el local en busca de Ivanna. Al encontrarla en una esquina se acercó hasta ellas y con una sonrisa en su rostro preguntó sin darle antes el beso con el que tenía acostumbrada a su mujer:
-¿No me vas a presentar a tu amiga?
La rica heredera antes de responder se percató que su hombre estaba devorando con la mirada a la mexicana, por eso de muy mala gana, se la presentó diciendo:
-Sara te presento a mi marido.
La locutora que lo había reconocido de las revista, se levantó para saludarle de un beso con tan mala fortuna que tropezó con el bolso de Ivanna y solo la ayuda de Harry evitó que cayera de bruces al suelo.
«Esta zorra lo ha hecho a propósito», pensó su mujer molesta de que Harry al hacerlo, la cogiera de la cintura.
Sara por su parte, se puso colorada al percatarse que se había excitado al notar los músculos de los brazos de su salvador y por eso sentándose de inmediato, no notó que un botón de su blusa se le había desabrochado.
Semejante exhibición involuntariamente despertó el interés del tipo y recreándose en el sugerente canalillo de la mexicana, saludó con la mano a su mujer.
«¿De qué va? ¿No se da cuenta que estoy presente?», exclamó mentalmente su esposa ya francamente cabreada.
Como el don Juan que había sido antes de conocer a Ivanna, Harry comenzó a charlar con la mexicana sin dejar de mirar su escote y mientras a su lado, la ira de su mujer iba tornándose cada vez mayor. Decidida a darle una lección, llamó al camarero y mientras este llegaba, se desabotonó su blusa sabiendo que esa mañana no se había puesto sujetador.
« Ahora verá», se dijo y justo cuando el empleado llegó con la bandeja, se echó hacia adelante dejando al descubierto sus pechos.
El pobre sujeto no se esperaba tal exhibición y poniéndose nervioso derramó las bebidas sobre la rica heredera sin que su marido se enterara del motivo de tal torpeza.
-Señora, lo siento.
Asustado hasta la médula el latino, intentó secar el estropicio con un trapo pero solo consiguió manosear los senos de la rubia que enfadada, se levantó y pidió a su marido que la acompañara fuera.
Harry que estaba embelesado con la rubia locutora y que quería hablarla de sus planes de lanzar una cadena de televisión para hispanos, sin pensárselo bien y antes de acompañar a su mujer, la invitó a cenar esa noche en el edificio Truly.
-¿A qué hora?- contestó la mexicana.
El gringo que no se había fijado en la cara de cabreo de su mujer, contestó:
-A las ocho y media.
Tras lo cual, se despidió y juntos salieron hasta la limusina que les esperaba en la calle.
Ya en el coche, Ivanna estaba que se subía por las paredes mientras Harry ajeno a lo que su esposa estaba sintiendo, no paraba de hablar de la locutora. Lo peor para la heredera fue cuando sin mala intención le preguntó que le parecía contratar a esa monada para que fuera la cara bonita del canal:
-Piénsalo, Sara es muy popular en México y podremos aprovechar su popularidad para crecer como la espuma entre los inmigrantes.
Celosa hasta decir basta, Ivanna no pudo más que reconocer que era una buena idea mientras en su interior planeaba su venganza.
«Esa putita y este patán sabrán que no es bueno tenerme de enemiga», masculló entre dientes en la soledad de su cuarto de baño mientras se preparaba para la cena.
Al salir y entrar en su cuarto, como quien deja caer la cosa, dijo a su marido:
-Harry, prefiero cenar en casa. Porque no llamas a Sara y le dices que un chofer pasará a recogerla.
El bobo no vio la encerrona que suponía el hecho de recibirla en casa lejos de las miradas de terceros y creyendo en la buena fé de su mujer, cogió su teléfono y llamó a la rubia a su hotel. La locutora al enterarse que cenaría en la mansión de ese matrimonio, vio la oportunidad de comentar a su vuelta a México que era de las pocas compatriotas que había tenido ese honor y por eso, con tono meloso, aceptó de inmediato.
Ivanna no pudo más que sonreír discretamente al saber que esa guarrilla no saldría indemne de la cena, tras lo cual eligiendo sus mejores galas, esperó su llegada.
A cinco kilómetros, Sara estaba desesperada porque la ropa que había traído del DF no era lo suficientemente elegante y por eso, cogiendo su bolso se lanzó escaleras abajo en busca de alguna boutique donde comprar algo acorde.
La suerte le acompañó porque en el hall encontró una todavía abierta y sin pensárselo dos veces, llegó a la dependienta y le dijo:
-Necesito algo sexy y elegante.
La encargada dudó unos instantes y sacando un vestido de su percha se lo dio diciendo:
-Pruébeselo, le aseguro que con él su pareja caerá entre sus brazos.
Aunque el color vino no era uno de sus favoritos, la locutora confió en el buen gusto de la mujer y pasando a un probador, se lo puso. Al mirarse en el espejo, le gustó la imagen que se reflejaba porque el escote en forma de corazón de ese traje maximizaba la belleza de sus pechos sin resultar vulgar. El único problema era que al mirar que apenas le llegaba a medio muslo, pensó que quizás era demasiado atrevido pero al girarse y comprobar el trasero que le hacía, decidió quedárselo….
La mansión Truly.
La limusina llegó puntualmente a la cita y no queriendo llegar tarde Sara se introdujo en su interior. Ya acomodada en el asiento, no pudo más que admirar la elegancia que transpiraba todo el vehículo y deseó que algún día ella también tuviera el dinero suficiente para ser la propietaria de uno y recordando que ambos componentes del matrimonio que iba a ver estaban forrados, muerta de risa pensó:
-Como se apendeje esa rubia, le vuelo a su marido.
Aunque en ese momento no lo pensaba en serio cuando el coche entró en el jardín de esa mansión y sabiendo que el tal Harry se la había regalado a su esposa como regalo de boda, se tuvo que morder los labios para no gritar:
¡YO LO QUIERO!
Si el jardín era espectacular, la casa lo era aún más. No solo era enorme, era francamente impresionante. En su imaginación ya era ella la dueña de todo cuando la verdadera propietaria rompió su encanto esperándola encima de las escaleras.
Embutida en un traje de seda rojo sangre estaba sublime. Era tanta la clase y belleza de la mujer que comparándose con ella, se vio en desventaja. El colmo fue cuando subiendo hasta ella, Ivanna la recibió con una sonrisa diciendo:
-Bienvenida a mi territorio.
Sara se percató del reto velado con la que esa mujer la saludó pero no queriendo enturbiar desde el inicio la velada, se quedó callada y respondió con un beso en su mejilla diciendo:
-Es un honor.
Al contrario que su mujer, Harry se mostró cordial en exceso y dándole un abrazo, dejó que su mano por un segundo recorriera el trasero de la mexicana. Esa rápida caricia provocó que sus pezones se pusieran duros de inmediato e Ivanna al descubrirlo pensó que esa zorrita iba a por su marido:
« No tardará en arrepentirse», pensó mientras entraban al salón donde tenía preparado el aperitivo.
Una vez dentro, le molestó ver que su marido agarraba a la mexicana de la cintura mientras le enseñaba orgulloso los diferentes reconocimientos que había conseguido su mujer pero la gota que hizo explotar a la rubia heredera fue a su rival diciendo:
– ¿Y cuál de ellos no ha comprado?
– ¡No he comprado ninguno! ¡Son gracias a mi esfuerzo!- gritó enfrentándose cara a cara con ella.
Sara disfrutando de esa pequeña victoria, soltó una carcajada diciendo:
-Era broma. ¡No te enfades que se te hacen arrugas!
Instintivamente, Ivanna sacó un espejo de su bolso y miró su rostro sin darse cuenta que eso era exactamente lo que quería esa arpía. La certeza de su derrota llegó de la forma más cruel que no fue otra que oír a Harry reírse con la ocurrencia.
« ¡Ella se lo ha buscado! ¡Pienso humillarla tanto que tenga que volver con el rabo entre las piernas a su subdesarrollado país!», sentenció mentalmente mientras pedía al mayordomo que abriera una botella de su mejor chardonney.
Con ganas de saltarla al cuello, la heredera tuvo que aguantar durante el aperitivo que su marido propusiera a la locutora el hacerse cargo de los informativos de la nueva cadena y que Sara haciéndose de rogar, le contestara que tenía que pensárselo.
« ¡Será puta! ¿Qué tiene que pensar? ¡Si es una muerta de hambre!», cada vez más cabreada, pensó para sí.
Harry, que no había advertido ni el cabreo de su mujer ni que era una pose la actitud de la mexicana para negociar mejor, se desvivió para convencer esa rubia a base de halagos, piropos y demás galanteos.
Celosa y humillada, cuando el servicio le avisó que la cena estaba lista, decidió pasar al ataque y disimulando ya en la mesa, entabló una cordial conversación con esa mujer mientras esperaba la oportunidad de devolver multiplicados sus desplantes. Aunque Sara se percató de ese cambio pero no dijo nada sino como le había enseñado una estructura como televisa, decidió esperar con las uñas preparadas el siguiente ataque.
En cambio, Harry con los ánimos insuflados al ser el objeto de atención de esas dos bellezas y sin dejar de coquetear con ninguna, se relajó y siguió bebiendo a un ritmo pausado pero constante de forma que las dos primeras botellas cayeron antes de que terminaran el segundo plato.
Al pedir la tercera, el mayordomo se disculpó con su señora diciendo:
-Se nos han acabado aquí arriba. ¿Me puede dar la llave de la bodega y subo otras dos más?
Aunque le molestó esa falta de previsión, vio en ella la oportunidad que estaba buscando y dirigiéndose con voz melosa a su marido, dijo:
-Cariño, sabes lo poco que me gusta que entren donde guardo mi colección de vinos, ¿Te importaría bajar tú?
Ya con la voz tomada, Harry no puso inconveniente y pidiendo perdón dejó a las dos rivales solas, una frente a la otra mirándose a los ojos.
Se podía cortar con un cuchillo el ambiente. Las dos divas sabían que se avecinaba un duelo del que solo una de ellas saldría triunfante mientras la perdedora se sentiría humillada de por vida. Retándose en silencio, durante unos interminables segundos amabas mujeres fueron midiendo sus fuerzas con la mirada, intentando que la otra se sintiera intimidada.
Como anfitriona, Ivanna decidió que ella debía de iniciar las hostilidades y por eso con tono suave para que no la oyeran desde la cocina, dijo a su rival:
-Mira zorrita, sé lo que pretendes…
Con una sonrisa cargada de desprecio, la mexicana la interrumpió diciendo:
-No tienes ni idea.
Elevando su tono, la norteamericana contestó:
-¿Crees que con tu vulgar coquetería me puedes quitar a mi marido? ¡Te falta clase y estilo!
La locutora soltó una carcajada y retando directamente a su rival, con voz baja, contestó:
-No te engañes, frente a mí, solo tu dinero me hace sombra. Si no fuera por él, Harry sería un cachorrito en mis manos.
La mención a su riqueza fue el detonante de la ira de Ivanna que sin medir las consecuencias, espetó:
-¡Soy mucho más mujer que tú!- y producto de su enfado, llevando las manos hasta sus pechos, le soltó: -Te apuesto un millón de dólares y mi marido a que pudiendo elegir, Harry me prefiere a mí.
Muerta de risa, Sara contestó:
-¿Y si pierdo?
-Renuncias al puesto que te ofrece y te vas como la ilegal que eres derechita a la frontera y desapareces de nuestras vidas.
-Aceptó- contestó tras pensarlo unos segundos al percatarse que en el peor de los casos, se quedaba como hasta ahora y disfrutando de antemano, preguntó: -¿Cómo quieres hacerlo? ¿Cómo piensas darle libertad para elegir entre nosotras? No sería un duelo justo si tu marido cree que puede tener consecuencias el elegirme a mí.
¡Ivanna no había pensado en ello!
El contrato prenupcial que su padre le había obligado a firmar era claro: Si Harry era infiel, ¡Perdería hasta la camisa! Tuvo que hacer un esfuerzo para evitar que en sus labios se dibujara una sonrisa y convencida que ese papel desnivelaría la balanza en caso de duda, mintió a su enemiga diciendo:
-Por eso no te preocupes. No somos tan pueblerinos como los mexicanos. Ya hemos hecho antes intercambios de pareja.
La locutora no la creyó pero el premio era tan inmenso que sabiendo que esa mujer llevaba las cartas marcadas, decidió asumir el riesgo al confiar en sus encantos. Aun así insistió:
-¿Cómo empezamos?
La heredera sin llegarse a creer lo tonta que era esa zorra, respondió:
-Después de la cena, tontearemos entre nosotras poniendo cachondo a Harry y cuando quiera unirse a la fiesta, le obligaremos a elegir a una. Con la que se vaya primero, ¡Habrá ganado!
Todavía estaban discutiendo los términos del acuerdo cuando hizo su aparición Harry con las botellas. Ajeno a la red que esas dos iban a tejer a su alrededor durante su ausencia en su mente se había imaginado un trio con ellas dos. Aunque sabía que en la universidad Ivanna había tenido un desliz lésbico con su compañera de cuarto, este no pasó de unos besos y un par de achuchones.
«¿Y si las emborracho?», se preguntó sin darse cuenta que era el alcohol que llevaba ingerido el que hablaba.
Tan caliente le había puesto la idea que decidió intentarlo. Por eso nada más volver al comedor, abrió la primera y rellenando las tres copas, brindó con ellas diciendo:
-Por el resultado de esta noche.
El iluso no supo reconocer el significado del brillo de los ojos de ambas mujeres al hacer dicho brindis y creyó que aunque pareciera imposible cabía la posibilidad que se cumpliera su deseo. Ese espejismo se vio reafirmado durante el resto de la cena al percatarse que su esposa no ponía peros ante el tonteo descarado de la extranjera.
« ¡Esta noche será memorable!», continuamente se decía mientras sin parar vaciaba las botellas una tras otra en las tres copas.
Incluso la tirantez que notó en un principio entre las damas había desaparecido y tanto Ivanna como Sara reían sin control cada una de sus sugerencias. Estaba tan envalentonado cuando ya habían acabado el postre, se le ocurrió decir:
-Os lleváis tan bien que parecéis novias.
Ese fue el momento que eligió su esposa para que diera inicio el enfrentamiento con la locutora y poniendo voz melosa mientras por encima de la mesa agarraba la mano de la mexicana, le respondió:
-¿Te gustaría?
El tono de su mujer incrementó sus esperanzas pero no sabiendo qué tipo de terreno pisaba, contestó:
-No estoy seguro.
Ivanna no pudo evitar soltar una carcajada al comprender la prudencia de su marido y despidiendo al servicio para que nadie fuera testigo, levantándose de la mesa fue hasta la rubia y dándole un beso en las comisuras de sus labios, miró a su marido diciendo:
-Vamos al salón. Ocúpate tú de las copas, mientras pongo música.
Harry no supo reaccionar al ver esa muestra de cariño y se quedó paralizado de pie junto a la mesa. Tuvo que ser Sara quien le sacara de ese estado: Pasando junto a él abrazada a su esposa, le soltó un suave azote en el culo mientras le decía:
-Date prisa, Don Juan. Tus mujeres tienen sed.
Nervioso ante la perspectiva de poseer a esas dos bellezas, el tipo sirvió una primera copa y se la bebió de golpe antes de poner las demás, de forma que cuando terminó en los altavoces ya sonaba un tango. Harry no tuvo tiempo de sentarse porque retirando los vasos, su mujer lo sacó a bailar.
Si ya eso fue una sorpresa mas lo fue notar que mientras bailaban su mujer pegó su pubis contra su sexo y sin importarle la presencia de la locutora empezaba a restregar su coño contra él.
« ¡No puedes ser!», exclamó mentalmente al notarlo y no queriendo excitarse antes de tiempo, intentó retirarse pero Ivanna se lo impidió llevando la mano hasta su trasero.
Sara mientras tanto se iba encabronando al saber que su rival estaba haciendo trampas y por eso, simulando una sonrisa, decidió unirse a la pareja.
«Esta puta estirada no sabe quién soy yo» y cogiendo una mano del marido, se la colocó en su trasero mientras abrazaba a los dos.
La heredera sonrió al ver la burda maniobra de la mexicana e imitándola llevó la otra a sus nalgas, pensando:
«Menudo error ha cometido, Harry se dará cuenta que el mío es mejor», sin saber que en ese momento, su marido estaba disfrutando de ambos por igual.
Al bailar el tango, obligó a su pesar que las dos enemigas pegaran sus pechos una contra la otra y aprovechándolo, Sara murmuró en el oído de la otra:
-Estás plana. ¡Pareces un hombre!
Que menospreciara sus senos, indignó a Ivanna que queriendo darle una lección usó un requiebro para propinarle un pellizco en mitad de una teta.
-¡Me has hecho daño! ¡Puta!- recriminó a su agresora en la siguiente vuelta y no queriendo ser menos, agarró entre sus dedos una de las areolas de la heredera y apretó.
Mientras ese duelo ocurría, el marido no se enteraba de nada al ir alternando de una a la otra con su pene completamente erecto, bastante tenía el pobre sujeto con disimular el bulto de su entrepierna.
El que esa locutora de tres al cuarto le hubiese devuelto la agresión sacó de sus casillas a Ivanna y queriendo castigar su osadía, desgarró la camisa de su rival dejando al descubierto sus pechos.
-No estás mal dotada- reconoció al comprobar lo que escondía esa mujer.
La mexicana ni siquiera hizo el intento de ocultarlos y disimulando su cabreo, bajó los tirantes de su agresora liberando su delantera.
Al ver supuesto don Juan a las dos mujeres semi desnudas, creyó que era un juego y aplaudiendo se sentó con su copa en el sofá, diciendo:
-Estáis preciosas haciendo que estáis cabreadas. ¡Bailad para mí las dos juntitas!
Ya bastante borracho, no se percató de la mirada asesina que le dirigió su mujer ni tampoco que cuando obedeció cogiendo a Sara entre sus brazos, le dijo al oído:
-No sé qué ven tantos millones de mexicanos en ti. Para no tener no tienes ni nalgas.
Muerta de risa, al notar la impotencia de la heredera, la mexicana agarró con sus manos el trasero de Ivanna y pegándole un buen magreo, respondió:
-Debería hacer más ejercicio, tienes el culo caído.
Aunque ese insulto hizo mella en la heredera, mas vergüenza le provocó sentir un pinchazo en su entrepierna producto de ese toqueteo y rechazando ese pensamiento, tomando la iniciativa quiso jalar de los vellos púbicos de su enemiga con tan mala suerte que sus dedos lo único que se encontraron fue con un sexo totalmente depilado. Recuperada de la sorpresa y no queriendo perder la oportunidad de humillarla, murmuró uniendo sus cabezas mientras metía una de sus yemas entre esos pliegues:
-No me imaginaba que una mojada tuviese el buen gusto de no parecer un mono.
Sara abrió los ojos al notar la agresión pero pensando que si el marido veía a su mujer metiéndole mano se iba a excitar con la idea de poseerla él también, no tardó en separar sus rodillas y enfrentándose a la otra rubia, dijo:
-¿Te calentaste? ¡Putilla!- y muerta de risa, le soltó: -Creo que no tardaré en tenerte a mis pies.
Las palabras de la locutora recordaron a Ivanna lo que se jugaba y por eso respondió:
-Te equivocas. Eres tú la que no tardará en berrear como una puta ante mí. Le demostraré a Harry que soy mucha más mujer que tú- mientras aprovechaba para acariciar con sus yemas el clítoris de su enemiga.
Tal era el cabreo de las dos que ninguna se percató que el objeto de su enfrentamiento se había quedado dormido en el sofá y que ocurriera lo que ocurriese, iba a dar igual.
Sara no se esperaba esa reacción pero no le costó comprender las intenciones de esa arpía y mientras notaba que no era indiferente a la forma en que la estaba masturbando, decidió cambiar de estrategia y fingiendo una calentura que todavía no tenía, llevó sus labios a los de su rival mientras pensaba:
«Si crees que me vas a poner bruta, estás confundida».
Al sentir el beso, Ivanna creyó iba camino a la victoria y que esa rubia no tardaría en correrse. Por ello, forzó la boca de su rival con su lengua mientras seguía torturando su botón. La locutora dejó que la heredera jugueteara un rato en el interior de su boca antes de llevar una de sus manos hasta el pecho de la otra acariciándolo y al encontrar su pezón erecto, vio la oportunidad de devolverle la calentura que ya se acumulaba en su entrepierna. Decidida a no dejarse vencer, la fue besando por el cuello con la intención de apoderarse de ese rosado trofeo. Al llegar a su meta, lamió esa maravilla antes de mordisquearla suavemente.
En cuanto la americana sintió la acción de los dientes de la otra, no pudo reprimir un gemido mitad placer mitad vergüenza por saber que lo había provocado una mujer y encima mexicana. Con la respiración entrecortada, Ivanna se sintió indefensa y por eso buscó con la mirada el apoyo de su marido. Pero desgraciadamente, descubrió pasmada que Harry se había quedado dormido con su pene en una mano y su copa en la otra.
« ¡Está K.O.!» exclamó mentalmente al percatarse que producto del alcohol estaba inconsciente.
Ese descubrimiento curiosamente la tranquilizó al saber que no iba a perder la apuesta pero también porque él no sería testigo de su calentura. La situación la había puesto cachonda y sin el riesgo de romper su matrimonio decidió aprovechar la apuesta para experimentar por primera vez que se sentía al estar con una mujer. Para evitar que Sara conociera el estado de su esposo y diera por cancelada la apuesta, la giró de forma que este quedara a su espalda.
Ya segura que la locutora no se iba a percatar que el tipo había caído en los brazos de Morfeo, ofreció a su rival sus pechos como ofrenda, esperando que cayendo en su juego los tomara nuevamente entre sus labios mientras incrementaba las caricias de sus dedos sobre el ya erecto botón de la mujer.
“Me estoy poniendo cachonda”, muy a su pesar reconoció la hispana al sentir que un calambrazo recorría su cuerpo al ritmo con el que esa zorra la estaba pajeando.
No queriendo perder la iniciativa, Sara cogió uno de los pezones de la heredera entre sus dientes y pegándole un suave mordisco, buscó que su enemiga se contagiara de la misma calentura que ya la atormentaba. El gemido de placer que brotó de su garganta le dio los ánimos suficientes para atreverse a aprovechar la ventaja para obligar a esa mujer a rebajarse a lamerle los pechos.
Ivanna azuzada por una lujuria que hacía años que no sentía se lanzó como una posesa a chupar los duros senos de la mexicana, olvidando por primera vez el verdadero objetivo de ese duelo. Las rosadas areolas de la rubia al recibir esas atenciones obviaron que eran producidas por otra mujer y traicionando a su dueña, reaccionaron con una celeridad tal que la hizo boquear y reconocer en voz alta:
-Sigue puta. ¡Me encanta!
La heredera vio en esa súbita debilidad una oportunidad de dejar zanjada quien era más mujer y disfrutando de los aullidos de placer de su contendiente, incrementó la velocidad con la que su lengua recorría los pezones de la hispana. Lo que no se esperaba la nacida en los Unites fue que en ese momento, Sara dejara caer sobre una de sus nalgas un sonoro azote.
Al sentirlo lejos de indignarse, se notó azuzada en su lujuria y antes que se diera cuenta se vio desgarrando lo poco que le quedaba de la ropa a su rival. Con Sara únicamente portando un coqueto tanga se tomó un segundo para valorar el cuerpazo que tenía su rival, antes de sufrir su carísimo traje el mismo destino.
-Me costó diez mil dólares- protestó al ver hecho trizas ese exclusivo modelo y llevando sus dedos al tirante que unía el encaje del escueto calzoncito de la hispana, echa una furia lo rasgó dejando totalmente en cueros a su enemiga.
La locutora al verse desnuda no quiso darle esa ventaja a su oponente y aprovechando un descuido usando una llave de judo, la tumbó contra su voluntad sobre la costosa alfombra persa y tirándose sobre ella, la despojó de la blanca braguita que todavía lucía sobre su sexo. Al hacerlo, las yemas de la mexicana rozaron los pliegues de la americana descubriendo que esa zorra estaba al menos tan cachonda como ella. Viendo que Ivanna todavía no se había repuesto de la sorpresa, decidió aprovechar esa revelación para obligarle a separar sus rodillas mientras ella hundía la cara entre las piernas de su indefensa víctima.
“¿Qué estoy haciendo?”, recapacitó durante un instante al saborear el fruto prohibido que la gringa escondía entre sus piernas.
Alucinada y sorprendida por igual, tuvo que reconocer que el aroma agridulce que manaba del pubis de esa mujer le estaba trastornando e incapaz de contenerse, recogió entre sus dientes el ya erecto clítoris que el destino había puesto en su camino y con un celo enfermizo, se puso a disfrutar de su sabor mientras escuchaba los gemidos con la satisfacción de un depredador.
“Esta puta no va a tardar en correrse”, pensó pasando por alto que su propio cuerpo se estaba viendo afectado en demasía con el roce de la tersa piel de su oponente.
En ese instante, Ivanna estaba aterrorizada no solo porque estaba gozando como nunca sino porque veía cercana su derrota. Sacando fuerzas de la desesperación, consiguió despejar su mente y retomando la iniciativa, introdujo dos yemas dentro del coño de su agresora mientras ésta continuaba asolando sus defensas a bases de lengüetazos. La humedad que empapó sus dedos y el aullido de placer que oyó al penetrarla le dieron nuevos ánimos y con toda la celeridad que pudo comenzó a pajearla sin saber si llegaría a tiempo.
“¡Aguanta nena!”, se dijo, “¡No debes perder!
Por su parte la mexicana, que ya se creía ganadora, al experimentar las uñas de la americana entrando y saliendo del interior de su sexo, palideció al sentir un placentero escalofrió que surgía de sus entrañas.
“¡Un minuto más!”, pidió a su cuerpo que esperara y recordando que ella misma se volvía loca cuando se acercaba el clímax y le mordían el clítoris, cerró sus dientes sobre el hinchado botón de la mujer.
Ese mordisco fue una carga de profundidad en la mente de la heredera que desesperada empezó a azotar el culo de sus rival en un postrero intento de evitar el orgasmo.
“¡No aguanto más!”, lloró en silencio al notar el latigazo de placer que recorría su cuerpo y ya derrotada se dejó llevar por las explosivas sensaciones sin darse cuenta que al mismo tiempo que ella se corría, la arpía que tenía entre las piernas hacía lo mismo quizás con mayor énfasis.
Los gritos de ambas retumbaron en las paredes del salón al ritmo que sus cuerpos convulsionaban sobre la alfombra mientras el objeto de la apuesta roncaba su borrachera ajeno al resultado. Sin saber a ciencia cierta quien había ganado y quien había perdido, las dos mujeres disfrutaron de la belleza de Lesbos olvidando temporalmente sus desavenencias.
Sus labios sellaron una paz momentánea dejando que sus lenguas juguetearan en la boca de su rival mientras sus cuerpos se volvían a entrelazar en una danza tan ancestral como prohibida. Una vez liberadas de sus prejuicios, Ivanna y Sara se vieron inmersas en un prolongado gozo del que solo salieron cuando escucharon que Harry soltaba la copa que todavía mantenía en su mano.
Muertas de risa, unieron sus bocas con renovado ardor durante unos segundos hasta que con una sonrisa la americana susurró en el oído de su rival:
-Zorra, te he ganado.
Lejos de ofenderse, la locutora soltó una carcajada diciendo:
-Eso es mentira, ¡has sido tú la primera en correrse!
De buen humor ambas discutieron durante un rato de quien era la victoria mientras no se dejaban de acariciar y viendo que no llegaban a un acuerdo, entornando los ojos, Sara propuso a su rival:
-La noche es larga. Veamos quien consigue mas orgasmos de la otra.
Ivanna, ayudando a la mexicana a levantarse del suelo, contestó mientras pasaba su brazo por la cintura de la otra mujer:
-Acepto aunque solo sea para demostrarte que eres una zorra y tengas que volver a tu país con la cola entre las piernas.
Luciendo una sonrisa de oreja a oreja, la aludida le respondió:
-Puta, serás tú la que pierda y el puesto será mío.
Ya estaban saliendo del salón rumbo a la habitación cuando volteándose la invitada miró al despojo de hombre que yacía alcoholizado sobre el sofá y riendo preguntó a su rival:
-¿Qué hacemos con tu marido?
-Déjale durmiendo, ¡esto es entre tú y yo!….
Running
Las primeras oleadas de buen tiempo comenzaban a hacer presencia en mi ciudad, señal de que debía comenzar a poner en marcha mi particular operación bikini. Al contrario que en otros años opté por ir a correr al parque en vez de apuntarme a un gimnasio. Estaba cansada de los moscones habituales de esos centros, y preferí practicar running al aire libre.
Por suerte en mi ciudad existe un parque bastante bien equipado para estos menesteres, al que acude gran cantidad de gente dispuesta a practicar y entrenar sus deportes favoritos al aire libre. Además, al estar relativamente cerca de una universidad, es habitual ver entrenar a mucha gente y numerosos equipos de muy diversas modalidades.
Sin duda el escenario ideal para mis pretensiones, puesto que además de ponerme en forma, me gustaba ver hombres correr en sus pantaloncitos cortos y ropa deportiva. Si hay algo que me pone es un tío enfundado en sus mallas marcando un buen paquete. A veces no puedo evitar fijarme en cómo se desplazan sus miembros de un lado a otro dentro de sus mallas. Es algo hipnótico para mi. Para colmo, esta clase de hombres suelen cuidar sus cuerpos, y cada uno en su estilo tienen su puntito que me pone.
Supongo que a ellos les pasará lo mismo, por eso me compré alguna que otra malla bien ceñida a mi cuerpo, pantaloncitos cortos, junto con camisetas ajustadas en la parte superior que resaltasen mis pechos. Ya os imagináis como os digo.
Recuerdo cuando me probé las prendas deportivas frente al espejo que me hicieron sentir divina. Incluso llegaban a marcarse algo mis labios vaginales a través de las apretadísimas mallas. Sabía que más de uno se fijaría en esa parte de mi cuerpo a la menor oportunidad, y sólo la idea de andar provocando al personal de esa manera hacía que comenzase a mojar mis bragas.
Para los que no me conozcan decir que me llamo Sara, tengo treinta y un años, y estoy felizmente casada desde hace varios años con mi marido. Tenemos un niño en común al que adoro por encima de todas las cosas en este mundo, sin duda es lo mejor que me ha dado mi querido esposo, con el que últimamente nuestras relaciones sexuales son más bien escasas. Él se mata a trabajar para que lleguemos a final de mes, viaja mucho, y cuando regresa a casa dice estar muy cansado. Yo en cambio me considero una mujer muy “curiosa” sexualmente hablando, y a veces no encuentro en mi marido lo que deseo.
Si quieres, puedes saber más sobre mí si consultas mi blog, allí hay colgada alguna foto mía, espero que te guste:
saragozaxxx.blogspot.com.es
A lo que íbamos…
Recuerdo la primera tarde que acudí al citado parque. Como estaba algo lejos de mi casa decidí desplazarme en coche, de esta forma podía dejar en el interior del auto todo aquello que no me fuese imprescindible para hacer ejercicio, y tan solo debía guardar la llave del coche en el bolsillito del interior de mis mallas. Como digo no tenía que llevar objetos innecesarios salvo el móvil que amarraba a mi antebrazo y los cascos para escuchar música mientras corría.
Me lo tomé como una primera toma de contacto, no quise forzar la máquina y me propuse disfrutar de las sensaciones y del esfuerzo. Incluso me bajé una aplicación para el móvil que te decía los kilómetros recorridos, la velocidad media, las pulsaciones, las calorías gastadas…, vamos que estaba como una niña con juguete nuevo.
Reconozco que me costaba respirar y encontrar el ritmo al principio, pues estaba algo desentrenada de un largo invierno sedentaria en casa. Aún así las primeras sensaciones fueron muy agradables. Podía notar las miraditas de cuantos hombres me cruzaba en mi camino, e incluso podía sentir algunos que otros ojos como si los tuviese clavados en mi culo. Me hizo gracia, y debo reconocer que todo ayudaba a continuar y esforzarme un poco más.
Tras la primera ronda al parque, unos veinte minutos corriendo a una media de diez kilómetros por hora según el móvil, pude ver que había un par de zonas habilitadas con aparatos como si de un gimnasio se tratase. Había espalderas, bancos para hacer abdominales, bicicletas estáticas, bancos de pesas, máquinas de remo,…etc., y sobre todo elípticas.
Siempre me han gustado mucho las elípticas, pues además de modelar mis piernas realzan mis glúteos. Así que decidí probar con esta máquina, una sesión de otros veinte minutos y luego vuelta a realizar otra tanda de running antes de retirarme a casa. Para primer día no estaba nada mal, total una horita de entreno.
Al día siguiente me dolía todo, pero no estaba dispuesta a renunciar. Esos días hacía buen tiempo para la fecha del año en la que nos encontrábamos y quería aprovecharlos al máximo. Además, al igual que el día anterior no quería perder la oportunidad de recrearme la vista contemplando a una treintena de machos atléticos sudados y marcando paquetorros en sus mallas. ¡¡Hay que ver cómo me ponen!!.
Los primeros días parecía un partido de tenis, que si mira ese que paquete marca, que si mira el otro que piernas mas peludas en sus pantaloncitos cortos, que si mira ese el ritmo que lleva, debe follar como los conejos,… y cientos de pensamientos semejantes que abordaban mi mente con mi marido lejos de casa mientras corría por el parque.
De nuevo regresé a casa con la satisfacción de saber que conservar y lucir tipo bien merece un esfuerzo para el cuerpo y un regocijo para la vista.
Con el paso de las tardes me dí cuenta que la mejor hora sin duda para satisfacer mis expectativas era al final de la tarde, justo antes del anochecer. Era cuando más machos aparecían sudando en la misma calzada que yo, moviendo sus paquetes de un lado a otro al ritmo de sus piernas. Supongo que por qué era la hora en que terminaban de salir de sus trabajos, de las oficinas, o de las clases en la universidad en el caso de los más jóvenes.
Recuerdo una tarde en la que sin darme cuenta pasé corriendo al lado de un grupo de muchachos que al parecer entrenaban a rugby.
.-“Que no me entere yo que ese culito pasa hambre” gritó uno de ellos mientras se giraba al verme cuando pasé al lado suyo.
“Si tú supieras” pensé yo nada más oírlo.
Me pareció algo vulgar y a la vez muy halagador, la situación más parecía propia de un obrero de la construcción que de un universitario. Me hizo pasar algo de vergüenza porque el resto del grupo se detuvo a contemplarme, pero aún con todo debo reconocer que le sentó muy bien a mi autoestima el piropo recibido.
Como estas se sucedieron alguna que otra anécdota más, que contribuían a que cada tarde saliese más contenta a correr. De hecho esperaba durante todo el día que llegase el momento de ir a hacer running con impaciencia. Creo que incluso llegué a obsesionarme con la idea.
Por otra parte cada día mejoraba mis tiempos y mi estado de forma. Pocos hombres podían seguirme el ritmo. En numerosas ocasiones pude adivinar como más de un gallito que otro trataba de seguirme a unos metros de distancia para disfrutar de la visión de mi culo, y a los que me encantaba dejar atrás para mayor de mi satisfacción.
Me decía a mi misma que aguantarían lo mismo follando que corriendo, y sentía cierto orgullo al descartarlos como amantes por su poco aguante.
El caso es que una tarde, mientras realizaba mi sesión diaria en la elíptica, no pude evitar fijarme en un hombre más o menos de mi edad, que comenzó a realizar ejercicios en las espalderas situadas prácticamente enfrente de la máquina en la que yo estaba.
Marcaba un paquete impresionante, sobretodo cada vez que doblaba las piernas haciendo sus ejercicios. Me quedé embobada como una tonta contemplando el bulto de su entrepierna. Además el tipo tenía un puntazo que estaba para hacerle un favor. Vestía como me ponen los tipos que salen a hacer deporte, con mallas y camiseta ceñida que le marcaban abdominales. Tampoco tenía pintas de ser el típico chulito de gimnasio, pero estaba claro que le gustaba cuidar de su cuerpo.
Estaba absorta en mis pensamientos cuando nuestras miradas se cruzaron un par de veces. Al principio no le dí mucha importancia, supuse que era normal que se fijase en mí. Pero con el paso del tiempo advertí que sus miradas eran tan insistentes como las mías. Yo no soy de las que reculan y continúe mirándolo descaradamente mientras él practicaba sus ejercicios y yo los míos.
La alarma del móvil sonó avisándome de que había concluido mi tiempo de preparación en la elíptica y que debía ponerme a correr otra vez según mi entrenamiento diario.
Me sonreí cuando advertí que aquel hombre al que no le faltaba atractivo dejaba sus ejercicios y se incorporaba a correr detrás de mí manteniendo cierta distancia.
Estaba claro que quería verme el culo. En esos momentos pensé:
.-“Tendrás que sudar para disfrutar de la visión de mi culo” y tratando de retarlo reconozco que aceleré cuanto pude el ritmo.
La gran mayoría de tipos se habrían quedado atrás hacia tiempo con el ritmo que me impuse, y sin embargo podía comprobar en cada curva, que mi eventual perseguidor se mantenía a la misma distancia detrás de mí. A los diecinueve minutos, el móvil comenzó a avisarme de que entraba en el último minuto de entreno, justo cuando iniciaba la mayor recta del circuito, así que decidí esprintar todo cuanto mis piernas daban de sí. Para mi sorpresa nada más acelerar el ritmo mi perseguidor comenzó a hacerlo también, incluso me pasó como una exhalación cuando yo me paré tratando de respirar totalmente exhausta por el esfuerzo.
Pude ver como se perdía en la distancia. Y tuve que reconocer que además de un buen paquete, el tipo tenía mucho más aguante que yo.
“Ese sí que debe follar bien” pensé al verlo alejarse en la distancia.
Al día siguiente sucedió prácticamente lo mismo que el día anterior, cuando llegó la hora de mi sesión en la elíptica, reconocí al mismo tipo de ayer que ya estaba realizando sus ejercicios, esta vez sobre el banco de abdominales. No supe que pensar, lo cierto es que no lo miré mucho. Tenía cierta vergüenza por haberlo mirado tan descaradamente el día anterior. No pensé que pudiéramos coincidir otras veces, tal vez me pasé. Al abandonar la tanda y comenzar a correr, de nuevo me siguió detrás a unos metros. Estaba desconcertada. ¿Qué se proponía?, pensaba mientras corría.
Esta vez decidí reducir el ritmo, lo lógico sería que me pasase, pero no fue así, el tipo continuaba detrás de mí todo el rato prácticamente a la misma distancia. Decidí correr a mi ritmo y no darle más importancia, pero lo cierto es que logró ponerme algo nerviosa, pues siempre me seguía manteniendo la distancia.
La escena se sucedió igual durante unos pocos días más. Al llegar a la zona de gimnasia él ya estaba allí como esperándome. No dejaba de mirarme. Llegué a la conclusión de que le gustaba y me esperaba intencionadamente. De alguna forma se convirtió en un pequeño admirador. Me costó un par de días atreverme a mirarle de nuevo a los ojos, pues he de decir que por primera vez en mucho tiempo me sentía intimidada por sus miradas. No suelo ser mujer que se amedentre en este tipo de situaciones, pero debo reconocer que aquel hombre me atrapaba con sus ojos. Por suerte la cosa no pasaba de miradas el uno al otro, y he de decir que enseguida fui yo también la que quise disfrutar de la visión del cuerpo de aquel tipo y de su llamativo paquete. Además con el paso de los días incluso me gustó exhibirme un poco para él. Se convirtió en una especie de juego para mí.
Así se sucedieron los días, todo transcurrió igual durante un par de semanas hasta que un día pude comprobar cómo se incorporaba a correr detrás de mí durante la primera sesión de running. Supongo que ya se habría percatado que no uso ropa interior bajo mis mallas. Ese día para mi asombro, tuve que contemplar como transcurridos los primeros veinte minutos del tiempo de correr, y llegado el momento de dirigirme hacia la zona de gimnasia, el tipo me adelantó en los últimos metros al sprint para llegar antes que yo a la elíptica. Se me quedó cara de boba contemplando incrédula como practicaba los ejercicios que me tocaba realizar a mí en su lugar sobre la máquina.
.-“Perdona, ¿vas a estar mucho tiempo?” le pregunté algo enfada por su actitud infantil cuando llegué a la máquina.
.-“Será un placer cedérselo, señorita” apuntilló con un particular acento sudamericano mientras descendía de la máquina para ofrecérmelo entre gestos de galantería.
Era la primera vez que intercambiábamos dos palabras y para nada me esperaba ese acento en su voz. Me quede francamente sorprendida. El tipo se puso a realizar sus ejercicios de abdominales mientras me devoraba de nuevo con la vista. Esta vez me fijaba en él tratando de adivinar su procedencia. No parecía ni cubano, ni argentino, ni mexicano por el acento. ¿Qué más acentos podía conocer?. No sabría muy bien precisar. Me fijé en su aspecto, su apariencia me despistaba, ¿de dónde podía ser con ese acento?.
El caso es que se me pasó el rato tratando de adivinar su misteriosa procedencia mientras nos observábamos mutuamente. Lo que no me sorprendió es que cuando transcurrieron los veinte minutos de mi entrenamiento en la máquina, se incorporase a la carrera unos metros detrás de mí como todos estos días atrás.
Yo me lo tomaba como un juego, aceleraba o aminoraba el ritmo a mi antojo, y él siempre permanecía detrás como un guardaespaldas. Sin quererlo ese día nuestra relación había dado un pequeño salto, pues a partir de entonces llegado el momento de la gimnasia siempre intercalábamos alguna que otra palabra.
.-“Buenas tardes” me decía al verme.
.-“Buenas tardes” le respondía sin mucha más conversación.
.-“Hoy hace buen día” otras veces me hablaba del tiempo.
.-“Si, más calor que ayer” le contestaba con pocas palabras.
Desde luego se mostró un tipo totalmente educado y correcto para conmigo en todas las ocasiones.
Así transcurrieron algunos días más sin mucho más que señalar. Aunque reconozco que cada vez pensaba más en él, incluso antes de salir de casa escogía mi ropa de deporte tratando de llamar su atención. Me miraba más en el espejo, y mimaba cada pequeño detalle tratando de captar las miradas de mi guardaespaldas particular. Nunca pensé en serle infiel a mi esposo, simplemente me gustaba coquetear y sentirme deseada. Una pequeña travesura y nada más. Hasta que un día…
Lo recuerdo perfectamente, amenazaba lluvia y viento cuando salí hacia el parque, la humedad ambiental hacía más difícil el piso y la visibilidad. Las inclemencias del tiempo no lograron aún con todo que desistiera de mi particular operación bikini y del esperado encuentro con mi admirador.
Al dar la primera vuelta al parque ya pude advertir que era menos gente que otros días los que practicaban sus deportes. Comenzaban a caer unas tímidas gotas de lluvia que hacían que la práctica del deporte al aire libre no fuese tan agradable.
Al llegar la hora en la zona de gimnasia no hubo sorpresas, y como todos los días seguía aguardándome mi particular guardaespaldas como yo lo llamaba. El caso es que al ser una zona de tierra y no asfaltada, debí llenarme la suela de las deportivas de barro. Cuando comencé a correr las sensaciones eran molestas y desagradables, por lo que ese día quise terminar cuanto antes. Así que recortaba cada esquina y el recorrido de mi vuelta. Al llegar a una zona de césped no fue menos y también quise acortar un poco el recorrido.
.-“Con esa rubia me iba a correr yo todos los días” escuché que gritaba el simpático tipo de otras ocasiones del equipo de rugby, con acento de recochineo en sus palabras, cuando pasé a su lado recortando recorrido.
Ese día no estaba de humor, y para mi desgracia me volteé con la intención de lanzarle una mirada intimidatoria al gracioso de turno, con tan mala suerte que entre el barro, el césped húmedo por la lluvia, y el mal giro, el destino quiso que resbalase y cayese al suelo provocando encima las risas estúpidas del resto del equipo que contemplaban la escena.
.-“La rubia ha caído rendida a tus encantos” escuché decir a otro gracioso.
Todo sucedió en un momento. Yo estaba airada y enfadada conmigo misma por haberme caído de forma tan torpe, pero sobretodo cabreada por haber hecho caso del estúpido comentario. Debía haberlo ignorado. Ahora estaba medio magullada en el suelo, pero sobretodo dolorida en mi orgullo por las risas que escuchaba.
.-“¿Estás bien?, ¿puedo ayudarte?” escuché el particular tono de voz de mi guardaespaldas que se ofreció a ayudarme a ponerme en pie. Sin duda había contemplado toda la escena al correr detrás mío.
.-“Gracias” dije mientras le daba la mano para incorporarme con su ayuda.
Al ponerme en pie pude darme cuenta que llevaba un raspón en la rodilla, mis mallas se habían roto en esa zona y además sangraba ligeramente. Para colmo al intentar andar me dolía el pie una barbaridad. Trataba de caminar pero me punzaba bastante en el tobillo cuando lo intentaba.
Mi guardaespaldas advirtió mi dolor al tratar de andar y me dijo:
.-“Calma, vayamos despacito hasta ese banco” dijo señalando un asiento de madera que había a unos metros al otro lado de la calzada. Me hizo indicaciones para que pasase mi brazo por encima de su hombro al mismo tiempo que él me cogía de la cintura y me ayudaba a caminar.
Yo en esos momentos solo podía pensar en el dolor que sufría cada vez que apoyaba mi pie. Con cierta dificultad logramos alcanzar el banco en el que pude sentarme a serenarme y calmar mis nervios.
.-“Gracias” le dije de nuevo al que apodaba de guardaespaldas mientras me sentaba en el banco.
.-“No hay de qué mujer” respondió de nuevo con su particular acento mientras se situaba con una rodilla postrada en el suelo delante de mis pies, y hacía el propósito de quitarme la deportiva del pie dolorido.
.-“¿Qué haces?” le pregunté al ver sus intenciones.
.-“Tranquila, soy fisioterapeuta” dijo tratando de transmitirme cierta confianza “déjame que le eche un vistazo, me temo que se te está inflamando el tobillo”. Yo contemplé sin ser capaz de reaccionar como me quitaba la deportiva y procedía a extraer también mi calcetín.
.-“Tienes unos píes muy bonitos” dijo nada más vérmelos.
Me desconcertó su comentario acerca de mis píes, pues estaban sudados e incluso algo malolientes. Ni tan siquiera me había pintado las uñas. Tras sus palabras mi guardaespaldas comenzó a mover a un lado y al otro el tobillo observando mis gestos de dolor al hacerlo.
.-“¿Te duele cuando hago esto?” me preguntó al tratar de mover de una forma concreta mi articulación.
.-“Si, bastante” dije realizando evidentes muecas de dolor que se reflejaban en mi rostro.
.-“En cambio dime que no te duele si hago esto otro” preguntó al tiempo que cambiaba el tipo de movimiento.
.-“No, así no tanto” dije algo más relajada.
.-“Me temo te has hecho una luxación en el maléolo, la cosa parece algo seria. Deberías ponerte hielo cuanto antes” pronosticó mirándome a los ojos desde su posición.
Yo no supe qué hacer ni que decir en esos momentos.
.-“Un esguince de tobillo” dijo tratando de aclarar los tecnicismos. Yo continuaba cariacontecida. El tipo en cambio me devolvía la mirada arrodillado a mis pies.
.-“Ohps” dijo incorporándose justo delante de mí “no me he presentado todavía, mi nombre es Rafael, pero puedes llamarme Rafa si lo prefieres”.
Juro que al quedar en pie justo delante mía mientras yo permanecía sentada en el banco, y a pesar de la situación, no pude fijarme en otra cosa que ese inmenso paquete bajo sus mallas a la altura prácticamente de mis ojos y a apenas unos centímetros de mi boca. Quedé como embobada a pesar del dolor.
Creo que él se dio cuenta de a donde se dirigía mi mirada.
.-“Si quieres puedo acercarte hasta dónde quieras” se ofreció caballerosamente interrumpiendo mi embelesamiento.
.-“Gracias, te lo agradezco, me duele muchísimo” dije tratando de ponerme en pie “tengo el coche aquí cerca” le dije señalando la dirección.
.-“Aún no me has dicho tu nombre” me preguntó una vez estuve incorporada.
.-“Perdona. Soy una desconsiderada. Mi nombre es Sara” dije acercándome a él para intercambiar los rigurosos besos de presentación.
.-“Encantado Sara” dijo al tiempo que me daba los dos besos para acto seguido agacharse a recoger mi zapatilla y mi calcetín. Se apresuró a meter éste dentro de la deportiva casi al mismo tiempo que me la entregaba en la mano.
Acepté que se hubiese agachado a recoger la zapatilla pues todavía estaba descalza de un pie en medio del parque.
Una vez le retiré mi deportiva, Rafael me levantó inesperadamente pasando un brazo por detrás de mis hombros y el otro por detrás de mis rodillas, alzándome en volandas entre sus brazos sin que pareciese que mi peso le supusiese el menor esfuerzo. Desde luego el Rafa estaba fuerte en comparación con mi marido que apenas podía levantarme.
.-“¿Dónde te llevo?” me preguntó una vez me acomodó entre sus brazos.
.-“Oh, es hacía allí” dije algo acomplejada aún por su maniobra, señalando el parking dónde había aparcado. Me agarré rodeando su cuello con mis brazos temerosa de caer.
.-“No quisiera causarte ninguna molestia” le dije después de que diese los primeros pasos conmigo en brazos.
.-“No es ninguna molestia, es todo un placer” me dijo sonriente con su misterioso acento.
Durante el trayecto en volandas pude comprobar la fuerza de sus biceps, la rigidez de sus abdominales, pero sobretodo pude apreciar el olor de su cuerpo. A pesar de estar evidentemente sudado desprendía un olor corporal que me resultó agradable. Creo que todas mis feromonas de hembra en celo estallaron nada más olerlo como macho. Además, era lo más romántico que habían hecho por mí en mucho tiempo. Por unos momentos recordé las escenas de la película “El guardaespaldas” en que la Whitney Houston era rescatada por el Kevin Costner de forma similar.
Estaba claro que el tipo no era tan guapo como el Costner, pero me daba igual en esos momentos. El caso es que se había portado como un caballero, había sido atento conmigo, amable y educado. Había pasado de ser mi guardaespaldas a ser una especie de superhéroe, de salvador particular.
Como el coche estaba algo lejos, y con el transcurso del tiempo, el cansancio en Rafael hizo que sus brazos decayesen un poco, y para mi sorpresa la parte más baja de mi culo comenzaba a rozarse con sus partes en cada paso. Yo estaba colorada de vergüenza por el particular roce entre nuestros cuerpos. Su miembro rozaba con mi culo sin que él pareciese percatarse de nuestro contacto. Quise pensar que se hallaba concentrado en el esfuerzo que le suponía llevarme en brazos.
.-“Ya está, hemos llegado” dije algo nerviosa en cuanto llegamos al parking, “mi coche es ese de ahí” pronuncié apuntando a mi pequeño utilitario.
.-“¡Qué casualidad!” exclamó Rafael, “está aparcado justo enfrente del mío” dijo señalando con la vista un lujoso mercedes estacionado frente al mío. Y tras pronunciar sus palabras me dejó junto a la puerta del copiloto de mi coche.
Sus ojos se clavaron en mi cuerpo cuando comprobó el lugar del que sacaba las llaves para abrir la puerta. Seguramente trató de adivinar el color de mi ropa interior, pero no la encontró a pesar de su atenta mirada, y creo que tuvo en ese momento una primera sospecha de que no llevaba ninguna prenda más en mi cuerpo salvo mis mallas. Eso sí, enseguida se apresuró a ayudarme para que pudiera sentarme sobre el asiento del copiloto.
Antes de que pudiera hacer o decir nada alienada por el dolor, pude contemplar como Rafael se dirigía hacia el maletero de su coche y rebuscaba algo en su interior.
Regresó con un botiquín de esos de emergencia y de nuevo se arrodilló a mis pies con la intención de sanar mi tobillo. Al abrir su botiquín pude comprobar que llevaba un montón de utensilios con propaganda de laboratorios y cosas así. Entre otras cosas llevaba lo que al parecer y según me explicó era una bolsa de frío instantáneo de un solo uso.
Yo flipaba con el invento, pues al presionar en el centro de la bolsa se activaba el frío, que lograba alcanzar hasta diez grados bajo cero de temperatura según sus explicaciones cuando le pregunté. Sentí alivio cuando Rafael la ajustó a mi tobillo. Luego procedió a vendármela, empleó para cortar las gasas unas tijeras de esas tipo quirúrgicas, y me transmitió la confianza suficiente al pensar que se trataba efectivamente de un fisioterapeuta bastante profesional y muy bueno por cierto.
.-“Será, mejor que te cure esa herida también cuanto antes” dijo observando mi raspón en la rodilla mientras permanecía agachado a mis píes, “podría infectarse” dijo al tiempo que extraía un bote de iodo de su botiquín con la clara intención de desinfectar la herida.
Mis mallas estaban rasgadas a la altura de la rodilla e incluso comenzaban a pegarse con mi sangre y alguna piedrecita. Rafael me hizo señas para que me subiese las mallas por encima de la articulación a medio muslo despejando la zona, supongo que tratando de no mancharme, pero estas no cedían más y me era imposible recogerme las mallas como pretendía.
Tras varios intentos, ni corta ni perezosa opté por coger las tijeras quirúrgicas con las que Rafael cortase antes las vendas, y realicé una pequeña incisión en la parte inferior de mis mallas con la intención de que estas se abriesen un poco, y cediesen por encima de la rodilla. Pero para sorpresa de ambos, mis mallas se abrieron de par en par como la carrera de una media, desnudando el muslo de mi pierna por completo hasta que alcanzó la única costura en el elástico superior en la cintura, evidenciando que no llevaba ropa interior y dejando a la vista gran parte mi ingle en ese lado.
Los ojos de Rafael se abrieron como platos sorprendidos por la inesperada carrera de mis mallas que además de demostrar que no llevaba prenda interior, dejó adivinar que llevaba bien depilada la zona más íntima de mi cuerpo. Por suerte reaccioné a tiempo tapándome yo misma con las manos en zona tan comprometida mientras se me escapaba una risa tonta.
Rafael por su parte tomo el iodo y unas gasas, y procedió a lavar y desinfectar la rodilla afectada como si nada hubiera visto, aunque sus manos reflejaban el nerviosismo que de repente invadió su cuerpo.
.-“Ya está” dijo tras vendarme ligeramente también la rodilla, y acto seguido se incorporó enfrente mío.
De nuevo su abultado paquete quedó a escasos centímetros de mis ojos. Era inevitable por mi parte no mirarlo. Rafael, volvió a darse cuenta de mi inexcusable miradita a sus partes, todavía nervioso se retiró de nuevo hasta su coche y regresó con lo que parecía un pantalón de chándal de esos de algodón, tipo unisex.
.-“Ten, será mejor que te pongas esto por encima” dijo ofreciéndome la prenda.
.-“Gracias” dije sin haberme percatado antes de ponerme en pie de que a poco se me ve todo de nuevo, pues mis mallas habían quedado desechas. Rafael se volteó gentilmente al adivinar que en algún momento de recolocarme el pantalón de su chándal se me abrirían las mallas de par en par. Y de hecho así fue, al ponerme el pantalón tuve que soltar la tela de las mallas y estas se abrieron del todo desnudando mi zona pélvica, menos mal que Rafael estaba vuelto de espaldas y creo que no vio nada.
.-“No creo que puedas conducir así hasta tu casa” me dijo mirándome por el retrovisor lateral del coche mientras yo me ponía su chándal. Esta vez, no tuve tan claro que no me hubiese visto, de nuevo me puse colorada como un tomate.
.-“Ya me las apañaré como pueda” le dije tratando de evitar que se molestase en ofrecerme más ayuda.
.-“Deberías dejar que te lleve a casa” insistió por su parte.
.-“No hace falta de verdad, muchas gracias” traté de hacerle desistir.
.-“Insisto, no es ninguna molestia” y mientras decía estas palabras cruzaba por delante del morro de mi coche en dirección al asiento de mando.
.-“No tienes porque molestarte” le dije una vez más resignada a lo evidente mientras me acomodaba en el asiento de copiloto de mi propio coche.
A decir verdad no me hacía mucha gracia que se tomase tantas molestias, ni que supiese donde vivo y muchos otros detalles que seguramente deduciría durante el trayecto.
.-“Usted dirá” dijo el tal Rafael en plan taxista una vez se sentó al volante, puso el coche en marcha, y me miró expectante. No me quedó más remedio que indicarle mi dirección.
Así supo que vivía en un adosado en una zona residencial de la ciudad relativamente pudiente, a que se dedicaba mi marido y a qué me había dedicado yo antes de quedar en paro. Supo que mi marido viajaba mucho por su profesión y averiguó de esta manera que no habría nadie en casa cuando llegásemos. Supongo que también dedujo que pasaba largas horas sola en casa, aburrida, sin más entretenimiento que disfrutar y cuidar de mi cuerpo.
Por su parte me dijo su procedencia y de dónde venía su acento. Tal y como pensaba venía del otro lado del charco, sus abuelos eran españoles que emigraron para allá. Eso lo explicaba todo. Lo cierto es que parecía muy buena persona y la conversación durante el trayecto transcurrió de lo más amigable.
También me comentó que se vino para España a realizar sus estudios como fisioterapeuta, aquí se enamoró de una chica durante su época universitaria, y que luego lo dejó partiéndole el corazón. Aunque según me dijo sirvió para darse cuenta de que en realidad estaba enamorado de España en general y de las españolas en particular.
Antes de acabar la carrera encontró trabajo en prácticas en una prestigiosa clínica, y desde entonces no había dejado de trabajar.
Todo cuanto decía de las españolas eran alabanzas, que si somos muy buenas cocineras, que si somos muy guapas, que si muy ardientes y apasionadas en la cama… y como de tonto no tenía un pelo, aprovechaba la más mínima ocasión para piropearme y tratar de adivinar cómo era yo en realidad. Aunque creo sinceramente que le daba más o menos igual el cómo fuese, me miraba como si lo único que le importase fuese mi cuerpo, y todo lo demás fuera una excusa para cortejarme y llevarme a la cama, cosa que por otra parte digamos que me agradaba e incluso lograba ponerme un poco.
.-“Las españolas suelen tener una mirada muy profunda y cautivadora” comentó en una de las ocasiones.
.-“Supongo que habrá de todo” le respondí yo haciéndole ver que no todas éramos iguales.
.-“Mírate tú misma, por ejemplo, tienes unos ojos muy bonitos” aprovechó la conversación para hacerme sentir halagada mientras conducía mi auto.
.-“Gracias” le dije “tú también los tienes muy bonitos” traté de devolverle el cumplido.
Al fin llegamos a casa, no me quedó otra que indicarle dónde estaba el mando a distancia que abría la puerta del garaje para que metiese el auto dentro de la cochera. Fue inevitable que me acompañase hasta el salón, aprovechó para agarrarse a mi cintura con la excusa de ayudarme a caminar. No paró hasta dejarme con el píe en alto, en reposo, en el mismísimo sillón de mi casa.
.-“Gracias estoy muy bien así” le dije una vez estuve acomodada en el sillón.
.-“¿Dónde tienes algún calmante?” me preguntó por los medicamentos que pudiese tener por casa.
.-“Oh, en el cajón del armario del baño” le dije indicándole la puerta del aseo en la misma planta baja de mi casa.
Luego se excusó retirándose al servicio señalado. Debo reconocer que estaba algo nerviosa por meter a un extraño en casa de manera tan inesperada. Una oye muchas cosas en las noticias y siempre mantienes la alerta y cierta tensión en estos casos. Sobretodo cuando escuché que zarceaba con el grifo del baño y se demoraba en salir.
.-“¿Ocurre algo?, ¿estás bien?” pregunté a gritos desde el sillón en el salón algo tensa por la situación.
Fue entonces cuando pude escuchar que se abría la puerta del baño y Rafael se presentaba en medio del salón con su camiseta empapada y con el torso desnudo.
.-“Creo que la he hecho buena” dijo con cara de apenado “la camiseta estaba manchada de sangre y he tratado de aclararla un poco, pero me temo que ha sido peor el remedio que la enfermedad” concluyó enseñándome su camiseta totalmente mojada entre sus manos.
Yo apenas pude reaccionar, estaba totalmente embobada contemplando su torso desnudo que marcaba unas tabletas de chocolate por abdominales como nunca había visto antes a un hombre. Al menos nunca tan cerca, y así en vivo, al alcance de la mano. En esos momentos era como un dios griego en mi salón. Creo que incluso hice el ademán de intentar acariciárselos. Se los hubiese tocado con mucho gusto, pero aguanté la tentación.
.-“Siento haberte manchado” dije excusándome nerviosa por la visión de su cuerpo, “veré si te puedo dejar alguna otra camiseta de mi esposo. No puedes salir así a la calle, pillarás un pasmo”, y dicho esto me dirigí renqueante en dirección al cuarto de la lavadora a ver si le podía prestar alguna camiseta de mi marido.
.-“Creo que ésta te podrá estar bien” dije acercándole la camiseta elegida cuando regresé al salón.
.-“Está bien gracias” dijo nada más ponérsela a pesar de que le estaba algo pequeña y le marcaba un poco las formas de su cuerpo. “Por cierto, tenías algún que otro antiinflamtorio en el cajón, me pareció ver diclofenaco, sería conveniente que te tomases uno” dijo mientras yo lo miraba embobada como movía sus sensuales labios al hablar mientras se vestía, yo bajaba mi vista a la vez que él su camiseta hasta su concluir la acción simultánea en su tremendo paquete.
Tras la maniobra y su recomendación se produjo un tenso silencio entre ambos durante unos segundos. Yo lo contemplaba anodadada de que un cuerpo pudiese tener tantos músculos, y él en cambio no dejaba de devorarme con la vista.
.-“Bueno pues nada” dije nerviosa y algo sonrojada.
.-“Bueno pues nada” repitió él como un tortolito.
.-“Será mejor que te vayas” dije evidentemente nerviosa por la situación “aún tienes un rato hasta que llegues hasta tu coche y se te hará tarde” traté de disimular mi estado.
.-“Si eso es, será mejor que me vaya” dijo dirigiéndose hacia la puerta de salida.
.-“Espero que pronto volvamos a correr juntos” dijo por última vez al despedirse bajo el umbral de la entrada.
.-“Ya también espero volver pronto a corrernos juntos” me traicionó la lengua trabándose evidenciando mis pensamientos “perdón, quería decir que también espero que volvamos pronto a correr juntos” corregí mi error articulando a duras penas a la vez que me ponía roja como un tomate.
Nada más cerrarle me apoyé de espaldas contra la puerta. “¿Qué me estaba pasando?” pensé, “¿qué son todas esas mariposas revoloteando en mi estomago?”.
No daba crédito a lo que me estaba sucediendo, me acababa de comportar como una adolescente en pleno estallido de hormonas. Aquello era una tontería carente de todo sentido. Yo era una mujer casada, aquel tipo no dejaba de ser un autentico desconocido del que apenas sabía nada, y debía alejar de mi mente a toda costa todos los pensamientos impuros que se amontonaban en mi cabeza, impidiendo que pensase con cierta lucidez y coherencia.
Los días se sucedieron como una auténtica condena durante el tiempo que el doctor me recomendó reposo. Permanecía encerrada en casa sin poder salir ni siquiera a la calle, sobretodo los primeros días. Hasta la compra tuve que hacer por internet y pedir que me la trajesen a casa. Vamos, un completo aburrimiento.
Aproveché para leer unos cuantos libros que había empezado y que no había terminado. Me aburría de ver la tele, escuchar la radio, y navegar por internet.
Al menos tenía más tiempo para cuidar de mi cuerpo, ya sabéis, bañitos de espuma relajantes, con música e incienso, velitas, sales de baño y aceites esenciales en el agua y en el ambiente. Tuve tiempo de hacerme la manicura y la pedicura, de exfoliar mi piel, de combatir a base de cremas sus defectos, de hidratar mi cuerpo, hacerme la cejas, mimar el pelo, los dientes, dar volumen a los labios,… en fin, todas esas cosas que nos gusta cuidar a las mujeres.
Debo confesaros que entre tanto aburrimiento, solita en casa, con mi marido de viaje, y el hecho de prestar más atención a mi cuerpo que de costumbre, hizo que durante esos días me tocase en más de una ocasión. Al principio ocurría sin querer, sin buscarlo, por aburrimiento, comenzaba mimando mi cuerpo y la cosa terminaba como si nada, pero con unos ricos y ansiolíticos orgasmos. Con el paso del tiempo y el hastío de estar tanto tiempo sin salir de casa hizo que acariciarme surgiese casi como una necesidad diaria para evadirme.
No podía evitar pensar en mis sesiones de running, en la visión de los paquetes de los tíos moviéndose de un lado a otro dentro de sus mallas, en las piernas peludas y fuertes que veía, pero sobretodo terminaba pensando en Rafael y su poderoso cuerpo. Era inevitable que en algún momento que otro se colase en mis fantasías más secretas.
Imaginaba que me poseía en pie entre sus brazos. Era algo con lo que siempre había fantaseado, que un hombre fuerte y musculoso me hiciera, poseerme suspendida en el aire. Supongo que debido a que es algo imposible de que suceda con mi marido dada su complexión física. Ahora en cambio, era muy fácil ponerle cara a mi poseedor en tan sufrida postura.
También fantaseaba con la posibilidad de hacerlo en algún que otro banco del parque. Era curioso, las primeras veces que lo imaginaba el banco estaba oculto a la vista del resto de transeúntes, pero con el paso de los días esta fantasía fue evolucionando y al final me gustaba imaginar que me poseía expuesta en un banco a la vista de cuantos paseaban por el parque, y que incluso algún que otro anciano y deportista se masturbaba delante de mí tal y como había visto en días anteriores en cientos de videos circulantes por internet de esos de playas nudistas y parques.
Otra de las fantasías que más o menos me gustaba repetir era imaginar que Rafael me ataba a alguno de los árboles y me poseía de esa manera. Algo tipo bondage y cosas así, y con lo que tanto me gusta fantasear desde siempre. Solo que esta vez, supongo que cansada y aburrida de ver páginas de internet convencionales, buscaba algo nuevo con lo que estimular mi mente. No sé vosotras chicas pero a mí siempre me ha ido un poco el rollo bondage, exhibicionista y porque no decirlo también el tema voyeur, al menos en fantasías. Así que inevitablemente durante estos días navegaba por páginas con estos y otros temas fetiche.
Pero como digo, gracias a estos pequeños ratos se pasaron los días en las ausencias de mi esposo. Habrían transcurrido unos cuantos días desde el fatídico accidente cuando recuerdo perfectamente aquella mañana. Salía de darme mi ducha diaria y me embadurné el cuerpo de las correspondientes cremas hidratantes, reafirmantes, anti estrías, revitalizantes, y demás. Yo misma me sorprendí de encontrarme tan dispuesta esa mañana, sobre todo tras lo ocurrido la noche anterior en la que comencé a navegar de madrugada por internet y terminé masturbándome otra vez como una loca. Esa mañana sabía que sería algo especial nada más darme crema por los pechos, estos estaban muy sensibles debido a la traca de la noche anterior. Me fijé en que mi pubis llevaba un tiempo algo descuidado y decidí rasurármelo por completo.
“Así está mucho mejor” pensé tras examinarme frente al espejo totalmente afeitada sentada sobre la tapa del bidé. Cuando llegó la hora de hacerme la pedicura creí entender los estímulos de mi cuerpo…
Tenía las piernas flexionadas sobre la misma tapa para alcanzar a verme los píes. Lo cierto es que mis pies nunca me habían parecido especialmente sexys, es más, creo que como a todas las mujeres es la parte que menos nos gusta de nuestro cuerpo.
Sin embargo la noche anterior comencé navegando por internet curioseando páginas que tratasen acerca de la dolencia en mi tobillo. Cosas del estilo como recuperarse antes de una lesión de este tipo y temas parecidos. Buscaba ejercicios para favorecer el movimiento del tobillo, y consejos al respecto. Pero ya sabéis como son estas cosas que una página te lleva a otra, y esta a otra, hasta que alcanzada la madrugada terminé visionando páginas acerca del fetiche que tienen algunos hombres sobre los píes de las mujeres.
Era algo que nunca había logrado entender, pero esa noche cientos y cientos de imágenes de hombres adorando los pies de hermosas y no tan hermosas señoritas, martillearon mi mente logrando penetrar en mi subconsciente.
Sonreí al recordar como comencé acariciándome la noche anterior, como tantas otras veces sin querer al principio, sentada en el sillón del despacho de mi marido, frente al ordenador. Sucedió más o menos como siempre, al principio me toco los pechos por encima de la tela de mi pijamita mientras veo las imágenes que ponen a trabajar mi imaginación. Con el paso del tiempo y los estímulos, mis manos buscan el contacto directo de mis pechos. Si la cosa va por buen camino termino deslizando mi mano por debajo de los pantaloncitos del pijama, por el interior de mis braguitas, hasta masajear mi clítoris y hacerme algún dedo. La mayoría de las veces me corro algo aprisa de esta manera sentada frente al ordenador. En cambio otras, si la imaginación ya está disparada siento la necesidad de tumbarme sobre la cama a culminar lo empezado.
Anoche mi imaginación no solo estaba disparada, sino que estaba desbordada. Tuve la imperiosa necesidad de tumbarme en la cama a estimular con inusual frenesí mis zonas más erógenas.
Recordé el momento en el que Rafael me desnudó el pie de mi deportiva tras la caída, el instante en el que arrodillado a mis pies en el banco del parque se deshacía de mi calcetín, venerando mis pies, tal y como acababa de ver en cientos de imágenes en la pantalla del ordenador. A esas alturas dos de mis dedos entraban y salían de mi coñito a toda velocidad mientras con la otra mano torturaba mis pezones, temblando y chillando de placer al ritmo de mi imaginación.
La noche anterior tuve uno de los mejores orgasmos de mi vida imaginando que acariciaba el paquete de Rafael con mi píe desnudo por encima de sus mallas de deporte mientras él me inspeccionaba la zona dolorida. Podía sentir con toda precisión en mi mente, cómo mis dedos del pie palpaban su polla a través de la tela. La visión de su hermoso paquete enfundado en sus mallas se repetía una y otra vez en mi cabeza. Pero cuando de verdad me corrí fue cuando imaginé que a través de la tela de sus mallas apreciaba un miembro tan grande como mis píes. Yo calzo un treinta y nueve, lo que serían más de veintitantos centímetros de polla.¡¡Madre mía!!. Me corrí tan solo de pensar que la situación podía darse de verdad, ni tan siquiera había necesitado imaginar que me penetraba para correrme, y todo gracias a la recién sensibilidad explorada en mis pies.
En tiempo real y fuera de imaginaciones, esa mañana estaba sentada totalmente desnuda recién salida de la ducha sobre la tapa del bidé, y con el recuerdo de la noche anterior recorriendo mi mente, así que fue inevitable que mi cuerpo reaccionase al mimar cada dedo de mis pies. Además de mis manos, el mismo frio de la tapa estimulaba las sensaciones que percibía mi cuerpo en esos momentos. Como estaba con las piernas flexionadas, me recliné un poco más hacia delante para buscar nuevos estímulos y rozar mis pechos contra mis propias piernas. Me gustó jugar con la punta de mis pezones y mis rodillas, rozándose de esta manera dos partes de mi anatomía que nunca antes habían estado en contacto de manera tan juguetona, y todo ello a la vez que me acariciaba la planta de uno de mis pies extendiendo la crema hidratante.
Había leído que algunas mujeres son capaces de conseguir el clímax estimulando adecuadamente la planta de sus píes. Creo que lo llamaban el síndrome del píe orgásmico. Estudios científicos aseguran que algunas mujeres pueden alcanzar el orgasmo a través de sus píes. Consultando libros de reflexología oriental corroboraban que las teorías occidentales podían ser correctas, y yo, que soy muy dada a experimentar cosas nuevas quise probar. Además, leí un artículo en una revista que decía que siete de cada diez hombres eran atraídos por los pies femeninos. Mi marido sin duda era de los tres que faltaban en el estudio.
Advertí que a la vez que mantenía mis piernas flexionadas podía estimular mi clítoris con el talón de mis pies. Todo ello provocaba sensaciones nuevas en mi cuerpo. Era raro para mí estimular el clítoris con mi talón, era como un dedo gordo, torpe y áspero de la mano de un hombre, lo que lograba excitarme aún más. A la vez mis pechos se rozaban contra mis rodillas, y aún tenía libres mis manos para acariciarme por el resto de mi cuerpo. Inevitablemente una fue a parar a mis pechos y la otra a mi entrepierna.
Podía verme desnuda frente al espejo del baño sentada sobré la tapa del bidé, con una pierna flexionada tratando de estimular mi clítoris con el talón del píe, a la vez que refrotaba un pecho contra la rodilla y pellizcaba el otro con una de mis manos. Los dedos de la mano restante comenzaban a entrar y salir de mi interior. Podía verme con una cara de zorra frente al espejo en esa posición que lograba excitarme hasta límites desconocidos, al contemplarme a mi misma en posición tan indecorosa frente al espejo. Pensé en el imbécil de mi esposo, en qué pensaría si me viese de esa manera, no sería capaz de entenderlo, sería una pérdida de tiempo tratar de explicárselo. Nunca comprendería que estaba tan, tan, tan necesitada. Porque en el fondo era eso lo que veía reflejado en el espejo, una mujer desesperada hasta el punto de excitarse al más mínimo roce.
Enseguida los dedos que hurgaban en mi interior se aceleraron paralelamente a la proximidad de mi orgasmo. Mi mente y mi cuerpo ya estaban desbordados, de nuevo me imaginaba acariciando con mi pie la polla de Rafael a través de sus mallas. Incluso tuve que morderme en la rodilla para no chillar y alertar a los vecinos debido al placer que experimenté en los primeros espasmos de mi orgasmo cuando…
¡Ding, dong! Llamaron a la puerta.
“Maldita sea no puede ser” pensé.
¡Ding, dong, ding dong, ding dong! insistían en llamar al timbre de la puerta.
“No, ahora no, por favor, justo ahora no” el sonido del timbre logró interrumpir mis pensamientos y las sacudidas de mi cuerpo.
¡Ding, dong, ding, dong!. Continuaban llamando al timbre enérgicamente.
Ya no podía concentrarme, y tuve que parar lo que estaba haciendo, aplazando muy a mi pesar mi orgasmo para otra ocasión.
Por la hora supuse que sería mi madre. ¿Quién si no podía ser tan inoportuna a media mañana?. Además solo ella solía llamar de esa manera tan insistente a la puerta. Así que me anudé el albornoz a la cintura, y bajé a abrirle la puerta tal y como estaba, con el pelo aún húmedo, bueno… el pelo y algo más.
Para mi sorpresa nada más abrir la puerta de casa me encontré un tipo de traje y corbata. Yo me esperaba muy segura a mi madre, y no me lo podía sospechar.
.-“Hola” dijo el personaje, “tenía una visita aquí cerca y pensé que podría pasar a entregarte esto” dijo ofreciéndome una camiseta entre sus manos. Su particular acento al hablar me puso en alerta.
Era la camiseta de mi esposo y que le presté a Rafael el día del accidente. Entonces lo reconocí por su tono de voz, se trataba del mismísimo Rafael. No lo había reconocido hasta entonces con el traje y la corbata puestos, estaba tan distinto a como lo recordaba. No me lo esperaba y me costó reaccionar.
.-“Perdona si te he molestado” dijo esperando a que reaccionase y temiendo que me hubiese pillado en un mal momento al verme con el albornoz puesto.
.-“¿Guardaste mi camiseta?” preguntó con su característica entonación sudamericana, como tratando de recuperar su prenda.
.-“Oh no, no molestas, para nada, simplemente acabo de salir de la ducha, pasa, pasa, pasa un segundo, enseguida te la bajo” le dije titubeando sin salir de mi asombro, y abriéndole la puerta de casa para que pasase al interior.
.-“Puedes esperarme aquí bajo, la tengo arriba” le dije mientras le hacía indicaciones para que pasase hasta el salón de casa en la planta baja y me diese tiempo de subir por su prenda.
Al subir las escaleras me percaté que sin querer me había puesto de nuevo colorada como un tomate. No era para menos, el tipo que hace unos segundos me estaba proporcionando uno de los mejores orgasmos de mi vida tan solo con la imaginación, estaba ahora de cuerpo presente en el salón de mi casa.
Cuando regresé del piso de arriba, Rafael me esperaba sentado tímidamente en el tresillo del salón.
.-“Ten, me tomé la molestia de lavarla y plancharla” dije al tiempo que le entregaba su camiseta.
.-“Oh, muchas gracias, no tenías porque haberte molestado” replicó él.
.-“No ha sido ninguna molestia, todo lo contrario” dije mostrándole agradecimiento.
.-“Veo que andas mucho mejor de cómo te dejé” pronunció acto seguido tras observar como había subido y bajado las escaleras.
.-“Mucho mejor” le sonreí al recordar el fatídico día “por cierto…, no te he ofrecido nada ¿quieres tomar algo?, no sé… ¿un café, una cerveza, un refresco…?” le pregunté por educación, aunque realmente lo que trataba era de retenerlo un poco en mi casa. Creo que inconscientemente quería estar un rato más con él, su presencia me era agradable, y la educación al ofrecerle algo un simple pretexto para gozar de su presencia.
.-“Pues mira, sí, un refresco me sentaría bien, si no es inconveniente” replicó aflojando levemente el nudo de su corbata “está haciendo mucho calor hoy” trató de justificarse, aunque los dos sabíamos que se trataba de una excusa por parte de ambos para estar un ratito juntos.
Yo marché a la cocina por un par de refrescos, a mi regreso me senté junto a él en el tresillo dejando las bebidas sobre los posavasos de la mesita central. Rafael le dio un largo trago a su coca cola, se notaba que tenía la garganta reseca, luego me dijo:
.-“Se me hacía raro no verte haciendo ejercicio por el parque” pronunció sin mirarme a los ojos, evitando la mirada.
.-“A mí también, no creas, tengo unas ganas locas por volver a correr, aunque no te lo creas he engordado” dije imitando a mi invitado y dando otro trago a mi refresco.
.-“Mujeeer, tú estás muy bien. No necesitas adelgazar, se te vé muy hermosa. Ya quisieran otras.” Se le notó entusiasmado hablando de mi cuerpo, y dicho esto trató de cambiar de conversación. ”Pero dime… ¿Qué te ha dicho tu médico?” me preguntó interesado en desviar el tema.
.-“Mañana tengo hora en su consulta, me dijo que pasase a los quince días y cumplen mañana. Lo cierto es que me vinieron muy bien tus recomendaciones, sin duda han ayudado a recuperarme. Espero que me dé el alta médica” traté de explicarme emocionada ante la idea de volver a correr a su lado.
.-“¿Me dejas que le dé un vistazo a ese tobillo?” preguntó al tiempo que se levantaba del sillón para quitarse la chaqueta y recogerse los puños de la camisa casi a la vez que se aflojaba del todo el nudo de su corbata.
Con tanta decisión por su parte me fue imposible contrariarlo.
.-“¿Por qué no?” murmuré, y antes de que pudiera negarme Rafael estaba a mis pies observando detenidamente el tobillo, igual que cuando me atendió en el coche en el parking.
.-“Dime si tienes alguna molestia al hacer este movimiento” me preguntó a la vez que estiraba mi pie.
.-“No, ya no” le dije orgullosa de mi recuperación.
.-“¿Y ahora?” preguntó de nuevo a la vez que forzaba la posición a un lado y al otro.
.-“La verdad es que ya no me duele” dije observando a Rafael que acariciaba mis pies con suma delicadeza arrodillado ante mí. Me llamó la atención el mimo y el cuidado que ponía cada vez que sus manos entraban en contacto con mi piel.
.-“Esto tiene muy buena pinta, pronto volveremos a correr juntos por el parque”. Pronunció con su particular acento a la vez que acercaba su maletín para extraer lo que parecía una pomada de su interior.
Yo lo miraba embobada, la situación se estaba desarrollando muy parecida a como tantas veces había imaginado en mis momentos más íntimos. Cambiaba un poco el escenario y los ropajes, pero el acto era prácticamente el mismo.
Aproveché esos momentos de desconcierto para observarlo detenidamente. No podía explicarme lo que ese hombre provocaba en mí, pero lo cierto es que me gustaba tenerlo allí, con su cuerpazo y su acento postrado ante mis pies. No pude evitar fijarme en su paquete tras el pantalón de tela. Lástima que ahora no llevase las mallas, le sentaban tan, tan, tan, pero que tan bien.
Su mimo, su cuidado, su atención al tocarme, provocaban que de alguna manera me hiciera sentir especial. Y aunque yo era una mujer casada y decente, era inevitable que su presencia me fuese algo más que agradable, despertando en mí sentimientos que creía adormecidos. Quise retener esos momentos en mi memoria sabiendo que luego me traerían tan buenos recuerdos como los que ya había disfrutado. Al menos esa era mi única intención.
Rafael por su parte puso un poco del gel terapéutico en sus manos y comenzó a darme la pomada en el pie accidentado, el pie izquierdo. Era como una de esas cremas relajantes con efecto refrescante. Agradecí con una sonrisa que estuviera dispuesto a darme un pequeño masaje, aunque al mismo tiempo una sensación como de vergüenza se apoderaba de mi. Aparte de estar aún tan solo con el albornoz puesto, como la gran mayoría de las mujeres considero que los pies no es una zona espacialmente sexy de mi cuerpo, y a la hora de la verdad estaba un poco abochornada. Menos mal que había tenido tiempo de dedicarles cuidados y estaban presentables.
Además me sentía algo intimidada ante el hacer de Rafael. No era habitual en mí dejarme llevar por las circunstancias, siempre me ha gustado dominar la situación, y en cambio, aún en mi propia casa Rafael estaba llevando con resolución la iniciativa. Él por su parte, como leyendo mis pensamientos dijo:
.-“Tienes unos píes muy bonitos” y una vez terminó de expandir la crema en el pie izquierdo pasó a extender más crema sobre el otro pie.
.-“Gracias” dije algo cohibida por sus caricias y la situación.
Reconozco que era la primera vez en mi vida que un desconocido me acariciaba lo pies de esa manera. Además Rafael no mostraba ningún tipo de pudor a la hora de extenderme la crema, como si disfrutase de lo que estaba haciendo. Muy parecido a como había imaginado tan solo hace unos momentos antes de la interrupción.
.-“Posiblemente los píes más bonitos del mundo” dijo esta vez mirándome fijamente a los ojos desde su posición como queriendo decir algo más. Yo no me podía creer lo que escuchaba, incluso pensé que sería fruto de mi imaginación y que aquello no podía estar sucediéndome. Unas mariposas comenzaban a revolotear de nuevo en mi estómago. ¿Pero qué me estaba pasando?.
.-“Eso se lo dirás a todas” quise coquetear con él mientras cerraba meticulosamente los laterales de mi albornoz sobre mis piernas tratando de llamar su atención y él permanecía arrodillado a mis pies.
.-“No en serio, tienes unos píes muy bonitos, y mira que veo unos cuantos al cabo del mes” hizo un breve silencio para tragar saliva y luego continuar diciendo “además ahora con esta crema te olerán muy bien” dijo al tiempo que acercaba ambos píes a su nariz inhalando su aroma, como quien no quiere la cosa, con mucha naturalidad y simpatía, pero sin duda en un gesto osado por su parte, que interpreté como toda una declaración de intenciones.
Hace tan solo unos días que acababa de leer “El Alquimista” de Paulo Coelho, y lo que decía su autor, eso de que todo el universo conspira para que suceda aquello que deseas. No podía creerlo pero estaba sucediendo. ¿Tanto lo había deseado?.
.-“No sé cómo te pueden gustar los píes” le pregunté jugueteando y tratando de adivinar sus intenciones mientras observaba cómo procedía a masajear mi píe lastimado.
Sin habérselo pedido me estaba dando un quiromasaje relajante en toda regla.
.-“Dicen mucho de una mujer” pronunció al tiempo que comenzaba a acariciar mi pie desde el tobillo hasta la punta de los dedos.
.-“Ah siií, ¿y qué dicen los míos?” pregunté dejándome llevar por la curiosidad y sus caricias.
.-“Por ejemplo, veo que no tienes durezas, eso quiere decir que usas el zapato adecuado. Seguramente porque te gusta cambiar de zapatos con frecuencia” me dijo mientras continuaba masajeando el primer pie arrodillado ante mí.
.-“Es verdad”, dije yo “si pudiera tendría una habitación llena de zapatos” le confesé una de mis debilidades entre alguna risa por parte de ambos.
.-“Es normal” dijo ahora él, “todas las mujeres suelen sufrir de los píes y por eso os gustan tanto los zapatos” dijo concentrado en su tarea.
.-“Nunca lo había visto de esa manera” le respondí dejándome llevar en cada movimiento de sus manos.
.-“Por eso es difícil encontrar una mujer a la que le guste que le adoren los píes” dijo levantando la vista para mirarme una vez más fijamente a los ojos.
Sabía que me quería transmitir algo con su mirada y no podía creérmelo. “Tranquila Sara, seguro que son imaginaciones tuyas, estás tan alterada que te gustaría que sucediese de verdad, pero no son más que imaginaciones tuyas” pensaba mientras me dejaba llevar por las sensaciones del masaje. “Además, eres una mujer casada que se debe a su marido, y una cosa son las fantasías y otra muy distinta la realidad. Así que olvídate de hacer o de decir ninguna tontería. Deja que termine y se vaya cuanto antes” trataba de razonar en mi cabeza. “Una vez fuera de casa te imaginas lo que quieras, y continúas con tu vida” pensaba, y llegué a la conclusión que lo mejor sería cerrar los ojos y recostarme un poco sobre el sillón tratando de relajarme.
Pero su última mirada continuaba martilleando mi mente impidiendo que me relajase del todo. Una lucha entre mis pensamientos y mis sensaciones comenzaba a librarse en mi interior. Yo hacía todo lo posible por abandonarme a sus caricias y tratar de relajarme.
Aún con los ojos cerrados como estaba, no podía dejar de darle vueltas a la cabeza. Estaba casi segura de que pretendía decirme algo más, y que por el contrario le daba como vergüenza. Como dudando de dar un primer paso del que luego arrepentirse. Trataba de adivinar lo que me quería decir al mismo tiempo que sus manos lograban que cada pasada me relajase un poco más. De nuevo concluí que lo mejor sería dejar de pensar, relajarme y aprovechar el masaje que me regalaba aquel pedazo de profesional que tenía arrodillado ante mí.
Rafael friccionaba ahora con energía en el lateral de mi pie. Lo cierto es que poco a poco, caricia a caricia, estaba rebajando mi tensión. Luego realizó movimientos circulares con su puño en la planta. Yo continuaba con los ojos cerrados abandonada a las ricas sensaciones que me producía. Rafael continuaba masajeándome el pie a la vez que yo me relajaba cada vez más y más con sus maniobras.
Hacía un rato que el silencio se había adueñado de la situación. El hacía y yo me dejaba hacer. Ya no pensaba en nada, mi mente hacía un rato que estaba en blanco, abandonada por completo a las sensaciones que transmitía mi cuerpo.
Desperté de mi estado de ensoñación cuando Rafael cambió del pie lastimado al pie derecho, comenzando a acariciar con sus manos mi otra extremidad. Aunque ese píe estaba perfectamente, advertí que repetía los mismos movimientos que hizo anteriormente y de nuevo me relajé dejándole hacer. Era la primera vez en mi vida que me masajeaban los píes a conciencia y desde luego era muy placentero.
.-“Sabes…” me dijo ahora a media voz. ”Existen diversos tipos de técnicas”. Pero aunque él trataba de hablar, era yo quien forzaba un silencio entre los dos, tan solo de vez en cuando afirmaba con la cabeza por simple educación.
.-“Mm, mm” asentía, dándole a entender que me gustaba lo que hacía.
.-“Existe el llamado masaje maya, el masaje tántrico, también están el masaje japonés, el masaje brasileño,…” sus palabras quedaron en suspense al hacerse totalmente evidente que apenas lo escuchaba en mi estado.
Y es que era inevitable no abandonarse ya del todo a sus caricias. Al principio me acariciaba el pie desde el tobillo hasta la punta de los dedos, luego se centró en el talón durante un buen rato. A continuación le dedicó tiempo a cada uno de los dedos de mi píe. Presionaba en su base para luego estirarlos. De nuevo hizo presión con su puño sobre el arco para acto seguido buscar con sus dedos en los puntos clave de mi planta.
.-“Uhhhm” que rico gemí esta vez con los ojos cerrados sin poderlo evitar mientras Rafael continuaba con sus caricias. Era evidente que estaba ya entregada, rendida a su masaje.
Fue el turno de pasar de la planta del pie al tobillo. Realizó pequeños movimientos circulares alrededor de la articulación. A esas alturas yo estaba en la gloria. Realizó unos cuantos movimientos más que apenas recuerdo debido al estado de relajación en el que me encontraba. Mi mente hacía tiempo que estaba en blanco.
De esta forma se entretuvo un rato más antes de pasar a masajearme el gemelo comenzando desde detrás de mi rodilla. Fue en el momento de notar sus manos acariciando mis piernas, cuando abrí los ojos un instante alertada por su tacto en esa zona de mi cuerpo.
Creí morirme de vergüenza al regresar de mi estado de ensoñación y cruzar por unas décimas de segundo nuestras miradas.
Sin querer había estado abriendo y cerrando mis piernas inconscientemente al son de las caricias de Rafael, y aunque era un leve movimiento fruto de la relajación en la que había caído, había sido lo suficiente como para dejar que las puntas de mi albornoz resbalasen por mis piernas y dejar que éste estuviera confusamente entreabierto. Sorprendí a Rafael desde su posición a mis píes mirando descaradamente en dirección a mi pubis.
Abrí mis ojos apenas un instante y los cerré de nuevo muerta de vergüenza, sin saber cómo reaccionar, ni qué hacer, ni qué decir.
“¿Me estará viendo algo?” pensé mientras me refugiaba de sus furtivas miradas cerrando los ojos con fuerza tratando de disimular mi estupor.
“Sara, deberías cerrar las piernas” pensaba abochornada.
“Ya pero si lo haces ahora te dejarás en evidencia” trataba de pensar en encontrar una solución honrosa a la situación.
“Tranquila mujer, no hagas nada que te delate, además, llevas el albornoz abrochado, seguro que son imaginaciones tuyas, seguro que no ha visto nada” trataba de consolarme mientras mi mente se debatía sobre el correcto proceder en ese tipo de situaciones.
“Ya, pero… ¿y si me está viendo todo desde su posición?, ¿qué pensará de mi?. Pensará que soy una descarada”, mi cabeza no dejaba de dar y dar vueltas a lo que me había parecido ver y no me resignaba a aceptar.
“Piensa Sara, piensa” me repetía mentalmente “piensa una excusa para parar toda esta locura”.
De nuevo me sorprendió el contacto de las manos de Rafael en mis piernas interrumpiendo mis pensamientos.
Sin poder hacer nada para impedirlo las manos de Rafael sobrepasaron mi rodilla para comenzar a extenderme crema sobre el muslo de mi pierna. Había estado tan concentrada en mis temores, que apenas había prestado atención a las caricias de Rafael. Ya había concluido con mi gemelo, y ahora pretendía continuar masajeando mi muslo. Para colmo podía notar como comenzaba a humedecerse mi entrepierna. Yo misma podía reconocer el olor procedente de mi zona más íntima y personal. Sin querer, me estaba poniendo cachonda con sus caricias, mis temores y su presencia.
Inevitablemente mi cuerpo se tensó al contacto de sus manos en mi piel en esa zona de la pierna, tan solo reaccioné cerrando los ojos con más fuerza, aprisionando los cojines del sillón entre mis puños, y muy contraria a mi voluntad dejándole hacer. Rezando porque terminase de una vez y se marchase de casa.
Rafael al ver mi reacción aprovechó para subir un poco más con sus manos embadurnadas en crema por toda la parte alta de mis muslos. Yo me refugiaba tras mis ojos cerrados con fuerza, hasta el extremo de quedar reflejada una mueca de resignación en mi rostro. Los cojines del sofá estaban ya deformados de la fuerza con la que los estrujaba.
Él aprovechó a esparcir la crema de sus manos deslizándolas incluso por debajo de la tela de mi albornoz. Cada vez que repetía la maniobra lo hacía un poco más arriba, despacio, sin prisa, observando mis reacciones ante su osadía. Cada vez más atrevido dada mi pasividad. Yo consentía en silencio cada centímetro que avanzaba. Estaba segura de que podía notar mi tensión, mis dudas y mis súplicas. Lo sabía y así me lo hizo saber.
.-“Tranquila, relájate, si estas incómoda por la posición puedes apoyar tu pie en mi” dijo al tiempo que cogía mi pie derecho sutilmente en su mano, y lo dejaba descansar en sus pantalones sobre su mismísima entrepierna, como quien no quiere la cosa, como siempre, con naturalidad. Dejándome muy claro que le agradaba el contacto supuestamente involuntario entre mi pie y sus partes aún por encima de la tela de su pantalón.
¡Dios mío aquello no podía ser cierto!. Podía apreciar la dureza de su miembro con mi pie a través del pantalón. ¡Era tal y como había imaginado!. La sentía tan solo en estado morcillona y ya podía notarla desde mi talón hasta la punta de mis dedos.
“No, no, no, no, no, no, no esto no puede estar sucediendo” me repetía en mi cabeza una y otra vez como un mantra.
Creo que dí un respingo y todo sobre el sofá al notar el inesperado contacto de mi pie y su entrepierna. Es que era tal y como había fantaseado tantas veces con anterioridad, y aún con todo continúe inmóvil con los ojos cerrados y estrujando absurdamente entre mis manos los cojines del sillón. Estaba desesperada tratando de relajarme inútilmente.
“Dios mío por favor que termine todo esto”. Rezaba mentalmente porque todo aquello llegase a su fin.
Rafael aprovechó mi desconcierto para deslizar sus manos hasta la parte más alta y tierna de mis muslos, dónde la piel es más suave, rozando incluso de una sutil pasada con el torso de sus manos mis labios vaginales.
Los labios de mi boca se entreabrieron al unísono de la caricia, dejando escapar un tímido suspiro, a la vez que mi pelvis comenzaba a describir pequeños circulitos acompasando la maniobra de Rafael. Estaba claro que en esos momentos era incapaz de parar la situación.
“No por favor, que se pare, que se pare, que se pare…” repetía mi cabeza paralizando mi cuerpo.
Estoy segura de que Rafael me observaba y disfrutaba del momento, y así aprovechó para deslizar sus manos de nuevo por toda mi pierna, hasta rozar otra vez en una nueva pasada con el torso de sus manos mis labios vaginales. Ya no quedaba ninguna duda, me había acariciado en mi parte más íntima y yo permanecía inmóvil, impasible ante los hechos, incapaz de negarme a nada, aferrada al sillón como única salvación, estrujando inconscientemente los cojines de alrededor como si eso fuera a detener las claras intenciones de Rafael. Para colmo mi humedad y mi olor me delataban.
Antes de que pudiera suspirar de nuevo si quiera, Rafael aprovechó para deslizar sus manos de nuevo por toda mi pierna hasta rozar esta vez con la yema de sus dedos por mis labios vaginales. La búsqueda del contacto por su parte fue totalmente intencionada. No me quedó otra para disimular que morderme los labios conteniendo los gemidos de placer inevitables.
La maniobra se repitió un par de veces más. Rafael pudo comprobar mi estado de dejadez antes sus incursiones, creo que incluso pudo apreciar la humedad y el calor que desprendía mi parte más íntima. Estaba siendo todo ya muy descarado.
De repente se detuvo en sus caricias sorprendiéndome de nuevo.
Juro que sucedió todo muy deprisa para mí.
Continuaba postrado a mis pies, y en esa posición aprisionó con una de sus manos mi pie que descansaba en su entrepierna contra su miembro, mientras con la otra mano levantaba mi otro pie hasta su boca.
Pude comprobar sin ninguna duda ya la dureza de su miembro aplastado contra mi pie izquierdo, mientras abría los ojos para contemplar incrédula como Rafael introducía el dedo gordo de mi pie derecho en su boca y comenzaba a chuparlo con auténtico fervor.
Quise chillar, pararlo, detener tan extraña situación, todo era raro y complejo a la vez, y en cambio… no hice nada, estaba completamente alucinada.
Para colmo en su maniobra, tiró de mi cuerpo de tal forma que quedé sentada en el borde del sillón, al subir mi pierna hasta su boca mi albornoz se abrió de par en par descubriendo ante su vista mi pubis rasurado, quedando mi zona más íntima totalmente expuesta ante él en esa posición.
Sus ojos se abrieron como platos al advertir mi desnudez, aunque para mayor aún de mi sorpresa los cerró enseguida tratando de concentrarse en el aroma que desprendía mi pie y en chupar con auténtica devoción cada uno de mis dedos.
Yo lo miraba estupefacta, no sabría cómo describir la situación. ¿Qué clase de pervertido era?. Por una parte me sentía deseada hasta límites insospechados antes para mi, por otra no sabía que pensar de todo lo que estaba sucediendo.
Creo que era esto último lo que paralizaba mi cuerpo, una situación tan inesperada como deseada.
Una cosa estaba clara, aquel personaje estaba más interesado en lamerme el pie que en devorar otras partes expuestas de mi cuerpo, y eso que comenzaba a acariciarme levemente tratando de fijar su mirada en otra zona muy distinta de mi anatomía. Debo confesar que me sorprendía cada uno de sus movimientos más que el anterior, logrando que permaneciese inmóvil, observando y dejándome hacer. No podía creer que aquel hombre estuviese más interesado en chupar mis pies, que mis pechos, mi culo, la boca, o mi conejito. Ciertamente era desconcertante y de eso se aprovechaba.
Al fin parece que se dio por satisfecho y comenzó a besarme por el empeine y alrededor del tobillo sin dejar de mirarme a los ojos, se recreó subiendo por mi pierna con tímidos besitos, me besó por el interior del muslo hasta llegar a mi coñito. Se entretuvo en besarme alternando de una pierna a otra, pasando por el pubis. Se deleitaba besando mi rasurada zona y respirando mi aroma más profundo de mujer. Todo ello sin prisa, con calma, sin perderse mi rostro de vista, disfrutando de mi pasividad y gozando con mi desesperación que iba en aumento.
Yo estaba ansiosa porque sucediese lo inevitable ya a esas alturas. Mi pubis se movía en tímidas circunferencias al ritmo de su provocación. Mis pechos subían y bajaban al ritmo de mi respiración entrecortada. Un calor sofocante inundaba mi cuerpo. Mi corazón latía acelerado. Ambos sabíamos que habíamos superado el punto de no retorno, y ya no había vuelta atrás. Suplicaba mentalmente porque terminase con esa tortura a la vez que mi cuerpo respondía cada vez más a sus estímulos.
Rafael parecía adivinar mi lucha interna tras mis ojos cerrados a cal y canto, y al fin pude notar su lengua recorriendo de abajo arriba mi parte más íntima, separando mis labios vaginales, a la vez que su saliva se mezclaba con mis fluidos que esperaban impacientes por manar al exterior. Mí perfume más íntimo se apoderó de la estancia. Pasó su lengua muy despacio, observando mi reacción, degustando mi sabor y mi aroma. Mi cuerpo tembló de excitación.
Aunque en esos momentos me hubiera gustado sentirme la única mujer en el mundo a la que hubiese poseído ese portento de hombre, por su habilidad y por sus maneras, no tuve ninguna duda de que lo había hecho un montón de veces con anterioridad.
.-“Uuuhmmm” no pude evitar gemir al notar su lengua explorando en mi interior a la vez que pensaba que Rafael era un autentico sinvergüenza. Era incuestionable que eso se lo hacía a muchas de sus clientes. Me agitaba inquieta por lo que pudiera hacerme. Temía perder el control. Estaba claro que aquel extranjero del otro lado del atlántico sabía proporcionar placer a una mujer.
“Menudo cabrón”, pensé “¡Qué bien lo hace!, seguro que esto se lo ha hecho a otras muchas” deduje de su maestría. Pero en esos momentos me importaba un carajo, es más, por alguna extraña razón lograba que acrecentase mi excitación. Supongo que era parte de su encanto. Estaba inmersa en una nube de placer y me daba todo igual, llegados a ese punto tan solo quería acabar con el malogrado orgasmo de hacía un rato en el baño había sido interrumpido.
“Este cabrón se ha sabido aprovechar” pensé antes de cerrar los ojos y acomodarme en el sillón dispuesta a disfrutar lo mío. A esas alturas tenía claro que él quería complacerse con mi cuerpo y yo exprimir el suyo. Quise que mis piernas descansasen cada una sobre los hombros de Rafael. Estaba decidida a gozar lo máximo posible de aquella aventura. Seguramente nunca tendría otra oportunidad igual. Así que lo agarré del pelo y retuve su cabeza entre mis piernas. Lo necesitaba, necesitaba correrme fuese como fuese.
.-“Eso es, uuuhmm me gusta, me gusta mucho lo que me haces cabrón, cómemelo” susurré mientras le revolvía el pelo entregada a disfrutar del cunnilingus que me estaba haciendo.
Rafael por su parte se esmeraba en su proceder. Al principio recorría de abajo arriba mis labios vaginales, lamiendo mis fluidos que emanaban a borbotones. Luego localizó mi clítoris con la punta de su lengua y procedió a estimularlo de abajo arriba, de un lado a otro y con movimientos circulares. Su lengua tililaba alrededor de mi clítoris sin parar. Aquel tipo estaba logrando emputecerme como nunca antes hubiera imaginado que me dejaría llevar.
No os lo vais a creer pero lo que más morbo me daba en esos momentos era notar el contacto de sus orejas y su barba prisionero entre mis muslos. Bueno eso, y el hecho de que mi marido nunca me había devorado antes de esa manera.
Ya no aguataba más, estaba a punto de correrme y así se lo hice saber a Rafael.
.-“Para Rafael, me corrroooh” grité a la vez que aprisionaba aún más su cabeza con fuerza entre mis piernas y me aferraba con mis manos al pelo de su cabeza. Nada más informarle de mi estado Rafael me dio un par de mordisquitos en mi clítoris que me enloquecieron hasta límites insospechados para mí.
.-“Para, para, para por favor, quiero que me folles” dije totalmente fuera de mi, deseosa por correrme siendo penetrada. Pero Rafael no hizo mucho caso y continúo afanado degustando mi esencia de mujer más profunda.
.-“Para por favor, quiero que me folles, oyes. Quiero que me la metas” imploré esta vez tratando de impedir que continuase agitando mi cuerpo a un lado y a otro.
Rafael se detuvo, me miró a los ojos desde su posición, y sin dejar de tener en todo momento contacto visual entre los dos se incorporó y se puso poco a poco en pie. Se sonreía y se relamía en todo momento sin dejar de observarme de manera lasciva.
Yo lo miraba muerta de vergüenza, en mi interior sabía que lo que acababa de pedirle no estaba nada bien, era una mujer casada. No debía haberle pedido tal cosa, es más, debería pedirle que se marchase, pero en esos momentos necesitaba correrme, mi cuerpo tenía urgencia, estaba desesperada y él lo sabía.
Rafael me leía siempre el pensamiento, y se incorporó para ponerse en pie justo delante mío. Se sonrío al comprobar el pánico que reflejaba mi rostro mientras se desabrochaba el pantalón a escasos centímetros de mi cara. Se tomó su tiempo. Se regocijaba con la expresión angustiada de mi rostro. Yo en cambio me mordía los labios temerosa por lo que estaba a punto de suceder. Se quitó deprisa la camisa antes de dejar caer sus pantalones y colocarlos a mi lado en el sillón. Creo que con esta maniobra buscaba intencionadamente la proximidad de su entrepierna a mi cara.
¡Dios mío! Mostraba un bulto insultante escondido tras sus calzoncillos de Kelvin Clain. Creo que llegué incluso a babear con la boca abierta. Y era eso precisamente lo que él quería: que mantuviese la boca abierta.
.-“Quieres verla, ¿verdad?” pronunció disfrutando al comprobar mi impaciencia.
Asentí con la cabeza al tiempo que yo misma tiraba hacia abajo de sus calzoncillos desnudando ante mis ojos su descomunal miembro, el cual rebotó como un resorte ante mi vista.
Juro que nunca había visto nada igual. En esos instantes me pareció la más hermosa del mundo, me pareció gruesa, larga, dura, bien descapullada. Podían verse sus venas entre el poco pelo a su alrededor. Seguramente se depilaba o recortaba los pelillos. Su piel era algo más clara en esa zona que en el resto del cuerpo, lo cual centraba mi atención. Me llamó la curiosidad el color morado-rojizo de su capullo.
No pude resistirme, deseaba tenerla en mis manos, sopesar su tamaño entre mis dedos, necesitaba acariciarla e inevitablemente así lo hice. Rafael miraba orgulloso como relucía el anillo de compromiso en mi mano alrededor de su verga. Sabía perfectamente de mi lucha interna entre el deseo y la razón, y se sentía ganador.
Nada más asirla pude comprobar cómo daba un pequeño respingo y aumentaba aún más si cabe en su tamaño. Me costaba rodearla entre mi dedo pulgar e índice, Sin duda mucho más grande que la de mi marido. Una bocanada de su olor penetró por mi nariz, y de repente supe que quería tenerla dentro de mí. Sentí un deseo irrefrenable por gozarla en mi interior.
Rafael en cambio tenía otras intenciones, y antes de que volviese a suplicarle que me follase, me sorprendió sujetando mi cabeza entre sus manos y haciendo fuerza por restregar mi cara por su polla. Estaba claro lo que pretendía y lo que quería.
Hubiese preferido que me penetrase de una maldita vez, y sin embargo accedí a introducirme aquella monstruosidad en la boca. Debo decir que nunca había sido muy partidaria de practicar sexo oral con mi marido, era algo que no me complacía especialmente con mi esposo. En cambio en esta ocasión estaba decidida a darme a mi misma una oportunidad para tratar de disfrutar de la felación e intentar satisfacer a mi amante, así que no opuse resistencia, abrí mis labios para recibirla.
Después de saborearla como un cucurucho le dí un beso mientras lo miraba desde mi posición a los ojos. Luego la lamí de abajo arriba unas cuantas veces sin perder en ningún momento el contacto visual entre los dos. Deduje de su expresión que le gustaba que lo mirase mientras se la chupaba y así lo hice en todo momento. Tras un rato en esa postura decidí introducírmela de nuevo en la boca para jugar con la punta de mi lengua en su glande.
.-“Joder Sara que bien la chupas” exclamó Rafael al comprobar los movimientos de mi lengua en su miembro. Saqué en claro por su comentario que tenía motivos para compararme con otras amantes. Posiblemente serían más de las que me gustaría saber.
Quise demostrarle que era la mejor y me esmeré todo lo posible. Se la devoraba ensimismada en mi posición. Todavía estaba sentada sobre el borde del sillón y Rafael en pie enfrente mío. Perseguí llevar la iniciativa, así que agarré su miembro con una de mis manos y comencé a meneársela a la vez que mi boca chupaba tratando de acompasar el ritmo. Rodeé con la otra mano su cuerpo hasta agarrarme a la musculosa nalga su culo. Era la primera vez en mi vida que tocaba el culo desnudo de un hombre que no era mi marido, y hasta el trasero de este tío me parecía duro y poderoso a mi tacto.
Me aferré a su nalga notando como lo apretaba con cada espasmo que experimentaba su polla en mi garganta. Quedaba claro que estaba a punto de correrse en mi boca, y eso era algo que no deseaba. Así que me detuve para mirarlo a los ojos desde mi asiento.
Menuda carita de zorra que debí poner al interrumpir la maniobra. Esta vez era Rafael quien mostraba desesperación en su rostro y me gustó saber que era yo quien tenía la sartén por el mango, nunca mejor dicho.
.-“Pero ¿qué haces zorra?. No pares. ¡Continúa!” espetó Rafael al tiempo que hacía fuerza con sus manos por sujetar mi cabeza y restregar mi rostro contra su polla tratando de que continuase chupándosela.
Resonó en mi mente el hecho de que me llamase zorra, fue como la voz de alarma en ese momento de lo que sucedería más tarde, pero ni tan siquiera mi instinto de mujer podía detener en esos momentos las prioridades más urgentes de mi cuerpo.
.-“Fóllame” supliqué contemplando su rostro desde mi posición al borde del asiento con su polla de por medio.
Rafael dejó de sujetarme la cabeza.
.-“Fóllame, por favor” imploré de nuevo al tiempo que abría mi albornoz de par en par exhibiéndome enteramente desnuda ante él, y reclinándome sobre el sillón.
.-“¿A qué estas esperando?, campeón” dije abriendo mis piernas todo cuanto pude, y acariciándome los pechos ante él “quiero que me la metas” dije al tiempo que trataba de chuparme yo misma uno de mis pezones con la lengua intentando provocarlo.
Rafael se sacudió la polla ante mí un par de veces antes de arrodillarse en el suelo.
.-“Joder Sara, menudo cuerpazo tienes” pronunció al tiempo que apuntaba la punta de su polla contra mis labios vaginales.
.-“Eso es, métemela”, dije al tiempo que yo misma cogía su polla con mi mano y la acoplaba entre mis pliegues más íntimos ayudándole en la labor.
No se lo pensó dos veces, Rafael empujó antes de que le dijese nada. Me la clavó de un solo empentón, sin miramientos, sin esperas ni contemplaciones. Incluso me lastimó un poco.
.-“Aaaayyy” tuve que chillar de dolor al sentir como me penetraba de manera tan brusca. Aún no había ni lubricado ni dilatado lo suficiente.
Por un momento creí desgarrarme por dentro al notar cómo semejante polla se abría camino a la fuerza dentro de mí, podía apreciar toda su dureza friccionando acaloradamente mi interior, barrenando y separando literalmente mis paredes vaginales.
A Rafael pareció agradarle lo ceñida que podía notar su polla en mi interior, empujó de nuevo en un segundo golpe de riñón, y esta vez pude concebir como alcanzaba las paredes más profundas de mi interior.
.-“Aaaaayy” grité de nuevo al sentirme profundamente penetrada.
Supongo que Rafael confundió mi alarido de dolor con placer, y por eso se agarró con ambas manos a mi cintura comenzando a moverse a un ritmo frenético en busca de su propio placer. A mí en cambio me estaba costando dilatar y disfrutar.
Pretendí detener su ritmo imperante, lo rodeé con mis piernas en su cintura tratando de evitar ese ímpetu tan violento contra mi cuerpo. Incluso lo arañé en la espalda, cosa que aún lo excitó más. Por unos momentos era todo como un forcejeo en silencio, yo trataba de acompasar los ritmos y él de imponer el suyo.
No dejábamos de mirarnos a la cara el uno al otro. Él gozaba con mi resistencia, mis ganas, mi desesperación y mi cara de súplica que le gritaba en silencio que no, que así no, que no lo estaba disfrutando. Le imploraba con los ojos porque me esperase. Se me notaba concentrada en tratar de extraer el máximo placer alcanzable con cada embestida suya. Placer que por otra parte me costaba arrancar y el muy cabrón lo sabía.
No lograba entender su actitud y eso me desesperaba aún más. Era como si se tratase de una absurda competición entre los dos por alcanzar primero el orgasmo. Rafael se sabía con ventaja, y yo le suplicaba con la mirada que por favor me esperase, que necesitaba algo más de tiempo. Resignada por alcanzarle, comencé a acariciarme mientras él me penetraba. Rafael me observaba orgulloso.
No podía creer que aquel cabrón buscase correrse en mí y punto. Tenía que haber algo más. Hasta ahora siempre se había comportado como un caballero y uno como un auténtico hijo de puta, y pese a todo, Rafael no dejaba de mirarme a la cara en todo momento disfrutando tanto de mi cuerpo como de mi desesperación.
Yo trataba de acariciarme exasperada por su actitud ambicionando alcanzar mi orgasmo antes que él. Mi clítoris estaba encharcado de fluidos y mis dedos resbalaban al tratar de mimarlo como merecía. Para colmo, el furor de sus asaltos golpeando mi cuerpo impedían el estímulo de mis dedos en los momentos más precisos. Era prácticamente imposible masturbarme con ritmo.
Hubo un momento en el que acepté con resignación que todo aquello no había salido como esperaba, me sentí derrotada, mal conmigo misma, e incluso llegué a retirarle la mirada a mi amante girando la cabeza.
Rafael me agarró de la barbilla con su mano y me giró el cuello para establecer de nuevo el contacto visual entre ambos.
.-“Mírame Sara, quiero que me mires” dijo al tiempo que me sujetaba por el cuello y embestía con más intensidad, más fuerza y más violencia. Entonces lo entendí todo perfectamente.
En ese instante podía leer en sus ojos claramente sus pensamientos: “Menuda puta más buena que me estoy tirando”. Porque eso es lo que era en esos momentos para él: una puta, un cuerpo en el que correrse y nada más. Para nada le importaban en esos momentos mis sentimientos, ni todo lo que estaba arriesgando en mi vida, ni mis necesidades como mujer. Cosas elementales para mí como el sentirme amada y querida, y cosas por el estilo. Tan solo era otra puta con la que acostarse. Una más en su lista. ¡Qué tonta había sido!. Me había engañado como a una adolescente. Mis ojos se enrojecieron a la vez que mis pensamientos.
Pude apreciar su mirada clavada en mis pechos que rebotaban al ritmo con el que él me cogía. Yo en cambio no podía dejar de pensar: “vamos cabrón, córrete cuanto antes y acaba con esto”. Así lo expresaba el brillo lacrimoso de mis ojos.
No me lo podía creer, mi sueño se estaba convirtiendo en una pesadilla. Tuve que aguantar unos veinte o treinta embistes más humillada de esa manera ante su atenta mirada. Y pese a todo, no podía evitar acariciarme yo misma tratando en vano de consolarme.
Hasta que pude comprobar los espasmos de su polla en mis entrañas. Inevitablemente abrí unos ojos como platos.
.-“No, dentro no” dije alarmada ante la posibilidad de que se corriese en mi interior. “Lo que me faltaba” pensé.
Pero mi amante hizo caso omiso a mis palabras y continuó culeando en busca de su propio placer.
.-“No, no, no, no, no, no, no, no, noooh” traté de hacerle entender que la situación no me estaba gustando.
Empecé a retorcerme con el cuerpo y las caderas tratando de que se saliese de mi interior, pero era un tipo bastante fuerte que me retuvo bien sujeta. Incluso lo golpeé un par de veces con mis puños en su pecho, pero era todo en vano.
Me detuve al notar las sacudidas de su pene en mi interior y como un líquido caliente y espeso me inundaba por dentro al mismo tiempo que mi amante bufaba como un mulo sobre mis pechos.
Tras un par de golpes de riñón más Rafael dejó de moverse. No me lo podía creer. No solo el hijo de puta no me había dado placer y esperado, sino que además se había corrido dentro.
Él en cambio me miró a la cara satisfecho por doble motivo. Por una parte había alcanzado su orgasmo con mi cuerpo, y por otra parecía regocijarse con mi enfado por lo que acababa de hacer.
.-“¿Ya?” le pregunté cabreada.
.-“Ya” respondió él satisfecho al tiempo que ambos podíamos apreciar como su polla perdía dureza en mi interior.
Yo lo miré expectante esperando por ver lo que se hacía. Esperaba que me sorprendiese de alguna manera. Todavía tenía la falsa esperanza por que volviese a ponérsele dura.
.-“Joder Sara, que suerte tiene tu marido” dijo al tiempo que salía de mi.
Yo lo miré indignada. Era un auténtico imbécil.
.-“¿Qué haces?” pregunté incrédula sin acertar a entender que todo hubiese terminado de esa manera y con la ilusión aún en mi alma de que hiciese algo por ayudar a que me corriese.
.-“Tengo una visita y no quiero llegar tarde” dijo al tiempo que recogía su pantalón de mi lado en el sillón y comenzaba a vestirse.
.-“¿Y yo qué, cabrón?, ¿piensas dejarme así?” le supliqué a la vez que comenzaba a acariciarme evidenciando mi desesperación y necesidad por correrme como fuese.
.-“Tal vez en otra ocasión preciosa, pero ahora tengo prisa” respondió a la vez que se ponía la camisa observando cómo me tocaba delante de él.
.-“No me lo puedo creer. ¿Te vas a marchar?” le pregunté a la vez que me masturbaba desesperada tratando de hacerle entender que tan sólo necesitaba una pequeña caricia por su parte.
.-“Tengo prisa, ya me he entretenido bastante” pronunció al tiempo que comenzaba a abotonarse la camisa y contemplaba con satisfacción como me masturbaba en su presencia totalmente exasperada.
.-“Eres un autentico hijo de puta” le increpé al escuchar su cínico comentario.
.-“Lo siento” dijo, “espero que pienses en mi cuando termines con lo que estás haciendo” pronunció regocijándose por la situación tan humillante a la que me estaba sometiendo.
.-“Eres un cabrón que no sabes follar como es debido” le espeté en vano tratando de herirlo en su orgullo masculino, y con la intención de que regresase. Pero él continuaba impasible abotonándose la camisa.
.-“Maricón, no eres más que un maricón de mierda” Trataba de ridiculizarlo a la vez que lo insultaba, pero la que realmente estaba siendo vejada y humillada por la situación era yo y ambos los sabíamos.
.-“Caray Sara, no decías eso hace un rato” dijo con una sonrisa de oreja a oreja en su cara contemplándome.
.-“Quédate, tócame al menos, haz algo por favor” supliqué abandonada con los ojos cerrados y dispuesta a proporcionarme yo misma el placer que tanto necesitaba.
.-“Tal vez otro día” dijo mientras terminaba de abotonar su camisa.
Esta vez cerré los ojos concentrada en masturbarme y correrme de una maldita vez. Me importaba un bledo lo que ese imbécil pudiera hacer o ver, necesitaba correrme y en eso estaba. Introduje un dedo en mi interior, pero apenas podía notarlo. Necesité introducir un par de dedos en mi dilatada vagina para apreciar la fricción.
.-“Estas preciosa” dijo observando con asombro como extraía mis dedos y ambos podíamos contemplar atónitos el viscoso líquido blanquecino resbalando por mis dedos.
.-“Otro día probaré tu culito” pronunció ahora al tiempo que se daba la media vuelta y se despedía.
.-“Ni lo sueñes” espeté indignada por su actitud al tiempo que volvía a introducirme los dedos para agitarlos desesperadamente.
.-“Me quedaría a ver cómo te masturbas, pero tengo prisa” dijo ya de espaldas en dirección a la salida. Me costó escuchar sus palabras ahogadas tras el chapoteo de mis dedos entrando y saliendo.
.-“Ven aquí y folláme cabrón” grité por última vez al escuchar cómo abría la puerta de mi casa.
.-“Otro día preciosa, otro día” pronunció medio burlándose al tiempo que cerraba la puerta tras de sí.
Me sentía humillada, utilizada, engañada, y mal conmigo misma. Y en cambio no podía dejar de masturbarme pensando en lo que acababa de pasar. Para mi propia sorpresa, mi cuerpo comenzó a convulsionarse de placer. No sabría como describir la situación, pero mi gozo era mayor cuanto más pensaba en lo humillante que había sido todo para mí. Era como si me sintiese más mujer cuanto más habían abusado aquel macho de mi cuerpo para satisfacerse. Ineludiblemente mi cuerpo explotó en un maravilloso orgasmo. Incluso tuve que gritar de placer y morderme la boca para apaciguar mis alaridos que seguramente se oirían desde el exterior de la casa. Creo que nunca había experimentado nada igual. Un breve instante, que puso todo mi cuerpo a temblar de placer.
Así terminó todo. Cuando mi cuerpo se recuperó mi alma no pudo evitar llorar. No sabría concretar si de gozo o de tristeza, pues estaba confundida por lo que me acababa de suceder.
Al día siguiente cuando acudí al médico tuve que pedirle la pastilla del día después por si acaso, y me alegré enormemente cuando me comunicó el alta para poder hacer running de nuevo. Estaba impaciente por volver a correr por el parque.
Besos,
Sara.
Te preguntas por esta racha de éxitos que parece no tener fin y te contaré que todo empezó aquel día hace cinco años gracias a aquel viejo cuervo gritón.
Nadie que no haya estado ahí abajo recibiendo una soberana paliza lo entendería. Al final del primer tiempo nos ganaban por tres a cero, no nos habíamos acercado al área contraria ni una sola vez y si no llega a ser por el portero que paro varios goles cantados, hubiese sido la debacle.
Cuando entramos en el vestuario cabizbajos y arrastrando los pies el viejo ya estaba allí, de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho. Vestía unos vaqueros desteñidos por el uso y un jersey de lana grueso de cuello alto y color verde botella horrible, pero lo que más destacaba de su atuendo eran unas vetustas gafas de carey con unos cristales más gruesos que los del papamóvil y que hacía que sus ojos pareciesen tan grandes como los de una piraña.
-¡Miradme a los ojos, coño! –grito el entrenador con todas sus fuerzas. – ¿Se puede saber que puñetas habéis estado haciendo hay fuera?
-Lo siento míster, hacemos lo que podemos –intento defendernos Julio, el capitán.
-¡Si hicieseis lo que os he indicado ahora estaríais machacando a esos macacos! –Dijo el entrenador encendiendo un cigarrillo, haciendo caso omiso de los cientos de carteles repartidos por todo el estadio –A esos inútiles les ha caído la lotería con vosotros.
– ¿Qué podemos hacer? –pregunto Julio, el único que se atrevía a hablar.
-Podría daros una nueva táctica. Podría llenar esa pizarra que tengo detrás de mí de garabatos y flechas, pero la verdad es que no hay nada que corregir porque ninguno de vosotros y tú el que menos, se ha ajustado a lo que os había ordenado que hicierais. –Respondió el entrenador señalando con el pitillo humeante al capitán –Todos tenéis culpa de lo que está pasando pero tú el que más. Tú tienes que ser la prolongación de mis gritos en el campo. Corrige posiciones y grita, cojones. Que todos te escuchen y te respeten.
-Y vosotros malnacidos –se volvió dirigiéndose al resto – dejad de lloriquear como eunucos y echadle un par de cojones. Es vuestra primera final y por mis santos huevos que la vais a ganar.
-Pero míster eso es imposible…
-¡Imposible! – Le interrumpió el entrenador con un gesto de enojo–También creeréis que es imposible cuando meéis sangre después de los próximos entrenamientos que os voy a programar como perdáis este partido.
-Son tres goles…
-Os contaré una historia que quizá os convenza de que nada es imposible, pandilla de nenazas:
Corría el año 61, yo acababa de cumplir los diecisiete años y Pamela los veinte. Era hermosa y digo hermosa de verdad, no como los espantapájaros de ahora, todo morros y huesos. Su piel mulata era de color caramelo y sus ojos eran grandes y oscuros. Vosotros diréis vaya mierda de historia pero dejad que os cuente que Pamela era la hija de un Capitán de la base aérea americana de Torrejón. Yo la veía todos los días, desde el campo de futbol improvisado, pasear al otro lado de la valla de la base. Normalmente ni me hubiese mirado, pero aquel día acabábamos de meter un gol y el barullo que montamos le sacó de sus pensamientos y nos miró con curiosidad. Y dio la casualidad de que ahí estaba yo, en primera fila, alto y delgado como un esparrago con la pelota debajo del brazo y la mirada de trascendencia que pone un delantero cuando acaba de meter un gol que sabe que le conducirá irremisiblemente a la victoria.
Cuando cruzamos nuestras miradas noté en ella un destello de interés. Dejando caer la pelota para que los compañeros siguieran jugando me acerqué a la valla que nos separaba.
-Hola, soy Luis ¿y tú? –dije encendiendo un Peninsular para hacerme el interesante.
-Yo… soy Pamela. –respondió ella con un español vacilante y cargado de acento yanqui.
-¿Te gusta el futbol? –pregunté yo más para evitar que se fuera que por verdadero interés.
-No sé, en mi país… no juegan al football así.
-¿De dónde eres?
-Nací en Mobile, Alabama pero mi padre es piloto de aviones de… ¿Cómo se dice? ¿Cargo?
-Aviones de carga, -respondí yo mientras paseábamos uno a cada lado de la valla.
-Eso, aviones de carga –repitió ella para sí misma – hemos cambiado tanto de destino que no sé muy bien de dónde soy…
El caso es que estuvimos charlando y caminando hasta que un muro de hormigón de tres metros y medio de alto que nos obligó a separarnos.
Al día siguiente, como todos los días Pamela paso por delante de nosotros pero esta vez se paró un rato y estuvo estudiando nuestras evoluciones por el campo con mucho interés. Cuando no pude contenerme más abandoné el juego y me acerqué a ella. Iba a encender mi Peninsular cuando ella me pasó medio paquete de Luckys a través de la valla. A pesar de intentar disimular, ella no pudo evitar reírse ante la cara de adoración que puse al ver aquellos cigarrillos, los mismos que Rick fumaba mientras pensaba en Paris. Cogí uno, lo encendí, aspiré el humo suave y aromático y echamos a andar.
Así pasaban los días, jugaba al futbol mientras la esperaba, ella aparecía y luego paseábamos cada uno a un lado de la alambrada. Cuando llegábamos al muro nos despedíamos y cada uno iba por su lado.
Finalmente una semana después a base de vender parte de los cigarrillos que ella me daba conseguí reunir lo suficiente para invitarla a un refresco en una cantina cercana. Fue entonces cuando ella me dijo que no podía salir del recinto de la base y que yo no podía entrar sin una autorización previa que ninguno de los dos podría conseguir. Yo le repliqué, totalmente convencido, no como vosotros, que tenía ganas de ver la base por dentro y que ya me las arreglaría para entrar.
La verdad es que no fue tan complicado. Pronto averigüé por mis propios medios que la base se dividía en dos partes, la zona militar en la cual ni necesitaba ni podría entrar con los medios de los que disponía y la zona residencial con la seguridad mucho más relajada y a la que entraban algunos españoles para proporcionar a los americanos ciertos servicios que necesitaran. Un cartón de Marlboro del economato de la base para que el repartidor de periódicos habitual contrajese una oportuna gripe y otro para que su jefe me contratara, permitió conseguir un pase de acceso restringido a la zona residencial. El pase era sencillo tenía mi nombre y una foto y no especificaba ni la tarea a desarrollar ni el tiempo que podía quedarme en el recinto, así que el mismo día que conseguí el pase quede con Pamela para ir a la última sesión del cine de la base.
La zona residencial era un pequeño pueblo de calles dispuestas en forma de damero con una treintena de casas unifamiliares con jardincito para los oficiales y varios bloques de pisos de cinco alturas para el resto de la tropa y el personal administrativo. En el centro rodeada por los bloques de pisos había una plaza con un cine, una bolera, la cantina y el economato.
Cuando llegué a las puertas del cine Pamela ya me esperaba con una sonrisa y una falda de tubo oscura, en la marquesina había un gigantesco cartel con el perfil de hitchcock y la carátula de Psicosis.
Los americanos tenían la costumbre de acostarse muy temprano así que en la sala había media docena de personas. Nos sentamos en la última fila y esperamos en un silencio incómodo a que se apagasen las luces.
Curiosamente la única parte que recuerdo de aquella proyección es la escena de amor del principio, escena que los españoles tardarían diez años en poder ver. Acostumbrado a la censura, aquella corta escena que no revelaba apenas nada me puso como una moto, y por la mirada de Pamela a ella también. Consciente de que era mi oportunidad y sobreponiéndome a la intimidante presencia de Pamela, la miré a los ojos y le acaricié la cara con mis manos. Ella sonrió de nuevo haciendo resplandecer sus dientes como perlas en la oscuridad de la sala. Con lentitud, disfrutando del momento, acercamos nuestros rostros y nos besamos.
No era la primera vez que besaba a una chica, en realidad eso de ligar se me daba bastante bien en aquella época, aunque no os lo creáis, pero nunca había estado con una mujer mayor que yo y evidentemente con mucha más experiencia y eso era a la vez excitante y turbador. Pamela segura de lo que hacía introdujo su lengua en mi boca explorándola y dejando en la mía un ligero sabor a Coca Cola. Yo, un poco intimidado al principio, le devolví el beso un poco incómodo sin saber muy bien qué hacer con mis manos. Pamela juguetona se separó y aparento ver la película con interés. Anthony Perkins estaba dando la bienvenida a la protagonista evidentemente en un inglés que yo no entendía. De vez en cuando le hacia una pregunta a Pamela para enterarme un poco de la historia y poco a poco nos fue absorbiendo. La verdad es que ya no recuerdo muy bien quien abrazó a quien cuando el cuchillo de Norman atravesó la cortina de la ducha , lo único que recuerdo de aquel momento eran los generosos pechos de Pamela apretándose contra mi mientras la volvía besar. En esta ocasión ni siquiera el genio de Alfred ni los chirridos de los violines de Bernard Hermann consiguieron distraer nuestros labios ni nuestras manos.
Cuando salimos del cine entre el magreo y el inglés no tenía ni puñetera idea de lo que le había pasado a esa nenaza llorona de Norman. Intente invitar a Pamela a tomar una Coca Cola pero como pude ver con evidente desilusión la cantina ya estaba cerrada.
Ya estaba resignado a irme a casa a pelármela como un mono cuando cogiéndome de las manos Pamela me pregunto si quería que la tomáramos en su casa.
La casa de Pamela era uno de los pequeños chalets de la zona de oficiales, blanco amplio y con un coqueto jardín. La casa por dentro era la más limpia y moderna que jamás había visto pero cuando entramos a la cocina y vi la gigantesca nevera Westinghouse me quedé de una pieza. De aquel gigantesco armario saco Pamela un par de Coca Colas heladas. Yo que nunca había visto cosa igual, me acerqué al infernal ingenio y con un gesto divertido Pamela me invitó a saciar mi curiosidad. En la parte de abajo había una serie de baldas de plástico llenas a reventar de carne, lácteos, pan de molde, refrescos y cerveza y arriba había un cajón herméticamente cerrado. Cuando lo abrí y una corriente ártica salió de aquel cajón tuve que recurrir a todo mi autocontrol para no parecer un memo. Pamela, que ya se había divertido bastante cerró la puerta de la nevera y con el descorchador de la puerta abrió los dos refrescos. Mientras me daba una a mí cogió la suya e inclinando la cabeza comenzó a beberla de un trago. Yo, hipnotizado, me quede mirando su cuello largo y moreno tragando el refresco, sin poder evitar acercar mi mano y acariciarlo. Ella paró y me sonrió ahogando un chispeante eructo.
Con un suave empujón me sentó en una silla mientras encendía la radio. Tenía sintonizada la emisora de la base y la voz de Sinatra se filtraba entre crujidos y crepitaciones. Pamela comenzó a tararear la canción mientras se desabrochaba los botones de la blusa.
Yo en la silla me revolví expectante, sin poder creer en mi suerte. Incapaz de quedarme quieto un segundo más, me aproxime y la ayudé a despojarse de la ropa interior hasta que estuvo totalmente desnuda ante mí. Contrariamente a lo que me esperaba se paró allí, delante de mí, orgullosa de su cuerpo y satisfecha del efecto que provocaba en mí. Yo no podía apartar los ojos de sus pechos firmes y exquisitos con los pezones pequeños y negros, ni del triángulo de suave vello rizado que cubría su pubis. Se giró con deliberada lentitud, dejando que mis ojos se deslizasen por su larga melena negra su culo firme y potente y sus piernas esbeltas.
Cuando me acerque por su espalda y la abracé noté como todo su cuerpo hervía y vibraba de deseo. Me apreté contra ella y besándole el cuello aproxime mis manos a sus pechos sopésanoslos y acariciando los pezones con suavidad.
Pamela dándose la vuelta me dio un largo beso mientras me quitaba la camisa y me desabrochaba los pantalones. Cuando deslizó su mano en el interior de mi pantalón y palpo mi gigantesca erección sonrió satisfecha. Después de desnudarme se apartó y disfrutó de mi incomodidad dando una vuelta completa a mí alrededor y rozándome con la punta del dedo.
Cuando terminó, sin mediar palabra, se arrodillo y se metió mi polla en la boca. Yo no era virgen de aquellas pero jamás me habían hecho nada parecido así que, cuando ella empezó a acariciarme la polla con sus labios jugosos y su lengua inquieta no pude contenerme y apenas me dio tiempo a apartar mi miembro de su boca antes de correrme. Impotente y avergonzado vi como mi leche se derramaba entre sus pechos y resbalaba poco a poco por su cuerpo.
Estaba a punto de salir corriendo como vosotros ahora pero ella divertida cogió un poco de mi corrida con un dedo y sin dejar de mírame a los ojos se la llevó a la boca juguetona.
Yo totalmente descolocado no sabía muy bien que hacer pero consciente de que lo único que no debía hacer era quedarme parado la levante en volandas y la senté sobre la mesa besándola con una furia vengadora y magreando y pellizcando todo su cuerpo.
¡Bendita juventud! En tres minutos volvía a estar empalmado mientras que ahora necesito un par de pastillas azules para que se me ponga morcillona…
Mmm ¿dónde estaba? ¡Ah, sí! Sin miramientos, aún un poco enfadado conmigo mismo la tumbe sobre la mesa. La botella de Coca Cola vacía rodo y calló al suelo sin llegar a romperse mientras introducía mi mano entre sus piernas. Su sexo ya estaba húmedo y caliente y cuando mis dedos entraron en su interior Pam dio un respingo y gimiendo de placer abrió sus piernas anhelante. El contraste de color oscuro de su piel con el del interior de su vagina era espectacular y nunca ningún coño me ha vuelto a parecer tan bonito. Excitado por la visión empecé a meter y sacar mis dedos de su sexo cada vez más deprisa mientras con mis labios acariciaba y besaba su pubis.
Entre jadeos y exclamaciones tipo ¡Oh my god! Pamela estiro el brazo y me indico uno de los cajones de la encimera. A regañadientes me separé de ella y lo abrí, sin saber que quería saque varios objetos mientras ella negaba divertida hasta que finalmente acerté al coger una caja de condones. Yo un adolescente de un país ultracatólico no tenía ni idea de que era aquello, así que se la di y la deje hacer. Pam, incorporándose, arrancó el envoltorio con los dientes y con suavidad cogió mi pene y deslizó el preservativo por toda su longitud.
Sin darme tiempo a pensar cogió mi pene y me guio hasta su coño. Mi polla se deslizó en su interior acompañada de un largo gemido de satisfacción de la muchacha. Durante un instante nos quedamos parados, mirándonos a los ojos con mi polla caliente y dura como una estaca alojada hasta el fondo en su vagina. Sin apartar los ojos empecé a moverme en su interior con golpes duros y secos. Ella respondía apretándose contra mí, gimiendo y arañando mi espalda como una gata en celo. Recuperada la confianza seguí penetrándola con fuerza mientras manoseaba sus pechos y exploraba todos sus recovecos con mi lengua haciéndola gemir y gritar desesperada.
Me separé y con un tirón la saque de la mesa y le di la vuelta. Me aparté un poco para admirar aquel cuerpo oscuro, brillante y jadeante. Pam apoyó sus brazos en la mesa y poniéndose de puntillas comenzó a balancear el culo grande y prieto lentamente intentando atraerme. No me hice esperar y separando sus piernas le metí de nuevo mi polla hasta el fondo.
-Mmm, me gusta –dijo ella jadeando y poniéndose de puntillas. –dame más, please.
Consciente de que Pam estaba casi a punto de correrse la cogí por las caderas y empuje con todas mis fuerzas hasta que note como todo su cuerpo se tensaba y vibraba mientras soltaba un gemido largo y primitivo cargado de placer y satisfacción.
Con delicadeza Pam me cogió la polla, se la saco de su coño aún vibrante y rebosante de los jugos producto del orgasmo y me quito el condón. Mi polla aún estaba dura y se movía en sus manos espasmódicamente cuando se la metió de nuevo en la boca. Esta vez estaba preparado y disfruté del interior cálido y aterciopelado de su boca y su lengua. Pam sorbía y lamía mi miembro subiendo y bajando a lo largo de él sin darme tregua. Cuando intenté apartarme de nuevo para correrme ella mantuvo mi polla dentro de su boca. Loco de placer le metí la polla hasta el fondo de su boca y me corrí salvajemente. Cuando aparté mi pene ella tosió y escupió parte de mi leche.
Con un movimiento casual le acerqué mi refresco mediado que ella apuró de un trago.
-¿Qué pasó luego? –Preguntó Rubén –rompiendo el silencio que se había adueñado del vestuario.
-Lo importante no es que pasó después mono salido –respondió el Míster –lo importante es que después de un inicio desastroso, me recuperé le eché huevos y terminé follándomela cuatro veces aquella noche. Y eso es lo que tenéis hacer vosotros ahora cuando salgáis al campo. –Dijo mirando el reloj –Quiero que los once salgáis al campo y deis por el culo a esos maricones al menos cuatro veces. ¿Entendido? Ahora a jugar.
Cuando saltamos al campo más que enchufados, estábamos empalmados. Nos dirigimos al centro de nuestro terreno y nos abrazamos formando una piña. Cuando nos separamos nos fuimos cada uno a nuestro puesto y nos plantamos exudando una tranquilidad y una confianza que desconcertó al equipo contrario.
A los tres minutos el capitán, con un tiro desde fuera del área les metió el primero. Cuando los contrarios colocaron el balón en el centro del campo su gesto era de contrariedad.
Cuando a los diez minutos les metimos el segundo, su gesto era de incertidumbre. Su capitán, el mejor jugador del equipo contrario, intentó calmarlos y hacerles tocar la pelota para cambiar el ritmo del partido, pero nosotros respondimos con dos tiros al palo y un balón que consiguió rechazarlo el portero in extremis cuando toda la grada ya cantaba el gol.
Entonces nos dimos cuenta. Casi a la vez, miramos todos hacía la grada, donde la multitud hervía con la emoción de la remontada. Cualquiera diría que en esos momentos sólo veíamos rostros de niños emocionados, pero lo único que veíamos en realidad era mujeres en éxtasis… jóvenes saltando haciendo que sus pechos subiesen y bajasen…
Fue Julio el que con un par de gritos nos sacó de ese estado de despiste general para seguir asediando la portería contraria.
El empate llegó en el minuto setenta y dos y con él los nervios y los reproches en el equipo contrario. Nosotros nos dedicábamos a presionarlos contra su portería y a rondarlos como lobos alrededor de un ciervo herido. Ellos impotentes rechazaban balones e intentaban salir a la contra sin ningún éxito.
En el minuto ochenta y tres, Rubén, con una internada de por la banda derecha penetró en el área y me dio el pase de la muerte a dos metros escasos de la portería. El estadio se caía con el cuatro tres. El equipo contrario era el que miraba al suelo ahora. Su capitán y su entrenador desesperados, intentaban poner orden y animar a un equipo que ya se había rendido.
La batalla estaba ganada pero no estábamos dispuestos a hacer prisioneros y con el enemigo rendido fusilamos otras dos veces al portero contrario dejando el marcador en un humillante seis a tres.
La recogida de la copa fue apoteósica, los aficionados gritaban y cantaban extasiados el himno del Club haciendo temblar los cimientos del estadio. El presidente de la federación nos felicitó y comentó alguna de las jugadas con nosotros mientras repartía las medallas. Cuando el entrenador recibió la medalla, le preguntaron cómo había conseguido levantarnos la moral, él, con la colilla medio apagada colgando del labio inferior sonrió y se encogió de hombros sin decir nada.
Sabiendo que debía tener cuidado para que mi esposa no sospechara que me había acostado con su amiga, no toqué el tema de buscarle un novio a nuestra vecina. Cualquier interés por mi parte ya fuera a favor o en contra de hacer de celestino, haría despertar sus alertas y me sería más difícil, repetir la experiencia, pero sabiendo que debía avisar a Paloma que María me había pedido ayuda para conseguirle pareja, esperé a que volviera y aprovechando que mi mujer se estaba duchando para contárselo.
Esa morena al verme entrar en el salón solo creyó que mi presencia se debía a mi interés por ella y saltando a mis brazos, me besó mientras frotaba mi sexo con el suyo intentando animarlo. Durante unos segundos mis manos recorrieron su trasero, deleitándose con su dureza al recordar la promesa que me había hecho de darme su virginidad como regalo. Mi vecina por su parte me demostró que el polvo que habíamos echado esa mañana no le había resultado suficiente y metiendo sus dedos dentro de mi pantalón empezó a pajearme mientras me preguntaba cuando la haría nuevamente mía.
―Tenemos un problema― contesté –Mi mujer te vio espiándonos mientras le hacía el amor.
― ¿Se ha enfadado? ― avergonzada preguntó.
Muerto de risa, le contesté que, al contrario, que le había dado pena descubrir su calentura y que me había pedido que le ayudara a buscarle un novio.
―Pero…― dudó antes de contestar― …si yo no quiero. ¡Soy mujer de un solo hombre!
Sus palabras y la confesión que encerraban me hicieron saber que Paloma asumía que era mía y que, teniéndome como amante, no necesitaba a nadie más. Tratando de mantener una cordura que no tenía porque esa confesión había hecho que mi pene se pusiera erecto, le hice ver que al menos tenía que mostrarse de acuerdo cuando María se lo propusiera:
―Así no sospechará de nosotros.
Mi vecina se quedó pensando unos instantes y volviéndome a sorprender, me soltó:
― ¿Y si me busco una novia?
Un tanto desubicado le pregunté si era bisexual a lo que, sonriendo, me respondió:
―No, pero, por ti, lo sería.
―Entonces, no entiendo.
Sin dejar de sonreír y poniendo cara de puta, me explicó:
―Tu mujer al verme espiándoos, pensó con razón que me había puesto bruta… ¿Y si le digo que fue por ella? ― hizo una pausa antes de seguir: ―Piénsalo… si cree que soy lesbiana, no desconfiará de ti y nuestro máximo riesgo es que intente seducirme.
Partiéndome de risa al imaginarme la escena, susurré en su oído mientras pellizcaba uno de sus pezones:
― ¿Y qué harías? ¿Te acostarías con ella?
Con una determinación que provocó que todos los vellos de mi cuerpo se erizaran, ese monumento de mujer contestó:
― ¡Por supuesto! Pero le exigiría que me tomará frente a ti. Recuerda que para ella fui abandonada por un marido infiel, comprenderá que no quiera repetir sus errores.
― ¿Me estás diciendo que le propondrías un trio?
―Claro, ¡tonto! –y con un extraño brillo en sus ojos, prosiguió diciendo: ―No creo que ocurra, pero no me importaría pagar el precio de comerle el coño a tu mujer por la felicidad de tener tu compañía.
Os reconozco que, en ese momento, la hubiera desnudado y me la hubiese follado contra la mesa del comedor porque me calentó de sobre manera el imaginarme una sesión de sexo entre los tres, pero haciendo acopio de cordura, me separé de ella y mientras iba a por una cerveza que me enfriara, contesté:
―Bien pensado. Creyéndote de la otra acera, se fiará de mí.
La carcajada que soltó mientras me iba retumbó en
mi mente durante horas. Tuve que reconocer que más que tener una esposa y una
amante, lo que realmente me apetecía era ampliar mi matrimonio y que ese bombón
se integrara en él….
No sabiendo a qué atenerme ni cómo iba a resultar el plan de mi vecina, no me quedó más remedio que esperar y observar cómo se desarrollaban unos acontecimientos que, aunque me interesaban no debía intervenir en ellos.
Mi espera no fue larga porque al salir del baño, mi mujer nos preguntó si nos apetecía ir a una cala cercana a tomar el sol. Paloma alabando como le quedaba el bikini que llevaba puesto, se acercó a mi mujer y susurrando en su oído, le dijo:
―No me extraña que traigas loco a Raúl. ¡Eres bellísima!
María abrió los ojos escandalizada por el tono sensual con el que la alabó, pero creyendo que había malinterpretado a su amiga no dijo nada.
Al ver la reacción de mi esposa y riendo en mi interior, las azucé a salir del chalé. Ya en el coche, por el retrovisor, descubrí que la zorra de Paloma sonreía en plan putón y aprovechando que solo la podía ver yo, se pellizcó uno de sus pezones mientras le preguntaba a mi mujer como era la playa a la que íbamos.
―Es un pequeño saliente que conocemos y que nunca hay gente. No creo que nos encontremos con nadie, estaremos solos― contestó María sin saber que nuestra vecina usaría la soledad de esos parajes para iniciar su ataque.
La determinación que descubrí en el rostro de Paloma me terminó de poner nervioso al suponer que de lo que ocurriera entre esas dunas, dependería no solo ese verano sino el resto de nuestras vidas.
«Si la aborda en plan bestia, la mandará a Madrid y tendré que esperar a septiembre para tirármela», sentencié menos preocupado al saber que eso solo supondría un retraso pero que luego María nunca sospecharía de mí al creer que la morena era lesbiana.
Ya en la cala y mientras bajábamos hacia la arena, mi vecina aprovechando que mi esposa se había adelantado unos metros me preguntó si María tenía algún punto débil:
―Le pone como una moto que le acaricien en culo― respondí en voz baja.
Su pícara sonrisa me informó de antemano de lo que iba a hacer. Por eso, aguardé con interés sus siguientes pasos. María involuntariamente colaboró en su caída cuando extendiendo la toalla, me pidió que le echase crema. Antes de que pudiera decir algo, Paloma sacó un bote de su bolso y sentándose junto a ella, comenzó a esparcirla por sus hombros mientras le decía:
―Tienes mucha tensión acumulada. ¿Quieres que te dé un masaje?
Mi esposa no quiso o no pudo negarse y asintiendo con la cabeza, permitió que la morena se recreara poniéndose sobre ella. Usando sus dos manos, comenzó a masajearle los músculos de su cuello sin que nadie pudiese observar nada erótico en ello. Hundiendo sus yemas en los trapecios de su amiga fue relajándola lentamente mientras desde mi toalla no perdía detalle.
― ¡Qué gozada! ― gimió María al sentir que los nudos de su cuello se iban disolviendo con la acción de los de su amiga.
Guiñándome un ojo, Paloma me anticipó el inicio de su ataque y poniendo un tono despreocupado, le dio un azote en el trasero:
― ¿Estás mejor? ¿Si quieres te relajo las piernas?
―Por favor― susurró su víctima inocentemente.
Cogiendo el bronceador fue dejando caer un hilillo de crema por las piernas de mi mujer con la intención de extenderla a continuación. Al hacerlo, observé que María se mordía los labios al sentir derramarse ese líquido por sus nalgas y por vez primera empecé a albergar esperanzas que el plan de Paloma tuviese éxito.
Actuando en plan profesional, nuestra vecina comenzó por los tobillos de mi mujer y presionando con sus dedos duramente los gemelos, fue subiendo por sus piernas mientras desde mi sitio me empezaba a calentar al ver la cara de placer que María ponía al notar las manos de Paloma relajándola. Con los ojos cerrados, estaba disfrutando del masaje sin saber que ese era el plan.
Mientras tanto, Paloma estaba esperando a que se confiara para terminar amasando su trasero con oscuras intenciones.
― ¿Te he dicho que tienes un culo precioso? ― preguntó mientras sus manos ya recorrían los muslos de mi esposa.
Esa pregunta hubiese sido inocente si no fuera porque en ese momento estaba acariciando con sus yemas el inicio de las duras nalgas de María. La cara de sorpresa de mi mujer al notar que esa caricia se prolongaba más allá de lo normal me divirtió y no queriendo que se cortara al descubrirme mirándome, desvié mi mirada y me puse a observar las olas, aunque de reojo seguía atento a lo que ocurría en la toalla de al lado.
Paloma obviando la tirantez de su amiga, siguió masajeando dulcemente su culo con caricias cada vez más atrevidas. Si en un principio María creyó que estaba equivocada y que ese masaje de nuestra vecina era inocente y por eso no se levantó al sentir esos dedos amasando sin parar sus nalgas, cuando los notó recorriendo los bordes de su ojete por encima de su bikini ya estaba tan mojada que no pudo evitar un gemido de placer.
Al oírlo, la morena le dio un nuevo azote y levantándose, nos avisó que tenía calor y que se iba a dar un chapuzón al agua. Acababa de irse corriendo hacia la orilla cuando incorporándose María me preguntó:
― ¿Te has fijado?
Haciéndome el despistado y aunque la humedad que lucía mi mujer en su entrepierna era evidente, contesté:
Durante unos segundos, mi esposa dudó si decirme que Paloma le había metido mano teniéndome a un escaso metro de ella, pero tras pensárselo bien, decidió no hacerlo y en vez de ello, me pidió que la acompañara a pasear por la playa. Su calentura me quedó patente cuando al pasar por unas rocas, tiró de mi brazo y sin darme tiempo a reaccionar, comenzó a frotar su sexo contra el mío mientras me rogaba que la tomara.
―Tranquila― le dije riendo: – Paloma puede vernos.
Su respuesta me convenció de que las maniobras de esa morena le habían afectado de sobre manera porque pegando un grito, me respondió:
―Si nos espía, ¡qué se joda!
Tras lo cual, me obligó a tumbarme sobre la arena y me bajó el traje de baño mientras me decía que iba a hacerme una mamada que nunca podría olvidar. Como comprenderéis no me quejé cuando mi mujer cogiendo mi sexo entre sus manos, lo acercó a escasos centímetros de su boca y relamiéndose los labios, me soltó antes de antes de metérsela en la boca:
― ¡Te voy a dejar seco!
De rodillas sobre la arena, se fue introduciendo mi falo mientras sus dedos recogiendo mis huevos con ternura los acariciaba. Desde mi posición, vi como mi esposa abría sus labios y pegando un gemido, se introducía la mitad de mi rabo en la boca. Con una expresión de lujuria en su rostro, sacó su lengua y lamiendo con ella mi glande, se lo volvió a enterrar, pero esta vez hasta el fondo de su garganta.
― ¿Por qué estás tan cachonda? ― con recochineo pregunté al sentir la urgencia de sus actos.
En vez de contestarme, siguió a lo suyo y ya con mi verga completamente embutida en su boca, comenzó a sacarla y a meterla a un ritmo constante. Comprendí al notar la presión que ejercía su garganta sobre mi glande que mi esposa estaba desbocada y por eso presionando con mis manos sobre su cabeza, hice que esa penetración fuera total y que la base de mi pene rozara sus labios.
―Eres una mamona de lujo― sentencié al notar que María incrementaba la velocidad de su mete saca mientras llevaba una de sus manos entre sus piernas y dejándose llevar por la calentura, metía los dedos dentro de su tanga, se empezaba a masturbar.
La excitación que se había acumulado en su cuerpo durante el masaje provocó que, a los pocos segundos de torturar su clítoris, mi esposa pegando un grito se corriera. No contenta con ello se sacó mi polla de la boca, para acto seguido, usándola como pica, empalarse con ella mientras aullaba pidiéndome que la tomara.
La belleza de sus pechos rebotando arriba y abajo al compás con el que su dueña acuchillaba su sexo con mi miembro, me obligó a cogerlos y llevando sus pezones hasta mis labios, ir alternando en ambos mordiscos y lametazos. Los berridos de mi mujer fueron muestra elocuente de la lujuria que la consumía y mientras no paraba de galopar sobre mí, fue uniendo un clímax con el siguiente.
― ¡Sigue! ¡No pares! ― aulló descompuesta.
El enorme riachuelo de flujo que brotaba de su entrepierna y que empapaba mi cuerpo cada vez que mi estoque se hundía en su interior, elevó mi calentura hasta que agarrando sus nalgas con mis garras presioné su vulva contra mi cuerpo mientras con una serie de explosiones de mi pene, me derramé en su interior. María al notar en su intimidad la calidez de mi semilla, se dejó caer sobre mí y retorciéndose obtuvo y mantuvo su enésimo orgasmo mientras todo su cuerpo temblaba de placer.
Abrazada a mí, con mi pene todavía incrustado en su coño, mi mujer apoyó su cabeza en mi pecho y sin levantar su mirada, me preguntó:
― ¿Sabes que te amo?
―Lo sé― respondí mientras con mis dedos acariciaba su melena.
Fue entonces cuando me reconoció que ese masaje la había puesto bruta y casi llorando, me pidió que la perdonara. Conmovido, la consolé diciendo que era lógica su reacción porque en su interior quería ayudar a su amiga:
― ¿Tú crees que ha sido eso? ― insistió.
―Claro― con ternura contesté: – Sabiendo lo sola que está, tu cuerpo ha reaccionado cómo reaccionaría el mío. Piensa que Paloma es una mujer muy bella…
No me dejó terminar y plantándome un beso, buscó reanimar nuestra lujuria justo cuando escuchamos que gritando nuestra vecina nos llamaba. No queriendo que nos pillara en pelotas, acomodamos nuestras ropas y fuimos a su encuentro. Al llegar a su lado, nos explicó que algo le había picado en el pie.
Preocupada, mi mujer se agachó y al comprobar que se le estaba hinchando, me pidió que cogiera a Paloma en brazos porque teníamos que llevarla a la cruz roja para que la atendieran. Mientras la llevaba hacia el coche, mi vecina aprovechó que María se había quedado recogiendo sus cosas para preguntarme si su masaje había conseguido excitarla.
―Sí― reconocí.
Fue entonces cuando ella respondió con una sonrisa:
―Aunque no me lo esperaba, a mí también. Me he puesto brutísima al meterla mano frente a ti.
Al analizar brevemente sus palabras comprendí que ambas compartían un mismo sentimiento y que solo tenía que conseguir que ambas lo aceptaran para cumplir mi fantasía de compartir con ellas un trio permanente. Dando por seguro la aceptación por parte de mi vecina, supe que me tenía que concentrar en mi esposa y por eso, una vez en el hospital y mientras hacían la cura a Paloma traté de tantear el terreno, diciendo:
― ¿Recuerdas cuando en la playa, me has reconocido que te excitaste cuando te tocó?
―Sí― respondió muerta de vergüenza.
Con la imagen de ese masaje en su mente, le confesé que a mí me había ocurrido lo mismo y que en ese momento, me hubiese encantado follármela mientras Paloma la tocaba.
―Eres un pervertido― contestó soltando una risotada.
Al no haberse enfadado por mi indirecta, concebí esperanzas que durante ese mes se hiciera realidad y dando tiempo al tiempo, cambié de tema no fuera a ser que al insistir mi mujer se encabronara. Como a la media hora, Paloma salió de la consulta y nos comentó que estaba bien pero que le había recomendado que no pisara con el píe enfermo.
―Te toca cargarme― soltó con una pícara sonrisa en
sus labios.
MI ESPOSA Y LA PARTIDA DE POKER (y 3)
Andrés, sin dejar de masturbarse con una de sus manos, agarró con la otra uno de los hombros de mi mujer. Manteniéndola sentada, la separó del respaldo del sofá y la atrajo hacia él, hasta que su rostro estuvo a escasos centímetros de su rabo. Silvia observó brevemente la polla babeante de Andrés y luego dirigió su mirada a los ojos de mi jefe, con el mismo aire de desafío mostrado con anterioridad. Andrés aceleró los movimientos de su mano sobre la polla y por unos instantes pareció que iba a terminar de hacerse la paja sobre el rostro de ella, pero la mirada altiva de Silvia debió hacerle recapacitar y se paró. Acercó la punta de su capullo a los labios de Silvia y lo restregó suavemente por ellos, impregnándolos de líquido preseminal. Silvia se limpió con la mano los labios y levantó de nuevo su fría mirada a Andrés, quién meditaba qué hacer a continuación.
Mi jefe le tomó la cara con las manos y, tras acariciarle repetidamente las mejillas, se dispuso a besarla. Andrés tanteó con su lengua sobre los labios de mi esposa, hasta que ella los abrió permitiéndole el paso y él aprovechó para besarla con pasión, moviendo la lengua con fuerza en el interior de su boca. Echó su cuerpo hacia el de ella obligándola a recostarse de nuevo sobre el respaldo del sofá y le separó las piernas lo suficiente para dejar al descubierto la raja de su coño y dirigir allí su tranca. No tardó demasiado en acoplarse e introducirle el nabo en su totalidad moviéndose despacio, tomándose el tiempo necesario para no incurrir de nuevo en el error de una corrida prematura.
Luego dirigió sus besos a las tetas de Silvia que, pese al disgusto que le provocaba ser jodida por Andrés, notó como sus pezones se erizaban con el jugueteo de la lengua del macho sobre ellos. Cuando Andrés llevó sus dedos al clítoris de mi mujer y lo frotó repetidamente, acompañando la follada, ésta tuvo que esforzarse en reprimir la creciente excitación que iba sintiendo. La suerte para ella era que Andrés también estaba próximo al climax y por ello, al poco rato, él le sacó la polla, se medio incorporó y empujó a Silvia por los hombros hacia abajo, arrastrándola desde el respaldo al asiento del sofá.
Cuando la tuvo incómodamente tumbada de cuerpo para arriba sobre el asiento, se arrodilló sobre éste y llevó su picha al perfecto canal que separaba sus dos grandes tetas. Las agarró con ambas manos, ocultó entre ellas su miembro y moviendo de arriba abajo los dos globos mamarios comenzó de nuevo a masturbar su polla con ellos.
Joder Silvia, vaya par de tetas que tienes. Me dan ganas de echártelo todo entre ellas, pero aún no ha llegado el momento.
¡El momento de qué, cerdo! – Silvia le contestó – ¿Aún no has tenido bastante?
Pronto lo verás, querida, y los demás también.
Andrés abandonó el desfiladero en el que su polla estaba a punto de explotar y agarrando a Silvia de las caderas tiró aun más de ella hacia abajo, mientras él se arrodillaba en el suelo. Con esta maniobra consiguió que ella quedara sentada en el suelo con la espalda apoyada en la base del sofá y la cara recostada sobre el asiento. Acercó su verga al rostro de Silvia y comenzó a restregarla por todos los rincones de éste. Luego le acercó a la boca la punta del nabo y con tres pequeños golpecitos le invitó a abrirla. Vi cómo mi esposa le miraba con rabia y sin ánimo de obedecer, pero otros tres golpes más fuertes sobre sus labios le convencieron de que era estúpido negarse.
Cuando Silvia entreabrió la boca, Andrés empujó y le metió más de la mitad de su aparato, iniciando una nueva masturbación, meneándose la parte de la polla que aún sobresalía. Silvia puso de manifiesto su desagrado cuando sintió las gotas de líquido preseminal que desprendía el capullo de Andrés conforme este se pajeaba cada vez más rápido, pero en ningún momento se la mamó, dejando que todo lo hiciera él, a quien parecía no importarle la actitud pasiva de ella
Tras unos minutos de continuada masturbación, acompañada de suspiros y gemidos por parte de Andrés, él saco la picha de la boca de Silvia y sin dejar de pajearse, se dirigió a ella.:
Sabes Silvia, desde que te conocí tu belleza me dejó prendado, pero siempre has tenido conmigo un comportamiento altivo y grosero. Esa forma de tratarme hizo cambiar mis iniciales e inocentes fantasías sexuales contigo hasta desear cosas bastante más perversas que un simple polvo. Últimamente mis mejores pajas me las he hecho pensando en que me la pelaba sobre tu cara hasta correrme sobre ella. Nunca pensé que esto pudiera ocurrir, pero aquí estamos los dos, haciendo realidad mis fantasías.
Eres un cerdo asqueroso y salido.
Tienes razón Silvia, soy un guarro y un salido que te va a llenar la boca y la cara de lefa caliente. Vamos, ¿a qué esperas? Abre la boca.
¡Adelante cabrón, termina de una puta vez!
Silvia abrió su boca y Andrés le metió de nuevo buena parte de la polla acelerando el movimiento de su mano sobre la parte que aún sobresalía y suspirando cada vez con más intensidad. Tras un minuto de furiosa masturbación y medio gimiendo exclamó:
Joder, te voy a embadurnar de leche. Voy a disfrutar de la mejor corrida de mi vida.
Un ronco grito acompañó el inicio de su eyaculación que, pese al anuncio hecho por Andrés, pilló por sorpresa a Silvia que en cuanto sintió el esperma en su boca apartó la cara hacia un lado escupiéndolo con fuerza y liberándose de la polla. A Andrés no le importó, sujetó la cabeza de Silvia con la mano libre y dirigió cada nuevo chorro de leche hacia una parte distinta del rostro de mi esposa. Una vez culminada la eyaculación restregó con su propia verga el semen acumulado esparciéndolo por la cara de Silvia: Luego, tambaleándose, se incorporó y se sentó en el otro sofá sujetándose el pene, aún chorreante y con el semblante repleto de satisfacción. Había completado una deliciosa venganza y era evidente que había disfrutado muchísimo con lo que le había hecho a Silvia.
Increíble, ha sido increíble, mucho mejor de lo que esperaba. Y tú ¿qué tal Silvia? ¿Te ha gustado mi leche?
Silvia, con la cara toda pringosa, se sentó de nuevo en el sofá, a mi lado y le objetó con sorna:
Seguro que es tan asquerosa como tú. ¿No has visto que la he escupido? Apenas he tenido que probar su sabor.
Andrés replicó:
¿No quieres reconsiderarlo? Aun puedes hacerlo, tienes la cara llena de esperma.
En ese momento Juan, que estaba en el sofá junto al exhausto Andrés, se levantó torpemente y se dirigió hacia Silvia. El bulto en sus pantalones era tan evidente que cuando ella le vio acercarse saltó con brusquedad:
– ¿Qué? ¿Tú también quieres hacerme lo mismo?
Pero Juan sacó un pañuelo de su bolsillo y balbuceó:
No. Yo sólo venía a ofrecerte un pañuelo para que te limpies la cara.
Silvia hizo un gesto como pidiendo perdón y le dejó que él mismo le limpiara todos los restos de semen. Una vez terminada la tarea Juan se quedó parado frente a ella admirando su cuerpo desnudo, pues Silvia ya ni se preocupaba por taparse.
De inmediato Andrés retomó la voz cantante de la situación, dirigiéndose a mi esposa:
¿Has visto lo galante que ha sido Juan? ¿No crees que deberías recompensarle de algún modo?
Silvia lanzó primero una furiosa mirada a Andrés, para concentrarse después en el hombre que tenía ante ella, y que inconscientemente, mientras se deleitaba observando sus curvas, se frotaba con la mano en la entrepierna. Andrés intervino de nuevo:
– ¿Tu que crees, Juan? ¿No te mereces un premio? ¿Una mamadita?
Juan, cada vez más turbado, contestó con un hilo de voz:
– No se. Jamás me lo han hecho y no estoy seguro de que me guste.
– ¿Nunca te la han chupado? Eso no puede ser. Tienes que probarlo. Te aseguro que es delicioso.
– Pero yo estoy a cien y podría venirme en su boca y eso es algo que no quiero hacer, es demasiado… sucio. Yo prefiero hacerlo cómo antes, en su coño.
– Pues ya no hay condones, pero tú no te preocupes, deja que te la mame y si notas que te vas a correr, te la follas por el coño y te sales cuando te llegue.
Andrés se dirigió de nuevo a Silvia:
Vamos Silvia, chúpasela un poquito. Dale esa satisfacción, deja que lo pruebe.
Silvia me miró, cómo no dando crédito a lo que oía, pero yo, deseoso en el fondo de que se la mamara también a Juan, asentí levemente, cómo dando la razón a Andrés. Con un pequeño gesto me dio a entender que todos estábamos locos, pero era evidente que ya ni mi esposa tenía tabúes y acercó sus manos a las del tembloroso Juan y las apartó del bulto de sus pantalones. Maniobró con el cinturón, el cierre y la cremallera de sus pantalones para permitir bajárselos hasta la mitad de los muslos. Sus largos calzoncillo de líneas verticales azules fue la siguiente prenda que Silvia le bajó a la misma altura. La polla de Juan apareció, entre una despoblada mata de pelos muy largos y completamente tiesa, ante sus ojos. Me pareció bastante más gruesa que la primera vez que la vi esa noche, seguramente porque su excitación en ese momento era mayor. Volvió a sorprenderme el contraste entre el blanquecino color de su tronco y el rojizo de su glande medio descubierto.
Juan permanecía quieto, sin saber muy bien qué hacer, y fue la propia Silvia la que cogió su polla y con mucha suavidad terminó de descapullarlo, mientras él se estremecía al sentir el contacto de la palma de la mano de mi mujer sobre su dura verga. Cuando ella echó su cuerpo hacia atrás, para apoyar su espalda en el respaldo del sofá, tiró de la polla de Juan obligándole a acercarse y finalmente a poner sus rodillas sobre el asiento a ambos lados de los muslos de ella. Silvia deslizó un poco su cuerpo por el respaldo hasta que el cipote de Juan estuvo a la altura de su boca y luego con un nuevo y ligero tirón la acercó a sus labios.
Cuando engulló el glande en su boca el hombre cerró los ojos, pero cuando se metió en la boca la mayor parte de la picha y, esta vez sí, empezó a mamársela, Juan emitió un gruñido de satisfacción y empezó a suspirar. Era, sin duda, la primera vez que Silvia hacía una mamada, pero también era la primera vez que Juan la recibía. Se la estuvo chupando un rato hasta que empezó a mover rítmicamente los labios subiendo y bajando por el tronco de su cipote cuyo grosor hacía que la piel se moviera al mismo compás, originando un efecto masturbatorio que posiblemente ni la propia Silvia quería, pero que Juan seguro que agradecía, pues le estaba produciendo un gusto impensable, tanto que, instintivamente, apoyó sus manos sobre la parte alta del respaldo del sofá y comenzó a mover su cuerpo, al principio muy ligeramente, siguiendo el vaivén de la mamada de mi mujer.
Las sensaciones placenteras de Juan se fueron incrementando y eso hizo que sus movimientos de riñones de adelante a atrás a se intensificaran y que él comenzara a olvidarse de sus opiniones morales ante la posibilidad de correrse entre los labios de Silvia, mientras su polla asumía el mando de la situación, follándose a mi esposa por la boca, con creciente ímpetu.
Llegó un momento en que la fuerza de la follada era tal que Silvia, intuyendo lo que podía pasar, intentó apartarle poniendo sus manos sobre el pecho del hombre que ya estaba fuera de sí. El intento de mi mujer fue inútil y las exclamaciones de placer de Juan inundaron el salón hasta que su cuerpo empezó a sufrir las convulsiones que ya habíamos visto antes y que anunciaban su inminente orgasmo.
¡Ay Dios, esto es increíble! – pudo exclamar justo antes de que los temblores de su cuerpo aparecieran al empezar a correrse.
Silvia se dio cuenta de que Juan le iba a inundar la boca de esperma e intentó zafarse del pollón pero esta vez no tuvo escapatoria. El temblor de Juan empujaba sin parar su grueso cuerpo contra el rostro de Silvia aplastándolo contra el respaldo del sofá y mi esposa comenzó a recibir en su boca la eyaculación del hombre. Como el grosor de la polla de Juan impedía a Silvia escupir la leche que el vomitaba, intentó retenerla entre sus mofletes que se fueron hinchando. Dado el tiempo de abstinencia de él, y pese a haberse ya corrido una vez, la corrida fue larga y copiosa y en medio de la misma, entre tosidos y arcadas, ella tuvo que tragarse el líquido mientras Juan seguía soltando leche.
Finalmente cesaron los temblores y Juan culminó su éxtasis, pero mantuvo su cuerpo aún apretado sobre mi mujer un buen rato hasta que ella le empujó y él se retiró con su pene ya en clara decadencia. Los aplausos de Andrés resonaron en el salón.
¡Sí señor! ¡Ha sido genial! Ya te lo advertí Juan. Una buena mamada es deliciosa y veo que la has disfrutado de verdad.
Juan retrocedió hasta el mueble, intentando recuperar la compostura y la cordura.
¡La virgen! Ha sido la corrida mas intensa que he tenido en mi vida – y mirando a Silvia se excusó:
Lo siento Silvia, ha sido superior a mí, no he podido evitarlo. Cuando empezaste a pajearme con los labios me descontrolé. Te agradezco el maravilloso momento que me has hecho pasar.
Silvia sonrió sinceramente a Juan y le dijo:
No te preocupes, no pasa nada. Me alegro por ti que lo hayas disfrutado.
Luego se levantó y, tras mirarme brevemente con una expresión que nunca antes había visto en ella, se dirigió, contorneándose como una puta, hacia la silla en la que Lucas había contemplado el espectáculo sin dejar de acariciarse su oscura y circuncindada verga. Aunque prácticamente ya no había nada que pudiera sorprenderme esa noche, no me esperaba las palabras que dirigió al hombre gitano mientras le miraba fijamente a los ojos:
¿Y tú qué, Lucas? ¿No quieres que también te la chupe?
Y se acercó aún más a Lucas mirándole la polla con descaro y claras muestras de deseo, inclinando su cuerpo con clara intención de metérsela también en la boca, pero él se levantó y la alzó también a ella, puso sus dos manos sobre el trasero de mi mujer atrayéndola hacia él. Sus manos se pasearon por las nalgas de Silvia, abrieron sus cachetes y sus dedos se introdujeron repetidamente por la raja del culo, acariciando el agujero de su ano. Lucas y Silvia se besaron con auténtica pasión.
Ella no se mantuvo quieta y, mientras seguían besándose, acarició con una mano la espalda tersa del gitano y con la otra le imitó palpándole y pellizcándole repetidamente el delgado trasero aunque sin rozarle la raja del culo.
Yo ya había asumido que ese hombre producía un efecto devastador en la sexualidad de mi esposa y no me importaba, al contrario me excitaba, aún más si cabe, el abierto comportamiento de ella hacia él.
Lucas puso una vez más a mi esposa a cuatro patas, justo frente a mí, y empezó a lamerle una y otra vez el orificio anal, acudiendo, de vez en cuando, al vaginal. Se incorporó y apuntó con su sable totalmente tieso al trasero de ella. Cuando su polla empujó sobre las paredes de entrada de su ano, Silvia, sorprendida, se giró, pero pese al dolor que la penetración le producía, no rechistó e intentó disfrutar de algo que sexualmente era para ella totalmente novedoso.
Lucas consiguió, con mucho esfuerzo, introducirle buena parte de su cipote en el ano y se movió lentamente, sin llegar a conseguir al principio que Silvia se relajara lo suficiente para gozar de la sodomización. Sin embargo el gitano mantuvo pacientemente durante bastantes minutos la lentitud de sus embestidas hasta que su polla se acopló al canal del recto de mi mujer y empezó a entrar y salir de él sin dificultades. Los gemidos de Silvia le indicaron que ella empezaba a gozar de la verga en su culo y para excitarla aún más llevó una de sus manos a su coño acariciándole el clítoris, mientras incrementaba la fuerza con lo que le taladraba el culo.
Cuando parecía inminente el orgasmo de Lucas, y puede que también el de mi esposa, Andrés se les acercó, de nuevo con la polla en completa erección y le susurró algo al hombre. Lucas se salió, alzó a Silvia y ocupó su lugar tumbado en el suelo. Sin dejarla mirar hacia atrás, donde Andrés esperaba masturbándose, la instó a cabalgarle. Silvia bajó su cuerpo sobre el de Lucas y escondió la polla dentro de su coño. No tuvo ya tiempo para subir. El capullo de Andrés la sorprendió abriéndose paso con ímpetu en su ojete que tan abiertamente, y sin saberlo, había dejado expuesto a la vista del odiado hombre. Mi jefe empujó y le metió la tranca sin muchos problemas, tomando el mando de la follada/enculada con enérgicos golpes de riñón. Ensartada entre los dos hombres y follada duramente por ambos, Silvia ya ni protestó por la rudeza de Andrés, abandonándose al placer que le producían los movimientos de las pollas en sus dos canales. Andrés, en medio de los jadeos y gemidos de los tres, no quiso reprimirse:
¡Joder Silvia! Darte por culo es lo único que me faltaba estaba noche. Y ya veo cómo disfrutas mientras te partimos en dos. Estás hecha una auténtica zorrona.
Andrés no aguantó mucho tiempo sintiendo la estrechez del canal anal de Silvia y anunció su corrida:
Me voy a correr otra vez. Toma mi leche. Guardátela en ese precioso culo.
Jadeando, Andrés se corrió por tercera vez esa noche dentro de mi esposa y luego, medio desfallecido, abandonó el cuerpo de Silvia y volvió a sentarse junto a Juan.
Parecía que era lo que Lucas esperaba, pues apenas se quedó sólo con ella, la volteó girándola boca arriba, se agarró a sus pechos y le penetró de nuevo por el coño, iniciando un furioso mete-saca que mi esposa sin duda agradeció mientras todos sus sentidos se revolucionaban para llevarla a la cima del placer.
Una mezcla de gritos y gemidos acompañaron el orgasmo de Silvia que aprisionaba con sus piernas y brazos el cuerpo de Lucas sobre ella mientras éste se la follaba a placer con potentes embestidas y sin parar de acariciarle y chuparle los pezones. Fue una corrida brutal de mi esposa, pero ella, fuera de sí, quería más y separó la boca de Lucas de sus pechos y de nuevo le besó con furia y pasión. Lucas respondió acelerando aún mas sus envites mientras el sudor recorría la mayor parte de su cuerpo, hasta que sintiendo la proximidad de su venida se incorporó y abandonando el coño de mi mujer empezó a meneársela dispuesto a correrse sobre aquel.
Entonces Silvia le agarró con ambas manos de la cintura y le instó a reptar hacia su pecho. Lucas aceptó la invitación y, arrodillado, se movió hasta colocar ambas rodillas a la altura de sus pechos. De inmediato envolvió su polla entre las tetas de Silvia y se masturbó con ellas durante un par de minutos. Silvia volvió a instarle a subir su cuerpo aún mas arriba y Lucas, a regañadientes, abandonó la cubana que se estaba haciendo, situando ya sus rodillas a la altura del cuello de ella. Cuando mi mujer tuvo la estaca de Lucas a su alcance, se apoderó furiosamente de ella y bajándola la restregó repetidamente sobre su cara sin cesar de pajearle, luego la observó con detenimiento, cómo si quisiera descubrir todos los secretos, para ella desconocidos, que pudiera tener una polla. Su lengua se concentró sobretodo en la base del capullo, pasándola con reiteración sobre la zona del frenillo, algo que, a tenor de los gestos de su cara, a Lucas le debía resultar maravilloso. Luego se la metió en la boca y se la mamó con ganas, acariciándole con una de sus manos los huevos. La mamada era tan enérgica que iba a llevar a Lucas a correrse sin remedio, pero él no debía querer hacerlo aún, pues consiguió sacar la verga del húmedo recinto que la albergaba y, reptando un poco más, tapó con sus cojones la boca de Silvia.
Mi mujer, cada vez más encendida no se lo pensó y empezó a chupar con frenesí las pelotas del gitano que ahora se masturbaba más lentamente. Lucas bajó su otra mano hacia el chocho de Silvia y volvió a acariciarle el clítoris con su habitual maestría. Las lamidas de Silvia comenzaron a ser acompañadas por gemidos de placer e inconscientemente sus manos se posaron de nuevo sobre las nalgas de él, empujándole aun más hacia ella. Lucas, viendo el estado de frenesí de ella, decidió aventurarse aún más y reptando nuevamente puso su ojete a la altura de la boca de mi esposa, permaneciendo quieto y esperanzado en una reacción positiva de ella, mientras le masturbaba el coño con más intensidad. En efecto no tuvo que esperar mucho, pues Silvia subió su rostro lo suficiente para apoyar sus labios en el esfínter de Lucas quien al sentirlos sobre su ojete se estremeció y empezó a moverse de arriba a abajo consiguiendo que los labios de Silvia se pasearan por toda la raja de su culo. Cuando ella empezó a manipular con la lengua su ano, Lucas se derritió y empezó a pelársela con más fuerza.
Desde mi posición, con incredulidad, veía perfectamente los vericuetos que la lengua de mi esposa efectuaba entre los pelos negros del culo del gitano y como se introducía repetidamente en el interior de su oscuro agujero.
A punto de correrse, Lucas bajó su posición y Silvia aprovechó para apoderarse de inmediato de su polla, metiéndose la mitad en la boca mientras le pajeaba con fuerza. Lucas comenzó a gruñir sintiendo como la leche estaba a punto de subirle por el tronco de su picha. Cuando el cuerpo del hombre se tensó, Silvia le soltó la polla y la engulló por completo dentro de su boca dispuesta a ordeñarle toda la leche que tenía en los cojones. Lucas finalmente aflojó la tensión y empezó a descargar su semen en la boca de mi mujer, entre continuos espasmos de placer. Al sentir la leche caliente Silvia, con un gemido gutural acentuado, pues tenía la boca ocupada, también se corrió. De nuevo fue un orgasmo pronunciado mientras recibía, esta vez con auténtico deleite, la lefa de nuestro invitado.
Cuando Lucas pudo incorporarse volvió a sentarse en la silla, dejando a Silvia tumbada sobre la alfombra. Todos nos dimos cuenta de que el esperma que había escupido Lucas seguía en su boca y ella jugaba con su lengua moviendo el preciado líquido por todos los rincones. De repente se puso de rodillas sobre la alfombra justo frente a mí, mirándome con una sonrisa llena de lascivia. Entonces abrió la boca y me mostró por unos instantes la nata de semen que había batido saboreando el esperma de Lucas, tragándosela a continuación. Se relamió, abrió la boca y permaneció inmóvil, suplicando con la mirada lo que yo, en el fondo, estaba deseando hacer.
¿Será posible? ¡Esta mujer es una auténtica furcia! Vamos Mariano, ¿Qué estás esperando? Creo que tu mujer no ha tenido bastante y necesita más.
La voz de Andrés me hizo reaccionar. Notaba el dolor en mis testículos originado por la prolongada erección que me había causado la sesión de sexo de mi esposa con mis tres colegas de juego. Me levanté y saqué al exterior mi endurecido cipote y lo posé sobre la lengua que Silvia, golosamente, apoyaba sobre su labio inferior, esperando una nueva ración de leche. Apenas tuve que meneármela un par de veces para que el placer se apoderara de mis sentidos y dejara escapar, a borbotones, toda la leche que tenía acumulada en mis huevos. Silvia la recibió, la saboreó como había hecho antes con la de Lucas y se la tragó, dando así por concluida una noche de inimaginable sexo para ella y todos nosotros.
Éramos conscientes de que todos, esa noche, de una u otra forma, habíamos ganado la apuesta. Los tres hombres se habían tirado y habían gozado de mi esposa a placer, y Silvia y yo habíamos descubierto una faceta en nuestra vida sexual que seguramente nos iba a marcar positivamente para siempre.
Por cierto, el lunes siguiente Andrés me entregó el cheque de 30.000 euros, aunque no me correspondía, y yo, por supuesto, lo cogí. Mañana viernes hay una nueva timba de póker, esta vez en casa de Andrés, y yo estoy convencido de que, enseñándole el cheque a Silvia, no tendré muchos problemas en convencerla de que me acompañe a la partida.
FIN
A pesar de llevar cinco años trabajando como director financiero en Unity Shares, Peter Morales nunca había conocido ni le habían presentado a Sam Harries, su presidente. Lo más alto que había llegado a tratar en el escalafón fue a Patricia Tanaka, la consejera delegada, una treintañera de origen japonés. a la que las malas lenguas atribuían un affaire con su jefe. Su situación no era algo extraño porque el tal Sam era un anacoreta que vivía enclaustrado en su finca, negándose a mantener contacto con el exterior.
Exceptuando a su segunda, nadie lo conocía y por eso cuando una mañana recibió en su email un correo citándolo, Peter creyó que era broma. Tuvo que ser su superiora directa la que le sacara del error y le confirmara que la cita era real.
Asustado, pero contento por el honor que suponía conocer a uno de los financieros más brillantes de Wall Street, aceptó reunirse con el ermitaño en su mansión de un pequeño pueblo de Carolina del Sur durante el fin de semana.
Sin saber que era lo que se requería de él, pensó en multitud de escenarios, pero jamás creyó posible que la razón de esa reunión fuera que queriendo acallar los rumores sexuales que le unían con la señorita Tanaka, el presidente de la compañía le propusiera servir de parapeto.
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Para que podías echarle un vistazo, os anexo el primer capítulo:
A pesar de llevar cinco años trabajando como director financiero en Unity Shares, Peter Morales nunca había conocido ni le habían presentado a Sam Harries, su presidente. Lo más alto que había llegado a tratar en el escalafón fue a Patricia Tanaka, la consejera delegada, una treintañera de origen japonés y de muy buen ver que había acompañado al tal Sam desde la fundación de la compañía.
Su caso no era algo extraño en la organización. Todo lo que rodeaba a ese sujeto era un enigma y en lo poco que había unanimidad sobre el gran jefazo era sobre dos temas, el primero que todo el mundo lo consideraba un oscuro genio de las finanzas que había desarrollado un algoritmo que había revolucionado la industria. El segundo y que explicaba porque se le consideraba un antisocial, era que llevaba ocho años sin salir de su rancho de Carolina del Sur.
Por eso, cuando esa mañana al abrir su mail y ver que había recibido uno de ese maniático de la privacidad citándolo en su finca ese mismo fin de semana, pensó que se trataba de una broma. Broma cuyo autor no podía ser otro más que James Graves, otro de los ejecutivos, encargado del área informática y gran amigo suyo.
Queriendo dejar claro que no había caído, cogió el teléfono y lo llamó diciendo:
―Eres un cabrón, casi me meo al leer que me escribía su santidad.
―¿De qué hablas? Te juro que no te entiendo.
Dando por sentado que seguía con la guasa, Peter insistió:
―Déjate de tonterías. Nadie más que tú tiene los conocimientos y los huevos suficientes para crear un correo de la empresa a nombre de ese ermitaño solo para hacerme quedar como un payaso.
―¿Qué ermitaño? ¿Sam Harries?― replicó preocupado de que alguien hubiese usurpado la personalidad del presidente tras acceder al correo central de la compañía. No en vano, todo lo que tenía que ver con ese tema era responsabilidad suya.
Al confirmarle que sí, James le pidió que no comentase a nadie lo sucedido y que le esperase, porque si quería descubrir quien había traspasado las defensas que había instalado, debía buscarlo desde el ordenador que había recibido el citado mail.
«Coño, ¡no ha sido él!», pensó para sí al comprobar lo asustado que se había quedado el técnico.
La seriedad con la que trataba esa intrusión quedó confirmada al verlo entrar por la puerta de su despacho cuando no habían pasado ni tres minutos y sabiendo que su visita era de trabajo, le dejó la mesa para que se sentara mientras le señalaba el correo del que hablaban.
Durante más de cuarto de hora, el pelirrojo estuvo tecleando en su terminal hasta que, derrotado y totalmente acojonado, reconoció que había sido incapaz de descubrir nada raro que hiciera pensar que se trataba de un hacker.
―Si no llega a ser imposible, juraría que este mensaje te lo ha mandado el propio Harries.
―¿Y ahora qué hacemos?― preguntó Morales.
Si ya de por si dudaba que el presidente del conglomerado supiera quien era él, el hecho que le pidiera ir a verlo a su Sancta Sanctorum resultaba absurdo.
―No nos queda otra que ir a ver a doña Patricia y comentarle lo ocurrido ― musitó su amigo temiendo por su puesto.
La perspectiva pedirle audiencia, sin que lo hubiese citado previamente, no le gustaba en absoluto al tener fama de arpía y de tratar a patadas a todo aquel que le hiciera perder el tiempo.
―Ni de coña, mejor la llamo― replicó el hispano.
James discrepó de inmediato porque creía que era mejor para sus intereses el dar la cara y reconocer que los parapetos que había levantado alrededor del servidor no habían podido evitar que un intruso los hubiese franqueado.
Seguían discutiendo cuál de las dos soluciones era mejor cuando el sonido del teléfono provocó una tregua entre ellos, al leer Peter en la pantalla que era la jefa quien le llamaba:
―Doña Patricia, ¿en qué le puedo ayudar?
Por el propio semblante de su amigo, supo que la conversación giraba sobre el dichoso mail y sin poder hacer otra cosa que esperar a que terminara la conversación, el informático empezó a darle vuelta sobre cómo era posible que esa mujer se hubiese enterado del tema sin que ellos se lo hubiesen dicho.
Al colgar, Peter ya sabía que el mail era verdadero, pero aun así decidió putear unos minutos a su colega y viendo que le miraba totalmente pálido, lo dejó sufriendo al decirle mientras se levantaba que se tenía que ir a reunirse con la jefa.
―Te acompaño― con el rostro totalmente blanco le pidió James.
Al percatarse de que realmente estaba pasando un mal rato, lo tranquilizó diciendo:
―No hace falta. No tienes nada por qué preocuparte, me ha llamado para organizar mi visita a la finca de Harries.
Respirando por primera vez en media hora, su amigo le dijo adiós en las puertas del ascensor que le iba a llevar hasta la planta presidencial donde Sam Harries tenía en teoría su despacho, despacho que usaba realmente su segunda, la mujer a la que iba a ver. Ya dentro del estrecho cubículo, Peter se quedó pensando en lo poco que se sabía de la relación del anacoreta con la consejera delegada.
Muchos hablaban de que realmente doña Patricia era la amante de Harries, otros decían que era una hija que tuvo y que nunca reconoció, pero a ciencia cierta nada era seguro y todo eran habladurías. En su caso y desde que la conoció hace más de dos años, la oriental le había parecido una monada. Monada a la que, de no ser su jefa, a buen seguro hubiese echado los tejos.
Menuda, pequeña y sin tetas, pero atlética y guapa a rabiar, esa ejecutiva era un objetivo que atacar. Si nunca había dado ese paso fue por miedo a perder un trabajo, que además de ser interesante, estaba estupendamente remunerado.
«Siempre que he coincidido con ella me ha parecido que le gusto por la forma en que me mira el trasero», murmuró bastante alterado y sin querer reconocer que la realidad era otra y que cuando estaba con ella, era él el que no podía dejar de pensar en cómo sería esa mujer en la cama.
Al abrirse las puertas, el hombretón puso su cara de póker y dirigiéndose a la secretaria apostada a la salida como un dóberman, le pidió que informara a doña Patricia de su llegada. La hierática rubia lo miró de arriba abajo antes de dignarse a coger el intercomunicador y avisar a su jefa que tenía visita. Esa total ausencia de emotividad le resultó molesta, acrecentando con ello su propio nerviosismo.
«No conozco a nadie que haya sido citado en el rancho por su santidad», se dijo mientras con frustración recordaba que una de las razones que le habían llevado a aceptar el puesto, había sido la posibilidad de crecer bajo la tutela del analista más famoso de Wall Street. Por eso, el único motivo que se le ocurría para que, después de cinco años trabajando en la compañía, Sam Harries quisiera conocerle personalmente era un ascenso en su carrera.
«Joder, si eso significa trabajar codo con codo con él, ¡acepto! Aunque suponga que me tenga que ir a vivir a ese jodido pueblo», dijo para sí mientras escuchaba que ya podía pasar.
Patricia Tanaka lo recibió en la puerta y extendiendo su mano, lo saludó afectuosamente.
―Peter, sé lo ocupado que estás. Te agradezco que hayas podido hacer un hueco y subir a verme.
Que la oriental se mostrara cordial le resultó raro y más cuando siempre que había departido con ella cualquier asunto, su comportamiento había sido cuando menos “gélido”. Por ello no se creyó nada y con la mosca detrás de la oreja, midió sus palabras a la hora de contestar:
―Doña Patricia no faltaría más, lo que no comprendo que desea el presidente de la compañía para hacer imprescindible mi presencia. Al fin y al cabo, podía haberme llamado y solucionado cualquier asunto telefónicamente.
―Eso lo tendrás que averiguar al verle. A mí solo me ha encomendado que organice tu viaje― respondió la morena con la mirada fija en él.
Durante unos segundos se produjo un silencio incómodo, silencio que se encargó la oriental de romper diciendo:
―¿Sabes montar a caballo? Si es así, debes llevar ropa para tal efecto porque a nuestro presidente le encanta la equitación y a buen seguro te invitará a dar un paseo.
―No hay problema, mi padre me enseñó siendo un niño― confuso contestó y sin querer parecer impertinente, preguntó a su interlocutora si debía llevar preparado algún tema en particular que discutir con Sam Harries.
Soltando una carcajada que lo dejó petrificado, Patricia le hizo una confidencia:
―Peter, la visita no es de trabajo. He hablado a Sam de ti y quiere conocerte. En vez de ordenador y papeles, mejor hazte a la idea de que durante dos días vas a beber como un minero. Por cierto, llévate traje de baño. Te vendrá bien si hace calor.
Aún con esa respuesta, le extrañó que su superiora le informara que Harries había puesto su avión personal para que lo llevara hasta su rancho, pero no dijo nada y solo preguntó a qué hora tenía que estar en el aeropuerto.
―El chofer pasará a recogerte en casa sobre las doce, ahora por favor vuelve a tu despacho que tengo trabajo ―dando por terminada la reunión, la guapa oriental contestó.
Mientras se dirigía hacia la puerta, el financiero sintió los ojos de su jefa clavados en su trasero y no queriendo hacerle saber que se había dado cuenta, no se despidió y salió huyendo como alma en pena.
Doña Patricia sonrió al ver sus prisas y cogiendo su móvil, llamó a su jefe:
―Sam, el viernes conocerás al tipo del que te he hablado.
Al otro lado de la línea y tras colgar el teléfono, Sam estaba que se subía por las paredes. Patricia le acababa de confirmar que ya había seleccionado a uno de sus empleados para hacer el paripé y acallar de golpe los rumores que estaban corriendo últimamente por Wall Street sobre su persona y la relación que le unía con ella.
«Sé que Patty tiene razón, pero aun así me molesta usar a un tercero para desmentir que somos amantes».
Como presidente se debía a sus accionistas y bastante tinta ya ha corrido por su alergia a vivir en una gran ciudad como para que ahora todo el mundo cuchicheara sobre si hundía o no su cara entre las piernas de su subordinada.
«La vida privada de uno debería ser sagrada», estaba murmurando cuando se percató de que ese clase de información era algo que usaba habitualmente para prever la evolución de un valor en bolsa. Asumiendo que era hipócrita por su parte pedir al resto algo que no aplicaba como analista, se puso a revisar la documentación que tenía de Morales.
Apenas se entretuvo leyendo su expediente universitario, dado que si había llegado al puesto que desempeñaba sabía que no podía ser ningún idiota. Donde más tiempo dedicó fue en la faceta personal del tipo para comprobar que se ajustaba al perfil que requerían.
Heterosexual, soltero, diversas novias, ninguna seria. Hijo de mexicano y de americana, resumió cotejando esos datos con la conversación que había tenido con Patricia.
―Amor mío, cuando los periódicos sepan de él, nadie volverá a relacionarnos. Sin ser un Adonis, tengo que reconocer que es un hombre atractivo y que el público femenino asumirá que es el príncipe azul que busca toda mujer. Además de ser brillante, su metro noventa y su sonrisa serán motivo suficiente para que se lo crean y para que los tabloides nos dejen en paz―, le había comentado su amada japonesita por teléfono.
Al escuchar tantos elogios sobre Morales, por un momento sintió celos y dudó si en realidad todo era un montaje para tapar que Patricia le estaba siendo infiel.
«Es imposible», rápidamente rectificó, «no echaría a perder lo nuestro por un polvo a destiempo. Llevamos demasiado tiempo juntos para que lo ponga en peligro con uno de nuestros empleados».
Con ganas de desechar la idea por completo, Sam se tumbó en la cama y recordó la primera vez que se acostó con Patricia:
«Estábamos todavía en la universidad y por el aquel entonces todos nuestros compañeros opinaban que éramos un par de bichos raros que solo pensábamos en estudiar».
Con ternura recordó que a esa preciosa morenita no le había importado ni eso ni el hecho que hubiese acabado de llegar de un pueblo perdido en Carolina del Sur. Habían hecho amistad desde el primer momento.
«Quién me iba a decir que la primera noche que Patricia se vino a estudiar en mi cuarto, íbamos a terminar en la cama», sonriendo murmuró.
Siendo marginados sociales desde la infancia, ambos se habían considerado así mismo como asexuales y por eso les sorprendió de sobre manera que se hubiesen sentido atraídos entre sí.
«Ahora y por culpa de las reglas del mercado,
no solo no podemos hacer público que somos pareja, sino que tenemos que echar
mano de un semental para acabar con los chismes», se quejó amargamente mientras
apagaba la luz y se ponía a pensar en su bella y fiel oriental.
El viernes Peter no fue a trabajar por petición expresa de doña Patricia. Ella misma le había llamado el jueves en la tarde para que no fuera y dedicara la mañana a preparar su partida.
―Señora, no tengo nada que organizar. Usted misma me ha recalcado que no es una visita de trabajo.
Haciendo un inciso, la oriental contestó:
―No sé cómo decírtelo, pero nuestro presidente es muy especial en materia de apariencia y me gustaría mandarte a mi peluquero personal para que te corte el pelo.
Aunque le pareció indignante, Morales no se atrevió a negarse y tras confirmar que estaría en casa sobre las diez, colgó el teléfono hecho un basilisco.
―Ni que fuera hecho un desastre― se dijo mirándose en el espejo.
Siempre se había considerado un hombre coqueto y estaba orgulloso de su imagen. Con su metro noventa y sus ochenta y cinco kilos era enorme y para evitar parecer una especie de Rambo, se había dejado una media melena que le suavizaba los rasgos. Ninguna de sus parejas se había quejado nunca de su apariencia, es más todas había alabado como encuadraba el pelo largo en sus ojos negros y en su piel morena.
«Ahora viene ésta y exige que me haga un cambio de look. ¡Ni que fuera mi novia!», masculló enfadado.
Curiosamente su enfado no iba contra doña Patricia ni contra su idolatrado Sam Harries, su cabreo era con él y con el hecho que en aras de un previsible ascenso cediera en algo tan personal como es el peinado.
Por eso cuando a las diez apareció por su puerta Lucien Méndez, un famoso estilista especializado en gente de la farándula, Peter estaba de uñas. Sin intentar presionar para que el cambio fuera el mínimo posible, se quitó la camisa y con el torso desnudo, se puso en sus manos.
―Primor, cuando mi amiga me pidió que viniera a verte, no me dijo nada del macho latino con el que me iba a encontrar― comentó y dejando salir la loca que llevaba dentro, le manoseó los hombros mientras le decía: ―Y ahora que te veo no entiendo que me pidiera que ensalzara tu hombría cuando la sudas por todos los poros de este cuerpo.
Esa inesperada confidencia, además de sacarle los colores, lo dejó pensando la razón por la que su jefa quisiera hacerle parecer más varonil, y mientras las tijeras del peluquero daban a luz un nuevo Peter, llegó a la conclusión de que “su santidad”, el ermitaño, odiaba a los homosexuales y que para evitar que malinterpretara su melena, la japonesa había preferido cortar por lo sano.
«Paris bien vale una misa», sentenció admitiendo que no le iba a gustar el resultado.
Quince minutos después, el artista terminó su obra y tal como había previsto Morales, no le gustó verse en el espejo al comprobar que Lucien había sobrepasado todas sus sospechas y que el hombre que se reflejaba no era él sino el prototipo que volvía locas a las mujeres en las películas de los años cincuenta.
―Guapo, me cuesta reconocer mis errores, pero era verdad que te pareces a Cary Grant.
―¿Quién dijo tal cosa?― preguntó ya con un mosqueo del veinte por lo ridículo que se sentía con ese corte.
En vez de contestar a su pregunta, el mariquita le soltó:
―Qué callado se tenía Patty que se había agenciado un pretendiente tan guapo. ¿Desde hace cuánto tiempo que te acuestas con esa zorrita?
Temiendo que llegara a oídos de su jefa esa conversación, Peter quiso zanjarla de golpe negando la mayor:
―Doña Patricia y yo nunca hemos sido pareja y, además, no es mi tipo. A mí, me gustan altas y bien dotadas, tanto de pecho como de culo.
Lucien, como viejo zorro, vio en esa exagerada negativa un arma para seguir divirtiéndose del hombretón y soltando una carcajada, replicó:
―Cariño, no conozco un heterosexual al que no le gustaría darle un viaje a esa amarilla. No tendrá tetas grandes, pero la muy guarra despierta el deseo de todos cuando pasea sus pezones erizados por el gimnasio al que vamos.
―Ya te he dicho que no es mi tipo― insistió a la desesperada.
―Lo dices porque no has tenido en tus manos las nalgas duras y bien formadas que esa jodía ha conseguido de tanto matarse haciendo ejercicio.
La imagen era tan seductora que Morales no pudo más que imaginarse recorriendo con sus dedos ese trasero que en “petit comité” todo el mundo alababa en la empresa y para no reconocer que su jefa le traía loco, se levantó de la silla mientras mostraba la puerta al impresentable aquél.
Consciente de que se había pasado, pero como dudaba que ese bombón volviera a ser su cliente, al estilista no le importó despedirse ahondando en el tema:
―Ya me dirás si Patty grita o no cuando un macho como tú juegue con ella. Siempre ella tan estirada, pero a mí no me engaña y tras esa fachada de gran ejecutiva, sé que se esconde una zorra necesitada.
Cabreado casi echó de su casa al peluquero y al cerrar la puerta tras de él, se puso a tratar de poner un sentido a lo ocurrido y al hecho que por alguna razón esa oriental deseaba darle una apariencia seductora antes de que se viera con el gran jefe. Por un momento temió que al igual que el estilista Sam Harries fuera gay, pero sabiendo lo estricto que eran en la altas esferas con ese tema y que los pocos millonarios de esa tendencia sexual solían esconderla para no perjudicar sus acciones en el mercado, comprendió que jamás lo mostraría abiertamente, aunque fuera un palomo lleno de plumas.
Descartada la homosexualidad, solo le quedaba lo contrario, que fuera un homófobo:
«Pero eso tampoco explicaría este corte de pelo de don Juan trasnochado», pensó mientras se daba una ducha. Sabiendo que pronto se enteraría, hizo un repaso de la ropa que había metido en la maleta. «Sigo sin entender a qué voy. Si hago caso a las palabras de la japonesa, se diría que ese zumbado busca en mí un amigote con el que irse de copas», se dijo mientras se ponía el albornoz.
Ya en su cuarto, seco y vestido de un modo “Smart casual” tal y como le había sugerido su jefa, miró su reloj y con disgusto comprobó que el chofer llegaba cinco minutos tarde. Como el hombre de la calle que era, pensó que si no se daba prisa iba a perder el avión, pero entonces recordó que el único pasajero de ese vuelo a Carolina del Sur era él.
«Joder, quien le diría a mi padre mientras cruzaba a nado el Rio Grande que su hijo algún día iba a ir en jet privado», sonrió sin perder de vista sus raíces humildes.
Quizás por esos modestos orígenes cuando el encorbatado conductor quiso llevar su maleta, Peter Morales se negó a que la tomara y recordando que su querido viejo había pasado en cuarenta años de “mojado” a próspero propietario de tierras en Texas, el mismo la bajó hasta la limusina. Su propio nombre delataba sus orígenes y aunque en todos sus papeles aparecía Peter, para los de su barrio él era Pedrito, el hijo de don Pedro. Que su viejo hubiese conseguido pagarle la universidad de Yale, no le hacía mejor que sus compañeros de infancia. Su incomodidad se incrementó al descubrir que la limusina que le esperaba en la calle era la de doña Patricia y escamado porque esa mujer le hubiese cedido su propio chófer para llevarlo al aeropuerto, se dejó caer en sus lujosos asientos de piel.
« Podía haberme cogido un Uber», murmuró para sí mientras veía cada vez más cerca una cita que, además de imprevista, no le encontraba ningún sentido.
Si en un principio había supuesto que la reunión era para informarle de un ascenso, tras investigar detectó que eso no le había ocurrido a ninguno de los altos mandos de la compañía. Hablando con James, este le sugirió que o bien se iba a producir una reorganización brutal y querían decirle que contaban con él o por el contrario habían descubierto algo grave, un desfalco o algo parecido, y le iban a proponer que fuera él el encargado de sacarlo a la luz dada su experiencia en auditoría.
Desafortunadamente ninguna de esas opciones cuadraba con su corte de pelo actual, ni con el hecho que expresamente le dijera que no se llevara ordenador porque no lo iba a necesitar, como tampoco con la última sugerencia en tema de vestimenta que su jefa había dejado caer en su reunión con ella:
―Nuestro presidente es una persona con muchos compromisos por lo que no sería raro que durante el fin de semana vayáis a un cóctel. La imagen de la empresa somos sus directivos, llévate ropa informal pero elegante y juvenil.
―Le juro que me he perdido― contestó: ―Creo que mi forma de vestir es más que correcta.
Con una sonrisa dulce, pero al mismo tiempo pícara y que nada tenía que ver con la imagen que Peter tenía de su jefa, doña Patricia le espetó:
―Siempre vas demasiado anquilosado, deberías liberarte un poco y vestir menos serio. Tienes treinta y cinco años, ¡no sesenta!
En ese momento no cayó en que para saberse su edad la oriental debía de haberse empollado la ficha personal que todos los empleados de Unity Shares debían rellenar y mantener actualizada. Preocupado y sin nada más que hacer hasta llegar al avión, se puso a recordar qué otros datos formaban parte de ese cuestionario.
«Joder, quitando el color de mis calzoncillos pueden saber todo de mí», masculló al darse cuenta de que para empezar había tenido que detallar todas las cuentas que tenía en las redes sociales., «y quizás también eso».
Fue entonces cuando comprendió cómo era posible que supiera que en su armario tenía una blazer azul de Hugo Boss, ya que aparecía en varias fotos de su Facebook:
«Ha revisado mis publicaciones y las de mis amigos», pensó escandalizado.
Si daba por buena esa conclusión, al menos esa japonesita estaba al tanto de su vida personal y sabía las novias que había tenido casi desde el instituto e incluso las borracheras y juergas en las que había participado.
«En cuanto vuelva a mi apartamento, debo revisar mis redes y borrar todo aquello que pueda ser perjudicial para mi carrera», concluyó al mismo tiempo que el chofer aparcó junto al rutilante jet de la compañía.
Al llegar a casa, las dos me hicieron saber que querían descansar y por eso mientras ellas se quedaban viendo la tele, decidí irme a dar una vuelta por el pueblo. Esa huida era para darles la oportunidad de hablar entre ellas sin tenerme a mí merodeando por la casa. Por eso, antes de salir, cogí por banda a Paloma y le pedí que tratara de sonsacar a mi mujer sin ser muy directa.
―Deja eso de mi cuenta― respondió mientras aprovechaba para dar un buen magreo a mi paquete con sus manos.
Descojonado, la dejé hacer y cuando ya tenía una erección entre sus dedos, le di un azote mientras le decía:
―A mí no hace falta que me persuadas. Es a María a quien debes de convencer.
Mi “orden” le hizo gracia y poniendo cara de puta, contestó:
―Cuando vuelvas, te tendré una sorpresa.
La lujuria de su mirada al despedirse de mí me hizo saber que tenía una estrategia planeada y conociéndolo de antemano, eso no sé si me dio confianza o miedo.
«¿Qué se traerá entre manos?», pensé ya en la acera.
No tenía duda que esa mujer era inteligente, pero, aun así, me fui cabizbajo a tomarme una copa. Tras la barra del bar donde me metí, mis dudas solo hicieron más que crecer y por eso cuando a la hora creí que era el momento de volver, pensé que me encontraría en una situación bastante desagradable. Lo extraño fue que no estaban en la casa y eso me puso todavía más nervioso.
«¿Dónde se habrán metido?», mascullé entre dientes cuando con el paso de las horas no volvían.
Eran cerca de la nueve cuando recibí una llamada de mi esposa avisando que estaban esperando que les terminaran de preparar un pedido en el chino de la esquina y me pidió que fuera poniendo la mesa mientras tanto. El buen humor con el que me habló y las risas de Paloma que pude oír por detrás me confirmaron que todo había ido bien.
Deseando que llegaran, coloqué los platos, abrí un buen vino y esperé. En cuanto las vi entrar me percaté que habían bebido. Su tono desenfadado y el volumen de su conversación eran el de alguien con unas copas y por eso les pregunté que celebraban.
―Pronto lo sabrás― me soltó María y sin importarle la presencia de su amiga, me besó con lujuria.
La manera en que con su lengua forzó mis labios y el modo en que restregó su sexo contra el mío me anticiparon que esa noche iba a dormir poco, pero lo que confirmó que iba a ser así fue cuando uniéndose a nosotros, Paloma unió sus labios a los nuestros. Durante un minuto, dejé que mi lengua fuera de la boca de mi mujer a la de mi vecina mientras ellas no paraban de reír hasta que contagiado de su alegría, pregunté a que se debía tal saludo:
―He hablado con Paloma y hemos llegado a un acuerdo.
Sabiendo el contenido de ese trato, tuve que disimular y preguntar de qué hablaban. Fue entonces cuando mi vecina soltando una carcajada, me soltó:
―Como sabrás estoy divorciada y hace mucho que no hago el amor. Al contarle a tu mujer que soy bisexual y que me siento atraído por ella, me ha explicado que nunca sería capaz de ponerte los cuernos.
―Y ¿qué tengo que ver yo en eso?
Interviniendo, María hizo un puchero y con tono inocente, me dijo:
―Si participamos los dos, ¡no serían cuernos!
Alucinado por su descaro, insistí:
― ¿Me estáis proponiendo un trio?
En vez de contestarme las dos al unísono se arrodillaron frente a mí y sin darme posibilidad de opinar, me bajaron la bragueta. Mi pene reaccionó al instante y por eso cuando mi mujer metiendo la mano lo sacó de su encierro, este apareció ya totalmente erecto.
Mientras me pajeaba, Paloma comentó:
―Se ve que tu pajarito está de acuerdo― para acto seguido acercar su boca y sacando su lengua, darme un lametazo.
Aunque María fue la que me informó de ese trato, aun así, busqué con la mirada su reacción y en sus ojos descubrí que lejos de enfadarse, mi mujer estaba excitada. La calentura que sintió al ver mi miembro en la boca de su amiga la hizo levantarse y desnudarse para acto seguido poniendo uno de sus pechos en mis labios, preguntar:
― ¿Te gusta la sorpresa?
Sin contestar, mi lengua recorrió el inicio del pezón que puso a mi disposición y al hacerlo, pegó un gemido mientras su areola se retraía claramente excitada. Paloma al verlo, incrementó su mamada embutiéndose mi falo hasta el fondo de su garganta. Pero entonces, María pidió que siguiéramos en la cama, nuestra vecina a desgana se sacó mi verga de su boca y se quejó diciendo:
― ¿No podías haber esperado a que se corriera?
María ayudándola a levantarse, la consoló diciendo:
― ¿No prefieres ser la primera en ser follada?
La carcajada de Paloma evidenció que el cambio le gustaba y quitándose la ropa, nos guio ya desnuda hasta nuestra habitación. Al llegar a mi cama, las atraje con mis manos y alternando de una a otra, me puse a mamar de sus pechos. El saber que disfrutaría de esos dos cuerpos me hizo avanzar en mis caricias y les pedí que se acostaran junto a mí. Fue entonces cuando escuché que Maria me decía:
―Tranquilo, machote. ¡Tú relájate y déjanos hacer!
La mirada cómplice que descubrí en mi vecina me hizo suponer que ya lo tenía planeado y por eso cuando entre las dos me terminaron de quitar el pantalón, supe que debía de quedarme quieto.
Paloma fue la que tomó la iniciativa y deslizándose por mi cuerpo, hizo que su lengua fuera dejando un húmedo rastro al ir recorriendo mi cuello y mi pecho rumbo a su meta. Cuando su boca llegó a mi ombligo, sonriendo me miró y al ver que en ese momento estaba mamando de los pechos de mi mujer, pegó un gemido y con sus manos comenzó a acariciar mi entrepierna.
― ¿Te gusta que seamos tan putas? ― preguntó mi esposa al sentir mis dientes mordiendo sus pezones.
―Mucho― respondí más interesado en sentir que en hablar, porque en ese instante mi vecina se había agachado entre mis piernas.
Al disfrutar de la humedad de su boca alrededor de mi pene, gemí anticipando el placer que ellas me iban a otorgar. Mi gemido fue la señal que esperaba mi esposa para unirse a la otra y compartiendo mi pene con su amiga, besó mi glande mientras la morena se apoderaba de mis huevos, introduciéndoselos en la boca.
Su coordinado ataque me terminó de excitar y chillando les grité que se tocaran entre ellas. Curiosamente fue María la que tomó la iniciativa y mientras seguía lamiendo mi polla, llevó una de sus manos hasta el trasero de Paloma. Nuestra vecina se agitó nerviosa al sentir una mano de mujer recorriendo su culo y tras un momento de indecisión, imitó a Maria usando sus dedos para recorrer los pliegues del coño de mi mujer.
Las dos mujeres compitieron entre sí a ver cuál era la que conseguía llevar a la otra al éxtasis mientras se coordinaban para entre las dos apoderarse de mi falo con sus bocas. Alucinado me percaté que sin buscarlo mi esposa y su amiga se estaban besando a través de mi miembro. Sin darse apenas cuenta, los labios de ambas se tocaban mientras sus lenguas jugaban sobre mi piel.
La visión de esa escena y el convencimiento que esas dos me iban a regalar muchas y nuevas experiencias, aceleraron mi excitación y tanto María como Paloma al notarlo buscaron con un extraño frenesí ser cada una de ellas la receptora de mi placer. Os confieso que era tal el maremágnum caricias que no pude distinguir quien era la dueña de la lengua que me acariciaba, ni la que con sus dientes mordisqueaba la cabeza de mi pene hasta que ejerciendo su autoridad María se apoderó de mi pene para ser ella primera en disfrutar de mi simiente.
― ¡Yo también quiero! ― protestó nuestra vecina.
Compadeciéndose de ella, mi esposa dejó que ambas esperaran con la boca abierta mi explosión, de forma que al eyacular fueron dos lenguas las que disfrutaron de su sabor y ansiosas fueron dos manos las que asieron mi extensión para ordeñar mi miembro y obligarlo a expeler todo el contenido de mis huevos. La lujuria de ambas era tan enorme que no dejaron de exprimir mi pene y de repartirse su cosecha como buenas amigas.
Os confieso que jamás disfruté tanto como cuando ellas iban devorando mi semen recién salido hasta que convencidas que habían sacado hasta la última gota, me preguntaron que si me había gustado.
―Ha sido la mejor mamada que nunca me han hecho― respondí sin mentir en absoluto.
Al oírme alabar sus maniobras, sonriendo se tumbaron a mi lado y se abrazaron besándose. La pasión que demostraron y el modo en que entrelazaron sus piernas me hizo saber que no habían tenido suficiente y que querían amarse entre ellas. Sobre todo, me sorprendió el modo en que mi esposa se comió con los ojos los pechos de nuestra vecina y viendo su indecisión decidí ayudarla:
― ¿No te apetece darle una probadita? ― pregunté mientras pellizcaba los pezones de Paloma.
María se estremeció al verme masajeando esas dos tetas y sin poder aguantar más las ganas que la consumían se acercó y metió una de sus areolas en su boca mientras con su mano recorría el cuerpo de esa mujer.
― ¡Qué gozada! ―, gimió Paloma al notar que mi mujer iniciaba el descenso hacia su vulva.
María, al comprobar que su amiga separaba sus rodillas para facilitar sus maniobras, no se hizo de rogar y separando con los dedos los labios inferiores de nuestra vecina, acercó la lengua a su botón de placer. Ella al sentir su respiración cerca de su sexo, sollozó de placer y por eso cuando notó el primer dedo dentro de su vagina, pegó un grito y le rogó que no parara.
― ¡Pídemelo! ¡Putita! – respondió mi mujer al tiempo que usaba sus yemas para torturar el botón erecto de su amiga.
― ¡Fóllame! ― rogó Paloma ya completamente excitada.
Su confesión fue el inicio de una sutil tortura y bajando entre sus muslos, sacó la lengua para saborear por vez primera del fruto de su coño. La humedad inicial que lucía ya se transformó en un torrente que empapó la cara de mi mujer, la cual habiendo dado el paso se recreó lamiendo y mordiendo su clítoris. Al hacerlo, su trasero quedó a mi disposición y sin pensármelo dos veces, cogí mi miembro entre mis manos y la ensarté metiendo en su interior toda mi extensión.
Esa postura me permitió usar a María mientras ella seguía devorando con mayor celeridad el chocho de Paloma, la cual me sonrió al ver como empalaba a mi mujer. Metiendo y sacando mi pene lentamente me permitió notar cada uno de sus pliegues al ir desapareciendo en su interior y disfrutar de como mi capullo rozaba la pared de su vagina al llenarla por completo. Nuestra vecina al verla así ensartada y sentir su boca comiendo de su coño, no pudo reprimir un chillido y llevando las manos hasta las tetas de mi mujer, le pegó un pellizco mientras le decía al oído:
―Eres tan puta como yo.
Al oírlo, María bajó la mano a su propia entrepierna y empezó a masturbarse al tiempo que respondía:
―Lo sé― mientras totalmente excitada por ese doble estímulo me pedía que acelerara el ritmo de mis penetraciones.
Al obedecerla e incrementar el compás de mis caderas, gimió pidiendo que no parara para acto seguido desplomarse presa de un gigantesco orgasmo. Paloma al comprobar que mi mujer había obtenido su parte de placer y mientras todo su cuerpo se retorcía como poseído por un espíritu, me obligó a sacársela y actuando como posesa, sustituyó mi polla por su boca.
María al notar el cambio, unió un orgasmo con el siguiente mientras Paloma me pedía que me la follara sin parar de zamparse el coño de su amiga. Demasiado excitado por la escena, la agarré de los hombros y de un solo empujón acuchillé su vagina. No llevaba ni medio minuto zambullido en mi vecina cuando mi pene estalló sembrándola con mi blanca simiente.
― ¡No me jodas! ― protestó al comprobar que me había corrido y buscando obtener su placer antes que mi pene hubiese perdido su erección, me obligó a tumbarme y saltando sobre mí, se empaló totalmente insatisfecha.
Menos mal que mi mujer acudió en mi ayuda y mientras con los dedos la masturbaba, se puso a mamar de sus pechos hasta que pegando un aullido obtuvo su dosis. Agotada cayó sobre mí y con sus últimas fuerzas, rompió el silencio diciendo:
― ¡No me lo puedo creer! ¡Me habéis dejado caliente insatisfecha como una mona!
Sabiendo que era parcialmente mentira, María soltando una carcajada la besó diciendo:
―Tranquila, tenemos un mes para recompensarte.
Paloma, sonriendo, aceptó sus besos mientras me
guiñaba un ojo.
Aunque esa noche entre María y Paloma me habían llevado al límite, fui el primero de los tres en despertarme y por ello pude contemplar sus cuerpos desnudos sin que se percataran del examen. He de decir que me quedé extasiado al observarlas. Siendo totalmente diferentes, eran dos pedazos de hembra por las que cualquier hombre daría la vida.
«¡Qué buenas están!», murmuré para mí mientras trataba de decidir cuál era más atractiva.
Para mi corazón la elección era clara: ¡mi esposa ganaba de calle! Que prefiriera a María, no era óbice para reconocer que Paloma conjuntaba la perfección de su cuerpo con una poderosa personalidad que la hacía irresistible y por ello seguía sin comprender como el imbécil de su marido la había dejado por otra.
Pensando en su sustituta, me dije:
«Será más joven pero difícilmente la juventud de una chavala puede competir con el pecho, la cintura de avispa y las piernas de Paloma. Con proponérselo, tendría media docena de pretendientes ante su puerta».
Aceptando ese precepto, miré a María. Mi compañera desde la infancia no le iba a la zaga, delgada, pero con unas ubres que te invitan a besarlas, me había hecho feliz muchos años y por nada pensaba en cambiarla.
Mirándolas me di cuenta de que, aunque había disfrutado toda la noche de sus cuerpos, seguía tan caliente como el día anterior. Por ello comprendí que de buen grado aceptaría que ese trío se convirtiera en algo permanente y sin darme cuenta, comencé a acariciarlas.
―Hola cariño― todavía somnolienta susurró mi esposa al ver que estaba despierto.
Cerrándole la boca con un beso le dije:
―Quiero verte haciéndole el amor a nuestra invitada.
María sonrió al escucharme y dándose la vuelta, se concentró en la mujer que tenía a su lado. Sus dedos comenzaron a recorrer el cuerpo desnudo y aun dormido de Paloma mientras desde un rincón del colchón observaba
―Es preciosa― me dijo cogiendo un pecho con sus manos.
Los pezones de la morena se erizaron al sentir la lengua de mi esposa recorriéndolos y sé que en su sueño se imaginó que era yo el que lo hacía al escuchar que gimiendo decía mi nombre mientras inconscientemente separaba sus piernas.
Mi señora al ver que le facilitaba su labor usó sus dedos para separarle los labios y acercando la boca se apoderó de su clítoris. Paloma recibió las nuevas caricias con un gemido y ya despierta abrió los ojos.
― ¿Me vas a despertar así siempre? ― susurró al ver que era María la que estaba penetrándola con un par de dedos mientras mordisqueaba el botón del placer que escondía entre los pliegues de su sexo.
―Calla y disfruta― dije pasando mi mano por uno de sus pechos: ―Me gusta ver cómo goza de ti.
Mas excitada de lo que le gustaría reconocer, se concentró en sus sensaciones al ser acariciada. Sabía que le gustaba se nuestra amante, pero alucinada se dio cuenta que le estaba entusiasmando la forma en que mi mujer le estaba haciendo el sexo oral.
―Nadie me lo ha comido nunca así― exclamó al notar que María añadía un tercer dedo a los dos que ya la estaban follando y dando un jadeo, presionó su cabeza para forzar ese contacto mientras le exigía que la hiciera culminar.
Es más, en voz baja, me pidió que me acercara. Al obedecer, cogió mi miembro ya totalmente erecto y, empezó a acariciarlo con su lengua. Ni que decir tiene que una descarga eléctrica surgió de mi entrepierna.
―Quiero que sepas que para mí eres mi hombre y María, mi mujer― comentó mientras con una lentitud exasperante, sus labios recorrían la piel de mi sexo.
Mi señora sonrió al ser tomada en cuenta y con mayor énfasis, siguió devorando el coño de la morena mientras con un gesto me pedía que la ayudara. Separando sus piernas puse la cabeza de mi pene en la entrada de cueva, pero, aunque todo mi ser me pedía el poseerla, no lo hice y usando mi glande, preferí dedicarme a minar su resistencia, jugando con su clítoris.
Mi mujer y mi amante, mientras tanto, se besaban excitadas, y buscando su propio placer se masturbaban una a la otra. Los gemidos y jadeos mutuos las retroalimentaba y con el olor a hembra impregnando por completo la habitación, fueron cayendo en el placer.
― ¿Estáis cachondas? ― pregunté al contemplar que sus cuerpos se retorcían entre sí, en un baile sensual de fertilidad.
―Haz el amor a nuestra putita― me exigió María.
Sin medir las consecuencias, le di la vuelta y de un solo empujón le clavé mi estoque.
―Así amor mío, fóllame― rugió la morena.
Por un breve instante temí que mi esposa reaccionara en plan celosa y me la quitase de encima, pero en vez de ello decidió castigarla con una serie de rápidos azotes.
― ¡Qué haces! ― protestó nuestra vecina ya que nunca nadie le había tratado así.
La carcajada de María le hizo saber que debía de someterse o nos perdería para siempre. Consciente de ello, lloró al verse humillada, pero con cada azote en su mente se iba fortaleciendo la certeza de que deseaba entregarse y eso provocó que se empezara a excitar.
Sus lloros se convirtieron en sollozos callados antes de mirándonos a los ojos, pedirnos que no la dejáramos así:
― ¡Necesito tanto la polla de tu marido como tus golpes!
Acto seguido, ya totalmente sometida, se puso a cuatro patas en la cama y mirando a mi esposa, comentó:
―Castígame, pero deja que os ame a los dos.
Esa confesión junto con la hermosura de su cuerpo entregado afectó a mi esposa y dándole un beso, le dijo que siempre que supiera que ella era la primera, tendría un lugar en nuestra cama.
―Tú eres su mujer yo solo la otra― respondió arrepentida.
María al escucharla y sin cambiar de posición me repitió:
― Haz el amor a nuestra putita. Necesita ser tomada mientras la termino de domar.
Tras lo cual, reanudando sus azotes, me marcó el ritmo con el que quería que la tomara. Sin preguntar, recogí parte del flujo que manaba del interior de Paloma y le fui embadurnando su esfínter. María al percatarse de ello, sonrió aceptando que sodomizase a nuestra amante. Paloma al que le ponía mi pene en su entrada, echándose para atrás, se fue introduciendo mi sexo en el trasero.
― ¿Te duele? ― preguntó mi señora al advertir que había conseguido metérselo completamente.
―Si, pero me gusta― la contestó y como muestra de que no mentía, empezó a mover sus caderas mientras pedía que la volviera a azotar.
En un principio, María la dejé acostumbrarse al marcar un compás lento al saber que tanto el esfínter como la voluntad de Paloma se desgarraban con cada embestida y solo al ver que se relajaba, fue incrementando la velocidad con la que golpeaba sus nalgas.
― ¡Dios! ¡Cómo me gusta ser vuestra puta! – chilló descontrolada y ya sin control, me rogó que derramara mi simiente en su interior.
Esta vez no me contuve y penetrándola brutalmente, empecé a galopar con un único destino, el explotar en su trasero. Paloma sollozó al verse empalada nuevamente y cayendo sobre el colchón, me pidió que me corriese.
Al sentir que mi orgasmo era inminente, le dije al oído:
―Hagámoslo juntos― y desparramándome, eyaculé en su interior.
Ella se vio empujada al orgasmo al experimentar que mi semen la llenaba y pegando un berrido, gritó que nos amaba. María al oírla, nos abrazó y besándola dulcemente, la informó que ambos la queríamos.
― ¿Eso es cierto? ― me preguntó Paloma.
Las lágrimas de sus ojos me enternecieron y con una caricia en la mejilla, contesté:
―Tu ex se equivocó cuando te pronosticó una vida de soledad. Con nosotros has encontrado una familia que te desea y que te quiere.
Al escuchar mis palabras, la vecina, nuestra putita y fiel amante, se echó a reír como una histérica…
Kimberly no la pasaba tan mal. A sus 22 años ya era conocida por todo el mundo, desde París a Nueva York como la Bella Australiana, la joven rica cuyo padre había hecho una fortuna en el negocio ganadero. La particularidad de Kimberly era que, en lugar de las fiestas y los convivios sociales, prefería arrear el ganado por los pastizales australianos.
A su padre le molestaba que su hija peligrara en aquellos largos viajes pero, dado su amor de padre, no se atrevía a contradecirla. Tras dos semanas de pastoreo, Kimberly leía una novela romántica en su tienda de campaña, ella y sus dos capataces se encontraban a solo un dia de la ciudad, el fin del viaje, cuando de pronto un deseo recorrió el cuerpo de la chica. Sin pensarlo dos veces salió de su tienda y respiro el aire frio de la noche y miró las estrellas, la noche era tan luminosa que podía ver claramente al capataz en turno que, montado en su caballo, cuidaba tranquilo al ganado que dormitaba apacible.
Kimberly sonrió y se dirigió a la tienda de campaña de los capataces, entró sin hacer el menor ruido y miró al otro capataz que dormía profundamente. La chica, rubia y hermosa, comenzó a desvestirse, siempre andaba en pantalones de cuero y camisas; ni siquiera con la vestimenta masculina podía esconder su belleza femenina. Totalmente desnuda se agachó y comenzó a desabrochar el pantalón del capataz. Comenzó a bajarlo hasta que este se despertó, se asustó un poco pero no pudo contener una erección inmediata provocada por la lengua de la chica que mojaba hábilmente su verga.
– ¡Señorita Kimberly! – dijo el capataz – estamos muy cerca de la ciudad, alguien podría vernos.
– No te preocupes – dijo Kimberly , sonriente mientras lengüeteaba el pene erecto del capataz – te aseguro que nadie nos vera.
El capataz no pudo más que ceder y comenzó a desabrocharse la camisa, Kimberly terminó de sacarle el pantalón y, apenas este se acomodó, se abalanzó sobre él. La verga del capataz entró con suma facilidad en el excitado coño de la chica. Kimberly disfrutaba cada embestida y se dejaba caer para insertarse hasta el fondo aquel falo. Ofrecía sus senos enormes al capataz que no dudaba en besarlos y chuparlos. Las nalgas de la Bella Australiana retumbaban en cada movimiento y su ano comenzaba a dilatarse, muy a tiempo porque el segundo capataz ya se había cerciorado de aquel evento y no dudo en unirse. Al poco rato, el segundo de los capataces se deshacía rápidamente de su ropa mientras Kimberly separaba sus nalgas, ofreciéndole su rosado esfínter.
El primero de los capataces no paraba de follarse a su patrona mientras el segundo de ellos lambia y babeaba el ano de la muchacha; sin más, dirigió su verga a la entrada y la insertó hasta la mitad, provocando que Kimberly se retorciera de placer. Poco a poco siguió entrando aquella verga hasta que por fin pudo tomar el mismo ritmo que el primer capataz y ambos se unieron de manera sincronizada en llenar de placer a la rubia. La chica se llenaba de orgasmos mientras sus capataces manoseaban su suave piel. Siguieron algunos minutos hasta que ambos capataces descargaron su semen en los orificios de su patrona.
Kimberly estaba tan satisfecha como fuera de si; embriagada de placer pidió al capataz que se pusiera de pie y les provocó a ambos una nueva erección. Arrodillada, comenzó a chupar las vergas de sus capataces mientras sentía el semen, aun caliente, chorrear entre sus nalgas y piernas, masajeó y chupó aquellos penes hasta que les provocó una nueva descarga de semen que succionó y tragó con gusto y así, sin mediar palabra alguna, tomó sus prendas, se puso de pie y salió a la fría noche hacia su tienda; Kimberly sonreía feliz de la vida.
A la tarde siguiente por fin arribaron a la ciudad y Kimberly saludó a sus padres y a sus hermanas y se dirigió inmediatamente al baño. Durante la cena, uno de los mayordomos recordó las cartas que le habían llegado a Kimberly durante su viaje y al finalizar la cena se las entregó. Kimberly busco entre esas la única que le interesaba: la de Madame Rosé; la encontró y la leyó. Como todas las cartas de Madame, esta era igual de corta y directa:
“Kimberly, querida, el velero está listo y las invitadas han recibido ya esta carta. ¿Es acaso que ya no nos acompañaras? Espero tu respuesta, mi niña, te esperamos. Con amor, Madame Rosé.”
Kimberly sonrió, no lo pensaría dos veces. A la mañana siguiente se alistaba ya, se embarcó en un buque y se dirigió a Estados Unidos. Algunas semanas después arribó a California, Estados Unidos, y fue recibida por, justamente, las tres principales organizadoras de aquel viaje que seguramente marcaria historia. Ahí estaban Madame Rosé, por supuesto, y la Baronesa Michelle y Miss Jennifer.
El proyecto del que tanto se hablaba fue sintetizado por Miss Jennifer: “lo que queremos dar a conocer, querida, es que, ese viejo mito de que causa mala suerte una mujer en el mar, desaparezca, y que mejor que un viaje transpacífico en velero tripulado solo por mujeres para dejarlo claro, ¿no crees Kimberly?”
A Kimberly le entusiasmaba aquel viaje y no tuvo que decirlo para dejar claro que aceptaba participar. Aun faltaba una semana para que el velero estuviese listo. Las tres mujeres eran viudas y adineradas y habían decidido aquel proyecto como algo simple; ahora, sin embargo, tenían en su tripulación a la valiente Kimberly; a Gina, una experta en navegación alemana y a Tiffany, una conocida viajera estadounidense que conocía varios idiomas y cultura. Por las demás se encontraban las hijas de Madame Rosé; Maggie, la dulce sobrina de la Baronesa y las hijas de Miss Jennifer. Desde luego también irían algunas sirvientas.
A la semana siguiente el viaje estaba listo y, sin importarles el escándalo provocado por aquel “patético viaje”, como era llamado entre la alta sociedad, las mujeres subieron al enorme velero de veinticuatro metros de eslora que conduciría Gina, suficientemente grande para un viaje de hasta un mes. Otro velero más pequeño, con más provisiones, acompañaría al velero grande durante todo el viaje.
La ruta que se seguiría era un viaje hacia la ciudad australiana de Brisbane, con una única escala en las islas Hawái para recoger provisiones. Los veleros partieron a principios del año de 1914 y el viaje prometía ser relativamente sencillo.
El velero más grande, Women, tenía un aspecto hermoso y era bastante muy veloz para su época, había sido financiado por las tres señoras y era bastante cómodo para transportar a sus doce ocupantes. El velero más pequeño, Little Girl, media tan solo diez metros de eslora y llevaba provisiones tanto de alimentos como agua. Tan solo llevaría a cuatro tripulantes: Kimberly, Tiffany y a las ayudantes de esta ultima: Susan y Kayla.
Kimberly se sentía fascinada por el porte de Tiffany, acompañada siempre por sus extrañas pero ciertamente bellas ayudantes, quizás por lo poco usuales que eran las personas de color para ella; por otro lado, Tiffany le parecía una rubia muy impactante además de hermosa, sentía una gran admiración por aquella mujer que había decidido viajar por todo el mundo. De cierta forma Tiffany le parecía un gran ejemplo a seguir y era un gran honor para ella el hecho de viajar juntas. Y así, alejándose de la costa, Kimberly sonreía al saber que era parte de una gran aventura.
Susan y Kayla prepararon con gran maestría el velero, no solo eran obedientes sino que mostraban una gran disciplina. Mientras Kimberly las miraba de reojo escuchaba la plática de Tiffany; ella le contaba de los grandes viajes que había hecho y esto le fascinaba a Kimberly.
En el otro yate, Charlotte y Juliete, las hijas de Madamé Rosé, no paraban de platicar con Maggie; del otro lado, Paula y Sandy, las hijas de Miss Jennifer, no paraban de preguntarle a las gemelas hindúes acerca de los rasgos y pormenores de aquellas lejanas tierras.
Mientras tanto, la Baronesa Michelle, Miss Jennifer y Madame Rosé, disfrutaban del viaje. Conduciendo se encontraban la hermosa alemana, Gina, y Lionel, la sirvienta africana de Madame Rosé.
La tarde cayó y, en el Little Girl, Kimberly disfrutaba manejando por fin el yate. Afuera le acompañaba Susan. Kimberly se sentía al principio incomoda por que una chica negra tan joven le estuviese guiando en manejar el yate pero pasado un rato comenzó a sentirse en confianza con la muchacha de apenas diecisiete años.
Kimberly sintió sed y dejo encargado el timón a la muchacha. Bajó las escaleras verticales y se dirigió hacia la recámara del yate, bajó los escalones pero antes de abrir la puerta alcanzó a escuchar un ruido y guardo total silencio. Se asomó por la ventanilla y alcanzó a ver las figuras de Kayla y Tiffany pero la figuró increíble lo que había sospechado ver; sin hacer ruido se dirigió a estribor y se agachó para poder ver a través de una ventanilla.
Kimberly se sorprendió, sobre el camastro se encontraba hincada, y completamente desnuda, Tiffany mientras bajo su vientre se guardaba la cabeza de su sirvienta negra, Kayla. La joven de diecinueve años mordía y lambia el coño de su patrona mientras esta, completamente excitada, restregaba su panocha húmeda sobre la cara de la negra. Tiffany se retorcía de placer y acariciaba extasiada sus tetas; Kayla, por su parte, se metía discretamente un dedo en su coñito rosado.
Tiffany se puso de pie y, recargándose en la cama sobre sus brazos, abrió sus piernas lo más que pudo. Kayla se puso inmediatamente de pie y busco algo en un buró. Kimberly pudo advertir entonces la belleza de ambas, especialmente el fascinante cuerpo de la chica negra. Kayla tenía un culo respingón y redondo, tal y como había escuchado hablar sobre las mujeres de color; además, sus tetas firmes y redondas, coronadas con unos pezoncitos rosas y tiernos, destacaban aun más la figura de la hermosa chica de diecisiete años.
Del buró Kayla extrajo una especie de roca o mineral muy liso, color negro. Kimberly estaba extrañada y no entendía nada, pero de pronto comprendió: aquel objeto tenia la forma de una larga y gruesa verga. La australiana jamás había visto una escena como aquella y se ruborizó al sentir que todo eso le excitaba. Se sintió extraña al sentirse atraída por la escena pero lo estaba disfrutando. Dentro, Kayla se puso de rodillas y dirigió sus carnosos labios a la entrada del ano de Tiffany quien despegaba sus nalgas con sus manos, ofreciendo su esfínter.
Kayla besó apasionadamente aquel asterisco mientras su mandamás mientras esta se tambaleaba su cabeza por el placer de sentir aquellos labios en esa zona tan sensible. Tiffany sonreía extasiada cuando de pronto sintió el placentero lengüeteo de Kayla, la negra empujaba su musculo lingual abriéndose paso por entre los pliegues de aquel cada vez más dilatado ano. Afuera, Kimberly estaba completamente mojada, su coño parecía rogarle por unos labios que lo chuparan y masajearan. No tardo en llevar su mano a su entrepierna y comenzar a escarbar entre la tela de su ligero vestido hasta lograr masajearse su húmeda panocha.
Kayla seguía explorando con su lengua el ano de Tiffany. De pronto su mano se dirigió al suelo y exploró debajo del camastro de donde saco una cubeta. Al escuchar el ruido de la cubeta, Tiffany subió al camastro y abrió sus nalgas lo más que pudo, ofreciendo completamente su ano. Kayla sumergió objeto negro en forma de verga, que en realidad se trataba de una poca común pieza de muy bien pulida obsidiana, en la cubeta. Con el dildo de obsidiana húmedo, la negrita dirigió la punta hacia el ansioso ano dilatado de Tiffany. Aunque el dildo entraba con relativa facilidad, la rubia no paraba de gritar de placer; también Kayla estaba muy excitada pues los dedos de su mano izquierda no paraban de entrar y salir de su coño. Afuera Kimberly también se masturbaba mientras la noche caía. Adentro, Kayla ya realizaba el ir y venir de aquel dildo mientras la rubia se retorcía de placer.
Tras unos minutos de alocados orgasmos, Tiffany se puso de pie, totalmente satisfecha y puso de pie a la negrita para después acostarla sobre el camastro y, sin más, dirigió su cara directamente al urgido coño de Kayla. La negrita pareció respirar de alivio al sentir los labios de Tiffany en su excitada concha. La raja rosada de la negra estaba tan mojada que la rubia aprovechó para beber sus ricos jugos. Kayla estaba totalmente entregada a su patrona que la llenaba de placer con su hábil lengua y sus experimentados labios. De vez en cuando la negrita se retorcía de placer mientras sus jugos resbalaban entre sus nalgas y su clítoris era besado apasionadamente por los labios de Tiffany. Afuera, Kimberly se había provocado ya dos orgasmos y solo entonces comprendió la situación y se puso de pie inmediatamente para regresar con Susan. Subió las escalerillas y llego con Susan que seguía guiando apaciblemente la embarcación, ignorante de lo que sucedía abajo. Kimberly no solo se quedó con sed sino que también quedo un tanto excitada pero, más que nada, impresionada por lo que había presenciado aquella noche
El trabajo que habían hecho con Maya había sido perfecto, apenas se notaban las terribles heridas que había sufrido en el accidente. Lamentablemente nada podría devolverla a la vida. Ahora estaba disfrutando de la gloria de Dios. En ese momento, deseaba estar con ella más que cualquier otra cosa en el mundo, pero tanto ella como su hermana gemela tendrían que esperar para volver a estar juntas. Siempre habían hecho una pareja chocante, parecían las dos caras de una estatua de Juno, ella siempre contenida, paciente y reflexiva mientras que Maya que siempre se autoproclamaba, medio en broma, medio en serio, como la gemela mala, era impulsiva y extrovertida. Aún recordaba el día que le dijo que había sentido la vocación. La muerte de sus padres en un plazo de seis meses, en vez de alejarla, le acercó aún más a Dios y a su misericordia, pero Maya no lo entendió así y estalló como una erupción volcánica, le llamo idiota santurrona y dejo de hablarla durante meses, pero finalmente lo aceptó y estuvo presente el día que tomó los votos. Desde ese momento, aunque apenas se veían, mantenían contacto diario por email. Así se enteró de su primer novio, el aviador, de su segundo novio el submarinista, de su tercer novio el geo… Ella le felicitaba cuando se enamoraba y le consolaba y daba gracias a Dios porque su querida hermana se hubiese librado del patán de turno. Hasta que una vez perdida la cuenta y la esperanza, apareció Salva. En un principio le pareció otro zumbado más. Piloto profesional, corría en carreras de resistencia y conducía un corvette en las 24 horas de Le Mans. Pero a pesar de la velocidad y el riesgo, el primer día que lo conoció en un pequeño restaurante cerca del convento, resulto ser sorprendentemente equilibrado, inteligente y sensible. Además era un hombre extremadamente atractivo, incluso ella sintió una ligera sensación de apremio en las ingles cuando lo vio por primera vez. Dieciocho meses después estaban casados; aquel día, Dios le perdone, se emborrachó con el vino blanco y lloró como una magdalena. Fueron años felices, la carrera de Salva iba viento en popa, en el campeonato del mundo de resistencia conducía un Ferrari oficial y había logrado ganar dos veces Le Mans en la categoría LMP-2. Maya, mostrando un fino olfato para los negocios, se había convertido en su representante y hacía poco le había conseguido una plaza en el segundo equipo de Le Mans de Audi mientras escurría el bulto cada vez que la hermana le preguntaba cuando iba a ser tía. La entrada de Salva en el tanatorio interrumpió el hilo de sus pensamientos. Su robusto cuerpo se apoyaba en una muleta y su rostro magullado reflejaba un profundo dolor, tanto físico como espiritual. Todos los presentes se callaron y le miraron fijamente, unos con compasión, otros acusadoramente. Antes de que la situación se volviese incomoda de verdad, ella se adelantó y le abrazo con fuerza. Aquel cuerpo fuerte y decidido intento resistir pero enseguida se puso a temblar y le devolvió el abrazo en medio de profundos sollozos. -Lo siento Mía… perdón… hermana Teresa, -dijo sin soltarla –es mi culpa, yo conducía, no sé cómo pudo pasar, yo, yo…la niebla… debí ir más despacio… La inconexa explicación se vio interrumpida por un nuevo acceso de llanto, ella no pudo contenerse y ambos lloraron abrazados ante los ojos tristes y anegados en lágrimas de los presentes. Podían haber pasado unos segundos o mil años. El tiempo permanecía suspendido mientras los brazos magullados la rodeaban con tenaz desconsuelo. Finalmente se dio cuenta de la situación y le separó suavemente mientras Salva se disculpaba con torpeza. -No tienes que pedirme perdón Salva, un accidente es un accidente. –dijo la monja sin soltarle las manos para no perder el contacto –y no debes torturarte pensando en lo que podrías haber o no haber hecho. El pasado no se puede cambiar y es la voluntad de Dios que ahora mi hermana este junto a él en el cielo. –continuó intentando que no le temblara demasiado la voz. –Conozco… conocía a Maya tan bien como a mí misma y sé que lo que desearía es que la recordases pero también que continuases con tu vida y con tu carrera. Tienes que ser fuerte, tienes que amarla y recordarla, pero la mejor forma de honrarla es rehacerte y no dejarte caer en la depresión. La vida también es una carrera de resistencia y debes rezar y confiar en que Dios te ayudará. Él siempre tiene un plan para todo, aunque lo parezca, la muerte de Maya no es una muerte sin sentido. -Quizás tengas razón pero ahora mismo no puedo pensar en nada y cada vez que cierro los ojos sólo veo su rostro ensangrentado e inerte… ¿Por qué no fui yo? ¿Por qué no se llevó a mí? –dijo Salva comenzando a sollozar de nuevo. –Soy yo el que se juega la vida todos los días a trescientos kilómetros por hora… -Ya sé que es una perogrullada, pero los caminos del Señor son insondables… -replicó la monja volviendo a darle un corto abrazo. La conversación entre los cuñados contribuyo a rebajar la tensión y la incomodidad entre los presentes que se acercaron a ambos ya sin ánimo de juzgar nada ni a nadie. El resto del velatorio, la ceremonia y la cremación transcurrieron en un ambiente de dolor y recogimiento. Salva se mantuvo en pie, estoico, aguantando el dolor apoyado en su muleta y ayudado por Sor Teresa en los momentos en que tenía dificultades para desplazarse. Finalmente dieron sepultura a sus cenizas y la gente fue despidiéndose y alejándose discretamente hasta que quedaron ellos dos solos frente a la tumba cubierta de flores. La niebla, la misma niebla que había contribuido al accidente se movía por efecto del viento creando sombras y difuminando el paisaje en la creciente oscuridad. -¿Te vas esta tarde? –Pregunto Salva rompiendo el silencio. -No, tengo un billete de tren para mañana por la noche. Tengo una habitación reservada en el centro… -Oh, no, de eso nada, quiero que vengas a casa, aún sigo considerándote de la familia. Además querría pedirte un último favor. No sé muy bien qué hacer con la ropa de Maya. Me preguntaba si podrías ayudarme a empaquetarla y supongo que tú sabrás como darle buen uso. -De acuerdo, que haríais los hombres sin nosotras –dijo Sor Teresa mientras comenzaban a caminar lentamente en dirección al coche abrazados por una densa niebla que lo cubría todo. La casa de Salva era una pequeña edificación sin pretensiones en las afueras de la ciudad. Constaba un edificio principal de una planta y cien metros cuadrados con enormes ventanales y un garaje casi tan grande como la casa con espacio para tres o cuatro coches. Al entrar en el jardín Ras salió a recibirles moviendo la cola alegremente ajeno al drama que le rodeaba. Olisqueó a Sor Teresa con curiosidad y tras informarse detenidamente se dirigió al coche y dio varias vueltas alrededor como esperando que saliese alguien más. Salva le llamó y después de recibir unas caricias, el joven labrador se alejó de ellos sin dejar de mover el rabo. Sor Teresa nunca había estado allí y cuando entró en la casa, le maravilló la luminosidad de su interior que contrastaba con la frialdad de la piedra y la oscuridad del convento. El pequeño hall daba paso a un enorme salón dominado por un ventanal y una enorme chimenea. A la derecha se abrían dos puertas, que, por lo que le había contado Maya en sus correos, debían ser la cocina y el baño, quedando la única habitación de la casa tras la última puerta al fondo del salón. -Dormirás en la habitación, ya he cambiado las sabanas –dijo Salva indicándole la puerta del fondo –yo dormiré en el sofá. -No te preocupes por mí, yo dormiré en el sofá. -De eso nada, eres mi huésped, además ahí está la ropa de Maya. Así podrás empaquetarla sin que te moleste. –replicó Salva cogiendo el ligero equipaje de la monja con la mano libre e hincando la muleta en la moqueta mientras se dirigía al dormitorio. El dormitorio era amplio y luminoso con una enorme cama, una mesita y un sofá de lectura de cuero donde descansaba su bolso y una novela de un escritor alemán que no conocía. A la derecha, un vestidor daba paso a un baño moderno y de colores discretos. La monja entro en la habitación y sin darse cuenta de lo que hacía se sentó en la cama. Inmediatamente sintió que la calidez y comodidad del colchón le envolvían y le invitaban a tumbarse y descansar tras aquel día tan duro. A la vez, saber que era allí donde su hermana muerta dormía, reía, lloraba y hacía el amor, le producía una intensa tristeza. Entendía por qué Salva le había cedido la habitación. Finalmente tras unas cortas explicaciones Salva le dejó allí mientras iba a cocinar algo para cenar. Cuarenta minutos después Salva le despertó. Se había quedado dormida sin darse cuenta. El largo viaje desde el convento y las emociones del día le habían dejado exhausta. Con un pelín de desconcierto se levantó del edredón y siguió el renqueante cuerpo del hombre hasta la cocina. El color blanco de los muebles salpicado con toques de colores vivos en los tiradores y encimera le daban a la cocina un aire alegre y desenfadado. Se sentó a la mesa en la que Salva había dispuesto dos servicios separados por una ensalada de aguacate de un aspecto delicioso. -Como ya es algo tarde supuse que te apetecería algo ligero –dijo salva sirviéndole ensalada –espero que te guste. -Muchas gracias me encantan las verduras, las comemos en el convento casi constantemente, estas también son caseras como las nuestras. ¿También tenéis un huerto? -En realidad viajamos tanto que, aunque nos lo planteamos, no podíamos atenderlo adecuadamente así que se las compramos a unos vecinos. Son un matrimonio de ancianos que consiguen un pequeño sobresueldo para complementar su pensión vendiendo huevos y hortalizas. Todo delicioso y superfresco. Creo que somos sus mejores clientes, nunca regateo los precios con ellos y ellos siempre apartan para mí los mejores productos. Lo único que hay de supermercado es la ensalada es el aguacate. -Por cierto, ahora que estamos solos ¿Cómo debo llamarte? Teresa, Sor Teresa, hermana Teresa… -Basta con que me llames hermana. –replicó ella mirándole a los ojos.
-Es curioso ella ponía exactamente la misma cara cuando comía algo sabroso. –dijo Salva con la mirada perdida. -A pesar de esto –replicó Sor Teresa cogiéndose el hábito –seguíamos siendo hermanas gemelas, teníamos multitud de gestos y manías comunes. No sé si te has fijado alguna vez la peculiar manera que teníamos de lavarnos las manos, levantándolas hacia arriba como cirujanos antes de coger la toalla, el ser diestras para todo menos para hablar por teléfono… en fin siempre creímos parecernos tanto que cuando empezamos a pensar en chicos temíamos enamorarnos del mismo tipo… y ya ves, al final no fue así y yo me quede con el mejor -dijo tocándose la sencilla alianza que le habían dado al tomar los votos. Salva no contesto y se quedó mirándola, a pesar del hábito podía ver en aquella mujer los ojos oscuros, la fina línea de la mandíbula, los dientes blancos y regulares, los labios rojos y gruesos que tantas veces había besado… Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no alargar la mano y acariciar la cara de la monja… la cara de Maya. Consciente de repente de la incomodidad de la hermana se levantó y se apresuró a recoger la mesa. Ella también se levantó y le ayudó a meter los platos en el lavavajillas. Trabajaron en silencio y terminaron rápidamente. -Bueno, creo que me voy a retirar. –Dijo ella mientras se secaba las manos –mañana me espera un día muy agitado si quiero tenerlo todo listo antes de coger el tren. -¡Oh! Por supuesto, tu como si estuvieras en tu casa. Y una vez más gracias por todo. No sé cómo hubiese podido sobrellevar todo esto sin ti. –dijo Salva dándole un corto abrazo – Que descanses. -Si Dios quiere. –dijo la monja mientras se dirigía a la habitación. Cuando entró finalmente en la habitación se sentía emocionalmente exhausta, afortunadamente cuarenta y cinco minutos de oraciones y meditación le ayudaron a relajarse y seguramente el mullido colchón haría el resto. La ensalada estaba rica pero como en el convento no usaban sal sentía la boca seca así que fue hacia la cocina para tomar un vaso de agua fresca. La casa estaba oscura y en silencio así que se desplazó a tientas suponiendo que Salva ya estaría durmiendo, pero al llegar al salón le vio a través de los ventanales sentado en las sillas del porche acariciando al perro y con una botella de glenfiddich mediada y un vaso con hielo al lado. Se quedó parada mirando a su espalda, estuvo a punto de acercarse y soltarle un sermón sobre el alcohol y sus peligros, pero decidió que no era el momento y se retiró a su habitación con su vaso de agua en silencio. Se desnudó, se puso el tosco camisón que usaba a diario y se acostó. Después de una hora de dar vueltas en la cama se dio cuenta de que aquella noche no iba a dormir mucho, así que decidió levantarse y ganar tiempo empezando a empaquetar la ropa de su hermana. No sabiendo por dónde empezar abrió el primer armario de la derecha y comenzó a sacar ropa de invierno. La clasificaba en montones listos para empaquetar la mañana siguiente cuando Salva le diese las cajas. Cuando llegó al zapatero no pudo dejar de preguntarse cómo sería su hermana capaz de pasar un día entero encaramada en aquellos tacones. Picada por la curiosidad cogió unos zapatos negros con unos tacones particularmente altos y se los puso. Cuando se puso en pie, casi perdió el equilibrio. Instintivamente enderezo la espalda y tenso sus glúteos para adaptarse al cambio del centro de gravedad. Dio dos pasos cortos y quedo frente al espejo, de repente su culo y su busto destacaban a pesar del informe camisón. Ruborizada aparto la mirada y continuó con el trabajo. Siguió sacando prendas. Maya siempre había tenido un gusto exquisito para la ropa, todo lo que sacaba de los cajones era precioso y de excelente calidad. De vez en cuando cogía un vestido o un jersey y lo apoyaba contra su cuerpo mirándose al espejo e imaginándose con ella puesto. Cuando abrió el cajón de la lencería se quedó parada meditando. Finalmente pensó que sería la última vez en su vida que podría sucumbir a la vanidad y se quitó el camisón y la sencilla ropa interior que llevaba puesta. Sin dejar de pensar en cómo se lo iba a explicar al cura que la confesaba desde hacía casi diez años escogió un sencillo conjunto de corpiño y tanga de raso negro. El conjunto le apretaba un poco. A pesar de ser prácticamente iguales, la relativa inactividad del convento hacía que sintiera los pechos un poco aprisionados en el conjunto que, por lo demás, era increíblemente cómodo y suave. Recordó el bolso y revolviendo en su interior encontró rimmel y pintalabios. Se volvió hacia el espejo y se pintó los ojos y los labios. Estaba ensimismada observando como el conjunto y su pelo negro, largo y encrespado contrastaba con su piel extremadamente pálida y sus labios gruesos y rojos cuando oyó un fuerte golpe proveniente del salón. Sin pensarlo se puso una bata de seda que colgaba del armario y anudándola descuidadamente en torno a su cintura salió tan rápido como los tacones se lo permitían en dirección al salón. En el suelo del salón Salva se debatía intentando levantarse sin dejar de agarrar la botella de whisky casi vacía en su mano izquierda. La monja se apresuró en la oscuridad a echarle una mano a Salva. Estaba acostumbrada a lidiar con personas enfermas y disminuidas físicamente así que la mayor dificultad consistía en mantener el equilibrio con los tacones mientras tiraba de un poco cooperativo Salva. En cuanto lo puso en pie se dio cuenta del problema; Salva estaba bastante borracho. Antes de que volviese a caer se hecho un brazo de Salva sobre sus hombros, mientras le quitaba con habilidad la botella de la mano. En tres rápidos pasos acabaron cayendo blandamente sobre el sofá. El cuerpo de salva cayó encima del suyo inmovilizándola. Al intentar moverse para salir de debajo de aquel cuerpo, la ligera bata de seda resbalo abriéndose y dejando la parte inferior de su cuerpo a la vista. Salva se quedó mirando sus piernas largas y esbeltas y cuando sus ojos subieron hasta su entrepierna la monja se sintió tremendamente vulnerable, primero porque por primera vez en su vida un hombre le observaba con lascivia y después porque fue consciente de como los pelos rizados, largos y negros de su pubis superaban incontenibles la escueta capacidad del tanga. Antes de que pudiese taparse, Salva ya tenía su mano entre sus piernas. Su primer instinto fue sacudirle un bofetón, pero en vez de eso soltó un gemido y se puso rígida cuando las manos de él avanzaron y le rozaron el tanga con suavidad. -¡Oh, Dios! –Exclamó Salva súbitamente consciente -¿Qué estoy haciendo? Lo siento tanto… Yo no… -dijo intentando retirar las manos. Pero algo en el cuerpo de Teresa había despertado finalmente y relámpagos de placer irradiaban de entre sus piernas hacia todos los puntos de su cuerpo electrizándolo. La monja cerró sus piernas para impedir que él retirase sus manos y mirándole a los ojos deshizo el nudo del cinturón abriendo poco a poco el resto de la bata. -No, no puedo. –Dijo Salva sin retirar la mano del cálido sexo de la mujer –eres la hermana teresa… -Hoy no soy sor Teresa, hoy soy Mía. –se oyó decir la monja a si misma mientras le besaba. Fue como si las compuertas de un embalse cedieran ante una tormenta. La lengua de Salva se introdujo en su boca abrumándola por un momento con el fuerte aroma a roble y vainilla del whisky pero el deseo volvió abrirse paso y le devolvió el beso con violencia mientras con su mano le acariciaba la mejilla magullada. Sin dejar de besarle se sentó a horcajadas. Salva metió sus manos por debajo de la bata para abrazarla y apretar su cuerpo contra él. Era como si estuviese en terreno conocido, era el cuerpo de Maya pero no lo era. Era más pálido, más generoso, más blando. Sus pechos pálidos y grandes surcados por finas venas pujaban por escapar del corpiño. Atraído por ellos, bajo un tirante y tirando de la copa hacia abajo dejo uno de ellos al descubierto para acariciarlo. Los pezones se erizaron inmediatamente arrancando a Mía un gritito de sorpresa. Salva le estrujo el pecho con la mano y se metió el pezón en la boca chupando con fuerza. Mía grito de nuevo y arqueó la espalda retrasando las manos para desabrocharse el bustier. Con un gesto de impaciencia se quitó la bata y el corpiño, quedándose totalmente desnuda salvo por el minúsculo tanga. Salva se paró y se quedó mirando. La luz de la luna atravesaba el ventanal y le daba al cuerpo pálido y sinuoso de Mía una textura casi fantasmal. Salva acercó sus manos al cuerpo de Mía recorriendo las marcas que había dejado la ropa interior en su piel. Consciente del deseo de Salva, se levantó y dejó que él la observase a placer. Mía siempre había sido consciente de la belleza de su cuerpo, así que después de lustros intentando disimular sus curvas, se sentía un poco rara exhibiéndolo de esa manera. Por otra parte, por primera vez veía en los ojos de un hombre un deseo salvaje por poseerla que le excitaba tremendamente. Con todo su cuerpo palpitando, sus pechos ardiendo por los chupetones de Salva y el tanga húmedo por su apremio, se inclinó y le quitó los pantalones dejando a la vista, lo que a ella le pareció una erección enorme. Intentando no parecer intimidada, Mía aparto el calzoncillo y cogió el pene entre sus manos. Estaba húmedo y caliente como su sexo pero duro como una estaca. Las manos de Mía acariciando su polla sacaron a Salva de su ensimismamiento y con un movimiento brusco la cogió entre sus brazos y la deposito en el sofá bajo él. Mía le recibió separando sus piernas para acogerle, besándole de nuevo y desabotonándole la camisa. Salva se quitó la camisa con un leve gesto de dolor mostrándole a Mía un aparatoso vendaje en torno a las costillas. Mía no pudo evitar recorrer con sus manos las vendas y el oscuro verdugón que le había hecho el cinturón de seguridad en el amplio pecho. -Debe de doler –dijo Mía notando la cálida presión del pene de Salva sobre su tanga. -La vida es dolor –replico Salva apartando el tanga y aprovechando el despiste de ella para romper su virgo. –pero también es placer. Mía apenas noto el ligero tirón y el escozor. Solo sentía el miembro de Salva deliciosamente duro y caliente moviéndose en su interior. Nunca había sentido nada parecido. El peso del cuerpo desnudo de Salva sobre ella cada vez que se dejaba caer para penetrarla. Su pene abriéndose paso en su interior, hasta el fondo de su vagina, provocándole un placer tan intenso que no era capaz de reprimir los gemidos. Dándose un respiro Salva se apartó un poco y con dos fuertes tirones le quitó el tanga a Mía. Aparto con las manos el abundante vello púbico y acarició su sexo con los labios. Mía, grito y alzó su pubis deseando aquellas húmedas caricias. Entre jadeos no paraba de pedir más a lo que Salva respondió introduciéndole los dedos en su coño y masturbándola hasta que llego al orgasmo. La descarga del orgasmo cortó los jadeos de Mía hasta dejarla sin respiración, todo su cuerpo se crispo y tembló durante unos segundos mientras una intensa descarga de placer lo recorría. Toda su piel ardía y se contraía mientras Salva seguía masturbándola haciendo que el efecto se prolongase. Finalmente los relámpagos del orgasmo pasaron aunque aún seguía excitada. Salva no necesitaba preguntárselo, sabía perfectamente que ella seguía excitada y agarrándola por la cintura le dio la vuelta de un tirón y le separo las piernas. Cogiendo la polla con la mano empezó a acariciar su sexo con la punta del glande. Con suavidad recorría la abertura de su sexo rebosante de los jugos del orgasmo y continuaba hacía delante presionando su clítoris haciéndola estremecer. Mía separo aún más sus piernas y se agacho un poco más intentando atraerle de nuevo a su interior. Salva reacciono retrasando su pene y acariciándole el ano con él. Mía se asustó un poco, aunque la caricia era placentera no estaba segura de querer hacerlo, pero confiaba totalmente en Salva así que cerro los ojos le dejo hacer. Salva con una sonrisa notó el placer y la incomodidad de la mujer así que se demoró un poco más en sus caricias antes de volver a penetrar su coño con un golpe seco. Al notar el pene en su vagina Mía gimió y se relajó acompañando los embates de Salva con el movimiento de sus caderas. No sabía si estaba en el cielo o en el infierno. En esos momentos sólo sentía como Salva le penetraba cada vez más rápido y con más fuerza mientras sus manos parecían multiplicarse acariciando sus pechos y sus caderas hasta llevarle de nuevo al éxtasis. Segura de que Salva estaba a punto de correrse también, se separó y se arrodilló ante el tirando de su pene. Con timidez empezó a acariciarlo con sus manos y sus pechos arrancando roncos gemidos de la garganta de Salva. Torpemente se metió la punta de la polla en la boca y la chupó hasta que Salva la apartó en el momento en que notaba como un jugo caliente y espeso salpicaba sus pechos y escurría entre ellos hasta quedar atrapado por la maraña de su pubis. Satisfechos se tumbaron abrazados y desnudos en el sofá. Cuando Mía se durmió aún sentía el calor de la semilla de Salva sobre su vientre. Por el interior sin airbag ni cachivaches electrónicos sabía que estaba en un coche antiguo aunque el salpicadero de madera y la palabra fulvia que destacaba cromada en la parte del acompañante no le decía nada. Al volante estaba Salva que conducía el coche con gesto sereno en una noche oscura y con una espesa niebla. Maya parecía dormir con la cabeza apoyada en el cristal. Salva conducía por aquella carretera estrecha y revirada con prudencia y aplomo, sin salirse de su carril ni siquiera en las curvas más cerradas. Tras unos minutos llegó a una curva especialmente cerrada y sin visibilidad y tirando del freno de mano dejo el coche cruzado en medio de la estrecha calzada. Con el brusco movimiento del coche la cabeza de Maya oscilo bruscamente y fue entonces cuando pudo ver el gran golpe que tenía en la cabeza y los ojos de su hermana que la miraban sin ver. Sus labios temblaron un poco justo antes de que Salva le pegase de nuevo la cabeza contra el cristal, pero –Mía ya sabía lo que su hermana quería decir ¡AYUDAME! Apenas repuesta de la sorpresa vio como unas luces pugnaban por rasgar la espesa cortina de niebla que cubría la carretera mientras se acercaban a la curva. El conductor del autobús, sin tiempo para reaccionar sólo pudo cruzar los brazos en una postura defensiva mientras impactaba contra el lateral del coche con un estrepito de cristales rotos. El autobús, un viejo cacharro pintado de color verde casi había partido el pequeño cochecito por la mitad pero lo peor se lo había llevado la zona del acompañante, su hermana yacía muerta atrapada entre los hierros con una mano extendida hacia ella, suplicando… Despertó bruscamente jadeando y cubierta de sudor. Salva ajeno a todo aún dormía y roncaba suavemente. Mía se levantó escalofriada y se dirigió a la ducha, confusa por la pesadilla.
Ni la ducha, ni volver a vestir el hábito, ni la hora y media de rezos y meditación lograron terminar con aquel estremecedor desasosiego. Cuando Salva despertó incómodo y resacoso la hermana Teresa le recibió en la cocina con un abundante desayuno. Él intentó disculparse por lo pasado la noche anterior pero ella le respondió que la culpa no era sólo suya y era ella la que estaba sobria y la que podía haberlo parado y no hizo nada para hacerlo. Salva más tranquilo pero aún incapaz de mirar a los ojos a la monja termino el desayuno y le dio las cajas a sor Teresa para que empaquetase la ropa. La mañana transcurrió apaciblemente, ella doblando y embalando ropa mientras él trasteaba en un jardín bastante descuidado. Cuando se sentaron a comer la monja incapaz de contener más su desasosiego le pregunto: -Sé que es muy duro para ti, pero también era mi hermana y necesito saber cómo murió. Cuéntame lo que pasó, por favor. -No hay mucho que contar en realidad. Era una noche un poco aburrida con la niebla y el frio así que decidimos ir a una fiesta que había en un pueblo a diez quilómetros, al otro lado de ese monte. –Empezó Salva con evidente desgana – Subíamos tranquilamente el pequeño puerto, ni siquiera iba deprisa por culpa de la niebla así que no puedo explicarme todavía como perdí el control. El caso es que a punto de coronar hay una curva a la izquierda, la más cerrada de todas y cuando la tomé note como la parte de atrás derrapaba y evitando todos mis intentos de enderezarlo el coche se quedaba cruzado en la carretera y se me calaba. Íbamos en un Lancia antiguo sin ayudas electrónicas y con todos los sentidos puestos en intentar arrancarlo sin ahogarlo no me di cuenta lo que se nos acercaba y … sólo me di cuenta del autobús un par de segundos antes de que impactara contra la parte derecha del coche. -A partir de ahí todo se vuelve negro y lo siguiente que recuerdo es la cara de incomodidad del médico justo antes de decirme que Maya había muerto. –termino Salva con un hilo de voz. La hermana Teresa escuchó con atención sin interrumpirle y recurriendo a toda su fuerza de voluntad para contener el escalofrío que recorría su espalda. Mientras comía los últimos bocados intentaba racionalizar inútilmente todo aquello. Tras terminar y ayudar a recoger la cocina a Salva se retiró a la habitación y se puso a rezar como nunca lo había hecho. Jamás se había sentido tan confusa y desconsolada. ¿Era el sueño un mensaje de su hermana o era sólo una casualidad? ¿Era Salva un asesino? No podía creer que ese hombre aparentemente tan dulce fuese capaz de asesinar a nadie a sangre fría. Rezó toda la tarde esperando una respuesta pero Dios no habló. Terminó de empaquetar las cosas de su hermana y llamó un taxi. A pesar de los intentos de Salva por llevarla, la hermana se negó y le recomendó que descansara. Cuando se despidieron Salva confundió con incomodidad el miedo y la confusión de la monja. -A la estación –le dijo Teresa al conductor mientras se despedía. Cuando diez minutos después llegaron a la estación de autobuses estaba tan ensimismada que casi no se dio cuenta de la confusión del chofer. -Perdone, quizás ha sido culpa mía por no especificarlo, pero me refería a la estación de trenes. -¡Oh! Disculpe madre. Yo también debí preguntar. Enseguida estamos allí, no se preocupe. –dijo el chofer engranando la primera marcha. -¡No! Espere, déjeme aquí de todas formas. –dijo la monja sintiendo que al fin Dios le había contestado. Sor Teresa se apeó del taxi y cogiendo su pequeña maleta y agradeciendo a Dios se dirigió a información. -Disculpe señorita, sé que no es frecuente pero puedo hacerle algunas preguntas sobre uno de sus choferes. -Depende de cuales sean las preguntas –respondió la azafata con un guiño cargado de rimmel. -Sólo quería hablar con un chofer que se vio envuelto en un accidente mortal hace un par de días. -¿Para qué? –pregunto la azafata frunciendo el ceño. –no parece periodista. -No, no creo que este sea su uniforme –replicó la monja intentando romper el hielo. -Desde luego –dijo la azafata con una sonrisa rojo chillón. –Manolo, andén nueve. Si se da prisa podrá pillarlo antes de que embarquen. Yo no le he dicho nada madre. Cuando llego al andén vio a un tipo gordo con un espeso mostacho al pie de un vetusto autobús pintado del mismo verde que el del sueño. Después de que pasase el escalofrío la monja se acercó al hombre que fumaba su puro abstraído. -Si va a Grajales equipaje a la izquierda, si va a Vilela por la derecha. –dijo el hombre sin apartar el puro de sus labios. -¡Oh! Perdone, pero no es eso, sólo quería hacerle un par de preguntas sobre el accidente que tuvo. -Disculpe madre pero ¿Cuál es su interés? –preguntó el chofer más afligido que mosqueado. -Soy hermana de la víctima. -¡Ah! Lo siento madre, ¿Qué es lo que quiere saber? –dijo el hombre temiéndose la respuesta. -¿Cómo ocurrió el accidente? -Fue haciendo el recorrido. -comenzó apagando el puro contra la carrocería del autobús – Era de noche y la niebla era bastante espesa. Iba puntual así que me lo estaba tomando con calma, pero me encontré el cochecito en el medio de la peor curva y aunque intente reaccionar los frenos de estos cacharros no son precisamente de última generación así que les embestí con bastante fuerza para volcarlos de lado. Salí inmediatamente del autobús e intenté ayudarlos pero estaban atrapados y no pude hacer más que llamar a emergencias. Al conductor no lo veía pero la chica murió en el acto, tenía un fuerte golpe en la cabeza y no respiraba ni tenía pulso. No sabe cuánto lo siento. Le acompaño en el sentimiento madre. -Muchas gracias. Ahora está en un lugar mejor. Una última pregunta, ¿sabe que coche conducían? -Mejor que eso, le voy a enseñar uno igual –dijo el chofer cogiendo su Smartphone y tecleando furiosamente. –Era un Lancia Fulvia de principios de los setenta. Ahí tiene –dijo alargándole el teléfono. Cuando la monja miró la pantalla vio un pequeño y bonito deportivo de dos plazas y tracción trasera. Fue pasando las fotos hasta que una foto del interior la dejo helada. El mismo salpicadero de madera y las mismas letras cromadas del sueño estaban ante ella… -Una pregunta más ¿Se fijó en los ocupantes antes del accidente? -No sé, ocurrió todo muy rápido, fue apenas un suspiro… -Cierre los ojos y vuelva a aquel momento. ¿Que vio a través de la ventanilla del Lancia? -Mmm… Sólo pude ver a la pasajera que era la que estaba de mi lado. Estaba dormida, con la cabeza apoyada contra el cristal. Ahora recuerdo que pensé que debía estar bastante incómoda con el cuello tan estirado. Es terrible, tienes un accidente mortal y lo que piensas en ese momento es en torticolis. –dijo el hombre visiblemente azorado. -Ya sé que es difícil, pero no se sienta culpable, son accidentes porque son imprevisibles e inevitables, que Dios le bendiga y no le haga pasar nunca más por un trago semejante. -Gracias madre –respondió el hombre sintiéndose extrañamente reconfortado. Cuando salió de la estación tuvo que sentarse un momento en un banco abrumada. Como era posible que todos los detalles que había comprobado del sueño coincidiesen con lo que había pasado. ¿Por extensión podía dar por hecho el resto de detalles que no podía comprobar o todo esto era una broma del diablo? Mientras más información obtenía, más confundida estaba. Pensar en Salva como en un asesino le parecía inconcebible pero mientras más datos obtenía más culpable parecía. Tenía la sensación de estar aún dormida envuelta en una terrible pesadilla. Pero ahora que había llegado hasta allí no iba a detenerse hasta conocer toda la verdad. Se levantó del banco y se puso a caminar sin rumbo fijo mientras meditaba cual debía ser su siguiente acción. Sus pasos la llevaron ante una iglesia y sin pensarlo entró. La atmosfera fresca y silenciosa enseguida le envolvió serenándola. La iglesia estaba completamente vacía salvo por la La Virgen que le miraba con el Niño en sus brazos desde lo alto de un sencillo retablo cubierto de pan de oro. Se sentó en uno de los bancos y rezó a La Virgen durante unos minutos ajena al mundo exterior. Al salir de la iglesia, una hora después, ya tenía un plan. Buscar a una persona era más difícil que antes. Cuando era adolescente sólo tenía que coger una guía telefónica y conseguía los datos sin problemas pero ahora había poca gente con línea fija y había tantas empresas proveedoras que no era práctico tener una guía por cada uno. Lo que sí seguía siendo igual es que nadie se atreve a negarle una respuesta a una mujer con hábito. Afortunadamente sus padres aún vivían en el mismo sitio que cuando eran amigas y le proporcionaron la dirección de Vanesa aunque ya no se acordaban de ella. Recordaban las dos simpáticas gemelas que eran las mejores amigas de su hija, pero después de tanto tiempo no recordaban sus caras. Vanesa era una adolescente alta, desgarbada y extremadamente inteligente. Durante aquellos años las tres habían sido inseparables y por las cartas de Maya la monja, sabía que seguían siendo intimas amigas y mantenían una estrecha relación. Con la esperanza de que Maya le hubiese contado algo a Vanesa que le ayudara a comprender un poco mejor aquella situación se plantó ante la puerta de la vieja amiga. Cuando Vanesa abrió la puerta le costó reconocer a su vieja amiga. La chica alta y desgarbada se había convertido en una mujer elegante y atractiva ayudada por unos pequeños retoques quirúrgicos aquí y allá. Vanesa en cambio la reconoció al instante y le dio un fuerte abrazo mientras rompía a llorar incapaz de contener sus emociones. Una vez hubo pasado el acceso de llanto Vanesa le invitó a pasar y se sentaron en la cocina delante de sendos vasos de té verde. -Siento mucho lo que le ocurrió a tu hermana –comenzó Vanesa –desde que éramos niñas era mi mejor amiga. Era un gran apoyo y con su eterno optimismo me ayudaba siempre en los peores momentos. -Sé que manteníais una relación muy estrecha y que es una gran pérdida para ti –replicó sor Teresa –pero quiero que sepas que a pesar de la distancia que imponen mis obligaciones sigo considerándote mi amiga y que si me necesitas te ayudaré en todo lo que este en mis manos. -¡Uf! ¡Que tonta! Tu pierdes a tu hermana y en vez de consolarte me dedico a llorar y a contarte más penas –dijo Vanesa limpiándose con un clínex. -Ambas hemos sufrido una gran pérdida. No será fácil vivir sin Maya. Fue todo tan repentino que apenas me lo puedo creer. -Tienes toda la razón, apenas puedo creerlo, la semana pasada estábamos riendo y contándonos banalidades en esta misma cocina y ahora está… -Con Dios –terminó la monja cuando a Vanesa se le corto la voz por la emoción. -Sí, eso, con Dios. -Perdona si me meto donde no me llaman, pero no pude evitar ver que ayer en el tanatorio no te acercaste a Salva en ningún momento… -Ese tipo no me cae bien. –Le interrumpió Vanesa tajante – Al principio me pareció el marido perfecto pero luego vi que no era trigo limpio. Tiene algo que hace que cualquier mujer se sienta automáticamente atraída por él. Y él se aprovecha de ello. Incluso intentó liarse conmigo y cuando se lo conté a Maya se enfadó muchísimo y casi nos cuesta nuestra amistad. Aún a estas alturas no sé si lo hizo porque le atraía o porque quería separarnos. Afortunadamente, Maya al fin abrió los ojos y nuestra relación no se resintió. -¿Cuándo ocurrió aquello? -Fue hace ocho meses aproximadamente. –respondió Vanesa percibiendo el súbito interés de la monja. -¿Notaste algo raro en la pareja desde aquel momento? -Claro que sí. Maya no iba tan a menudo a las carreras con Salva. Hasta aquel día eran inseparables pero últimamente se quedaba los fines de semana en casa y aprovechábamos para ir juntas por ahí de compras, al cine, lo que fuese. Se la veía preocupada y por lo que me contaba los fines de semana eran un oasis de paz en medio de una tormenta de discusiones continuas. -¿Estaba muy deteriorada su relación con Salva? -Bastante, Maya sospechaba de sus constantes salidas Después de meses de continuas discusiones y gritos, hace quince días Maya me dijo que iba a divorciarse, que no aguantaba más. -¿Alguna vez mostró alguna herida o contusión? –pregunto Sor Teresa intentando parecer casual. -No, pero hubo dos ocasiones en las que dejamos de vernos durante diez días. Según ella por culpa de una gripe, pero cuando me ofrecí a visitarla y llevarla un caldo de pollo ella me rechazo nerviosa, como si tuviese algo que ocultar. -Entiendo. -¿Sabes algo que yo debería saber? -Yo… -No lo intentes las monjas no tenéis suficiente práctica en eso de mentir. -Aún no tengo ninguna prueba… -Lo sabía, quién puede creer que un tipo acostumbrado a conducir bestias de setecientos caballos no pueda controlar un cochecito que tiene desde su juventud –le interrumpió Vanesa de nuevo. –y que casualidad que ocurre en la peor curva de todo el puerto en el momento en que pasa el autobús de una línea regular. -El destino… -El destino, ¡Una polla!… Perdón madre. –exclamo Vanesa inmediatamente arrepentida. -Sea o no una casualidad, con Maya incinerada no tengo ni una prueba sólida. -De todas maneras déjaselo todo a la policía y no intentes ninguna tontería, Salva es un tipo peligroso… Tras unos momentos de silencio Sor Teresa decidió cambiar de tema y mientras apuraban el té ya casi frío recordaron viejas anécdotas de su infancia. Antes de despedirse con un fuerte abrazo Vanesa le hizo prometer que no haría ninguna tontería y la monja se lo prometió con la certeza de que era una promesa que no iba a poder mantener. Cuando salió de la casa de Vanesa sólo le quedaba una cosa que hacer. Cogió un autobús que le llevó al centro y tras preguntar a tres personas finalmente dio con la jefatura de tráfico. Las oficinas estaban situadas en el entresuelo de un edificio de los años setenta. Unas escaleras estrechas y oscuras conducían a unas oficinas enormes pero aun así atestadas de gente. Se dirigió a información y un amable funcionario le señalo la ventanilla correspondiente recordándole que debía sacar un número en una pequeña máquina dispensadora. Afortunadamente las colas más nutridas eran la de los permisos y la de las multas. Tras veinte minutos de espera le llego su turno y se acercó a la ventanilla. -Buenos días, ¿En qué puedo ayudarle hermana? –le preguntó una funcionaria de aspecto cansado. -Buenos días hija, vera uno de los ancianos de la residencia era pasajero en un autobús que se vio implicado en un accidente hace unos días. El caso es que en un primer momento estaba perfectamente pero ha empezado a quejarse del cuello y cuando hemos ido al médico nos ha dicho que todo es consecuencia del accidente. El hombre está empeñado en reclamar a la aseguradora y quiere una copia del atestado. Me da a mí que es más por aburrimiento que por otra cosa, pero me resulta tan difícil negarles nada… -Rellene esta solicitud y abone treinta euros en caja. Necesito la fecha y la vía y el punto quilométrico del accidente. –dijo la mujer interrumpiendo la bonita historia que había estado elaborando durante la travesía en autobús. Cumplimentó el formulario y tras abonar los treinta euros se puso de nuevo a la cola. Tras otros veinticinco minutos de espera la mujer sacó unos cuantos folios de la impresora los selló y se los entregó recibiendo un “Dios le bendiga” a cambio. El atestado era bastante detallado. El informe de la guardia civil no aportaba nada nuevo. Aparentemente el accidente había ocurrido tal como le habían contado y como el suelo estaba húmedo no había apenas marcas de frenazos que pudieran contradecir lo que Salva le había contado. Pero lo que realmente le interesaba era el informe judicial. Como había sido mortal, un juez se había personado en el lugar y había realizado un informe detallado. En esencia se limitaba a certificar lo que los guardias habían plasmado en su informe, pero afortunadamente aquel juez, no sé si por rutina, o llevado por una corazonada había hecho un registro del automóvil siniestrado. En la lista de objetos que habían encontrado no estaba , tal como esperaba. Para cerciorarse decidió hacer una visita al teniente de la guardia civil que firmaba el atestado. El cuartel de la guardia civil era aún más viejo. Cuando entró le informaron de que el teniente Ribas estaba de servicio y no volvería hasta la tarde. Como disponía de tiempo y se dio cuenta de que no había comido nada desde el desayuno decidió comer algo. Enfrente del cuartel había una pizzería en la que dio buena cuenta de una pizza prosciutto una ración de pan de ajo y una coca cola light. Con el estómago lleno, se dirigió a un parque cercano y sentándose en un banco se dedicó a meditar y a observar las palomas. Cuando volvió de nuevo al cuartel el teniente ya había sido avisado y estaba esperándola. El guardia la recibió vestido de calle e impecablemente afeitado. Era un tipo alto y fuerte, pelirrojo y de ojos claros fríos y duros pero la trato con una educación que hacía tiempo que no veía. -¿En qué puedo ayudarla madre? Preguntó el guardia con curiosidad. -Es por el accidente del autobús el otro día, según el atestado fue usted el que realizó la investigación. -En efecto madre, un desgraciado accidente, no pudimos hacer nada por su hermana. -¿Cómo sabe que era su hermana? –pregunto la monja. -No se los demás compañeros, pero la cara de una mujer muerta no la olvido de un día para otro y usted es su viva imagen. –respondió el guardia. -Tengo entendido que el juez realizó una investigación… -En efecto, ya había empezado cuando llegó el juez. -¿Había algo que le diese mala espina? –preguntó la hermana Teresa. -No y sí. En realidad estaba todo en orden, demasiado en orden. El coche en la peor curva en la situación perfecta, en el momento exacto… Lo hice por precaución, por instinto y finalmente no encontré nada que me hiciese sospechar que no había sido un accidente. -¿Puedo hacerle un par de preguntas? -Por supuesto hermana, dispare. -Hizo una lista de todos los objetos que había encontrado en el coche y en la cuneta. –Dijo la monja mostrándole el atestado – ¿Encontró el bolso de mi hermana? -Ahora que lo dice no lo encontré por ninguna parte. -Una última cosa; ¿Estaba mi hermana maquillada? -No la examiné a conciencia pero por lo que recuerdo ni siquiera llevaba los labios pintados. –Respondió el guardia frunciendo el ceño –Madre, ¿Hay algo que deberíamos saber? -¡Oh! No, simple curiosidad. Es sólo que no encontramos el bolso de mi hermana por ninguna parte. –replicó sor Teresa intentando ser convincente. -No le voy a robar más tiempo, muchas gracias por todo y que dios le bendiga. –dijo la monja intentando cortar la conversación ante el súbito interés del guardia. -Gracias hermana, ¿quiere que le llamemos un taxi?
No entraba en Zara desde que tenía catorce años. El aspecto de la tienda no había cambiado demasiado; las mismas paredes blancas, los mismos colgadores metálicos, la música suave, las dependientas discretamente uniformadas y las mismas colas quilométricas en las cajas. Cuando entró, empleados y clientes le dedicaron una corta mirada de curiosidad y enseguida volvieron a sus quehaceres contribuyendo a mantener la sociedad de consumo. La ropa sí que había cambiado y ahora también vendían zapatos y todo tipo de accesorios. Sin perder tiempo escogió un traje sastre de color negro y unos zapatos de tacón del mismo color y una blusa blanca semitransparente con escote en uve. Camino de los vestuarios se encontró con la sección de lencería donde cogió un sencillo conjunto lycra negro. A pesar de los años transcurridos no había perdido el ojo para la ropa y todo lo que probó le sentaba como un guante. Antes de dirigirse a la caja eligió un pequeño bolso plateado y se dispuso a hacer cola. Sobre el mostrador al lado de la caja había una serie de artículos de cosmética, estuvo a punto de pasarlos por alto pero un pintalabios de color azul petróleo oscuro llamó su atención y le dio una idea. Pagó y le pidió permiso a la cajera para cambiarse en los probadores, a lo que ésta accedió un poco alucinada. De camino paso por la sección masculina y cogió una camisa y aparentando observarla con detenimiento le quitó los clips que la mantenían sujeta y doblada en torno al cartón. Por segunda vez en veinticuatro horas estaba desnuda frente a un espejo, pero esta vez no se paró a contemplarse, se vistió rápidamente y se puso los vertiginosos tacones introduciendo el uniforme en la bolsa. Se perfiló las pestañas con rimmel y se pintó los labios. El color azul oscuro destacaba en la tez pálida y limpia de la hermana dándole un aspecto casi sobrenatural. Termino su cambio de look recogiendo su melena en un apretado y tirante moño que sujeto con los clips que había cogido de la camisa. Cuando la mujer salió del probador el único rastro que quedaba de la hermana Teresa era una bolsa llena de ropa gastada abandonada en una esquina. A pesar de estar frente a la puerta, casi se esfumo ante sus narices. De no ser por que como hombre que era, se paró a hacerle una radiografía completa, no se hubiese dado cuenta de que era ella. Mientras la seguía por el centro comercial hacía la salida se preguntó como una monja podía caminar con tanta naturalidad y estilo con aquellos tacones. A pesar de que había comprobado los datos de la hermana, le costaba pensar en ella como en una monja cada vez que su culo se meneaba y vibraba al ritmo de aquellos tacones. Mientras se acercaba a la salida, Mía no podía evitar pensar en la ropa que había dejado en el probador. Cada paso que daba y se alejaba de ella sentía que se alejaba un poco más de sor Teresa, del convento, de sus hermanas… de Dios. Dándole vueltas a la sobria alianza que le unía a Dios y a la congregación repasaba todo lo que le había ocurrido en su vida y sentía que había llegado a un punto de inflexión en su vida. Desde que se enteró de la muerte de su hermana y salió del convento, en lo más profundo de su alma sabía que que iba a ser muy difícil que volviera. No es que hubiese perdido la fe en Dios, pero la temprana muerte de su hermana a la que estaba indisolublemente unida le apremiaba a experimentar y a vivir la vida por las dos, para las dos. Hurgando en el pequeño bolso sacó la cartera y conto el dinero que le quedaba; Aún tenía para una última cena. Eligió un bar restaurante de aspecto discreto y semivacío y se sentó en una mesa dispuesta a cenar y dejar pasar el tiempo hasta que llegase el momento adecuado. Cenó una menestra de verduras bastante buena y una zarzuela de pescado bastante congelado, mientras masticaba lentamente notaba como todos los parroquianos que entraban se le quedaban mirando un par de minutos y luego se volvían hacia su plato. Tras dar cuenta de una porción de tarta de chocolate y una menta poleo de dirigió a la barra y pidió un gin-tonic. Nunca lo había probado pero el calor de la ginebra le reconforto y le tranquilizo los crispados nervios. Un tipo se le acercó y decidió charlar con él para pasar el rato, cuando le preguntó a que se dedicaba y después de pensarlo le dijo que trabajaba para una O.N.G. Por suerte llegó la hora justo antes de que se pusiese demasiado pesado, así que se despidió rápidamente y salió a la calle a buscar un taxi. La noche era clara pero muy fría, el conductor le aconsejó que cerrase las ventanillas pero después de un tercer intento infructuoso se limitó a encogerse de hombros y conectar el asiento calefactable del Mercedes. Mía se limitaba a acercar la cabeza y las manos a la corriente de aire helado que entraba por la ventanilla trasera sin decir nada. Cuando llegó a la casa de su hermana la cancela estaba abierta y sólo Ras apareció silenciosamente a saludarla. Llamó al timbre y esperó sin resultado alguno. Tuvo que volver a hacerlo tres veces para conseguir oír algún ruido en el interior. Cuando apareció Salva ante la puerta con la mente nublada por el estupor alcohólico Mía se le echo encima: -¿Por qué? –preguntó Mía entrando en la casa. -¿Maya? –dijo Salva reculando confundido sin cerrar la puerta siquiera. Salva adelantó su mano incrédulo sin poder dejar de mirar la tez pálida y los labios azules de la mujer. Cuando su mano tocó la cara helada de Mía la retiró como si quemara y ella aprovechó para cogerle la cara con sus manos heladas e imitando la voz de Maya volvió a preguntar: -¿Por qué? -Yo, no, no quería, fue un accidente… -Así que un accidente que parece un asesinato y un asesinato que parece un accidente… -No lo entiendes cuando empezamos a discutir y tú me lanzaste el florero –replico Salva con la lengua pastosa. –yo reaccione instintivamente y te lance el trofeo, con la intención de romper algo y descargar tensión pero te di con el justo en la sien. El crujido del hueso fue horrible e inequívoco. -Y en vez de llamar a emergencias lo resolviste tú sólo. -Compréndelo. –Dijo asustado –No podía permitirme un escándalo y un juicio, no ahora que estoy tan cerca de… -Que Dios se apiade de tu alma. –dijo Mía arrepintiéndose inmediatamente. -¡Mía! ¡Eres tú! ¡Puta! –dijo Salva súbitamente despejado. Con un rápido empujón la acorraló contra la pared y le agarró por el cuello. Con la mano libre metió su mano por dentro del pantalón de mía y le apretó su sexo con fuerza. Los dedos de Salva resbalaron sobre la lycra que cubría su sexo despertando en la mujer flashes de lo ocurrido la noche anterior. -Nunca había oído de un fantasma con el chocho caliente. -Entrégate Salva –dijo Mía con un hilo de voz –permite que mi hermana descanse en paz… Salva apretó un poco más el cuello de mía y la levanto a pulso contra la pared. Mía, con la punta de los zapatos apenas rozando el suelo y estrellas en el fondo de sus ojos, alargo el brazo y le dio un flojo golpe en el tórax. Salva se dobló por el dolor en las costillas rotas y dio un paso atrás permitiendo a Mía tomar una deliciosa bocanada de aire. -Zorra acabaré contigo como lo hice con tu hermana –dijo propinándole un bofetón tan fuerte que acabo con Mía por el suelo y manando sangre de sus labios. Sin darle tiempo a levantarse Salva cogió el pesado de trofeo de bronce y lo enarbolo por encima de su cabeza como un leñador, dispuesto a terminar su trabajo de un golpe… -¡Teniente Ribas de la Guardia Civil! ¡Salvador Peña queda detenido por el asesinato de Maya Vela! –Gritó el teniente sosteniendo su Beretta reglamentaria en la mano derecha –suelte eso y apártese de esa mujer o le pego un tiro. Aprovechando el desconcierto de Salva Mía se apartó a gatas para ver como este se quedaba quieto y miraba el trofeo en su mano durante unos segundos para finalmente dejarlo caer en la moqueta. Envuelta en una manta y sentada en la parte trasera de una ambulancia mientras una enfermera le curaba la herida del labio, Mía no podía dejar de pensar en cómo su vida había cambiado en cuarenta y ocho horas… para siempre. -¿Cómo se encuentra? –preguntó el joven teniente mientras se acercaba. -Algo magullada, pero gracias a usted perfectamente. Apareció en el momento justo, un segundo más y estaría muerta. -En realidad la he estado observando todo el día desde que me hizo aquellas dos preguntas. Parece mentira que no cayese en ello, pero en fin ya sabe cómo somos los hombres, a pesar de verlo continuamente, hasta ahora no había sido realmente consciente de que ninguna mujer saldría de fiesta sin su bolso y menos sin un mínimo de maquillaje. -Deberían tener más mujeres en el cuerpo. -¿Me está pidiendo trabajo? Porque por lo que veo a dejado su viejo uniforme… La conversación se vio interrumpida por el paso del coche que llevaba a Salva a comisaría. Del otro lado del cristal no vio culpabilidad, sólo ira y resentimiento. |
COGEDOR/MUJER
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Erika
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Cristina
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Gabriela
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Evelin
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Ricardo
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Felipe
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Pedro
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Cipriano
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Después de desayunar una ración de sexo que nos dejó satisfechos a los tres y dada la hora, nos vestimos con la intención de mostrarle a Paloma nuestro chiringuito preferido antes de ir a la playa.
― ¡No te imaginas qué raciones preparan! ― comentó María con mas hambre que el perro de un ciego.
―Ahora me comería un pollo entero― respondió la morena.
Sé que pude comentarla que esa mañana ya se había comido una polla, pero decidí dejarlo para mas tarde, no fuera a ser que le apeteciera repetir.
«Es capaz de quererme hacer otra mamada», medité acojonado por la mas que plausible posibilidad de dar un gatillazo.
La fortuna quiso que Paloma o bien estuviera suficientemente saciada o lo que es más posible, su apetito físico fuera mayor que el carnal y por ello, se puso un traje de baño y un pareo sin más dilación.
Ya en la calle, mientras caminábamos hacia el chiringuito, en las miradas de los hombres que nos cruzábamos descubrí envidia y eso en vez de cabrearme, me hinchó el orgullo al saber que todos ellos hubiesen intercambiado mi puesto.
«Tengo que reconocer que en bikini todavía están mas buenas», me dije valorando el par de hembras que me acompañaban.
No era para menos, tanto mi esposa como mi recién estrenada amante llevaban con gallardía los años y sus cuerpos no tenía nada que envidiar a los de las veinteañeras.
«Soy un suertudo», pensé mientras caminaba junto a ellas.
Ajenas a todo, las dos se estaban riendo y lucían radiantes cuando entramos en el local, pero ello cambió cuando descubrieron al marido de Paloma pidiendo en la barra.
― ¿Quieres que nos vayamos? ― pregunté.
No pudo contestar porque justo en ese momento, su ex levantó la mirada y la vio. La expresión de estupefacción que vi en su rostro nos informó de que él estaba más molesto que nosotros por ese encuentro y quizás por ello, la morena no quiso que nos fuéramos a otro lado.
― ¿Con quién narices habrá venido este cretino? ― se preguntó en voz alta mientras echaba una ojeada alrededor.
Su cabreo fue in crescendo al reconocer en una mesa a su secretaria y sin cortarse un pelo, la señaló diciendo:
―Ha venido con su zorrita.
Aunque no pude decirlo, la chavala en cuestión era una monada y estaba para hacerla un favor.
―No sé qué le ha visto― comentó cabreada sin dejar de observarla.
«Yo, sí», rumié muerto de risa, «tiene unos melones dignos de meter la cabeza y perderse entre ellos».
Lo quisiera ver o no y aunque personalmente yo no la cambiaba por ella, esa joven era preciosa. Con unos ojos verdes inmensos, parecía no haber roto en su vida un plato.
«Demasiado dulce para mi gusto», sentencié al ver el modo en que sonreía a su pareja.
En cambio, Paloma vio en esa sonrisa un ataque a su persona. Estaba a punto de lanzarse sobre ella del cabreo que tenía, pero afortunadamente mi esposa se dio cuenta fuera y cogiéndola de la mano, le susurró:
― ¿Tanto echas de menos a tu marido?
Girándose hacia ella, la miró sorprendida:
―Para nada. Aunque me lo pidiera no volvería con él.
―Entonces, tranquilízate― le pidió molesta: ―. Pareces una perra celosa que sueña con una caricia de su amo.
Bajando su mano por debajo del mantel, Paloma contestó:
―Las únicas caricias que necesito son las vuestras. ¿Quieres que te lo demuestre?
Supo a lo que se refería en cuanto notó que los dedos de la morena subían por sus muslos. Por eso, su respuesta no fue verbal y separando sus rodillas, María la retó diciendo:
― ¡No tienes valor para hacerlo!
Entornando los ojos, nuestra vecina reinició su ascenso por las piernas de mi mujer mientras por mi parte no sabía donde meterme.
―Os van a ver― comenté temiendo que si Juan, el marido de Paloma, descubría que su ex estaba masturbando a María, al volver a Madrid todo el mundo lo supiera.
―No me importa― replicó la morena mientras bajo la mesa se dedicaba a buscar el placer de mi señora.
―A mí tampoco― la apoyó María con la voz entrecortada.
Dándolas por imposible, decidí que la mejor forma de que la parejita en cuestión no mirara hacía nosotros era observarlos yo a ellos y por eso fui el primero que descubrí que la chavala estaba embarazada.
«Joder, ¡menuda panza!», pensé al ver que se levantaba de la mesa.
Paloma fue más gráfica porque, al verla, exclamó confirmando mis cálculos:
― ¡Será hijo de puta! ¡Está de más de seis meses!
No tuve que ser un genio para comprender las razones de su cabreo: su marido la había dejado preñada cuatro meses antes de irse de casa. María comprendió a la primera el estado de la morena y con un dulce beso en la mejilla, le brindó su apoyo.
―No se merece que le montes un escándalo― murmuró en su oído.
―Lo sé― respondió mientras desaparecía rumbo al baño.
Asumiendo que la necesitaba, mi esposa fue a consolarla. Comprendí lo afectada que estaba Paloma por la futura paternidad de su ex, cuando al cabo de diez minutos ni ella ni María habían vuelto del baño. Por ello cuando el capullo aquel desapareció por la puerta acompañado de su novia, lo agradecí.
«Así no tendrá que verlo», mascullé entre dientes mientras pedía una ración de patatas bravas y otra cerveza.
Si calculamos el tiempo en que tardaron en volver por mi bebida, he de decir que fueron tres cañas y un doble después. Pero lo cierto es que no les dije nada al observar que ambas habían llorado:
«Estás mas guapo callado», pensé para mí viendo en sus rostros una extraña determinación que no supe traducir correctamente, «han tenido bronca entre ellas y vienen cabreadas».
Tratando de calmarlas, llamé al camarero y pedí que les pusieran algo de beber.
―Un cubata, por favor― pidió Paloma.
―Y otro para mí― replicó mi esposa.
Que pidieran una copa antes de comer, confirmó mis temores y reafirmándome en la decisión de no comentar nada al respecto, cambiando de tema, les pregunté qué les apetecía hacer después de comer.
―Volver a la casa y que nos preñes― contestó María.
Como os podréis imaginar, casi me caigo de la silla al escuchar semejante desatino y mas cuando la morena acto seguido soltó sin dar tiempo a que me repusiera:
―Hemos hablado entre nosotras y queremos ser madres.
― ¿Algo podré opinar? ― tartamudeé totalmente desarmado.
―Sí― respondió mi mujer: ―Te dejaremos elegir los nombres.
Sentí un escalofrío al saber que lo que realmente me estaba diciendo era que no iban a admitir discusión al respecto. Por ello, tomando mi vaso me bebí la cerveza de un golpe y pedí un whisky.
―Cojonudo, quince años casado y ahora queréis que sea padre por partida doble― comenté.
Demostrando lo poco que les importaba mis reticencias, las dos brujas se echaron a reír diciendo:
―Piensa que así
que los hermanitos se criarán juntos y que de paso te ahorrarás un bautizo…
Con toda intención decidí y conseguí retrasar la vuelta. Tres horas y seis copas después regresamos a casa con una borrachera de las que hacen época. Sin duda, la más perjudicada era mi señora. María, del pedo que llevaba, le costaba mantenerse en pie. Por ese motivo al llegar al piso entre Paloma y yo la acostamos mientras ella no dejaba de protestar pidiéndonos otro ron.
―Vamos cariño, duérmete― tuve que insistir al desnudarla.
―Tú lo que quieres es follarte a Paloma sin mí― me respondió mientras intentaba incorporarse.
Su grado de alcohol en sangre debía ser alto porque en cuanto conseguimos que se tranquilizara, se quedó dormida casi de inmediato. Eso me permitió preguntar a la morena si iba en serio con eso de ser madre.
―Al principio me cabreó ver que Juan iba a ser padre, cuando nunca quiso serlo conmigo. Pero ahora sé que deseo tener un hijo y que tú seas su padre― contestó.
―Joder, Paloma. ¿No crees que deberíamos esperar un poco hasta ver si lo nuestro tiene futuro?
―Sería lo lógico― me reconoció, pero haciendo extensiva su respuesta a mi esposa continuó diciendo: – aunque no podemos. María y yo tenemos una edad en la que el reloj biológico manda. Es ahora o nunca.
Os juro que se me puso la carne de gallina al escucharla y casi tartamudeando hice un último intento:
― ¿No hay marcha atrás?
―No― me replicó: ―Ambas queremos un hijo.
Me tomé unos segundos en asimilar que no tenía salida y entonces, sonriendo, le solté:
―Ya que no hay otra, ¿qué te parece si nos ponemos a ello?
Con una sonora carcajada me informó que le parecía una buena idea y confirmando sus intenciones, se empezó a desnudar mientras me reconocía que no se tomaba la pastilla desde que su marido le había abandonado.
― ¿Te han dicho que además de puta eres una cabrona? ― pregunté.
―Solo tú, mi amor. Los demás solo dicen que soy una hija de perra a la que les gustaría tirarse.
Su descaro me hizo gracia y poniéndola a cuatro patas sobre el colchón, empecé a juguetear con mi glande entre sus pliegues mientras le decía que la iba a dejar el coño escocido de tanto follármela.
―Lo estoy deseando, mi amo y señor.
Desternillado quise saber a qué venía tanta dulzura y tanta sumisión.
―Si mi dueño ha aceptado que mi vientre germine con su simiente, su dulce esclava solo puede dar las gracias― respondió haciéndome ver que deseaba jugar duro esa noche.
Decidido a complacerla, me levanté en silencio de la cama y fui al cuarto de baño a por unos juguetes. Con ellos en la mano, volví a la habitación. Acercándome a ella, le comenté mientras mis manos se apoderaban de sus pechos que la iba a violar.
Riendo, Paloma se trató de zafar de mi acoso, justo cuando sintió que cerraba un par de esposas alrededor de sus muñecas.
― ¿Qué coño haces? ― exclamó muerta de risa.
Tomando el mando, la tiré sobre la cama y tras atarla, coloqué otros grilletes en sus tobillos. La actitud de la morenaza seguía siendo tranquila, pero cuando le puse una mordaza en su boca, noté que se estaba empezando a preocupar.
―He pensado en inmortalizar el momento ― comenté― y ya que no te importa que tu ex sepa que eres nuestra amante, he pensado en mandarle una película.
Por vez primera, Paloma se percató que había jugado con fuego y trato de negociar conmigo que la desatara. Al ver que no le hacía caso, intentó liberarse sin conseguirlo, mientras descojonado, sacaba una cámara de fotos y la ponía sobre un trípode.
―Estoy seguro de que Juan querrá recordar las dos tetas que dejó escapar.
Para entonces, dos lágrimas surcaban sus mejillas y dando un toque melodramático, sacando una máscara de látex, me la puse mientras le explicaba que no me apetecía que su ex me reconociera.
Sé que intentó protestar, pero el bozal que llevaba en la boca se lo impidió y mientras sus ojos reflejaban el terror que sentía por verse así expuesta, incrementando su turbación, saqué unas tijeras y con parsimonia fui cortando la camisa que llevaba puesta.
Una vez desnuda y atada de pies y manos, me la quedé mirando y tuve que admitir que asustada, mi vecina y amante se veía tan guapa como desdichada. Tanteando sus límites, me dediqué a pellizcar los negrísimos pezones que decoraban sus tetas mientras pensaba en mi siguiente paso.
― ¿Quieres que tu marido observe cómo te sodomizo o por el contrario prefieres que te vea ensartada por todos tus agujeros? ― pregunté mientras sacaba de mi espalda un enorme consolador con dos cabezas.
― ¿Te gusta? ― comenté mientras ponía frente a sus ojos el siniestro artilugio para que viera las dos pollas de plástico con las que la iba a follar.
Moviendo la cabeza, lo negó, pero no por ello me apiadé de ella y recorriendo con ellos su cuerpo, llegué hasta su sexo. Aprovechando su indefensión, jugueteé con sus dos entradas. Para entonces Paloma había perdido su serenidad y lloraba como una magdalena.
―Así quedará más claro lo puta que eres― le dije sin dejar de grabar para la posteridad su martirio: ―No me extrañaría que tu ex muestre estas imágenes a todos nuestros pervertidos vecinos para que se pajeen en tu honor.
Dándose por vencida, la morena había dejado de debatirse y seguía mis maniobras con sus ojos cerrados, pero no pudo evitar abrirlos al sentir que le incrustaba uno de los penes en su esfínter.
El ahogado gemido que dio me informó del dolor que había sentido y comportándome como un auténtico cretino, me reí diciendo:
― Deja de llorar. No es la primera vez que uso tu culo.
Metiendo el segundo en su coño, proseguí con su tortura y en cuanto noté que se había acostumbrado a la intrusión de esos dos objetos, los encendí. No tardé en comprobar que mi querida y recién estrenada amante se estaba retorciendo de gusto contra su voluntad.
«Le está gustando», sentencié mientras enchufaba la cámara a mi portátil para así grabar todo en su memoria y con ella gozando como la puta que era, me quedé pensando en cómo había cambiado mi vida desde que ella y mi mujer se había hecho amigas.
Tal y como había previsto, Paloma no pudo aguantar mucho sin correrse y viendo que se retorcía de placer, decidí que había llegado la hora de intervenir, Por eso saqué el sustituto de pene que llevaba en el coño y lo sustituí por el mío mientras le quitaba la mordaza de la boca.
― ¡Maldito! ― gritó al poder hablar: ― ¿Quién te ha dado permiso de tratarme así?
Al escuchar su indignación, solté una carcajada y comencé a follármela a un ritmo constante. El ritmo con el que martilleé sus entrañas aminoró sus quejas y paulatinamente éstas fueron mutando en gemidos de placer.
―Cabrón, te odio― chilló descompuesta al correrse.
Satisfecho, saqué mi verga de su coño y chorreando de su flujo, lo acerqué hasta su boca.
―Empieza a mamar― con tono autoritario, ordené.
Demostrando su carácter, Paloma se negó a hacer esa felación y fue entonces cuando le solté:
―Piensa que, si no me la mamas, tendré que desahogar mis ganas en tu culo.
La amenaza cumplió su objetivo y cediendo a su pesar, abrió sus labios. Momento que aproveché para metérsela hasta el fondo de su garganta. Curiosamente esa brusquedad hizo que mi vecina se derrumbara y emergiendo su faceta más sumisa, comenzó a usar su lengua para obedecer.
―Sonríe para la cámara― comenté mientras Paloma me demostraba su maestría en mamadas sin manos.
―Por favor, no te corras en mi boca. Fóllame, quiero ser madre― suspiró sin poderse mover.
La lujuria de sus ojos me convenció y cambiando de boca a coño, reinicié mi asalto. Paloma agradeció mi gesto con un chillido de placer y ya totalmente entregada, me rogó que la inseminara.
―Tú lo has querido― repliqué dejándome llevar y explotando en su interior.
Al percatarse que estaba regando su fértil vientre, se volvió loca y moviendo sus caderas a una velocidad de vértigo, buscó y consiguió extraer hasta la última gota de mis huevos, mientras nuevamente su cuerpo sufría los embates de un renovado orgasmo.
―Me vuelves loca― aulló antes de caer rendida sobre la cama.
Ya totalmente ordeñado, me compadecí de ella y la liberé. Paloma demostrando lo mucho que le había gustado ese rudo trato, se acurrucó entre mis brazos diciendo:
―Eres un capullo. Llegué a pensar que me estabas grabando.
Descojonado, conecté mi ordenador y le demostré que no le había mentido al decirle que había inmortalizado su violación
― ¿No serás capaz de mandársela a mi ex? ― preguntó acojonada.
―No se lo merece. He pensado en ponérsela mañana a María para que vea lo puta que eres cuando ella está indispuesta.
Riendo a carcajadas, la morena me soltó mientras señalaba a mi esposa que permanecía totalmente noqueada sobre las sábanas:
―Me parece bien, pero aún mejor que aprovechando que todavía le queda espacio a la memoria, mañana se despierte atada y que en cuanto se queje, le demos caña.
Alucinado, por el monstruo en que había convertido a esa dulce belleza, pregunté:
― ¿Qué te apetece hacer?
Su respuesta me hizo descojonarme de risa:
― Nunca me he follado
propiamente a una mujer y como este consolador tiene dos penes, he pensado en
meterle el grande mientras yo me quedo con el pequeño…
A la mañana siguiente comenzaron a presenciarse los primeros inconvenientes de viajar, tantas mujeres, en una relativamente pequeña embarcación. Una de las desventajas era la escasez del agua que solo permitía un baño no muy riguroso y las tareas de higiene más básicas. Esto no fue una buena noticia para las jovencitas, acostumbradas a los baños en tinas. Otro de los inconvenientes era el calor que, durante el día, se generalizaba en ambas embarcaciones.
Para Kimberly, Gina, Tiffany, Susan y Kayla no había mucho problema pues sus prendas, pantalones y camisas cortas, eran mucho más frescas que los brumosos y elegantes vestidos del resto de las tripulantes. Sin mayor opción, las chicas decidieron utilizar, durante las horas de calor, vestidos muy ligeros, pantalones de telas delgadas o simplemente batas para dormir. Al inició fue un tanto difícil perder el glamour pero el hecho de que solo hubiese mujeres durante aquel viaje volvió relativamente sencillo llevarlo a cabo.
Paula y Sandy, las hijas de la norteamericana millonaria, Miss Jennifer, habían pasado toda la noche en vela platicando de mil temas con las hindues: Mary y Lucy, como se les había nombrado en lugar de sus, algo complejos, nombres indios. Mary y Jenny eran gemelas, tenían tan solo dieciocho años pero se comportaban con la rigurosa educación de las mujeres de la alta sociedad inglesa. No obstante, habían vivido en la India durante sus primeros catorce años de vida y, por lo tanto, no olvidaban sus tradiciones y su cultura natal. Paula y Sandy, por otro lado, eran dos jovencitas impregnadas con el mismo espíritu aventurero de su madre y la oportunidad de conocer a dos hermosas chicas indias les pareció digna del mayor de los intereses.
Las cuatro chicas habían estado despiertas hasta altas horas de la noche, habían hablado de todo pero el principal tema terminó siendo la manera en que los hindúes veían al erotismo; las gemelas contestaron que había varias interpretaciones, la más común estaba tan llena de tabúes como la cultura occidental pero había otras formas de vida entre la vasta cultura india entre las que destacaba el kamasutra. Las norteamericanas, ávidas lectoras, no desconocían lo que significaba aquello pero les pareció tan interesante que preguntaron por los detalles. “Quienes practican el sexo libre – comentó Lucy – saben de la enorme libertad y placer que un hombre puede provocarle a una mujer, o a otro hombre; o como dos mujeres pueden llegarse a darse todo el placer”. La conversación pareció bloquearse al tocarse el prohibidísimo tema del lesbianismo, al punto que las gemelas notaron la incomodidad de las occidentales y prefirieron marcharse a su recamara con la explicación de que tenían mucho sueño. No obstante, a pesar de que se habían ido, las norteamericanas quedaron pasmadas con aquella idea del sexo entre mujeres, especialmente la menor, Paula, que no lograba, ni con todos sus conocimientos de anatomía, como aquello podía ser posible.
De modo que la curiosidad hizo presa de la mente de las occidentales que a la mañana siguiente lo primero que les vino a la mente fue aquello. Las chicas indias habían terminado de almorzar y escuchaban algunas indicaciones de su patrona, la Baronesa Michelle, y al terminar sus tareas fueron a platicar con normalidad con sus amigas estadounidenses. La plática comenzó con temas irrelevantes hasta que fue Paula quien se armó de valor para preguntar sobre aquello que la tenía tan interesada: ¿cómo es el sexo entre mujeres? Sin embargo, las norteamericanas se llevaron una decepcionante y hueca respuesta: “con besos y caricias – respondió Lucy sin mucho afán – es algo que viene en algunas versiones del kamasutra”. Las norteamericanas no se atrevieron a indagar más en el asunto y se quedaron con las mismas o más dudas.
Dos horas después había comenzado una comida y reunión sobre el yate grande y las tripulantes del yate de provisiones abordaron el yate mayor para participar en el convivio. Ambos yates se anclaron aprovechando el oleaje tranquilo. Las cuatro tripulantes del Little Girl llegaron en una pequeña barcaza y se unieron al convivio, Kimberly estaba encantada con aquella extraña combinación de la aventura y la elegancia. Apenas llegaron al barco, las dos parejas de hermanas subieron a la barcaza.
– Señorita Tiffany – exclamó Sandy – por favor, déjenos usar un momento su barcaza.
Tiffany aceptó, estaba de muy buen humor aquella mañana, las cuatro chicas subieron a la barcaza y comenzaron a remar; las gemelas propusieron el reto de llegar al Little Girl y de inmediato las cuatro comenzaron a remar con todas sus fuerzas. Tardaron casi cinco minutos en llegar y, bastante agotadas, subieron y cayeron rendidas sobre la popa del yate. Caminaron a la proa, donde había más sombra, y se sentaron a descansar. Volvieron a platicar, pero esta vez sobre cómo eran los Estados Unidos. Sandy, la mayor, dominó la conversación y felizmente comenzó a explayar todo lo que sabía sobre su país.
A Paula le aburría todo aquello y mejor se puso a recorrer el yate, seguida de Lucy. Mientras Sandy y Mary conversaban, las otras dos subían a la cabina de mando, revisaban los almacenes y entraron a la recamara del yate. Adentro era muy diferente al Women, que era mucho más amplio y elegante. Tenía solo tres camastros y tenia aire de buque pesquero. Paula revisaba todo con curiosidad mientras Lucy la miraba.
– Paula – dijo Lucy de pronto – perdón por el atrevimiento, pero, ¿les molestó la conversación sobre lo del…kamasutra?
– No, para nada – respondió un tanto consternada Paula – es solo que, jama habíamos escuchado sobre eso, al menos no de la manera en que lo describiste.
– Entiendo.
– Aun me quedó la duda sobre, tú sabes, el sexo entre mujeres.
Lucy soltó una risa, le parecía un tanto divertido la inocencia y el escándalo de la estadounidense, Paula estaba un tanto tensa pero la dulzura de Lucy le tranquilizó.
– ¿Con que duda te quedaste? – pregunto Lucy, acercándose lentamente a su amiga.
– No muchas, quizás solo la manera en que se consigue el placer por ese medio, supongo que de alguna forma debe incluir el kamasutra.
– ¡Oh si!, lo incluye. ¿No te gustaría saber cómo es en la práctica?
Paula se ruborizó inmediatamente, pensó en salir ofendida de ahí pero algo le indicaba que lo mejor era quedarse inmóvil. Quiso sentirse ofendida pero no podía lograr enojarse dada su propia curiosidad. Volteó hacia todos lados y se pregunto por qué Lucy le había dicho aquello. Quedo tan consternada que ni siquiera se dio cuenta cuando la chica hindú se apoderó de sus tiernos pechos y con una sospechosa habilidad los sobó y acarició de tal manera que Paula no pudo más que sucumbir a un placer que la dejó indefensa aun cuando una de las manos de Lucy comenzaban a desabrochar los botones de su vestido; dejando entrar un aire frio sobre la espalda de la joven rubia, más grande fue su inquietud cuando sintió la mano de la hindú sobre su espalda bajando hasta llegar a sus nalgas cubiertas por la bombacha hasta las rodillas que en aquella época era usada como ropa interior. Paula comenzó a sentirse perturbadoramente incomoda y esto lo comprendió Lucy, de modo que decidió acelerar aquello; abrazó fuertemente a la rubia y le estampó un beso en la boca a una Paula que, o no pudo o no quiso, no puso más resistencia.
Fue un beso suave, dulce, pero firme; que Paula interpretó como algo indebido pero tan atractivo, tan distinto, que admitió su derrota y se entregó por completo a todos los placeres que Lucy pudiera enseñarle. Los besos de la hindú guiaban a los torpes labios de la rubia; sus manos apretujaban las nalgas de Paula mientras esta misma se retiraba su vestido y comenzaba a deshacerse también del de su nueva amante. A los diez minutos ambas estaban en bombachas, también las manos de Paula habían aprendido a recorrer a través del místico cuerpo de su acompañante. Separó sus labios de Lucy por un momento y preguntó, casi sin aliento:
– ¿Es así? ¿Así se hace el amor entre mujeres?
– No – respondió sonriente Lucy – apenas vamos como a la mitad.
Paula no supo que pensar y sus labios se estamparon en los de Lucy de manera automática. Sus manos acariciaban el cuerpo de la hindú con una pasión y una fuerza que parecía haberse acumulado por años. Disfrutaba como los dedos de Lucy tocaban y estrujaban sus nalgas; de pronto su mente se detuvo en un pensamiento que le llego de golpe: su entrepierna se había humedecido; estaba excitada.
Su curiosidad despertó y una pregunta le pasó dando vueltas por la cabeza: ¿estaba excitada Lucy también? No quería preguntarle pero tampoco quería quedarse con la duda así que, cegada o impulsada por el contexto de morbo del que era presa en ese momento, dirigió su mano al vientre de la hindú y, atravesando fácilmente la barrera de tela de la bombacha, llevo sus dedos hasta el coño de aquella chica y magreó apasionadamente la vulva de Lucy que agradeció gimiendo. Sí, la respuesta era sí: Lucy también estaba excitada.