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Relato erótico: “Destructo: Te necesito para elevarme hasta aquí” (POR VIERI32)

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I

Aunque una rebelión empezara a gestarse en el seno de los Campos Elíseos, se trataba de una realidad solo sospechada por un reducido grupo. El Trono prefería el orden y el control sobre la legión de ángeles antes que desatar el caos y el desconcierto debido a una amenaza que bien podría desvanecerse con las acciones adecuadas, mientras que el Serafín Durandal optaba porlas sombras y el silencio para ganar poco a poco adeptos a su causa de libertad. Ajena a todo, la pequeña Querubín, quien parecía ser la causante de la insurrección de un grupo de ángeles, solo tenía en mente un objetivo: encontrar al guerrero mongol angelizado para que este la entrenara. Ser fuerte era su meta, pero su verdadera motivación aún era un misterio.

La noche caía sobre una cala paradisiaca y en el cielo centelleaba una infinidad de estrellas alrededor de la fulgurante luna llena. Saliendo de un sendero rodeado de palmeras, el joven ángel Curasán llevaba a la Querubín de la mano, quien parecía temer a la oscuridad o simplemente a algo oculto entre los matorrales. Cuánto deseaba subirse de nuevo a la espalda de su protector, se sentía segura allí, aunque también sabía que lo mejor era armarse de valor y aparentar valentía, no fuera que el desconocido guerrero mongol la tomara por débil y rechazara instruirla.

—¿Cuánto falta? —preguntó Perla, apretando fuerte la mano de su guardián.

—Oye, no te preocupes, enana —zarandeó juguetonamente su mano al notar su nerviosismo.

—Pero si estamos el Aqueronte —protestó.

A la vista, el oscuro Río Aqueronte rayaba entre mágico y misterioso, envuelto por completo en una azulada bruma nocturna que a Perla le causaba cierta incomodidad. No era para menos, pues cualquier ángel de la legión sabía que se trataba de uno de los lugares más importantes de los Campos Elíseos. Era, nada más y nada menos, el punto desde donde podían acceder al reino de los humanos con tan solo sumergirse en el agua. Acto, desde luego, prohibido por el Trono.

—Tranquila. Quien vigila este lugar es mi colega.

—Tu colega, el mongol —susurró, tragando saliva—. Y… ¿cómo es ese hombre?

—Algo… extravagante. Se convirtió en ángel al morir, pero aunque respeta al Trono como líder, se recluyó aquí porque sus creencias entran en conflicto con el resto de ángeles, así que no creo que lo veas por Paraisópolis o el templo.

—¿Conflictos?

Una fría brisa recorrió las palmeras tras ellos. En el preciso instante que la peculiar pareja pisó la cala, una figura oscura cayó sobre el dúo y tomó violentamente el cuello de Curasán. Aquella bestia oscura y alada era veloz, de movimientos salvajes como los de un cóndor pero silencioso como un águila. Un batir intenso de alas, manotazos y patadas se hicieron lugar en la negrura de la noche; el extraño enemigo levantó al ángel guardián para inmediatamente tumbarlo en la arena con la fuerza de un solo brazo.

Varias plumas revoloteaban alrededor de ambos, entre el polvo levantado y los quejidos desesperados de Curasán.

—¡Por los dioses! —el protector de Perla se retorcía de dolor en el suelo, arañando la arena—. ¿¡Podrías al menos preguntar antes de atacar como una puta cabra!?

—¡Ja! Débil como siempre. —El desconocido ángel poseía una voz fuerte, casi amenazante. Pisó el pecho del joven, quien en un santiamén, había quedado reducido de manera humillante—. ¡Deshonras a los tuyos!

—Serás un… —Curasán abrió lentamente los ojos y vio ese rostro de facciones duras, los largos mechones de esa cabellera se mecían con la brisa al son de sus alas y túnica; de ojos rasgados e intensos, era el ángel mongol que había estado buscando. En ese preciso instante sintió una fuerte presión en el pecho—. ¡Daritai, por todos los dioses, basta!

—Demasiado tarde para pedir clemencia. Pensé que había quedado claro al ordenarte que no volvieras a pisar este lugar —el mongol angelizado sacudió sus alas para que la arena salpicara el rostro de su presa.

—¡Suéltalo, lo estás lastimando! —gritó la asustada Perla, escondida detrás de una palmera frente a ellos. Era la primera vez que estaba sintiendo en carne propia cómo uno de sus seres más queridos, si no el que más, sufría visiblemente. Sus alitas se extendieron y la piel se le erizó; la impotencia y rabia luchaban en su cabeza, tratando de decidir si ir directamente a por el enemigo, o retirarse para buscar algo puntiagudo.

—¿Quién es ella? —preguntó el guerrero, aumentando la presión sobre el pecho de Curasán.

—Es la… ¡Es la Querubín, Daritai!

—Interesante. ¿Qué es lo que quieres?

—Esto… —Curasán sonrió nerviosamente, luchando por apartar la pisada del ángel—, ¿cómo te lo digo sin que te cabrees, Daritai?

—¿Ese es tu colega?—la pequeña salió de su escondite, bastante aliviada al saber que se trataba de la persona que habían venido a buscar—. ¡Señor Daritai! Hemos venido porque le debes un favor a Curasán, ¡así que suéltalo ya!

—¿Un favor? ¿Eso es verdad? —volvió a pisar fuerte el pecho del joven—. No recuerdo que te debiera un favor. Yo conseguía mi sable, tú te paseabas por el mundo de los humanos en su búsqueda, eso era todo.

—¿¡Podrías dejar de pisarme, por lo que más quieras!?

—¡Entréname para ser fuerte, señor Daritai!

El mongol la observó de arriba abajo, soltando una pequeña y despreciativa risa. En su antigua y lejana vida como guerrero nunca vio a una niña pedirle semejante favor. Fuera una broma, fuera en serio, recordó que los ángeles no estaban del todo acostumbrados a su cultura, así que debía dejarles las cosas claras cuanto antes. Retiró el pie del pecho del atormentado Curasán y se acercó a la pequeña.

—Eres muy graciosa pidiendo que te entrene. Lo cierto es que en Mongolia empezábamos desde pequeños, pero desisto de la idea.

—¿Por qué me rechazas?

—¿Por dónde comienzo? En Mongolia, las mujeres no pensaban en luchar sino en contentar al hombre. Eso deberías hacer tú —se acarició el mentón y achinó aún más los ojos—, o mejor dicho, deberías hacerlo cuando esas pequeñas piernas sean más largas.

—¿Pero de qué hablas? —preguntó confusa, imitando su achinar de ojos.

—A eso me refería con “sus creencias entran en conflicto con la del resto de ángeles…” —masculló Curasán, quien desde el suelo, apenas podía respirar.

El joven ángel conocía a Daritai y cuán hombre de costumbres y cultura era, por lo que tiempo atrás le ofreció un trato irrechazable: si Daritai hacía la vista gorda y permitía que Curasán fuera al reino de los humanos, le conseguiría lo que más extrañara de sus tierras. Tras meses de búsqueda, de idas y vueltas, de descripciones y fallos, el joven ángel volvió con un resplandeciente sable escondido en los montes de Kyushu, Japón, lugar donde el mongol murió a manos de los samuráis, incontables siglos atrás. Obtenida la espada, los escapes diarios de Curasán pasaron a mejor vida.

—Escucha, Daritai —el guardián se levantó con dificultad—, ¡lo dijiste alto y claro cuando la traje impoluta! ¡“Te debo una”!

—¡He cambiado de parecer! —cortó el mongol, agitando una mano al aire—. A diferencia de ti, soy un hombre de honor, haberle fallado a la confianza del Trono permitiéndote ir al mundo humano es algo que prefiero olvidar.

—¡Pero por favor, maldito maniático, qué conveniente que lo digas ya habiendo recuperado tu sable!

—¡Suficiente! ¡El Río Aqueronte está prohibido salvo orden del Trono! ¡La próxima te pisaré el rostro, maldito insolente!

Daritai se alejó caminando hacia la playa, rumbo a una casona de madera añeja que siglos atrás, cuando llegó a los Campos Elíseos, construyó como su particular refugio. Aunque rápidamente fue alcanzado por la pequeña, quien se interpuso en su camino. La Querubín extendió sus alitas y los brazos para que se detuviera, y esta vez, sacando a relucir su peor lado:

—¡Entréname, te lo ordeno!

—¿Me lo ordenas? ¡Ja! Los mongoles tenemos la costumbre de no lastimar ni a mujeres ni a niños. Pero tú —se acuclilló frente a ella—, tú me das ganas de romper las costumbres. Tienes suerte de que yo no derrame sangre en un lugar de descanso como este.

—¡No te tengo miedo! ¡Entréname… —Perla se calló un par de segundos y pensó detenidamente qué iba a decir. Se armó de valor y dejó a un lado su actitud de “ser superior de la angelología”. Era su última oportunidad y casi podía sentir cómo se le estaba escurriendo de entre los dedos; ser la Querubín no le había servido en nada sino para causar gracia. Si pretendía obtener fuerza, tal vez podría intentar una alternativa más humilde—. ¡Te lo ru-ruego, por favor!

Curasán estaba llegando a duras penas hasta donde ambos discutían; conocía a Daritai y temía que castigara físicamente a la Querubín en caso de volverse demasiado irritante. Por un lado, sabía que el mongol no tenía demasiada paciencia, y por el otro, Perla tenía una facilidad asombrosa para ser irritante. “Mala combinación”, pensó, apurando el paso.

—¡Por el Dios Tengri! La verdad es que haces mucho ruido, granuja. ¿Para qué quieres entrenar?

La niña abrazó con fuerza la pierna del mongol, y casi en un tono de llanto, confesó algo que dejó paralizado al guerrero por algunos segundos. Además, en ese instante, él percibió algo en sus ojos. Un chispear. Una declaración de intenciones en forma de un brillo fugaz en esa mirada aniñada. Había algo demasiado familiar en esos ojos verdes que, por unos segundos, cobijaron valor y firmeza.

—¡Proteger! ¡Quiero entrenar para proteger!

—¿Proteger? —se calló por breves segundos mientras se rascaba el mentón—. Oye, pequeña, ¿eres como esos ángeles que han prometido arriesgar su vida para defender a esa humanidad allá abajo?

—¿Humanos? A ellos no.

—Hmm —gruñó con un cabeceo afirmativo. Levantó la pierna y comprobó que Perla lo tenía bien atenazado—. ¿Pero entonces a quién quieres proteger?

—A… a Curasán —le susurró.

—¿A mí? —Curasán, tras ambos, no comprendió la respuesta. No obstante, una sonrisa bobalicona se esbozó en su rostro.

—Sí. Es demasiado torpe. El día que Destructo venga, meterá la pata seguro. Y… también deseo proteger a Irisiel.

—¿Quieres proteger a la Serafín? —insistió Daritai, que estaba tan desconcertado como el guardián de la Querubín—. Escucha, la Serafín no necesita que alguien la proteja.

—¿Lo dice quién? ¿Quién cuidará de los que irán a la batalla? Lo he decidido y no dejo de pensar en ello en cada paso que doy: proteger a los que nos protegerán el día que Destructo se levante contra los Campos Elíseos.

Daritai bajó la pierna y observó por un rato a la Querubín, quien bravamente consiguió no derramar ninguna lágrima pese a que su voz delataba que estuvo, en algún momento, a punto de quebrarse. La nobleza no era algo que pudiera encontrarse fácil, y menos aún en una niña tan pequeña. Pese a su corta edad, era atrevida, tenía un motivo noble y parecía priorizar a sus compañeros antes que a ella misma; la reconoció.

Aun así, disfrazó su admiración con trivialidad.

—Gritas muchas tonterías, pero me gustas. Aunque ya es muy tarde, deberías volver junto a tu guardián.

El ángel mongol volvió a retomar su camino, rumbo a su casona. La pequeña quedó arrodillada allí ante nada, completamente descorazonada. Arañó la arena sin saber qué más debía hacer para que la escucharan; lo que para los ojos de todos era simplemente una tontería producto de una mente aún infantil, para ella representaba una forma de agradecimiento para la legión de ángeles que la acogió. Si bien abusaba de su condición de Querubín, solo deseaba que la dejaran de observar como a una niña frágil y que la reconocieran como algo más; tal vez como al ser superior de la angelología, o tal vez como a un ángel fuerte que los protegería a todos de una amenaza.

“Creo que fue un error haber venido aquí”, pensó Curasán, viendo a su peculiar protegida completamente abatida. Algo le decía que, en esa ocasión, ni un abrazo o algunas bromas servirían para consolarla. Se acercó a ella, plegando sus alas, pensando en alguna frase para levantarle el ánimo.

—Escucha, pequeña —Daritai, sin detener su andar, rompió el silencio de la noche—. Te esperaré mañana de día.

—¿Qué? —la niña levantó el rostro para verlo—. ¿Mañana?

—Mañana —levantó su pulgar al aire en señal de aprobación, cortando la luna—. Para comenzar a entrenar.

II. 8 de junio de 1260

El sol mañanero se asomaba tímidamente en el horizonte y las calles de Damasco empezaban a adquirir vida. Pero lejos del ajetreo y comercio diario, en un rincón alejado de la caballería del Kan, una veintena de jóvenes guerreros mongoles se apostaban tras el vallado de un peculiar corral improvisado para entrenar. Admiraban y temían en partes iguales a su nuevo comandante, quien acababa de tumbar a un soldado al suelo. Risas y quejidos se mezclaban entre el movimiento diario de los jinetes cabalgando a los alrededores.

—Vamos, arriba —Sarangerel ofreció una mano al joven guerrero. En el fondo nunca quiso aceptar el comando, pero hecho lo hecho, tener a un grupo de jóvenes guerreros dispuestos a escucharlo y seguir sus pasos le daba una motivación inesperada. Los entrenaría tal como su padre había hecho, tal como algún día haría con su hijo—. ¿De dónde eres?

—¡Karakórum!—el muchacho se repuso, aunque el dolor en la espalda era bastante evidente por el gesto en su rostro torcido—, soy de Karakórum, comandante.

—¿Ya has combatido alguna vez?

—Aún no, espero hacerlo pronto, comandante.

—Eres demasiado flaco. No es un defecto, lo puedes usar a tu favor contra alguien más grande como yo —sonrió, dándole un coscorrón a la cabeza—. Necesitas ser ágil como una gacela y astuto como un lobo para poder tumbar a alguien que te gana en tamaño —pese a que sus palabras iban dirigidas al muchacho, todos los soldados alrededor lo escuchaban atentamente. Había algo en sus palabras y su mirada cargada de ferocidad que hacía que se ganara rápidamente la atención y el respeto—. Y durante la guerra, cuando el enemigo descanse, necesitarás ser silencioso como un leopardo para asestarles un golpe sorpresa.

—¡Al diablo! Son demasiado jóvenes, demasiado inexpertos —se quejó Odgerel, sentado sobre el vallado, pasando trapo a su sable—. Pierdes el tiempo, Sarangerel.

—Claro que son jóvenes y débiles. Como tú y yo alguna vez fuimos —desenfundó su nuevo sable, un regalo de sus superiores por asumir el comando, y apuntó a su camarada—. Si nuestros predecesoresno nos hubieran bendecido con su sabiduría, hoy ni siquiera tendríamos el don de blandir un sable. Eres el segundo al mando, Odgerel, depónesa actitud salvo que quieras pasar el día ordeñando la mula allá al fondo.

—¿“Depón esa actitud”? Pasaste tantos días con esa francesa que ya tienes una lengua de alta alcurnia. Pero bueno, ¡consígueme una felatriz, amigo, una de muchas curvas, eso haría “deponermi actitud”! —carcajeó, mirando a sus nuevos pupilos—. Escuchen, las prostitutas de los barrios de Gálata no son nada comparadas con las mujeres que pueden encontrar en territorio mameluco, lo dicen los mismos francos. ¿Quieren ganar esta guerra? Piensen en las mujeres que repartiremos como botín. ¿No es eso suficiente motivación, perros?

—¡Menos mujeres, jala-barbas! Vamos, ¿¡quién es el siguiente!? —preguntó Sarangerel, extendiendo los brazos, esperando que alguno de sus nuevos guerreros quisiera probar fuerzas contra él. Aunque, quien se abrió paso entre los mongoles y saltó la valla fue la persona que menos esperaba.

—¿Pero qué…? —se sorprendió Odgerel, desatando una ola de risas entre los jóvenes guerreros—. ¡Ja! ¡Esto alegra el corazón de cualquiera!

Vestida con una añeja camisa, pantalones raídos y botas sucias, Roselyne no lucía precisamente como una dama bañada en agua de rosas. Pero la escudera del nuevo comandante de la legión mongola no necesitaba de preciosas apariencias; su objetivo estaba más que claro desde el momento que entró al corral, con un sable en una mano, y con la espada de su hermano en la espalda, inclinada, sostenida mediante correas.

—¿Qué sucede, escudera?—sonrió Sarangerel—. ¿Has venido para entrenar?

—Sarangerel, aquí tienes tu sable —dijo arrojándolo hacia el mongol, quien hábilmente lo cogió del mango. Podrían pasar todas las espadas por sus manos, pero el guerrero solo quería sostener una, la misma con la que había partido para conquistar el califato abasí y el sultanato mameluco, la misma con la que deseaba volver a Suurin—. Está radiante, como te prometí.

—¿No me diga, comandante, que piensa probar la fuerza de esa mujer? —preguntó un sonriente soldado, en dialecto jalja, esperando que la muchacha no lo entendiera.

—¿Por qué no? —preguntó ella, mirando a los ojos al joven guerrero que ahora ya no sonreía tanto. Desconocían que Roselyne entendía y hablaba jalja, lo cual era un misterio incluso para sus dos habituales compañeros. También ignoraban que una mujer pudiera ser tan altiva—. ¿Vosotros consideráis una mujer como un mísero botín?

—El Kan Hulagu no está presente—interrumpió Sarangerel, adelantándose al pensamiento de todo el grupo—, pero nos ordenó respetar las culturas y costumbres de nuestros aliados. Si alguien quiere probar fuerzas y entrenar, no soy quién para negarlo.Ven, Roselyne, te convertiré en guerrero mongol.

Aún pese a las férreas palabras de su nuevo comandante, era imposible detener las risas de los jóvenes. Pero poco a poco la curiosidad ganó terreno. Una atención y un silencio inusitado cayeron sobre todos los soldados alrededor del corral: no estaban acostumbrados a ver una mujer desafiando a un guerrero; no todos los días se veía a un zorro deseando entablar batalla contra un lobo.

Sarangerel comprobó el brillo de su sable, cabeceando ligeramente en señal de aprobación. Lo enfundó en su cinturón, para luego empuñar en la otra mano aquel sable que le habían regalado. “Es un arma preciosa, más liviana que la mía”, pensó. “Pero no la necesito. Sé quién será la dueña perfecta”. Se alejó hacia el lado opuesto del corral, y acto seguido clavó el arma hasta la mitad de la arena.

—Vosotros os reís, jóvenes, pero la vida me ha enseñado que las mujeres también tienen orgullo. Roselyne, a partir de ahora eres un soldado a mis órdenes, y estos perros alrededor son ahora tus hermanos. Deshazte de esa espada que llevas.

—Es de mi hermano, Sarangerel, lo sabes.

—Pues guárdala en otro lugar. Yo te enseñaré a rajar con un sable, no pienso usar ese juguete que tienes enfundado —las risas volvieron a poblar el lugar, aunque a Roselyne no parecía afectarle en lo más mínimo pues solo tenía oídos para su nuevo y flamante tutor—. Escucha, he decidido regalarte este sable que me han obsequiado mis superiores. Pero tendrás que venir a reclamarlo.

Se acercó a ella y, cruzando los brazos, afirmó tajantemente.

—Pasa sobre mí y reclámala. Si caes al suelo, retrocederás para volver a intentarlo.

—¿Me lo dices en serio?

—Te he hecho una promesa, te enseñaré a blandir un sable. Pero cuando logres reclamarla.

Ella lo entendió en la mirada del mongol. A su alrededor solo había sonrisas y alguna que otra carcajada, pero Sarangerel era distinto; la estaba tomando en serio. Ahora, Roselyne ya no era aquella amante de quien había gozado una noche en el desierto, y varias noches en su yurta a orillas del río Barada, ahora aquella muchachaera una igual, una guerrera. Un soldado a sus ojos.

—¡Debes ser rápida como una gacela! —gritó Odgerel, levantando su sable al aire—, y astuta como un zorro. Solo así se vence al lobo. Mis ojos te reconocen, hermana Roselyne, demuéstrales a estos todo tu talento…

—Bien… —susurró ella, acuclillándose para sentir la arena en sus dedos.

—Usa tus piernas con astucia —aconsejó Sarangerel—. Como es tu primera vez no seré rudo. Muéstrame qué es lo que sabes hac…

Roselyne se levantó y pateó la arena hacia el rostro de Sarangerel, apurándose rápidamente hacia el arma semienterrada. El mongol se repuso a tiempo y la tomó de la muñeca, aunque la muchacha respondió lanzándole un puñado de arena que tenía guardada en la otra mano, y de un rápido manotazo, se soltó del agarre del guerrero.

“¿¡Pero qué mierda acaba de suceder…!?”, pensó Sarangerel en el momento que tragaba tierra y soltaba a su presa; fugaz reflexión similar a la que todos en el corral parecían concluir boquiabiertos.

Pero cuando la francesa se encontraba a solo pocos pasos de agarrar del mango del sable, cayó bruscamente al suelo. Sarangerel había vuelto a extender su brazo para aferrarse al pie de la mujer, tumbándola. Roselyne estuvo cerca de conseguirlo, pero ya lejos de las burlas, de las risas y de las miradas de desprecio, los soldados mongoles observaban sorprendidos cómo una aparentemente sencilla mujer casi había superado el desafío de su comandante en el primer intento.

—¡Mierda! —Roselyne golpeó el suelo. Se levantó a duras penas, limpiándose la arena repartida por su ropa.

“Sí, mierda, esta mujer me acaba de avergonzar ante todos”, pensó Sarangerel, escupiendo la arena metida en la boca.

Roselyne se acercó a Sarangerel, quien aún yacía tirado y perplejo; se acuclilló para limpiarle la arena en la mejilla de manera suave. Estaba más que claro que ahora la francesa había aceptado su rol de soldado, nadie debía tomarla a la ligera pese a sus apariencias. Pero, viendo la dulzura con la que trataba a su comandante, era evidente que tampoco ignoraba su condición de amante.

—Sarangerel —susurró ella, acariciando el labio del sorprendido mongol—. Intentémoslo de nuevo.

III

Sentada sobre un tronco caído cerca de la cala del Río Aqueronte, la joven Celes disfrutaba del ambiente paradisíaco que ofrecía la naturaleza; el sonido del río, la brisa húmeda y los tibios rayos del sol colándose entre las hojas de las palmeras tras ella proporcionaban un gran efecto relajador.

—¡Uf! —se desperezó, extendiendo alas y brazos al aire —. No sé por qué quieren una segunda protectora para Perla, pero me alegra que me hayan nombrado a mí. Aunque la verdad es que me siento mal, verás, creo que estoy fallando a la confianza del Trono…

—¿A qué te refieres? —preguntó Curasán, sentado a su lado. A lo lejos, hacia la playa, la Querubín parecía dialogar con el mongol para iniciar su primer día de entrenamiento.

Habían obtenido el permiso del Trono para estar en el Río Aqueronte, con la condición de que no despegaran la vista de la pequeña. Si bien, al principio, Nelchael se negó a permitir que Perla entrenara debido a los peligros a los que se podría exponer, el viejo líder de la legión parecía haber encontrado cierto gusto en contentar y mimar los deseos de la niña, quien se abalanzaba a por él para agradecerle con besos por doquier.

—No sé… ¿Cómo decirlo? —Celes retorció sus muslos y alas solo de recordar lo que su pareja le había hecho en el bosque, momentos antes—. ¿No crees que deberíamos detener esto que hacemos ya que ahora somos guardianes de la Querubín? Deberíamos ser ángeles ejemplares.

—¿Estamos lastimando a alguien, Celes, solo por meter mi cabeza entre tus piernas? ¿Ves a alguien herido por nuestra culpa?

—Bu-bueno, supongo que no… —balbuceó sonrojada, jugando con sus dedos—. Escúchame, Curasán… estaba pensando que si Perla va a comenzar a entrenar, necesitará una túnica mejor que la que tiene. No creo que le dé mucha movilidad la que ahora viste.

—¿Vas a confeccionarle una túnica nueva a la enana?

—¡Es tu protegida, no deberías llamarla “enana”! Y ahora es la mía también, así que no consentiré que llames despectivamente a la Querubín… —posando sus manos sobre su regazo y doblando las puntas de sus alas, se mordió los labios—. Pero también lo hago porque… a ver, cómo lo digo… esta mañana, ella no pareció muy emocionada cuando le dije que yo también sería su guardiana, así que pensaba que tal vez me gane su cariño si le hago una túnica.

—Lo he notado. No es sencillo ganarse su corazón —meneó la cabeza, mirando a su protegida.

Aunque a Curasán no le gustaba la idea de dejar a Perla sola, pues los cinco años que estuvo con ella a su lado no pasaron en vano, la orden del mongol estaba más que clara. La niña entrenaría únicamente con Daritai y sin interrupción de ningún tipo. Observarla desde la distancia era la única alternativa del ángel protector. De todos modos, Daritai le había dejado las cosas claras al verlo preocupado: “No te alarmes, a diferencia de ti, la niña me cae bien”.

—Bueno, Curasán —continuó Celes—, tú la conoces mejor que nadie, dame una idea para que yo le caiga bien…

—Ya. Puede que sepa algo… —tomó de su mano, levantándose—, pero tendrás que sacármelo en el bosque.

En la playa, la pequeña Querubín observaba con cierto recelo a sus dos guardianes, que ahora volvían a esconderse en la espesura del bosque. Ver a Celes al lado de Curasán le causaba una sensación desagradable en el cuerpo, bastante similar al que había sentido cuando Daritai tumbó a su guardián al suelo la noche anterior. De hecho, verla tan pegada a su protector hacía tensar sus alitas como pocas veces.

Aunque fuera su primer día de entrenamiento y sabía que debía estar concentrada, deseaba que el joven ángel estuviera a su lado en el caso de que algo saliese mal, para animarla, o simplemente confortarla con su sola presencia.

“Definitivamente, están pasando demasiado tiempo juntos”, pensó, achinando sus ojos.

—Oye, pequeña, presta atención —interrumpió Daritai, frente a ella. Había traído su sable, guardado en una funda en la espalda, entre sus enormes alas. A diferencia de la niña, el guerrero mongol sí estaba bastante animado por comenzar el entrenamiento. Más allá de que Perla fuera una niña, se trataba de alguien que depositaba toda la confianza y admiración en la sabiduría y fuerza del mongol. Era un honor, pensaba él, que un ángel, que por lo general se desinteresaban de él, se mostrara entusiasta por aprender de su vasta cultura.

—S-sí, señor Daritai. Anoche apenas dormí de la emoción —empuñó sus manitas—, pero… creo que Curasán debería estar aquí conmigo.

—Yo era un poco más pequeño que tú cuando empecé a entrenar. Ninguno de los niños con quienes compartí mis tardes tenía algo parecido a un ángel protector que nos vigilara. Teníamos a los adultos alentándonos, eso sí. Yo asumiré ese rol.

—Pero Curasán es mi guardián…

—Suficiente. Escucha con atención, no eres varón ni eres mongol, por lo que no eres tan especial como crees. Sería una tontería esperar fuerza bruta de ti —tras desenvainar su imponente espada curva, dibujó una gruesa línea en la arena entre ella y él—. Deberíamos aprovechar otras habilidades que pudieran ser útiles. Tus actividades consistirán en caza, pesca, recolección de frutas y remodelación de mi casona.

—¿Remodelar tu cas…?

—¡Agilidad, velocidad, reflejos, inteligencia! Esas son habilidades que puede desarrollar una niña como tú.

—No hagas como que no me has escuchado, ¿qué fue eso de remodelar tu cas…?

—¡Como regalo por tu primer día, te obsequiaré uno de mis sables!

—¿En serio?

“Esa enorme espada…”. Perla observó fascinada el sable de acero del mongol, que parecía ladearla para deleite de sus ojos. Brillaba e hipnotizaba. Había una inscripción a lo largo de la hoja, pero no comprendía la letra. “Ahora es mi espada…”, concluyó con una pequeña sonrisa. Pero por más que estuviera emocionada por comenzar a blandir su nuevo regalo, era evidente que no tenía la fuerza para sostenerla. “Aunque… no sé cómo…”, se dijo a sí misma, viendo sus manitas, “no sé cómo haré para levantar eso…”.

—¡Mírame a los ojos cuando hablo, pequeña!

—¡S-sí!

—¿Por qué miras tus manos? ¿Ya estás pensando en sostener este sable?

—N-no, claro que no…

—Te diré algo —se alejó varios metros y hundió la espada en la arena hasta la mitad—. Participé en la invasión mongola al imperio japonés, hace incontables siglos. Este sable mató a varios samuráis, unos de los enemigos más feroces contra los que tuve el honor de luchar. El sable es tuyo porque me caes bien, ya que me recuerdas a cuando yo era un guerrero: quieres luchar para proteger a los seres que quieres, no a los seres a quienes se te ha ordenado proteger.

—Bueno, no sé cómo haré para proteger a alguien que está en otro lado… —se quejó, mirando hacia el bosque.

—Escucha, había chicos muy jóvenes en mi grupo, éramos muy unidos y nos considerábamoscomo hermanos. Yo era uno de los estrategas más importantes durante la invasión, pero los japoneses eran muy hábiles, nunca tuvimos oportunidad de conquistar su imperio. Cuando estábamos perdiendo la batalla en la isla de Kyushu, los superiores ordenaron a mis soldados que retrasaran el avance enemigo para que yo pudiera huir hacia las barcazas, pero decidí cambiar de planes. Lo importante a esa altura ya no era la conquista, sino salvar la vida de los más jóvenes. Mis soldados huyeron sanos y salvos, yo perdí la vida retrasando a los samuráis. Pero mi sacrificio valió la pena; es nuestro deber proteger el camino de los seres que apreciamos. Eso es lo que hacen los hermanos.

La niña repentinamente quedó boquiabierta y fascinada. No solo por estar en presencia de lo que parecía ser un héroe, sino porque las palabras del mongol parecían venir cargadas de emociones y vida propia. Como si el sol brillara con más intensidad cuando hablaba; era la primera vez que escuchaba una historia tan emotiva y desde luego le había afectado.

—Continuemos —sonrió Daritai, había logrado su cometido de que la Querubín dejara de pensar en su guardián—. Niña, si bien este sable es tuyo, solo lo llevarás de aquí el día que seas capaz de pasar sobre mí para reclamarlo, y créeme que para eso pasará mucho tiempo. Estoy al tanto de que, a diferencia de los demás ángeles, tú creces, así que será cuestión de tener paciencia contigo.

“¿Qué? ¿Me lo ha dicho en serio…?”, pensó Perla, tragando saliva, viendo al imponente ángel guerrero. Su sola sombra atemorizaba. “¿Cómo voy a pasar encima de él?”.

—Eres libre de usar cualquier método que consideres necesario para pasar sobre mí e intentar agarrar tu sable —avanzó hacia ella—. Pero a la mínima que te tumbe al suelo, deberás volver detrás de esta línea para comenzar de nuevo. Te daré tres oportunidades al día para obtener tu sable, generalmente luego de que termines las actividades de entrenamiento.

—¿Vas a tumbarme? ¿Al suelo?

—¡Será divertido! Al menos para mí… solo necesitaré un dedo para someterte. Tendrás que poner en práctica todo lo que vayas aprendiendo. Planeaba comenzar cuanto antes con las otras actividades, el día es bonito para ir a pescar, pero tengo curiosidad por ver qué es lo que sabes hacer. ¿Por qué no intentas pasar sobre mí para reclamar tu espada?

—¡Puf! ¿Sinceramente? —la Querubín se cruzó de brazos y arqueó los ojos—, esto no es precisamente mi idea de entrenar. Con este tipo de cosas mi túnica se ensuciará e incluso se echará a perder. No tengo muchas, ¿sabes? Encima me pides que remodele tu hogar, el Trono dice que yo estoy en la cima de la angelología, y esta no me parece la forma adecuada de tratar a alguien que es un superior.

—Impresionante. Es tu primer día y ya deseo renunciar —suspiró el guerrero, frotándose la frente. ¿Tal vez se había equivocado con ella? ¿Tal vez no se trataba de alguien tan noble y decidida como había creído? Se alejó gruñendo acerca de haber aceptado entrenar a una completa perezosa y consentida. Aunque, en el preciso instante que se apartaba para buscar a Curasán y reñirle, notó de reojo que la niña en realidad se había apresurado para correr hacia la espada, aprovechando la distracción.

—¡Esa espada será mía a toda costa!

—¡Pequeña granuja!

IV. 8 de junio de 1260

La noche había caído en Damasco, y dentro de una gran tienda de paja, lonas de lana y entramados de madera, armada a orillas del río Barada, Sarangerel se encontraba arrodillado, despojado de su armadura, recibiendo un cálido masaje de una mujer que, durante el entrenamiento de esa mañana, lo humilló frente a todos sus guerreros. Si bien Roselyne no pudo reclamar la espada, pues cayó en todos los intentos, el respeto poco a poco se lo había ganado en el grupo de jóvenes mongoles, probablemente en detrimento del respeto que había perdido Sarangerel.

—¿Qué sucede? ¿Te encuentras bien? —preguntó ella, con sus manos sobre los hombros del guerrero, pegando su cuerpo contra la espalda del guerrero. Con los días la mujer había aprendido a aceptar su nuevo rol de amante de un hombre, lejos de las nociones cristianas a las que había vivido aferrada; se dejaba llevar por su nuevo espíritu, siempre ansiosa de probar los secretos de la carne—. Te noto tenso, Sarangerel.

Si no era un puñado de arena, Roselyne lo había esquivado mostrando una misteriosa velocidad y agilidad utilizadas inteligentemente; incluso propinó golpes y patadas efectivos para dejarlo tambaleando ante la atónita mirada de sus guerreros, y ante la sonrisa y ojos burlones de Odgerel. Pese a que ya habían pasado horas de aquello, en la mente del comandante aún se oía claramente las risas y expresiones de sorpresa al ver que una mujer ponía en aprietos a un mongol.

—Eres fuerte —masculló Sarangerel, mirando el baile del fuego de las velas sobre una mesa. No obstante, le perdonaba a la mujer debido a su habilidad para calmar y destensar sus músculos con sus finos dedos, también ayudaba ese perfume embriagador, su cuerpo pegándose al suyo de una manera sensual y que poco a poco despertaba una erección; un recordatorio constante de los placeres que le aguardaban cada noche—. También eres rápida e inteligente, Roselyne, pero no lo suficiente.

—Es un honor recibir esas palabras del comandante más fuerte de la legión —besó un hombro; sus manos bajaron hasta la cintura, presta a meterlas bajo la tela del pantalón—. Ya tendré otras oportunidades para reclamar ese sable. Si me permites, me gustaría reclamar algo que también es valioso.

—Suficiente con las burlas —cortó secamente. Pese a que Sarangerel estaba disfrutando del momento, no dejaba de sospechar que Roselyne era algo más que lo que realmente aparentaba—. Dominas nociones de lucha y sabes cómo y dónde golpear —se tomó de su quijada, abriendo dolorosamente la boca, recordando el puñetazo que ella le había propinado—.Tú has entrenado en algún lado.

—¿Tanto te duele? —cual zarpa, sus finos y cálidos dedos tomaron de su sexo palpitante bajo el pantalón—. Lo siento, permíteme resarcirme.

—Responde —el guerrero no estaba de humor.

—Bueno… —iniciando un vaivén lento, demostrando que también tenía otras dotes a parte de la lucha, susurró un par de secretos a tan solo centímetros de su oído—. Sarangerel, he aprendido a ser rápida y a saber dónde golpear porque de otra manera, no sobreviviría en este mundo. He estado huyendo los últimos dos años, sufrí muchas penurias pero aprendí a sobreponerme. Puede que no lo aparente, pero la vida me ha hecho fuerte.

—Hmm —gruñó. Suspiro luego, disfrutando de la manualidad—. ¿De qué parte de Francia provienes? Es decir, ¿por qué has tenido que huir?

—De dónde provengo ya no es importante, ahora estoy contigo.

—De dónde provienes es importante. Sabes árabe, jalja, y quién sabe qué más. Responde.

—He aprendido árabe porque los comerciantes de las caravanas con los que he convivido estos años me lo enseñaron para mercadear en tierras musulmanas. También domino jalja porque hacía trueques con los mongoles. ¿Está satisfecha tu curiosidad?

—Aún no —dio un respingo pues la mujer apretó fuertemente su sexo—. Sería humillante para nosotros los mongoles tener que romper un tratado con los francos por tener en nuestras filas a una mujer del reino de Francia, hija de alguna casa importante y declarada como desaparecida.

—¿Hija de alguna casa importante? —rio Roselyne, abandonando la manualidad—. ¿Es eso lo que sospechas de mí? No digas necedades.

—Confiesa. Por algo has tenido que huir, esto no es ningún juego. Nosotros no rompemos tratados por culpa de una mujer.

—¿Es que acaso parezco de la realeza? —la francesa se levantó para arrodillarse frente a él.

Las miradas de ambos chocaban con intensidad; pero dentro de la mente del guerrero había un conflicto intenso; quería arrancarle las ropas a aquella mujer sensual y hacerla suya, pero su orgullo exigía que ella hablara y justificara la paliza que le había propinado esa mañana.

—Parece que cuando pierdes el orgullo también pierdes la cordura —continuó la francesa, acercando una mano para acariciar la mejilla de su amante, mas Sarangerel ladeó la mirada. Él notó entonces, a un costado de la tienda, la espada de la mujer. Observó de nuevo el escudo estampado en el pomo del arma.

“Seis barras, rojas y blancas”, pensó para sí, tratando de recordar dónde la había visto.

—¿Deseas que te traiga algo de beber? —se inclinó para besar en la comisura de los labios del guerrero, acariciando su firme pecho, deseosa de calmarlo cuanto antes para llevarlo a la cama.

—“Coucy” —interrumpió Sarangerel, provocando que Roselyne diera un respingo.

—¿Di-disculpa?

—El escudo que tienes grabado en el pomo de tu espada —lo señaló con un cabeceo—, pertenece a los Seigneurs de Coucy. Son conocidos por sus desavenencias contra el rey Luis; desaprobaban el aumento de los impuestos en vuestro reino. Aumento destinado para reforzar la Cruzada Cristiana.

—¿Pero cómo es que lo sabes, Sarangerel?

—No me subestimes, mujer, soy emisario. He estado presente en casi todos los tratados del Kan Hulagu. Antes de aceptar nuestra alianza con los francos, hemos hecho averiguaciones acerca de vuestro rey, de vuestros conflictos internos y vuestras alianzas con los ingleses. Los Seigneurs de Coucy, representados en ese escudo de seis rayas, fueron los principales detractores del rey Luis.

—S-se la robé a un guerrero moribundo —se excusó.

—Pues sería bueno que recordaras dónde has visto a ese guerrero moribundo. Es información importante para los francos saber que aún andan sueltos enemigos del rey. Estoy seguro que nos darán bastante oro o armas a cambio de tan valiosa…

—De la casa de los Seigneurs de Cousy, me llamo Roselyne de Cousy —interrumpió la francesa, quien rápidamente tomó las manos de su amante—. Mi familia era dueña de grandes extensiones de tierra en Francia, no es que fuéramos como los barones ingleses, pero teníamos poder. La rama a la que yo pertenecía vivía en Périgueux, hasta que el Rey Luis decidió ofrecer toda la ciudad, nuestras tierras incluidas, al reino de Inglaterra.

Cayó el silencio en la tienda. La mujer había confesado ser de una facción rebelde del reino con quienes los mongoles tenían forjada una alianza. Ella representaba un serio peligro para las relaciones del Kan Hulagu con los francos comandados por Luis IX, paradójico por otro lado, pues a los ojos de Sarangerel una mujer no podría tener tal notoriedad o importancia. La guerra era terreno de los hombres; pero de nuevo, él aprendió que con aquella francesa las nociones no eran como en sus tierras.

—He oído de los incidentes. Suena rastrero que el rey entregue sus propias tierras y exponga a sus habitantes a los peligros de otro reino —tomó la mano de la mujer y la besó en los nudillos—, “su majestad”.

—¡No soy de la realeza, Sarangerel! El rey Luis marcó a nuestra familia desde que mi tío, Enguerrand de Cousy, protestara contra los altos impuestos, asesinando a tres de los escuderos de la realeza. El rey ofreció nuestras tierras al reino inglés no solo para calmar el conflicto que mantenía con Inglaterra, sino como venganza contra los Seigneurs de Coucy. Toda… —se mordió el labio inferior, buscando consuelo en la mirada del guerrero—, escucha, toda mi familia cayó muerta defendiendo nuestras tierras de los invasores ingleses.

—¿Toda tu…? ¿Entonces no hay ningún hermano esperándote en Acre? —Por más que Roselyne estuviera abriéndose y mostrándose frágil, varias preguntas asaltaban la mente del guerrero y apremiaban una respuesta rápida—.¿Por qué ibas allí entonces? ¿Estabas buscando al Rey Luis? —soltó las manos de la mujer—.¿Acaso cruzaste medio mundo para vengar a tu familia?

—¡Baja la voz, por favor! —protestó ella, tomándolo de los hombros y acercándose para besar su pecho, aunque rápidamente el guerrero tomó un puñado de su cabellera para apartarla. Pareciera que la rabia contenida en el guerrero haría que la tienda terminase derrumbándose en cualquier momento—. ¿Qué queríais que os dijera a ti y a Odgerel? ¿Qué yo iba a Acre para asesinar al mismísimo rey francés con el que los mongoles tenéis un tratado de paz y cooperación? O se reían de mí o me mataban sin contemplación.

—Así que terminaste tomando el mismo camino que dos emisarios mongoles e incluso te acostaste con uno para tener techo y cobijo aquí en Damasco —soltó su cabellera bastante ofuscado—. Has venido hasta aquí para que te entrenara con la espada, ¿no es así, escudera?

—¡Fui escudera de mi hermano, no creas que he mentido! No creas que cada beso que te he dado ha sido por conveniencia, no dudes de cada caricia que te he dado con todo mi cariño—volvió al asalto, con la voz rota y las manos temblándole, buscando enredarse sus dedos con los del guerrero—.Te he admirado desde el primer día, en el momento que me protegiste, cuando me hablaste de tu hijo, cuando me contaste de tus tierras, cuando me tocaste en el lago y me hiciste disfrutar como ningún otro hombre.

Ahora no fueron las manos sino las palabras quienes relajaron al tenso guerrero. A su pesar, dejó que la mujer se acercara para acariciarle la mejilla, para que volviera a besarlo con intensidad. Pero el sendero de la venganza era un camino que Sarangerel reconocía perfectamente, pues en su vida alguna vez lo recorrió y sabía de sus efectos: angustia, tristeza, noches de contantes pesadillas que amenazan con llevarlo a uno a la locura. Era un sendero en el que ahora Roselyne se encontraba, uno en el que Sarangerel se sentía obligado a advertirle de sus peligros.

Oyó repentinamente una lejana carcajada, probablemente era Odgerel compartiendo tragos con el grupo de jóvenes guerreros en alguna fogata cerca de su tienda. “Ese perro”, pensó él, “si se entera, seguro me preguntará cómo se siente encamarse con alguien de la nobleza”.

—Yo sé que asesinar al rey no me devolverá nada —continuó ella, incapaz de sostener la mirada del hombre a quien había mentido. A Roselyne ya no le quedaban tierras, ni familias, ni dignidad ni honor. Lo había perdido todo en el camino, y había probado los sinsabores de la vida tanto de manos de soldados inglesescomo de comerciantes. Su vida ahora solo era movida por su firme deseo de venganza—. Simplemente… quiero ver a ese hombre sufrir. Así que,¿qué vas a hacer, vas a entregarme?

—¿Entregarte?—tomó del mentón de ella y levantó el rostro para observarla a los ojos. Era una mujer fuerte que había sufrido demasiados castigos. El orgullo del guerrero ahora se sentía culpable al ver los surcos de lágrimas, esos ojos enrojecidos, esa boquita entreabierta de labios que temblaban.

Sarangerel suspiró.

—Escúchame, Roselyne. Frente a mí veo a una persona con tanto orgullo como un hombre, que ha cruzado medio mundo para vengar la muerte de sus seres queridos. Como yo lo hice cuando mi mujer cayó muerta a manos de un clan rival. Me recuerdas a mí mismo. Veo tu sufrimiento y recuerdo el mío propio. Te he cobijado como uno de los nuestros. Los mongoles no entregamos a nuestros hermanos.

Recibió el abrazo y luego el llanto silencioso de la mujer. Susurros de “gracias” llenaron la tienda, en donde poco a poco la calma ganó terreno, permitiendo que tomara relevancia las caricias y luego los besos entre uno y otro. Y otra vez la mano femenina se buscó un camino bajo el pantalón, otra vez las armas se endurecían dispuestas a firmar las paces.

“Supongo que ahora mismo no es conveniente pensar en ella como una hermana”, pensó él, acariciando su cintura, levantando poco a poco la túnica para revelar a sus ojos aquel precioso cuerpo femenino que arrebataba su aliento y la razón.

V

Atardecía cuando, sentada en un tronco caído a orillas del Aqueronte, Perla pasaba trapo a uno de los tantos sables que Daritai le había apilado a un costado. Lo hacía a regañadientes y de forma torpe, pues no estaba acostumbrada a tales labores. A veces, miraba a lo lejos su sable semienterrado en el mismo lugar de siempre, y suspiraba. Habían pasado varias semanas y aún no podía reclamarla.

—Oye, ¡oye!, límpialo con cuidado —ordenó severo su instructor, sentándose a su lado. Había dispuesto una fogata frente a ellos para recibir la noche.

—¡Hmm! —gruñó mientras proseguía con la limpieza.

—Fue divertido cómo te tropezaste sola en el segundo intento —se mofó.

“Se le van a quitar todas las ganas de reírse cuando reclame mi sable”, pensó Perla, girando la espada para limpiar el otro lado de la hoja curva.

—¿Acaso tienes un problema, granuja? —su maestro notó que la Querubín aplicaba una presión excesiva y temió que un desliz lastimara su manita. Extendió su brazo para arrebatarle el arma—. ¡Suficiente por hoy!

—¡Perfecto! —tiró el trapo a un costado—. Porque tengo un montón de cosas que decirte —refunfuñó mientras se levantaba del tronco para pararse detrás de su maestro. Empezó a tomar algunas de sus largas trenzas para arreglarlas, había aprendido a hacerlas y le encantaba recomponerlas; nunca había visto algo similar en ningún ángel de la legión.

—Me pregunto qué desvarío me vas a contar ahora —resopló, frotándose la frente.

—Daritai —la pequeña iba incorporando partes del cabello a la trenza—, cuando estaba persiguiendo a esa liebre en el bosque, encontré a Curasán y Celes… A ver —tensó sus alitas—, no creo que lo que sea que estuvieran haciendo esté permitido.

—¡Ja, no me digas! —carcajeó el mongol. Mil imágenes obscenas desfilaron en su cabeza, esperando que la niña no hubiera visto más de la cuenta—. Ese completo idiota ha sido descuidado al dejarse pillar.

—He estado pensando. Si le informo al Trono de lo que acabo de ver, Celes dejará de ser mi guardiana. Entonces las cosas volverán a ir por el sendero que deben ir.

—¿Podrías repetírmelo? —esbozó una sonrisa—. Creo que tengo arena en el oído. ¿Soy yo o la mismísima Querubín está celosa?

—¡Ya! ¡Curasán ha estado conmigo desde hace cinco años, no solo debería prestarme más atención, es que esa muchacha está robándome a mi guardián!

—A ver… —Daritai llevó su brazo para atrás y tomó de la mano de la Querubín. Lentamente la trajo delante de él para así poder tomarla de sus hombros. Sonrió con los labios apretados; no deseaba dar consejos sentimentales, no era un rol con el que se sintiera cómodo ni con el que tuviera mucha experiencia, ¿pero quién más iba a hacerlo?—. Por cómo suenas no parece que consideres a Curasán simplemente como un guardián.

—¡Claro que no es “solo un guardián”, por el Dios Tengri! —Perla se cruzó de brazos, mirando para otro lado para no revelar su sonrojo; estaba completamente alterada.

—¿Y entonces qué es? ¿Tu mejor amigo? ¿O tal vez lo ves como a un hermano?… ¿O alguien que en un futuro lo quieres a tu lado?

—No responderé a eso, no tiene nada que ver con mi entrenamiento —se sentó sobre la arena, de espaldas a él, ahora era su turno de tener una trenza como las decenas que tenía su maestro.

—Pues será mejor que decidas qué es ese ángel para ti —Daritai tomó un puñado de la cabellera rojiza y empezó a separarla en tres largos hilos—. Noto cómo lo miras cuando se va a caminar con tu guardiana. No estaré siempre para llamarte la atención, así que será mejor que resuelvas esto si no quieres que afecte tu concentración durante los entrenamientos.

—¡Hmm! —gruñó.

—Déjalo respirar, lo cierto es que a veces te vuelves irritante —uno tras otro, los lazos de su cabello se entrecruzaban para crear una larga y fina trenza en la parte posterior de la cabeza, y que iba cayendo como una cascada hasta entre sus hombros—. A diferencia de ellos, no soy un ángel puro, sino que fui humano, pero algo me dice que lo que ellos dos sienten el uno por el otro no es algo muy natural en los de su especie, y por ende, se podría considerar como algo bastante peligroso a los ojos de los demás ángeles de la legión.

—Exacto, alguien debería hacer algo, y pronto.

—No seas tonta. Cuando él camina junto a ella, sonríe y es feliz. Yo no destruiría ese camino que recorre, sino que lucharía por protegerlo también. Eso es lo que hacen los hermanos, ¿o ya no lo recuerdas? Así que madura un poco, granuja, y decídete.

—¡Puf!

—Listo, ahí tienes la trenza que querías.

Perla se levantó, agarrando su recién estrenada trenza. Aunque no podía verla, sentirla a través de sus dedos la hizo sonreír. Ahora era como su maestro, a quien, con los días y sus historias, aprendió a admirar. Después de todo, por más rudo que pareciera, era un héroe que había demostrado tener un corazón de oro.

—Ten, niña, un regalo para ti —apilado a un costado del tronco donde se sentaba, Daritai le entregó lo que parecía ser un cubo hecho de papeles unidos por un aro de bambú en la base.

—¿Ah? ¿Qué es eso?

VI. 8 de junio de 1260

—Es un farol volador —sonrió Sarangerel, entregándoselo en las manos a la francesa. Sentados a una fogata de las miles que se extendían alrededor del río Barada, disfrutaban de la noche, probablemente una de las últimas que se teñía de fiesta, pues la guerra estaba asomándose poco a poco, y pronto los ejércitos empezarían a mover sus efectivos.

—¿Qué? ¿Esto vuela? —rio Roselyne, tomándolo delicadamente.

—Por supuesto. Se enciende la vela que está aquí, en la base. Dale tiempo, y cuando quiera volar, pides un deseo y lo dejas ir.

—Bueno, espero que funcione —lo ladeó curiosa, nunca había visto ni oído hablar de algo así—. Es decir, espero que vuele y que el deseo se cumpla.

—¡No se cumplen, ya te digo! —masculló Odgerel, pichel en la mano, quien se sentó a la fogata de la pareja para hacerles compañía—, en su momento he deseado fornicar con la esposa del Rey Luis. Pero mira que ni siquiera me ha devuelto mi sonrisa durante las reuniones a las que asistí.

—Primero deberías desear dejar de ser tan feo, perro —rio Sarangerel, tomándolo del hombro para zarandearlo.

—¡Ya!, bueno, me pregunto cómo será trincarse a alguien de la nobleza—murmuró, bebiendo del pichel.

A lo lejos, en las otras fogatas repartidas a lo largo del río, los mongoles poco a poco soltaban los faroles para que estos se elevaran al cielo. La sonrisa de Roselyne fue bastante visible cuando vio aquello; tres, cuatro… cinco lámparas que subían a paso lento y rompían la negrura de la noche con su tenue brillo naranja.

—Escucha, Roselyne —Sarangerel acercó una vara de madera a la fogata—. Es una costumbre de los Xin. Utilizamos los faroles para elevar nuestras plegarias y deseos al Dios Tengri. Eres un guerrero mongol ahora, así que él también te oirá.

Acercó la vara a la vela del farol para encenderla, mientras más lámparas escalaban por el cielo, en lo que se había convertido en una lenta y preciosa danza que rompía la monotonía de la noche. Deseos, añoranzas, anhelos subiendo y refulgiendo en la oscuridad de la noche tal estrellas portadoras de esperanzas.

Poco tiempo después, su farol reclamaba un lugar en los cielos, junto a los cientos que ya poblaban la noche de Damasco.

—Sarangerel —susurró ella, imposibilitada de despegar la mirada del farol que se hacía lugar entre los demás—. ¿Has deseado algo? Es decir, ¿has deseado volver a encontrarte con tu hijo, no es así?

—No—sereno, tomó de la mano a la mujer—. Espero que encuentres un mejor motivo para caminar tu sendero. Comprendo tu deseo de vengar a tu familia, aunque será triste el día que consumas tu venganza y no tengas otro motivo para vivir.

“Como siempre, a Sarangerel le gusta sonar bien pidiendo lo imposible”, pensó, apretando sus dedos entre los de él. Desde que perdió a su familia solo había un objetivo en su mente. Los sacrificios que había hecho, luchando contra sus propias creencias arraigadas, marcados por un sendero de sufrimiento y soledad, era algo que no lo podía aparcar de un día para otro; sus deseos de venganza le habían dado la fuerza necesaria, pensaba, y desligarse de aquello no estaba en sus planes.

No obstante, motivada por la nobleza del guerrero, decidió probar un deseo más fácilmente alcanzable.

—Sarangerel, yo he deseado reclamar ese sable cuanto antes. No veo la hora en que me entrenes con el sable.

—Interesante…—cabeceó con una sonrisa forzada, volviendo a torturarse con los recuerdos de las risas de sus pupilos.

—¿Pero habláis en serio? —preguntó un borracho Odgerel—. ¿Tenemos una guerra en ciernes y esto es con lo que salís, par de campesinos?

—¿Y qué es lo que has deseado tú, perro?

El cielo era único. Las estrellas fueron reemplazadas por miles de faroles que se elevaban a paso lento. Odgerel era un caso especial; sabía que tarde o temprano se encontraría con sus seres queridos, por lo que no tendría mucho sentido orar por un deseo de esa índole a su Dios Tengri. Mejor disfrutar la vida, o lo que le quedaba de ella, antes de que la guerra le robara para siempre los días de goce. Era, para él, una obviedad tan clara que ni la borrachera se lo impedía ver.

—He deseado trincarme a la reina de Francia, por supuesto.

VII

—¡Funciona! —se emocionó Celes en el momento en que Perla soltó el farol para que pudiera elevarse sobre el Río Aqueronte. Junto con Curasán, había llegado a la fogata y ayudó a la Querubín tanto a encender la vela como a sostenerlo, aunque la niña quiso hacerlo todo sola.

—No está nada mal, oye —Curasán observaba atentamente el farol—. ¿Y bien, enana? Daritai ha dicho que al soltarlo debes pedir un deseo. ¿Qué has deseado?

—Que me preguntes qué es lo que he deseado, eso he pedido… —los celos de la niña estaban sacando su peor lado.

—Ajá… Se te están pegando unas costumbres de Daritai que no me agradan lo más mínimo. ¿Te estás olvidando de quién tiene que traerte aquí todos los días cargándote en su espalda?

—Ya conozco el camino, sé venir a pie —infló sus mofletes y miró para otro lado.

—¡Buena suerte con eso, ja! —Curasán se alejó visiblemente enfadado.

Celes, aprovechando que estaban solas, vio el momento adecuado para hablar con la pequeña. Tenía un pedazo de tela doblado en las manos, de un blanco radiante. Se acuclilló a su lado, plegando sus alas, observando que la túnica que llevaba Perla, de una sola pieza y de diseño entubado, estaba sufriendo los rigores de los entrenamientos.

—Perla, te he traído un regalo.

—¿En serio? —preguntó, mirándola fijamente, pues la palabra “regalo” robó su atención.

—Es una túnica nueva para ti, la he hecho yo —sonrió, desplegándola sobre su regazo—. Es de dos piezas, a diferencia de tu túnica. Esta es la camisa, de tiras largas para que no molesten tus alas. Es bastante liviana y flexible. Esta otra pieza es una falda —la desdobló frente a su atenta mirada—. Tiene un corte diagonal por accidente… —rio—, pero la verdad es que me gusta cómo queda, así que lo arreglé un poco y lo dejé así, te dará mucha movilidad.

Perla quedó encantada desde el momento en que lo vio y lo palpó con sus manitas. Aquello era bastante distinto a lo que acostumbraba a observar en Paraisópolis, desde luego; fuera el diseño, el bordado o el contacto suave de la tela en su piel, la pequeña inmediatamente se imaginó con ella puesta, en su pequeño mundo de fantasías, en donde ahora, más que derrotar a un ángel corrupto, arrebataba las miradas de toda la legión.

—Cuando soltaste el farol, yo también he deseado algo… —Celes dibujó figuras informes en la arena, luego miró de nuevo aquella lámpara en el aire—. Es difícil explicarlo. Verás, siempre me han fascinado los lazos que forjan los humanos entre ellos. A sí que, ¿cómo lo digo? —preguntó, jugando con sus dedos y mordiéndose los labios—, he deseado tener una hermanita a quien cuidar.

—¿Una hermana? —Aunque Perla manejaba el concepto y tenía vagas nociones acerca de la hermandad, debido a las charlas con su maestro, no era algo con el que ni ella ni nadie en la legión estuvieran muy familiarizados.

—Sí —Celes la miró—, eso me haría muy feliz.

Perla suspiró, mirando detenidamente el precioso bordado de su nueva túnica. Era pequeña pero no tonta, sabía perfectamente que algo había entre ella y Curasán, aunque era evidente que la pareja prefería dejarlo como un secreto, estaba segura que era por miedo, pues como le había advertido su maestro, aquello no era natural ni estaba visto con bueno ojos.

Decidió entonces levantar la mirada para ver la lenta subida de su farol y revelarle a Celes un pequeño secreto.

—Más vale que eso del farol volador funcione, Celes, porque he deseado obtener ese sable cuanto antes.

—¡Oye! Me parece un deseo muy bonito. A Curasán le hubiera gustado oírlo…

—Bueno… quiero obtener ese sable para que en la legión me vean como alguien fuerte —miró para atrás, viendo a Curasán discutir airadamente con Daritai—. Pero por sobre todo quiero hacerlo porque me gustaría proteger el camino por donde tú y Curasán camináis.

—¿Proteger el camino por donde Curasán y yo caminamos? —preguntó, sospechando en el fondo que tal vez ella sabía de la relación secreta.

—Sí —Perla abrazó su nueva túnica—, supongo que eso es lo que hacen los hermanos.

Un repentino viento elevó con más fuerza al farol, que aguantaba estoicamente los embates y seguía su subida. Desde Paraisópolis podía observarse cómo lo que parecía ser una estrella de tonalidad naranja escalaba lentamente por el cielo negro; algunos ángeles detuvieron sus actividades y conversaciones solo para observarlo por un momento y preguntarse qué era aquello.

—Durandal, eres todo un espectáculo aparte —dijo la Serafín Irisiel, en la azotea de una casona de la gran ciudadela—. Me fascina tu manera de ver las cosas, en verdad que sí.

—Solo te he preguntado cuál es tu perspectiva acerca del asunto, Irisiel.

—Llámeme ingenua o como gustes —se acomodó su coleta, mirando de reojo el lejano farol—. Yo sí creo en la vuelta de los dioses y me niego a perderme en fantasías de libertad. Además, tenemos a la Querubín, prueba irrefutable de que están vivos. Gástate toda la perorata que quieras, Durandal, conmigo no va a funcionar.

—Esa niña crece, Irisiel —hizo contacto visual con ella—. Me pregunto cómo será llamar “Querubín” a alguien que pronto será tan grande como los demás ángeles.

—Se te ve un brillo raro en los ojos —se acercó para acariciar la mejilla del Serafín. Eran iguales, o al menos en algún momento lo fueron, luchando lado a lado, pero ahora los senderos de ambos estaban visiblemente separados. Libertad uno, lealtad a los dioses la otra—. Te diré algo, por si acaso —la Serafín extendió sus seis alas y levantó vuelo—. Si le haces aunque sea solo un rasguño a la Querubín, yo seré la primera en la línea de frente para darte caza.

—No pienso hacer nada. Entiendo que muchos ángeles depositan sus esperanzas en ella, como tú, y no planeo poner a nadie en mi contra por ello. Es por eso que resultará interesante ver vuestros rostros cuando la niña crezca. Verás, si ella crece, es más probable que entonces envejezca e inevitablemente muera. Estaré allí para ver vuestra reacción cuando vuestra preciada Querubín y enviada por los dioses se vaya de los Campos Elíseos sin haber dado ninguna respuesta acerca de su procedencia.

—La Querubín nos dirá algún día dónde están los dioses, ya verás que sí lo hará —sonrió, señalando el farol que se elevaba—. ¿Ves ese puntito naranja que sube lentamente? Es una lámpara china, la usan para desear cosas, seguro que es de ese ángel mongol que vigila el Aqueronte.

—No me digas que vas a desear algo, Irisiel.

—Ya lo he hecho —le guiñó el ojo—, acabo de desear que los dioses vuelvan. Preferentemente antes de que Destructo se levante contra los Campos Elíseos.

—Supongo que se te puede llamar ingenua.

—Tú y tu deprimente forma de ver las cosas.

El Serafín esperó a que Irisiel se retirase para fijarse con detenimiento en aquella estrella naranja y flotante. “Farol chino”, pensó. Le parecía una tontería confiarle un deseo a algo tan primitivo, pero no podía negarse a ese lado ingenuo presente en todos los ángeles, en ese lado noble que los hacía ver la luz aún en la oscuridad más absoluta. Que les hacía ver un mínimo resquicio de esperanza allí donde la angustia ha ganado terreno. Durandal tenía ese lado pese a ser un ángel distinto, pues los dioses hacía rato dejaron de ser prioridad en su corazón.

Extendió sus seis alas y levantó vuelo.

—Deseo volver a verte, Bellatrix —susurró, mirando fijamente aquella lejana lámpara.

Continuará


“Chúpame… la sangre: (Nadie creé en vampiros hasta que conoce a uno y yo me topé con dos)” LIBRO PARA DESCARGAR (POR GOLFO)

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Sinopsis:

Desde que recibió la llamada, supo que recordaría ese fin de semana toda su vida. Tras una noche de jueves con demasiado alcohol, se levantó a contestar creyendo que sería un amigo. Para su sorpresa era uno de sus mejores clientes el que llamaba y al no poder escaquearse, se tuvo que vestir para ir a sacar a su hija de la comisaría.
Ahí se enteró que la policía acusaba a su retoño de ser la asesina en serie que llevaba aterrorizando Madrid las últimas semanas. Su modus operandi la había hecho famosa y todos los periódicos seguían sus andanzas y es que, tras seducir a sus víctimas, las mataba drenando hasta la última gota de su sangre.
En este libro, Fernando Neira nos vuelve a demostrar porqué es uno de los estandartes de la nueva literatura erótica en español. 

ALTO CONTENIDO ERÓTICO

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Para que podías echarle un vistazo, os anexo los CUATRO primeros capítulos:

1

Supe que ese fin de semana iba a ser de los que hacen época y no exactamente por bueno. Tras una noche de jueves que empezó bien pero que terminó con demasiado alcohol, me levanté con un puñal atravesándome la sien y no podía echarle la culpa a nadie más que a las tres botellas vacías que esperaban en silencio que un alma caritativa las echara a la basura.

«¡Menuda resaca!», pensé mientras me prometía como tantas otras veces que es mismo viernes iba a dejar de beber.

Con la boca pastosa, apagué el despertador e intentando mantenerme en pie, salí rumbo a la cocina. Mi idea inicial era preparar un litro de café que me permitiera sobrevivir esa mañana, pero apenas había dado dos pasos cuando mi teléfono comenzó a sonar.

Su estridente sonido zumbó en mis oídos con inusitada dureza y desesperado corrí a cogerlo.    

«¿Quién coño llamará a estas horas?», murmuré.

Mi cabreo mutó en acojone al contemplar en la pantalla que era Toledano mi mejor cliente. Por experiencia sabía que ese oscuro inversor era un ser noctámbulo y por ello comprendí que nada bueno podía derivarse de esa llamada.

―Simón, ¿en qué te puedo ayudar? ―  tratando de aclarar mi voz pregunté.

Para mi sorpresa no era ese viejo frio e insensible, sino su secretaria y estaba llorando. He de decir que al escuchar sus lloros supuse que algo grave debía de haber pasado con su jefe. Aunque hice todo lo que se me ocurrió para que se tranquilizara y me contara cuál era el problema, me di por vencido cuando después de diez minutos al teléfono había sido incapaz de sonsacarle nada coherente, a excepción de que tenía que ver con alguien de su familia.

Por ello vi el cielo abierto cuando destrozada y sin poder seguir hablando, Juncal me pasó a Simón. A éste se le notaba también triste pero no tanto como ella y por fin me enteré de que estaban en la comisaría de Argüelles porque habían detenido a la hija de su secretaria. Me extrañó que estuviera tan afectado porque no en vano le había visto firmar un despido colectivo que mandaba a la puta calle a dos mil personas sin inmutarse.

― ¿De qué la acusan? – pregunté.

―De asesinato― contestó mi cliente.      

Admito que me esperaba otra respuesta. Había supuesto que se le habían pasado las copas, pero nunca se me pasó por la cabeza que fuera por algo tan grave.     

Ya despierto del susto, quise saber a quién se suponía que había matado y fue entonces cuando me informó que la responsabilizaban de al menos media docena de muertes.

― ¿Qué has dicho? ― pregunté pensando en que lo había oído mal.

―La policía sospecha que es la asesina en serie que lleva actuando todo el año en Madrid.

Cómo no podía ser de otra forma, me quedé mudo. Durante los últimos seis meses los periódicos no dejaban de hablar y especular sobre una femme fatale que se dedicaba a matar a jóvenes universitarios.

«¡Puta madre! ¡Pobre Juncal!», pensé mientras intentaba ordenar lo que sabía del caso.

Así recordé el haber leído que, desde el principio, los polis habían especulado desde el principio que la culpable era una mujer, dado las víctimas eran heteras y aparecían atadas sin signos de haberse defendido, como si se hubiesen dejado maniatar voluntariamente.

«Se supone que la asesina primero los seduce y por ello no se defienden, pensando que se trata de algún tipo de juego erótico hasta que es demasiado tarde».

Que todos fueran fuertes y deportistas no había hecho más que incrementar el interés del público, pero lo que realmente había convertido ese caso en un filón de oro para los periodistas había sido el método usado para acabar con sus vidas:

¡La exanguinación!

Un escalofrío recorrió mi cuerpo al recordar que según los diarios los dejaba totalmente secos, ¡sin una gota de sangre! Y que por ello habían puesto a la supuesta culpable el sobrenombre de “la chupasangre psicópata”.

Tras aceptar el caso, pedí a Simón que le dijese a Juncal que en cuanto me vistiera iba hacia allá y que mientras tanto que no hablase con la policía y todavía menos su hija, no fuera a ser que luego se tuviese que arrepentir de lo que hubiese dicho o declarado.

―No te preocupes. Eso mismo fue lo primero que le dije al saber de lo que la acusaban.

2

De camino a la comisaría, no dejaba de pensar en lo que estaría pasando por la mente de Juncal y lo difícil que sería aceptar que su niña pudiese estar involucrada en algo tan siniestro. Conociéndola, no me cuadraba tuviera una hija de esa edad como tampoco que le saliera tan descarriada.

«Debe estar muy jodida», medité impresionado.

Pero lo que realmente me tenía mosca era qué tenía que ver Simón Toledano en ello y a qué se debía la importancia que le daba al tema. Las malas lenguas decían que esa morenaza, además de secretaria para todo, era su amante y aunque hasta ese día nunca me lo había creído, su actitud apesadumbrada me hizo pensar en que era cierto.

Meditando en ello, comprendí el mutismo de mi cliente:

«Lo primero que se pide a alguien de su profesión es tener fama de ser serio y honrado, sin mácula de sospecha» me dije mientras conducía: «Nadie pone su fortuna en manos de alguien con una doble vida».

Por otra parte, estaba el tema de la edad. Mientras Juncal no debía de tener más de cuarenta años, su jefe debía sobre pasar los setenta.

«Debe ser más joven que cualquiera de los hijos de ese cabrón», sentencié recordando que al igual que su viejo, esos dos era considerados unos tiburones sin escrúpulos, pero a la vez unos mojigatos en cuestión de faldas: «Siempre se vanaglorian de que un judío practicante nunca era infiel a su mujer».

Jamás había tenido motivo alguno para sospechar lo contrario. Siempre había achacado a la envidia los comentarios sobre Simón y en ese momento no tenía nada claro que no hubiera nada entre ellos, como tampoco quien era el padre.

Por lo que sabía, Juncal era soltera y por ello con las sospechas más que fundadas sobre la paternidad de la chavala, llegué a la comisaría. En la puerta y con cara de pocos amigos, Simón me estaba esperando:

―Pedro, no me importa cuánto me cueste ni a quién tengas que untar, pero quiero que saques inmediatamente a la niña de aquí. ¡Sé que es inocente!

―Déjalo de mi cuenta. Lo primero que debemos hacer es averiguar qué tienen en su contra y en qué basan la acusación― respondí tratando de tranquilizar a mi cliente.

―Me da igual lo que digan: ¡Raquel no tiene nada que ver con esos asesinatos!

Al oír cómo se llamaba, se maximizaron mis sospechas porque el hecho de que Juncal le pusiera un nombre de origen bíblico era algo bastante esclarecedor.

«Es un nombre que cualquier judío pondría a alguien de su sangre. Al final va a ser un desliz del viejo», medité y sin exteriorizar mis pensamientos, saludé a la madre.

Sin maquillaje y con los ojos rojos de haber estado llorando seguía siendo una mujer guapísima.

―Tranquila, haré todo lo que pueda para sacar a tu hija.

La desesperación que leí en su rostro no me gustó nada porque en cierta medida significaba que no tenía la seguridad plena sobre la inocencia de su retoño y por ello, dirigiéndome al policía de la entrada, pedí hablar con mi defendida.

Al enterarse de que era el abogado de la sospechosa y que quería verla, me llevó a una sala mientras llamaba a Gutiérrez, el comisario encargado de la investigación. He de reconocer que no me extrañó que me hicieran esperar dado el revuelo mediático del caso. Por ello y con la única intención de ponerles nerviosos, comencé a protestar aludiendo a que estaba vulnerando el derecho a una defensa efectiva y que pensaba denunciarlos.

Mis protestas hicieron salir casi de inmediato al responsable, el cual me aseguró que habían respetado en todo momento sus derechos y que como la detenida había pedido un abogado, ni él ni nadie de la comisaría la habían interrogado.

No tuve que ser un genio para dar por sentado que esa explicación y su celeridad en dejarme ver a su sospechosa no era algo habitual y que lo último que quería, era dar algún motivo que hiciera que el juez de guardia se creyera una versión distorsionada de su actuación.

Es más, interpreté erróneamente su sonrisa cuando abriendo una puerta me dejó a solas con ella.

Nada más cruzarla y ver a mi defendida, supe que esa actitud colaborativa no se debía al miedo de que se le volteara el caso sino porque estaba plenamente convencido de que era la culpable de tantas muertes y de que podría demostrarlo. Lo cierto es que hasta yo lo pensé al verla sentada tranquilamente en esa celda.

«¡No me jodas!», dando por perdido el caso, exclamé en mi interior al contemplar por primera vez a la que iba a ser mi cliente.

Rubia y con un piercing cerca de la boca que podía pasar por un lunar al modo de Marilyn, llevaba un escotado vestido negro casi hasta los pies que contrastaba con el colorido de los tatuajes que recorrían su piel: «Encima, la muy loca ¡va de gótica!».

He de deciros que en todos mis años de abogado nunca había prejuzgado culpable a un cliente sin siquiera escucharlo. Pero con Raquel Sanz, lo hice. ¡Di por sentado que era la chupasangre solo con mirarla!

Si os preguntáis la razón por la que llegué a esa conclusión, es muy sencilla. Había entrado allí pensando en que me iba a encontrar con una niña, pero con lo que realmente me topé fue con una mujer tan bella como siniestra.

― ¿Eres mi picapleitos? ― preguntó levantando su cara de la Tablet. La dureza de su tono y el desprecio hacia mí implícito en su pregunta, reafirmaron mi sensación de derrota.

Ni siquiera me digné en contestar y sentándome frente a ella, le comenté que estábamos amparados por los privilegios abogado cliente y que nada de lo que me dijera podía ser usado en su contra.

―Si el inútil del abogado que ha contratado mi vieja también me cree culpable, voy jodida― señaló molesta.

―Lo que crea o deje de creer no importa. A quien hay que convencer es al jurado― pensando ya en el juicio, respondí.

La sequedad de mi respuesta le hizo gracia y mirándome, contestó:

―Soy inocente. Aunque me lo he planteado un par de veces, jamás he matado a nadie.

Os juro que sentí que me taladraba con su mirada y producto de ello, un escalofrío recorrió mi cuerpo de arriba abajo al verme totalmente subyugado por el azul intenso de sus ojos.

«¿Qué me pasa?», cabreado pensé mientras intentaba tranquilizarme, «¿Por qué me he puesto tan nervioso?».

Raquel Sanz debía de estar habituada a producir esa reacción en los hombres porque levantándose de su silla, me soltó:

―Si es lo que necesita, ¡devóreme con la mirada! Pero hágalo rápido, necesito que me saque de aquí.

A pesar de la vergüenza que sentía, no pude más que obedecer y recrear mi vista en el espléndido culo que la naturaleza le había dado.

«Joder, ¡qué buena está!», me torturé durante unos segundos, hasta que con esfuerzo recompuse mis defensas y le pregunté si conocía a las víctimas.

―Aunque me he follado a todos ellos, apenas los conocía― con una pasmosa tranquilidad contestó.

No me esperaba esa respuesta.

― ¿Qué te has acostado con todos? ― repliqué dejándome caer hacia atrás en la silla.

―Encima de idiota, sordo― enfadada respondió: ―He dicho y así se lo he reconocido a la policía, que me los tiré. Pero no por ello, soy una asesina.

―No me puedo creer que hayas admitido que has hecho el amor con las víctimas. No me extraña que te consideren la principal sospechosa.

Mis palabras la cabrearon aún más y levantando la voz, me gritó que no fuera cursi, que entre ella y los muertos solo había habido sexo, nada de sentimientos. La dureza y frialdad de su tono me recordó quién suponía que era su padre y asumiendo que su progenitor no se quejaría al recibir una abultada minuta, en vez de renunciar a su defensa, le aconsejé que de ahí en adelante me hiciera caso y no reconociera algo así a nadie.  

―Tampoco mientas. Es mejor no contestar.

Entornando sus ojos y como muestra de que me había entendido, sonrió. Todo mi mundo se tambaleó a sus pies y con el corazón a mil por hora, dudé sobre la conveniencia de seguir siendo su abogado al contemplar embelesado como solo con ese gesto, la oscura arpía capaz de asesinar a media humanidad se convertía en una dulce y virginal ninfa necesitada de protección.

«¡Concéntrate! ¡Joder!», me repetí intentando retomar la conversación y dejar de bucear en su mirada, «No es un ligue, ¡es tu cliente!».

Al reconocer las señales que evidenciaban mi indefensión ante ella, soltó una carcajada y como si hubiese sido solamente un espejismo, su rostro volvió a adquirir el aspecto pétreo y enigmático que me había impresionado.

«De llegar a juicio, tendremos que explotar ese atractivo», me dije mientras pedía al policía que estaba al otro lado de la puerta que llamara a su jefe porque ya estábamos listos.

Nada más llegar, Gutiérrez comenzó el interrogatorio señalando que el día y la hora en que mi defendida se había beneficiado a cada uno de los muertos.

―Cómo verá, su cliente siente que es una amantis religiosa― sentenció a modo de resumen el comisario― y como las hembras de esos insectos, se cree en el derecho de devorar al macho.

―Lo único que demuestra es que mi defendida tiene una sexualidad desaforada y eso es algo que hasta ella reconoce― contesté sin reconocer carácter probatorio alguno a dichos encuentros, para insistir a continuación que si no tenían nada más esos indicios eran insuficientes para mantenerla entre rejas.

Cómo viejo zorro, curtido en mil batallas, el policía respondió sacando unas fotos de los difuntos donde con un rotulador habían remarcado una serie de marcas en sus cadáveres que no me costó reconocer como mordiscos.

―Ve esos círculos… el forense ha determinado que coinciden con la dentadura de su defendida― y mirando a la susodicha, le preguntó que tenía que decir.       

―Que soy una mujer apasionada.

―Entonces confiesa que usted los mordió antes de matarlos.

―Reconozco que les eché un polvo y hasta que fue un tanto agresivo, pero nada más. Cuando los dejé estaban vivos y satisfechos por haberse acostado con una diosa.

Para entonces, ya me había tranquilizado e interviniendo comenté que cronológicamente las muertes no se habían producido en las fechas en que mi defendida se los había follado, sino con posterioridad

―Fue solo sexo. Del bueno, pero sexo― añadió Raquel haciendo como si lanzara un mordisco al policía.

El descaro de esa mujer consiguió sacar a Gutiérrez de sus casillas e indignado le preguntó si no era ella la asesina, entonces quién era.

―Ni lo sé ni me importa― respondió y cerrándose en banda, dejó de contestar a las preguntas que durante más de media hora le formuló el policía…

3

Mientras esperaba que el juez de guardia resolviera mi reclamación, me puse a analizar lo sucedido en la comisaría y a la única conclusión que llegué fue que no tenía claro si me había impresionado más la ferocidad con la que el comisario se enfrentó con mi clienta o por el contrario la frialdad y menosprecio con la que esa mujer le respondió que dejara de mirarle las tetas.

―No he hecho tal cosa― se defendió.

Demostrando que no le tenía miedo, Raquel se llevó las manos hasta sus pechos y acariciándolos, le preguntó si realmente pensaba que alguien le creería cuando ella le acusara de comportamiento inadecuado.

― ¡Hija de perra! ― resonó en la sala de interrogatorio mientras asumiendo que no podía seguir interrogándola, Gutiérrez salía por la puerta.

Ni que decir tiene que como abogado aproveché ese insulto en mi escrito, recalcando además que las supuestas pruebas irrefutables en las que los investigadores basaban su acusación no eran más que hechos casuales sin conexión con los asesinatos y que solo por la animadversión que sentía el jefe de todos ellos por mi clienta se entendía que hubiesen atrevido a detenerla sin base alguna.

A pesar de que mi razonamiento era impecable y de que haber compartido unos momentos de sexo con las víctimas no la hacía una asesina, no las tenía todas conmigo: ¡Hasta yo la consideraba implicada en esas muertes! Por eso cuando el juez determinó su libertad, respiré aliviado. Raquel seguía investigada, pero al menos podría defenderse de esos delitos, desde la comodidad de su casa.

Tras recoger la orden, me dirigí a la comisaría y con ella bajo el brazo, exigí al indignado comisario su liberación.

―Sé que eres tú y pienso demostrarlo― replicó mientras quitaba las esposas a mi clienta.

La intensidad del odio que el policía sentía por ella me impactó, pero no supe que decir ni que pensar cuando Raquel, demostrando lo poco que le afectaba la opinión del comisario, respondió:

―Si no quiere seguir perdiendo el tiempo, le aconsejo que me olvide. Puedo ser culpable de tener un coño tan sabroso como insaciable, pero soy inocente de esos asesinatos.

Afortunadamente para todos, Juncal y su jefe hicieron su aparición cuando ya temía que llegaran a las manos y Raquel olvidando a Gutiérrez concentró su mala leche en el recién llegado diciendo:

―Esto es algo digno de ser visto, ¡la familia al completo! Mamá y el eyaculador que la preñó han venido a buscarme.

―Hija, yo también me alegro de verte― contestó sin inmutarse el viejo judío.

Mi incomodidad era total al sentir que sobraba.  Por ello, tras comentar lo sucedido con la pareja, me despedí para no verme involucrado y que resolvieran sus problemas entre ellos.

― ¡Picapleitos! ― escuché que me gritaban. Al girarme, la bella arpía me alcanzó y depositando un beso en mi mejilla, me dio las gracias.

Toda la reacción de mi cuerpo se concentró en un lugar específico y es que contra mi voluntad al oler su perfume y sentir la dureza de su pecho restregándose contra de mí, el grosor y el tamaño de mi pene se multiplicaron en un instante. Mi erección no le pasó desapercibida pero lejos de quejarse, mirándome a los ojos, sonrió.    

―Hasta pronto, ¡guapetón!

Asustado por saberme atraído por ella y que esa zumbada lo supiera, salí de ahí y me fui a mi despacho, donde intenté concentrarme en el día a día para olvidar las sensaciones que su manoseo había provocado en mi interior.

«Menuda putada debe ser el tener una zorra así, como hija», murmuré mientras el recuerdo de sus extraños ojos ámbar y la profundidad de su voz me perseguían muy a mi pesar. Por mucho que hacía el esfuerzo no podía dejar de pensar de haberla conocido en un bar, yo podía ser uno de los muertos, dando por hecho que Raquel era la asesina de esos chavales.

Como abogado debía intentar creer en la inocencia de mis clientes para transmitir mejor al juez o a los miembros del jurado los argumentos que hicieran posible su absolución, pero con Raquel eso me estaba resultando imposible porque con solo mirarla uno se daba cuenta que esa mujer era ciento por ciento pecado.

«Es la lujuria hecha carne», sentencié al percatarme de que inconscientemente había empezado a tocarme al pensar en ella.

Reprimiendo ese conato de paja, estuve a un tris de pedir a algún socio del bufete que me sustituyera en su defensa. Pero tras pensármelo mejor, la certeza que al hacerlo también perdería a su padre como cliente impidió que siguiera buscando a quien ceder la venia.

«Necesito el dinero de ese viejo por lo que no solo debo seguir defendiéndola, sino que tengo que conseguir que la absuelvan», medité mientras firmaba unos cheques antes de irme.

La empresa era difícil pero no imposible pero también que para poder triunfar iba a necesitar, ayuda.

«Tengo que hacerme con los servicios de Alberto», me dije y cogiendo mi teléfono lo llamé.

Tal y como esperaba, el discreto, pero efectivo detective aceptó de inmediato y se comprometió que desde esa misma tarde pondría a toda su gente a ver qué era lo que conseguían averiguar del tema.

―Cualquier cosa que halles, no se lo anticipes a nadie, ni siquiera a la policía. Quiero ser el primero en saberlo.

―No te preocupes, así se hará. Eres el que pagas las facturas― contestó y un tanto extrañado de que me tomara ese asunto tan en lo personal, dejó caer si tenía algo que ver con Raquel.

No me costó saber que lo que realmente estaba insinuando era si tenía un lío sexual con la sospechosa:

―Ni ahora ni nunca, esa tía es peligrosa. Acostarse con ella es como meter la polla en un avispero: la duda no es si te picarán sino cuantas veces― contesté sin llegar a creer en mi propia respuesta.

Alberto, que no era tonto, vio en mí una actitud defensiva pero no insistió y tomando los datos, se despidió prometiendo resultados.

«¿Qué coño me pasa? ¿Por qué me afecta tanto y no puedo dejar de pensar en esa loca?», maldije en silencio mientras cerraba la oficina y me marchaba a casa.

Ya en el coche puse la radio. Nada más encenderla, reconocí Perlas ensangrentadas, la canción que Alaska convirtió en un éxito y olvidando que podía ser una premonición, siguiendo su ritmo, conseguí relajarme mientras conducía dejando atrás el recuerdo tortuoso de Raquel.

Desgraciadamente, fue solo un breve paréntesis porque al llegar a mi edificio, el conserje me informó de que mi hermana me estaba esperando en mi piso.

― ¿Mi hermana? ― pregunté extrañado porque, aunque tenía una, esta vivía en Barcelona.

―Sí, una joven guapísima― contestó: ― La pobre se había olvidado las llaves y por eso la abrí.

Supe de quién se trataba al observar la tranquilidad con la que me acababa de decir que había roto la principal regla de un buen portero y que no parecía en absoluto preocupado.

«¿Qué habrá venido a buscar?», me pregunté mientras con un cabreo de la leche llamaba al ascensor…

4

O bien Raquel no veía nada malo en su actuación o bien supuso que sería incapaz de recriminarla el haber invadido mi espacio porque al entrar me la encontré casi desnuda pintándose los pies en el suelo de la cocina.

― ¿Se puede saber qué narices haces aquí? – pregunté mientras intentaba evitar darme un banquete admirando la perfección de esos pechos que la camiseta que llevaba puesta era incapaz de tapar.

― ¿No lo ves? Arreglándome las uñas― contestó sin siquiera levantar su mirada mientras como si me estuviera retando separaba sus piernas.

La obscenidad del gesto y esa respuesta me terminaron de cabrear y he de reconocer que estuve a punto de saltarla al cuello. ¡Ganas no me faltaron! Pero conteniendo mi orgullo herido, insistí:  

― ¿Por qué estás en mi casa?

Con tono suave, me respondió que había intentado ir a la suya pero que al llegar había una nube de periodistas esperándola y que recordando que la había prohibido conceder entrevistas, había tomado la única decisión sensata… ir al único sitio donde no la buscarían.

―Mi piso― sentencié molesto.

Raquel debió decidir que una vez aclarado, no valía la pena seguir dando vueltas a lo mismo y cambiando de tema, me soltó qué le iba a preparar de cena. Su desfachatez me indignó y levantándola del suelo, le grité que si quería quedarse en mi casa al menos debía mantener las formas y no ir vestida como una vulgar fulana.   

― ¿No serás gay? ― fue lo que me replicó.

Comprendí que realmente le había sorprendido que le exigiera discreción en su vestir y lleno de ira le respondí que no.

― ¡Pues cualquiera lo diría! ¡Ni siquiera te atreves a mirarme!

Que dudara de mi hombría fue la gota que derramó el vaso y atrayéndola hacia mí, forcé su boca con mi lengua mientras con las manos daba un buen magreo a su trasero. Lejos de mostrarse intimidada por mi reacción, Raquel colaboró conmigo frotando su cuerpo contra el mío.

―No eres más que una zorra― rechazando su contacto, repliqué.

La fría carcajada que soltó mientras se acomodaba la ropa me informó de mi derrota y que, con solo proponérselo, esa perturbada había conseguido sacar lo peor de mí.

―Ahora que ya te has reído, puedes coger la puerta e irte – dije enfadado hasta la médula.     

Obviando mi cabreo, sonriendo, Raquel contestó:

―No creo que a mi padre le guste saber que su abogado me ha echado a los lobos y menos que me ha besado contra mi voluntad.

Que ni siquiera intentara disfrazar su vil chantaje me desarmó y sentándome en una silla de la cocina, le volví a preguntar qué era lo que buscaba de mí.

―No te creas tan importante. No busco nada, solo divertirme― contestó mientras se subía a horcajadas sobre mis rodillas.

Reconozco que me sorprendió. Por ello poca cosa pude hacer cuando descubrí que bajo su camiseta no llevaba sujetador y que sin ningún esfuerzo podía entrever dos pezones tan negros como erizados e instintivamente y sin pensar en las consecuencias, comencé a acariciar su trasero.

― ¿Adivina quién me va a echar un polvo? ― murmuró en mi oído mientras frotaba sus nalgas contra mi entrepierna.

Si no hacía algo, sabía cuál sería la respuesta al sentir la dureza de sus cachetes al incrustar mi pene en su sexo. Es más, viendo que no la detenía, se puso a hacer como si me la estuviera follando y solo las murallas de su breve short y de mi pantalón impidieron que culminara su felonía.

―Seguro que yo no― respondí mientras me levantaba de la silla.

Al hacerlo la tiré al suelo. Raquel en vez de cabrearse, comenzó a reír mientras me preguntaba gritando cuanto tiempo creía que iba a soportar sin follármela. Humillado hasta decir basta, salí de la cocina confirmando mi derrota.

«¡Será puta!», pensé totalmente hundido con el sonido de sus retumbando en mis oídos mientras notaba como el deseo se iba acumulando bajo mi bragueta.

Era consciente que de no ser porque hubiera quedado como un auténtico cretino, hubiese vuelto a donde estaba y la hubiese tomado contra el fregadero. En vez de ello, fui a mi habitación a darme una ducha fría. El agua helada aminoró mi calentura y ya más calmado, al salir me tumbé en la cama desnudo, me quedé dormido.

Llevaba unos pocos minutos soñando cuando la imaginé llegando completamente desnuda. Aun sabiendo que era un sueño, me quedé extasiado observando como sus pechos se bamboleaban al caminar hacia mí. En mi mente, esa rubia del demonio me invitaba a morder los duros pezones que decoraban sus dos maravillas.

Ni dormido, quise dejarme vencer y me la quedé mirando mientras le decía:

―Tienes demasiados huesos para mi gusto y encima con tanto tatuaje pareces un personaje de Walt Disney.

De nada me sirvió esa una vil mentira. Apenas podía respirar, mientras se acercaba. Su cuerpo no solo era el de una modelo, era el sumun de la perfección al que los dibujos grabados sobre su piel magnificaban aún más su belleza.  Con una picardía innata, Raquel exhibía ante mí su estrecha cintura, su culo en forma de corazón y su estómago plano sin dejar de sonreír, demostrando lo poco que le había afectado mi crítica:

―No te lo crees ni tú. A tu lado, ¡soy divina!

Quise responder a su impertinencia, pero las palabras quedaron atascadas en mi garganta al contemplar su sexo a escasos centímetros de mi cara y saber que solo con pedírselo esa zorra hubiese puesto dichosa su coño en mi boca.  En mi imaginación traté de mantener un resto de cordura y cerré los ojos deseando que desapareciese y así cesara esa tortura.

Desgraciadamente en mi cerebro, la rubia envalentonada por mi evidente cobardía recorrió con sus manos mi cuerpo y al comprobar que bajo las sábanas mi pene se erguía erecto, se adjudicó el derecho a subirse encima de mí riendo.

― ¡Vete por donde has llegado! ¿No ves que no quiero nada contigo? ― contesté intentando mostrar al menos apatía.

No tardé en comprender mi error porque poniéndose a horcajadas sobre mí, incrustó mi pene en su sexo y me empezó a cabalgar mientras aprovechaba mi indefensión para atarme.   

― ¿Qué haces? ― grité incapaz de detenerla.

―Evitar que huyas, mientras te follo― respondió con perversa alegría.

Tras terminar de inmovilizarme, se tumbó sobre mi pecho para hacerme sentir   la tersa dureza de sus pezones mientras llegaban a mis oídos sus primeros gemidos. Contagiado por su lujuria, recibí sus besos y mordiscos sin moverme mientras deseaba que me siguiera follando ahí mismo. Os confieso que ya me había entregado por completo a ella cuando pegando un grito, se corrió sobre mí.

Como la diosa que se sabía, obró un milagro y bajándose de la cama, se descojonó al mostrarme mi erección: 

―Mortal, te voy a llevar a mi cielo.

Tras lo cual, y cogiendo un poco de la humedad que manaba libremente desde su vulva, se untó el trasero.

― ¿Qué quieres de mí? ― chillé al ver que en su boca le crecían los colmillos. 

―Convertirte en mi esclavo― replicó y pasando una de sus piernas sobre las mías, usó mi verga para empalarse.

La lentitud que imprimió a sus movimientos me permitió disfrutar de la dificultad con la que su trasero absorbió mi trabuco mientras aterrorizado sentía como me latían las venas.      

― ¡Por favor! ¡No lo hagas!

Riéndose de mi desesperación, acercó sus labios para localizar mi yugular. Supe mi destino aun antes de que clavara sus dientes en mi cuello.

― ¡Eres y serás siempre mío! ― me informó mientras cerraba sus mandíbulas. Aullé al sentir que el dolor se transmutaba en placer y liberando mi simiente en el trasero de mi asesina, ¡me desperté!

Por unos momentos respiré al ver que había sido producto de mi calenturienta imaginación, pero entonces desde la puerta escuché que Raquel me decía:

―Pronto te entregarás a mí y juntos haremos realidad tu pesadilla.


Relato erótico: “Mi esposa se compró dos mujercitas por error 3” (POR GOLFO)

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CAPÍTULO 5. AUNG ME ENTREGA A MARÍA.

A pesar de haber desvirgado a una de las chavalas, todavía no me había hecho a la idea de ser el dueño y señor de las birmanas y por ello me quedé mirando cuando María me hizo gala del poder que tenía sobre ellas y más en particular sobre la que percibí como su favorita. Y es que con todo lujo de detalles mi esposa comenzó a explicarme cómo había descubierto durante el baño que esas criaturas daban por sentado que sus labores irían más allá de la limpieza.
―No te imaginas mi sorpresa cuando este par de zorritas se pusieron a lamer mis pezones – dijo mientras acariciaba a la mayor de las dos que permanecía abrazada contra su pecho.
Aung que hasta entonces se había mantenido apartada de mí, sintió que había llegado su momento y mirando a mi señora, dijo en un correcto español:
―Debe entregarme a mi amo.
Me sorprendió ver un atisbo de celos en María al oírla como si no quisiese desprenderse de su juguete antes de tiempo y por ello, muerto de risa, comenté que tenía hambre y que me dieran de cenar.
Mi esposa que no es tonta comprendió mis motivos, les pidió que se fueran a calentar la cena. Las dos orientales se levantaron a cumplir sus órdenes, dejándonos solos en el cuarto, momento que María aprovechó para pedirme un favor diciendo:
―Sé que te puede molestar pero no me apetece que la tomes todavía. Quiero disfrutar un poco más de Aung siendo su única dueña…¿te importa?
La angustia de su tono multiplicó exponencialmente mis sospechas pero como quería a mi mujer y encima tenía a Mayi para jugar, accedí poniendo como condición que me entregara su culo tanto tiempo vedado.
―Será tuyo cuando lo pidas― contestó con una mezcla de miedo y deseo que me hizo preguntarme si después de estar con esas muchachas el sexo anal había dejado de ser un tabú para ella.
Cerrando el acuerdo, respondí:
―Te juro que no tocaré a esa zorrita hasta que tú me la pongas en bandeja.
La expresión de alegría de su rostro ratificó mis suspicacias e interiormente decidí que buscaría seducir a esa morenita para amarrar a María a través del afecto por ella.
«Debe ser un capricho pasajero», medité al constarme que mi esposa nunca había sido lesbiana.
Olvidando mis crecientes recelos, le pedí ir a cenar mientras le daba un pequeño azote. Contra todo pronóstico María pegó un gemido de placer al sentir esa caricia contra sus nalgas. Al darse cuenta de ello de su grito, se puso colorada y huyendo de mi lado, salió de la cama.
«¿A ésta que le ocurre? ¡Parece como si le hubiese excitado!», exclamé para mí mientras me vestía.
El comportamiento de mi señora me tenía desconcertado. No solo había confesado su lésbica predilección por una de las birmanas sino que había puesto cara de puta al sentir mi azote. Tras analizar ambos hechos, concluí que la irrupción de esas crías en su vida había despertado la sexualidad de mi pareja sin tener claro el alcance de ese cambio.
Arrinconando esos pensamientos en un rincón de mi cerebro bajé a cenar. Eran demasiadas novedades para asimilar en un mismo día y preferí no aventurar un juicio hasta tener la seguridad que no me equivocaba.
Lo que no tenía discusión era el fervor que sentía Mayi por su dueño ya que al verme entrar en el comedor, me dio un buen ejemplo de ello. Dejando los platos que llevaba en sus manos, buscó mi contacto mientras tomaba asiento en la mesa.
―¡Qué empalagosa eres!― reí al sentir que me colocaba un mechón de mi pelo mientras presionaba su juveniles senos contra mi cara.
A pesar de su poco conocimiento de nuestro idioma, esa morenita captó que no me molestaban sus mimos y acercando su boca, me informó con dulzura lo feliz que era siendo de mi propiedad susurrando en mi oído:
―Amo no arrepentir comprar Mayi, ella servir toda vida.
Reconozco que ¡me la puso dura! Nunca había pensado que una habitante de ese paupérrimo tuviese la virtud de provocar mi lujuria de ese modo, pero lo cierto es que olvidando la presencia de mi mujer premié la fidelidad de esa cría con un breve beso en los labios sin prever que ese gesto la calentara de sobremanera hasta el límite de intentar que volviera a tomarla ahí mismo.
María al ver que la oriental se subía la falda mientras se ponía de horcajadas sobre mis piernas soltó una carcajada y muerta de risa, me azuzó:
―Ya te dije que esta guarrilla está enamorada y no parará hasta que te la folles otra vez.
A nadie le amarga un dulce y menos uno tan hermoso pero, sacando fuerzas de quién sabe dónde, me negué a sus deseos para no revelar lo mucho que me apetecía disfrutar nuevamente de ese diminuto cuerpo y mordiendo uno de sus lóbulos, insistí en que quería cenar antes.
Descojonada, mi pareja de tantos años me señaló el dolor con el que la oriental había encajado mi rechazo y llamándola a su lado, la acogió entre sus brazos diciendo:
―Ven preciosa, tu ama te consolará ya que tu amo no quiere.
Tras lo cual ante mi perplejidad, la sentó en la mesa y sin preguntar mi opinión, se puso a comerle el conejo.
«¡No me lo puedo creer!», pensé al contemplar la urgencia con la que María se apropiaba con la lengua de los pliegues de la cría mientras esta me miraba desolada.
He de confesar que estuve a un tris de sustituirla y ser yo quien hundiera mi cara entre los muslos de Mayi pero cuando ya estaba levantándome, escuché a mi esposa decir:
―Nuestro dueño tiene que repartir sus caricias entre tres y no es bueno que quieras ser tú sola la que recibe sus mimos.
Alucinado por que se rebajara al mismo nivel que la oriental, decidí no intervenir directamente y llamando a Aung, exigí a esa morena que ayudara a María pensando que así terminarían antes y me darían de cenar. Lo que nunca preví fue que en vez de concentrarse en su compañera, le bajara las bragas a mi esposa y separando sus cachetes, se pusiera a lamerle el ojete.
El grito de placer con el que mi mujer recibió la lengua de la morenita despertó mi lujuria y sin perder detalle de esa incursión esperé a que lo tuviese suficientemente relajado para por primera vez en mi matrimonio tomar lo que consideraba mío.
La birmana al verme llegar con el pene erecto sonrió y tras darle un último lametazo, echándose a un lado, me lo dejó bien lubricado para tomar posesión de él. Ver ese rosado y virginal agujero listo para mi ataque enervó mis hormonas y sin preguntar qué opinaba María, lentamente pero con decisión usé mi glande para demoler esa última barrera que había entre nosotros.
Inexplicablemente, mi señora no trató de escabullirse al notar cómo su culo era tomado al asalto y únicamente mostró su disconformidad gritando lo mucho que le dolía. Fue entonces cuando saliendo al quite, su favorita acalló sus lamentos besándola. Los labios de la birmana fue el bálsamo que María necesitó para aceptar su destino y sin siquiera moverse, esperó a tenerlo por completo en el interior de sus intestinos para decirme con voz adolorida:
―Espero que recuerdes tu promesa.
Asumiendo que me obligaría a cumplir lo acordado, esperé a que se acostumbrara antes de moverme. Durante ese interludio Mayi se bajó de la mesa y metiéndose entre sus piernas, se puso a masturbar a mi víctima en un intento de facilitar su doloroso trance mientras la otra oriental la consolaba con ternura.
Reconfortada por los mimos de las muchachas no tardó en relajarse y todavía con un rictus de dolor en sus ojos, me pidió que empezara. Temiendo que en cualquier momento, se arrepintiera de darme el culo, fui sacando centímetro a centímetro mi instrumento y al sentir que faltaba poco para tenerlo completamente fuera, lo volví a introducir por el mismo conducto sin que esta vez María gritara al ser sodomizada.
Azuzado por el éxito, repetí a ritmo pausado esa operación mientras mi esposa mantenía un mutismo lacerante que me hizo pensar en que de alguna forma la estaba violando. Iba a darme por vencido cuando su favorita tomó la decisión de intervenir descargando un sonoro azote sobre sus ancas mientras le decía:
―Ama debe disfrutar.
La reacción de María a esa ruda caricia me dejó helado y es que con una determinación total comenzó a empalarse ella sola usando mi verga como ariete. Si ya de por sí eso era extraño, más lo fue comprobar que Aung le marcaba el ritmo a base de una serie de mandobles que lejos de molestarle, la hicieron gritar de placer.
―Ama tan puta como yo― murmuró la puñetera cría en su oído al ver la satisfacción con la que recibía sus mandobles e incrementando la presión sobre su teórica dueña se permitió el lujo de retorcerle un pezón mientras me decía que le diera más caña.
No sé si fue esa sugerencia o si fue sentir que la diminuta había cambiado de objetivo y con su lengua se ponía a lamerme los huevos pero lo cierto es que olvidando cualquier tipo de recato, me puse a montar a mi esposa buscando tanto su placer como el mío.
―¡Me gusta!― exclamó extrañada al sentir que el dolor había desaparecido y que era sustituido por un nuevo tipo de gozo que jamás había experimentado.
La confirmación de ese cambio no pudo ser más evidente porque de improviso su cuerpo se estremeció mientras una cálida erupción de su coño empapaba de flujo tanto sus piernas como las mías.
―Ama correrse por culo― comentó su favorita alegremente y llenando sus dedos con el líquido que corría por sus muslos, se los metió en la boca diciendo: ―Ama mujer completa.
María firmó su claudicación lamiendo como una loca los deditos de la chavala mientras sentía que un nuevo horizonte de sexo se abría a sus pies. El brutal sometimiento de mi mujer fue suficiente estímulo para que dejándome llevar rellenara su conducto con mi semen y olvidando que era mi esposa y no mi esclava, con fiereza exigí que se moviera para terminar de ordeñar mis huevos.
La sorpresa al conocer el perfil dominante del su marido la hizo tambalearse pero reaccionando a insistencia se retorció de placer pidiendo que fueran mis manos las que le marcaran el ritmo. Complací sus deseos con una serie de duras nalgadas, las cuales provocaron en ella una serie de pequeños clímax que se fueron acumulando hasta hacerle estallar cuando notó que sacando mi verga liberaba su ano.
Ante mi asombro al destapar ese agujero, María se vio sacudida por un orgasmo tan brutal como duradero que la mantuvo revolcándose por el suelo mientras las dos chavalas la colmaban de besos.
«Es increíble», sentencié al comprender que jamás la había visto disfrutar tanto durante los años que llevábamos casados.
Pero fue su propia favorita la que exteriorizó lo que había sentido al consolar a su exhausta ama diciendo:
―María correrse como Aung y Mayi. María no Ama, María esclava.
Ante esa sentencia, mi mujer salió huyendo con lágrimas en los ojos por la escalera. Anonadado por lo ocurrido, me levanté para ver qué le pasaba pero entonces la morenita me rogó que la dejara a ella ser quien la consolara. Sin saber si hacia lo correcto, me senté en la silla mientras trataba de asimilar la actitud de María esa noche. Luciendo una sonrisa de oreja a oreja, Mayi llegó ronroneando y cogiendo mi pene entre sus manos mientras susurró en plan putón:
―Mayi limpiar Amo. Amo tomar Mayi.
¡Mi carcajada retumbó entre las paredes del comedor!…

CAPÍTULO 6. MARÍA SE DEFINE

Esperé más de media hora que María volviera y cuando asumí que era infructuosa, me levanté a buscarla con Mayi como fiel guardaespaldas. Ya en la primera planta del chalet, el sonido de sus llantos me llevó hasta ella y entrando en nuestro cuarto, la hallé sumida en la desesperación al lado de Aung que cariñosamente intentaba tranquilizarla.
―¿Puedo pasar?― pregunté sin saber si mi presencia iba a ser bien recibida.
Con lágrimas en sus ojos, levantó sus brazos pidiendo mi consuelo. Por ello, me lancé en su ayuda y con la certeza de que de alguna forma yo era responsable de su angustia, la abracé. Mi esposa al sentir mi apoyo incrementó el volumen de sus lamentos y con la voz entrecortada por el dolor, me preguntó qué debía de hacer.
―Perdona pero no sé qué te ocurre― repliqué totalmente perdido.
Mi respuesta provocó nuevamente que se echara a llorar y durante casi un cuarto de hora, no pude sacarle qué era eso que tanto la angustiaba. Increíblemente fue su favorita la que viendo que no se calmaba, comentó con dulzura:
―No pasa nada. Amo aceptar usted esclava de corazón.
A pesar de ese español chapurreado, su mensaje era tan claro como duro; según esa muchacha, mi esposa, mi pareja de tantos años se sentía sumisa y le daba vergüenza reconocerlo. Impactado por esa revelación y sin llegármela a creer, acaricié sus mejillas mientras le decía:
―Sabes que te amo y me da igual si resulta que me dices que eres marciana o venusina. Soy tu marido y eso no va a cambiar.
Secando sus ojos, me miró desconsolada:
―No entiendes lo que me ocurre y dudo que lo aceptes.
Como antes de la afirmación de la birmana ya sospechaba que la llegada de esas dos mujercitas había provocado un maremoto en su interior al dejar aflorar una bisexualidad reprimida desde niña, repliqué:
―Lo entiendo y lo acepto… para mí sigues siendo la María de la que me enamoré. Además lo sabes, no me importa compartirte con ellas siempre y cuando me des mi lugar.
Incapaz de mirarme, comenzó a decir:
―No quiero eso… lo que necesito es…
Viendo que no terminaba de decidirse a confesar lo que la traía tan abatida, traté de ayudarla diciendo:
―Lo que necesites, ¡te lo daré! Me da igual lo que sea, pero dime de una vez que es lo que quieres.
Sacando fuerzas de su interior, levantó su mirada y me soltó:
―Quiero que no me trates como tu esposa sino como tu…¡esclava! – para acto seguido y una vez había confesado su pecado, decir: ―hoy he disfrutado lo que se siente al ser sometida y no quiero perderlo. Necesito que me poseas como las posees a ellas, ¡sin contemplaciones!
―No te entiendo, eres una mujer educada en libertad y me estás diciendo que quieres te trate como un objeto.
No pudiendo retener su llanto, buscó el consuelo de las muchachas pero Aung levantándose de su lado se plantó ante mí diciendo:
―María conocer placer esclava y querer Amo no esposo. Si no poder, ¡véndala!
La intervención de esa morena me indignó pero al mirar a mi mujer y ver en su cara que era eso lo que deseaba, mi ira creció hasta límites indescriptibles y alzando la voz, le grité:
―Si eso es lo que quieres, eso tendrás― y creyendo que era un flus pasajero quise bajarle los humos diciendo: ―Hazme inmediatamente una mamada y trágate hasta la última gota.
Mi exabrupto consiguió el efecto contrario al que buscaba porque, tras reponerse del susto, sonriendo se acercó a mí que permanecía de pie en mitad de la habitación y bajando mi bragueta, comenzó a chupar con desesperación mi verga.
Dando por sentado que si quería que recapacitara debía humillarla, mirando a Mayi por señas le pedí que se colocara el mismo arnés con el que mi esposa había sodomizado a su compañera. La birmana no puso reparo en ceñírselo a la cadera y sin avisar penetró a mi mujer mientras ésta me la mamaba. El grito de María ante tan salvaje incursión en su coño me hizo creer que iba por buen camino y por eso tirando de su favorita, la exigí que diera un buen repaso a los pechos de la que había sido su dueña.
Aung comprendió al instante que era lo que esperaba de ella y tumbándose bajo nuestra víctima, se dedicó a pellizcar cruelmente sus negros pezones.
Para mi sorpresa, mi querida esposa no se quejó y continuó lamiendo mis huevos mientras su sexo era tomado al asalto por una de las sumisas y sus pechos torturados por la otra.
«No me lo puedo creer, ¡le gusta!», dije para mí al observar en sus ojos el mismo brillo que cuando disfrutaba al hacerle el amor.
Intentando a la desesperada que volviera a ser ella y viendo que mi pene ya estaba erecto, la obligué a abrir los labios para acto seguido incrustárselo hasta el fondo de su garganta. Fui consciente de sus arcadas pero no me importaron porque tenía la obligación de hacerla reaccionar y sin dar tregua a María, usé mis manos para marcar el ritmo con el que me follaba su boca.
Obligada a absorber mi extensión mientras Mayi penetraba con insistencia su coño, se sintió indefensa y antes que me diera cuenta, ¡se corrió!
«¡No puede ser!», exclamé en mi interior y mientras trataba de asimilar que hubiese llegado al orgasmo, comprendí que no había marcha atrás y que debía profundizar en su humillación aunque eso la hundiera aún más en ese “capricho”.
Por eso sacando mi verga de su boca, llamé a la morenita de la que estaba prendada. Al llegar Aung a mi lado, la hice arrodillarse ante mí y poniéndola entre sus labios, ordené a mi mujer que aprendiera como se hacía una buena mamada. Tras lo cual, dulcemente, rogué a la birmana que fuera su maestra.
Mientras esa muchacha se dedicaba a cumplir mi deseo, vi caer dos lagrimones por sus mejillas y eso me alegró creyendo que había conseguido mi objetivo, pero entonces con tono sumiso María, mi María, me dio las gracias por enseñarle como debía hacerla para que la próxima vez su amo estuviera contento.
Juro que me quedé helado al escucharla.
Dándola por perdida, saqué mi polla de la garganta de su favorita y antes de huir de ese lugar, ordené a las orientales que usaran a su nueva compañera como a ellas les gustaría que yo las tratara. Destrozado y sin saber qué hacer, todavía no había abandonado la habitación cuando observé a través del rabillo del ojo a Mayi arrastrando del pelo a mi señora hasta la cama. Pero lo que realmente me dejó acojonado fue comprobar ¡la ilusión con la que María afrontaba su destino!

 
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Relato erótico: “Empastada por el albañil” (POR ROCIO)

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EMPASTADA POR EL ALBAÑIL.

En temporadas de exámenes no hay mucho en qué pensar, me considero estudiante responsable ante todo, y tengo el lujo de contar con una amiga, que puede que le falten dos tornillos a lo sumo pero es la mejor ya que también prioriza la facultad antes que otra actividad. Así que se hacía usual que estudiáramos en mi casa; con música suave de fondo no había quien nos quitara de la concentración.

Digo que le faltan dos tornillos porque a veces se sale por donde uno menos se lo espera. Ella estaba al tanto de que a mi novio, Christian, no le estaba yendo precisamente bien en los exámenes (es de un año superior a mí), así que llegó a la conclusión de que mi chico estaba necesitando una motivación urgentemente. Y aquello no era sino sugerirme que le privara de tener relaciones durante el mes y medio que estaríamos todos enfrascados en los estudios. Y que si las notas eran buenas, podríamos volver a estar juntos.

A mí no me importaba aguantar una temporada sin estar con él, que como dije, cuando hay exámenes suelo estar muy metida en mis estudios, pero estoy segura de que mi chico sí que estaría bastante desesperado.

—Haces bien —me dijo Andrea, dejando sus apuntes sobre mi mesa—. Ya verás que así se va a serenar y concentrarse en los estudios. Se va a volver loquito en algún momento y te va a rogar, pero tienes que ser fuerte.

—Sí, es por su bien —cabeceé decidida.

De repente, alguien tocó el timbre y mi papá, que bajaba por las escaleras, atendió. La puerta de la entrada da a la sala, así que entre los números y libros, me desperecé en el sofá y miré curiosa quién era el que había entrado. Era un chico de tez oscura, bastante lindo, a decir verdad. Se le veía sonriente, alto, con un físico agraciado, algo que desde luego él sabía porque llevaba una camiseta blanca, no sé si decir “ceñida”, pero sí que le destacaba bastante bien sus atributos. Iba con vaqueros y sobre el hombro llevaba una mochila.

Pasó por la sala y nos saludó, a lo que mi amiga y yo respondimos cortésmente; se le notaba un acento brasilero muy bonito. Fue al jardín en compañía de mi papá y desde allí los veíamos dialogar, ya que en la sala tenemos un ventanal bastante amplio que permite ver dicho jardín. Aparentemente iba a hacerle un trabajo porque mi padre le señalaba una esquina, dibujando con sus manos algo, como una construcción que debía realizar, a lo que el chico cabeceaba afirmativamente.

Fue en ese momento que Andrea me codeó:

—¿Viste qué lindo es?

—Ya tienes novio, pervertida —le quité la lengua.

—¡Ah, ya! Por pensar así no se va a caer el cielo. ¿O tú pensaste en tu novio cuando le viste entrar?

—Claro que sí, a mi nene lo tengo todo el rato presente…

—Pero imagínate si tienes a un bombón como ese chico a tu lado todo el rato, ¡yo al menos no lo voy a soltar jamás! Pienso en una aventurilla para probarlo… nadie tiene por qué enterarse. A ti te va bien en los estudios, te lo mereces.

—La verdad es que a veces no sé qué hago contigo. ¡A estudiar!

El resto de la tarde pasó sin muchas complicaciones. Cuando mi papá pasó por la sala le pregunté para qué venía el chico, a lo que me comentó que contrató un albañil para construirle una caseta en el jardín, para guardar sus herramientas y elementos de jardinería, ya que no tenemos sótano, y el garaje donde guarda su coche estaba ya a rebosar de cachivaches. El problema es que el albañil estaba con mucho trabajo y mandó a su hijo.

Cuando terminamos de estudiar, cerca de las seis de la tarde, Andy se despidió de mi papá y la acompañé hasta la parada de bus, aunque durante el camino no me dejó en paz con respecto al chico de piel oscura que trabajaba en mi casa.

Me decía entre risitas que no debía desperdiciar a ese niño, ignorarlo sería un pecado mortal; se notaba que el chico le había caído muy simpático. Pero yo no iba a poder a hacer nada si mi papá rondaba por la casa. O sea, lo digo porque quería llevar a mi novio y mi papá es muy celoso, no porque pretendiera hacer algo con el brasilero.

—¡Mfff! —Andrea estaba completamente enloquecida, no sé cómo describir ese sonido que hace, mordiéndose los labios, casi sonriendo, y emitiendo un gemido ahogado—. ¡Ojalá yo tuviera un bombón así en mi casa construyéndome una caseta en mi jardín! Obvio que no sabes lo que un chico así te puede ofrecer, es algo que ni tu novio ni el mío pueden. Ya te enseñaré, sí señor.

—Qué pesadita con el tema, a ver si viene ya tu bus, loca.

—Me da tanta pena que mi mejor amiga se niegue a disfrutar un poquito —loquilla como es, me tomó de la cintura para remedar el tacto de un hombre, pero me aparté rápido, que estábamos en plena calle. Por suerte vino su bus, ya me estaba poniendo coloradísima con su fascinación sexual.

Sinceramente, me arrepentí de haberla traído a casa; esa misma noche empezó a enviarme fotos de chicos negros con… enormes… “herramientas”, o como quieran llamar a esas enormes aberraciones de la naturaleza que le colgaban de las piernas. Las primeras fotos me asustaron y me repelieron, sinceramente, creo que eran imágenes manipuladas porque me parecía imposible que existieran hombres que pudieran caminar bien con algo así, ¿o no? Como sea, le escribí que cortara con el tema pero siguió insistiendo, enviándome más fotos, ahora con mujeres de pelo castaño (tengo cabello castaño) mostrando infinidad de expresiones al ser penetradas o simplemente observando asustadas al ver aquellos enormes titanes oscuros que colgaban orgullosos.

Uf, tuve que desconectar el internet de mi móvil porque ya estaba sudando debido a la incomodidad, y por más tonto que pueda sonar, hasta me sentí mal por mi novio al estar viendo esas imágenes, por lo que no dudé en llamarlo para saludar y hablarle un rato antes de dormir.

Pero Andrea, sin yo saberlo, ya estaba plantando las semillas de la perdición en mí. O, dicho de manera vulgar, estaba preparando el terreno para que el albañil comenzara a cimentar.

1. Reconociendo el terreno para el cimentado

Al día siguiente, en la facultad, Andrea volvió al asalto. Y lo peor es que no me dejaba siquiera preguntarle un par de temas sobre los cuales yo aún necesitaba reforzar, temas sobre microeconomía, por cierto, pues ella estaba más bien interesada en la supuesta verga que tendría el albañil. Y digo “supuesta” porque en serio no había forma de saber si el chico estaba “dotado”, si había una enorme herramienta de ébano allí entre esas atléticas y fibrosas piernas, ¡que sí!, admito que eran lindas, pero de nuevo, eso no implicaba que sintiera un deseo irrefrenable de tirar por la borda los casi tres años de relación que tengo con mi novio.

En plena clase, con mi profesor muy metido en su temática, Andy se inclinó hacia mí para poner su móvil sobre mi regazo. “¿Pero esta qué hace?”, pensé mientras ella le daba al símbolo del play en la pantalla. La miré de reojo, Andrea estaba entre roja y súper sonriente.

Cuando miré el vídeo, quedé boquiabierta y tuve que taparme la boquita que si no se me escapaba un grito de sorpresa. Era un hombre de tez negra llevando de las manos a dos chicas, una rubia y una chica de, para mi martirio, pelo castaño, que tenía cierto parecido a mí. No sé si el vídeo me lo estaba mostrando por esa similitud o simplemente porque ese hombre llevaba colgándole entre las piernas algo asombrosamente monstruoso. ¡Podría decir que era hasta criminal llevar un pene así! O sea, que no me lo esperaba.

Si bien hice una mueca de asquito para disimular, arrugando mi nariz, no voy a negar que en el fondo me quedé algo asombrada con la visión de ese precioso ejemplar de hombre. Pero claro, era solo un pensamiento, como una fantasía que es placentera para la mente pero en la realidad la cosa es muy distinta; seguro que cobijar dentro de una a un hombre así te deja secuelas y agujetas hasta en el alma, ya ni decir que dudaba seriamente que una mujer podría disfrutar de tamaño armatoste.

—Tienes algo así en tu casa, Rocío —susurró.

—Claro que no, marrana, ya deja de molestar con eso.

—¿Pero no te da curiosidad saber cómo la tendrá?

—Ay, querida, deja ya de insistir que me voy a enojar —puse mi dedo sobre su pantallita para detener el vídeo.

A veces estudiamos en el jardín pues es bastante relajador hacerlo al aire libre. Volvimos juntas de la facultad y continuamos revisando los apuntes allí, aunque yo más bien no diría “estudios” sino “acoso” a sus constantes arremetidas. Que mira este vídeo, que mira esta foto, que por cuánto trabajaría horas extras ese albañil; ¡no sentí culpa alguna al lanzar su móvil al suelo, total, que la caída lo amortiguó el césped!

Eso sí, tuve que pasar varios minutos rebuscando por la tapa, la batería y el chip. Este último era una tortura el solo buscarlo. Andy se acomodó en su asiento, sirviéndose un vaso de jugo de naranja, sonriendo más que de costumbre mientras yo, de cuatro patas, apartaba pacientemente el césped con la esperanza de encontrar una de las piezas.

—¿Sabes a qué hora vendrá el albañil, Rocío? —preguntó, bebiendo de la pajilla.

—Cabrona, pesada, no sé qué hago estudiando contigo…

—Buenas tardes, menina —un repentino acento brasilero me hizo dar un respingo. Con mis manos prácticamente empuñando el césped, me giré como pude y, cortando el sol, noté al albañil cargando unos cuantos ladrillos detrás de mí. Los depositó sobre el césped mientras yo prácticamente seguía allí, tal perrita que mira a una persona con curiosidad, mostrándole mi cola enfundada en un short bastante pequeño, era uno que no usaba desde que era niña. Es decir, estaba en mi casa, no iba a andar vestida de gala…

No pude evitar fijarme fugazmente en él. Llevaba esa camiseta ajustada sin mangas y se le notaba esos brazos largos y fibrosos, así como un pecho bien formado. ¡Era como el hombre de la peli porno, solo que en versión jovencito!

—¡Qué fuerza tienes, niño! —exclamó Andy.

—Gracias, señorita.

—Me llamo Andrea, soy amiga de Rocío —de reojo noté que ella jugaba con la pajilla del vaso—. ¿Sabías que a ella le gustan los chicos fuertes como tú?

—¡A-a-andrea! —chillé, arañando el césped—. No, no es verdad… Quiero decir… Ho… Hola, nene —respondí absorta.

El chico se acuclilló divertido:

—¿Estás buscando algo?

—U-un chip —respondí, acariciando torpemente el césped—. A mi amiga se le cayó su chip.

—¿No será este? —lo encontró inmediatamente y se levantó para dármelo.

—Ufa, muchas gracias.

Me levanté torpemente. Inmediatamente me ajusté mi short y limpié mis rodillas. Cuando me lo dio, noté que lo primero que miró fueron mis senos, que sin darme cuenta destacaban bastante debido a mi camiseta ajustada de Hello Kitty, cosa que casi me arrancó un sonrojo porque no era mi intención calentar al personal. Inmediatamente me miró a los ojos y quedé paralizada porque en serio tenía una mirada hermosísima de color miel.

—¿Tú estudias? —le preguntó Andy, dándome un respingo.

—Sí —el brasilero volvió a agacharse para agarrar los ladrillos, pues debía apilarlos en otro lado—. Estoy en el último año de secundaria, ¿y ustedes?

—Ah, pero si eres un nene todavía —respondí sentándome al lado de mi amiga.

—Tengo dieciocho, me Deus, voce si parece una menina chiquita —sonriendo, me señaló con el mentón.

—¡Ja! Yo estoy en mi segundo año de la facultad, chico listo, estudio económicas. De chiquita nada.

El jovencito se levantó el montón de ladrillos, y de reojo observé su entrepierna… O sea, ¡fue algo inevitable! Andrea me había acosado con sus traumas con chicos negros y bien dotados por dos días seguidos que, ¡lo admito!: ahora yo tenía cierta curiosidad. El paquete del muchacho, si bien disimulado por el vaquero, se notaba bastante relleno. Es decir, nunca he comparado paquetes ni nada de eso, pero alguna imagen mental se quedó de cuando estaba en intimidad con mi novio, y no sé… supongo que sí tenía algo grande alojado allí…

Agarré mi vaso de jugo y mordí la pajilla. Creo que Andrea me pilló, por lo que dijo alto y claro, como para que el brasilero lo escuchara:

—La tienes que estar pasando mal sin tu novio, Rocío.

Me puse colorada como un tomate. En cierta forma era verdad, y la culpa la tenía también ella, que fue su idea la de privarme de tener relaciones con mi novio. Ahora, era yo quien empezaba a sentir la falta de contacto sexual.

—¡Leny! —gritó el chico, ya en el fondo del jardín, apilando los ladrillos.

—¿Qué? —me giré para verlo.

—Me llamo Leny, menina.

—Ahhh… yo me llamo Rocío, nene —le sonreí, jugando tontamente con la pajilla.

Cuando el chico volvió a salir para traer más ladrillos, Andy puso su vaso sobre la mesa y me confesó algo bastante perturbador. Aparentemente, Leny aprovechó que yo estaba ocupada buscando las partes de su móvil para mirar mi cola por un rato, antes de presentarse, cosa que yo no podía saber desde mi posición. Lo cierto es que me sonreí por lo bajo. No se lo iba a decir a Andrea, pero la autoestima me subió un montón; miré de reojo al chico cuando volvió con más ladrillos y me mordí los labios.

No era mi intención, vaya por delante, calentar al albañil de papá. Al bueno, atractivo y simpático albañil de papá… pero era simplemente inevitable sonreír.

—Eso me pareció —dijo bebiendo de su pajilla pero esbozando una sonrisa de labios apretados—. O puede que solo haya visto mi chip en el césped, tal vez no haya visto realmente tu cola.

—S-sí, pudo haber sido solo eso… —mascullé, ajustándome el pantaloncillo.

2. Eligiendo las herramientas adecuadas

Al día siguiente, en la facultad, Andrea se sentó a mi lado antes de que las clases comenzaran e hizo algo que sencillamente nunca olvidaré. Claro que en ese momento me asusté muchísimo.

—Rocío, buenos días, te traje un regalo. Lo tengo en la mochila —subió la mencionada mochila y la dejó sobre su regazo.

—¿Un regalo? ¿Para mí? —me súper emocioné. A mí es que la palabra “regalo” me gana completamente.

—¡Sí! —mirando para todos lados de la clase, comprobando que nadie nos observara, abrió su mochila y sacó una bolsa negra, que inmediatamente la guardó en la mía.

—¿Droga? —bromeé.

—No, es mucho mejor. Es una polla de goma, de veintidós centímetros. Es de color negro.

—¿Me estás jodiendo? ¿En serio me…? —pregunté, abriendo mi mochila y comprobando esa gigantesca polla guardada en la bolsa. No sabía dónde poner mi cara, de seguro colorada, mi mejor amigaba acababa de regalarme un pene de goma.

—Si tu novio está prohibido, y si no te vas a acostar con ese albañil, entonces con esto al menos te vas a tranquilizar y además vas a saber más o menos cómo sería estar con él…

—Como sigas bromeando con eso yo misma te voy a meter esta polla en la boca, guarra.

—¿Pero aceptas mi regalo o no? —se mordió la lengua.

—¿Y qué más voy a hacer, loca?—me encogí de hombros—. Lo tiraría al basurero pero es de mala educación tirar un regalo.

Esa tarde, al volver a casa, me senté al borde de mi cama y saqué ese enorme consolador de su bolsa negra. Mi habitación está en el segundo piso y desde mi ventana puedo ver mi jardín; se oía a Leny trabajando allí. “¿Cómo será… andar con algo así entre las piernas?”, pensé, ladeándola para verla mejor. ¡Tenía hasta venas! “Es exageradamente más grande que la de mi novio”, concluí con una sonrisita, blandiéndola tal espada.

Pero lo cierto es que pronto empecé a sentir un cosquilleo en mis partes privadas… “¿Me entraría todo esto?”, pensé fugazmente, y sentí, por todos los santos, cómo inmediatamente mi vaginita empezó a calentarse y humedecerse de solo imaginarme empalada por una estrella porno de ébano, como los hombres de los vídeos que me enviaba Andy. Tragué saliva y meneé mi cabeza, ¡qué pervertida! Pero lo cierto es que la cosa abajo me estaba ardiendo y picando demasiado hasta que llegó un momento en el que, toda colorada, abracé la polla de goma contra mis pechos.

“Tal vez podría… practicar… no sé…”.

Lo llevé al baño y lo lavé bien. Frete al espejo, sostuve aquel juguete como si de una antorcha se tratara, tratando de calcular cuánto de eso entraría no solo en mi boca, sino hasta dentro de mis partes más privadas. Le di un beso en la punta, pero me reí en seguida pues no era necesario darle un besito. Luego le di un lametón allí en la cabecita, pero tuve que taparme la boca para que mi papá no me escuchara reírme. “Nah, pero qué estoy haciendo”, pensé, ocultándolo bajo mi franela para volver a mi habitación.

Dormí abrazada a él, pues me era imposible jugar seriamente. Era tan ridícula la sola idea de chupar una polla de juguete que la risa me ganaba.

A la mañana siguiente estaba tan excitada durante las clases que sentía una picazón ardiente en mis partecitas. Tuve que pedir permiso para ir al baño y tranquilizar esa bestia que estaba despertando dentro. Entré a un cubículo y me senté sobre el retrete; tras colocarme los auriculares, puse en marcha uno de los tantos vídeos que me mandó Andy, subiendo el volumen para oírlo todo, todo, ¡todo! Uf, y apareció el negro, que tenía un aparato tan grande que la angustiada chica no podía tragarla toda. Me remojé un poco los labios, ¿cómo olería, qué gusto tendría? Madre, pobre hombre, seguro que sufría mucho por tener algo tan enorme.

Y la escena terminó con la chica mostrando su rostro desfigurados de dolor o placer, no sabría decir, pero sí que estaba muerta sobre la cama mientras el hombre agarraba un puñado del cabello de la chica, y trayéndola hacia sí, se corrió sobre su rostro, luego insertando la verga para que ella chupara lo que quedaba de su… “leche”…

¡Rudísimo!

Me quedé toda colorada, boquiabierta, sorprendida, indignada por esa última escena, decepcionada conmigo misma, y sobre todo, muy muy muy excitada. Me desprendí el cinturón y metí mano bajo mi vaquero para acariciarme, sintiendo la humedad impregnada en mi braguita, mientras que con la otra temblorosa mano luchaba para volver a darle al play.

“¡Ay, mamá, quiero ser esa actriz, que un monstruo de ébano me haga torcer el rostro de placer!”, pensé mientras me metía un par de deditos en mi mojada conchita. Estaba loquísima ya, imaginando cómo sería tener a alguien así de grande dentro de mi tan apretado refugio, sentir sus labios unidos a los míos, abrigar su sexo dentro de mi húmeda boca también, que él gozara de mis pequeños pezones adornados con piercings, que disfrutara tocando mi puntito, de mi vaginita hinchada y hecha agua, que me mordiera mis nalgas, incluso… lo llevaría a mi habitación… y lo cabalgaría… no sé…

Me llegué y mojé más aún mis braguitas. No me importó gruñir como un animal salvaje porque fue un orgasmo delicioso que me dejó toda temblando y viendo borroso. Pasados los segundos, levanté mi mano y vi humedad en mis temblorosos dedos; pensé que a partir de ese entonces sería imposible ver a Leny, el único chico de tez oscura a la redonda, con los mismos ojos.

¡Maldita pecadora! ¡No me merecía a mi novio, pero por Dios, algún día se lo confesaría, que me encerré en un cubículo para ver un vídeo porno de un negro dándole durísimo a dos chicas! “Perdón, Christian, por ser pésima novia. Perdón, papá, por no ser la princesita que crees que soy. Perdón, Leny, porque estoy empezando a ver como un objeto sexual antes que un chico amable y risueño que seguro eres”…

De tarde, de nuevo Andy y yo estábamos estudiando en el jardín de mi casa. Sinceramente, no veía la hora de que entrara Leny a trabajar a pocos metros de allí. Y… ¿hablarle? ¿limitarme a mirarle? Tal vez… podría levantarme y llevarle un vaso de jugo, total, que con el calor reinante sería criminal no llevarle algo de beber. Estaba rascándome una manchita en mi short cuando Andrea repentinamente cerró su libro y me miró seriamente.

—Rocío —dijo, inclinándose hacia mí—. ¿Estás pensando en el albañil, no?

—Si vas a volver a molestar con eso te saco a patadas de mi casa, Andy.

—No podrías ponerme un dedo encima. No tienes músculos suficientes —se encogió de hombros—, lo único que tienes bien desarrollado en tu cuerpo son esas nalgas regordetas que tienes…

Y así terminamos rodando por el césped en una pelea de manotazos y chillidos varios. Puedo decir que tengo cierto complejo y me molesta cuando hablan de mi cuerpo de esa manera tan indignante. ¡Furia! Lo cierto es que Andy es mucho más alta que yo y, bueno, fuerte, lo era. Al menos más que yo. Pero logré someterla sentándome sobre ella, aunque ella me tomó de las muñecas fuertemente para evitar manotazos míos. Lo que hacía segundos era una situación que me había hecho poner colorada de rabia ahora me empezaba a hacer gracia, y de hecho Andy empezó a reírse, quitando su lengua, gesto que le devolví.

—Para ser pequeñita usas muy bien tu cuerpo —dijo, soltándome las manos y agarrándome de la cintura.

—¡Uf! Si no existieras te inventaría, loca —respondí, sintiendo cómo sus dedos ahora jugaban con el borde de mi short.

—Oye —susurró—, hace rato que Leny nos está mirando. Está sentado sobre la pila de ladrillos detrás de ti.

En ese momento se me congeló la sangre cuando oí que Leny se aclaró la garganta. Ni siquiera me daba cuenta que Andy me estaba bajando el pantaloncito y la braguita para mostrarle mi cola; no sé cuánto habrá visto de mí, pero de seguro vio más de lo necesario, ¡madre! Cuando sentí un aire de brisa caliente colarse entre mis nalgas, me desperté del trance e intenté luchar para salirme de encima de Andrea, quien inmediatamente me tomó de las muñecas.

—¡Ah! ¡Lo hiciste a propósito, cabrona! —como no podía usar las manos, tenía que menear mi cintura para, de alguna manera, el short subiera un poco y cubriera mis vergüenzas. “Nalgas regordetas”, según palabras de Andy, cosa que me acomplejaba más.

—Zarandéate como gustes, Rocío —susurró de nuevo—, ahora te quitaré la remera y no tendrás fuerza para impedírmelo. ¡Sí!

—¡No, no, no! —grité desesperada. Saqué fuerzas de donde no había y logré liberarme de su yugo. Inmediatamente me ajusté el short para levantarme y sacudirme los pedacitos del césped que se pegaron a mis rodillas y mi camiseta.

—Estás hecha toda una fiera viciosa —dijo Andy de una manera vergonzosamente fuerte, reponiéndose—. No hay dudas de que tu novio estará loquito por volver junto a ti, ¡ja!

—Ho-hola, Leny —dije sin prestar atención, acomodándome la cabellera—. No le hagas caso, mi amiga no tomó su medicina.

El chico dio un respingo cuando le hablé. Esa carita era impagable, asustado, como si le hubieran pillado; ¿qué pensamientos le habré irrumpido? Miró de reojo mis piernas, y lentamente subió hasta encontrarse con mis senos, apenas contenidos por la camiseta.

—Hola, Rocío y Andrea —se levantó de la pila de ladrillos, pasándose la mano por la cabellera—. Mejor me pongo a la labor, me Deus, que tu papá me cuelga si no cumplo con la fecha, ¡ja!

De noche, acostada como estaba, no podía quedarme quieta, recordando el insulto de Andrea a mi cola y el extraño actuar de Leny durante toda la tarde que trabajó en el jardín. Podía sentir cómo ponía sus ojos en mí cada vez que yo iba a la sala a traer agua o me levantaba para traer otros libros. No ayudaba que Andy jugara conmigo, hablándome alto acerca de mi novio o simplemente picándome alabando mis supuestas… nalgas… regordetas… Entonces, ese deseo que podía percibir en la mirada del chico se estaba extendiendo por mi cuerpo. ¡Yo quería carne, lo sabía bien! Así que, enredada entre las mantas, estiré mi mano hacia la mesita de luz y agarré la polla de goma.

Apagué mi teléfono porque mi novio me llamaba una y otra vez sin cesar, estaba desesperado por la pinta. Me senté sobre mi cama, sosteniéndola con ambas manos. Sabía que era una tontería pero prefería darle un beso antes de metérmelo en la boca; como para acomodarme en la atmósfera pérfida que yo misma estaba creando.

Metí la cabecita y mis labios lo abrigaron con fuerza. Me tuve que esforzar un poco para seguir metiéndola porque era muy ancha, de hecho me dolió tener la boca completamente estirada para poder cobijar la cabeza. Empujé de nuevo y la parte gruesa entró, aliviando mis labios. Me sentía tan pervertida haciendo aquello, pero no iba a detenerme, cuando mi cuerpo pide guerra no hay forma de detenerlo. Así que empujé para meter otra porción de la verga. Lo cierto es que no había tragado casi nada, había mucha polla por delante, pero ya me estaba incomodando y si tuviera un espejo frente a mí de seguro vería mi rostro todo enrojecido.

Otro envión y ya tocó mi campanilla, cosa que me hizo retorcer el rostro y acusar una falta de aire. Pero la dejé adentro para ver cuánto tiempo podría aguantar con ella. No habré llegado a los diez segundos cuando mi cuerpo me exigió que lo retirase de mi boca cuanto antes porque, uno, ya quería respirar, y dos, me entraron una nauseas terribles. Salió completamente humedecido de mi saliva y terminó rodando por mi cama.

Tosí varias veces, lagrimeando y mareada, incluso mi papá preguntó al otro lado de la puerta si me encontraba bien.

—Ahhh… —abracé la polla contra mis pechos, recogiéndome los hilos de saliva que me quedaron colgando de mis labios—. ¡E-estoy bien, no es nada!

3. La broca más grande para la caseta más especial

Era sábado de tarde cuando volvía de mis prácticas de tenis, estaba sacando la llave de mi casa del bolso cuando vi venir a Leny, listo para otra tarde de trabajo. Noté que mi novio me dejó varios mensajes de Whatsapp, en todos ellos me rogaba que nos juntáramos esa tarde, incluso en el último texto me dijo que haría lo que yo deseara, pero por más que insistiera, lo mejor para él era seguir enfocado en sus estudios. Meneé mi cabeza para despejarme los pensamientos y me senté en las escalerillas de mi pórtico.

Como si fuera una espada, agarré mi raqueta y la golpeé contra el suelo cuando Leny se acercó.

—¡Prohibido avanzar! —bromeé.

Parado como estaba podía verme el escote que me hacía la camiseta de tenis; es decir, podría haberme cambiado en los vestidores pero mi papá me apuró para que llegara cuanto antes a casa ya que el albañil iba a trabajar y no había nadie que le abriera la puerta. Allí en el club aproveché para quitarme el sujetador… ¿¡Qué!? Nadie me podría reprochar por no llevarlo bajo mi camiseta, ¡el pórtico es parte de mi casa, ando como me dé la gana!

Pensé que tal vez… podía seguir calentándolo… mostrándole mi canalillo… ¡Era divertido! Y mi novio de seguro agradecería tenerme tan ansiosa y viciosita para el día que nos reencontráramos… O sea, que lo hacía por un bien mayor, o eso me decía a mí misma.

—Menina, ¿cómo andas? ¿Está tu papá?

—Se fue al súper, o eso creo —me encogí de hombros y le hice un lugar a mi lado—. Puedes esperar a que venga ya que no te voy a dejar entrar. No puedo dejar pasar extraños sin su permiso —bromeé.

—¡Ja! Pero ya sabes mi nombre.

—Solo sé eso —junté mis piernas para plisar mi faldita—. Y… hmm… sé que estás por terminar secundaria.

Y se sentó a mi lado para charlar. Por un momento largo olvidé que estaba vestida como para cazar a cuanto hombre se apareciera, entonces conocí al chico, hijo de un albañil, que mi papá había contratado para hacerle la caseta del jardín. Brasilero pero con cuatro años viviendo en Uruguay, que tal vez volvería a su país tras terminar sus estudios. Y, además, sus amigos, y paisanos míos, solían burlarse por la goleada de Alemania contra Brasil en el Mundial aunque a él no le gustaba tanto el fútbol sino la arquitectura.

—¿Y ya echaste novia por aquí? —pregunté, risita de por medio, raspando una mancha en el mango de mi raqueta.

—Tengo una, sí, es una muito bonita… —se mordió los labios—. Pero, ¿cómo decírtelo? Tengo ciertos problemas con ella.

—¿En serio?

—No quieres saberlo, Rocío —echó la cabeza para atrás y carcajeó.

—¡Ya! ¿Qué es ese gran problema?

—No creo que debería decírtelo, me Deus —rio, negando con la cabeza.

—En este país —dije señalándole la calle con mi raqueta—, es de mala educación insinuar que tienes un problema y no decirlo.

—No le gusta tener relaciones sexuales conmigo —me miró, probablemente vio mis ojos abiertos como platos, y como anticipándose a otra pregunta mía, continuó inmediatamente—. Le duele mucho.

—¿Por… por… por qué le va a doler? —pregunté con un escalofrío en la espalda, abrazando mi raqueta contra mis pechos. Mi vaginita me traicionó y empezó a latir, ¡madre, tal vez Leny tuviera algo impresionante entre las piernas!

—Ah, bueno… No sé. Se queja y entonces yo me aparto, es lo usual.

—Ya veo —tragué saliva—. Seguro que es una chica sin experiencia, probablemente tiene miedo más que dolor. Dale… dale una nalgada, a ver si aviva, ¡ja!

—Claro que no, si le doy una nalgada, se va a girar para darme un puñetazo.

—¿En serio? No parece una novia muy agradable, nene, sinceramente. Esos son juegos… O sea, no me refiero a nada rudo, por una palmada suave no te va a decir nada, no sé.

—Te lo digo por experiencia, ya me regañó. Le di una caricia, así, suave —remedó en el aire esa nalgada, pero yo di un respingo, como si me lo hubiera dado a mí—. Se enojó, así que no he vuelto a darle uno.

—Uf, nene, ¿te gusta dar nalgadas o qué?

—Ah, ¿por qué lo preguntas?… ¡Jaja!

—No tengas miedo, Leny, estamos en confianza.

—Bueno, un poquito, sí. Es como tú dices, es un juego, algo simple para entrar en la situación. Pero respeto que a las chicas no les guste.

—A mí no me molestaría… —dije con mi corazón en la garganta, apretando más y más mi raqueta contra mí.

—Ojalá mi novia fuera como tú, entonces, parece que no tienes límites.

—Hay cosas que estoy dispuesta a hacer con mi novio, pero sí tengo mis límites —fue inevitable recordar los ruegos de mi novio para hacerme la cola, cosa que no dejo. A mí la cola no me la toca nadie, ¡nadie! Golpeé el suelo con mi raqueta sin que él entendiera el porqué.

—¿Y qué cosas estás dispuesta a hacer? Digo, con tu novio.

—Claro, con mi novio —dejé la raqueta a un lado y me abracé las piernas. Leny me había confesado un poco de su vida sexual, yo no quería traicionar esa confianza privándole de contarle algún secreto íntimo, y en un tono bajo, casi como si tuviera vergüenza de decírselo, le confesé—. Pues… no sé, salvo una cosa, no le he negado prácticamente nada a mi chico… no sé si me entiendes.

—Rocío, ¿dónde puedo encontrar una novia como tú, me deus?

—¡Ya! Me apena que tu chica te niegue tantas cosas.

Y seguimos conversando por largo rato antes de que le dejara pasar para trabajar; habíamos conectado de alguna manera. Pero había una barrera que ni él ni yo estábamos dispuestos a romper. Yo amo a mi novio, y él… no sé si amaba, pero sí que le tenía mucho respeto a su chica (demasiado, diría yo), así que ninguno de los dos se atrevió a hacer mucho más esa tarde. Y eso que si él se lo proponía, y yo vestida con un par de trapitos poca resistencia iba a ofrecerle si se abalanzaba a por mí.

Pero de nuevo, ni soy una loba, y él parecía carecer la experiencia o confianza necesaria para dar un paso. Así como estaban las cosas, parecía que iba a tener que conformarme con dejarlo todo como una bonita relación platónica y poco más.

4. Estrenando la caseta

Y así, un día, la caseta que construía estaba casi a punto. Es decir, ya tenía su techo, la puerta, es verdad que aún le faltaba instalar el marco de una ventana, y claro, pintarla y ponerle los estantes. Pero tiempo, lo que se dice tiempo, no tenía mucho. De hecho, ya estaba dando por descartada la idea de tener algo con él; creo que hay cosas que mejor tenerlas como fantasías; no voy a negar que me gustaba tener a un chico con quien conversar de temas picantes. De todos modos, conociendo a Leny, seguro hasta me rechazaba. No conocía a su novia, pero bonita seguro era por lo que me contaba, y yo no sé si yo sería “competencia”.

Una tarde, tras la facultad, llegué a casa y encontré a Leny en el jardín.

—Hola, menina —dijo con los brazos en jarra; admiraba su primer trabajo con orgullo.

—Leny, felicidades, ahora es una simple caseta, mañana te pedirán una casa, y pasado quién sabe.

Entré para curiosear. Era horrible, uf, le faltaba pintura, se veían los ladrillos, y claro, herramientas por doquier. Apenas una mesita de trabajo destacaba, con un montón de herramientas apiladas. El chico entró y vio mi rostro desganado. Lo cierto es que no me estaba gustando la idea de tener allí una caseta, para mí arruinaba un poco el jardín que teníamos, pero bueno, era cuestión de acostumbrarse.

—Menina, te quería decir algo —dijo Leny con manos en los bolsillos de su vaquero.

—Dispara, nene —probé un interruptor de luz, que por cierto no funcionaba, así que solo entraba la luz por la puerta y la ventana.

—Desde hace días que ya no estoy con mi chica. Yo sé que tú tienes novio, así que no me malinterpretes, pero quería agradecerte porque siempre has dejado entrever que yo merezco alguien mejor que ella. Esa chica es buena amiga, pero quiero una pareja… ¿cómo decirte, menina? Buscaré a alguien que sea como tú.

Me derretí.

—Leny, no te puedo creer. Yo nunca insinué que terminaras con tu novia, solo decía que tenía que ser una chica más abierta y dejarte disfrutar a ti también.

—Lo sé, pero… —se pasó la mano por la cabellera—. Me Deus, ¿crees que debería llamarla y pedirle disculpas?

—¡No, mamón! Es decir, tu futura novia tiene que ser lo que tú quieras. ¿Qué quieres?

—A… alguien… Quiero a alguien como tú…

—¿Y dónde ves a alguien como yo?

Uf, daban ganas de darle capotes a la cabeza, vaya lelo, sinceramente. Pero bueno, a buenas horas decidió tomarme de la muñeca y traerme contra su fornido pecho, que desde luego no dudé por fin en tocar mientras sus dulces labios se unían a los míos. Y mis manos, ay, mis malditas manos, fueron directo a ese culito duro y apetitoso que tantas tardecitas de imaginación me hizo pasar. Las suyas se metieron bajo mi vaquero para apretar mi cola, cosa que me hizo suspirar, luego las apartó y me dio una fuerte nalgada por sobre el vaquero; el sonido rebotó por la caseta.

—¡Ah! —grité, porque fue muy duro el cabrón.

—¡Perdón, menina!

—¡No! —chillé, saboreando su saliva en mi boca—. Ehm, ¡no pidas perdón! Si eso es lo que te gusta… hazlo. ¿Qué más te gustaría hacer, Leny?

—¿En serio, Rocío? Me Deus… tu cola… esta preciosa cola —hundió sus dedos en mis nalgas y me dejó boqueando como un pez—. ¡Déjame hacerte la cola!

—Ahhh…

—Todos los días te veo enfundada en un short, o una faldita, me Deus, ¡cómo no desear comérmelo, tienes un culo que ya quisieran las brasileras!

—¡Ah! ¡No! ¡Eso no! ¡Nadie me toca la cola! ¡Otra… otra cosa!

—Bueno… ¿Qué tal si me besas, menina, mientras pienso en algo?

—Bu-bueno, vaya con el albañil, pero solo un ratito…

Así que allí estaba yo, comiéndole la boca al albañil novato al que mi papá le pagaba hasta horas extras como aquella, y me sentía liberada porque el cuerpo completito estaba gozando de estar, por fin, saboreando y palpando esos labios tanto soñados, ese cuerpo tanto fantaseado. Mis sentidos se magnificaron, mis pezones se sentían duritos y mi vaginita se estaba haciendo agua por todos lados.

Y es que hasta mi cola parecía latir, pero no iba a dejar que NADA entrara por allí…

Aunque había algo que definitivamente quería comprobar por sobre cualquier otra cosa, así que entre los besos y mordidas iba quitándole el cinturón, luego el pantalón y la ropa interior. A ver, no es que quisiera follar con él, era simple curiosidad lo mío, para ver cómo la tenía y por qué su novia se quejaba, pero entiendo ahora que el chico perfectamente pudo haberlo malinterpretado…

Lo palpé con mis manitas, no podía verlo porque el chico estaba dale que te como toda la boca como un poseso. Efectivamente era algo grande, agarré el tronco y me asusté cuando no pude cerrar mi puño, así que a la fuerza me aparté de él, golpeándome contra la mesita de herramientas, viendo con los ojos abiertos aquella verga negra como la noche que, sinceramente, parecía un cañón de guerra.

—Leny… ¿Cómo haces… para que eso le entre a alguien? —pregunté; di un respingo cuando pareció apuntarme.

—Suenas como mi novia… —dijo con una cara de cordero degollado. El cabroncito me estaba dando pena. Que sus amigos se burlaban, que su novia no lo contentaba, que su trabajo como albañil era pesado. Si no estuviera excitada creería que el chico me estaba engatusando para ensartármelo y hacerme llorar de dolor.

—No, Leny… no es eso… Ven, acércate —dije, agarrando su verga con ambas manos y tirándolo suavemente hacia mí.

Siendo sincera, si esa cosa entraba dentro de mí, me iba a dejar rengueando y llorando de dolor cada vez que me sentara o hasta incluso cada vez que caminara. Pero no quería decepcionarlo, engullida en la culpa y el éxtasis como estaba, así que decidí por algo más sano y menos destructivo. Me arrodillé frente a él, clavando mis ojos en los suyos.

—Uno rapidito, para tranquilizarte, si sales así mi papá te mata —dije, agarrando su verga con mis dos manitas, empezando a pajearlo.

—Minha mae, no puedo creer que la hija de mi patrón me la va a comer…

—L-lo haré rápido, que tengo novio…

Así que le di un beso a la punta, causándole un respingo de placer. Su enorme verga se zarandeó para un lado y otro producto de ello, pero rápidamente lo volví a sujetar con mis manitas. Cuando le di un lametón en la base de la cabeza hasta la cima, por fin pude paladearlo. No sabía mal, para nada. Es decir, iba a hacer uno rápido, pero me pareció agradable el sabor, tanto que me dije “Un… un minuto y no más…”.

Cuando llegué a la cabecita y metí un poco la punta de la lengua en la uretra, el pobre dobló las rodillas y gimió fuertemente, pero como dije, su aparato estaba firmemente sujeto y no lo iba a dejar ir a ningún lado. Y es que su sabor pasó de “No está mal” a “Esto se está volviendo bastante rico…”.

Una vez que retiré mi boca, lo ladeé para un lado y otro, mirando asombrada todo ese montón de venas que surcaban el tronco. No tenía tantas como mi polla de juguete. “Debería dejarlo, pero otro ratito más no va a matar a nadie…”, pensé mientras le hacía una paja tímida que luego se volvía más y más violenta.

Mis finos labios abrigaron por largo rato la herramienta del albañil prodigio. Tenía que retirarme a veces para retomar la respiración y luego volver al asalto; en cierta manera me desesperaba tener algo titánico entre manos y no poder hacer mucho ya que mi boca es pequeña, o mejor dicho, su verga era demasiado larga y además ancha. No había dudas que su ex novia quisiera evitar posiciones peligrosas.

Cuando estaba tomando respiración, y secándome las lágrimas y saliva que me cubrían la cara, Leny tomó de mi cabeza con ambas manos, y contra todo pronóstico, empujó su cintura para penetrarme la boca. Mi primera reacción fue abrir mis ojos como platos porque aquella verga estaba acercándose hasta la campanilla, ¡madre!, y desde luego clavé mis uñas en su cintura para que parase con aquello, ya me gustaría haber protestado pero con toda esa carne llenándome la boca solo salían gemidos ahogados.

Empecé a lagrimear más cuando tocó el fondo de mi boca. ¡Me faltaba aire, me mareaba, y la quijada me dolía horrores! Se detuvo unos instantes, y yo aguantaba la respiración como podía porque era la única forma de que no me invadiesen ganas de vomitar. En cualquier momento me faltaría aire, sería capaz de arrancarle las pelotas con tal de que me soltara, pero supe que la experiencia de ahora era diferente a la polla de goma porque, en ese instante en el que ya me iba a desmayar, el olor de macho que desprendía su carne pareció tranquilizarme.

—¡Mbbff! —protesté apenas, toda llena de verga.

Eso sí, Leny tomó impulso y metió más carne, traspasando la barrera de la campanilla y metiendo directamente por mi esófago, o eso creía yo, a saber. O sea, que empezaba a follarse mi garganta. Mi cuerpo se arqueó solo, ya no podía ver bien, de hecho mis manos cayeron sin fuerzas mientras sonidos de gárgaras poblaban la caseta. Era… algo… terriblemente… fuerte…

—¡Ah! Qué bien se siente —susurraba él, meneando como un cabronazo—. Se desliza en tu garganta como en el cielo, podría follarte la boca todo el día, tan apretadito.

Empezó a arremeter como un toro, follándose mi boca y gozando de lo prieto de mi interior. En el momento que ya era evidente que me faltaba aire y pretendía salirme de aquella salvaje montada bucal, el chico bufó y sentí claramente cómo su verga escupía todo directo hasta mi estómago, cosa que me hizo dar arcadas ya que detesto el semen y por norma no permito que nadie se corra en mi boca.

Vaya cabroncito, sinceramente, no creo que mi papá le pagara esas horas para que me asfixiara con su polla y escupiera leche por mí de esa maldita forma…

Y cuando retiró su verga, el “semento”, que brotaba sin parar, terminó saliéndose no solo hacia la comisura de mis pobres labios, sino hasta por mi nariz. Mucho fue a parar en mi ropa, incluso un cuajo cayó sobre mi ojo izquierdo, cegándomelo, y evidentemente me desesperé porque así, toda lefada, mi papá me pillaba. La suciedad, el olor a sexo, ¡si es que hasta percibí que mi aliento tenía tufo a verga! ¿¡Cómo no me iban a pillar!?

Con perdón, mis lectores, pero si quieren saltar este párrafo pueden hacerlo. Es que vomité. ¡Sí! ¿Cómo no iba a hacerlo? Estaba de cuatro patas, totalmente vencida, tratando de tomar respiración, tosiendo semen, saliva y llorando salvajemente. Pensaba, mientras mi vaginita aún rogaba que alguien entrara dentro de mí, que me iba a pasar toda la maldita noche limpiando el estropicio que había hecho en la caseta.

¿Esa era la única solución para estar junto con él sin que mi vaginita fuera destruida? ¿Solo sexo oral?

—Rocío, ya oscurece y tengo que irme. Tu padre sospechará si me ve a estas horas —se empezó a vestir mientras yo aún trataba de recomponer mis pensamientos desde el suelo. Mi carita no habría sido muy bonita, repleta de fluidos—. Mejor aprovecho y me retiro. ¿Continuaremos mañana?

—Ahhh…

—Vendré mañana, ¿podremos continuarlo?

Se me acabó la voz. Ni siquiera un besito, o un “Perdón por hacerte todo este desastre en tu preciosa cara, ¿te ayudo a limpiar?”, pero parecía que el albañil temía que mi padre le pillara. Así que reuniendo fuerzas logré asentir allí sobre el suelo, respondiendo a su pregunta. Total, ya me hacía hecho casi de todo, qué más daba.

—Rocío, entonces, ¿vas a ser mi putita?

—¿Putit…? —arañé el suelo—. Si tuviera mi raqueta te daría un remate a la cara, desalmado… —mascullé.

—¿Cuándo me darás tu culito?

—Nunca… cabrón…

—Por cierto, ¿te ayudo a limpiar?

5. Revestimiento y empastinado final

Y así me convertí en la putita del joven albañil que mi papá contrató; en cierta forma me sentía culpable porque fui la causante de que el chico terminara con su novia y saliera a la búsqueda de la chica de sus sueños, esa que le pudiera cumplir todas sus fantasías. Y de momento no había otra más que yo, así que la culpabilidad me obligaba a que, mientras mi papá veía la tele en la sala o dormía en su habitación, tuviera que apañarme para escurrirme hasta el jardín, donde me encerraba con Leny en la caseta que él construía.

—Buenas tardes, Leny —dije una vez, cerrando la puerta de la caseta detrás de mí y recostándome contra ella. Llevaba puesto ese shortcito blanco de algodón que lo tenía loquito. Lo único que me molestaba de la caseta era el fuerte olor a pintura reciente.

Y que no tenía cama…

—Menina, he estado esperando por ti para que me ayudes a terminar de pintar —rio, quitándose la remera.

—B-bueno, es de mala educación hacerle trabajar a la patrona —dije jugando con el borde de mi short mientras levantaba una rodilla—. Además, se te paga bien, hazlo tú.

—Pero tú no me pagas, el patrón es tu padre —siguió bromeando, acorralándome primero, apretándome contra la puerta. En el momento que sentí su verga erecta pero contenida a duras penas por su vaquero, di un respingo de sorpresa mientras mi vaginita latía por sí sola.

—¡Ah! Nene, hoy no. Aún… todavía no creo que esté lista —murmuré mientras él me levantaba la blusita.

Cuando me desabroché el sostén mientras nos besábamos, mis senos cayeron con todo su peso contra el suyo; dio un respingo porque seguro habrá sentido un par de arañazos que no se esperaba. Me tomó de los hombros y me apartó suavemente; a mí daba un poco de corte que me mirase los senos, era la primera vez que me los vería, no sabía cómo los tenía su novia pero esperaba que le gustaran los míos, tengo pezones pequeños en comparación al tamaño de mis senos, son rosaditos y aparte de ser extremadamente sensibles, tienen una particularidad.

Se quedó embobado cuando comprobó que el par de suaves arañazos los habrían producido mis piercings, que son una barritas de titanio que atraviesan mis pequeños pezones. Bastante atractivas, he de decir, incluso destacaban más ahora que los tenía duritos. Así que, aprovechando su atontamiento, recuperé terreno y fui empujándolo hasta la mesita de herramientas para que se pudiera sentar. Yo quería hacer algo, lo que fuera para paliar su evidente estado, ni qué decir del mío, aunque aún no me sentía lista para recibir su herramienta; la noche anterior había practicado mentalmente, pero es que fue estar allí y arrepentirme, no por estar engañando a mi novio o porque mi papá estuviera a pocos metros de distancia, nada de eso, era porque en serio su verga tenía un tamaño descomunal.

Así que, arrodillada ante el albañil, mientras mis senos abrazaban con fuerza su largo, venoso y monstruoso instrumento, empecé a subir y bajar lentamente conforme me las apretaba y pudiera ofrecerle un cobijo lo más apretadito posible. Levanté la mirada: Leny, completamente absorbido por el placer, entrecerraba los ojos y se tapaba la boca para no emitir gemido alguno, no fuera que nos escucharan. Me sonreí por estar dándole placer, pero, tras aclararme la garganta, detuve la cubana.

—Mi papá no te paga para que te quedes quieto, nene.

—Ja, lo siento, menina. A veces creo que por cosas como estas, mi chica me dejó. ¿Qué haría tu novio en esta situación?

—Cabrón, no menciones a mi chico ahora… pero bueno… —tragué saliva—, mi novio me acaricia un poco la cabellera y me dice cosas bonitas. ¿Po-por qué no lo intentas tú? Ya sabes, tienes que tener contenta a la patrona…

Y pasaban los días; las posiciones que probábamos eran variadas, con el simple objetivo de encontrar una en la que yo pudiera sentirme cómoda. Hacerlo en suelo se volvió a una posibilidad desde que trajera toallas (almohadas o algo más sería sospechoso…). Fue otro sábado, nada más regresar de mis prácticas de tenis, cuando logré escabullirme para ir junto a él y así encerrarnos en la caseta, que ya estrenaba estantes y ventanas. El olor a pintura había cedido pero había otro tipo de aroma ahora, como de sexo…

—Ojalá esto funcione, Leny —dije, acostándome sobre él.

—Eres increíble, menina, un ángel caído del cielo —Al menos ya sabía decirme cosas lindas. Me sujetó de la cintura, remangó mi faldita de tenis y notó que yo ya me había quitado la malla. Se detuvo un rato para jugar con el piercing de anillo que atraviesa el capuchón de mi clítoris.

—¡Ah! —cerré los ojos—. Oye, con mucho cuidado, no lo olvides —susurré mientras él por fin tomaba la verga y la restregaba por mi rajita. Tragué aire y empuñé las manos, como esperando para ser destruida por una fuerza mayor.

—¿Estás segura? —preguntó, presionando su húmeda polla contra mí.

—Sí… —respondí insegura, mi almejita estaba bañando su verga de jugos, es que a mí lo de friccionarse me vuelve loquita y prefería pasar toda la tarde haciéndolo de esa manera—. Pero te pasas y te juro que te araño la cara, cabrón.

—Solo déjame meter un poco —Su verga estaba restregándose más y más fuerte; me quitó los sentidos, lo cierto es que quería decirle que continuara frotándose contra mi panochita porque era riquísimo pero a esa altura ya me dedicaba solo a boquear como un pez.

—Ahhh… Ahhh…

—Estás asustada, menina, tal vez debería dejarlo…

—¿En serio?

Vacié los pulmones, completamente aliviada, pero el cabrón mintió porque metió la cabecita un poco.

—¡Ahhh! —chillé, pero hundí mi rostro en su pecho para morderlo porque no quería que mi papá me escuchara.

—Lo siento, tu cara fue impagable, menina.

—¡Bast… Ahhh… Bastardo!

—¿La quito?

—No… no… déjala… —susurré, reposando mi cabeza contra su pecho, besando allí donde mordí—. Solo… no te muevas….

Pues mis deseos fueron órdenes. Porque la dejó allí un ratito, como esperando que mi agujerito se acostumbrara. Se dedicó a acariciarme la caballera para tranquilizarme y ser yo quien decidiera probar cuánto de su verga podría cobijar. Vacié de nuevo mis pulmones y, de un movimiento de cadera, logré que otra porción entrara en mi ya de por sí sufrida conchita.

Arqueé la espalda e hice lo posible para no gemir.

—Ahhh, madre, madre, no va a entrar nunca, mierda… —de reojo lo miré y gotitas de sudor de mi rostro caían sobre él.

—La tienes más estrechita que mi novia. No estás disfrutando, se te nota en tu cara. Puedo salir, menina.

Negué con la cabeza y volví a pegar mi frente contra la dureza de su pecho, volviendo a menear mi cintura para que entrara un poco más. Pero como si él prefiriera no hacerme sufrir, sacó su verga lentamente, dándome un vergonzoso orgasmo que hizo que prácticamente desparramara una cantidad ingente de mis juguitos sobre él, para luego terminar desfallecida; ¡madre! Me quedé rotísima además de avergonzada, el tufo a de mis fluidos era evidente y para colmo estábamos allí, abrazos y encharcados de placer, tal vez él sentía asco, no lo podría saber, pero a mí en ese instante no me importaba nada.

—¡Mfff! —mi conchita seguía derramando sus juguitos—. ¡Per-perdón, Leny, soy una puerca!

—¡Me Deus! ¿Y cómo voy a limpiar todo esto? —dijo riéndose, palpando mi húmeda vagina con dulzura.

—¡Ahhh! —me quedé ciega de placer—. Es… t-tu culpa, cabrón, la tienes demasiado grande…

—¿Te imaginas si tu padre golpea la puerta ahora mismo? —preguntó, tomando el piercing de mi capuchoncito para tironearlo un poco y así darme otro orgasmo, cortito pero no menos intenso.

Variábamos de posiciones pero nada funcionaba. Si no era friccionándonos, eran cubanas, y si no eran estas, solo me dedicaba a pajearlo para que se corriera completamente en un pañuelo que siempre tenía preparado por si acaso. Otro día, mientras él me apretaba contra la pared de la caseta, pensaba en confesarle que ya no podía seguirle el ritmo. Era un chico demasiado grande para mí. Me bajó mi short de algodón hasta medio muslo y se dedicó a restregar esa herramienta infernal por entre mis nalgas regordetas.

—Hoy viniste sin ropa interior—dijo mientras la cabeza de su miembro forzaba su lugar dentro de mí.

—Ahhh… si traigo braguitas me las robas, Robinho… —protestaba yo, empuñando mis manitas y pegando mi rostro torcido de dolor contra la pared.

—¿Estás bien, menina? Me voy a quedar quieto un rato, para que te acostumbres —decía, y estático, mandaba su mano a mi boca para que yo ensalivara sus dedos. Acto seguido la llevaba hacia mi puntito para darme riquísimas estimulaciones vaginales que hacían, por un breve rato, que me olvidara del titán que alojaba mi sufrida panochita.

Estaba hartita de salir rengueando de la caseta toda magullada, con mi short y camisa arrugadas y manchadas de su leche. Naturalmente, ahora mi boca era la que sufría de dolores de pasar tanto tiempo forzada al máximo y recibiendo embates. Y yo en el fondo me sentía súper mal cuando, luego de ser “oralmente montada” por ese salvaje semental, conversaba con mi papá en la cocina, o con mi novio por teléfono, sintiendo perfectamente el agrio semen pegajoso del albañil entre mis dientes, o bajando lentamente hasta mi estómago.

Eso de tener relaciones con un chico por culpabilidad no estaba funcionando como parecía…

—Rocío —dijo Leny una tarde en donde yo estaba sentada sobre la mesita de herramientas, y él arrodillado ante mí. Sus labios estaban húmedos de mis juguitos cuando se apartó de mi sexo y me miró con sus preciosos ojos—. ¿Aún sigues hablando con tu novio?

—¡Shh! —puse un dedo sobre sus labios para que se callara, que mi novio aún me hablaba por teléfono. Mi chico me decía que la idea de no tener sexo no funcionaba, pues ahora estaba más y más excitado que nunca, lo cual no le permitía concentrarse en sus estudios. Quería que le quitara el calentón al menos un par de veces a la semana, pero me mantuve firme en mis convicciones. Si no mejorabas esas notas, no habría nadita conmigo.

Me colgó la llamada, todo cabreado, pero no pude pensar mucho más porque Leny sopló en mi vaginita para quitarme de mis pensamientos.

—Rocío, debo confesarte que mi garota me ha estado llamando muchísimo estos días. Quiere volver conmigo. Dice que está dispuesta a ser más abierta. ¿Tú qué dices?

La caseta ya estaba terminada, y a esa altura de nuestra aventura había que detenerse un rato a pensar cómo íbamos a seguir. Leny era un buen chico, pero… no creo que yo fuera compatible con él, al menos no físicamente. Si metía demasiado, yo lloraba de dolor, pero me quedaba frustrada por no poder alojar su miembro y, desde luego, por no poder darle tanto placer como pareja.

—Bu-bueno, yo tengo novio y realmente lo quiero mucho —respondí metiendo de nuevo su cabeza entre mis piernas. Cerré los ojos y continué disfrutando. Lo cierto es que el chico succionaba muy fuerte y era buenísimo dando sexo oral, no pocas veces me dejaba el coñito hinchado, húmedo y enrojecido, bien que lo comprobaba yo luego en mi baño—. Leny, tú sabes que lo nuestro es solo un pasatiempo muy bonito pero sin futuro.

—Pero… —se apartó otra vez de mí, aunque un dedo se dedicó a jugar con mi piercing—, no me gustaría perder esto que tú y yo tenemos.

—Gracias, Leny, pero te sugiero que vuelvas con ella si está dispuesta a darte lo que deseas. Yo solo te puedo satisfacer con… mamadas y pajas… Porque con lo otro me dejas destruida y llorando en medio de un charco de mis fluidos. Esto no es ni medio normal —suspiré, empujando su cabeza otra vez hacia mi entrepierna—. Yo creo que va a ser mejor que cada uno vaya por su lado.

Dicen que los últimos besos son muy especiales. ¿Qué dirían de las últimas felaciones? Esa tarde fue extrañamente especial; no fue una ruda follada a mi boca como era de esperar, sino que Leny se dedicó a acariciarme la cabellera mientras yo abrigaba con mis labios por última vez a aquella maravilla de la naturaleza. Pensaba yo, mientras mordisqueaba un poco la punta de su verga jugosa de semen, que tal vez debía invitar a mi novio a un paseo por la playa y darnos un gustito, lo cierto es que lo estaba extrañando un montón.

Me despedí de Leny, sentada en las escalerillas que dan a la entrada de mi casa, mientras él se ajustaba su mochila en la espalda y mi papá le preparaba el último pago. No hubo besos, obviamente no podríamos porque estábamos a la vista de todos, sino un simple cabeceo con sonrisa, para sellar esa promesa de dejar en secreto todo lo que tuvimos. Tras darse un apretón de manos con mi papá, se alejó y miré por última vez ese trasero suyo enmarcado en el vaquero, para luego sacudirme la cabeza y entrar a casa.

Era lo más sensato eso que yo le había aconsejado, de continuar nuestras vidas. Por un lado ya no podía sostener esa espiral de sexo duro en la caseta; yo tenía una relación de varios años con mi novio, y aquello con Leny era solo una aventura para probar de algo rico y delicioso, que sí, al final resultó ser muy doloroso para mi cuerpo, supongo que es el castigo que me merecía por ir de curiosita.

Entonces me conforté con la idea de que, para los tiempos de oscuridad y soledad, tengo un precioso consolador de goma que podría hacerme compañía. Además de mi chico… claro… en algún momento tendríamos que estar juntos de nuevo… si es que sacaba buenas notas… que no sé yo…

Hoy día mi papá no sabe que a veces voy a la caseta, ya terminada y bien pintada, repleta de cachivaches, y me siento sobre la mesa de herramientas para besar y engullir ese enorme pene falso, solo para recordar un poco; es que aún hay cierta esencia flotando en el aire que recuerda a esa pequeña aventura que tuve, que aparte de las agujetas, dejó muy buenos recuerdos.

Mi amiga Andrea a veces me mira a los ojos y sonríe de lado. Nunca se lo dije, sobre mi fugaz amante, pero es como si ella lo supiera. Tal vez porque me conoce como ninguna, o tal vez porque a veces yo gruñía de dolor al sentarme en el pupitre. De hecho, el día que íbamos a tomar el examen, se sentó a mi lado y me susurró:

—Rocío, se te ve muy contenta últimamente.

—Bu-bueno, es porque me haces reír cuando no te tomas tus medicinas, Andy —bromeé.

—¿Sabes? A mí me dices “loca” por mis ideas, pero en realidad nunca me atrevo a dar el paso… Pero tú… —me guiñó el ojo—. A veces te envidio.

Muchas gracias a los que han llegado hasta aquí.

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Relato erótico: “La cazadora VII” (POR XELLA)

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Su vida había cambiado. Todo giraba ahora en torno al esas cuatro paredes, casi no salía pero, en verdad, tampoco deseaba salir. 

 

No sabia realmente como había sucedido todo, pero si sabia que había sido gracias a ella. Ahora era libre. No tenía preocupaciones y lo único que tenia que hacer era algo que deseaba enormemente, así que no suponía ningún tipo de esfuerzo.

 

Desde que abandonó su antigua vida, Alicia era feliz. Su nueva jefa era un encanto y se preocupaba por su bienestar. Le había dado un trabajo y un lugar donde dormir, puesto que ya no volvería jamás a su antiguo hogar. 

 

Compartía residencia con algunas compañeras y con Lissy, su antigua señora “¿asistenta?” que también trabajaba allí, aunque ella lo hacia de camarera. También había una mujer, Eva, que creía conocer de algo, aunque no sabia muy bien de que. 

 

Ups, un cliente. Actúa correctamente, eso es… Abre la boca, inclina la cabeza… Muy bien, recibelo todo, que no se derrame nada… Estupendo. Ahora limpiala, hay que dejarla reluciente… 

 

Al principio le resultaba muy difícil. Demasiada cantidad y demasiado rápido, a parte de su amargo sabor, pero ya había cogido práctica y era capaz de no derramar nada. 

 

Los primeros días los clientes se quejaban de que al usarla, como se le derramaba, acababan salpicados. Tuvo que venir la jefa incluso a reprenderla, pero se esforzó. Vaya que si se esforzó. Pedía ayuda a sus compañeras fuera del horario de trabajo y ellas accedieron encantadas, eran unas grandes amigas… 

 

Todas las noches actuaba como su baño portátil y, aunque era algo distinto hacérselo a una mujer que hacérselo a un hombre, cogio soltura rápidamente. Compartían vivienda con dos chicas más, Rachel y Christie, al parecer eran hermanas y hacían un espectáculo en el escenario. El resto de empleados dormían en sus respectivas casas. 

 

Alicia disfrutaba de los momentos de intimidad con sus compañeras. Nunca lo había hecho antes, pero comenzaron a practicar sexo lesbico entre ellas. Normalmente las hermanas se entretenían solas, y ella lo hacia con Eva y Lissy, la negra solía llevar la voz cantante y ordenaba. Pero había veces que las hermanas se les unían y organizaban auténticas orgias, en las que Eva, ella y una de las dos hermanas (solían turnarse) eran sometidas por las otras dos participantes. 

 

Todos los días transcurrían igual. Desde que comenzaba su jornada de trabajo hasta que acababa estaba arrodillada en los servicios, completamente desnuda, esperando que entrase algún cliente. Entonces ella se situaba con la boca abierta, dispuesta a recibir el orín de los hombres. La mayoría introducían su rabo hasta dentro y después comenzaban a orinar, lo que la facilitaba la tarea de tener que tragar. Otros sólo introducían el glande, o meaban desde la distancia, apuntando. Así era más difícil. Había algunos también que directamente meaban sobre ella, sin siquiera molestarse en apuntar, lo que hacía que todos los días acabase empapada y maloliente. Esa era una de las razones por las que no la usaban para nada más. Es cierto que había algunos hombres que la obligaban a chuparsela hasta correrse en su boca, lo que aceptaba con la misma profesionalidad que los meados, pero su olor y su higiene hacían que prefiriesen usar a las demás empleadas para esos menesteres. 

 

Y en eso Eva era la estrella. 

 

Eva y Lissy eran las camareras del lugar, mientras la negra se ocupaba de la barra, Eva atendía las mesas.  Ambas trabajaban desnudas normalmente o, por lo menos, con muy poca ropa, lo que propiciaba que los clientes se fijaran en sus preciosos y esculturales cuerpos. Podían usar a ambas cuando quisieran y ellas tenían que obedecer todas las órdenes pero, al estar Eva más próxima a los clientes, era más frecuentada. 

 

Habitualmente podía vérsela arrodillada bajo una mesa, chupando la polla de algún hombre, o inclinada sobre una mesa, con sus bamboleantes temas oscilando debido a las embestidas que estaba recibiendo. Y eso le encantaba. Era su propina. La encantaba que se la follasen como a una puta (“¿Cómo a una puta? ERA una puta. Todas lo eran. “) delante de todo el mundo. Se sentía vejada y humillada y eso la volvía loca. 

 

A los clientes les encantaba jugar con sus tetas. La jefa, en una hábil decisión viendo su popularidad, había hecho que se las anillada, provocando que fuesen más reclamadas todavía por los clientes. 

 

Les encantaba tirar de los anillos haciendo sufrir a la camarera, aunque a ella le encantaba… Tanto que algunos días se ponía una pequeña cadena que unía un pezon con el otro, para facilitarles la tarea. 

 

A Lissy por el contrario se la follaban menos, pero eso no significaba que no tuviese menos peticiones. Normalmente, la pedían que se subiera a la barra y allí se pusiese a bailar o a masturbarse delante de todo el mundo. Entonces cogia un botellín y comenzaba a introducirselo por alguno de sus agujeros. Los tenia realmente bien entrenados. Algunas veces incluso le pedían beber desde la botella introducida en su coño o en su culo. 

 

Algunos días Diana venía a saludarlas. Entraba en el local, subía al despacho de la jefa y pasaban varias horas allí. Después, siempre se acercaba al baño de caballeros a ver que tal estaba. Parecía satisfecha de ella y eso era bueno, Alicia tenía mucho que agradecer a aquella mujer, había hecho que su vida fuese completa, le había dado un sentido. 

 

Ahora era feliz. 

 

—————-

 

Diana entró por la puerta del local. Hacía tiempo que no iba, puesto que después de completar su venganza se había tomado un tiempo para reflexionar. 

 

Había pasado el tiempo en su lujoso apartamento, disfrutando de las atenciones y los juegos con Missy y Bobby. Día a día les obligaba a ir un poco más lejos en su comportamiento y ya eran casi totalmente unos perros. Andaban a cuatro patas, comían de un cuenco y se comunicaban a base de ladridos y gruñidos. Excepto cuando tenían que salir a hacer una tarea para su ama, entonces se comportaban de la manera más normal que ésta les permitía. 

 

Mientras estaban en casa, no era extraño verles follar a cuatro patas, como los animales que eran puesto que Diana había modificado su comportamiento para que estuvieran continuamente calientes. 

 

Pero había llegado el momento de hablar con Tamiko. 

 

Nada más entrar vio como sus presas se habían adaptado perfectamente a su nueva vida. Lissy estaba desnuda sirviendo unas cervezas en la barra mientras que Eva estaba siendo sodomizada en el borde del escenario. Se acercó para ver en detalle el hipnotizante vaivén de sus tetas. No se molestó en buscar a Alicia con la mirada pues sabia cual era su puesto de trabajo. Luego tendría tiempo de disfrutar con su destino. 

 

Llamó a la puerta de Tamiko y entró sin esperar respuesta. No estaba sola. 

 

A su lado había un hombre perfectamente trajeado, de mediana edad. Las canas empezaban a aparecer en su negro cabello. 

 

– Buenas tardes. – Saludó al ver entrar a Diana. 

 

– Buenas tardes. – Contestó ésta. Se quedó mirando al hombre, había algo extraño en él, pero no sabía decir qué. 

 

Miró a Tamiko, que la saludó con un movimiento de cabeza, y entonces se dio cuenta: ¡No podía leerle la mente! 

 

Se acercó con precaución y el hombre le tendió la mano. 

 

– Diana, te presento a Marcelo Delgado. 

 

La cazadora le estrechó la mano. 

 

– Tienes mucho que agradecerle, puesto que gracias a su corporación posees la casa que tienes, el coche que tienes y… tu cuerpo, por supuesto. 

 

– ¿Xella Corp? – Preguntó con curiosidad. 

 

– Veo que Tamiko ya te ha contado algo. Efectivamente, pertenezco a la cúpula directiva de Xella Corp. Justamente le estaba comentando que estaba muy interesado en conocerte y, casualmente, has aparecido por aquí. 

 

– Pues aquí me tiene. – Replicó a la defensiva. 

 

– Parece que no te sientes cómoda. ¿Te pone nerviosa no poder leerme la mente? 

 

Diana guardó silencio. 

 

– Comprenderás – Continuó el hombre. – que debido a mi posición tengo que mantener alguna seguridad con respecto a mi libre albedrío. Pero que te sientas incomoda está bien, eso significa que te has adaptado perfectamente a tus nuevas habilidades… 

 

– Estaba contándole a Marcelo lo duro que has trabajado para prepararte. – Añadió la asiática. –  Y que tu rendimiento hasta ahora ha sido fabuloso. Ya nos has proporcionado tres presas por tu cuenta, y las tres han venido perfectamente condicionadas. 

 

Diana pensó en como las dos camareras actuaban de una forma tan natural ante su nueva situación y sonrió, henchida de orgullo. 

 

– Te hemos estado observando. – Dijo Marcelo. 

 

La cazadora le miró con aprensión. 

 

– ¿Observando? 

 

– Si. Ten en cuenta que hemos hecho una fuente inversión en ti, teníamos que asegurarnos de que no estábamos tirando el dinero. Pero no te preocupes, todo lo que hemos visto nos ha complacido enormemente, a la vista está que los resultados han sido estupendos. 

 

El hombre hizo una pausa mientras observaba a Diana. 

 

– Lo único que nos ha resultado extraño es – Continuó. – que aún pudiendo romper la mente de alguien en segundos, te has entretenido en ir mellando su pensamiento poco a poco, alargando el proceso. ¿Has tenido complicaciones? 

 

– No se equivoque, – Respondió Diana. – podría hacer que su mujer estuviese ladrando a mis pies en segundos. – El hombre apartó la mano izquierda de la mesa, en la que llevaba una alianza de oro. – Pero no lo encuentro gratificante, y menos en las mujeres que he traído hasta ahora. Disfruto viendo como poco a poco degeneran, viendo como muta su forma de pensar hasta algo que hace unos días habrían aborrecido, haciendo que lo deseen y que, en el fondo, se sientan sucias por ello. 

 

Tamiko y Marcelo se quedaron mirándola, en silencio. 

 

– ¿Lo ves? Te dije que esta era la persona que necesitábamos. – Rompió el silencio la asiática. 

 

– Me gusta tu forma de pensar, Diana. Nuestra corporación no es una fábrica vacía y sin sentimiento, es un lugar en el que los integrantes disfrutamos con lo que hacemos y deseamos seguir haciéndolo. Sigue así y llegaras lejos. 

 

Diana estaba complacida por las palabras del hombre. 

 

– Y ahora, hablemos de trabajo. 

 

Mientras decía eso, sacó un enorme sobre del maletín que portaba, entregándoselo a la mujer. 

 

– ¿Qué es esto? – Preguntó sacando el contenido del sobre. Dentro había gran cantidad de fotos de una mujer madura y algunos folios con datos sobre ella. 

 

– Es un objetivo nuevo. Eres libre de trabajar a tu ritmo y de apresar a quien quieras pero, de vez en cuando, tendrás que hacer algún trabajo para nosotros. Dentro del sobre vienen los detalles de la víctima, algunos hábitos, lugares que frecuenta… Lo necesario para acercarte a ella. El resto queda en tus manos. 

 

Diciendo esto se levantó de la silla. 

 

– Ha sido un placer conocerte, creo que ha sido una gran fortuna haberte elegido a ti. – Tendió su mano a modo de despedida y, sin más, salio de la sala. 

 

– ¿Qué te ha parecido? – Preguntó Tamiko. 

 

– Es… Extraño. Ahora me resulta raro no ver la mente de los demás… Solo me había pasado contigo.

 

– Hay ciertas maneras de “evitarnos” pero todas ellas requieren gran disciplina y entrenamiento y poca gente lo sabe. La cúpula al completo de Xella Corp es como un muro de hormigón para nosotras, así que no te molestes en intentarlo. 

 

– Y… ¿Esto? – Preguntó, levantando el sobre. 

 

– Justo lo que ha dicho. Un trabajo. No tienes por qué hacerlo ya, tómate tu tiempo, pero tampoco lo dejes pasar… Nos conviene tenerlos contentos, igual que a ellos les conviene tenernos contentas a nosotras. – Diciendo esto le guiñó un ojo. – Podrás pedirles cualquier cosa que necesites y si esta en su mano te lo proporcionarán. 

 

– Esta bien, pero, antes de esto me gustaría hacer otra cosa. Había pensado una manera de expandir nuestro nuevo negocio.

 

– Soy toda oídos. – Dijo la asiática, interesada. 

 

 

————

 

– ¿Qué le ha parecido? 

 

– Perfecta para el puesto. 

 

– ¿Cree que está preparada? 

 

– Por lo que he visto y lo que me ha dicho la señorita Aizawa, es la elección perfecta. 

 

– Entonces… ¿El trabajo está asegurado? 

 

– No se preocupe, dele algo de tiempo y conseguirá que esa zorra claudique enseguida. ¿Cómo va la otra parte del plan? ¿Estará a tiempo? 

 

– ¿Cuando le he decepcionado , señor Delgado? 

 

– Jamás, por eso seguimos colaborando. Espero recibir noticias suyas. 

 

Y diciendo eso, Marcelo colgó el teléfono y lo guardó en su chaqueta, mostrando una amplia sonrisa en sus labios. 

Relato erótico: “Mi esposa se compró dos mujercitas por error 4” (POR GOLFO)

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CAPÍTULO 7. MARÍA ME ENTREGA A LA PEQUEÑA AUNG.

Cómo no podía soportar la idea de no haber sabido que mi esposa albergaba en su interior una sumisa, intenté que una copa me diera la tranquilidad que me faltaba. Y bajando al salón, fui al mini bar y me puse un whisky. Para mi desgracia ese licor que tanto me gustaba, en aquella ocasión me resultó amargo.
«¿Por qué nunca me habló de ello?», me pregunté y revisando nuestra vida en común, traté de hallar algún indicio que me hubiera pasado inadvertido y que a la vista de lo sucedido diera sentido a ese cambio radical.
Haciendo memoria nada en su comportamiento me parecía en consonancia con lo que me acababa de revelar porque a pesar de ser una mujer abierta en lo sexual, nunca había mostrado preferencia por el sexo duro y menos por la sumisión.
Al no hallar respuesta en nuestra convivencia, solo había dos opciones. O bien antes de conocerme había contactado con ese mundo, cosa que me parecía extraño, o bien al ejercer como dueña y señora del destino de las birmanas se había visto sorprendida por el placer que esas crías obtenían al saberse cautivas de unos extraños.
Esa segunda posibilidad era la que mayores visos de verdad pero después de mucho cavilar comprendí que a efectos prácticos me daba igual cuál de las dos fuera la cierta porque el problema seguía ahí:
¡María se sentía sumisa y yo no sabía cómo afrontarlo!
Esa realidad me colocaba nuevamente en una disyuntiva: o la dejaba por no ser capaz de aceptar, como decía Aung, que mi esposa se hubiese convertido en una esclava de corazón, o apechugaba con el nuevo escenario y complacía sus deseos ejerciendo de su dueño. Como divorciarme no entraba en mis planes, asumí que tendría que aprender a controlar y a satisfacer no solo a ella sino también a las dos orientales. Para ello y dada mi inexperiencia preferí informarme en internet pero toda la información que saqué me parecía cuanto menos aberrante al no ver exigiendo algo que no estuviera yo dispuesto a probar en carne propia.
Abatido y con la enésima copa en la mano, volví a mi cuarto con la esperanza que todo hubiese sido una broma pero en cuanto asomé mi cara por la puerta comprendí que lejos de ser algo pasajero, era algo que había llegado para quedarse.
―¿Qué es esto?― quise saber al ver a las tres desnudas arrodilladas al lado de mi cama.
Actuando de portavoz de tan singular trio, Mayi me soltó:
―Nosotras querer vivir juntas vida con Amo. Amo no poder hacer diferencias y Aung quejarse Amo no tomar.
El alcohol me hizo tomarme a guasa ese paupérrimo español y recordando la promesa que le había hecho a mi esposa, repliqué imitando su habla:
―Amo no poder follarse a Aung porque María no poner en bandeja.
Dudo que las birmanas entendieran mi respuesta pero por supuesto que mi mujer sí y demostrando nuevamente que quería que la tratara como a ellas, contestó:
―Esa promesa se la hizo a alguien que ya no existe por lo que no tiene que cumplirla.
Cabreado, repliqué:
―Me da igual que sus viejos puedan reclamarla, o me la entregas tú o me niego a desvirgarla.
Aceptando que estaba dándole su lugar, mi mujer no se tomó a mal mi negativa y cogiendo de la mano a la oriental, dijo con voz segura:
―Aunque no soy nadie para entregarle lo que ya es suyo por derecho, aquí está esta hembra para que la haga suya.
No sé qué me impactó más, si la expresión de angustia de la oriental por temer que la rechazara o la resignación de María al depositarla en mis manos. Afortunadamente en ese instante algo me iluminó y ejerciendo la autoridad que ella misma me había dado, me tumbé en la cama y exigí que Mayi y María se mantuvieran al margen mientras la tomaba.
Ninguna de las nativas entendieron mi orden y tuvo que ser mi esposa la que dando un postrer beso como su dueña a la morena, le dijera:
―Nuestro amo te espera.
Aung no entendió que con ese breve gesto María le estaba informando que había aceptado desvirgarla y con ello romper el último lazo que le ataba a su pasado. Aterrorizada por mi posible rechazo, permanecía de pie en mitad de la habitación casi llorando.
Lo cierto es que estuve tentado de mantener su zozobra pero como de nada me iba a servir, dando una palmada sobre el colchón, la llamé a mi lado.
―Ve a él― insistió María a la muchacha.
Enterándose por fin que iba a hacer realidad lo que tanto tiempo llevaba esperando, la birmana se agachó ante mí y con la voz entrecortada por la emoción, sollozó:
―Nunca antes hombre, Aung tener miedo.
Reconozco que me pareció rarísimo que esa chavala se mostrara temerosa de entregarse a mí cuando yo mismo había sido testigo de la forma en que mi esposa la había sodomizado y mientras se acercaba a mí, decidí que al igual que había hecho con su compañera, esa primera vez debía de ser extremadamente cuidadoso para que evitar que una mala experiencia la hiciera odiar mis caricias y levantando mis brazos, le pedí que se acercara.
Con paso timorato, cubrió los dos metros que nos separaban. Viendo su temor, no pude menos que compadecerme de ella al saber que había sido educada para entregarse al hombre que la comprara sin poder opinar y sin que sus sentimientos tuviesen nada que ver.
«Pobre, lleva toda vida sabiendo que llegaría este día», medité.
Ajena al maremágnum de mi mente, Aung se tumbó junto a mí sin mirarme. La vergüenza que mostraba esa criatura me parecía inconcebible y más cuando apenas media hora antes, no había tenido problema en hacerme una mamada.
«No tiene sentido», me dije mientras tanteaba su reacción pasando mis dedos por su melena.
Ese pequeño y cariñoso gesto provocó una conmoción en la birmana, la cual pegó un gemido y ante mi asombro se pegó a mí diciendo:
―Aung no querer volver pueblo, Aung querer amo siempre suya.
La expresión de su mirada me recordó a la de Mayi y cayendo del guindo, aprehendí algo que había pasado por alto y que era que para ellas era algo connatural con su educación el enamorarse de su dueño porque así evitaban el sentirse desgraciadas.
Queriendo comprobar ese extremo, acerqué mis labios a los suyos y tiernamente la besé. El gemido que pegó al sentir ese beso ratificó mis sospechas al percibir que con esa caricia se había excitado y con el corazón encogido, pensé:
«Mientras mi esposa quiere que la trate como una esclava, ellas se engañan al entregarse a mí soñando que son libres».
Conociendo que se jugaba su futuro y que debía complacerme, buscó mis besos mientras su pequeño cuerpo temblaba pensando quizás que podía rechazarla al considerarla culpable del cambio de María.
«Parece una niña», maldije interiormente sintiéndome casi un pederasta al verla tan indefensa y saber que su futuro estaba en mis manos.
―¿No gustar a mi dueño?― preguntó al ver que no me abalanzaba sobre ella como siempre había supuesto que haría el hombre que la comprara.
―Eres preciosa― contesté con el corazón constreñido por la responsabilidad. Aunque conocía su urgencia por ser desvirgada y evitar así que sus padres volvieran a venderla, eso no me hizo olvidar que realmente no se estaba entregando libremente sino azuzada por el destino que le habían reservado desde que nació.
Al escuchar mi piropo como por arte de magia se le pusieron duros sus pezones haciéndome saber que con mi sola presencia esa morenita se estaba excitando. No queriendo asustarla pero sabiendo que debía de poseerla sin mayor dilación, decidí que al igual que hice con su compañera iba a tomarla dulcemente. Y olvidándome de comportarme como amo, pasé mi mano por uno de sus pechos a la vez que la besaba. La ternura con la que me apoderé de su boca disminuyó sus dudas y pegando su cuerpo contra el mío, susurró en mi oído:
―Aung siempre suya.
La seguridad de su tono y la aceptación de su futuro a mi lado me permitieron recrearme en sus pechos y con premeditada lentitud, fui acariciando sus areolas con mis yemas. La alegría de sus ojos me informó que iba por buen camino y más cuando sin esperar a que se lo pidiera se sentó sobre mis muslos mientras me volvía a besar.
Su belleza oriental y el tacto templado de su piel hicieron que mi pene se alzara presionando el interior su entrepierna. Ella al sentir esa presión sobre sus pliegues cerró los ojos creyendo que había llegado el momento de hacerla mía.
―Aung lista.
Pude haberla penetrado en ese instante pero retrasándolo delicadamente la tumbé sobre las sábanas. Ya con ella en esa posición, me quedé embobado al contemplar su belleza casi adolescente tras lo cual se reafirmó en mí la decisión de hacerlo tranquilamente mientras María y la otra birmana observaban atentas como me entretenía en acariciar su cuerpo.
Que tocara cada una de sus teclas, cada uno de sus puntos eróticos, en vez de usar mi poder para violarla fue derribando una tras otras las defensas de esa morena hasta que ya en un estado tal de excitación, me rogó con voz en grito que la desvirgara. Su urgencia afianzó mi resolución y recomenzando desde el principio, la besé en el cuello mientras acariciaba sus pantorrillas rumbo a su sexo. El cuerpo de la oriental tembló al sentir mis dientes jugando con sus pechos, señal clara que estaba dispuesta por lo que me dispuse asaltar su último reducto.
Nada más tocar con la punta su clítoris, Aung sintió que su cuerpo se encendía y temblando de placer, se vio sacudida por un orgasmo tan brutal como imprevisto. Sus gritos y las lágrimas que recorrían sus mejillas me informaron de su entrega pero no satisfecho con ese éxito inicial, con mi lengua seguí recorriendo los pliegues de su sexo hasta que incapaz de contenerse la muchacha forzó el contacto de mi boca presionando sobre mi cabeza con sus manos.
Para entonces ya no me pude contener y olvidando mi propósito de ser tierno, llevé una de mis manos hasta su pecho pellizcándolo. La ruda caricia prolongó su éxtasis y gritando de placer, esa morena buscó mi pene con sus manos tratando que la tomara. Su disposición me permitió acercar mi glande a su entrada mientras ella, moviendo sus caderas, me pedía sin cesar que la hiciera mía.
―Tranquila, putita mía – comenté disfrutando con mi pene de los pliegues de su coño sin metérsela.
Sumida en la pasión rugió pellizcándose los pezones mientras María me rogaba que no la hiciera sufrir más y que me la follara.
―Tú te callas― cabreado contesté por su injerencia― una esclava no puede dar órdenes a su amo.
Mi exabrupto hizo palidecer a mi mujer y sollozando se lanzó en brazos de Mayi, la cual la empezó a consolar acariciando sus pechos. La escena me recordó que entre mis funciones estaba satisfacer a la tres y por eso, obviando mi cabreo exigí a esas dos que se amaran mientras yo me ocupaba de la morena.
Volviendo a la birmana, ella había aprovechado mi distracción para cambiar de postura y a cuatro patas sobre las sábanas, intentaba captar mi atención maullando. Al verla tan sumida en la pasión, decidí llegado el momento y forzando su himen, fui introduciendo mi extensión en su interior. Aung gritó feliz al sentir su virginidad perdida y reponiéndose rápidamente, violentó mi penetración con un movimiento de sus caderas para acto seguido volver a correrse.
La humedad que inundó su cueva facilitó mis maniobras y casi sin oposición, mi tallo entró por completo en su interior rellenándola por completo. Jamás había sentido el pene de un hombre en su interior y por eso al notar la cabeza de mi sexo chocando una y otra vez contra la pared de su vagina, se sintió realizada y llorando de alegría chilló:
―Aung feliz, Aung nunca más sola.
Sus palabras azuzaron a mi cerebro a que acelerara la velocidad de mis movimientos pero la certeza que tendría toda una vida para disfrutar de esa mujercita me lo prohibió y durante largos minutos seguí machacando con suavidad su cuerpo mientras ella no paraba de gozar. La persistencia y lentitud de mi ataque la llevaron a un estado de locura y olvidando que como debía comportarse una mujer de su etnia, clavó sus uñas en su propio trasero buscando que el dolor magnificara el placer que la tenía subyugada mientras me exigía que incrementara el ritmo.
Esa maniobra me cogió desprevenido y no comprendí que lo que esa muchacha me estaba pidiendo hasta que pegando un berrido me rogó:
―Aung alma esclava.
Conociendo la forma en que esas mujeres se referían al sexo duro, no fue difícil traducir sus palabras y comprender que lo que realmente me estaba pidiendo es que fuera severo con ella. Desde el medio de la habitación, su compañera ratificó el singular gusto de la muchacha al gritar mientras pellizcaba los pechos de mi mujer:
―María y Aung iguales. Gustar azotes.
No sé qué me confundió más, que Mayi se atreviera a aconsejarme sobre cómo tratar a su amiga o la expresión de placer que descubrí en María al experimentar esa tortura. Lo cierto fue que asumiendo que esa noche debía complacer a la birmana, tuve a bien tantear su respuesta a una nalgada.
Juro que me impactó la forma tan rápida en la que Aung ratificó que eso era lo que deseaba y es que nada más sentir esa dura caricia se volvió a correr pero esta vez su orgasmo alcanzó un nivel que creía imposible y mientras su vulva se convertía en un géiser lanzando su ardiente flujo sobre mis piernas, se desplomó sobre el colchón.
María, que hasta entonces había permanecido callada, me incitó a seguir aplicando ese correctivo a la que había sido su favorita al decirme:
―Recuerdas un documental que vimos sobre el modo en que los leones muerden a las hembras mientras las montan, ¡eso es con lo que esa zorra sueña!
Asumiendo que era verdad dada su actitud, la agarré de los hombros y mientras llevaba al máximo la velocidad de mis embestidas, mordí su cuello. Mi recién estrenada sumisa al disfrutar de mi dentellada se vio sobrepasada y balbuceando en su idioma natal, se puso a temblar entre mis brazos.
Fue impresionante verla con los ojos en blanco mientras su boca se llenaba de baba producto del placer que la tenía subyugada y fue entonces cuando supe que debía de eyacular en su interior para sellar mi autoridad sobre ella. Por ello, llevé mis manos a sus tetas y estrujándolas con fiereza, busqué mi placer con mayor ahínco.
Mayi desobedeciendo dejó a María tirada en el suelo y acercándose a donde yo estaba poseyendo a su amiga, murmuró en mi oído:
―Aung fértil, Amo sembrar esclava.
No me esperaba que entre mis prerrogativas estaba el fecundar a las chavalas pero pensándolo bien si como dueño podía tirármelas, era lógico que se quedaran preñadas y con la confianza que ese par de monadas iban a darme los hijos que la naturaleza me había negado con María, sentí como se acumulaba en mis testículos mi simiente y dejándome llevar, eyaculé desperdigándola en su interior mientras la oriental no paraba de gritar.
Habiendo cumplido con su destino Aung se quedó transpuesta y eso permitió a la otra birmana buscar mis brazos y llenándome con sus besos, me dijo en su deficiente español mientras intentaba recuperar mi alicaído pene:
― Mayi amar Amo, ¡Mayi primera hijos Amo!

CAPÍTULO 8, PROMETO HACER MADRE A MARÍA

La terquedad de ese par ofreciendo sus úteros para ser inseminados apenas me dejó dormir al asumir que, si les daba rienda libre, esas birmanas me darían un equipo de futbol.
¡Me apetecía tener un hijo pero no una docena!
Pensando en ello, me levanté a trabajar sin hacer ruido para no despertar ni a mi esposa ni a las birmanas pero cuando siguiendo mi rutina habitual entraba al baño para ducharme, María se despertó. Y entrando conmigo, abrió el agua caliente y me empezó a desnudar.
―¿Qué haces? ¿Por qué no sigues durmiendo?― comenté extrañado.
Luciendo una sonrisa, contestó:
―Me apetecía ser la primera en servir a mi dueño.
No pude cabrearme con ella por seguir manteniendo esa farsa al comprobar la alegría con la que había amanecido, ya que normalmente mi esposa no era persona hasta que se había tomado el segundo café. Por ello haciendo como si no la hubiese oído, iba a quitarme el calzón cuando de pronto María se arrodilló frente a mí y sin esperar mi opinión, me lo bajó sonriendo.
La expresión de su rostro fue suficiente para provocarme una evidente erección, la cual se reafirmó cuando en plan meloso me obligó a separar las piernas mientras me decía:
―Por esto me levanté antes que ellas. Tu leche reconcentrada de la noche será para mí.
Y sin más prolegómeno, sacó la lengua y se puso a lamer mi extensión al mismo tiempo que con sus manos acariciaba mis testículos. Impresionado por esa renovada lujuria, no dije nada y en silencio observé a mi mujer metiéndose mi pene lentamente en la boca.
A pesar de haber disfrutado muchas veces de su maestría en las mamadas, me sorprendió comprobar que ese día su técnica había cambiado haciendo que sus labios presionaran cada centímetro de mi miembro dotando con ello a la maniobra de una sensualidad sin límites. Y comportándose como una autentica devoradora, se engulló todo y no cejó hasta tenerlo hasta el fondo de su garganta. Para acto seguido empezar a sacarlo y a meterlo con gran parsimonia mientras su lengua no dejaba de presionar mi verga dentro de su boca.
No contenta con ello fue acelerando la velocidad de su mamada hasta convertir su boca en ingenio de hacer mamadas que podría competir con éxito con cualquier ordeñadora industrial.
Viendo lo mucho que estaba disfrutando, extrajo mi polla y con tono pícaro, me preguntó si me gustaba esa forma de darme los buenos días:
―Sí, putita mía. ¡Me encanta!
Satisfecha por mi respuesta, con mayor ansia se volvió a embutir toda mi extensión y esta vez no se cortó, dotando a su cabeza de una velocidad inusitada, buscó mi placer como si su vida dependiera de ello.
―¡Dios!― exclamé al sentir que mi pene era un pelele en su boca y sabiendo que no se iba a mosquear, le avisé que quería que se lo tragara todo.
La antigua María se hubiese cabreado pero para la nueva ese aviso lejos de contrariarla, la volvió loca y con una auténtica obsesión, buscó su recompensa.
No tardó en obtenerla y al notar que mi verga lanzaba las primera andanadas en su garganta, sus maniobras se volvieron frenéticas y con usando la lengua como cuchara fue absorbiendo y bebiéndose todo el esperma que se derramaba en su boca. Era tal la calentura de mi esposa esa mañana que no paró en lamer y estrujar mi sexo hasta que comprendió que lo había ordeñado por completo y entonces, mirándome a la cara, me dijo:
―¡Estaba riquísimo!― y levantándose, insistió: ―Esas dos putitas no saben lo que se han perdido por seguir durmiendo.
Muerto de risa, repliqué:
―Déjalas dormir, ahora quiero hablar contigo.
Por mi tono supo que no iba a reprocharle nada y totalmente tranquila, me pidió que charláramos mientras me ayudaba y dándome un suave empujón, se metió conmigo bajo el chorro de la ducha. Sus pechos mojados me recordaron porque me había casado con ella y mientras bajaba por su cuello con mi boca, le recordé una conversación que habíamos tenido hace unos meses sobre la conveniencia de contratar un vientre de alquiler.
―Me acuerdo que eras tú quien no estaba convencido― comentó con la respiración entrecortada al notar mi lengua recorriendo sus pezones.
Asumiendo que cuanto mas cachonda estuviera menos reparos pondría a mi idea, la di la vuelta y separando sus nalgas, me puse a recorrer los bordes de su ano. Ella nada más experimentar la húmeda caricia en su esfínter, pegó un grito y llevándose una mano a su coño, empezó a masturbarse mientras me decía:
―¿Por qué me lo preguntas?
Sin dejarla respirar, metí toda mi lengua dentro y como si fuera un micro pene, empecé a follarla con ella.
―¡Qué delicia!― chilló apoyando sus brazos en la pared.
Cambiando de herramienta, llevé una de mis yemas hasta su ojete y introduciéndola un poco, busqué relajarlo mientras dejaba caer:
―Ya no somos unos niños y creo que es hora que seamos padres, ¿qué te parece?
El chillido de placer con el que contestó no me dejó claro si era por la pregunta o por la caricia y metiendo mi dedo hasta el fondo, comencé a sacarlo al tiempo que insistía en lo de tener un hijo.
―Sabes que yo no puedo― respondió temblando de placer.
Dando tiempo a tiempo, esperé a que entrara y saliera facilidad, antes de incorporar un segundo dentro de ella y repetir la misma operación. El gemido de mi esposa al sentir la acción de mis dos dedos en el interior de su culo me indujo a confesar:
―Tenemos a nuestra disposición dos hembras fértiles que no pondrían problemas en quedarse embarazadas.
Durante un minuto se lo quedó pensando y con su cabeza apoyada sobre los azulejos de la pared, movió sus caderas buscando profundizar el contacto mientras me decía:
―¿A cuál de las dos preñarías antes?
La aceptación implícita de María me hizo olvidar toda precaución cogiendo mi pene en la mano comencé a juguetear con su entrada trasera.
―Me da igual, pienso que lo lógico es que tú la elijas― contesté mientras forzaba su ojete metiendo mi glande dentro.
Al contrario que la noche anterior, mi esposa absorbió centímetro a centímetro mi verga y solo cuando sintió que se la había clavado por completo, me soltó:
―¡Dejemos que la naturaleza decida!
Intentando no incrementar su castigo, me quedé quieto para que se acostumbrara a esa invasión y mientras le acariciaba los pechos, insistí:
―Imagínate que se quedan las dos, ¡menuda bronca!
Pero entonces María, al tiempo que empezaba a mover sus caderas, me contestó:
―De bronca nada, ¡sería ideal!― y con la cara llena de felicidad, gritó: ― Esas putitas me harían madre por partida doble.
Impresionado con lo bien que había aceptado mi sugerencia, deslicé mi miembro por sus intestinos al ver que la presión que ejercía su esfínter se iba diluyendo y comprendiendo que en poco tiempo el dolor iba a desaparecer para ser sustituido por el placer, comencé incrementar la velocidad con la que la empalaba.
―Ahora mi querida zorrita, calla y disfruta― y recalcando mis deseos, solté un duro azote en una de sus nalgas.
Como por arte de magia, el dolor de su cachete la hizo reaccionar y empezó a gozar entre gemidos:
―¡Quiero que mi amo preñe a sus esclavas!― chilló alborozada ―¡Necesito ser madre!
Como la noche anterior, mi señora había disfrutado de los azotes, decidí complacerla y castigando sus nalgas marqué a partir de ese instante mi siguiente incursión. María, dominada por una pasión desbordante hasta entonces inédita en ella, esperaba con ansia mi nueva nalgada porque sabía que vendría acompañada al momento de una estocada por mi parte.
―Si así lo quieres, ¡te haré madre! Pero ahora, ¡muevete!
Mis palabras elevaron su calentura y dejándose llevar por la pasión, me rogó que la siguiera empalando mientras su mano masturbaba con rapidez su ya hinchado clítoris. La suma de todas esas sensaciones pero sobre todo la perspectiva de tener un hijo terminaron por asolar todos sus cimientos y en voz en grito me informó que se corría. Al escuchar cómo me rogaba que derramara mi simiente en el interior de su culo, fue el detonante de mi propio orgasmo y afianzándome con las manos en sus pechos, dejé que mi pene explotara en sus intestinos.
Agotados, nos dejamos caer sobre la ducha y entonces mi esposa se incorporó y empezó a besarme mientras me daba las gracias:
―¡No sé qué me ha dado más placer! Si el orgasmo que me has regalado o el saber que por fin has accedido a darme un montón de hijos.
―¿Cómo que un montón? Solo me he comprometido a intentar embarazarlas una vez y eso a no ser que tengamos gemelos, son dos.
Descojonada, María contestó:
―Esas pobres niñas son jóvenes y sanas, ¿no crees que sería una pena desperdiciar sus cuerpos preñándolas una sola vez?…

golfoenmadrid@hotmail.es
 

Relato erótico:”Jane IV” (POR ALEX BLAME)

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4

Jane despertó, vio una cara oscura, arrugada y curiosa, reculó asustada a toda velocidad, perdió pie y cayó fuera del nido. Un segundo después notó un tirón en el tobillo y quedo suspendida boca abajo a quince metros del suelo con el corazón en la boca. Levantó la vista y vio la cara del chimpancé asomándose por el borde del nido enseñándole su dentadura con una mueca sardónica.

-¡Joder! –dijo Jane por primera vez en su vida.

Respiró profundamente dos veces y reuniendo las fuerzas que le quedaban, logró doblarse sobre sí misma y agarrar la liana de la que estaba suspendida. Poco a poco fue trepando los cinco metros de liana que le separaban del nido bajo la atenta mirada del chimpancé que sonreía y se hurgaba la nariz disfrutando del espectáculo. Tras un par de minutos de agónico esfuerzo logró agarrarse al nido e izándose en un último esfuerzo logró pasar la cabeza por encima del borde. Ver la cara de un hombre blanco de pelo largo y enmarañado y sonrisa salvaje le hizo perder el equilibrio de nuevo cayendo otra vez al vacío.

-¡Joder! –Dijo Jane por segunda vez en su vida mientras escuchaba furiosa las risas provenientes de arriba –me estoy empezando a cansar de hacer el idiota.

Jane se dobló de nuevo pero no pudo repetir la hazaña anterior y solo logró ver como hombre y mono la observaban y parecían compartir algún tipo de broma. Jane cada vez más enfadada les hizo señas para que la izasen, pero ellos divertidos se lo tomaron con calma y estuvieron viéndola balancearse un rato antes de empezar a tirar de la liana.

Cuando llegó arriba la cara de Jane estaba como la grana, más por el enfado que por haber estado suspendida varios minutos boca abajo. El chimpancé se apartó instintivamente al ver el gesto de ira de la joven, pero el hombre la miraba con descaro y curiosidad infantil. Era un hombre joven, alto, vestía un minúsculo taparrabos de cuero con lo que Jane pudo admirar su cuerpo musculoso, sus hombros anchos y su pecho profundo. Tenía el pelo largo y negro atado con descuido y los ojos marrones, unos ojos que la escrutaban como si fuese una especie de jeroglífico que aquel hombre intentaba desentrañar. Sacando los labios hacia fuera y emitiendo un sonido parecido a un suspiro acercó la mano al rostro de Jane y le tocó la melena. Jane primero intentó apartarse pero como solo percibió un gesto de curiosidad le dejó hacer. Parecía no haber visto una persona de su raza en toda su vida. Cogió un mechón de pelo y se lo llevo a la nariz olisqueándolo ruidosamente.

-¡Hey!, ¡Cuidado! –grito jane cuando el salvaje tiro del pelo para que la mona también lo oliera.

La chimpancé no fue tan comedida y después de aspirar el perfume del champú de Jane empezó a dar gritos y saltos y acabó encaramada en una horquilla dos ramas por encima de ellos. El salvaje observó las evoluciones de la mona unos segundos y luego continuó examinando a Jane. Palpó su ropa e intento tirar de ella para ver lo que había dentro pero Jane se lo impidió con una sonora palmada.

-¿Hablas mi idioma? –Le preguntó Jane esperanzada.

-¿Parlez-vous français? –repitió en francés recibiendo el mismo silencio por respuesta.

-¿tu parli italiano?

-¿Sprechen du deutch?

El salvaje se dedicó a mirarla sin decir una palabra. Jane, maldiciendo su suerte suspiró y empezó por el principio:

-Yo Jane, -dijo señalando su pecho con el índice –¿y tú? –dijo tocando su pecho.

El hombre respondió con una mirada interrogativa así que armándose de paciencia repitió otras dos veces hasta que finalmente el hombre respondió:

-¡Jane! –dijo señalándose no muy convencido.

-No, no, no –dijo ella perdiendo la paciencia y pensando que aquel tipo era más tonto que una piedra –Yo Jane, tú…

-¡Tarzán! –dijo con una sonrisa de iluminado.

-Tú Jane –dijo el salvaje hincando su dedo dolorosamente en una teta de Jane –yo Tarzán, tu Idrís –dijo señalando a la mona que seguía observándolos desde arriba.

-No, -dijo sacudiendo la cabeza –ella Idrís. Yo Jane, tú Tarzán, ella Idrís.

-Yo Tarzán, tu Jane, el-la Idrís. -Dijo el señalando correctamente con una sonrisa de satisfacción.

-Ahora sigamos con la lección –dijo arremangándose la blusa –tu y yo dijo señalándose a ambos -humanos, ella –dijo señalando a Idrís – mono.

-Tú, yo, humanos, ella mono.

-Yo, nosotros –dijo señalando a ambos –humanos. Idrís mono…

Cuando se dio cuenta el sol estaba alto en el cielo y un rugido de sus tripas le recordó que no tenía ni idea de cuando había comido algo por última vez. Moviendo su mano sobre su estómago y haciendo el gesto de echarse algo a la boca le pidió algo de comer. El salvaje pareció entender, se irguió, se golpeó varias veces el pecho con los puños y desapareció en la espesura. Mientras volvía y siempre bajo la vigilante mirada de Idrís se sacó la bota para examinarse el tobillo que le había salvado la vida. Estaba magullado y tenía una pequeña escoriación en él pero podía moverlo con libertad y apenas le dolía. Probó a ponerse de pie pero toda la frágil estructura del nido se estremeció y con mucho cuidado volvió a dejarse caer en el lecho de hojas. Cuando miró por el borde vio que el suelo estaba a más de veinticinco metros de altura y por primera vez fue consciente de la fuerza que debía tener aquel hombre para haber logrado subirla hasta allí.

Mientras el hombre volvía Jane se dedicó a observar a Idrís, jamás había estado tan cerca de un animal salvaje y su ausencia de miedo ante su presencia le desconcertaba un poco. Con una señal inequívoca le animó a la chimpancé a que se acercase. Idrís pareció dudar unos momentos pero luego pudo más la curiosidad y se bajó de la rama en la que estaba encaramada dejándose caer con habilidad sobre el nido. Por su aspecto con pelos blancos en la barbilla y algunas calvas distribuidas por todo el cuerpo daba la impresión de ser bastante anciana, pero sus ojos grandes y verdes expresaban vitalidad y curiosidad.

Con deliberada lentitud para no sobresaltar al animal fue acercando una mano hasta poder acariciar la mejilla de la mona. Idrís se giró un poco y olfateó la mano de Jane mientras emitía unos cortos suspiros. Jane sonrió por la calidez y la inteligencia con la que se expresaba el animal sin tener que decir una sola palabra. Durante unos instantes Jane consiguió olvidarse de su precaria situación; perdida en la selva, sin armas ni pertrechos y a merced de los caprichos de un salvaje incivilizado. Cuando Tarzán llegó con una selección de frutas entre los brazos Idrís estaba espulgando amorosamente el largo y rizado pelo de Jane.

Diez minutos después Jane estaba tumbada en el nido sintiéndose atiborrada de plátanos y unos frutos amarillos y blandos que le dieron una ligera sensación de mareo. Ante la atenta mirada del salvaje se quedó rápidamente dormida.

Cuando despertó, el sol empezaba a caer y atendiendo a los gestos de Tarzán se levantó y se puso en movimiento tras él. Durante unos doscientos metros no le pareció tan difícil moverse por la bóveda forestal a pesar de que su ropa se enganchaba y sus botas resbalaban en la corteza húmeda constantemente. Al igual que en el suelo, los animales tendían a moverse siempre por los lugares más accesibles y hacían pequeños senderos en el ramaje. Sin embargo, cuando llegaron al final del sendero y sus dos acompañantes se lanzaron con naturalidad al vacío para agarrar una liana y poder acceder al árbol siguiente se quedó congelada mirando al suelo treinta metros más abajo. Desde el otro lado Tarzán le hizo señas y la llamó por su nombre para que hiciese lo mismo pero rápidamente se dio cuenta de que Jane no era capaz, saltó de nuevo a la liana y con una naturalidad asombrosa, se acercó a ella la cogió por el talle y la deposito en el otro árbol. Fueron unos pocos segundos pero la sensación de ingravidez y el fuerte brazo del hombre ciñendo su talle contra el despertaron en Jane una punzada de deseo. Durante todo el viaje se repitió la situación. Ella avanzaba a trompicones entre un ramaje más o menos espeso y cuando llegaban a un obstáculo que a Jane se le antojaba insalvable, él la cogía por la cintura y ella entrecerraba los ojos, se dejaba llevar y humedecía su ropa interior con el deseo. Cuando volvía a poner el pie en un lugar más o menos seguro recordaba a Patrick y su compromiso y la culpabilidad y la vergüenza se apoderaban de ella.

Al llegar a su destino las botas sucias, la ropa ajada y el pelo revuelto merecieron la pena. A su derecha una cascada de veinte metros de altura desaguaba en un estanque de aguas frescas y cristalinas. En el claro que lo bordeaba una familia de gorilas remoloneaba entre la hierba verde y frondosa junto con un par de elefantes y unos antílopes parecidos a las jirafas pero con rayas blancas y negras en las ancas como las cebras. Por los árboles que rodeaban al claro, jugaban, peleaban y gritaban los compañeros de Idrís ahogando los trinos de miles de pájaros.

Sin mirar a Jane Tarzán no se lo pensó y con el alarido que había escuchado cuando estaba en manos de los bandidos se lanzó al estanque desde lo alto del árbol. Jane ayudada de una liana bajo hasta el suelo, se quitó la ropa sucia detrás de un pequeño arbusto bajo la atenta mirada de los dos elefantes y con un movimiento furtivo se metió en el agua disfrutando de su frescor.

Al darse la vuelta vio como Tarzán observaba con curiosidad su cuerpo distorsionado por las ondas del agua. Jane se tapó los pechos y el sexo con las manos con una sensación de vergüenza pero también de emoción al ver el deseo en los ojos del hombre.

Llevaban días buscando y se les acababa el tiempo. Cada hora que pasaba las posibilidades de Jane disminuían y cada hora que pasaba sus ánimos decrecían. Con las primeras tormentas el suelo se embarró y los rastros, de haber existido, habrían desaparecido, así que tuvieron que retirarse derrotados antes de que la temporada de lluvias los dejase aislados. El padre de Jane parecía haber envejecido diez años de repente .Cuando llegaron a la aldea, Patrick estaba tan furioso que mató a los dos guías y aunque no cumplió su promesa de matar a todos los habitantes de la aldea, le dio una soberana paliza al jefe jurándole que si volvía a enterarse de que le tocaban un pelo a otro hombre blanco volvería para cumplir su promesa.

El viaje de vuelta a Ibanda fue triste por la ausencia de Jane y penoso por la lluvia que no dejaba de caer empapándolo y embarrándolo todo.

-Lo siento Avery –dijo Patrick con el refugio de caza ya a la vista –debí ser fuerte y negarme a llevarla conmigo. Es mi culpa, soy su prometido y debí imponer mi criterio.

-No te culpes Patirck, -respondió Avery –ambos sabemos que si adorábamos a Jane, en parte era por su atrevimiento y su independencia. Nada en el mundo le habría disuadido de acompañarnos.

-Yo… la amaba sinceramente. No sé qué voy a hacer ahora sin ella. –dijo Patrick hundido.

-Debemos seguir adelante, volver a Inglaterra y continuar con nuestra vida, aferrándonos a su recuerdo. –replicó el anciano con la voz temblando.

-No, -dijo con una mueca de tristeza –no me iré de aquí sin encontrar al menos su cuerpo. Eso se lo debo. Cuando termine la estación de lluvias volveré y la encontraré.

En el refugio les esperaba Lord Farquar lo bastante recuperado para poder viajar gracias a los cuidados de Mili, aunque la mirada esperanzada que lanzó a los dos compañeros se veló rápidamente ante el gesto de tristeza y derrota que portaban los dos hombres cuando traspasaron el umbral.

A la mañana siguiente cogieron el tren con destino a Kampala y llegaron a la mansión de Lord Farquar ya avanzada la noche.

El ánimo en la mansión era el de un funeral. La casa permanecía en un silencio sólo roto por los ocasionales sollozos de Mili. Henry y Avery permanecían en el salón, sin hablar, fumando puros y bebiendo una copa de coñac tras otra. Patrick se dedicó a disparar su rifle practicando su puntería hasta que dejo de pensar en nada, cargar, apuntar, disparar, extraer el casquillo, cargar… continuó bajo la lluvia hasta perder la noción del tiempo. Cuando oscureció se retiró a su habitación totalmente indiferente a lo que ocurría a su alrededor.

Avery se sentía totalmente vacío, su hija y única heredera, a la que amaba hasta el punto de dedicarle toda su vida, había desaparecido y ni siquiera tenía un cuerpo que llorar. Estaba bebido, pero el coñac tampoco ayudaba. A las dos de la madrugada Henry se disculpó y poniendo su mano vacilante sobre el hombro de Avery y apretándolo suavemente se retiró a sus aposentos. Avery siguió bebiendo y fumando en la oscuridad hasta que se sintió lo suficientemente borracho como para caer inconsciente en la cama.

Una vez en su habitación se quedó sentado con la cabeza dándole vueltas pero incapaz de pegar ojo, los ojos verdes de Jane le miraban acusadores desde el fondo de su mente. Se acercó al equipaje y revolviendo entre las armas sacó su revólver, el viejo Colt Peacemaker le había acompañado fielmente por todo el mundo. Acarició el cañón y con los ojos llorosos se lo metió en la boca. El sabor a hierro y lubricante invadió su boca. Apretando los dientes amartillo el arma y puso el pulgar en el gatillo… Unos suaves toques en la puerta interrumpieron sus pensamientos y acabaron con su determinación. Con un suspiro apartó el arma y lo puso bajo la cama.

-Adelante –dijo Avery con la voz entrecortada mitad por efecto del alcohol, mitad por la emoción.

-Hola señor –dijo Mili atravesando el umbral con pasos vacilantes. –he oído ruidos en mi habitación y pensé que podría necesitar ayuda.

-Gracias, eres muy amable, pero no necesito ayuda –replicó Avery arrastrando las palabras. –nada puede ayudarme ahora.

-Entiendo perfectamente por lo que está pasando señor. He sido la doncella y confidente de Jane desde su juventud y la quise como como a una hermana. He sacrificado todo, incluso parte de mi felicidad por ella y nunca me he arrepentido. Jane era la criatura más valiente y generosa que nunca conocí.

-Lo sé y sé que ella también te quería y valoraba tu amistad y tus consejos. En fin, estoy convencido de que ahora está en un lugar mejor.

-Yo también, -dijo ella mientras se acercaba y le ayudaba a Avery a quitarse las botas. –Ahora debe acostarse e intentar dormir un poco. Yo le ayudaré.

Con manos hábiles fue quitándole la ropa a un Avery ausente hasta que este quedó en ropa interior. Le ayudó a acostarse en la cama y se tumbó junto a él.

-¡Oh! Avery cuanto lo siento –dijo Mili apretándose contra él procurando que el hombre sintiese la tibieza de su cuerpo a través del tenue camisón.

Avery se removió pero no se apartó de aquel cuerpo generoso, cálido y acogedor. Mili alargó el brazo y rozó los calzoncillos con sus manos regordetas. La polla de Avery reaccionó ante el contacto pero lentamente por el alcohol que corría por sus venas. Mili introdujo sus manos bajo la tela y empezó a sacudir el pene de Avery con suavidad notando como crecía poco a poco. Avery gimió y se revolvió de nuevo pero no apartó a la doncella.

Con una sonrisa, Mili apartó el calzoncillo, se metió el pene semierecto de Avery en la boca y comenzó a chuparlo con fuerza. Poco a poco el pene de Avery fue creciendo en la boca de Mili hasta llenarla por entero. En ese momento empezó a acariciarlo con su lengua con más suavidad, haciéndole disfrutar y embadurnándolo con su saliva, Avery gemía suavemente y acariciaba el pelo de la mujer con torpeza.

Mili se irguió y se quitó el camisón mostrando al hombre su cuerpo blando y generoso con unos pechos grandes y unos pezones rosados e invitadores. Avery alargó la mano y la introdujo en el triángulo de oscuro vello que había entre las piernas de Mili. La mujer se estremeció ligeramente al notar los dedos de Avery acariciar su clítoris y penetrar en su húmedo y cálido interior. Excitada y deseosa por acoger el brillante miembro de Avery en su interior se agacho y le dio al hombre un largo y húmedo beso. Su boca sabía tan fuerte a una mezcla de Whisky y tabaco que le hicieron vacilar pero rápidamente se puso a horcajadas y sin darle tiempo a Avery a reaccionar se metió su polla hasta el fondo. Había dedicado tanto tiempo a Jane que hacía años que no yacía con un hombre. La sensación de tener de nuevo un miembro vivo, caliente y palpitante en su interior fue tan deliciosa que no pudo evitar un grito de placer y satisfacción. Las sensaciones irradiaban desde su vagina y se difundían por todo su cuerpo despertándolo de un largo sueño. Comenzó a moverse con movimientos lentos y profundos mientras dejaba que Avery manoseara y pellizcara sus pechos y sus pezones volviéndola loca de deseo. Cuando se dio cuenta estaba saltando con furia sobre el hombre empalándose con su miembro duro y ardiente. El orgasmo interrumpió el salvaje vaivén unos segundos mientras Mili jadeaba con su cuerpo crispado y sudoroso pero inmediatamente siguió subiendo y bajando por su pene con su coño aun estremecido hasta que notó como Avery se corría dentro de ella inundando su vagina con su semen espeso y caliente.

Mili se derrumbó agotada sobre Avery y sintió el miembro del hombre decrecer lentamente en su interior. Cuando recuperó el resuello depositó un beso en la frente del hombre que ya roncaba ligeramente, se levantó de la cama y salió sigilosamente de la habitación.

Se tumbó en su cama agotada pero satisfecha. Alargo su mano y recogió un poco de la leche de Avery que había escurrido por el interior de sus muslos. La observó a la luz de la luna y la acarició entre sus dedos. En ella residía su futuro, aunque sabía perfectamente que no era una jovencita, aún era fértil y pretendía aprovecharlo.

“JUGANDO A SER DIOSES: Experimento fuera de control” LIBRO PARA DESCARGAR (POR LOUISE RIVERSIDE Y GOLFO)

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Sinopsis:

Un magnate de bolsa, cansado y asustado por los continuos ingresos de su única heredera en clínicas de desintoxicación, ve en las novedosas teorías de Jack Mcdowall, un neuropsiquiatra con un oscuro pasado como agente de la CIA, la única forma de que su hija deje las drogas. No le importa que el resto de la comunidad científica las tache de peligrosas y decide correr el riesgo. Para ello no solo lo contrata, sino que pone a su disposición el saber y la intuición de una joven química, pensando que esas dos eminencias serán capaces de tener éxito donde los demás han fracasado.
Desde el principio existen claras desavenencias entre ellos pero no amenazan el resultado porque lo quieran o nó, sus mentes se complementan…. hasta que el experimento se sale de control.
En este libro, Louise Riverside y Fernando Neira se unen para crear una atmósfera sensual donde los protagonistas tienen que lidiar con sus miedos sin saber que el destino y la ciencia les tiene reservada una sorpresa..

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Para que podías echarle un vistazo, os anexo LOS DOS PRIMEROS CAPÍTULOS:

Capítulo 1

Jack McDowall se había quedado sin trabajo. Hasta que publicó su último ensayo en Journal of Psychology, todo el mundo reconocía su valía como neuro psiquiatra, pero las controvertidas propuestas que se había atrevido a enunciar en esa revista lo habían convertido en un paria, un peligroso iluminado.
«Y si supieran que dichas teorías las desarrollé en gran parte gracias a mi labor en la CIA, querrían lapidarme», se dijo pensando en la mala prensa que tenían todos aquellos que habían servido en Afganistán.
Todavía recordaba la defensa que había hecho del tema cuando el decano de la prestigiosa universidad en la que colaboraba le había comunicado que debía tomarse una excedencia.
―John, no he dicho nada que la gente no supiera― comentó al verse acorralado por la polémica: ―Solo sistematicé una serie de técnicas que se vienen utilizando desde hace años y les di una aplicación práctica en un problema que acucia a toda la sociedad.
―No me jodas, Jack. Siempre te ha gustado provocar y hasta el título de tu artículo “Violencia coercitiva y uso de sustancias en la desintoxicación de drogadictos” es una muestra de ello.
Defendiéndose, el neuro psiquiatra respondió que su ensayo que estaba dirigido a un público informado y no a la plebe.
―Exactamente por eso, ¿no te das cuenta de que lo que sostienes es el uso de drogas sustitutivas y el lavado de cerebro como medio para desenganchar a los enfermos? ¿Qué pasaría si tus técnicas las usara un desaprensivo que se cree un mesías?… ¡No tendría problemas en convertir a sus acólitos en zombis incapaces de pensar!
― ¿Acaso Seaborg o McMillan son responsables de las bombas atómicas por haber descubierto el plutonio? Los científicos tenemos que estar por encima de eso― protestó acaloradamente: ―Por supuesto que los métodos que propongo pueden ser usados en otros fines, pero no por ello dejan de ser menos válidos. Piensa en los millones de personas que dependen de las drogas en nuestra sociedad, ¡les estoy dando una salida a sus miserables vidas!
― ¡Te equivocas! Lo que realmente has hecho es sistematizar y perfeccionar una herramienta con la que se puede controlar a las masas y eso crearía una sociedad cautiva, sometida y sin libertad. ¡Una dictadura perfecta!
Que le acusaran veladamente de nazi le indignó porque no en vano había dedicado dos años de su vida a combatir los estragos que los talibanes habían provocado en la mente de los americanos que habían caído en su poder.
―No acepto una simplificación como esa. Si un presidente quiere un lavado de cerebro en masa solo tiene que coger el teléfono y llamar al dueño de Facebook.
―Esa es tu opinión, pero no la del consejo. Por eso hemos decidido que debes tomar un año sabático mientras todo se calma― sentenció su jefe dando por terminada la conversación.
«Sigo sin poder aceptar que los miembros de la élite cultural de este país sean tan estrechos de mente», murmuró preocupado porque llevaba una semana buscando otra universidad que le diera cobijo.
Y todas con la que había contactado le habían dado largas cuando no le habían rechazado directamente. Por ello esa mañana, estaba en casa intentando hacer algo para romper la monotonía en que se había instalado desde que le habían notificado su cese, cuando escuchó el sonido agudo del timbre.
«¿Quién será?», se preguntó extrañado de que alguien, rompiendo su aislamiento, estuviera llamando a su puerta.
Al abrirla, se encontró con un chofer que tras cerciorarse de quien era, señalando la limusina que conducía, le pidió educadamente que le acompañara porque su jefe quería verle.
La sorpresa no le dejó reaccionar y antes de poder recapacitar, se vio dentro del lujoso vehículo con rumbo desconocido.
«Ni siquiera le he preguntado quién le manda», murmuró para sí mientras decidía si pedirle que parara o dejar que le llevara hasta su superior. La ausencia de otras ocupaciones le hizo comprender que nada tenía que perder y por eso relajándose, disfrutó de la comodidad de su asiento mientras a través de la ventana observaba la ajetreada vida de los neoyorquinos, sabiendo que muchos de ellos necesitaban una pastilla o una dosis de cocaína para levantarse todas las mañanas.
«Si me dejaran terminar mis estudios, ¡podría salvarlos!», se lamentó sintiéndose una víctima de la hipocresía reinante entre la clase pensante de ese país.
Seguía torturándose con lo que consideraba una injusticia equivalente a la que había que había sufrido Copérnico por hablar de heliocentrismo cuando de pronto el conductor paró frente a un impresionante edificio de la Quinta Avenida.
«¡Menuda choza tiene por oficina el que vengo a ver!», sentenció mientras junto al uniformado recorría el hall de entrada.
Si el lujo de esa construcción le había dejado apantallado, más lo hizo el que el sujeto que fuera a ver tuviera un ascensor privado cuyo único destino era su despacho.
«Esto huele a servicio secreto», dijo para sí pensando que quizás algún jerarca de una oscura agencia de seguridad había sabido de sus teorías, y escamado tras su experiencia en la Agencia, pensó: «Si es así, ¡me voy! ¡No voy a trabajar más para el gobierno!».
Los veinte segundos que ese elevador tardó en llegar a la planta superior le parecieron eternos y por eso se animó cuando por fin sus puertas se abrieron. La alegría le duró poco al reconocer al tipo que se acercaba renqueando hacía él.
«¡No puede ser!», murmuró en silencio confundido porque el hecho de que quien casi lo había secuestrado fuera uno de los más famosos magnates de Wall Street, «¿Qué cojones querrá de mí Larry Gabar?».
Su cara y su nombre eran habituales en los periódicos financieros de todo el mundo, pero también en los sensacionalistas por los continuos escándalos que su hija Diana provocaba cada dos por tres. No sabiendo a qué atenerse y tras saludarlo con un apretón de mano, lo siguió hasta su despacho.
«En persona, parece más viejo», sentenció fijándose en las profundas arrugas que surcaban la cara del ricachón.
Acababa de sentarse cuando ese hombre acostumbrado a enfrentarse con tiburones de la peor especie, con el dolor reflejado en su rostro, le soltó:
―Muchas gracias por venir, necesito su ayuda.
Que un sujeto como aquel se rebajara a hablar con un profesor de universidad ya era suficientemente extraño, pero que encima casi llorando le pidiera auxilio le dejó pasmado. Desconociendo en qué podía socorrerlo, Jack espero a que continuase.
―Mis contactos me han explicado que usted está desarrollando una novedosa terapia para desenganchar a drogodependientes.
―Así es, pero todavía está en pañales.
Levantando su ceja, Larry Gabar le taladró con la mirada:
―No es eso lo que me han dicho. Según mis fuentes, solo está a expensas de que alguien financie la puesta en práctica de sus teorías y ¡ese voy a ser yo!… Siempre que acepte mis condiciones.
A pesar de que para él era vital que alguien sufragara los enormes gastos de sus estudios, supo de inmediato que el interés de ese hombre no era mero altruismo, sino que era debido por algo que estaba a punto de conocer. Por eso, controlando el tono de su voz, para no revelar su alegría, Jack le preguntó cuáles eran esos requisitos que tenía que cumplir.
―Como me imagino que sabe, tengo una hija drogadicta. Quiero que la desenganche de esa mierda y que no vuelva a recaer.
El neurólogo comprendió lo peligroso que podría resultar tratar a la hija de uno de los hombres más poderosos de todo Estados Unidos, pero también que, de tener éxito, al hacerlo se le abrirían las puertas que de otra forma permanecerían cerradas.
―No tengo problema en tratarla una vez se haya confirmado la validez de mis métodos― contestó aceptando implícitamente el hacerse cargo de su vástago.
― ¡Mi hija no puede esperar! ¡Cualquier día la encontrarán tirada en un rincón víctima de una sobredosis! ¡Debe usted empezar de inmediato!
Esa era la contestación que más temía. No en vano sus planteamientos seguían siendo eso, planteamientos que jamás habían sido puestos en práctica. Tratando de no perder esa financiación, pero también que el millonario aquel comprendiera lo novedoso de los métodos que proponía, le preguntó si sabía en qué consistía la terapia.
Para su sorpresa y sacando un dosier, se lo dio diciendo:
―Me he informado y si acepto que un antiguo interrogador de la CIA le lave el cerebro a mi pequeña, es porque lo he intentado todo. Me trae al pairo como lo consiga, solo quiero a Diana lejos de las jeringuillas.
No supo que decir. Se suponía que nadie sabía que, además de ayudar a las víctimas de los Talibanes, la compañía lo había utilizado para sonsacar los planes a esos fanáticos. Jack mismo intentaba olvidarlo porque le avergonzaba el haber usado sus conocimientos como torturador.
Que ese hombre estuviera al tanto de ese papel, lo dejó acojonado al comprender que había tenido que usar todo su poder para conseguir esa información. Tras reponerse de la sorpresa, supo que de nada serviría fingir ni minorar el riesgo que ser la cobaya con la que experimentarían por primera vez sus arriesgadas teorías, replicó:
―Es consciente que la llevaré al borde del colapso físico y psíquico para poder manipular su mente y del peligro que se corre.
Con una mueca amarga en su boca, Larry Gabar contestó:
―Lo sé y antes de verla un día más tirada como piltrafa, prefiero correr el riesgo de que muera.
Impresionado por el valor del viejo, insistió:
― ¿Sabe que para ello propongo usar unas drogas que todavía no están plenamente desarrolladas?
―Eso cree, pero no es cierto. Tras leer su artículo, puse a mi gente a indagar y descubrí que existen.
―No es posible, ¡yo lo sabría! ― el neurólogo contestó casi gritando porque, de ser cierto, podría poner en práctica sin más dilación sus teorías.
Apretando un botón, el ricachón pidió a su secretario que hiciese pasar a su otro invitado.
―Jack, le presentó a J.J., la investigadora que ha creado unos compuestos que se adecuan a sus requerimientos.
Le costó creerse que esa joven rubia fuera experta en química orgánica. Por su juventud parecía más una colegiala que una científica y tampoco ayudaba que el jersey de cuello que llevaba fuera el que usaría una militante de ultraizquierda.
―Encantado de conocerla ― aun así, se presentó como si fuera una colega.
La recién llegada masculló a duras penas un hola, tras lo cual se hundió en un sillón como si esa conversación no fuera con ella. Gabar sin duda debía conocer las limitadas habilidades sociales de la muchacha porque olvidándose de la autora, empezó a explicar sus descubrimientos leyendo un documento que tenía en sus manos.
Llevaba menos de un minuto, relatando las propiedades de las diversas sustancias cuando impresionado por lo que estaba oyendo, Jack le arrebató los papeles y se los puso a estudiar en silencio.
El ricachón obvió la mala educación del neurólogo y sabiendo que lo había deslumbrado, esperó sonriendo que terminara.
«No me lo puedo creer, ¡ha modificado la metadona añadiendo unas moléculas que nunca había visto!», exclamó mentalmente mientras repasaba una y otra vez las supuestas propiedades de ese compuesto.
Lo novedoso de ese desarrollo lo tenía alucinado porque saliéndose de la línea que se estudiaba en todo el mundo, esa niña había planteado una nueva vía que se ajustaba plenamente a sus requerimientos.
― ¿Quién es usted? ― le espetó al no entender que jamás hubiese oído hablar de ella, de ser cierto todo aquello, esa pazguata era el químico más brillante que jamás conocería.
―Jota .
― ¿Tendrá apellido? ― molesto Jack preguntó.
―Jota ― sin levantar su mirada replicó ésta con un marcado acento español.
Interviniendo, el ricachón explicó al neurólogo que, en el acuerdo que había llegado con ella, estaba mantener su identidad oculta porque quería seguir viviendo anónimamente una vez acabara su colaboración.
Jack estaba a punto de protestar cuando de improviso escuchó a la cría alzar la voz:
―Como comprenderá, de saberse, los cárteles de la droga llamarían a mi puerta porque mis compuestos se podrían fabricar a una ínfima parte de los que ellos distribuyen. Solo he accedido a desarrollar lo que usted necesitaba porque me interesa que tenga éxito y consiga sacar de las drogas a la gente.
― ¿Me está diciendo que los ha hecho exprofeso para mi investigación? ¡Eso es imposible! De ser verdad, ¡solo ha tenido un mes para conseguirlo!
Levantado su mirada por unos momentos, contestó:
―Tardé quince días. La verdad es que me resultó fácil porque, con su artículo, usted mismo me fue guiando.
El cerebro que debía poseer esa criatura para llevarlo a cabo hizo crecer en una desconfianza creciente porque nunca había escuchado algo igual. Por ello y dirigiéndose al magnate, preguntó:
―Usted se creé esta mascarada. Me parece una estafa. Es técnicamente imposible.
Riendo a carcajadas, Gabar le respondió:
―Jota lleva trabajando para mí desde los dieciséis años y si ella dice que sus compuestos cumplen las condiciones que usted planteaba, le puedo asegurar que es así. Confío en ella y usted deberá hacerlo porque, si acepta mi oferta, trabajarán juntos.
Que esa veinteañera fuera un genio que llevaba en su nómina desde niña le intimidó, pero también le hizo comprender que, junto a ella, su proyecto avanzaría a pasos agigantados y venciendo sus reticencias, se puso a negociar con el magnate las condiciones en las que se llevaría a cabo ese experimento.
Contra todo pronóstico, Larry Gabar no discutió apenas los términos y en lo único que se impuso fue en que quería que la desintoxicación de su hija tuviera lugar en una de sus instalaciones.
Al explicarle que estaba alejada más de cincuenta kilómetros del pueblo más cercano y que Diana no la conocía, Jack aceptó porque era necesario aislar al sujeto de todo lo que le resultara familiar, así como de cualquier estímulo que le hiciera recaer.
Lo que no le gustó tanto fue que, al cerrar el acuerdo, la tal Jota preguntara al magnate si era seguro que se quedarán ellas dos solas ¡con un torturador!…

Capítulo 2

Larry Gabar tenía previsto que aceptara el encargo y por eso, cuando Jack estampó su firma en el contrato que le uniría al magnate, apenas le dejó tiempo para ir a casa a preparar su maleta. Para su sorpresa, la finca donde pasarían los siguientes tres meses ya estaba completamente equipada para la labor.
―Diana llegará en tres días. Para entonces espero que todo esté listo para comenzar su desintoxicación― informó al neurólogo: ―Por lo que, si encuentra algo a faltar, dígamelo y se lo haré llegar.
―Una pregunta, ¿su hija está de acuerdo con internarse?
― ¿Acaso importa? ― replicó el padre.
―Lo digo por mero formalismo legal porque desde el punto de vista del tratamiento, da igual.
El sesentón respiró aliviado al escuchar que no hacía en principio falta el consentimiento de la paciente, pero sacando un papel, se lo entregó a Jack diciendo:
―Diana fue incapacitada por un juez y como su tutor soy yo el que lo autoriza.
Jack ni siquiera leyó el documento porque sabía que en caso de un percance de nada serviría tenerlo al tenerse que enfrentar con los mejores abogados del país. Aun así, se lo guardó. Tras despedirse del ricachón, se percató que Jota le seguía y girándose hacia ella, le preguntó si le iba a acompañar al avión.
La rubia contestó:
―Considero necesario estar desde el principio porque además de crear las sustancias que usted vaya necesitando, mi otra función será informar a nuestro jefe de los avances que vayamos teniendo.
A Jack le gustó que reconociera sin tapujos que era una infiltrada del magnate porque así sabría a qué atenerse. Quizás por ello, en plan gentil, le cedió el paso mientras salían del despacho, sin saber que al hacerlo la muchacha malentendería ese gesto y cabreada le exigiría que fuera esa la última vez que se comportara como un cerdo machista.
―Mira niña, antes me acusaste de torturador y me quedé callado. Pero el colmo es que ahora me insultes tildándome de sexismo sin conocerme. Intenté ser educado, pero ya que lo prefieres así: ¡mueve tu puto culo que tenemos prisa!
Nadie la había tratado jamás con tanta falta de consideración y como no estaba acostumbrada a ese trato, anotó esa afrenta para hacerle saber lo que pensaba en un futuro, pero no dijo nada.
«Si cree que me puede tratar así, va jodido», sentenció sin dirigirle la palabra.
Jack deploró el haberse dejado llevar por su carácter, pero tampoco hizo ningún intento por disculparse.
«Menudo infierno va a ser tener que vivir con esta imbécil. Sería darle la razón, pero lo que me pide el cuerpo es ponerla en mis rodillas y darle una tunda para que aprenda a tener más respeto», pensó fuera de sí…

Una hora después el avión personal de Gabar estaba despegando del aeropuerto de LaGuardia con el neurólogo y la joven química en su interior. La falta de sintonía entre los dos quedó de manifiesto al sentarse cada uno en una punta para así no tener que hablar siquiera entre ellos. Es más, por si le quedaba alguna duda, Jota sacó de su bolso dos libros y se los puso a leer, dándole a entender que no deseaba entablar ningún tipo de comunicación.
Jack reconoció por sus tapas que eran libros de psicoanálisis y eso le dejó perplejo porque lo especializado de su temario hacía que solo alguien versado en la materia pudiera entenderlo.
Tratando de devolver veladamente sus insultos, desde su asiento ofreció a la rubia su ayuda diciendo:
―Si necesitas que te aclare algún concepto, solo tienes que pedirlo.
Levantando su mirada y por un momento, la cría le pareció humana, pero fue un espejismo porque al momento, luciendo una sonrisa de superioridad, esa bruja contestó:
―No creo que me haga falta, solo estoy repasando conceptos que tengo un poco oxidados. Piense que ya hace cuatro años que me doctoré en psiquiatría y desde entonces apenas he tocado estos temas.
No sabiendo que le jodía más, si que ese cerebrito fuese doctora en su misma rama o que lo hubiese dejado caer sin darle importancia, Jack replicó molesto que, ya que sabía del tema, quería escuchar su opinión sobre el método que él proponía para desenganchar de las drogas a los pacientes.
Sin separar los ojos del libro, Jota respondió:
―Es un enfoque que en un principio me escandalizó, pero tras meditarlo, comprendí que podía ser acertado el planteamiento. Hasta ahora todos los psiquiatras han tratado a los drogodependientes por medio de la persuasión, pero usted propone algo más. Mientras ellos se conformaban con se alejen de las drogas, usted desea que piensen y se sientan libres de ellas, aunque para ello tenga que usar la coerción para moldear los flujos de información de sus cerebros.
Al oír sus palabras, esa criatura lo había descolocado porque había sintetizado en apenas treinta segundos su teoría. Por ello, menos molesto, le preguntó qué pasos creía que iba a seguir para conseguirlo.
―Nuevamente, me toma por novata― respondió Jota: ―cualquier estudiante de primero puede responder a esa pregunta: Lo primero que va a hacerle es una revisión física completa mientras sigue confusa por hallarse en un ambiente hostil. Me imagino que además de los análisis normales, le hará unos escáneres para comprobar el daño que las drogas han hecho en su cerebro.
―Así es― confirmó el neurólogo: ― por mi experiencia si sabemos que el estado de sus lóbulos y cómo funcionan, nos resultará más sencillo detectar las debilidades que vamos a usar para manipular su mente.
― ¿Qué espera encontrar en Diana?
―Deterioros en su capacidad cognitiva, memoria dañada, falta de autocontrol… nada que no haya visto antes― contestó.
Confirmando a su interlocutor que conocía a su futura paciente, Jota insistió:
―Diana no es la típica drogata. Además de ser una mujer bellísima, de tonta no tiene un pelo. Se ha llevado a la cama a todos y cada uno de los terapeutas que su viejo ha puesto en su camino.
―No dice nada en su historial― cabreado señaló Jack mientras revisaba su expediente ― ¿Cómo nadie me ha avisado de algo así? ¡Es importantísimo!
―Me imagino porque esos papeles han sido escritos por los mismos que sedujo y nadie es tan honesto de dejar al descubierto sus pecados.
―Sabrás lo importante que es el sexo en el sistema de recompensas cerebrales. El placer puede ser la herramienta con la que hacerla cambiar. Las dosis de dopamina que se producen en cada orgasmo las podemos aprovechar para desmoronar su adicción a otras sustancias.
― ¿Está hablando de hacerla adicta al sexo? ¿Eso sería cambiar una adicción por otras?
―En un principio puede ser, pero cuando ya esté recuperada de las sintéticas será más fácil tratarla y no existen casi contraindicaciones. ¡A todos nos viene bien echar un polvo!
Jota estuvo a punto de protestar porque siempre había tenido dudas sobre los efectos beneficiosos del sexo más allá de los meramente físicos. Además, ella nunca se había visto atraída por otra persona, con independencia de su sexo, pero considerando que su vida personal no tenía nada que ver en el tratamiento, se lo quedó guardado.
«No me interesa que este capullo sepa que soy virgen y menos que nunca he sentido un impulso sexual. Como el manipulador que es, lo usaría en mi contra», decidió en el interior de su mente.
Asumiendo que era una anomalía, no por ello podía negar que la lujuria era común a la mayoría de los humanos. Y dando la razón en principio al neurólogo, aceptó desarrollar un compuesto que incrementara el deseo físico y la profundidad de los orgasmos.
―Por lo que deduzco, quiere una especie de “Viagra femenino” con los efectos que supuestamente produce el “Éxtasis”, mayor sensibilidad táctil, disminución de ansiedad e incremento del deseo.
―Sí y no me vale con un coctel de serotonina. Necesito que pienses en algo que incremente exponencialmente el placer. Tienes cuatro días para diseñarlo y producirlo, quiero usarlo en nuestra paciente en mitad de su síndrome de abstinencia para que psicológicamente su impacto sea mayor.
―Lo que me manda es complicado por falta de tiempo, pero intentaré que al menos ese día tenga algo con lo que trabajar, aunque luego perfeccione la fórmula― respondió la rubia mientras sacaba su portátil y se ponía a trabajar.
Mirandola de reojo, Jack observó cómo se concentraba en la misión mientras se preguntaba cuántos químicos que conocía hubiesen aceptado ese imposible.
«Ninguno», sentenció, «todos me hubiesen mandado a la mierda y llamándome loco, ni siquiera lo hubiesen intentado» …


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Sinopsis:

Respondiendo a un llamado de su interior, Uxío Mosteiro abandona su ajetreada vida en Lyon y se traslada a la aldea donde desde tiempos inmemoriales su familia es dueña de un pazo. Su llegada a esa su tierra, el único lugar donde se considera en casa, despierta el temor ancestral que sus paisanos siente por los salvaxes. Aunque en un principio no le da importancia, considerándolo poco más que chismes la fijación que muestran asimilando a todos los de su alcurnia con esos seres mitológicos, los cambios que se producen en él le hacen ver que los hombres lobo existen y que él es uno de ellos. Sin saberlo, contrata a la nieta de una antigua cocinera de la casa y Branca resulta ser una poderosa Meiga. La hechicera se convierte en su amante y desde ese momento, tratara de convencer a su amado para que acepte que además de salvaxes, también habitan esos lugares las hadas, una de las cuales llamada Xenoveva lo reclama como su esposo.
Todo se complica cuando Tereixa, una hembra de su especie, aparece por el pueblo y empiezan las muertes…

ALTO CONTENIDO ERÓTICO

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Para que podías echarle un vistazo, os anexo LOS DOS PRIMEROS CAPÍTULOS:

1

Furtivo y gris en la penumbra última,
va dejando sus rastros en la margen
de este río sin nombre que ha saciado
la sed de su garganta y cuyas aguas
no repiten estrellas. Esta noche,
el lobo es una sombra que está sola
y que busca a la hembra y siente frío.

Jorge Luis Borges

Tras diez años trabajando en el extranjero para la Interpol, estaba harto. Asqueado de tanta violencia y maldad que sobrevolaba la sociedad de hoy en día, necesitaba volver a mis orígenes. No me bastaba con retornar a mi país o a mi región, ni siquiera a mi pueblo; ¡tenía que volver a casa! Y cuando hablo de casa, no me refiero al piso de Madrid donde viví con el viejo, sino la casa solariega de la Galicia profunda que forma parte de mis genes y a la que siempre he estado íntimamente unido. Nadie lo comprende, pero desde niño ¡solo ahí fui feliz! Para mí, nada se puede comparar con recorrer sus caminos, disfrutar de sus prados, perderse entre sus bosques o descansar en una de sus riberas sombrías. Su húmeda belleza, sus paisanos, sus cumbres, el sonido de los urogallos reclamando el favor de las hembras, me llamaban de vuelta. Tras la muerte de mi padre y haber heredado una buena suma, pedí una excedencia de dos años y una mañana de mayo, llegué ante sus muros. El musgo de la entrada y los tejos invadiendo el camino me hicieron enfadar al saber que gran parte de esa decadencia era culpa mía. No en vano yo era el único heredero de esas tierras y por tanto su dueño. Aunque me sacó de ahí siendo un crio, huyendo de lo que él llamaba la aldea, para mí esa casona, era “noso lar”, el hogar que nuestros antepasados erigieron en la ladera de un monte.

            «Tengo que devolverle su esplendor», me dije mirando los descuidados campos de mi heredad con el pecho encogido. Abrir el viejo portón de madera de su entrada no hizo más que incrementar mi dolor. El polvo de los muebles, las telarañas de sus techos, el olor a cerrado.  Todo en su interior daba muestra de su abandono.

 «¡Qué distinto era cuando vivía el “Vello”! ¡El abuelo no hubiese permitido este deterioro!» sentencié mientras subía por las escaleras al primer piso para dejar el equipaje.

Sabiéndome el único a quien le importaba el viejo pazo, ocupé la habitación que históricamente correspondía al dueño y que desde que había muerto el “Viejo”, mi padre se había negado a usar.

«Yo si la ocuparé “avó”», dije sintiendo como si siguiera viva la figura de mi abuelo.

Al llegar, instintivamente toqué a la puerta como hacía cuando el anciano vivía antes de entrar. Tras darme cuenta de lo absurdo que eso era, abrí y pasé al cuarto. La cama donde durante años había estado recluido era tan enorme como recordaba.

«La de veces que me tumbé ahí para que me leyera un cuento», me dije observando el grueso colchón de lana.

El frio me hizo recordar que todavía no había encendido la “lareira”, la enorme chimenea que ocupaba la mitad de la cocina de la planta baja y que era tan típica en las aldeas de mi tierra. Dejando las dos maletas en el suelo, me dirigí a hacerlo. La antigüedad de la leña allí acumulada me permitió con rapidez hacer una pequeña hoguera que secara y calentara el ambiente. La belleza hipnótica de sus llamas me hizo volver a mi niñez y a sus noches cuando, a la luz de esa lumbre, Maruxa, la cocinera me narraba historias de meigas, de duendes y de hadas.

«Galicia é unha terra máxica e cada un dos seus fillos ten unha fada madriña», siempre recalcaba cuando me oía negar la existencia de la magia y de esos seres alados.

― ¿Tengo yo también un hada madrina? ― recuerdo que tenía la costumbre de preguntar.

Aunque cientos de veces cuestioné lo mismo, Maruxa nunca se cansó de contestar:

― Non te rías. A túa fada chámase Xenoveva e un día presentarase a ti.

Según ella, el día que nací vio al lado de mi cuna a esa hada bajo el aspecto de una mujer joven. Al indagar ella en qué hacía ahí, la aparición le contestó:

― Coido do meu destino.

«Cuido de mi destino», sonreí al recordar su insistencia en que un día Xenoveva, mi hada madrina, aparecería ante mí para salvarme si algo me amenazaba.

―Maruxa, no asustes al chaval― mi padre la recriminó una noche al comprobar que me creía esas leyendas: ―Aquí no hay peligro.

― Patrón, sempre hai perigos escondidos detrás da maleza.

―Habladurías de viejas. Hijo, ¡no hagas caso! No existen ni las brujas, ni los duendes y menos las hadas.

A pesar de los años que han pasado, no consigo olvidar mi enfado con él porque negara la existencia de Xenoveva. En mi mente de niño, la señora de los bosques era real y me cuidaba.

―Papá, ella me salvó cuando casi me ahogo en la laguna y luego desapareció.

―Uxío, las hadas no existen. La joven que te sacó del agua, debió ser una peregrina haciendo el camino de Santiago que, viendo que estabas bien, decidió dejarte para irse a reunir con sus compañeros de viaje― contestó muy molesto.

Recuerdo que mi abuelo, sonriendo, murmuró en mi oído:

―Tu padre es un viejo cascarrabias que ha borrado de su mente a su madrina. Tú no la olvides y Xenoveva volverá.

El crepitar de un leño me devolvió a la realidad y dejando esos recuerdos en un rincón de mi cerebro, me puse a airear la casa. El penoso estado de sus ventanas y contraventanas me hizo ver que iba a necesitar ayuda y por eso decidí que cuando fuera a ver al cura, como verdadero poder fáctico de la aldea, no solo debía pedirle que me encontrara alguien de servicio sino también un manitas que me apoyara arreglando todo aquello que yo no pudiera.

«Hay demasiados desperfectos para hacerlo solo», sentencié preocupado.

Aterido de frio y sabiendo que poca cosa podía hacer ahí hasta que cogiera temperatura, cerrando la casa, me fui a buscar al sacerdote. Tras aparcar frente a la iglesia, me encontré que don Ángel estaba confesando y que según ponía en el horario todavía tardaría una hora en salir del confesonario.

«Me tomaría un café mientras tanto», pensé y viendo que estaba abierto el bar de doña Madalena, me dirigí hacia ahí.

No había recorrido ni veinte metros desde la Iglesia, cuando escuché que alguien me llamaba. Al girarme me encontré con la antigua cocinera.

― ¡Maruxa! ― exclamé al reconocerla tras tantos años.

La ahora anciana se echó a llorar mientras me abrazaba:

―O meu pequeno Uxío.

El cariño de la paisana me dejó sin palabras y por ello tardé en reaccionar al darme cuenta de que no venía sola y que una joven alta y morena la acompañaba.

―Es Branca, a miña neta― cuándo pregunté, confirmó que era su nieta.

Como quería hablar con Maruxa para que me pusiera al día de lo que había pasado en el pueblo, me pareció lógico invitar a las dos a tomar algo.  La timidez de la muchacha quedó de manifiesto cuando quiso protestar y su abuela la calló diciendo que debía conocer a su “Uxío”. El comentario de la antigua empleada me hizo reparar en su larga cabellera, negra como la noche, y en su rostro, blanco y dulce que realzaba el color de sus labios rojos. Reconozco que me dio pena la muchacha al ver que, frunciendo el ceño, nos seguía en silencio. Ya en el bar, me permití comentar a la antigua empleada el mal estado en que se encontraba la casona y que si me hallaba en el pueblo era para hablar con el párroco para que me aconsejara a quien necesitar contratar de servicio.

― Non é preciso preguntarlle ao cura. Branca estará encantada de ir vivir ao pazo para traballar― dijo señalando a su nieta.

Que en esa zona imperaba el matriarcado, me quedó claro cuando tratando de saber si la joven realmente deseaba ese trabajo le pedí que me lo aclarara y ella aceptó diciendo:

―Mi abuela cree que será bueno.

La voz de la chavala me agradó y obviando que realmente no me había confirmado que deseara el puesto, se lo di asumiendo que siendo familia de Maruxa era alguien de confianza.

―Me gustaría que vinieras esta misma tarde, Hay mucho que limpiar― contesté al decirme que cuando empezaba.

 ―Aí estará, non te preocupes― sentenció su abuela mientras se despedía de mí.

Cómo todavía tenía que hablar con don Ángel por el manitas, me quedé haciendo tiempo y pedí otro café. Al traérmelo, la dueña del local me soltó que no debería contratar a la tal Branca.

― ¿Por qué? ― pregunté.

― As mulleres desa familia son bruxas ― respondió la cincuentona.

Sé que debería haber sido más discreto, pero al oír que según la paisana todas las hembras de la familia de Maruxa eran brujas, no pude contener la carcajada.

― Non te rías. Todo o mundo sabe que teñen fama de meigas que falan cos mortos.

Al decir en que tenían fama de hablar con los muertos, comprendí que en la Galicia profunda seguían enquistadas esas creencias en las que se mezclaban supersticiones celtas con el cristianismo más rancio. No queriendo que viera un menosprecio en mi escepticismo, me quedé callado y salí del bar.

            «Es acojonante, en pleno siglo XXI, siguen creyendo esas patrañas», sentencié sin caer en que, al contrario que en mi niñez, con treinta y cinco años mi progenitor y yo teníamos la misma opinión sobre esos temas.

            Ya de vuelta a la iglesia, el párroco había terminado de confesar y pudo darme unos minutos. A raíz de enterarse que había contratado a la muchacha, don Ángel me felicitó por no haberme dejado llevar por los chismes del pueblo:

            ―Todas las jóvenes de esa familia son carne de emigración debido a la superstición. Ninguno de sus paisanos les da trabajo al temer caer bajo un hechizo.

―Padre, ¿y qué tal es Branca? ― indagué.

El sacerdote respondió muerto de risa:

―La más peligrosa de todas ellas. Con un movimiento de pestañas, es capaz de hechizar a cualquier hombre.

Que don Ángel se atreviera a bromear con ello y encima alabando la belleza de la cría, me tranquilizó al creerme ya vacunado contra ese tipo de armas y cambiando de tema, le pedí que me aconsejara a que albañil contratar.

―En esta época, no te puedo aconsejar a ninguno. Los buenos están ocupados con las faenas del campo. Pero no te preocupes, todas las mujeres del pueblo pueden hacer pequeñas reparaciones y Branca no será menos. Si la dejas, se ocupará de corregir los desperfectos con los que se encuentre― contestó.

Que esa cría fuera capaz no solo de mantener al día la limpieza del pazo sino también supiera hacer chapuzas, me alegró y recordando que todavía debía llenar la despensa, me fui la tienda del pueblo. Al llegar al pequeño súper, me llevé la sorpresa de que Maruxa y su nieta se me habían adelantado y habían dejado a la dependienta una lista con lo que ellas consideraban indispensable.

―Está correcto, ¿cuánto le debo? ― sentencié tras repasar el pedido y comprobar que lo que habían encargado era, además de razonable, necesario: «No me había acordado de comprar el cubo con su fregona y menos los dos tipos de jabón que se necesitará para limpiar los suelos», me dije mientras sacaba la cartera y pagaba.

Contento con esa inesperada ayuda, metí las bolsas en el maletero de mi todo terreno y volví a la casona. Tras aparcar, vi que Branca acompañada de otra joven estaba limpiando el exterior de la casa. Al acercarme y tras presentarme a su hermana, me dio la bienvenida diciendo que había dejado sus cosas en la habitación que había sido de su abuela.

―Esa parte de la casa está inhabitable. Hasta que no la arreglemos será mejor que duermas en el área noble― comenté recordando el calamitoso estado de la zona de servicio.

―Lo que usted diga― respondió sin poder evitar mostrar su satisfacción al no tener que dormir pensando que el techo se le podría venir encima.

La sonrisa que iluminó su cara me dejó apabullado al darme por fin cuenta de lo que se refería el puñetero cura: “Branca era una belleza”. La palidez de la criatura realzaba más si cabe el vivo color de sus labios mientras la profundidad de sus ojos negros animaba a zambullirse en ellos. La joven no se debió de percatar de la forma en que la miraba porque no se quejó de ello y tomando posesión de su puesto, únicamente me exigió que desapareciera de la casa mientras ellas terminaban de limpiar.

 Disculpando su tono duro y en cierto grado impropio de alguien a mi servicio, comprendí que mi persona ahí estorbaba y tragándome el orgullo, me fui a dar una vuelta por la propiedad. Ese paseo obligado no tardó en afectarme y olvidando mi cabreo, empecé a disfrutar de cada uno de sus pasos. La belleza de los prados con la yerba a punto de segar me fue acercando poco a poco al bosque casi salvaje que mi abuelo se había encargado de proteger y que, por respeto, mi padre nunca había tocado.

«¿Cuantos años puede tener este carballo?», me pregunté al observar el tronco de un roble que al menos sería centenario mientras sin darme cuenta me internaba en la densa foresta.

Absorto contemplando la herencia vegetal de mis mayores seguí penetrando en el bosque hasta que de improviso me vi en mitad de un claro. Reconocí de inmediato ese lugar y por eso, busqué la laguna donde siendo un niño me bañaba. Tras encontrarla, curiosamente hacía calor y sintiendo el sol cayendo a plomo sobre mi cabeza, estaba ya quitándome la camisa con la esperanza de darme un chapuzón cuando unas risas femeninas me hicieron parar en seco.

Extrañado, me agaché tras un denso laurel y busqué su origen. Desde mi escondite, comprobé que las culpables eran dos crías que aprovechando la soledad de ese paraje se bañaban en sus cristalinas aguas sin que nadie las molestase. Su presencia en mi heredad me parecía una afrenta, una mancha que sobre la naturaleza impoluta de ese edén. Por ello en un principio no me fijé en la indudable belleza de sus cuerpos, hasta que se pusieron a nadar hacia la orilla desde la que las observaba.

«¡Están desnudas!» exclamé en silencio mientras esas dos ninfas, ajenas a estar siendo espiadas por mí, se ponía a jugar entre ellas.

La alegría que transmitían al mojarse una a la otra me pareció adorable y sintiéndome un voyeur, me quedé mirando sus juegos. La perfección de sus curvas, la rotundidad de sus pechos y sobre todo la hermosura de sus nalgas me tenían sin respiración.

«Son perfectas», estaba diciendo en mi interior cuando observé que en la otra orilla había hecho su aparición otra mujer.

Si las primeras me parecían guapísimas, la pelirroja recién llegada resultó ser una diosa, un ser tan bello que su atractivo era hasta doloroso.

«¿Quién será?», medité mientras recreaba la mirada en el trasero con forma de corazón del que era dueña. 

El contraste de la blancura casi nívea de esa mujer con la piel morena de las dos más jóvenes me terminó subyugar y por eso cuando olvidando a la que parecía la jefa, las morenas se pusieron a hacerse aguadillas entre ellas, no pude más que suspirar. Sin tener constancia la brutal sensualidad que trasmitía al hacerlo, la pelirroja se puso a enjuagar sus pechos con el agua de la laguna mientras a un metro escaso de ella, sus compañeras reían de felicidad.

«No puede ser tan bella», murmuré para mí valorando con detalle el rosado botón que decoraba cada uno de esos cantaros.

Ajenas a que estaban siendo observadas, las morenas se abalanzaron sobre la desconocida acariciándola mientras reían. La envidia me corroyó al ver cómo las manos de esas jóvenes se dedicaban a recorrer las curvas de la diosa. Con creciente calentura, desde mi escondite admiré la tranquilidad con la que esa mujer recibía esas caricias mientras las regañaba:

―No seáis traviesas. Dejadme en paz.

Esa dulce reprimenda, lejos de conseguir su objetivo, azuzó a esas niñas y queriendo profundizar en la travesura, llevaron sus manos entre los muslos de la pelirroja. Observando la serenidad con la que asimilaba ese nuevo ataque, certifiqué la dureza de sus glúteos al darse la vuelta.

«¡Es preciosa!», exclamé en silencio mientras grababa en mi mente el caminar aristocrático de esa leona de larga melena mientras salía del agua.

Ante mis ojos, la desconocida se mostró en plenitud. Su desnudez me permitió pasar de la dureza de sus glúteos a sus senos. La exuberancia de ese par de montañas no fue óbice para que pudiera disfrutar, con auténtico frenesí, del profundo canal que discurría entre ellas.

«¡Quien pudiera hundir la cara entre esas dos hermosuras!», pensé mientras el enano de mi conciencia me exigía que parara de espiarlas.

No pude más que mandar a la mierda a ese jodido renacuajo cuando me percaté de que, tras pasar tanto tiempo dentro del agua, se le habían endurecido los pezones.

«¡Qué belleza!», sentencié ya totalmente excitado soñando que algún día serían míos.

Seguía babeando con sus pechos cuando la mujer se tumbó a tomar el sol frente al lugar donde me escondía. La calentura que me dominaba ya me impulsó a buscar con la mirada entre las piernas de la pelirroja.

«Joder», gruñí al contemplar el coño imberbe de la desconocida.

Ignorando mi existencia, me lo puso fácil porque tratando de encontrar postura sobre la arena, esa mujer me deleitó con la visión de los gruesos labios que permanecían a cada lado de su sexo.  Con ganas de abalanzarme sobre ella, comprobé la ausencia de grasa abdominal en su cintura mientras observaba como se ensanchaba para dar entrada a unas caderas de ensueño.

«¡Menudo culo!», alabé centrándome en el trasero de ese primoroso ejemplar de raza celta mientras se daba la vuelta para que el sol terminara de secar su espalda.

Al cabo de un rato, esa diosa debió darse cuenta de la hora porque levantándose se internó en el bosque. Mientras la veía marchar comprendí que, a pesar de ser la mayor de las tres, esa pelirroja no debía tener los veinticinco. Estaba pensando en que la llevaba diez años cuando, de improviso, descubrí que estaba solo y que las dos morenas también habían desaparecido de mi vista.

«¡Qué curioso! ¡No me he dado cuenta de su marcha!», murmuré y retornando sobre mis pasos, volví al pazo.

Al volver al bosque, el frio de esa mañana, retornó y achacándolo a la umbría, aceleré mis pasos de vuelta a la casona. Ya en ella, la ausencia de polvo en los muebles y el brillo de sus suelos me hicieron recordar cuando era un hogar y queriendo agradecer a las responsables ese cambio, busqué a las nietas de Maruxa. Encontré a Branca, trajinando entre fogones y el olor que brotaba de ellos, me hizo saber que no solo había heredado de la abuela su sazón sino también sus recetas al reconocer uno de los platos de mi infancia. Cogiendo una cuchara, probé el guiso mientras preguntaba por su hermana:

―Bríxida se ha ido a casa de los padres― escuetamente contestó.

Al verla mirándome, comprendí que estaba esperando mi opinión.

―Buenísimo― respondí: ―igual al que Maruxa me cocinaba. 

Aunque supuse que iba a gustarle mi respuesta, nunca preví que sonrojándose esa monada de criatura me soltara:

―Desde niña, he sabido que mi lugar sería aquí y que debería cuidar del “Salvaxe”.

Se dio cuenta de su desliz nada más decirlo, ya que debía saber que mi padre odiaba que nombraran a los miembros de la familia con ese nombre.

―Lo siento, no quería…― empezó a decir.

―No te preocupes, no me molesta que me llamen así ― la interrumpí. Y conociendo esa vieja leyenda en la que se suponía que existía un lobo negro que de vez en cuando surgía para acabar con los que osaran atentar contra la dama del bosque, mito que la gente de la zona asimilaba a nosotros, quise quitar hierro al asunto diciendo: ―No soy salvaje ¡ni en la cama!

¡Juro que lo dije de broma!

Por ello me dejó paralizado que la muchacha se pusiera a temblar con los pezones totalmente erizados y me pidiera que, si tenía que dejar salir al “Lobo”, no la matara.  Al escucharla, comprendí que Branca se creía esa historia por la cual ese siniestro chucho solo se apiadaba de las mujeres que se le ofrecían sexualmente. Sin ganas de discutir con la morena la ridícula fijación de la gente del pueblo en achacar a mi familia la capacidad de transformarse en ese animal y menos de hablar sobre si era consciente de que al pedir que la dejara vivir implícitamente me daba entrada entre sus piernas, preferí cambiar de tema y pedí que me dijera quién era la pelirroja que había visto esa mañana.

― En la zona no hay nadie con ese color de pelo ― contestó.

Algo en su mirada me intrigó y creyendo que me había contestado eso al no caerle bien la joven, repliqué:

―Branca, no estoy loco.

Tras lo cual le expliqué que existía ya que la había visto bañándose en la laguna del bosque en compañía de dos amigas. La nieta de Maruxa se empezó a santiguar al escucharme.

― ¿Qué te pasa? ― pregunté al ver su reacción.

Completamente aterrorizada, quiso saber si las dos acompañantes también eran pelirrojas o por el contrario eran de pelo negro. Al confirmarle que eran morenas, pareció reconocerlas y por eso me atreví a curiosear sobre quiénes eran esas tres muchachas.

―Son la dama y dos de sus “mouras”.

Al escucharla, tal y como me había ocurrido cuando en la mañana la habían llamado a ella bruja, no pude contener mis risas.

― ¿Mouras? Te refieres a esas hadas que siempre andan en busca de marido y que tientan a los hombres ofreciéndoles un tesoro― contesté desternillado.

 Un tanto ofendida por ese acto reflejo, la joven se abstuvo de responder y se puso a poner la mesa. Admitiendo que me había pasado al reírme de sus creencias, miré el reloj y viendo que eran la hora de comer, abrí una botella de albariño. Estaba quitando el corcho cuando caí en que Branca había puesto dos platos, dando por sentado que comería conmigo. Reconozco que estuve a punto de corregirla, pero pensando en que era su primer día de trabajo preferí no hacerlo y compartir mantel con ella.

El primer sorbo al Terras Gaudas me transportó a la época de mi abuelo y recreando en mi paladar su sabor afrutado, rememoré con morriña a mi amado “avo”.  

«Todo el mundo te quería», comenté hablando con el difunto en el interior de mi mente, «y respetaba».

Su amoroso recuerdo y la forma en que dirigía con mano firme el pazo me hicieron sonreír al recordar que para la gente del pueblo él era el “señor” y que como representante de la “casa”, la gente del pueblo acudía a él cuando había alguna disputa de lindes.

«Eras el puto amo», seguí comentando sabiendo que me hubiese lavado la boca con jabón si me hubiese escuchado dirigirme a él así: «Ni siquiera el alcalde o el cura se atrevían a llevarte la contraria cuando tomabas una decisión».

Estaba pensando en ello cuando Branca llegó con la olla y sin preguntar, rellenó el plato hasta casi desbordarlo. La barbaridad que sirvió me recordó que Maruxa hacía lo mismo. Si alguien se atrevía a quejarse, solo tenía que mirar a su patrón y don Pedro lo llamaba al orden diciendo:

―Nunca os fieis de quien no come. Quien no come, no puede trabajar y yo no quiero gandules en esta finca.

Hasta mi viejo bajaba la cabeza y obedecía cuando su padre se ponía serio. Y con ese recuerdo en mi mente, esperé que se sentara para empezar a comer. La joven nada más aposentarse en la silla empezó a rezar en gallego:

Forzas do ar, terra, mar e lume! a vós fago esta chamada:

se é verdade que tendes máis poder ca humana xente,

limpade de maldades a nosa terra e facede que aquí e agora

os espiritos dos amigos ausentes compartan con nós esta comida.

No me costó reconocer ese rezo porque se seguía recitando cada vez que se hacía una queimada y por ello, fui traduciendo mentalmente:

¡Fuerzas del aire, tierra, mar y fuego! a vosotros hago esta llamada:

si es verdad que tenéis más poder que los humanos,

limpiad de maldades nuestra tierra y haced que aquí y ahora

los espíritus de los amigos ausentes compartan con nosotros esta comida.

La belleza del conjuro no fue óbice para que me diese cuenta que eran parte de las creencias que los celtas habían dejado arraigadas en el ADN de los gallegos y que mi nueva empleada las seguía con fervor.

«Si la oyeran en el pueblo, se escandalizarían por rezar a los antiguos dioses», me dije sabiendo que, si se había permitido hacerlo en mi presencia, era porque creía que yo compartía su mismo credo.

Por eso al terminar, alcé mi copa e imitando a los viejos del lugar, brindé por la dama del bosque y los habitantes de “noso lar”. Al oír mi brindis, Branca se ruborizó y chocando su copa con la mía, bebió. Tratando de analizar que le había llevado a ruborizarse, caí en que al hablar de “noso lar” (Nuestro hogar) la había incluido y que, dado que tradicionalmente solo los miembros de la familia podían brindar por el bienestar del “lar”, implícitamente le había adjudicado un lugar en mi cama. Confieso que estuve a punto de hacerle ver mi error y decir que no había sido mi intención faltarle al respeto, pero cuando ya tenía la disculpa en la punta de la lengua la chavala cambiando de tema, me dijo si después de comer podía darse una ducha.

―No tienes qué preguntar. Cuando desees hacerlo, solo fíjate que esté libre. No vaya a ser que me encuentres en pelotas― comenté riendo sin dar mayor importancia al hecho de que fuéramos a compartir el único baño de la planta noble.

―Así lo haré, patrón― contestó sin levantar la mirada del plato.

La timidez de su tono me alertó y fijándome en ella, descubrí que bajó su delantal esa monada tenía los pitones totalmente erizados. No me quedó otro remedio que volver a admitir que me había equivocado al hablar coloquialmente con ella, ya que desde la edad media el dueño del pazo era una especie de señor feudal en esa zona.

«Tengo que andarme con cuidado para no escandalizarla», pensé grabando en mi cerebro que según la mentalidad imperante en la aldea como heredero de los Mosteiro mi palabra era ley y más para alguien a mi servicio. Por todo ello, el resto de la comida medí mis palabras al no querer espantarla y que fuera con la queja a Maruxa. Al terminar el postre, unas estupendas filloas con nata, la morena se levantó y moviendo su trasero enfundado en un vestido blanco, recogió los platos mientras me decía que me llevaría el café a la biblioteca.

Asumiendo que su abuela le debía haber informado que esa era la costumbre de la casa, me dirigí a esa habitación. Una vez allí, me puse a revisar sus estantes y en uno bastante apartado, encontré un libro sobre las meigas. Recordando que para sus paisanos Branca era miembro de una larga estirpe de esas brujas, lo cogí y con él en la mano, me senté en el sofá. Estaba ojeándolo cuando la morena entró con una bandeja y pidiendo mi permiso, puso sobre la mesa un café y un licor con hielo. Identifiqué esa bebida como la que artesanalmente elaboraban en el pazo mezclando orujo con hierbas y sintiendo que era parte de la casa, se lo agradecí mientras lo probaba.

Su sabor dulzón me encantó y olvidándome de ella, me concentré en la descripción que el autor hacía sobre las meigas en las páginas del libro en las que les confería unos poderes extraordinarios como podía ser la videncia.

“Cuando una meiga quiere algo de un hombre, se hace la encontradiza”, leí que decía en un apartado previniendo al lector que tuviera cuidado y que nunca las metiera en su hogar, porque de hacerlo jamás podría echarlas.

Recordando que esa mañana me había topado con Maruxa cuando iba en busca de alguien que me ayudara, sonreí:

«Estoy jodido. Ya he metido una en el pazo».

 Sin darle mayor importancia al hecho, seguí leyendo que según ese libro no había que confundirlas con las brujas ya que estas últimas hacen las cosas con maldad, en cambio las meigas usan sus poderes para ayudar a las personas que se acercan a ellas.

«Menos mal. No tengo nada que temer, aunque me hechice», desternillado pensé mientras seguía leyendo que según la tradición galaica se las podía clasificar de acuerdo con sus poderes. Entre todas ellas, me interesó el retrato que hacía de un tipo en particular: “las damas do castro”. Según el supuesto erudito que había escrito el libro, esas meigas viven en castros milenarios desde donde atienden a solicitudes de la gente mientras gozan de la protección del dueño del lugar, sin pedir ningún regalo o contraprestación a cambio.

«Eran una especie de ONG medieval», me dije muerto de risa al leer que solían aparecerse vestidas de blanco a personas afligidas o que se encuentran en una situación difícil para otorgarles sus favores.

Mi tranquilidad menguó cuando en el siguiente el autor se contradijo escribiendo sobre la facilidad que tenían esas mujeres para pasarse al lado oscuro y usar la magia para retener o esclavizar a los hombres, usando el pacto con el más allá.

«Vaya, tendré que estar atento», riendo comenté en mi interior mientras sin darme cuenta, tiraba el vaso con el licor de hierbas.

Por suerte o por desgracia, Branca había permanecido todo ese tiempo a mi lado y cogiéndolo al vuelo, me lo dio diciendo:

―Es de mala suerte, derramar un conjuro.

Sorprendido, tomé el vaso mientras la veía marchar y por primera vez, me dio un escalofrió al observar que la blancura de su vestido.

«Estoy delirando», medité al caer que por un momento había catalogado a la muchacha como una “dama do castro” al verla así vestida y saber que para los de la aldea el hecho que viviera en el pazo iba a ratificar la idea de que tenía poderes.

 «Esta casona es lo más parecido a un castro de la zona», sentencié mientras pensaba que de acuerdo con esa superchería en mi calidad de heredero yo era su valedor.

            Con mi calma hecha trizas, me bebí el resto del licor y molesto conmigo mismo, decidí echarme una siesta. Ya mi cuarto, estaba abriendo la puerta que daba al baño cuando escuché el ruido del agua de la ducha. Cortado al saber que Branca me había avisado de que quería darse un baño, no la llegué a abrir y me tumbé en la cama mientras me ponía a imaginar a esa monada desnudándose. Acababa de posar la cabeza sobre la almohada cuando de pronto la puerta se entreabrió dejándome ver sobre el lavabo su ropa interior. Saber que esa monada estaba desnuda a escasos metros de mí fue suficiente para que mi pene saliera de su letargo y sintiéndome culpable, me levanté a cerrarla. Estaba acercándome cuando excitado comprobé que podía ver su silueta a través de la mampara transparente de la ducha.

«¿Qué coño haces?, me dije al ser incapaz de dejar de observar cómo se enjabonaba.

Al admirar su cuerpo desnudo, recordé que hasta el cura del pueblo me había sutilmente avisado de su belleza. Pero espiándola, certifiqué que se había quedado corto cuando llegó a mi retina la imagen vaporosa de sus pechos.

«No puede ser», me dije mientras contemplaba boquiabierto la perfección de sus senos y los irresistibles pezones que los decoraban.

Con ganas de bajar mi bragueta y empezarme a masturbar, me quedé petrificado cuando girándose en la bañera, involuntariamente Branca me regaló con la visión de su sexo. Todavía hoy me avergüenza reconocer que en vez de salir huyendo me quedé disfrutando de la belleza que escondía entre las piernas.

«Lo lleva depilado», balbuceé mientras en plan voyeur gozaba pecaminosamente de la tentación de esos labios sin rastro de vello que el destino había puesto ante mis ojos.

Si ya de por sí estaba embobado, todo se desmoronó a mi alrededor cuando la muchacha separó sus piernas para enjabonarse la ingle, permitiendo que mi vista se recreara nuevamente en su vulva. La ausencia de un bosque que cubriera su femineidad aceleró mi respiración al encontrarlo algo sublime y aunque siempre me había quejado de esa moda de depilarse, he de reconocer    en ese momento lamí mis labios soñando que algún día esa maravilla estuviera a mi alcance. Mi turbación alcanzó límites insospechados cuando ajena a estar siendo espiada, Branca usando dos yemas se pellizcó suavemente sus pezones mientras comenzaba a cantar. Si no llega a ser la nieta de Maruxa, por el modo tan lento y sensual con el que disfrutaba bajo la ducha, hubiese supuesto que se estaba exhibiendo y que lo que realmente quería esa mujer era ponerme cachondo. Para entonces, todo mi ser deseaba que mis manos fueran las que la estuvieran enjabonando y recorrer de esa forma su cuerpo.

«Yo no soy así», me dije mientras me imaginaba palpando sus pechos, acariciando su espalda y lamiendo su sexo.

La gota que derramó el vaso de mi excitación y que provocó que mi pene alcanzara su plenitud, fue verla inclinarse a recoger el jabón que había resbalado de sus dedos. La belleza de su trasero se maximizó al descubrir entre sus nalgas que la joven era dueña de un rosado y virginal hoyuelo trasero. Soñando con ser yo quien desvirgara esa entrada trasera, decidí que debía dejar de espiarla y saliendo de la habitación, volví a la biblioteca donde tratando de borrar de mi cerebro la imagen de su piel desnuda, me serví un whisky.

«Debo de arreglar la zona de servicio», murmuré entre dientes al saber que mientras no lo hiciera, mis noches serían una pesadilla al saber que, en el cuarto de al lado, esa bruja de ojos negros estaría tentándome mientras dormía…

Relato erótico: “Mi esposa se compró dos mujercitas por error 5” (POR GOLFO)

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CAPÍTULO 9, LES OFREZCO LA LIBERTAD

Estaba terminando de vestirme cuando las dos morenitas se despertaron y al comprobar que se habían quedado dormidas, se levantaron de inmediato con cara de asustadas. Reconozco que me hizo gracia la vergüenza de esas niñas al saber que no solo no me habían ayudado a bañarme sino que en pocos minutos iba a bajar a desayunar y que no habían preparado nada.
―Perdón amo― repetían al unísono mientras se ponían la ropa.
Mi esposa no pudo soportar la risa al verlas tan preocupadas y tratando de tranquilizarlas, les dijo que ella se había ocupado de mí. Sus palabras lejos de aminorar su turbación, la profundizó más y prueba elocuente de ello fue cuando cayendo de rodillas frente a mí, Aung me pidió que no las vendiera.
El temblor de su voz al hablar me recordó el siniestro destino al que las mujeres pobres de ese país estaban acostumbradas. Personalmente me parecían inadmisibles tanto la esclavitud como que ante el mínimo fallo temieran por su futuro. Cuando ya no corrieran riesgo, tendría que sentarme con ellas y decirles que eran libres pero mientras y quitando hierro al asunto, comenté:
―Si algún día dejáis de ser mías no será porque os he vendido sino porque os habré liberado.
Por su mentalidad medieval al escucharme las muchachas se vieron de vuelta a su pueblo. La mera idea de retornar a la pobreza les provocó un terror quizás superior al de ser vendidas y entre lágrimas me rogaron que antes las matase.
«¿Ahora cómo les explico que jamás las dejaría desamparadas?», murmuré para mí al ver su angustia.
Menos mal que mi esposa, más conocedora de sus costumbres, intervino gesticulando mientras les decía:
―Nuestro amo debería azotaros por dudar de su bondad. Cuando dice liberaros, no significa echaros de su lado porque está pensando en daros la oportunidad de engendrar uno de sus hijos y no quiere que tengan una madre esclava.
Me entró la duda de si habían entendido al verlas discutiendo entre ellas en su idioma pero entonces Mayi, sin levantar la mirada del suelo, preguntó:
―¿Nosotras dar hijo a Amo, nosotras libres, nosotras vivir con Amo y María?
―Así es― respondí y observando que no decían nada, les aclaré: ―Sí, seréis libres pero viviréis conmigo.
Mi respuesta impresionó a esas mujeres, las cuales sin llegárselo a creer volvieron a hablar acaloradamente entre ellas.
«¿Ahora qué discuten?», me pregunté al comprobar que a pesar de estar alegres había algo que no comprendían.
Tras un intercambio de palabras, Aung respondió:
―Nosotras felices dar hijo amo. No cambiar Amo. Aung y Mayi amar Amo. Nosotras no querer libres.
«¡La madre que las parió!», exclamé mentalmente al comprobar la dificultad de cambiar una educación y unos valores que habían mamado desde crías. Como suponía que que tardaría años para hacerlas pensar de otra forma, pegando un suave azote en el trasero de Aung, le pedí que se fuera a prepararme el desayuno.
Con una alegría desbordante, la morenita salió corriendo rumbo a la cocina. Mayi se acercó a mí y poniendo su culo en pompa, me soltó sonriendo:
―¿Amo no querer Mayi?
Descojonado comprendí que deseaba ser tratada de la misma forma que a su amiga pero entonces poniéndolas sobre mis rodillas, le solté el primero mientras le decía que era por no haberme preparado de desayunar y un segundo por ser tan puta.
La risa con la que esa birmana recibió mis rudas caricias me confirmó que para ellas era una demostración de cariño y lo ratificó aún más cuando desde la puerta, girándose hacia mí, afirmó:
―Amo bueno con Mayi, Mayi dar mucho amor y muchos hijos Amo.
Estaba todavía traduciendo al español esa jerga cuando escuché a María comentar:
―Esas dos putitas están enamoradas de ti… ¿me debo poner celosa?
Esa pregunta en otro tiempo me hubiera despertado las alarmas pero en ese momento me hizo reír y cogiendo a mi mujer del brazo, la coloqué en la misma postura que a la oriental y con una cariñosa nalgada, le informé que para mí siempre ella sería mi igual aunque en la cama la tratara como una fulana.
―Siempre te he amado pero todavía más al comprenderme, mi deseado y malvado dueño― contestó luciendo una sonrisa de oreja a oreja: ―Seré tu esposa, tu puta y lo que tú me pidas pero nunca, ¡nunca! ¡Me dejes! ¡Y menos ahora que hemos incrementado la familia con dos monadas!
Me extrañó oír que ya consideraba a esas chavalas parte de nuestra familia y meditando sobre ello, comprendí que si interpretábamos de una forma liberal nuestra relación con Mayi y con Aung, al comprarlas habíamos unido su destino al nuestro con todo lo que eso conllevaba. Por eso medio en guasa, medio en serio, repliqué:
―Amor mío. Lo queramos creer o no, esas dos son nuestras mujeres y tanto tú como yo somos de ellas.
Insistiendo en el tema, me soltó:
―¿Quién te iba a decir que a tu edad ibas a tener tres mujeres deseando hacerte feliz?
Descojonado, respondí:
―¿Y a ti? No te olvides que mientras esté en el trabajo, las tendrás solo para tu gozo y disfrute.
Tomando al pie de la letra mi respuesta, radiante, contestó:
―No te prometo no aprovecharlo pero primero que limpien la casa. ¡No puedo ocuparme de ella yo sola!
―No me cabe duda que hallarás un término medio― de buen humor recalqué y tomándola de la mano, bajamos juntos a desayunar con nuestras dos mujercitas…

CAPÍTULO 10, LAS BIRMANAS TRAEN BAJO SU BRAZO UN TESORO

Esa noche al volver del trabajo, me topé con un montón de novedades. La primera de ellas fue cuando las orientales me recibieron luciendo la ropa que María les había comprado. Aunque estaban preciosas por lo visto había sido una odisea el conseguir que aceptaran que mi esposa se gastara ese dineral en ellas (una minucia en euros) pero aún más que se la probaran en la tienda y no en casa.
―No te lo imaginas― me contó― ¡les daba vergüenza entrar en el vestidor ellas solas!
Bromeando, contesté:
―Pobrecita, me imagino que las tuviste que desnudar.
Viendo por donde iba, contestó:
―No te rías pero ese par de putas creyeron que buscaba sus caricias e intentaron hacerme el amor tras la cortina.
La escena provocó mi carcajada y al preguntar cómo las había hecho entrar en razón, María murmuró en voz baja:
―¡No me hacían caso! Ya me habían sacado los pechos y no me quedó más remedio que amenazarlas con que iban a dormir una semana fuera de nuestra cama para que me dejaran en paz.
Desternillado de risa, me imaginé el corte que pasaría al salir y por ello acariciando su trasero, la respondí:
―Yo también lo hubiese intentado.
María rechazó mis caricias y haciéndose la cabreada, me soltó:
―Pero eso no fue lo peor. Saliendo de ahí, las llevé a un médico para que les hiciera un chequeo para confirmar que están sanas. Lo malo fue que se negaron de plano a que un hombre que no fueras tú, las tocara. Como en ese hospital no había una doctora, ¡tuvimos que buscar otro donde la hubiera!
Dado que ese reparo era parte de su cultura no me pareció fuera de lugar su postura y pasando por alto ese problema, la pregunté por el resultado.
―Quitando que les faltaba hierro, ese par nos enterraran. Según la doctora que les atendió las mujeres de su zona son famosas por su longevidad y…― haciendo una breve pausa, exclamó: ―… ¡la cantidad de hijos!
La satisfacción que demostró al informarme de ese extremo me preocupó y más cuando al mirar a las orientales, verifiqué que me miraban con una adoración cercana a la idolatría. Temiendo las consecuencias de ese conclave femenino, me acerqué al mueble donde teníamos las bebidas para servirme una copa.
Fue entonces cuando mi futuro con esas arpías quedó en evidencia porque mientras casi a empujones Aung me llevaba hasta el sofá, su compañera ayudada por mi esposa me puso un wiski.
―Nosotras cuidar― murmuró la morena en mi oído.
Decididas a hacerme la vida más placentera, la tres se sentaron en el suelo esperando a que les diera conversación. Viéndome casi secuestrado en mi propia casa, no me quedó más remedio que hablar con ellas y recordando que apenas conocía nada de las birmanas, les pregunté por su vida ante de llegar a nuestra casa.
Así me enteré que provenían de una zona remota del país que durante centurias había sido olvidada por el poder y donde la pobreza era el factor común a sus habitantes. Curiosamente en el tono de las dos no había rencor y asumían el destino de sus paisanos como algo natural.
Sobre su vida personal poca cosa pude sacarles, excepto que habían dejado la escuela para ir a trabajar al campo a una edad muy temprana. Al escuchar sus penurias y que tenían que recorrer a diario muchos kilómetros para ir a trabajar, María las comentó si consideraban que su vida había mejorado desde que estaban en nuestra casa.
Tomando la palabra, Mayi contestó:
―En pueblo, no saber que ser de nosotras. Amo y María buenos. Con Amo felices, Amo dar placer, Amo no pegar y cuidar.
Esta última frase me indujo a pensar que al menos la más pequeña de las dos había sufrido abusos físicos e intrigado pregunté:
―¿Qué pensasteis cuándo os dijeron que dos extranjeros iban a compraros?
Bajando su mirada, se quedó callada y al comprobar que no se atrevía a contestar, miré a su compañera.
Aung, con sus mejillas coloradas, contestó:
― Temer burdel como amigas pueblo. Nunca ver hombre o mujer blanco, nosotras pensar tener cuernos.
La confirmación que los prostíbulos eran un destino frecuente en la vida de sus paisanas me conmovió pero como describió con gestos la supuesta cornamenta de los europeos me hizo gracia y rompiendo la seriedad del asunto me reí.
Mayi al comprobar que nos lo habíamos tomado a guasa, señalando los pechos de mi esposa, añadió:
―María dos cuernos enormes.
La aludida poniendo sus tetas en la cara de la pícara muchacha, me recordó que el día que llegaron a nuestro hogar se habían quedado impresionadas por su tamaño. El gesto de mi mujer fue mal interpretado por la birmana y pensando que María quería que se los tocara, empezó a desabrocharle la camisa.
―¡Cómo me gusta que estas zorritas estén siempre dispuestas!― rugió mi señora al sentir los pequeños dedos de Mayi en su escote.
Mi sonrisa animó a la birmana, la cual sin dejar de mirarme, sacó su lengua a pasear y se puso a mamar de esos cántaros mientras me decía:
―Mayi amar María ahora, Amo hacer hijo después.
La devoción y el cariño con la que esa cría buscaba mi aprobación a cada uno de sus actos me corroboraron la felicidad con la que aceptaba ser mía y queriendo premiarla, acaricié su mejilla mientras le decía:
―No hay prisa, tengo toda la vida para embarazarte.
Haciéndose notar, Aung llevó sus manos hasta mi bragueta y mientras buscaba liberar mi sexo, susurró en plan celosa:
―Amo olvidar Aung pero no preocupar, yo mimar Amo.
Descojonado la tomé entre mis brazos y levantándola del suelo, forcé sus labios con mi lengua. El enfado de esa morena se diluyó al sentir mis besos y pegando su cuerpo al mío, me rogó que la tomara al sentir que la humedad anegaba su cueva.
El brillo de sus ojos fue suficiente para hacerme saber que esa niña se sabía mía y que obedecería cualquier cosa que le pidiera. La sensación de poder que eso me provocaba no fue óbice para que dándola su lugar, le preguntara cómo quería mimarme.
Sin responder, me bajó los pantalones y sacando mi miembro de su encierro, susurró ruborizada:
―Beber de Amo.
Tras lo cual se arrodilló frente a mí y cogiendo mi sexo en sus manos, lo empezó a devorar como si fuera su vida en ello.
―Tranquila― repliqué al notar la urgencia con la que había introducido mi pene en la boca.
No me hizo caso hasta que con los labios tocó su base. Entonces y solo entonces, presioné con mis manos su cabeza forzándola a continuar con la mamada. Su rápida respuesta me hizo gruñir satisfecho al advertir la humedad de su boca y la calidez de su aliento. Su cara de deseo me terminó de calentar nuevamente y recordando que debía preñarla, la di la vuelta y al subirle la falda, advertí que no llevaba bragas.
«¡Venía preparada!», reí entre dientes mientras comenzaba a jugar con mi glande en su sexo.
La birmana estuvo a punto de correrse al sentir mi verga recorriendo sus pliegues. Era tanta su excitación que sin mediar palabra, se agachó sobre el sofá. Su nueva postura me permitió comprobar que estaba empapada y por eso decidí que no hacían falta más prolegómenos.
No había metido ni dos centímetros de mi pene en su interior cuando escuché sus primeros gemidos. Incapaz de contenerse, Aung moviendo su cintura buscó profundizar el contacto. Al sentir su entrega, de un solo golpe, embutí todo mi falo dentro de ella.
―Fóllatela mi amor y hazme madre― gritó fuera de sí María al observar la violencia de mi asalto.
Girándome, comprobé que Mayi estaba devorando su coño y sin tener que preocuparme por ella, empalé con mi extensión a la morena, la cual tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para no gritar.
―Dale caña, sé que le gusta― me azuzó mi esposa mientras los dedos de la otra oriental acariciaban el interior de su coño.
Mi mujer estaba fuera de sí pero como tenía razón la obedecí y con un pequeño azote sobre las nalgas de Aung, incrementé la velocidad de mis ataques. La reacción de la muchacha fue instantánea y moviendo sus caderas, buscó con mayor insistencia su placer.
―Ves, a esa putilla disfruta del sexo duro― María chilló descompuesta.
Sus palabras me sirvieron de acicate y sin dejar de machacar el pequeño cuerpo de la birmana con brutales penetraciones, fui azotando su trasero con sonoras nalgadas. Aung al sentir mis rudas caricias, gritó que no parara mientras no paraba de gritar en su idioma lo mucho que le gustaban.
Aunque no me hacía falta traducción, escuché a Mayi decir:
―Querer Amo más duro.
Mirándolas de reojo, sonreí al reparar en que se había puesto un arnés con el que se estaba follando a mi esposa.
«Aquí hay varias a las que le gusta el sexo duro», sonriendo sentencié mientras aceleraba la velocidad de mis caderas, convirtiendo mi ritmo en un alocado galope.
Aung sentir mis huevos rebotando contra su sexo se corrió. Pero eso en vez de relajarla la volvió loca y presa de un frenesí que daba miedo, buscó que mi pene la apuñalara sin compasión.
―Mucho placer― chilló al sentir que su cuerpo colapsaba y antes de poder hacer algo por evitarlo, se desplomó sobre sillón.
Al correrse, dejó que continuara cogiéndomela sin descanso. Su entrega azuzó mi placer, de forma que no tardé en sentir que se aproximaba mi propio orgasmo y por eso sabiendo que no podía dejarla escapar viva, descargué toda la carga de mis huevos en su interior.
A nuestro lado y como si nos hubiéramos cronometrado María llegó al orgasmo al mismo tiempo, dejando a la pobre Mayi como la única sin su dosis de placer.
La diminuta oriental no mostró enfado alguno y quitándose el arnés, se acercó a mí buscando mis caricias. Desgraciadamente, mi alicaído pene necesitaba descansar y aunque esa mujercita usó sus labios para insuflarle nuevos ánimos, no consiguió reanimarlo.
―Dame unos minutos― comenté al comprobar su fracaso y no queriendo que nadie hiciera leña de mi gatillazo, le pedí que me hiciera un té.
La muchacha al escuchar mi orden, parloteó con su compañera en su lengua tras lo cual salió corriendo rumbo a la cocina. No habían pasado ni cinco minutos cuando la morenita volvió con una tetera y mientras me lo servía, me informó que iba a probar un té muy especial que solo se encontraba en su pueblo.
Juro que antes de probarlo tenía mil reticencias porque no en vano me consideraba un experto en ese tipo de infusiones. Pero resultó tener unos delicados aromas frutales que me parecieron exactos a una variedad que había probado en China, llamada tieguanyin, y que por su precio solo había podido agenciarme unos cien gramos.
«No puede ser», exclamé en mi interior y sin querer exteriorizar mi sorpresa, la pregunté si le quedaba algo sin usar.
―Una bolsa grande. Pero si querer más, yo conseguir― contestó.
―Tráela― ordené y mientras ella iba a su cuarto, fuí al mío a buscar el lujoso embalaje donde guardaba mi tesoro.
«Es imposible», me repetí ya con ese carísimo producto bajo el brazo, « en el mercado minorista de Hong Kong se vende a mil euros el kilo».
Cuando Mayi volvió con esa bolsa papel, puse un puñado del suyo y uno del mío sobre una mesa. Os juro que comprobar que el aroma, la forma, la textura y el sabor eran el mismo, se me puso dura y ¡no figuradamente!
Asumiendo que esas crías conocían a la perfección el té que sus paisanos producían no quise influir en ellas y señalando las dos muestras, les pedí su opinión. Las birmanas ajenas al terremoto que asolaba mi mente, tras probar el té que yo había traído con cara triste se lamentaron que hubiese comprado a algún desalmado un producto tan malo.
―¡Explicaros!― pedí desmoralizado.
Aung con voz tierna me informó que siendo de la misma variedad, el mío estaba seco y que debía hablar con el que me lo había vendido para que me devolviera el dinero.
―Está seco― repetí y sin llegarme a creer que la fortuna me sonriera de esa forma, pregunté a las muchachas a cuanto se vendía el kilo.
―Caro, muy caro. Tres mil Kyats la bolsa.
Haciendo el peor cambio posible, eso significaba dos euros por lo que metiendo gastos exagerados y pagando aranceles, puesto en Hong Kong saldría a menos de veinte euros.
―¿Me darías un poco? Quiero enviárselo a un amigo― deje caer como si nada pensando en mandárselo a un contacto que había conocido en mi viaje.
Poniendo la bolsa en mis manos, Mayi contestó:
―Lo nuestro es suyo.
Para entonces Maria se había coscado que algo raro pasaba y en voz baja me preguntó qué era lo que ocurría. Abrazando a las dos birmanas, respondí:
―Si tengo razón, ¡el valor de esa bolsa es mayor a lo que pagaste por estas monadas!
No hace falta comentar que al día siguiente y a primera hora mandé por correo urgente doscientos gramos de ese té al mayorista que conocía porque de ser la mitad de bueno de lo que decían las dos muchachas podía hacer millonario, ya que según ellas la finca que lo producía era de un noble venido a menos y que debido a su mala situación económica era fácil engatusarle que me vendiera unas dos toneladas al mes de ese producto.
Dando por sentado que de estar interesado, el capullo de mi conocido iba a aprovecharse de mí, pensé:
«Si me ofrece trescientos euros por kilo y me cuesta veinte, ganaríamos más de medio millón de euros al mes».
Siendo miércoles, no esperaba que lo recibiera antes del viernes y eso me daba tiempo para desprenderme de los trescientos mil euros en acciones que había comprado cuando antes de volar a ese país vendí mi casa en Madrid. Reconozco que me resultó duro dar la orden a mi banco por si mis esperanzas eran un bluf y todo eso resultaba ser el cuento de la lechera. Aun así las vendí y esa misma mañana, mi agente me confirmó que tenía el dinero en mi cuenta.
Mientras tanto me ocupé de investigar la precaria situación del dueño de esa finca y por eso antes de recibir la llamada del Hongkonés, sabía que ese tipo estaba totalmente quebrado y que el terreno que dedicaba al cultivo de esa variedad era de unas treinta y cinco hectáreas.
«¡Su puta madre! Según los libros la producción media es de tres toneladas año por hectárea», pensé dándole vueltas al tema y haciendo números la cifra que me salía era tan descomunal que me parecía inconcebible.
Por eso cuando el viernes antes de ir a trabajar, el chino me llamó interesado y sin tener que ejercer ningún tipo de presión me ofreció cuatrocientos euros por kilo, supe que había hallado mi particular mina de oro.
―Recoged todo. ¡Nos vamos a vuestro pueblo!― dije a las asombradas crías.

Relato erótico: “Rompiéndole el culo a Mili (32)” (POR ADRIANRELOAD)

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Pensé advertirle a Vane de las intenciones de Guille, pero no sabía cómo reaccionaría ella, me creería o no… de hacerlo podía acusarlo con su padre que no dudaría en mandar a darle una golpiza dejándolo mal, hasta invalido, si no es que lo mandaba desaparecer…

No creía exagerar, había escuchado historias de líderes de sindicato en sus empresas que terminaban en el hospital y alguna exageración de un tipo que lo tuvieron que armar como rompecabezas… no podía permitir que eso le pase a mi amigo… Entonces hice lo más decente que se me ocurrió…

– Alo Sra… Ud. es la abuela de Vane ¿verdad?…

Al otro lado de la línea telefónica, una anciana de voz dulce me respondía, uno no podría sospechar que tras esa delicada voz se escondía una persona de carácter…

– Si… soy abuela de Vane… ¿con quién hablo?…

– No me conoce… soy amigo de Vane…

Le conté que había visto a su nieta en un club, compartiendo una cabaña con un mestizo, que eso no se veía muy bien… apelando al racismo de la señora, que casi le da un infarto al saber que su nieta se juntaba con la chusma, más aun del que creían que su familia se hizo rica contrabandeando drogas.

Evidentemente exagere las cosas, le metí miedo a la señora, no era la mejor manera pero logre mi objetivo… al día siguiente llegarían los padres de Vane y quizás se la llevarían de vacaciones para alejarla de sus malas juntas o que se yo… el tema era que se la llevaran hasta que las aguas se calmaran…

Al menos así podría estar tranquilo… de esa manera creí haberle pagado el favor que le debía a Vane… pero solo que corte la cadena entre Vane y nosotros… pero formaría una nueva cadena entre Guille y yo, de alguna manera intuiría que intercedí para alejar a Vane de él, evitar su venganza y no me lo perdonaría fácilmente… pero aun así me arriesgaría a hacer lo correcto para evitar desatar más locuras…

Había que sumar también que Javier me la tenía jurada. También sabía que al enterarse Guille me llamaría o buscaría para ajustar cuentas… y fue más rápido de lo que creí que recibí una llamada…

– ¿Quién diablos te crees para meterte en mi vida?… me grito una voz ofendida.

– Hey… intento hacer lo correcto… le explique.

– Lo correcto para mí o para ti… ¿por qué me quieres alejar? ¿acaso sientes algo por mí?… repuso Vane apelando a su ego femenino.

Tuve que desarmar su castillo donde según Vane yo estaba enamorándome de ella y la quería alejar para que no interfiera con mi relación con Mili. Solo quedaba la verdad, era momento de dejar de esquivar cosas que al final se complicaba más todo, le conté que Guille supo lo del club y que lo tenía desquiciado, planificando cosas absurdas y peligrosas.

– Yo se cuidarme sola… me grito ella.

– Esto es diferente… lo has llevado al borde la locura… no reconozco a Guille.

– Está bien… dijo reflexionando ya algo asustada, tal vez entendió sus acciones generaron esto.

– Hasta que al fin entendiste… repuse aliviado.

– Solo te pido algo… me dijo compungida,

– Si claro… lo que sea… respondí, quizás quería que le dé un mensaje a Guille antes de irse.

– En realidad… aún me debes un favor… lo que quedamos en el club… me dijo maliciosa.

– ¿Es en serio?… replique atónito, uno preocupado por su integridad física y ella excitada tal vez por la situación o entendiendo que sus padres la alejarían mucho tiempo.

– Si quieres que me vaya para protegerme, solo te pido eso… sino me puedo escapar y evitar irme con mis padres, Guille me podría encontrar y terminaría mal… me dijo inocente la chantajista.

Diablos… esta chica es el demonio… me hacía responsable de lo que sucediera, si es que no cumplía con su deseo de romperle el culo una vez más y esparcir mi leche sobre su rosto como había visto que hacía con Mili… no sabía si ella estaba loca por pedírmelo o yo por negarme…

En ese momento pensé que si bien me había cogido 2 veces a Vane, había sido circunstancial y confuso… la primera vez ella me amarro y pensé que era Mili… la segunda vez medio ebrio entre a su habitación y la poseí nuevamente pensando que era Mili… nunca fue porque ambos quisiéramos, ella lo sabía y justamente deseaba eso… un encuentro consentido, sin confusiones ni errores…

– Bueno… esta… bien… replique resignado, mientras pensaba… A la mierd… no hay otra solución.

Quizás ese era el punto final que necesitaba todo esto… quizás esto debí hacer desde el inicio para evitarme todos estos líos… total sus padres se la llevarían a Europa posiblemente, tal vez hasta la cambiarían de universidad para evitar malas juntas o que recaiga en su gusto por los mestizos…

Así que tal vez sería la última vez que vea a Vane y si era para alejarla de mi relación con Mili, que me quedaba… sin más engaños, ni más revanchas podría continuar con Mili en paz… bueno, con Javier y con Guille queriéndome matar por meterme en sus asuntos… pero prefería eso al juego de Vane… me puedo liar a golpes con ellos, pero lo de Vane era psicológico y desgastante, no sabías con que te iba a salir, era como una guerra de guerrillas…

Puse mis condiciones: con esto quedaba saldado todo, no habría más venganzas, chantajes, tampoco amenazas de contarle las cosas a Mili o Guille para provocar otro encuentro intimo entre nosotros. A su vez ella me puso sus condiciones: debía ser esa noche porque al día siguiente llegaban sus padres, debía ir a recogerla a su casa porque tras lo que le conté a su abuela no la dejaría salir fácilmente.

Así lo hice, me aliste rápido y bueno, con la conciencia remordiéndome, llame a Mili pero me dijeron que dormía, al menos no me llamaría tras todas las cogidas y cansancio por lo sucedido en el club. Me puse mis mejores fachas y enrumbe a la casa de Vane sumido en mil pensamientos.

Su casa era una mansión, mucho más grande y mejor decorada que la de Guille, pero me mostré indiferente, si quería impresionar a la abuela, no podía andar con la boca abierta como turista. Converse con la señora, algo de su veneno racista soltó, pero tuve que disimular mi incomodidad.

Hasta que bajo Vane, sin dudas era una hermosa mujer, con poco maquillaje y no lo necesitaba para resaltar, un vestido negro ceñido, algo escotado y terminaba en una minifalda… aquí si me quede con la boca abierta… cosa que la abuela miro complacida de que su nieta fuera tan admirada.

Hubo una pequeña platica, para entrar en confianza, y que la señora sepa con quien dejaba a su nieta, más bien el que debía temer era yo… tras saber mis logros académicos, deportivos y laborales, la abuela le dio a entender a la nieta que chicos como yo deberían visitarla más a menudo.

Al final la abuela nos dejó ir, con toque de queda a medianoche, los padres de Vane llegaban de madrugada y debían encontrarla en cama. Salimos raudos en su auto, enrumbe a un hotel bonito donde había desvirgado a mi ex Viviana… pero al final no quise manchar ese recuerdo, y entre a otro cercano, más caro, supongo que Vane esperaba un detalle así para este supuesto encuentro consentido…

En realidad casi ni hablamos en el camino… ella quizás presa de la ansiedad, yo en mis pensamientos hacia Mili, Guille, Javier y hasta Vivi… en como todo había ido degenerando de mal en peor… tal vez mi ansiedad iba más por el lado de que las cosas terminaran esa noche de una vez por todas…

Al entrar y hacer la reserva, sude al pagar, para evitar estar acartonado y guardar apariencias en el hotel, intente ser cariñoso con Vane, que también estaba algo rígida… en el ascensor también intente abrazarla pero cuando no hay esa empatía y confianza, todo se siente forzado… atracción física había y era evidente… pero tras todo lo sucedido no había enamoramiento, sabíamos que íbamos a tener sexo…

– Y… ¿cómo lo quieres?… pregunte entre frio y nervioso, no me sentía de ánimo.

– Obviamente… con esa actitud… no… respondió decepcionada.

– Bueno… y ¿qué esperabas?… repuse abrumado, me sentía obligado.

Quizás Javier en esta situación ya estaría con el pantalón abajo y la verga en ristre… pero yo estaba aturdido por todo, por Vane y las locuras que nos llevó a esto… por Mili de la cual creía haberme enamorado… también por mi soldado, no sabía si con esta situación de estrés se pararía…

– Bueno… quizás solo debamos conversar… me dijo apenada.

Me puse mis mejores fachas, ella estaba muy sexy y deseable, pague el hotel más caro de mi vida… para conversar… bueno… al menos mi conciencia respecto a Mili estaría tranquila, pero mi bolsillo lloraba…

Comenzamos a conversar de tonteras de universidad, burlándonos de los profesores y de quienes nos caían mal. Para esto, Vane ya había descubierto el minibar de la habitación… empecé a sudar porque la cuenta engrosaría… afortunadamente dado su buen ánimo, ofreció pagar al menos eso… chica liberada.

Cuando entre en esa habitación pensé que tras un rato empezarían a escucharse gemidos… pero solo se oían risas salir de ahí… más aun animadas por las cervezas y botellitas de otros tragos que ingeríamos… hasta que… la puerta sonó abruptamente…

En ese instante la incipiente embriaguez se me disipo momentáneamente ¿Quién sería?… Vane ¿habría llamado otra vez a Javier a tomarnos fotos?… ¿nos habría seguido Guille haciéndole la guardia a Vane?…

– Servicio de cuarto… dijeron al otro lado de la puerta al ver que no abríamos la puerta.

Me pareció raro, no llamamos para pedir nada… al abrir efectivamente era un mozo del hotel que nos traía una botella de champagne. Nos contó que era una cortesía del hotel que venía incluida con la suite matrimonial… obviamente si te regalan algo, no pones objeciones…

Con la mezcla de tragos, entre botellas de cerveza, botellitas de ron, vodka, etc… aunado ahora con el champagne todo se hacía un chiste, cualquier cosa era risible, llegue a pensar que nos votarían por el ruido que hacíamos. Nos dio ganas hasta de cantar y pusimos un canal musical.

Con los cantos desafinados, en los dúos, sin querer nos fuimos pegando, en los coros estábamos mejilla con mejilla, en los solos bailábamos casi como baladas… hasta que entre juego y juego hubo más frotación, miradas, amagues de besos… en lo poco que me quedaba de conciencia, decidí cambiar de canal, mucha música romántica no era buena idea…

Más bien Vane entre juegos me disputaba el control, lo que termino por hacer que apretemos varios botones y canales, hasta que el control salió volando y se detuvo en un canal pornográfico…

Ambos nos miramos seriamente y luego nos reímos de las imágenes… luego nos quedamos mirando la pantalla, era sexo duro, sexo fuerte, un chico jaloneando y penetrando brutalmente una chica, por donde él quisiera y ella loca de la excitación se dejaba manipular y maltratar, hasta pedía más.

– Eso… eso quiero que me hagas… me dijo Vane tras un silencio algo incómodo.

De repente en su embriaguez, le excitaron esas imágenes, que debo confesar que a mi también… y no me dio tiempo de protestar tampoco… si ya estábamos cerca, solo opto por empinarse y jalar mi cuello hacia ella y brindarme un jugoso beso con lengua…

Mientras yo intentaba reaccionar a esta avalancha, ella ya tenía su mano en mi verga, pajeandola y a decir verdad no necesito mucho, con las imágenes y su reacción… ya la tenía dura y algo goteante de líquidos… sentí una risita de felicidad entre sus jadeos y besos…

No le dije nada… ella sola, bruscamente se arrodillo y jaloneando mi verga del pantalón para que salga, se la termino metiendo en la boca… excitada, casi no respiraba por meterse todo en la boca…

– Te vas a ahogar… uy carajo… mierd… exclame sintiendo que hacían efecto sus caricias.

Ella nuevamente sonrió mirándome de abajo… y deteniendo un poco sus maniobras para contemplarme… yo con un atisbo de culpabilidad, no quería ver su rostro en el lugar que le pertenecía a Mili… así que hice lo más decente que pude…

La tome de los cabellos a ambos lados de su rostro y la obligue a mamármela con más vehemencia, ya no me importaba si se ahogaba o no… no vería su rostro manipulador… total, quería sexo fuerte… quería ser sometida, me desquitaría todas las que me hizo pasar esta pendeja…

Una vez que sentí que era suficiente, nuevamente la jalonee de los cabellos y la lleve al sillón frente a la televisión… la recosté a la mala, boca abajo contra uno de los brazos del sofá… con una mano apresaba sus dos muñecas en su espalda y con la otra, a la mala le subí la mini negra e hice a un lado su diminuta tanga negra…

– Ohhh… si al finnn… gemía ella previendo que se venía la clavada que tanto ansiaba, sus piernas temblaban.

Casi por instinto quería hacerla sufrir, que espere, me di maña para quitarme el pantalón, y deje mi ropa interior a la mano… mire su blanco y enorme trasero, bien formado, atlético…

– A la mierd… todo… que esto termine aquí… dije enloquecido de excitación y deseo de venganza…

– Oh mi god… exclamo Vane temblando, preparándose para recibirme…

No quería oír sus absurdos gemidos en inglés, suficiente tenía con tirármela y bloquear el recuerdo de Mili… así que le metí mi bóxer en su boca, para no escucharla… cosa que al parecer la excito más… la sumisión era completa….

Sin miramiento y para no arrepentirme o pensarlo mucho, solo opte por clavarle mi verga por el ano, viendo que tenía momentos de contracción por la excitación, seguidos de relajamiento, aproveche uno de esos paréntesis de soltura y sin dejar de sujetar con una mano sus brazos y muñecas en su espalda, con la otra mano a la mala intente abrir su ano…

Tuvo una contracción de espalda, adivinando que se la metería por el ano, quizás esperaba que fuera más gentil y empezara por su vagina súper mojada… pero no… un palmazo y dejo de forcejar y en esa relajación, en esos segundos… le clave unos centímetros de mi verga en un su poco lubricado anillo…

Comenzó a patalear, vi su rostro enrojecido y lagrimeante, por momentos sus ojos salían de sus orbitas solo dejando un color blanco mientras ahogaba sus gritos y quejas en mi ropa interior en su boca…

– ¿Esto querías no?… ahora lo vas a tener… le increpe, febril…

Deje que mi propio peso fuera haciendo su trabajo, y fui ingresando bruscamente mi verga en su ano… por momentos contraía los glúteos, pero cuando se dio cuenta que era en vano… solo los intento relajar y dejarme entrar… sentía mi verga adolorida por el forcejeo… pero igual, continúe, quería castigar a esa perra caprichosa, insidiosa, manipuladora… etc…

Era incomodo sujetar sus brazos y penetrarla, así que en un descuido, le solté las manos y solo me apoye en su cintura para evitar que escape, mientras la estampaba contra el mueble… Vane en vez de forcejar, solo opto por aferrarse al respaldar del mueble y arañarlo mientras soportaba mis embestidas…

– Uggg…. Uhmmm… ouuu… oía sus gemidos ahogados entre su garganta mi ropa interior.

Estaba enrojecido su rostro, igual que sus nalgas que eran golpeadas por mi ingle, igual que su ano al rojo vivo por la fuerte fricción… esa posición me estaba cansando, el equilibrio era difícil… así que decidí aplicar lo que vi en el video.

Sin sacarle mi verga metida a fondo, procure ponerme de lado, poniendo una pierna entre las suyas y al lado del mueble, mientras mi otra pierna buscaba que apoyarse en la parte alta del mueble… en esta maniobra nuevamente sus ojos se tornaron blancos… le estaba entornillando mi verga en su hasta hace poco virgen ano…

– Ouuu… uhmmm…. Se quejaba Vane pero me daba igual.

– Cállate perra… le espete dándole otro palmazo en sus musculosas y blancas nalgas.

Al hacer esto, mi pierna apoyada en el mueble trastabillo un poco y termine pisándole la cabeza, y a mi parecer, en esta posición, tenía mejor equilibrio, así que no me moví, más bien comencé a moverme nuevamente… clavándola sin piedad…

Ante mi sorpresa, en esos minutos que ella tuvo las manos libres, nunca se quitó mi ropa interior de la boca, creo que esa sensación de ahogarse, o el olor de mi intimidad le gustaban… más bien uso sus manos de otra manera, viéndome febril y sabiendo que no cedería al castigo que le daba… Vane opto por usar sus manos para abrirse las nalgas…

Le estaban dando la paliza anal de su vida, solo le quedo no oponerse, más bien entendió que debía facilitarme las cosas… ahora más bien entre jadeo y jadeo se le iba saliendo mi bóxer de la boca…

– ¿qué me haces?… uhmmmm…. gimió mientras sentía mi verga doblada empalándola y mi pie sometiendo su cabeza.

Yo ya estaba me ido, en sus quejidos oía dolor y mezclado con algo de placer… y yo no quería que Vane lo disfrutara… quería hacerla sufrir, padecer, por todo lo que nos hizo… así que le saque mi verga, la tome nuevamente del cabello, ella deshecha en lágrimas y sudor me seguía como una zombi… la empuje contra un espejo…

– Uhmmm… ¿Qué?… se quejó sorprendida, casi rebotando frente al espejo.

Por suerte puso sus manos que evitaron un impacto mayor, con la violencia del jaloneo, fácil pudo romper el espejo… en ese momento no lo pensé mucho, solo la empale nuevamente contra el frio vidrio… haciendo nuevamente una mueca de dolor, esta vez contrajo la espalda…

– Ouuu… Ahhh… nuevamente sus ojos fuera de órbita y un lagrimeo.

Con la vehemencia de mis embistes contra sus bien formadas y ahora rojas nalgas… sus senos iban rebotando, mientras su ceñido vestido de a pocos se fue deslizando… dejando a la vista el encaje de su delicado y translucido brasier… el cual jalonee dejando sus pezones al aire y sus senos a medio salir…

Con sus senos rebotando, sus manos contra el espejo y mis manos en su cintura, apresando sus gordas nalgas, su ropa interior jaloneada a un lado para permitirme someterla… por la manera en que la trataba, si alguien se quejaba por el ruido y entraban… cualquiera pensaría que era una violación…

– Ayyy… Ahhh… más despaciooo… ouuu… se quejaba ella entre jadeos.

Peor aún no le hice caso a sus suplicas, se la enterré violentamente hasta la raíz, casi estampándola contra el espejo… nuevamente contrajo la columna, sus senos se hincharon conteniendo el aire y soportando esa brutal incursión… contrajo el cuello y la cabeza hacia atrás… dejándome sus cabellos a disposición… la tome de un mechón hacia atrás… para poner su oído cerca de mi boca…

– ¿Querías esto no? Ahora te aguantas por pendeja… le susurre sin dejar de embestirla.

Por primera vez desde que estaba frente al espejo, Vane abrió tímidamente los ojos al inicio, antes había soportado todo el castigo con los ojos entrecerrados, como disfrutando… ahora más bien tenía una expresión de sorpresa… al ver su imagen como el de una ramera… si, aquella niña rica siendo tratada como una vulgar prostituta callejera, siendo violada frente a un espejo…

Con el maquillaje corrido, el rostro colorado y gotas de llanto y sudor corriendo por su delicado rostro, su fina ropa interior casi deshecha, su vestido ceñido levantado en los muslos dejando su pubis a medio ver por su tanga jaloneada, sus rosados pezones apuntando al espejo mientras sus senos apenas eran contenidos por un maltrecho brasier y el vestido escotado que ya no escondía nada…

Sus bien formados senos rebotando a mi cruel ritmo, sus nalgas enrojecidas por el golpeteo contra mi ingle… mientras detrás suyo estaba yo, también colorado de la excitación, con una expresión entre morbosa y vehemente, tomándola del cabello con una mano y manteniendo su columna arqueada con la otra mano en su cintura… cabalgándola…

– ¿Soy una puta?… se preguntó entre absorta y excitada aquella niña caprichosa, viendo como sus senos vibraban hasta casi tocar el espejo…

– Nooo… eres una perraaa… le brame enfurecido.

Nuevamente la jalonee… esta vez para ponerla de lado, apoyo las manos contra el armario al lado del espejo… quería mostrarle como la poseía como a una perra, no era un acto de cariño o amor, era un acto salvaje de venganza, mezclado con morbo y placer… era un castigo…

Esta vez perdiendo toda timidez, en vez de quedarse mirando el mueble, nuevamente su mirada se fijó en el espejo… contemplando su silueta abultada en su pecho y trasero, delgado en su cintura… el vestido negro era casi una faja en su cintura, sus abultadas y firmes nalgas vibraban con mi golpeteo continuo, sus senos esta vez libres saltando con cada embestida….

La jalonee un poco más hasta poner de lado su trasero, que veas sus pulposos y blancos glúteos marcados y enrojecidos por tanto golpeteo con mi ingle… para que viera el reflejo de mi verga martillando su rosado ano… más bien ahora rojo y algo húmedo…

– Ayyy Danyyy… ¡me rompiste el culo!… ouuu… exclamo al ver un hilo de sangre salir de su arrugado anillo.

– Así se trata a las perras chantajistas como tú… le increpe febril…

Desde su posición volteo el rostro para verme llorosa y quejosa… creo q esa imagen en vez de inhibirme, me excito más… mientras ella volvía el rostro contra el mueble, al parecer sollozando por su culo reventado… por un segundo sentí lastima, la estaba tratando como a una cualquiera…

En un momento Vane volteo al espejo, los ojos cerrados, el rostro enrojecido y con lágrimas, el maquillaje corrido… resoplando y resistiendo… y luego comenzó a sonreír gustosa… y a pesar de los jaloneos en su cabellos, los palmazos en sus nalgas… ella comenzó a culearme, se unió a mi ritmo…

– ¿Ves?… te dije que me lo harías… uhmmm…. me dijo medio sarcástica, contrayéndose por lo que parecía un vibrante orgasmo.

Tras un breve sollozo o actuación para enardecerme más, Vane más bien parecía disfrutarlo… parecía haberme incentivado para castigarla más… con ella no podía ganar… a mayor maltrato, mayor gozo de su parte… en ese instante de flaqueo de ánimo, flaqueo mi sensibilidad también… Después de todo la imagen que me ofrecía Vane, que era hermosa, más aun sometida como una prostituta de lujo…

– Mierd… se me viene… dije por instinto, acostumbraba advertir a Mili, mierd… Mili… pensé, pero ya estaba hecho todo.

– Nooo… la quiero en mi boca… me reclamo.

Se liberó rápidamente y se arrodillo… yo sin querer le di tiempo, como un tonto ahorque mi verga para que no salga la leche, pensando que si no salían mis líquidos no había infidelidad… pero tonto al fin, era inevitable, iba explotar mi verga si seguía apretándola… solo me quedo liberar mi verga y mi leche salió hirviendo a borbotones…

Mientras Vane soporto un torrente de leche en su cara, abriendo la boca, tragando lo más que pudo… tras el salpicón inicial que derramo líquidos en sus mejillas y hasta parpados, resbalando por sus senos… luego apreso con un mano mi verga, que parecía una manguera de bomberos desbocada, una vez que la tuvo bajo su control, se dedicó a succionar las ráfagas de semen tibio que mi pene escupía…

– Asuuu… tantooo… se quejó sorprendida, casi ahogándose.

En un último arrebato de ira, a pesar del cansancio, nuevamente tome del cabello a Vane y la obligue a tragarse mi verga… en realidad algo de culpabilidad empezaba a invadirme y no quería ver su rostro… ella más bien obediente, no opuso resistencia y se dejó llevar por el maltrato que le había impuesto.

Más bien, cuando agarro ritmo, se dio maña para respirar entre mi verga y el poco espacio que le dejaba para maniobrar a su cabeza hacia atrás… y en realidad con su lengüeteo y succión logro exprimirme unos chorros más, creí que me estaba orinando… eso si no lo aguanto y forcejeo para liberarse, yo no la retuve más debido a mi cansancio…

– Cofff…. Cofff… ayyy… exclamo medio ahogada, desparramando líquidos.

Cuando pudo respirar, nuevamente se aboco a limpiar mi verga… esta vez solo atine a acariciar su cabeza, después de todo… había soportado todas las vejaciones que le hice, el peor maltrato… en un momento me desconocí porque no recordaba haber tratado tan bruscamente ni siquiera a Mili que me sacó de quicio un par de veces….

Vane me miro gustosa desde su posición arrodillada… estaba exhausto, respirando apenas… colorado y sudoroso… no quise verla… solo sentí un mareo y parecía que solo me sostenía la mano de vane agarrando mi verga y sus labios limpiando los líquidos de la cabecita de mi pene… una vez q los soltó… yo me caí a un lado, apoyándome en el piso y un lado de la cama que nunca usamos…

Ella hizo un gesto de querer ayudarme al verme desvanecerme, pero luego se tapó la boca, creo que sintió los líquidos en su cuerpo y comenzó a observar sus blanquecinos senos manchados por mis restos de semen que se le habían escapado.

Mira absorta todo lo embarrada que estaba, casi feliz… comenzó a recoger con sus dedos los líquidos que se le escaparon, y casi por instinto se los fue llevando a la boca… tragando al principio y luego saboreando… era como una especie de limpieza al estilo de los gatos…

– ¿Así sabia esto?… uhmmm… decía Vane curiosa.

A mí solo me quedaba mirar embobado como esa niña caprichosa se tragaba mis líquidos, Vane finalmente se había salido con la suya y a costa mía… Por momentos tenia flashes de Mili en mi cabeza, procuraba bloquearlos, estaba adolorido y cansado, casi agarrotado y me sentía derrotado, sin ganas de moverme… parecía que el ultrajado había sido yo…

Tras ese shock, tuvimos que acicalarnos e irnos, si hubiera sido Mili me hubiera exprimido un par de veces más en la ducha y donde pudiera, pensé… pero con Vane, no quería más… yo estaba como zombi mientras Vane feliz se portaba cariñosa conmigo… la deje en su casa, suerte q su vestido no se manchó y que su abuela no hizo preguntas confiada en que era un “buen chico”…

Ese día los padres de Vane llegaron y se la llevaron de viaje… creyeron que la dejaron sola mucho tiempo y que por llamar la atención se había hecho de malas juntas… la alejaron de la ciudad y de la ira furibunda de Guille… al menos la aleje del peligro y corte la cadena de revanchas… pero…

– Guille me conto todo… escuche la indignada voz de Mili al teléfono.

– Por la put… madr… suspire.

Continuara…

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Relato erótico: “La cazadora VI” (POR XELLA)

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Ding Dong.   

 

Llegaba tarde. Había quedado en llegar hacía una hora. A Alicia no le gustaba que nadie la hiciese esperar. Mandó rauda a la asistenta para que abriese la puerta e hiciera pasar a su instructora, esperaba que tuviese una buena excusa para llegar tarde.   

 

La asistenta entró a la sala de estar y, haciendo una ligera reverencia presentó a su acompañante.   

 

– La señorita Diana Querol ha llegado, señora.   

 

– Esta bien, Lissy, puedes retirarte.   

 

Lissy era una jovencita de color que habían contratado hacía poco tiempo. Se ocupaba de todas las tareas de la casa, limpiar, comprar, hacer la comida… No le pagaban mucho, pero le daban un techo donde dormir y eso le bastaba. Durante su jornada tenía que llevar un uniforme de criada francesa y, durante su tiempo libre, pasaba la mayor parte del tiempo en su cuarto, lejos de cualquier represalia de su jefa.   

 

La asistenta obedeció, dejándolas a solas. No tenía ganas de ver como su señora echaba la bronca a aquella mujer. Cuando se enfadaba daba bastante miedo…   

 

Alicia observó detenidamente a la que iba a ser su profesora de tenis. Tenia una figura espectacular, definida seguramente gracias a su trabajo como entrenadora personal. El pelo negro estaba recogido en una coleta y unos preciosos y profundos ojos verdes llamaban la atención más que cualquier otra parte del cuerpo. Iba ataviada con un uniforme perfecto para el tenis, faldita plisada y cortita, un ligero top blanco, muñequeras y una banda para sujetarse el pelo. Llevaba una bolsa de deporte donde presumiblemente estaría la raqueta.   

 

– ¿Tiene alguna razón para justificar su tardanza? – La espetó sin miramientos.   

 

– Ninguna.   

 

Alicia no se esperaba una respuesta tan seca y directa. No intentaba excusarse y eso la desconcertó.   

 

– Entonces, ¿Esto va a ser la tónica general? ¿Piensa llegar así de tarde todos los días? Por que no pienso admitirlo.   

 

– ¿Quiere que la enseñe a jugar al tenis? ¿O prefiere estar toda la mañana de cháchara?   

 

“¿Cómo? ¿Cómo se atreve a hablarme así?” Pensaba Alicia. Estaba acostumbrada a quedar por encima de la gente, no iba a permitir que aquella mujer que acababa de conocer la insultase de aquella manera.   

 

Pero… Antes de pensar ninguna respuesta, estaba cogiendo los utensilios y dirigiéndose a la nueva pista de tenis que habían construido en el jardín de atrás.   

 

“Bueno, al final del día le dejaré las cosas claras” Se decía.   

 

– ¿Qué nivel diría que tiene? – Comentó Diana. – Podemos empezar con un peloteo suave, para ver como se desenvuelve.   

 

Alicia, aunque la pista fuese nueva, llevaba tiempo jugando al tenis y solo quería una entrenadora para pulir su técnica. Quería sorprender a aquella mujer tan engreída, que pensaría que no sabría ni darle a la pelota.   

 

– De acuerdo, a ver que tal me manejo. – Dijo con una falsa sonrisa.   

 

Saco con toda la fuerza que podía, y Diana restó con facilidad. Alicia devolvió la bola, comenzando una larga serie de idas y venidas.   

 

Alicia se estaba exasperando. Diana le estaba mandando bolas fáciles, todas de tal manera que pudiese devolverlas bien. Tenia todo el tiempo del mundo para pensar sus golpes, la hacia cruzar la pista de un lado a otro, la hacia subir a la red para intentar colarse alguna volea,  pero Diana siempre iba un paso por delante. Parecía que sabía exactamente lo que iba a hacer a continuación, como si leyese su mente.   

 

La última bola se le escapó a Alicia por puro agotamiento.   

 

– ¡Lissy! – Gritó.   

 

La asistenta acudió servil.   

 

– Traemos algo fresco de beber.   

 

– Veo que se maneja bien con la raqueta. – Comentó Diana mientras tomaban la bebida. – Ahora acabaremos con el peloteo y jugaremos un pequeño partido.   

 

Alicia la miraba con odio, ¡Ni siquiera había estado jugando en serio! ¿Cómo podía ser tan engreída? Era tan… tan… ¿guapa? Desechó esa idea de su mente, era una zorra, eso es lo que era. Volvieron a coger las raquetas y se colocaron en sus puestos. Alicia no tuvo ninguna opción, Diana era abrumadoramente superior. Además, estaba comenzando a fijarse en sus movimientos, en como la falda se levantaba levemente cada vez que hacía un cambio de dirección. En como sus pechos se bamboleaban al compás de sus carreras y sus giros.   

 

“¿Qué me esta pasando?” Se preguntaba.   

 

Lissy observaba desde el lateral de la pista como aquella mujer apalizaba a su señora y sentía una punzada de satisfacción en la humillación que la estaba dando.   

 

– ¡Basta! – Gritó entonces Alicia. – No puedo más, necesito un descanso.   

 

– Esta bien, ¿Por qué no nos sentamos y charlamos un poco?   

 

– Me parece bien. – Dijo la señora de la casa, señalando una pequeña mesita en el jardín.   

 

Alicia intentaba recuperar el aliento mientras Diana, en silencio, la observaba. Ese hecho la hacia sentirse incómoda, le daba la impresión de que aquellos ojos podían ver a través de ella… eran tan verdes… tan vívidos… No podía apartar la mirada de ellos. Su respiración, en vez de calmarse con el descanso, comenzó a acelerarse.   

 

– ¿Vive usted sola? – Preguntó Diana.   

 

– No, vivo con mi pareja.   

 

– Qué está, ¿trabajando? Debe tener un buen trabajo para mantener una casa como esta.   

 

– No… Esta… En el gimnasio… – ¿Qué le importaba a esa mujer? ¿Porque se lo contaba?   

 

– ¿Y como pueden mantener esto?   

 

Ya está. Acabaría la conversación ahora mismo, aquella mujer estaba metiéndose donde no la llamaban.   

 

– Mi ex marido. Me dejo una buena pensión.   

 

– Aaaaa pues vaya imbécil, ¿No? Pagando una casa para que su mujer se tire a otro.   

 

Alicia sonrió, pero una extraña sensación de odio le llegó desde su instructora, una sensación que le heló la sangre… Se sentía oprimida, los ojos de aquella mujer la escrutaban, notaba que penetraban en cada rincón de su mente. Se sentía expuesta, abierta como un libro ante ella. Estaba completamente paralizada, con la boca entreabierta, quería contestarla pero las palabras no acudían a su boca. 

 

– ¿Qué pasa? ¿Te encuentras bien? – Preguntaba DIana. 

 

– S-Si, es sólo que… – ¿Qué? ¿Que iba a decirle? ¿Que la intimidaba? 

 

Alicia se sorprendió a si misma con la mirada fija en el pecho de la mujer. El sudor del ejercicio hacía que la camiseta se le pegara al cuerpo. Se le notaban los pezones a través de ella. Intentó apartar la mirada pero no podía, era hipnotizante ver como se transparentaban aquellas aureolas a través de la tela. No sabía que le pasaba. Es verdad que alguna vez había fantaseado con otra mujer, pero nunca había pasado de ser eso, una fantasía. Pero ahora, aquella mujer… 

 

Se estaba calentando. Comenzó a frotar sus muslos, intentando aplacar esa sensación, pero era inútil. Se levantó de golpe. 

 

– A-Ahora vuelvo. – Y sin más se dirigió al cuarto de baño a mojarse la cara. 

 

Entro apresuradamente y cerró la puerta. Abrió el grifo y se empapó la cara con el agua helada que caía de él.  

 

“¿Qué cojones me pasa? Parezco una quinceañera…” Pensaba. Pero seguía teniendo el cuerpo inflamado. Notaba como sus pezones endurecidos rozaban la tela del polo que llevaba. En su mente resonaban los eróticos gemidos que soltaba Diana cada vez que devolvía una pelota.  

 

Llevó una mano debajo de su falda y, efectivamente, notó la abundante humedad de su entrepierna. El roce de sus dedos la hizo estremecer, comenzó a frotarse lentamente. La imagen de su profesora de tenis venia a su cabeza una y otra vez, su cuerpo perfecto, sus preciosos ojos… ¿Qué le estaba pasando? No podía controlarse… Se reclino sobre el lavabo mientras se masturbaba, su cara estaba a centímetros del espejo que le devolvía la imagen de una cara desencajada de placer. Comenzó a jadear. Su mente se inundaba de pensamientos obscenos con Diana. Se veía de rodillas ante ella, apartando aquella minúscula faldita y descubriendo un hermoso pubis depilado. Notaba el aroma de su sexo y eso la excitaba más todavía, parecía que realmente lo tenia delante. Su masturbacion se tornó vigorosa y desenfrenada, no quería ni podía parar. En su mente, su lengua recorría el color de Diana de arriba a abajo, no dejaba un rincón sin explorar.  

 

– Señora, ¿Se encuentra bien?  

 

La voz de Lissy la sobresaltó.  

 

– ¡S-Sí! – Respondió azoradamente, dejando escapar un pequeño gallo debido a la excitacion. – E-Enseguida salgo.  

 

No estaba dispuesta a quedarse a medias pero, cuando volvió a su tarea, la imagen en su cabeza cambió. Ya no era Diana la destinataria de sus atenciones. Era Lissy. Estaba desnuda frente a ella, de espaldas y algo inclinada hacia delante. Con las manos se separaba las nalgas, dándola pleno acceso a su zona íntima. Alicia recorría su entrepierna con avidez, sin dejar un rincón sin lamer, desde su pequeño botoncito hasta su rosado agujero trasero. Extrañamente eso la excitaba un montón, cuando nunca antes le había atraído llevar su lengua a aquella zona del cuerpo. Lo más raro de todo es que era ella la que, de rodillas en el suelo, llevaba puesto el uniforme de asistenta…  

 

Esa última visión, la hizo llegar a un intenso orgasmo. Se quedó tendida sobre el lavabo unos instantes, cogiendo aire, se lavó la cara de nuevo, recompuso su ropa y salió del servicio, acalorada todavía.  

 

– ¿Se encuentra bien? – Lissy la esperaba en la puerta del baño.  

 

– Sí. ¿No tienes otra cosa que hacer? – La reprendió, más por vergüenza que por otra razón. No podía ni mirarla a la cara, por que recordaba lo que había sucedido en su mente…  

 

Cuando salió al jardín, pudo ver como Sebas, su pareja, había llegado y estaba hablando con Diana.  

 

– Hola. – Saludó Alicia. – Qué pronto has llegado.  

 

Diana la miró fijamente, sonriendo, lo que hizo que Alicia se sonrojara y apartara la mirada.  

 

“Lo sabe” Pensó. “No se cómo pero sabe lo que acabo de hacer” Era imposible, pero tenia la extraña sensación de que era verdad.  

 

– Sí, he acabado pronto los ejercicios. Estaba presentándome a nuestra nueva instructora de tenis. Diana, ¿Verdad?  

 

– Correcto. – Contestó la mujer, con una agradable sonrisa.  

 

– ¿Por qué no se queda a comer y nos conocemos algo mejor? – Dijo el hombre.  

 

Alicia sintió una sensación extraña. Mezcla de celos y odio por un lado, y de alivio y deseo por otro. No aguantaba a esa mujer, pero era agradable tenerla cerca.  

 

– Oh no, no quiero molestar…  

 

– No es molestia mujer, a Lissy no le cuesta nada…  

 

Alicia se imaginó a si misma con el uniforme de la criada, haciendo la comida y volvió a excitarse.  

 

– Además, no llevo ropa apropiada…  

 

– No pasa nada, es una comida informal. Si quieres Alicia te enseña donde te puedes dar una ducha y así te quedarás como nueva.  

 

– Bueno, si insiste tanto… Me quedaré.  

 

– Estupendo, Alicia ¿La acompañas?  

 

Alicia salió de su ensimismamiento, y saco de su cabeza las escenas de Diana en la ducha que se habían generado en un momento.  

 

– S-Sí, por supuesto.  

 

La llevó al baño de su cuarto, y espero sentada en la cama, luchando por que el pensamiento de esa escultural mujer duchandose en su baño, frotándose desnuda no la obligase a masturbarse de nuevo.  

 

———– 

 

Diana estaba contenta. Disfrutaba de los chorros de agua caliente resbalando por su piel,  del aromático jabón que aplicaba suavemente por su cuerpo y, sobre todo, disfrutaba del trabajo que estaba haciendo con la zorra de su ex mujer. Desde que ocurrió el cambio, había aprendido a disfrutar de una buena ducha o de un buen baño, era tan relajante… La ayudaba a pensar. Y sus pensamientos estaban centrados en el devenir de los habitantes de aquella casa tras la comida.  

 

——– 

 

La vio salir envuelta en la pequeña toalla que la había prestado y se quedó sin habla.  

 

– No te importa, ¿Verdad? – Dijo Diana mientras se despojaba de la toalla.  

 

– N-No… – Pudo balbucear Alicia, observando con deseo la suave piel de su instructora.  

 

Diana se puso un diminuto tanga, unas mallas de ciclista negras y un top rosa. El pelo se lo dejó suelto, para que se secase mejor. Alicia todavía no había podido apartar la mirada de su cuerpo, estaba ensimismada en su belleza.  

 

– ¿Qué pasa? – Preguntó la entrenadora.  

 

Alicia no contestaba. Sus ojos estaban fijos en los pechos de Diana,  no se había puesto sujetador.  

 

– ¿Te gusta lo que ves? – Se acercó a ella. Acarició a la mujer lentamente, lo que hizo que se estremeciera. Le plantó un beso en la boca, metiendole la lengua de tal manera que Alicia no tardó en contestar con la suya. –  Tenemos que bajar a comer. – La recordó, separándose de ella. Metió los dedos debajo de su falda buscando su empapada rajita, después, se llevó éstos a su boca, saboreando el flujo de Alicia.  

 

– Ya te puedes duchar tú. – Le dijo a la señora de la casa.

 

Cuando acabó, fueron al comedor donde la mesa ya estaba preparada. Alicia iba con la mirada en el suelo, cachonda y avergonzada.  

 

Diana se sentó presidiendo la mesa.  

 

– Espero que te guste lo que ha preparado Lissy.  – Dijo Sebas.  

 

– Seguro que está para chuparse los dedos. – Replicó la mujer, mirando directamente a Alicia.  

 

Durante la comida, la señora de la casa se estremecía cada vez que Lissy pasaba por su lado. La fantasía que había tenido en el baño copaba su mente y la turbaba. Pasó toda la cena sonrojada y caliente, hecho que no pasó desapercibido a la asistenta.  

 

Mientras tanto, Sebas no paraba de tirarle los tejos a Diana.  

 

– ¿Trabajas muchas horas al día? Para mantener ese cuerpazo debes hacer mucho ejercicio.  

 

– Tengo varios clientes, pero suelen ser horarios variables.  

 

– Uff, que hambre tengo, hoy el gimnasio me ha dejado exhausto… – Dijo Sebas, mostrando descuidadamente sus bíceps. – Lissy, ¿Puedes traer otro plato de esto?  

 

– Enseguida. – Contestó la asistenta. Y salió directa a la cocina.  

 

Cuando iba a salir de la cocina, se encontró de sopetón con la señora de la casa tras ella y del susto se le cayeron los cubiertos.  

 

– Disculpa. – Dijo Alicia. – Yo sólo…  

 

– No se preocupe, ya lo recojo yo. – Lissy dejó el plato sobre la mesa y se agachó a recoger los cubiertos. Había visto como la miraba la señora y, no sabia por qué, pero le daba bastante morbo la situación. Estaba siendo un día un poco extraño, para empezar, su jefa nunca se había disculpado con ella por nada…  

 

Se agachó doblando su cuerpo, sin doblar las rodillas. Su uniforme era lo suficientemente corto para que en esa posición se viese el final de las medias y el inicio de su culo.  

 

Se sobresaltó cuando notó como una mano se posaba en sus nalgas, aunque no podía negar que lo estaba esperando.  

 

– ¿Qué cree que está haciendo? – Dijo, incorporándose y dando una sonora bofetada a su señora.  

 

– Yo… Yo…  

 

Alicia no se lo podía creer, ¿Qué le estaba pasando? Vio su culo allí, expuesto y no pudo resistirse…  

 

– ¿Cómo se atreve a tocarme el culo?  

 

Lissy estaba furiosa, no iba a permitir ese comportamiento. Su señora llevaba extraña todo el día, pero esto era la gota que colmaba el vaso. Algo en su cabeza, una vocecita desde muy adentro, le decía que tenia que cortar de raíz, que si no lo hacia así se volvería a repetir.  

 

– ¿No quiere contestar? Pues no senpreocupe que me encargaré de enseñarla modales.  

 

Diciendo esto agarró a Alicia del pelo sin miramientos y la arrastró hasta hacerla apoyar en la mesa de la cocina.  

 

– ¿Q-Qué haces? – Preguntó la señora, asustada.  

 

– Darla lo que merece.  

 

Y sin más, comenzó a azotar fuertemente el vuelo de su señora. Cada azote venia seguido de un pequeño grito por parte de esta.  

 

Lissy no se reconocía a si misma, siempre había sido comedida y respetuosa, y ahora estaba allí, azotando a su señora. Pero se lo merecía. Claro que se lo merecía.  

 

Alicia por su parte, independientemente del castigo recibido, se estaba poniendo cachonda. MUY cachonda. Cada golpe era un poco más excitante que el anterior.  

 

– Y ahora… – Continuó Lissy, deteniendo el castigo. – ¿Espera que me apache a recoger esto?  

 

– N-No… L-Lo recogeré yo…  

 

– Eso es… Las cosas van a cambiar aquí…  

 

La señora la miraba, atenta.  

 

– Hasta que no aprendas modales y mejores tu comportamiento, no volverás a ser la señora de la casa.  

 

Alicia bajó la cabeza, como aceptando las palabras de Lissy.  

 

– Y si no lo eres, no podrás ir vestida como tal. – De un tirón arrancó los botones de la blusa de Alicia, dejando a la vista el sujetador de encaje que se había puesto.  

 

– ¡Ah! – Gritó sorprendida, pero no hizo nada para evitarlo.  

 

– Vamos, quítate la ropa.  

 

Mientras obedecía, Lissy comenzó a quitarse la ropa también. Su ropa interior era bastante más discreta, blanca y de algodón.  

 

– Ponte esto. – Dijo, tendiendola el uniforme. – Sí os gusta que la criada vaya uniformada, tu no vas al ser menos.  

 

Alicia hizo lo que le mandaba. Cada vez más excitada comenzó a ponerse el uniforme de criada, no sin esfuerzo puesto que Lissy era más pequeña que ella. El resultado era un uniforme ajustadisimo que parecía que se iba a romper solo con la presión de las tetas, y que no cubría lo suficiente, ni por arriba ni por abajo.  

 

– Y ahora recoge esto y llevale el plato al señor de la casa.  

 

La mujer se agachó con cuidado, intentando que no se le viera más de lo necesario y recogió los cubiertos. Agarró el plato y salió de la cocina. Con Lissy detrás, en ropa interior.  

 

Sebas se quedó mirando a las mujeres que entraban en el comedor unos segundos pero, extrañamente no dio impresión de sorpresa ninde notar algo extraño, sino que recibió su plato, que devoró al instante, pidió otro más y siguió cortejando a Diana.  

 

– ¿Tantas flexiones puedes hacer? – Dijo esta, siguiendo el juego al hombre. – ¿Me lo puedes enseñar?  

 

Sebas, que no podía estar más henchido de orgullo, se echó al suelo. Las flexiones eran pan comido, hacia varias series al día pero, cuando fue a hacer la primera, un intenso dolor de estómago le abordó. Haciéndole caer al suelo.  

 

– ¿Estas bien? – Preguntó Diana, con falsa sorpresa.  

 

– S-Sí… No se que ha pasado…  

 

Lo intentó de nuevo con idéntico resultado, así que acabo desistiendo. Se levantó y se dispuso a comer el tercer plato que le habían servido.  

 

– Entonces, ¿Le parece bien dos horas al día de clases? ¿Por la mañana? – Dijo Diana, dirigiéndose a Lissy como sin fuera la verdadera señora se la casa.  

 

– Estupendo, así me despejare un poco y abriré el apetito. – Contesto ésta.  

 

A nadie parecía extrañarle la situación, incluso Alicia dudaba lo que estaba oyendo era correcto o no… Su mente estaba confusa.  

 

– P-Pero… – Balbuceo.  

 

“¡Haz que se calle!” Resonó la voz en la mente de Lissy. “Qué aprenda cual es su lugar”  

 

La chica se levantó y, agarrandola del pelo la obligó al inclinarse.  

 

– ¡Cállate! ¿Quien te dio permiso para hablar?  

 

De un rápido movimiento apartó la falda de la mujer y le bajó el tanga, obligadola a levantar las piernas para quitárselo. La agarró de pelo y se lo introdujo en la boca.  

 

– No se te ocurra escupirlo, así aprenderás a estar callada.  

 

Alicia quedó inmóvil, con su tanga en la boca, notando el sabor de su calentura. Sebas estaba observando en silencio, sin parar de comer. Diana por su parte sonreía.  

 

– Así es como se tiene que tratar al servicio. – Dijo. – Qué aprendan cual es su lugar.  

 

“Debe aprender su lugar.” Oía Lissy. “Debes demostrarle cual es su lugar.”  

 

La nueva criada de la casa se estaba calentando por momentos, no lo podía explicar, estaba vestida de criada, con sus bragas en la boca y sometiéndose a su verdadera criada “La señora de la casa” Resonaba en su mente. 

 

No se quitó el tanga de la boca hasta que terminó la comida, momento en que la nueva instructora de tenis se despidió hasta el día siguiente, a la misma hora. 

 

La tarde fue extraña en esa casa. Alicia hacia las tareas que le correspondían como sirvienta mientras Lissy disfrutaba de su nueva posición. Mientras tanto, Sebas no paraba de ir al picotear a la nevera una y otra vez. 

 

El hombre durmió en el sofá, mientra sque Lissy lo hizo en la habitación principal. Alicia, que ocupó el cuarto que pertenecía a la sirvienta, estuvo masturbandose más de la mitad de la noche, intentando aplacar el morbo que le daba la nueva situación. 

 

– Buenos días. – Saludó Diana al llegar al día. – ¿Comenzamos? 

 

– Por supuesto. – Dijo Lissy, ataviada con ropa deportiva. 

 

– ¿No has ido al gimnasio? – Preguntó la instructora a Sebas, que estaba tomando un opiparo desayuno. 

 

– Sí… Pero me resulta imposible hacer cualquier tipo de ejercicio… Debo estar enfermo… Tendré que ir al médico… 

 

Diana se dirigió sonriendo satisfecha al jardín trasero, donde se encontraba la pista de tenis. 

 

Estuvieron un par de horas jugando y,  mientras tanto, Alicia esperaba a un lado de la pista, solicita. 

 

– ¿Qué tal trabaja la nueva asistenta? – Preguntaba Diana. 

 

Lissy se quedó pensando, la verdad es que para no haberlo hecho nunca, Alicia había trabajado bien. 

 

“No” ¿No? 

 

“Era una vaga, no obedecía correctamente las órdenes” Ahora que lo pensaba… Es verdad… Tardaba demasiado en obedecer y lo hacía todo torpemente… 

 

– Es… Es algo vaga. – Contestó. – No obedece como debería. 

 

– Pero lleva poco tiempo, ¿No? Ya aprenderá… 

 

Era verdad, con el tiempo cogeria soltura. “No es excusa. Su comportamiento es inaceptable” ¿Inaceptable? “Debe cumplir su deber como sirvienta de forma perfecta” 

 

– No es excusa. – Replicó a Diana. – Una asistenta debe hacer sus tareas correctamente. Si no, debe ser… – “Castigada” – castigada. 

 

Alicia levantó la cabeza, asustada, ¿iban a castigarla? 

 

– ¿Y como la vas a castigar? Ayer la azotaste y le dio igual… 

 

Lissy no se dio cuenta de que Diana no la había visto azotar a Alicia, no pensó de que manera podía saber eso. En su mente solo aparecían imágenes de castigos que podría aplicar, y uno de ellos sobresalía ante todos los demás. 

 

– Voy a cambiar sus tareas. Si no sirve como asistenta le buscaré un trabajo para el que valga. 

 

Alicia miraba atentamente a su señora, ¿Qué trabajo tendría que hacer? Lissy se acercó al ella, se situó a escasos centímetros de su cara. 

 

– Sí no vales ni para limpiar baños… – “Solo sirve para eso. Es una inútil. Debe obedecer”. – Entonces serás un baño. 

 

– ¿C-Cómo? – Replicó Alicia. 

 

Pero Lissy no contestó. La agarro del pelo y la condujo hasta el servicio a la fuerza, obligandola a arrodillarse. 

 

Alicia no podía oponerse, algo en su cabeza le decía que tenia razón, que no sabía hacer un simple trabajo de asistenta, que debía ser castigada. 

 

“Debo cumplir con mi cometido” Resonaba en su mente. “Obedece a tu señora, acepta el castigo.” 

 

Lissy se bajó las bragas y se sentó sobre la cara de su sirvienta. Alicia miraba con ojos de terror a su señora, pero en el fondo no estaba esperando, sabia lo que vendría ahora y se esforzaria por cumplir. 

 

El amargo y caliente chorro de orín inundó su boca, desbordandose y cubriendo todo su cuerpo, era un sabor asqueroso pero tenia que tragarlo, tenía que hacer bien su trabajo. 

 

– ¡Limpiame! – Exigió Lissy cuando terminó. 

 

La lengua de Alicia recorrió cada recoveco del coñonde su señora. El sabor a orín se mezclaba con el de sus flujos: estaba cachonda. MUY cachonda. El sabor era exactamente igual a como lo recordaba de su fantasía. 

 

Cuando terminó Lissy se apartó, Alicia estaba empapada pero, extrañamente, estaba satisfecha. Le daba la sensación de que había encontrado su lugar en el mundo, que había andado perdida todo este tiempo sin saber lo que realmente deseaba. 

 

Cuando levantó la mirada allí estaba Diana, en la puerta, observándola con esos preciosos ojos verdes que tanto llamaban la atención. No supo decir por qué, pero veía que estaba satisfecha. Estaba bien. Eso significaba que estaba haciendo bien su trabajo. 

 

El resto del día se olvidaron de Alicia. Sólo acudían a ella para orinar y limpiarse. Sebas también pasó por allí y, aunque la escena le ponía cachondo, no consiguió ni siquiera una erección. 

 

– ¿Qué vas a hacer ahora? – Preguntó Diáfana Lissy, al final del día. 

 

– ¿Cómo? 

 

– Qué cómo te vas al mantener. Tendrás que pagar esta casa de alguna manera, y tendrás que pagar a tu sirvienta. 

 

-… 

 

– El haberte convertido en la señora de la casa ha hecho por lógica que pierdas tu trabajo de asistenta. 

 

En la mente de Lissy habían cosas que no encajaban, ¿Ahora era la señora de la casa? ¿De pleno derecho? No estaba a su nombre… No tenía por que tener problemas, si no pagaba, a quien buscarían era a Alicia… Pero, igualmente, veía el problema que Diana le presentaba y lo sentía auténtico. No. No podría mantener eso. 

 

– Lo primero será echar a la criada. 

 

– Correcto. – Contestó Diana. 

 

– Y después… ¿Buscar trabajo? 

 

– Exacto. ¿Qué sabes hacer? 

 

Lissy pensó. No sabía hacer nada más que limpiar “Pero ahora eres la señora de la casa, no puedes rebajarte” en sus recuerdos, comenzó a aparecer una imagen de ella trabajando de camarera, no sabía donde, no sabia cuando, pero allí estaba. 

 

– Puedo trabajar de camarera. 

 

– ¡Estupendo! Si quieres, conozco un sitio en el que buscan gente. 

 

– ¿En serio? ¡Muchas gracias! – Exclamó, cogiendo la tarjeta que le ofrecía Diana, entusiasmada. 

 

Pensando en su nuevo trabajo, se acercaron al servicio, nuevo hábitat de Alicia. 

 

– Recoge tus cosas y largate. – Dijo Lissy con desprecio. 

 

– ¿Qué? – Replicó la criada sorprendida. – ¿Me despides? 

 

– ¿Qué no entiendes de largate? – Y se dio la vuelta y la dejó allí, asustada y confusa. 

 

– ¿Qué voy a hacer ahora? ¿Cómo voy a vivir? Ahora que había encontrado una formando vida que me completaba… 

 

Levantó los ojos y vio una tarjeta, Diana estaba ante ella, sonriente, teniendole la flamante tarjeta de un bar. 

 

– Diles que vas de mi parte. – Dijo sin más. Y la dejó sola, arrodillada ante su breve y feliz último puesto de trabajo. 

 

 

———-

 

Diana llegó a su casa satisfecha, todo había salido perfecto e, incluso, mejor de lo que esperaba. Había hundido la vida de Alicia, a partir de ahora trabajaría como váter portátil en el 7pk2, pasaría el resto de su vida bebiendo meados, limpiando pollas y culos con su lengua, ¡y había conseguido que le gustase! 

 

Se había vengado también del chulito que le había robado a su mujer: Sebas no podría volver a hacer ejercicio bajo pena de fuentes dolores en el estomago y, por si era poco para perder su escultural cuerpo, le había hecho adicto anla comida. No tardaría más que un par de meses en convertirse en una bola de grasa. 

 

Y de regalo, Lissy. Una belleza de ébano que ayudaría a Eva sirviendo mesas en el burdel. La pobre chica no tenia culpa de nada pero… Ahora Diana era una cazadora. 

 

Ahora Diana quería tomarse un tiempo para reflexionar, para pensar la estrategia que debía seguir para hacer que la idea de Tamiko se convirtiese en realidad. 

 

La cazadora estaba suelta, y todo el mundo podía convertirse en su presa… 

Relato erótico: “El liante” (POR RUN214)

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EL LIANTE
Quizás no he oído bien o a lo mejor este sol que me achicharra me hace alucinar. Miro a mi hijo por encima del periódico y levanto mis gafas de sol sorprendido.

-¿Qué has dicho?

-Digo que menudas tetas se le han puesto a Nuria.

Está sentado en la toalla frente a mí, con la barbilla descansando en sus manos y los codos apoyados en sus rodillas. Contempla absorto a las 2 mujeres que se alejan caminando por la arena hacia el mar.

Yo también estoy sentado. Utilizo una de esas sillas plegables que te dejan el culo casi a ras de suelo cuyo respaldo puedes inclinar lo necesario para leer o echar una siesta. Desde mi posición podría estirar una pierna y patearle el hombro como a una cucaracha.

Giro la cabeza hacia la izquierda. Las olas del mar mueren en la arena por la que caminan ambas mujeres y señalo hacia ellas con el pulgar.

-¿Te refieres a tu hermana?

-¿A cuántas Nurias conoces? –contesta con descaro- Seguro que tiene unos pezones de la hostia. Grandes y oscuros, buf.

Le miro con desconcierto sin saber exactamente si se está refiriendo a su hermana de la manera que yo creo que lo está haciendo.

-¿Cómo crees que tendrá el coño? –continúa diciendo- Yo creo que lo tiene peludito y arreglado con unos labios grandes como a mí me gustan.

-¿C…Cómo?

-Ese cabrón de Nacho se la tiene que estar follando todos los días. Al menos es lo que yo haría si fuera su novio.

-¡Gabriel! Ya está bien. ¡Estás hablando de tu hermana!

Me mira con suspicacia y levanta una ceja.

-A ver si me vas a decir que tú no te habías fijado en los melones que tiene.

-Oye, un respeto que soy tu padre.

-¿Y eso que tiene que ver? Como si tú no te hicieras pajas con ella.

Golpeo con fuerza mis rodillas con el periódico.

-¡Basta ya! Pero ¿qué estás diciendo?

-¿Qué pasa? ¿A ver si ahora me vas a decir que nunca has fantaseado con ella mientras te estás tirando a mamá?

-¿Q…Qué?

-La oscuridad lo cubre todo, hasta la propia vergüenza. De noche, bajo las sábanas, cuando deslizas la polla por el coño de mamá seguro que piensas que es a Nuria a quien se la metes.

Parpadeo sin comprender. Me parece estar viendo un alienígena.

-Además juegas con ventaja porque Nuria es el vivo reflejo de mamá así que no te costará nada imaginar que te corres en ella cuando estás encima de mamá.

Hace una pausa mientras le veo cavilar.

-Yo también me la imagino cuando me estoy follando a Estela –continúa- pero no es lo mismo, mi novia no tiene las peras de Nuria, ni su cuerpo.

-¿Que… que tú…?

-¿Como tiene mamá el coño? ¿Le gusta correrse en tu boca? Tiene que ser una pasada ¿eh?, pensar que es el coño de Nuria el que te estás comiendo mientras mamá se corre en tu boca sin saber lo que estás imaginando.

-¿Qué? Yo… yo no… nunca…

-¿Tienes fotos de mamá en pelotas?

-¿F…Fotos de tu madre desnuda? Nooo, no, no. Que va, nada. Nunca. ¿En mi móvil? Ni hablar, que va. Nada, yo nunca tendría fotos de tu madre desnuda, nunca.

-Joooder, papa. Qué mal se te da mentir. Anda saca el móvil y enséñamelas, venga.

-Que no, que no, que no tengo yo de esas cosas. Además, que no están en mi móvil y no te las voy a enseñar. Será posible el niño este. ¡Que estamos hablando de tu madre! Anda cállate de una vez y déjame en paz que estás enfermo.

Estoy sudando. En menos de un minuto el mocoso éste me ha puesto el corazón a 200 por hora. Sin abrir la boca me ha acusado de incestuoso, me ha faltado al respeto a mí y a su madre y encima ahora me acosa con fotos íntimas de su madre.

Me recuesto sobre mi silla de playa, estiro el periódico frente a mi cara de un manotazo y me oculto tras él dando por zanjada cualquier conversación entre nosotros.

Nunca hubiera imaginado que mi propio hijo pudiera hablar así de su madre y de su hermana, es asqueroso. Lo peor de todo es que me ha hecho sentir sucio a mí mismo. Debo mantener una charla muy seria con este chico uno de estos días. Tanto internet y tanto amigo friki no puede ser bueno.

Tras unos minutos, cuando las pulsaciones de mi corazón vuelven a ser las mismas de siempre, me percato del sospechoso silencio en el que ha entrado el degenerado de mi hijo. Inclino el periódico y oteo sobre sus páginas. Gabriel está concentrado en algo que tiene en la mano, ¡mi móvil!

-¿Qué haces con eso? Trae aquí.

Se lo arranco de un zarpazo y miro la imagen de la pantalla entre el desconcierto y el terror. Una mujer desnuda saliendo de la ducha ocupa toda la pantalla. Mi hijo ha estado viendo las fotos personales que tengo de su madre desnuda y que he jurado con mi vida que no vería nadie. Aprieto el móvil contra mi pecho y cierro los ojos intentando no desmayarme.

-¿¡Pero qué cojjjones estás haciendo con mi móvil!?

-Joe, como te pones. Solo estoy mirando las fotos de mamá. Anda que menudo coño más “de puta madre” tiene. Joooder, y qué polvazo. Ya me la follaba yo bien follada.

-¿Pero tú te estás oyendo? ¡QUE ES TU MADRE!

-¿Y qué? No te pajeas tú con tu hija pues yo lo hago con mi madre.

-¡QUE YO NO ME HAGO PAJAS CON TU HERMANA, JODER!

Me asusto de mi elevado tono de voz. No estoy solo en la playa. Levanto la cabeza y miro hacia los lados temeroso de que alguien hubiera podido oírnos. Solo me faltaba eso. Acerco mi cara a la de mi hijo, frunzo el ceño enfadado y bajo la voz.

-Yo-no-me-pajeo-con-tu-hermana. Y tú tampoco deberías hacerlo con tu madre, enfermo de mierda. Además, estas fotos son privadas y…

-¿Mamá sabe que las tienes?

-Pues, pues, pues claro.

-¿Y sabe que las vas enseñando por ahí?

-¿¡Qué!? Yo no las voy enseñando por ahí. Has sido tú que te gusta hurgar en la propiedad de los demás. Además, ¿cómo has dado con ellas?

-Buf, fácil. Las tienes a la vista, en una carpeta dentro de la galería de imágenes, sin esconder ni nada.

-P…pero si yo las metí en, en… un momento, ¿qué es esta flechita que parpadea…?

Levanto la vista del móvil y le miro fijamente a los ojos haciendo esfuerzos para no mearme encima.

-Gabriel, ¿has enviado algo desde mi móvil?

-Claro, las fotos, a mi correo.

-¿L…las fotos de tu madre desnuda?

-Sí, todas.

¿Todaaaas? Pero, pero… ¡serás cabrón!

-Oye, oye, sin insultar que no es para tanto. Que solo me voy a pajear con ellas.

Si Pilar se entera donde han acabado sus fotos y de qué manera se van a emplear voy a tener el mayor problema de mi matrimonio. Este puto enfermo mental me acaba de buscar un problema de la hostia. Estoy en la cuerda floja y el muy capullo está sujetando uno de los extremos. Estoy en las manos de un tarado sexual.

-¿Que te vas a…? ¡Bórralas inmediatamente, cerdo!

-Ni loco, vamos.

-Esas fotos son de uso privado, son mías, MIAAAS.

-Si es por eso no te sulfures. Te paso las de Estela en pelotas y en paz. Así yo tengo las fotos de mamá y tú tienes las de mi novia, empates.

Se hace el silencio. Me ha dejado descolocado. No sé si he entendido bien lo que me acaba de proponer pero yo no quiero sus fotos, quiero las mías. Quiero que las borre pero, por otra parte, mis fotos están comprometidas. Ya nunca podré estar seguro de que no existan copias por mucho que las borre o me jure hacerlo. Piensa rápido, piensa.

Me tiene cogido por los cojones. Si tuviera las fotos de su novia desnuda igualaría nuestras posiciones. Podría amenazarle con enviárselas a Estela de manera anónima si se le ocurriese traficar con mis fotos.

Gabriel echa mano de su mochila y saca su móvil con parsimonia, lo enciende y comienza a navegar por él. Pasan los segundos y sigo paralizado esperando algo que no sé qué es. Pilar y Nuria volverán pronto del paseo que han ido a dar juntas por la orilla del mar y entonces ya no tendré oportunidad de matar con tranquilidad a mi hijo.

-Mierda.

-¿Qué?

-Me he quedado sin batería.

-¿Qué? ¿Cómo es posible?

Le arranco el móvil de las manos y pulso con energía la tecla de encendido sin que suceda nada. Desmonto el móvil. Quito y pongo de nuevo la batería. Coloco la tapa que la cubre e intento de nuevo encender el puto aparato. Nada.

-Eso es por estar todo el día… chapeando y… chismeando.

-Se dice…

-¡Me da igual como se diga! Ahora tú tienes todas mis fotos y yo no tengo nada tuyo, joder. ¡JODER!

-Tranquilo hombre, tranquilo. Si es por eso te dejo unas bragas de Estela que llevo en la mochila. Te las dejo como “prenda” y cuando te pase las fotos me las devuelves.

-¿Llevas unas bragas de tu novia en tu mochila?

-Sí, aquí están. Mira.

Veo aparecer unas braguitas blancas colgando de la punta de sus dedos. Este tío está fatal de la cabeza. ¿Quién va por ahí con unas bragas de su novia encima?

-Pero… ¿y qué coño voy a hacer con unas bragas de tu novia?

-Anda el otro. Pues olerlas. Como hago yo con las bragas de mamá y Nuria.

-¿Utilizas las bragas de tu madre y tu hermana para…? bueno, es igual –digo dando manotazos frente mi cara-. Lo que quiero decir es que esto no me sirve para nada, no me garantiza que me vayas a pasar las fotos de tu novia.

-En realidad sí. Tengo que devolverle las bragas a Estela antes de esta noche. Si no lo hago se va a preguntar qué he hecho con ellas y tendré un gran problema. Así que a ambos nos interesa hacer el canje.

La explicación de Gabriel tiene sentido además son el único aval contra el mal uso que este puto chaval pueda hacer de las fotos de Pilar hasta que me pase las suyas.

-Cuando lleguemos a casa conecto el móvil al cargador, te paso las fotos y me devuelves sus bragas. Entonces ambos tendremos fotos guarras del otro y estaremos en paz.

Le miro con recelo y asco. Quiero pensar que todo va a ir bien y al final me haré con sus fotos con las que le amenazaré si se pasa de listo. Esas fotos van a ser las únicas que garanticen mínimamente que Pilar no acabe en internet o vete a saber dónde.

-No te vayas a hacer una paja con ellas mientras las tienes, ¿eh? –susurra con una sonrisa de oreja a oreja mientras balancea las bragas delante de mi cara.

En ese momento veo aparecer de soslayo la figura de dos mujeres que se acercan a paso lento. Tomo las bragas con celeridad e intento esconderlas en el bolsillo de mi bañador. Por desgracia, los putos nervios no me dejan ser dueño de mis músculos y me impiden esconder con prontitud la prueba del delito que se atasca a medio camino y queda colgando de mi pantalón.

-¿Qué tal chicos, cómo estáis? –pregunta mi mujer al llegar hasta nosotros.

“Jodido”. Hubiese querido decir. Pero solo puedo sonreír con una mueca de pánfilo mientras abro el periódico sobre mis piernas para que tapen las bragas a medio salir de mi bolsillo a la vez que el hijo puta de Gabriel muestra una cara de alegría mientras se coloca sus gafas de sol.

-¿Qué tal el paseo mamá?

Regala a su madre una sonrisa de hiena mientras escucha atento sus explicaciones como si le interesaran. Pilar no sabe que tras esas gafas oscuras, el pervertido de su hijo, está concentrado en su coño y en sus tetas, observando atentamente el balanceo de sus melones.

Puedo sentir como babosea, como se recrea con la forma de su coño, como estruja y manosea las tetas de su madre con la mirada. Solo le falta babear. Qué contento se debe sentir ahora que guarda su imagen desnuda en su retina.

-¿Vienes al agua papá? –mi hija me devuelve a la realidad.

-¿Qué? eeh, no, gracias. Es que… quiero acabar de leer –y esconder por completo las bragas que cuelgan de mi bolsillo.

-Deja el periódico de una vez. Ya lo seguirás leyendo después –dice mientras intenta arrancármelo de las piernas.

-Que no, que no, de verdad, no me apetece. Luego si eso.

Su rostro se muestra contrariado. No esperaba mi negativa pero enseguida vuelve a sonreír dirigiéndose hacia su hermano esta vez.

-Qué, Gabri, ¿te vienes?

-Eeeee, paso.

-Venga anda –suplica arrodillándose tras su espalda y abrazándole el cuello desde atrás.

-Luego si acaso. Ahora mismo no me apetece mojarme y pasar frío.

Los cojones. Lo que le pasa es que tiene una erección de mil pares de pelotas desde que ha llegado su madre. Y ahora, con su hermana frotándole las tetas a la espalda no tiene valor para levantarse y que todos vean lo marrano que es.

-Venga hombre, chapoteamos un poco y venimos.

-Vaale, está bien.

Dicho esto, se levanta de un salto y se quita la camiseta mostrando un bulto en el pantalón que bien podría ser la torre de Pisa en versión porno. La punta de su polla aprieta contra el pantalón de baño haciendo que éste forme un cono hacia adelante tan grande como vergonzante.

Sonrío al ver lo tonto que es. Ese error táctico le va a hacer perder muchos puntos dentro del sector femenino familiar. Le está bien empleado por cerdo y por ladrón.

Sin embargo, para mi sorpresa y desazón, nadie ve su tienda de campaña. Su hermana ha salido corriendo hacia el agua sin percatarse del bulto obsceno de su hermano, y su madre, que hasta hace un instante se encontraba frente a él, se ha girado de espaldas y está de rodillas sobre la toalla alisándola y quitando los restos de arena.

Para mayor pesadumbre, el muy crápula, aprovechando que su madre tiene apoyadas las manos sobre la toalla, simula cogerla por la cintura y finge follarla a cuatro patas mirándome con esa eterna sonrisa de hijo de puta enfermo sexual.

Hecha la gracia, comienza a caminar hacia el agua donde su hermana se encuentra adentrándose pasito a pasito en el mar.

Giro la cabeza a un lado y a otro sorprendido de que nadie en la playa parezca percatarse de la escena con su madre y del empinamiento de su pantalón de baño. Seguro que si fuera yo el que va con una erección, un roto en el pantalón o la bragueta abierta se enterarían hasta en el polo norte.

– · –

Pilar está tumbada junto a mí recibiendo los rayos del astro sol en su cuerpo. Descansa relajada y feliz, ajena a la realidad que vive en su casa y en su familia. No llega ni a imaginar que su hijo se menea la polla con sus bragas o que, peor aún, posee las vergonzantes fotos que con tanto trabajo y sudor he ido recopilando durante el matrimonio. Me mareo solo con pensar lo que ese mal nacido de Gabriel pueda hacer con ellas.

Apenas distingo a mis hijos chapotear en el agua. Seguro que Gabriel no desaprovecha ninguna ocasión para frotarse con su hermana el muy marrano. ¿Notará Nuria su erección? Ruego por que así sea y le monte un buen pollo.

Mientras tanto intento seguir leyendo el puto periódico pero no consigo pasar de la primera línea. Ya la he leído 12 veces y sigo sin enterarme de nada. Las putas bragas de Estela, la novia de mi hijo, me están quemando en el bolsillo. No veo el momento de sacármelas de encima y esconderlas hasta que se las pueda devolver a Gabriel. Eso si me pasa sus fotos claro, porque si me la intenta jugar pienso putearle dejándole sin ellas. El cisco que le montaría Estela si Gabriel le va con el cuento de que no las tiene sería de campeonato.

Parece que Gabriel y su hermana se han cansado de jugar en el agua y vienen para acá. No espero más. Me levanto y comienzo a recoger mis cosas del suelo.

-¿Qué haces? –Pregunta Pilar.

-Ya he tomado suficiente sol. Me voy a casa.

-¿Ya? Espera a que lleguen estos dos y nos vamos todos juntos.

-Tengo prisa. Os espero en casa.

Con una mano tapando el bulto del bolsillo recorro a paso ligero la playa hasta salir de ella y encamino la acera por la que transito hasta llegar al bloque de pisos donde pasamos el verano.

Llamo al ascensor pero parece que no llega nunca. Seguro que está estropeado o algo. Me canso de esperar una eternidad y subo todas las escaleras lo más rápido que puedo hasta llegar a mi planta que está en el infinito. Saco las llaves y abro la puerta de mi casa con el poco resuello que me queda por culpa de la caminata. Al cerrar la puerta, una vez dentro, siento el alivio de la salvación. Ahora sé qué sentían los soldados que recorrían las playas de desembarco hasta ponerse a cubierto.

Dejo las llaves de casa y el periódico en la mesilla de la entrada, me descalzo las chancletas saco las bragas y las sostengo en mi mano. ¿Dónde las esconderé?

Tengo muchas opciones pero ahora no se me ocurre ninguna buena. ¿La cocina, mi dormitorio, algún cajón del armario…?

Oigo unas llaves en la entrada y veo abrirse la puerta. Por acto reflejo vuelvo a meter las bragas en el bolsillo. Veo con estupor la silueta de Pilar apareciendo en el pasillo a la que le siguen mis dos hijos.

-Podías habernos ayudado a traer las cosas. Qué rápido te has ido –dice ella.

Rápido no, he venido a toda hostia y aun así, solo os he sacado 20 segundos de ventaja, increíble. Me llevo la mano a la frente y me seco el sudor con ella.

-¿Pero… cómo habéis subido tan rápido? -pregunto.

Me mira como las vacas al tren.

-Pues en ascensor como siempre. Cuando hemos llegado nos estaba esperando abajo. ¿Comemos?

-Eh, v…vale, ve haciendo la comida… me voy a duchar. –y a esconder estas putas bragas de adolescente.

– · –

Me he duchado, he comido y ahora estoy sentado junto a mi familia en el sillón viendo la tele y sigo con las putas bragas en el bolsillo de mi bañador sudando como un condenado.

Gabriel se levanta y se dirige hacia la puerta del salón.

-¿Has cargado ya tu teléfono, Gabriel? –pregunto con disimulado desinterés.

-Nop.

-¿Qué? ¿Y por qué no? ¿Se puede saber?

Mi mujer y mi hija me miran extrañadas.

-Ejem… quiero decir –continúo-, que no puedes andar incomunicado por ahí. Imagínate que necesitara llamarte para algo urgente. Carga el teléfono, anda.

-Luego.

-¡Ahora!

-No puedo.

-¿Por qué no?

-No he traído el cargador.

-Te dejo el mío.

-No me vale. Además tengo prisa. He quedado con Estela. Adiós.

-¿C…cómo que has quedado con Estela? ¿Y vas a ir así, sin más?

-¿Y cómo quiere que vaya, con frac?

-¿No tienes que llevarle nada a Estela? ¿…Gabriel?

-Eeeee, no.

Se gira, coge un libro de la estantería cercana y se va hacia la salida.

-Vendré tarde –grita desde el quicio de la puerta.

Me sorbo los mocos y me tomo el pulso con 2 dedos sobre la muñeca. Con este mocoso no llego a la jubilación. Se está choteando de mí. Miro a mi mujer que vuelve a estar absorta en el televisor y pienso en cómo sería mi vida después de la muerte.

No entiendo por qué cojones Gabriel no cumple con su palabra y me pasa sus fotos de una vez para que al menos pueda estar medianamente tranquilo. Sigo mirando la tele absorto en la boba de María Teresa Campanillas presentando su programa de mierda. Nuria se va a su habitación dejándome solo con Pilar. Me encuentro muy mal, como con ganas de vomitar.

Me levanto con lentitud y me dirijo al baño a paso de zombi. Necesito un rato de soledad. Cierro la puerta del baño y me miro al espejo. Me seco el sudor con un pañuelo. Me mareo solo de pensar que este mal nacido de Gabriel me la vaya a jugar. Me tiene cogido por las pelotas pero si hace algo con mis fotos juro por Dios que voy a enviar una cajita a estela con sus bragas y una nota que diga que su novio anda repartiendo su ropa interior a la gente.

Separo el pañuelo de mi cara y lo miro. Me acabo de dar cuenta de que me estoy limpiando el sudor con las bragas que tenía en el bolsillo. Qué asco. Las aparto de mi cara y las miro con detenimiento.

Esas bragas han estado cubriendo el coñete de Estela, la novia pija de mi hijo. La típica chica a la que no se le cae un pedo. El prototipo de supermujercita, supermodelo, superguapa a la que todos los hombres mortales y plebeyos quieren meterle la polla por su culito de estirada. Y yo me acabo de limpiar la cara con ellas.

Me llevo las bragas a la cara de nuevo. Cierro los ojos y aspiro su olor. No sé muy bien por qué pero se me acaba de poner dura. Destapo mi polla y la miro desde arriba. Tengo un buen ciruelo. Acaricio mi falo lentamente con una mano mientras sostengo las bragas en mi cara con la otra. Vuelvo a mirar las bragas y ahora me parecen preciosas. Dejo caer el pantalón de bañador hasta los tobillos, las coloco alrededor de mi polla y sigo acariciándome con ellas. Si mi polla está tocando las bragas y estas bragas han estado en el coño de Estela es como si mi polla estuviera tocando su coño. Se me está poniendo más dura todavía.

Me la meneo con más brío. No soy del todo consciente de que me estoy haciendo una paja con las bragas de la novia de mi hijo. Eso no está bien pero que se joda Gabriel. No me ha pasado sus fotos, tal y como prometió, así que no tengo por qué sentir remordimientos por lo que hago.

Sigo con los ojos cerrados pensando en Estela y en cómo sería desnuda. Esa chica está buenísima y sin ropa estaría todavía mejor. Imagino que soy yo el que la desnuda y la tumba en el suelo. Le lamería sus pezones y su coñete de niña rica y después se la metería. Me follaría a la novia de mi hijo. Sí, me la follaría bien follada. Me siento mal por desearlo pero me da igual.

Estoy tan excitado que me empiezo a correr. Tengo que morderme los labios para no gemir de gusto. Noto salir mi semen que empapa mi mano y las bragas. Ya no hay tiempo para retirarlas así que termino por correrme en ellas. Ya las limpiaré después. Abro la boca y comienzo a tomar aire a bocanadas. El placer y el deseo dejan paso lentamente a la relajación y el agotamiento.

Pasan los segundos con los ojos cerrados y empiezo a sentirme mal por lo que he hecho. No debí manchar las bragas de Gabriel. No debí meneármela con ellas. Ni tan siquiera debí pensar en su novia de esa manera. Cómo puedo ser tan cabrón.

Abro los ojos y me miro al espejo. Lo que veo ya no es a un hombre maduro y culto sino a un crápula y un mal padre. Enfoco la vista en el cristal y me percato de que la puerta del baño que está justo tras de mí está abierta y Pilar está bajo el quicio con la cara horrorizada.

-Te estás masturbando…

Pego un bote de la hostia y me giro encarando a mi mujer e intentando esconder las bragas tras mi espalda, algo bastante inútil teniendo en cuenta el espejo que tengo detrás.

-Eeee…, ha sido un calentón…, no sé que me ha pasado. El calor… supongo.

-Te estás masturbando… -repite como un autómata- con las bragas de tu hija.

-¿¡QUÉ!? Nooo, no, no. Que va. Para nada.

-Te has hecho una paja con sus bragas. – se lleva las manos a la cara.

-Que no, que no. Que no son suyas, de verdad.

Intento subirme el pantalón de bañador que se me ha enredado en los tobillos mientras sigo intentando esconder inútilmente las bragas totalmente pringadas dentro del puño tras mi espalda.

Pilar me toma del brazo y me las arranca de un tirón. Las toma entre sus manos y las despliega mirando con horror todo el semen esparcido.

-Son las bragas que se le han perdido en la playa. Hemos estado un rato buscándolas y mira quien las tenía. ¿Por eso tenías tanta prisa en venir a casa? ¿Para meneártela con ellas?

Abro la boca hasta tocar el esternón con la barbilla. “qué cabróóóón el Gabriel de los cojones”. Me ha dado las bragas de su hermana. El muy cerdo hijo de puta le había robado las bragas a su hermana y me las ha dado diciendo que eran de su novia. Ay Dios, voy a desmayarme.

Pilar me mira con la cara encendida. Sus ojos rojos no anuncian nada bueno para mis próximos 1.000 años.

-Nunca imaginé que fueras tan cerdo. ¿Cuántas veces te la habrás meneado con sus bragas? Seguro que cuando follamos te imaginas que es a Nuria a quien te estás tirando ¿verdad?

-¿Qué?

-¿Y cuando me lames el coño, seguro que piensas que es ella quien se corre en tu boca verdad?

-Pero, pero… -¿está todo el mundo igual de enfermo?

-Ni pero ni leches. ¿Cómo puedes vivir con la conciencia tranquila?

-Yo… yo… pensaba que eran tuyas.

-No vengas con bobadas y afronta la verdad. Eres uno de esos padres que fantasea con sus hijas.

-E…Espera, espera, aquí ha habido un error… -intento retenerla de un brazo.

-¡No me toques! –Grita-. Qué decepción Abelardo, Qué decepción.

-¿Qué pasa aquí, por qué gritáis?

La que faltaba, Nuria aparece por detrás de su madre. Ha salido de su cuarto al oír las voces. Su madre se gira y le muestra sus bragas pringadas de semen.

-El cerdo de tu padre se ha hecho una paja con tus bragas. –Dice casi gritando.

Me tapo la polla y los huevos con una mano mientras continúo intentando subir los putos pantalones que se me han enredado en los tobillos.

-¿¡Qué!? –exclama mientras se hace con las bragas poniendo unos ojos como platos- ¿Las tenías tú? ¿Me habías robado tú las bragas en la playa para pajearte con ellas? ¡JODER!, qué asco.

-Q…Que no, que no, que no es eso lo que ha pasado…

-Dios- continúa al borde del llanto- eres uno de esos padres que se pajea pensando en su hija. Seguro que cuando estás en la cama con mamá fantaseas conmigo mientras le lames el coño. Y seguro que en la playa no paras de mirarme las tetas y el coño detrás de tus gafas de sol.

-Jamás, te lo juro.

-La de veces que hemos chapoteado juntos en el agua. Anda que no habrás frotado bien tu nabo conmigo. Estarás contento papá, estarás contento.

-Pero ¿me quieres escuchar?

-Eres uno de esos asquerosos viejos verdes que se excitan con muchachitas. Como os odio, nunca he podido soportaros. Me das asco papá, asco. No te quiero volver a ver en la vida.

-Pero si yo… -balbuceo.

-¿¡Cómo has podido Abelardo, cómo has podido!? -dice Pilar abrazando a Nuria mientras ambas se alejan de mí odiándome y poniendo cara de haber lamido caca de perro.

Me quedo apoyado en el lavabo con la polla colgando. Tengo la cara desencajada y estoy a punto de echarme a llorar. Trago saliva y mastico con la boca seca. Con toda probabilidad mi mujer se divorciará de mi dejándome en la ruina y mi hija me odiará el resto de mi vida por hacerme una paja con sus bragas, ole mis huevos.

Y toda la puta culpa es de ese hijo puta engendro del infierno satánico del demonio que es mi hijo.

Camino hacia la ducha a paso de pingüino con los pantalones aun en mis tobillos. Me meto tal y como estoy y me pego un buen chorro de agua helada que empapa mi camiseta, mis pelotas y mi orgullo. Bienvenido al final de su matrimonio, señor Abelardo.

– · –

He cenado solo y ahora estoy viendo la tele en el salón sin ningún interés. Mi mujer y mi hija han estado todo el día lejos de mí en la casa, evitándome. No hay mayor soledad que estar junto a alguien y sentirse solo.

A las tantas de la madrugada me canso de mirar la tele a la que no hago ni caso y voy a dormir. Al intentar meterme en la cama mi mujer me frena en seco.

-Abelardo, preferiría que esta noche durmieras en el sofá. Mañana Nuria y yo nos volvemos a casa. Tú te puedes quedar aquí, en el piso de la playa, de momento.

Me quedo helado pero no rechisto. Vuelvo al salón y me tumbo en el sofá con los ojos abiertos. No pego ojo en toda la noche.

– · –

Me despiertan unos ruidos en la cocina. Al parecer he conseguido conciliar el sueño de madrugada y el sopor me ha mantenido dormido hasta bien tarde.

Me levanto y al ir hacia el pasillo veo cruzar a Nuria delante de mí hacia la puerta principal tras la que desaparece. Ni me mira. Me desprecia haciendo como que no existo. Cabizbajo llego hasta la cocina donde está Pilar terminando de recoger algo.

-Pilar, escucha…

-Cállate Abelardo, cállate. De ahora en adelante comunícate conmigo a través de mi abogado.

-¿Cómo? Pero, mujer…

-Ni mujer ni porras. Me voy a divorciar y no quiero saber más de ti. Te voy a dejar en la ruina y le voy a decir a todo el mundo el pervertido que eres.

Intento decir algo pero solo balbuceo. Me desplomo en una silla. Con los ojos rotos por el sueño y el dolor la veo salir por la puerta de la cocina al pasillo y desde allí hacia la puerta principal por donde instantes antes ha pasado su hija. Hundo mi cara entre las manos sin fuerzas para llorar.

Al cabo de un tiempo indeterminado oigo de nuevo la puerta y levanto la cabeza esperanzado de ver la cara de Pilar pero para mi desgracia, bajo el quicio de la puerta, aparece el crápula de mi hijo. Me levanto como un resorte.

-¡Tú! –digo señalándole con el dedo.

Levanta una ceja y mira hacia atrás por si me dirigiera a otra persona.

-Tú, maldito cabronazo. Por tu culpa tu madre se va a divorciar de mí y tu hermana no me va a hablar en la vida.

-¿Y eso? –contesta.

Me pongo rojo de ira, con la vena del cuello inflada como un neumático de bicicleta y con las palabras llenas de reproches acumulándose en mi boca. Comienzo a resoplar a la vez que me tiembla el dedo acusador que sigue apuntando a la cara de Gabriel. Sin embargo pasan los segundos y no acierto a emitir ningún sonido. A ver cómo le explico que me han pillado meneándomela con las bragas que me dio justo cuando me corría en ellas.

Me vuelvo a sentar derrotado y dejo caer mi cabeza de nuevo entre mis manos. Sollozo impotente. Gabriel se acerca, coge una silla y se sienta junto a mí.

-No te lo vas a creer –dice cuchicheándome al oído-. Tengo fotos de Nuria desnuda.

-¿Qué? –este tío es imbécil-. Acabo de decirte que tu madre y yo nos vamos a separar ¿y me vienes con guarrerías de las tuyas? ¡Y ENCIMA CON FOTOS DE TU HERMANA!

-He hecho un intercambio con Nacho, su novio. Menudas fotacas que he conseguido. Éstas dan para 1.000 pajas.

Parpadeo intentando comprender qué anomalía genética cerebral padece este perturbado. Su cara irradia felicidad y triunfo. No me puedo creer que no se dé cuenta de la realidad que le rodea. Pero entonces un “click” suena dentro de mi cabeza.

-Gabriel, ¿qué tipo de intercambio has hecho con nacho?

Se recuesta en la silla y sonríe.

-Le ofrecí fotos de su futura suegra desnuda a cambio de las de su novia –contesta ufano.

-¿Qué has hecho qué?

-Le he pasado las fotos que me diste de mamá. A cambio él me ha dado las fotos que tiene de Nuria. Incluso fotos que Nuria se había sacado a sí misma con su móvil y que no sabe que las tiene Nacho.

-Pero… pero… ¿¡cómo puedes ser tan cabrón!? Esas fotos no puede verlas nadie. YO TE MATO.

-Bueno, bueno, tranquilo hombre, no te sulfures tanto. Si no querías que las viera nadie no sé para qué me las diste.

-¡Yo no te di las fotos! ¡TÚ ME LAS ROBASTE! -Grito agarrando a Gabriel por el cuello.

Me mira como las vacas al tren. No es consciente de lo que ha hecho y si lo es le da lo mismo. Le suelto y me llevo la mano a la frente. Creo que me voy a desmayar.

-Juré a tu madre que nadie vería esa fotos y por tu culpa van a acabar en manos de un montón de gente. Todos, incluido su futuro yerno se van a pajear con ella.

-Y qué más da. ¿No has dicho que os vais a divorciar?

Touché. Menudo sentido de la síntesis.

-Aun así… le sigo debiendo respeto. Y todavía guardo esperanzas de que no me deje.

-Pues quizás sea mejor que lo haga. Creo que mamá no te conviene.

Levanto una ceja. No sé qué hacer. Si matarle ahora o matarle luego.

-Verás –dice sacando el móvil-. Antes del verano estuve trasteando en el ordenador de mamá. Ya sabes –dice giñándome un ojo- para ver si encontraba alguna foto suya desnuda que tuviera escondida.

Pongo cara de asco pero eso a él le da igual. Comienza a toquetear la pantalla del móvil.

-Por desgracia mamá es muy reservada en ese sentido y no encontré ninguna foto que alegrara mis pajas así que tuve que seguir imaginando que me la follaba mientras me la meneaba con sus bragas o mientras…

-Gabriel, por favor. No sabes el asco que me estás dando.

-A lo que iba –continúa como si no me hubiese oído- es que en su gestor de correo electrónico encontré esto en la bandeja de “mensajes eliminados”.

Me ofrece el móvil y comienzo a leer lo que parece son correos entre Pilar y un tal “Felipe V”. Al principio no entiendo o no quiero entender el tema que tratan pero, a medida que avanzo por las líneas descubro una de las peores y más crueles realidades de un matrimonio. La infidelidad continuada.

-Será… puta.

-Ya te he dicho que quizás el divorcio no sea tan mala opción.

Me levanto furioso. La ira me corroe. Mi mujer, tan casta y tan santa es una puta y una mentirosa. Voy de un lado a otro por la cocina resoplando. ¡Venganza! Que enciendan las hogueras. A mí la legión.

Mientras bramo para mis adentros y camino nervioso Gabriel me mira atento.

-¿Quieres ver las fotos de Nuria en pelotas?

-No Gabriel, no quiero ver las fotos de Nuria en tu móvil. ¿Es que no eres capaz de entenderlo?

-Ah… prefieres que te las pase a tu móvil.

-¡¡¡QUE NO QUIERO VER FOTOS DE MI HIJA DESNUDA, JODER!!!!

Por primera vez la luz se hace en el hueco donde una vez estuvo su cerebro y parece comprender. Se pellizca el labio inferior, frunce el ceño y entrecierra los ojos. Por fin ha entendido mi relación con Nuria.

-Ya lo entiendo. No quieres las fotos de Nuria en tu móvil. Mira, te las paso en un pendrive y tú las ves cuando quieras. Cuenta conmigo.

Me rindo. Me giro y salgo de la cocina en dirección a mi cuarto para ducharme e ir en busca de Pilar.

-¿O prefieres un CD? –grita desde detrás cuando abandono la cocina.

– · –

He tenido que coger un autobús hasta casa porque Pilar y Nuria se han llevado mi coche. A mitad de camino recibo un mensaje, es de Gabriel. “He pensado que te envío las fotos y tú luego las guardas donde quieras”.

La puta madre que parió a este degenerado. De repente empiezo a recibir, una tras otra, imágenes de Nuria. Cada cual más subida de tono que la anterior. Miro asustado a mi alrededor temeroso de que alguien me vea viendo fotos guarras o peor aún, fotos guarras de mi hija. Intento borrarlas pero no paran de llegar. Apago la pantalla del móvil con la imagen en la retina de Nuria con las tetas y el coño al aire.

Por fin llego a mi casa. Subo y abro la puerta. Aparece en el pasillo Pilar que se queda de piedra al verme.

-¿Qué haces aquí?

-Tenemos que hablar.

-Sí, pero a través de mi abogado. Lárgate.

-Déjalo ya Pilar. Tú eres la primera que tiene mucho que callar.

-Que yo… -entorna los ojos incrédula- ¡serás crápula! Te pajeas con las bragas de tu hija a la que soñarías con follarte y me dices a mí que…

-Sé lo de “Felipe V”.

Se calla de de sopetón y su cara cambia de color.

-N…No sé de qué me hablas.

-He leído tus correos con el tal Felipe.

-Imposible. Los he ido borrando todos.

Se da cuenta de su error nada más terminar la frase. Se lleva las manos a la boca.

-Mierda, joder, n…no es lo que parece.

-Qué decepción. Y te atreves a juzgarme a mí.

En ese momento Nuria entra por la puerta principal y arruga la cara nada más verme.

-Qué haces aquí papá. Deberías mantenerte alejado de nosotras, sobre todo de mí.

-He venido a hablar con tu madre.

-Pues hazlo por teléfono cuando yo no esté. No soporto a los viejos que se la menean conmigo. Sobre todo si están casados. Seguro que…

-Tu madre me ha estado engañando con otro durante meses. Solo he venido a hablar con ella.

Me mira a los ojos unos segundos.

-Ah, pues… me voy. Os dejo solos.

Se da la vuelta y abre la puerta para irse.

Sin embargo algo dentro de mi cabeza cruje. Algo no cuadra. ¿Qué está pasando aquí?

-Un momento –alzo la voz a la vez que sostengo la puerta para que Nuria no se vaya-. Esa no es la actitud de alguien que se acaba de enterar de que su madre le ha estado siendo infiel a su padre.

Nos miramos fijamente. Sé que guarda un secreto.

-Tú lo sabías. Sabías que tu madre se acostaba con otro.

Nuria mira a su madre pidiendo ayuda.

-Ella no sabía nada -intercede Pilar sin convicción.

-Y una mierda –digo sin apartar la mirada de Nuria-. Consientes que a tu madre se la folle otro como si nada después de me repudiarme a mí por menearme la minga con unas bragas usadas.

Obtengo silencio por toda respuesta. Mi mente cavila a toda máquina.

-¿Qué te ha ofrecido tu madre a cambio de tu silencio?

-¿A mí? No, nada, no –nuevas miradas furtivas a su madre.

-Vaya par de víboras que sois las 2. No merece la pena luchar por este matrimonio ni por esta familia de locos. Me vuelvo al piso de la playa. Ya nos veremos frente al juez.

-Espera Abelardo. Hablemos primero, por favor.

– · –

Estoy tumbado en mi cama con los brazos detrás de la cabeza. Junto a mí, Pilar dormita plácidamente aunque los 20 centímetros que nos separan sean como un océano de distancia. Ella y yo hemos hablado y hemos llegado al acuerdo de darnos un par de días de tregua. Trataremos nuestros problemas en los próximos días. Ahora, al amparo de la noche, no paro de cavilar sobre todo lo ocurrido.

Son las tantas de la madrugada y llevo toda la noche sin parar de pensar. He intentado dormir pero no consigo conciliar el sueño. Pasan horas hasta que por fin parece que el cabrón de Morfeo viene a visitarme. Ya noto como empiezan a pesar los ojos y mi cuerpo se aplasta contra la cama.

Y de repente, zas. Algo golpea dentro de mi cabeza. Me incorporo y me siento en la cama. La madre que me parió.

Me levanto de un salto y salgo al pasillo. Lo recorro en la penumbra de la noche hasta llegar a la mesita que tenemos bajo el espejo de la entrada. Allí, justo donde lo dejé, encuentro mi móvil. Enciendo la pantalla e inicio la aplicación de mensajería instantánea. Tengo 25 mensajes de Gabriel. No me hace falta mirarlos para saber que son fotos de Nuria.

Pulso en la primera de las fotos. Está desnuda, muy desnuda, pero no es eso lo que he venido a comprobar. Paso con rapidez las fotos hasta llegar a la última que vi en el autobús, justo después de apagar la pantalla. Allí está, lo sabía.

Voy encendiendo todas las luces hasta plantarme delante del dormitorio de Nuria. Toco a la puerta con brusquedad y entro. Doy la luz del cuarto justo cuando Nuria se incorpora en su cama.

-¿Qué pasa?

-Esto.

Le planto frente a ella el móvil con la foto en la que aparece tumbada en un sofá de cuero blanco sobándose una teta con una mano y el coño con la otra. Arruga la cara al verla. Una mezcla de asco y enfado torna su semblante. La veo comenzar a hervir. Me odia, va a estallar.

-¿Cómo tienes tú esa puta foto mía?

-¡Cállate! Conozco ese sofá. Sé donde está sacada. Sé con quién estabas.

Su cara se congela en el acto. Ya no hierve. Ya no hay enfado. Ya no me odia, me teme.

-¿Qué pasa? –pregunta su madre entrando en la habitación.

-Tu hija. Vuestro secreto.

Pilar palidece y se mantiene en silencio dubitativa.

-Nuria callaba tu infidelidad porque tú callabas su relación con mi hermano. Mi hermano mayor. 10 años mayor que yo.

Me vuelvo hacia Nuria que se tapa la boca con las manos y tiene los ojos de cordero degollado.

-Follabas con tu tío que casi tiene edad para ser tu abuelo. Sus hijos, tus primos, son entre 11 y 15 años mayores que tú. Si ellos ya son mayores para estar con una chica de tu edad no digamos su padre.

-Papá…

-Cállate –me aguanto un grito o un puñetazo a la pared-. Follas con un viejo, un hombre casado y con hijos pero te sientes violada por mí por unas putas bragas usadas. Menudo par de zorras que sois las 2. Cuando pienso en la bronca que me habéis echado y lo mal que me habéis hecho sentir.

-Eso… con el tío Andrés… fue hace mucho.

-Pues más a mi favor. Más joven eras entonces.

Salgo de la habitación como un disparo. Entro en mi cuarto donde me visto y me preparo para volver al piso de la playa. Quiero estar solo y quizás lo esté para el resto de mi vida.

Al dirigirme a la puerta principal me topo con Pilar y Nuria que están esperándome en la puerta. No atiendo a razones, no quiero saber nada de ellas y abandono la casa. Me subo al coche, arranco y piso el acelerador. Comienza a amanecer cuando por fin llego al piso de la playa.

– · –

Llego al piso de la playa. Después de 2 días sin pegar ojo estoy agotadísimo pero mi cabeza no deja de pensar y de dar vueltas. Me voy a volver loco. No subo todavía al piso y camino por la playa durante toda la mañana. Cuando me harto de caminar y de sentirme observado por los cientos de bañistas subo al piso para comer algo. A media tarde vuelvo a la playa. Camino por la orilla de punta a punta. Una y otra y otra vez.

Se hace tarde. El sol se acerca al horizonte y la luz comienza a desaparecer. Ya no queda nadie en la arena. Subo a casa a paso de caracol. Al llegar al ascensor me paro frente a él y decido subir por las escaleras para alargar aun más mi agonía. Subo una a una, sin prisa, sin ganas de llegar a casa, sin ganas de enfrentarme a mi puta realidad.

Llego mucho antes de lo que hubiese querido. No me importaría subir 500 pisos más. Meto la llave en la cerradura, empujo la puerta y… allí están, las dos.

Mi mujer y mi hija me esperan de pie en mitad de la sala. Juntas, serias, tristes. Me miran esperando mi reacción que no se hace esperar.

-¿Qué coño hacéis aquí? Había quedado claro…

-Espera Abelardo. Escucha lo que tenemos que decir.

Mi hija da un paso adelante y pone su mano en mi pecho para tranquilizarme y hacerme callar.

-Papá, solo escucha lo que te voy a decir, por favor.

Intento mantener la calma. Respiro despacio y profundo.

-No puedo deshacer lo que he hecho pero si puedo resarcirte por ello –comienza Nuria.

-A estas alturas dudo mucho que puedas…

-Mira papá. He tenido un comportamiento deplorable. Tanto fuera de casa como después contigo. Y mamá tampoco lo ha hecho mejor que yo.

Aprieto los dientes hasta hacerlos crujir.

-No –esputo-, desde luego que no.

-Pero mira, la realidad es que tú, en el fondo y después de todo, deseas follarme ¿no? Vale, pues follemos.

-Eh… ¿qué? –se me ha debido meter agua al oído o algo. Acabo de oír a mi hija decirme para follar.

-Folla conmigo. Así te compenso por lo de las bragas y por lo del tío Andrés.

Pilar se acerca por detrás a Nuria y posa sus manos en sus hombros.

-Así de paso también te estarías resarciendo por mi infidelidad –añade Pilar-. Ambos habremos follado fuera de nuestro matrimonio. Lo único destacable es que yo lo hice con otro hombre y tú con tu hija.

Miro a ambas, una por una. No sé a cuál de las dos matar primero. A lo mejor es parte de una broma. Me dan ganas de preguntar si tengo la bragueta abierta o algo.

Contraigo mi cara como si estuviera sufriendo un ataque hemorroidal pero antes de que pueda decir nada, Nuria se levanta la camiseta debajo de la cual solo lleva dos tetas como dos carretas con un par de pezones que me miran a los ojos de tú a tú. Dejo escapar todo el aire de mis pulmones.

-Venga, en el fondo lo deseas –espeta Nuria-. Y todos quedaríamos en paz, ¿qué nos dices?

-Hemos hablado en casa y las 2 estamos de acuerdo en que folléis todas las veces que quieras –apostilla Pilar.

Junto las puntas de los dedos de una mano con los de la otra, apoyo mis labios sobre los índices, cierro los ojos e inspiro profundamente. Ya está bien. Ha llegado el momento de aclararlo todo de una vez por todas. Abro los ojos y dejo escapar el aire suavemente.

-Vamos a ver, Nuria. Yo soy tu padre y te respeto como tal.

Bajo la mirada hasta su busto.

-Tienes un cuerpo bonito, en serio. Aunque sea tu padre también sé apreciarlo.

Apoyo una mano en una de sus tetas para corroborar mis palabras.

-Es tan bonito y perfecto que no dudo de que vuelves loco a mucha gente. Ahora bien. Yo nunca he querido que pienses que te veo de otra manera –continúo.

Apoyo la otra mano en su otra teta.

-Por culpa del incidente del otro día entiendo que creas que anhelaría otro tipo de relación contigo o con tu madre.

Aprieto con suavidad cada teta dándoles un pequeño masaje.

-Se ha creado una confusión que han hecho estos 2 últimos días has sido muy duros para mí.

Acaricio los pezones con los pulgares.

-Tanto mi matrimonio con tu madre como mi relación contigo como padre han quedado en una posición muy delicada. Éste es el momento de aclarar todo este entuerto para resolver el malentendido creado por mi culpa.

Jugueteo con sus pezones que ahora pellizco ligeramente entre el pulgar e índice de cada mano.

-Por lo tanto…

Zas. Me quedo helado. En silencio. Sin articular palabra. Acabo de darme cuenta que durante todo el tiempo que hablaba he estado mirando fijamente las tetas de Nuria en lugar de mirarle a los ojos. Idiota de mí.

Levanto la mirada ruborizado y poso mis ojos sobre los suyos.

-…eh… lo que quiero decir… es que ha habido una confusión enorme con el tema de tus bragas. Nada es lo que parece. Yo… siempre te he visto como una hija, nada más. No sabía que eran tus bragas cuando me pajeé con ellas.

Nos quedamos en silencio. Pilar con sus manos sobre los hombros de Nuria. Nuria con las manos en su camiseta que aun mantiene levantada. Yo con las manos extendidas masajeando sus tetas.

Zas. Otra hostia en mi sentido de la realidad. ¿Qué coño hago sobándole las tetas? Aparto las manos con presteza y las coloco a los costados de mi cuerpo rezando para que nadie se haya dado cuenta. Me pongo colorado y carraspeo antes de volver a hablar.

-Ejem, no sé si entiendes lo que estoy intentando decirte.

Nuria baja la mirada hasta mi paquete. Tengo la polla tan dura que mi bañador forma una tienda de campaña. La punta de mi polla estira tanto la prenda que el elástico del pantalón está despegado de mi cintura un par de centímetros.

Nuria introduce los dedos por ese hueco y tira de la prenda hacia si dejando mi polla, dura como una piedra, al aire, apuntando directamente a su cara. Con la otra mano me coge la polla y la desliza con suavidad arriba y abajo. Mis pelotas se encogen como dos coalas abrazados a una rama.

-Papá, no tienes por qué intentar retroceder en el tiempo hasta los momentos donde éramos una familia modélica. Lo que pasó, pasó y no se puede cambiar.

Me gustaría interrumpirla y empezar la conversación de nuevo pero esta vez de manera convincente. Desgraciadamente no me llega el aire a los pulmones, no tengo voz. Una mano acaricia mis pelotas mientras otra sube y baja por mi polla.

-Tú estás enfadado conmigo por haber follado con el tío Andrés y después haber utilizado una doble moral contigo, pero por otro lado también quieres follarme ¿no? Pues follamos y quedamos en paz.

-L…los, los padres no follan con sus hijas –balbuceo.

-Los buenos padres, sí.

-Precisamente esos son los que no follan.

-Si las hijas lo desean, sí –dice aumentando el ritmo de la paja-. Estoy muy arrepentida y necesito sentirme en paz contigo. Déjame hacer esto por ti, por favor. Deja que me redima.

-Vamos Abelardo, folla con ella. A ella le hará sentirse bien y a mí me aliviará saber que tú también has disfrutado de una relación extramarital.

Miro a Pilar con los ojos casi en blanco. La veo lejana.

-Follar con mi hija –me digo incrédulo mientras poso de nuevo mis manos sobre sus 2 perfectas tetas y las masajeo con suavidad y lascivia.

Sin saber muy bien cómo, sigo a Nuria hasta su habitación y nos plantamos de pie junto a su cama. Se quita la camiseta y deja caer su pantaloncito quedando únicamente en bragas. La miro durante un buen rato de arriba abajo entreteniéndome constantemente en ese par de tetas que no sé porqué me vuelven loco.

Me deshago de mi camiseta y de mi traje de baño quedándome completamente desnudo con la polla más dura que la pata de un santo. Tengo el corazón a 1.000. Siento un vacío en el estomago y los pulmones. Me tiemblan las piernas y el cuerpo entero.

Nuria se baja las bragas despacio. Comienza a asomar vello púbico y mis pupilas se dilatan con cada centímetro que asoma tras ellas. Cuando caen al suelo hago esfuerzos por no arrodillarme ante ella y besarla entre lo más oscuro de su cuerpo.

Se sienta en la cama y se recuesta hacia atrás apoyando los codos y abriendo las piernas ligeramente. La miro con deseo antinatural. Yo no debería estar aquí, nunca he querido estar aquí. Cierro los ojos intentando recordar en qué momento ha pasado de ser mi hija a convertirse en el cuerpo más follable que he visto en mi vida.

Cuando los abro Nuria está tumbada en su cama como la maja en pelotas. Me espera con las piernas abiertas. Subo a la cama y me arrodillo entre ellas. Al mirar hacia abajo veo mi polla gritando guerra. Bajo ella me espera el coñete de Nuria con sus labios cubiertos por un fino vello.

Me paso la lengua por los labios secos.

-¿Puedo besarte el coño?

-Claro –dice abriendo las piernas un poco más-. Seguro que esto es lo que has estado deseando siempre que le comías el coño a mamá, ¿a que sí?

Acerco mi cara hasta sentir su vello en mis labios y me detengo unos segundos.

-Sí. Siempre.

No sé en qué momento paso de los suaves besos y los leves roces con mi lengua a la salvaje comida de coño que le estoy dando. No puedo evitarlo. Cada vez necesito más y más. Mis manos recorren sus piernas, su cadera y suben hasta sus tetas continuamente.

Cuando ya no puedo resistirlo más llevo mi boca hasta sus tetas y devoro uno de sus pezones. Lo meto dentro de mi boca hasta el fondo. Mientras tanto mi polla se desliza por encima de la raja de su coño. Al principio suavemente después con fuerza.

En uno de los envites, la punta de mi polla encuentra la entrada de su coño. Aprieto despacito, un leve empujón, luego otro y otro. Cuando la tengo completamente dentro me levanto y miro entre mis piernas. Nuestros pubis están unidos a través de mi polla que ha desaparecido por completo dentro de su coño. La miro a los ojos.

-T…te la he metido.

Ella asiente y posa sus manos en mi cadera.

-Nuria… te he metido la polla… en tu coño.

-Sí, hasta adentro. Lo veo, y eso que es enorme.

-Nuria, soy tu padre… tengo mi polla… -¿qué cojjjones estoy haciendo?

Estos son los típicos momentos en los que hay que mantener la mente fría y no perder la perspectiva de la realidad. Por desgracia yo nunca he sido muy bueno en nada de esto y por eso me encuentro en esta bochornosa situación, desnudo, encima de mi hija y apuntito de follármela.

Nuria pasa las yemas de sus manos por mis nalgas y un placentero cosquilleo recorre mi cuerpo hasta la nuca. Cierro los ojos y siento sus manos acariciar mi espalda. Noto el calor de su cuerpo bajo el mío y me gusta. Me dejo llevar por el placer y el sosiego unos momentos más al cabo de los cuales ya he decidido no continuar con esto ni un segundo más. Esto se me ha escapado de las manos. Ya hemos ido demasiado lejos, nunca lo debí consentir.

Cuando abro los ojos me encuentro respirando agitadamente, excitado, con mis manos amasando sus tetas. Mi cadera lanza continuados envites hacia ella que recibe mi polla una y otra vez. Joder, me la he estado follando inconscientemente casi desde que se la he metido.

Vuelvo a cerrar los ojos dolorido. Me siento tan ruin. Pero esto sabe tan bien. Intento convencerme de que esto no está mal, que hay cosas peores. Al fin y al cabo todas las partes implicadas estamos de acuerdo. Todos somos personas responsables y cabales. Lo hacemos porque queremos.

A tomar por culo. Me canso de cavilar sobre el bien y el mal. Llegados hasta aquí no hay marcha atrás así que de perdidos al río. Acelero mis envites y golpeo con más fuerza sobre su cadera. Mi polla entra y sale salvajemente y Nuria la recibe con agrado.

Sonríe, está feliz. La misma felicidad de aquel que ve disfrutar a su hijo pequeño de un juguete o del que ve reír a un ser querido. No goza físicamente ni se correrá conmigo pero disfruta resarciendo nuestras deudas pendientes. Feliz de hacerme feliz.

-Me voy a correr.

-Bien –sonríe.

-Me voy a correr…dentro.

Baja las manos hasta mi culo para masajearlo y agarrarlo y terminar empujándome hacia ella al compás de mis envites.

-Joder… mi semen… tu coño… hija… me corro…

No puedo aguantar más y descargo todo el semen de mis pelotas que ahora ella se encarga de masajear con una mano. Aprieta mis huevos con suavidad alargando el placer. Acaricio sus caderas, su culo y sus tetas con suavidad durante los últimos estertores de mi corrida para, al final, desplomarme sobre su cuerpo caliente.

Estoy rendido. Dos días sin dormir me han agotado. Sin embargo, por fin me encuentro en paz con todo el mundo incluida mi mujer a la que ya no odio. Mis labios muestran una sonrisa boba antes de caer en un profundo sueño.

– · –

Amanece. El sol matutino riega mis párpados. Estoy en la cama de Nuria. Ella se ha levantado y ahora me encuentro solo. He dormido una noche completa u 800 años. Me siento en la cama, feliz. No me remuerde la conciencia por lo de Nuria ni me carcome el odio hacia Pilar, bien. Voy hacia el baño que hay en mi cuarto. El mismo fatídico baño donde unos días antes tuve el más bochornoso incidente de mi vida.

Allí, frente al espejo encuentro a Nuria y su madre cepillándose los dientes. Me apoyo en el marco de la puerta observándolas desde atrás. Tan iguales, tan distintas.

Ambas me saludan escuetamente a través del reflejo del espejo. Yo sigo comparando sus cuerpos. Nuria, con sus carnes duras y apretadas, tiene un culo perfecto dentro de esas braguitas. Lleva una camiseta corta que deja ver la parte inferior de su abdomen y a través del cual se aprecian unos bonitos melones.

Pilar lleva un camisón algo ceñido hasta la cintura. Inclinada sobre el lavabo sobre el que se apoya, también se le ven las bragas por atrás. Sus caderas son algo más anchas y sus tetas algo más caídas. Aun así, pese a su madurez, sigue manteniendo un cuerpo espléndido.

Pilar escupe la pasta de dientes en el lavabo y me pregunta mirándome a través del espejo qué tal he pasado la noche. Levanto las cejas y cojo aire dubitativo.

-Bien. He follado con Nuria. Me he corrido. Me he corrido mucho.

-¿Dentro?

-Sí. Me corrí en su coño. Ella me dejó.

Poso la mirada en el culo de Nuria, en sus bragas, e imagino que mi semen sigue ahí dentro. Dentro de ella, de su coñete negro. Sonrío.

Nuria, que también me observa a través del espejo, se percata de donde tengo puesta la mirada.

-Si quieres volver a follar me dices y…

Me ruborizo y levanto la vista. Las dos me miran con curiosidad. Pilar esboza una sonrisa de complacencia. Nuria también esboza ese gesto. Me doy cuenta de que estoy completamente desnudo y tengo la polla dura apuntando al techo. Miro a mi polla, las miro a ellas, vuelvo a mirar a mi polla, levanto las cejas y los hombros.

-Si quieres podemos follar ahora –dice Nuria.

Miro a Pilar dubitativo.

-Te prepararé el desayuno. Tendrás hambre cuando acabes –dice Pilar apoyando una mano en mi hombro mientras sale del baño.

-¿Quieres follarme en mi cama o vamos a la tuya que es más grande? –dice Nuria nada más salir su madre.

-¿Podemos follar aquí?

-¿Aquí, en el baño?

-S…sí. ¿Te importa que follemos de pie? ¿Apoyada en el lavabo?

Nuria se gira, pone sus manos sobre el lavabo y me mira a través del espejo.

-Claro, como tú quieras.

Acaricio su culo duro y deslizo sus bragas hasta hacerlas caer a sus tobillos. Poso mi polla contra sus nalgas y la deslizo dentro de ellas mientras atrapo sus tetas entre mis manos bajo su mini camiseta. Nuria se inclina ligeramente para facilitar mi tarea.

Ya no tengo ni pizca de remordimientos. Solo sé que quiero follármela. Se la meto despacito hasta alojarla dentro por completo y comienzo a follarla. Pienso en pilar preparándome el desayuno. Yo aquí follando con su hija y ella en la cocina sabiendo lo que estoy haciendo.

Agarro sus caderas y veo mi polla entrar y salir entre sus nalgas.

-Dios qué culo tienes, y qué tetas.

-Aprovecha todo lo que quieras. Disfrútame.

Se inclina un poco más. Apoya los codos sobre el mármol sin apartar la mirada de mí. Su ano está a la vista y lo toqueteo con mi pulgar. Pequeño, rosado, precioso. Juego con él e introduzco la yema con suavidad.

-¿Puedo hacértelo por el culo?

La pregunta le pilla por sorpresa. Levanta las cejas mientras coge aire despacio.

-Bueno… Si quieres.

Saco la polla de su coño y pongo la punta en el agujerito. Empujo con cuidado. Entra la puntita. Empujo un poco más. Poco a poco, centímetro a centímetro la meto entera. Pongo a Nuria de pié, pegada a mí, sintiendo su espalda en mi pecho.

La follo con cuidado. Meto y saco la polla con suavidad. Disfruto con cada empellón. Nuria me mira a través el espejo un tanto desconcertada. Aumento el ritmo de manera constante. Le quito su camiseta para poder ver a sus tetas botar arriba y abajo.

-¿Lo has hecho antes por el culo? –pregunto.

-Sí.

-¿Te gusta?

Se toma su tiempo en responder.

-Sí, me gusta.

-¿Te gusta que te folle yo?

Sonríe tiernamente.

-Me gusta si a ti te gusta follarme por el culo.

No puedo evitar poner los ojos en blanco. Empiezo a correrme.

-¿Con mamá también follas por el culo? –pregunta.

-Sssí –contesto como puedo.

-¿Y también pensabas en mí?

Qué cabrona.

-Sssí.

-¿Te imaginabas follándome aquí, en tu baño?

-Sssí, sí, sí -jadeo.

-¿Metiéndomela por el culo?

-Sí… por el culo…

-¿Y qué más te imaginabas?

Casi no la oigo, no tengo suficiente riego sanguíneo cerebral.

-Me corro, Nuria. Me corro. Jod-der.

Apoyo mi frente en su nuca mientras le doy los últimos estertores. Mis pelotas se vacían en su culo. La mantengo pegada a mi cuerpo unos momentos más mientras termino de coger aire.

Saco la polla lentamente. Noto como se desliza hacia a fuera. Doy unos pasos atrás hasta tocar la pared con mi espalda. Me apoyo en ella. Está fría.

Nuria se da la vuelta y apoya su trasero en el lavabo. Me mira de frente, con curiosidad. Mantengo la mirada mientras recupero el resuello. Llevo 2 días son apenas comer y eso se nota en mi forma física. Estoy empapado en sudor. Tanto observarme me hace sentir incómodo.

-Voy a ducharme antes de ir a desayunar.

-Yo también –dice Nuria-. Utilizaré el otro baño.

Me meto en la ducha y dejo correr el agua helada por mi cuerpo. Me tomo mi tiempo antes de salir y secarme. Busco entre los cajones de mi cuarto ropa cómoda para ponerme antes de desayunar.

Al entrar en la cocina las veo allí a las dos. Nuria sentada junto a la mesa bebiendo un vaso de agua. Pilar de pie, terminando de prepararme el desayuno. Me siento enfrente de Nuria e inmediatamente después Pilar se sienta a mi lado.

-¿Bien? –pregunta.

-Pues… la verdad, sí. La he follado por el culo.

La respuesta deja a las dos un tanto perplejas, quizás por mi sinceridad. Pilar mira a su hija y ésta, por toda respuesta, levanta levemente los hombros.

-¿Y…? ¿Te ha gustado? –continua Pilar.

-Joder, sí. Me he corrido como nunca.

De nuevo se hace el silencio solo interrumpido por Nuria.

-Bueno, pues yo os dejo, que me tengo que ir. Vendré a la hora de comer.

-Yo también –apostillo-. Voy a pasear por la playa.

Beso a mi mujer que responde a mi gesto con complacencia. Me levanto, cojo las llaves de casa y voy hacia la puerta principal. Pilar me para antes de salir.

-Esta noche…

-¿Sí?

-¿Vas a dormir con Nuria o dormirás conmigo?

No lo había pensado. Nuria, que nos ha oído, toma la palabra.

-A mí puedes follarme cuando quieras. No tienes porque follarme siempre a la noche. Si quieres dormir con mamá… yo duermo mejor sola.

En ese momento la puerta principal se abre y entra Gabriel, el maldito liante Gabriel. Dejamos la conversación para otro momento. Nuria aprovecha para despedirse de su madre y salir de casa. Yo me quedo unos instantes en el pasillo recogiendo mi móvil y el reloj del mueble del espejo mientras Pilar se mete de nuevo en la cocina.

El camisón y las bragas de Pilar no pasan inadvertidas para Gabriel que le mira el culo con descaro. Me devuelve la mirada y hace el mismo gesto que hizo en la playa. Simula follársela desde atrás poniendo cara de salido.

Le pongo cara de asco y salgo al descansillo donde está Nuria esperando al ascensor que justo acaba de llegar. Sin embargo hoy decido bajar por las escaleras, le he cogido el gusto a recorrer el millón de pisos hasta la planta baja.

Nuestro bloque de pisos está en primera línea de playa. Solo tengo que cruzar la calle y ya estoy pisando la arena. En cuanto siento la arena bajo mis pies una sensación de paz me invade. Comienzo a caminar.

– · –

Gabriel entra a la cocina donde se encuentra su madre lavando los platos en la fregadera. Apoya su trasero en el mármol, junto a ella. Muerde una manzana mientras observa a su madre fregar.

-Fuiste tú quien le dio mis correos a tu padre –dice Pilar sin apartar la mirada del fregadero.

-¿Qué correos?

-Tu padre no sabe ni encender un ordenador y tú eres la única persona con acceso a mi portátil capaz de recuperar unos correos borrados.

Si se suponía que Gabriel debía sentir miedo lo disimuló muy bien.

-Te has buscado un problema hijo. Vas a tener que empezar a despedirte de muchas cosas.

El silencio no disimulaba la tensión entre los dos.

-Oye mamá ¿tú le has visto la polla a Nacho?

-¿Cómo?

-Cada vez que Nuria va su casa se tiran horas. Para mí que se pasa las tardes follándosela.

Pilar mira a su hijo perpleja, intentando asimilar lo que acaba de oírle decir.

-¿Has oído lo que acabo de decirte, Gabriel?

Sin inmutarse, Gabriel continúa hablando.

-Su polla es gorda. Su glande sobresale cuando se le pone dura –continúa Gabriel.

-Pero… ¿de qué me estás hablando?

-Seguro que el muy cabrón le pide a Nuria que se la chupe hasta correrse en su boca.

-Gabriel, por favor.

-¿Tú te lo tragas?

-¿Qué?

-El semen, digo. Que si te lo tragas cuando la chupas.

Pilar parpadea perpleja.

-Estela no lo hace. Si al menos tuviera las tetas de Nuria me correría en ellas a gusto.

-¿Las…las tetas de Nuria?

-O las tuyas. ¿Me enseñas las tetas?

Pilar retrocede un paso como si estuviera oliendo a mierda. Frunce el ceño y la vena de su cuello se hincha. Se avecina tormenta.

-Y el coño. ¿Me enseñas el coño? Quiero vértelo.

-Mira niñato, en cuanto vuelva tu padre te vas a ir de patitas…

-¿Sabe papá que “Felipe V” no es el nombre de tu amante sino la dirección de un portal a través del cual contactas con diferentes personas?

Los nubarrones sobre la cabeza de Pilar desaparecen y su cara palidece. Abre los ojos como platos y se lleva las manos al estómago.

-Revisando tus correos –continúa Gabriel- he contado no menos de 14 personas, ¡14! Todos ellos contactados a través de “Felipe V”.

-¿Has estado husmeando…?

-Te gusta follar, ¿eh?

-No es lo que parece…

-Enséñame las tetas, venga. Que tienes unas peras de la hostia, igual que Nuria. Y el coño. También quiero verlo. Negro, peludito, mmm.

-Pero… ¿qué dices?

Pilar se sienta en una silla para no caerse desmayada.

-Digo que has estado follando con todo el mundo y que yo también quiero follar contigo.

-Pero… soy… tu madre.

-Más a mi favor. Si follas con los de fuera con mayor razón puedes follar con los de casa.

-Gabriel, por favor, ¿me estás haciendo chantaje para mantener sexo conmigo?

-Sí, eso es. Tú follas, yo callo.

– · –

Camino por la arena. Me siento feliz. Silbo una canción mientras saludo a la gente por la orilla del mar a la que, por otra parte, apenas conozco. Si alguno de ellos supiera mi secreto…

Suena una señal en mi móvil. Tengo un mensaje instantáneo. Es de Gabriel. ¿Qué querrá ahora este imbécil? Lo abro y veo una foto. Parece una foto porno o algo parecido. Se ve a una mujer madura de espaldas a 4 patas en una cama mientras alguien se la folla desde atrás. La foto la ha tomado el mismo que la está follando. Se ve la barriga del chico y parte de su polla entrando en el coño de la mujer. A ella solo se le ve la parte superior del culo y la espalda. Menuda mierda me envía este enfermo.

Sin embargo encuentro algo familiar en ella. Esa mesilla de noche es como la mía. La sobrecama sobre la que están también lo es. Y la chica… Reconozco su cabello. La última vez que la he visto ha sido hace 10 minutos.

¡Pilar!

No puede ser. Se me para el corazón. Este cabrón se la está follando, a mi mujer, a su madre. Me giro y alzo la vista hasta ubicar mi piso en el edificio justo detrás de mí. Lo identifico por el toldo que tengo en la terraza.

Allí mismo, en este mismo instante, el malnacido de Gabriel se está follando a su madre. ¡CABRON!

Si vuelvo corriendo les puedo pillar en el acto. Abrir la puerta de golpe y liarme a leches. Puto Gabriel y sus malditos teje manejes. Chanchullero, macarra.

Recapacito. Si él tiene un secreto capaz de obligar a su madre a dejarse follar por él quizás no me interese saberlo. ¿A caso no es mejor vivir en la ignorancia?

Conocer la infidelidad de Pilar pudo hacerme más sabio pero no más feliz. Cierro los ojos. Me seco el sudor de la frente. Me tomo el pulso e intento relajarme y pensar rápido. Apago la pantalla del móvil que tengo pegada a mi pecho y lo guardo en mi bolsillo.

Giro la cabeza y fijo la vista en la orilla de la playa. En el lado opuesto está mi piso con mi mujer y mi hijo dentro, follando. Doy un paso, luego otro y otro. Continúo mi camino hasta la punta opuesta de la playa, ignorante, feliz.

Antes de avanzar 20 metros suenan varios mensajes en el móvil. No me molesto en mirarlos. Ya sé de quién son y lo que envía. Ya basta de fotos por hoy.

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Nota: Comentarios, insultos y demas apostillamientos serán siempre bien recibidos.
SI QUERÉIS HACERME ALGÚN COMENTARIO, MI EMAIL ES boligrafo16@hotmail.com

Relato erótico: “Mi esposa se compró dos mujercitas por error 6” (POR GOLFO)

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CAPÍTULO 11, ESA FINCA Y MAS COSAS PASAN A SER MÍAS

Tardamos día y medio en llegar a su aldea. Durante el trayecto, María y yo tuvimos que hacer uso de todas nuestras armas para tranquilizar a las birmanas porque se temían que las lleváramos de vuelta para devolverlas a sus padres. Solo se serenaron cuando mi esposa les advirtió que si alguien les preguntaba qué era lo que hacíamos ahí, debían de contestar que su nuevo amo las amaba tanto que había pensado en comprar una casa en el pueblo para que estuvieran cerca de su familia.
―No necesitar, nuestra familia Amo y María― contestaron casi a la par.
Mi esposa que sabía cuál era el propósito real del viaje, replicó alzando la voz:
―Obedeced sino no queréis que os dejemos ahí.
Esa amenaza fue suficiente y mientras nos acercábamos a nuestro destino, las muchachas no hacían más que repetir:
―Amo comprar casa pueblo, Amo querer nosotras.
Tanto lo repitieron que terminaron creyéndoselo y si antes de subir al todo terreno ya me miraban con adoración, cuando llegamos a la tierra que les vio nacer era tal su entrega que me consta que hubieran dado su vida por mí si hubiese sido necesario. Sin darme cuenta afiancé en sus mentes la idea que las amaba cuando les pedí que me llevaran directamente a donde vivía el noble dueño de la finca que venía a ver.
Mis esperanzas de agenciarme con la finca decayeron al vislumbrar desde lejos la magnífica hacienda de ese sujeto, pero al irnos acercando y comprobar el mal estado del jardín y el desconchado de esas paredes, comprendí que para un alguien quebrado le sería imposible asumir el coste de mantener ese palacio. Sin revelar mis siguientes pasos, pedí a las birmanas que me dijeran el nombre del vecino que más odiase ese sujeto y tras decírmelo, lo apunté en un papel.
Ya dentro del terreno colindante, tanto Mayi como Aung me rogaron que aparcara el coche lejos de la entrada pero obviando su consejo, lo dejé justo enfrente de la escalinata.
Tal y como esperaba, el orgulloso tipo salió hecho una furia a echar a los intrusos. Durante unos tres minutos, nos chilló que nos fuéramos pero lejos de hacerle caso mantuve una sonrisa en mi rostro y cuando se calló, le pedí a Mayi que me tradujera.
―Estimado señor, me podría informar cómo puedo encontrar donde vive este señor― dije dando el nombre que había apuntado: ―Tengo negocios que tratar con él.
Temblando la morenita tradujo mis palabras a ese energúmeno y este con muy mala leche, me preguntó cuáles eran esos negocios.
―He pensado en venirme a vivir a esta zona y me han dicho que su finca es la mejor del pueblo.
―Tonterías― respondió a través de su paisana― ¡la mejor es la mía!
―No lo dudo pero no sé si tengo dinero suficiente para comprar mantener y renovar un edificio tan grande y en tan mal estado. Me imagino además que debe de tener que necesitar mucha de servicio― contesté y haciendo gala de un desinterés que no tenía, insistí en que me dijera como ir a la otra finca porque aunque no lo conocía, mis asesores habían establecido cual sería un precio justo y parecía que él estaba de acuerdo.
―¿Qué precio?― casi gritando preguntó.
―Doscientos millones de Kyats― respondí.
Esos cien mil y pico euros debieron resultarle una cifra apabullante porque se sentó al decírsela mi acompañante. No me pasó inadvertida su avaricia pero aún más cuando tras pensárselo brevemente y cambiando su tono, nos invitó a pasar a tomar un té dentro de su mansión.
«Ese dinero ha despertado su interés», me dije mientras ejerciendo de anfitrión, el noble nos llevaba a través de un enorme salón decorado en demasía y que dejaba ver que había tenido días mejores.
Tal y como había previsto no entró directamente al trapo sino que me empezó a interrogar por ese interés en comprar tierras en esa zona. Siguiendo el guion preestablecido, señalando a las muchachas, respondí:
―Mis dos concubinas echan de menos el pueblo donde nacieron y por eso he decidido adquirir una casa de campo por los alrededores.
Fue en ese momento cuando el birmano las reconoció y soltando una carcajada, cometió el primer error al burlarse de ellas diciendo:
―Vestidas con esas ropas, sus putitas parecen unas señoras.
Hasta entonces pensaba ofrecerle un trato justo pero que se atreviera a insultar a mis “mujeres” me indignó y me juré que si podía estafar a ese capullo, ¡lo haría! Pero no queriendo exteriorizar mi enfado, repliqué como si fuéramos colegas de toda la vida:
―La que nace puta muere puta y tú como señor de toda esta zona, me imagino que te habrás agenciado un harén con las mejores zorritas.
Al traducir, observé que por el color de sus mejillas Mayi estaba avergonzada por el modo en que me había referido a ella pero aun así transmitió fielmente mis palabras.
La respuesta de ese impresentable, ratificó mi mala opinión de él porque sin medirse en absoluto contestó:
―Alguna tengo pero como salen muy caras de mantener, prefiero pagar a una profesional para que me haga una mamada.
Disimulando reí su ocurrencia mientras interiormente estaba alucinado que fuera tan cretino de reconocer implícitamente que estaba arruinado y probando por primera vez el té que me había ofrecido, me percaté que no era el que se producía en su finca sino el típico negro Earl Gray.
―¡Está muy bueno!― exclamé bastante desilusionado y directamente pregunté si era de sus tierras.
―No, desgraciadamente esta delicia se da por debajo de los mil metros y mi heredad está a mil seiscientos.
―¿Y qué variedad produce?― pregunté tratando de saber hasta dónde llegaba su ineptitud.
―Una local que mi abuelo trajo de China porque se adapta muy bien a este terreno― y tratando de mostrar la razón de mantener esa elección, prosiguió: ―mientras otros agricultores tienen problemas para vender su producción, yo no. La gente de la zona me la compra y así no tengo que preocuparme de buscar intermediarios.
―Eso es lo que ando buscando― respondí― una finca que no me cause quebraderos de cabeza.
Viendo la oportunidad de difamar a su supuesto rival, el muy tonto replicó:
―Pues entonces debe replantearse su primera opción porque la finca en la que está interesado vende toda su cosecha en la capital y mi vecino tiene que hacer continuos viajes para conseguir que no se le acumule en sus almacenes. En cambio, si quiere podemos visitar los míos para que pueda comprobar que solo tengo unas ocho toneladas que es lo que produzco en un mes.
Casi me da un infarto porque de ser así, los beneficios que conseguiría solo vendiendo sus existencias eran el doble de la cifra que había dejado caer y tratando de no parecer ansioso, le pregunté si él vendía.
―Aunque mi familia lleva generaciones aquí, por un buen precio todo se vende― contestó viéndose rico.
María que hasta entonces había permanecido callada, expresó su preocupación por el estado ruinoso de la mansión. Su disgusto no le pasó inadvertido al noble y viendo que se le podía ir el negocio, me ofreció que fuéramos a dar una vuelta por sus tierras.
Aceptando su sugerencia, pregunté a Mayi cuál de las dos conocía mejor la finca. Al contestarme que las dos habían trabajado en ella desde niñas, le pedí que nos acompañara y junto a ella, acompañé al dueño hasta su coche. El decrépito Land―Rover en el que nos montamos fue una muestra más de sus dificultades para llegar al fin de mes y con una sonrisa, me subí en el asiento del copiloto.
Las dos horas del recorrido me sirvieron para hacerme una verdadera idea de lo que iba a comprar y de la cantidad de trabajo que tendría para devolver a esa hacienda el esplendor de épocas pasadas. Casi al terminar y comprobar que el noble no me había mentido respecto a la cantidad de té depositado en los almacenes, directamente hablé con mi contacto en Hong―Kong y cerré el precio en trescientos noventa euros por kilo.
Me constaba que el chino se estaba aprovechando de mí pero ese acuerdo me daba casi trescientos mil euros de beneficio con los que podría comprar esa finca sin tener que depender de mi hucha. Hucha que necesitaría para modernizar y reparar todos los desperfectos que había visto durante la visita, los cuales lógicamente hice ver a mi anfitrión.
Mis continuas quejas acerca del estado de su heredad había menoscabado las esperanzas del sujeto y por eso cuando ya de vuelta a su mansión, le pregunté cuanto quería por toda la finca incluyendo tanto la casa principal como las caballerizas, el muy imbécil me pidió menos de doscientos mil euros.
―Eso es muy caro― contesté y haciendo una contra oferta, le ofrecí diez mil menos.
Los ojos de ese tipejo se iluminaron al escucharla y cerrando el acuerdo, únicamente me preguntó cómo sería el pago:
―Al contado, le pagaré en el momento que estampe su firma ante notario.
Sintiéndose rico, me informó que debido a la hora era imposible que su abogado tuviese los papeles listos pero que al día siguiente, no habría problema en formalizar la venta.
―Perfecto― contesté, tras lo cual le pedí que me informara de un hotel donde pudiésemos hospedarnos esa noche.
El noble se temió que podía escapársele el negocio si nos íbamos y por ello me ofreció que nos quedáramos en su casa porque no en vano, al día siguiente sería nuestra. Como no podía ser de otra forma, accedí y reuniéndonos con María y la otra birmana, les informé del acuerdo.
Mi esposa conocedora de lo que eso implicaba se lo tomó con alegría pero en cambio las dos orientales estaban impactadas con el hecho que su dueño iba a convertirse en el propietario de esa heredad. El mejor ejemplo fue Aung que cayendo de rodillas ante mí, llorando me pidió que no la comprara.
―¿Por qué?― pregunté.
Sollozando, murmuró:
―No nos merecemos que la compre solo por hacernos felices.
No pude más que sonreír al comprender que esas dos realmente se habían tragado que lo hacía por ellas y no queriendo sacarlas del error, muerto de risa, respondí:
―Los hijos que me deis correrán por estos jardines y no se hable más.
Como había quedado con nuestro anfitrión a tomar una copa por eso dejando a María que se ocupara de acomodar nuestro equipaje con la ayuda de las dos crías, me dirigí a la biblioteca. Juro que me quedé sin habla al entrar en el lugar por la inmensidad de la colección de libros que atesoraba y viendo que el momentáneo dueño de todo eso me esperaba con un whisky en la mano, caí en la cuenta que me iba a resultar imposible conversar con él. Estaba pensando en volver por Mayi cuando desde un rincón, escuché que me daban la bienvenida en un perfecto inglés.
Al girarme, descubrí que quien me había saludado era una belleza local de unos veinte años. Por su lujoso vestido supe que esa impresionante birmana debía ser la concubina de ese sujeto y conociendo el poco valor que en esa cultura se daba a la mujer, le pedí que me pusiera otro whisky mientras saludaba a su marido.
La muchacha ni repeló y sirviendo uno bien cargado, se acercó a donde estábamos sin presentarse.
―¿Necesita algo más?― preguntó.
―Sí, que nos sirvas de traductora― dije y sin esperar su respuesta, di a mi anfitrión las gracias por haberme hospedado con lo que iniciamos una agradable conversación durante la cual tuve que hacer verdaderos esfuerzos para no admirar a su concubina.
Tocamos varios temas casi todo ellos mundanos hasta que sintiéndose en confianza, el noble me preguntó si tenía hijos. Al contestarle que no porque María era estéril, el sujeto me miró alucinado y no pudo evitar preguntar por qué no la había repudiado.
―No hace falta porque ha aceptado reconocer como suyos los hijos que me den sus paisanas― respondí a sabiendas que para él podía resultar una afrenta que pusiera a Mayi y a Aung a su altura.
Al serle traducidas mis palabras, el noble se mostró extrañado pero no por la causa que creía, sino porque hubiese decidido dar mis apellidos a esa hipotética descendencia y por eso, insistió:
―¿Me está diciendo que sus bastardos van heredar su riqueza y no otro familiar suyo cuando usted muera?
―Así es, pienso reconocer a todos y cada uno de los hijos que tenga con ellas.
No supe interpretar el brillo de sus ojos al escuchar la versión de mi frase en su idioma y menos que bebiéndose la copa de un trago, comentara que aunque eso era muy liberal por mi parte, él no podría pero que al menos eso garantizaba que mi dinero fuera a caer en manos de un extraño. Tras lo cual volvió a meterse en mi vida al preguntar si tenía pensado incrementar mi harén. Su mujer tartamudeó al tocar un tema tan delicado pero aun así lo tradujo.
―No es algo que me haya planteado― contesté y mirando a la preciosidad que nos servía de intérprete, dije en plan de guasa: ― Todo depende de si encuentro una candidata que me guste.
La atracción que su mujer provocaba en mí no le pasó inadvertida pero lejos de enfadarse, el noble venido a menos se dedicó a loar al sexo femenino de su país, obviando mi supuesta desgana:
―Hace bien en elegir Birmania como lugar para buscar esposa, nuestras mujeres además de bellas son fieles y sumisas, no como las tailandesas que solo buscan el dinero. Cuando una birmana acepta unir su destino a un hombre, este puede dormir tranquilo sabiendo que nunca se irá con otro.
Que mirara a su mujer mientras lo decía me pareció de mal gusto porque era una forma de afianzar su dominio sobre ella y por ello traté de cambiar el tema, preguntando por el origen de esa biblioteca.
―Mis antepasados eran hombres ilustrados y como creían que la única forma de prevalecer en el poder era por medio de la cultura, gastaron gran parte de su fortuna en darle forma.
Comprendí la crítica tácita a sus predecesores de su discurso y tratando de ser agradable, repliqué:
―Pues es magnífica, sería un orgullo el ser depositario de tal herencia.
Curiosamente, la interpreté me sonrió antes de empezar a traducir a ese paleto lo que había dicho y eso me espoleó a recorrer con mi mirada su estupendo culo.
«Menudo cabrón está hecho el viejo», sentencié valorando positivamente la beldad de su mujer mientras me imaginaba como sería en la cama.
―¿Le interesa comprarla?― fue su respuesta.
Estaba tan ensimismado mirando a la muchacha que tardé en comprender que se refería al conjunto de libros.
―Todo depende del precio y no creo que pueda pagar lo que usted se merece por desprenderse de esta joya― respondí sin darme cuenta que al mirar a los ojos a su mujer mis palabras podían malinterpretarse.
Solo cuando observé que se ponía roja, comprendí mi metedura de pata. Afortunadamente, el marido no se dio cuenta de las dificultades que tuvo a la hora de traducir mi respuesta del inglés.
―Por eso no se preocupe, podremos llegar a un acuerdo― respondió pensando quizás en que iba a sacar un buen dinero de ese montón de libros.
Yo ni siquiera lo escuché porque mis ojos estaban prendados de los pequeños montículos que habían hecho su aparición bajo la blusa de nuestra intérprete.
―¡Quién los lamiera!― murmuré entre dientes al imaginar mi lengua recorriendo esos pezones.
No supe si me había oído porque de haberlo hecho, disimuló muy bien y no dijo nada. De lo que estoy seguro es que esa morena era consciente del modo en que la estaba devorando con la mirada y por raro que parezca ¡parecía contenta con ello!
En ese momento aparecieron en escena mi esposa con mis dos birmanas y mientras María se quedó embobada mirando a nuestra acompañante, Mayi y Aung saludándola comenzaron a charlar animadamente con ella.
―¿Quién es este pibón?― me preguntó mi compañera de tantos años sin ningún rastro de celos.
―Creo que es la putita del capullo este― en voz baja susurré al ver que la aludida nos miraba de reojo.
―Luego preguntaré a nuestras zorritas porque si también está en venta no me importaría que la compraras― en plan descarado replicó mientras se relamía pensando en poseer algo tan bello.
―María le estás cogiendo el gusto a ser lesbiana― descojonado recriminé a mi mujer sin revelar que a mí me ocurría lo mismo.
―Cariño, la culpa es tuya por traerme a este país― dijo sin rastro de arrepentimiento.
La risas de Aung y el color del rostro de Mayi me hizo darme cuenta que yo era el tema de la conversación entre ellas y haciendo una seña llamé a la risueña.
―¿De qué hablabais?― quise saber.
Aung contestó:
―Thant preguntar nosotras felices con amo. Nosotras contestar mucho placer y mucho amor con Amo y con María.
Que fueran tan indiscretas y que llamaran por el nombre a esa mujer me llamó la atención pero antes que pudiera seguir interrogándola, nuestro anfitrión me cogió del brazo y llamando a la tal “Thant”, me soltó:
―Lo he pensado bien y como después de vender la hacienda me iré a vivir a la capital, quiero que usted se quede con todo el mobiliario incluyendo esta biblioteca.
Dando por hecho que eran antigüedades y que podría sacar un buen redito con ellas revendiéndolas en Madrid, le pregunté el precio que pedía. El tipo le explicó a la muchacha que era lo que quería y contrariamente a lo ocurrido hasta entonces, Thant se puso a discutir con su marido.
Viendo esa discusión, pregunté a Aung qué ocurría y esta con una sonrisa, me soltó:
―Thant querer incluir hija en precio.
Me quedé horrorizado porque dada la edad de esa mujer, su hija debía ser un bebé pero entonces con una sonrisa Thant expuso las condiciones, diciendo:
―Valora en cincuenta millones el conjunto pero si me acepta como concubina y se compromete a que los hijos que yo le dé hereden esta finca, está dispuesto a aceptar que le pague solo treinta millones.
Al darme cuenta de mi error al suponer que era su esposa y escuchar que ella misma se ofrecía como moneda de cambio, casi me caigo de espaldas. Confieso que durante unos segundos no supe que decir y cuando al fin pude articular palabra, pregunté directamente a la muchacha los motivos por los que se entregaba a mí voluntariamente.
La bella oriental con tono seguro contestó:
―Mi padre no ha sido capaz de mantener la herencia de mis antepasados y es mi deber intentar mantener su legado para mis hijos.
―¿Solo por eso?― insistí.
Sin ocultar para nada lo que realmente sentía, esa preciosidad replicó:
―Usted es un hombre fuerte y atractivo al igual que su esposa y el resto de sus concubinas. Prefiero ser su cuarta esposa y disfrutar bajo su mando que la primera en manos de un hombre que mi padre elija.
Interviniendo, María dijo en mi oído:
―Acepta porque si la producción de este lugar es lo que supones, tendremos suficiente dinero para compensar al resto de nuestros hijos…― para en plan putón terminar diciendo: ― …y además me muero por echarles el diente a los pechitos de esa monada.
La burrada de mi anterior recatada esposa me hizo reír y extendiendo un cheque, cerré acuerdo con el padre de mi nueva novia mientras recreaba mi mirada en los ojazos de su retoño.
Con el dinero de ese trato en su mano y la seguridad completa que al día siguiente recibiría el correspondiente a la finca, me dio un abrazo mientras decía:
―Querido Yerno, hoy en la noche en esta casa se celebrará una fiesta durante la cual le haré entrega de mi más adorado tesoro.

Relato erótico: “La fabrica (23)” (POR MARTINA LEMMI)

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LA FABRICA 23

Evelyn tomó un bolígrafo de encima del escritorio y se quedó jugueteando con él entre sus dientes; me miraba de un modo que era escrutador y también calculador: ya no había en su rostro ninguna sonrisa sino que, por el contrario, parecía estarse tomando muy en serio lo que fuese que su enferma mente estuviera tramando. Yo, que seguía arrodillada, comencé a temblar de la cabeza a los pies, como si súbitamente cobrara conciencia de los posibles alcances del “pacto” celebrado: no había modo alguno de prever con qué se iba a salir la colorada perversa ahora que sabía que disponía de mí por completo.

“Quiero tu cara en el piso. Ya mismo” – me ordenó de repente, con voz fría y carente de toda emoción.

Yo sabía que, de acuerdo al trato no firmado por escrito que teníamos entre ambas, no me quedaba demasiada opción, así que, apoyando las palmas de mis manos en el piso, me incliné hasta tocar el mismo con mi frente. Bastó que lo hiciera para sentir enseguida el taco del zapato de Evelyn clavándose en mi nuca y comprendí al instante que ella me estaba usando sólo como apoyo para descansar su pie. Por dentro , yo hervía de odio pero también de impotencia pues bien sabía que no podía objetar nada y, por otra parte… sé que cuesta entenderlo y es hasta difícil de explicar para mí, pero eso que hizo, en algún punto, me calentó… Y me odié aun más por ello…

“¿Y de quién será el bebé?” – preguntó a bocajarro, siempre con el taco sobre mi nuca.

“N… no… no lo sé, s… señorita Evelyn” – respondí desde el piso y con la voz algo ahogada.

“Pero supongo que sabés hacer cuentas, ¿no? Sos estúpida pero no creo que tanto y sino, en fin, se entiende el porqué de tus errores en la facturación…”

Cómo le gustaba herirme, humillarme, socavarme… Y yo me lo tenía que tragar todo con la más sumisa y condescendiente paciencia.

“C… creo que es de la noche de la despedida, señorita Evelyn, no la de la boda, pero… es difícil decirlo con exactitud habiendo tan pocos días de diferencia”

“La noche de la despedida – repitió Evelyn, lentamente y en tono pensativo, como cavilando sobre el asunto -; o sea que… hay dos posibles papás. A uno de los strippers lo descartamos porque no pudo embarazarte por el culo; nos queda el otro, el más morocho…y, por supuesto, Milo…”

Soltó una risita al pronunciar el nombre del sereno despedido; era obvio que le causaba gracia la posibilidad de que me hubiera preñado un deficiente mental que nunca había cogido en su vida.

“Rezá para que el padre sea el stripper – apostilló, jocosa -: al menos te va a hacer un hijo lindo, je…”

No dije palabra; ella permaneció un rato en silencio mientras jugueteaba haciendo círculos con el taco sobre mi nuca; parecía como si quisiera cavarme un hoyo: dolía, desde luego, pero yo no tenía más opción que tragarme el dolor. Con mi rostro contra el piso y oyendo su voz bajando hacia mí, sentía una insoportable (aunque a la vez excitante) sensación de inferioridad: era como si la voz de una diosa bajara hacia mí…

“El próximo fin de semana ya se nos viene encima el evento del hotel, ¿lo recordás? – preguntó, cambiando el tema abruptamente -. Y si lo recordás, supongo que no olvidaste que tenemos un trato al respecto”

El evento… La verdad era que, con tanta conmoción, casi lo había olvidado, pero sí: ella tenía razón; yo me había comprometido de palabra a representar a la empresa en ese lujoso hotel de capital y, aun de no mediar compromiso alguno, difícil se me hacía ahora la sola idea de pensar en rehusarme a la vista del nuevo giro que habían tomado los acontecimientos a partir de mi embarazo. Y menos todavía con el taco de Evelyn clavado sobre mí: ella no necesitaba en absoluto recordarme mi “compromiso” para contar con mi presencia en ese evento; si me lo recordaba era sólo por el hecho de refregármelo en la cara y, así, practicar una vez más su pasatiempo favorito: humillarme.

“Sí, señorita Evelyn, lo recuerdo” – respondí sumisamente, con voz apagada y resignada.

“Vas a necesitar una falda más corta que ésa” – soltó, con tono de dictamen.

“¿M… más corta? No creo que tenga…”

“La vas a conseguir; y, en última instancia, siempre están las tijeras, je… ¿Te acordás lo fácil que lo resolvió Estela en su momento? Pobre, se la extraña, pero, bueno… hay secretaria nueva en la fábrica: más joven y más eficiente, jaja. En fin, a lo que voy es a que puedo pedirle a Rocío que te la corte”

Aun estando contra el piso y bajo su zapato, me sentí como si hubiera recibido un puñetazo en plena boca del estómago. Rocío: esa maldita putita; ¿por qué tenía que ser ella? La respuesta, de todos modos, era bastante obvia: entre todas las opciones posibles, Evelyn siempre iba a elegir para mí aquella con la cual yo me sintiera más a disgusto… y más degradada, por supuesto.

“La… falda no es mía” – esgrimí angustiada; aunque era cierto, se trataba de mi parte de un manotazo de ahogado en busca de alguna excusa salvadora para escapar a las tijeras.

“¿De quién es?” – preguntó Evelyn, con tono intrigado.

“De Tatiana”

“¿Tatiana?”

“La novia de Luis”

Evelyn resopló y soltó una risita.

“Ah, esa puta, je… Estás viviendo con ellos, ¿verdad?”

“Provisoriamente… sí”

“Imagino los festines que se debe estar dando ese depravado; le complace más ver a dos mujeres practicar lesbianismo que hacerle el amor a una mujer: un enfermito. De todos modos y volviendo al tema de la falda, poco me importa de quién sea; de hecho, creo que ahora la voy a hacer cortar aun con más ganas que antes, pero… más allá de eso: estaba pensando que tenemos que solucionar esa cuestión de alguna forma”

“¿S… solucionar q… qué cuestión, señorita Evelyn?” – pregunté, confundida.

“Eso de que estés viviendo con ellos – sentenció -. No me gusta”

Un frío gélido me recorrió la columna vertebral. Por primera vez caí en la cuenta de que esa perversa mujer no sólo pretendía gobernar sobre mí dentro de la fábrica sino incluso fuera de la misma: en ningún momento había contemplado yo esa posibilidad al aceptar ponerme a su disposición en canje por su silencio. Definitivamente, empezaba a pensar que el pacto tenía, para mí, implicancias mucho peores que las que había imaginado inicialmente.

“¿Y… qué debería hacer? – pregunté, aún más confundida que antes y con tono de aflicción -. No… tengo adónde ir, señorita Evelyn y, de hecho… todas mis cosas siguen en casa de Daniel”

“Eso ya lo veremos – respondió ella secamente y de manera desdeñosa -; por lo pronto, no quiero que estés ahí y te doy una semana para irte”

No sé si fue mi imaginación pero al mismo momento de darme tal orden, sentí su taco hundirse aun más en mi nuca; era como si marcara territorio sobre mí en cada palabra y en cada acto.

“S… sí, señorita Evelyn – musité, con resignación, al cabo de una prolongada pausa -. Es… tá bien, lo haré”

“Nunca te pregunté si lo harías – me refrendó, con aspereza -; sólo te ordené que lo hicieras. Ahora: volvamos a esa falda…”

“¿Por qué tiene que ser tan corta?” – pregunté, a bocajarro.

Mi pregunta sonó algo insolente para el contexto y me percaté de ello sólo después de haberla hecho. Evelyn debió haber notado lo mismo, pues entró en un marcado silencio que decía mucho más que cualquier palabra, al tiempo que hundía aún más su taco en mi nuca provocando que las comisuras de mi boca se contrajeran en un gesto de dolor. Me dio la impresión de que amagó a ponerse en pie usándome como apoyo, pero no lo hizo. Estaba suficientemente claro que yo, de acuerdo a su óptica, me había sobrepasado: ella no decía nada sino que, seguramente, esperaba alguna disculpa de mi parte o bien una reformulación de la pregunta. Opté por hacer ambas cosas:

“P… perdón, señorita Evelyn. Mi pregunta sólo era…”

“Por qué tiene que ser tan corta” – se adelantó la colorada.

“S… sí, seño… rita Evelyn, eso mismo”

“Porque vas a estar en un evento en el cual tenemos que publicitar la empresa y, en buena medida, mi prestigio depende de cómo salga eso y de la imagen que demos. Para que lo veas más claro, tontita, yo necesito que la empresa dé una imagen de seriedad, eficiencia y confiabilidad; en cuanto a vos… sólo necesito que te vean el culo”

La respuesta fue tan contundente que, prácticamente, no dejó margen a agregar nada. Evelyn no parecía dispuesta a dar muchos más fundamentos a su afirmación y, de todas formas, ya todo estaba bastante claro: la empresa podía verse confiable, eficiente, etc., pero si me veían a mí con el culo al aire, las posibilidades serían todavía mejores.

Otra vez el silencio reinó en la oficina. Holgaban, por cierto, las palabras después de semejante sentencia. Evelyn aflojó la presión de su pie y me lo retiró de encima; no me atreví a despegar el rostro del suelo pero sí lo levanté un poco librándome así de una cierta asfixia. La nuca, en tanto, me dolía horrores: era como si el taco siguiera clavado allí.

“Ya es hora de irse – dictaminó, poniéndose de pie y propinándome un ligero puntapié en la cadera -. Hace rato que sonó la chicharra; por ahora tenés permitido ir a casa de Luis pero la semana que viene, una vez pasado el evento, veremos tu destino”

Los días que siguieron fueron traumáticos para mí. A medida que repensaba y le daba vueltas a la situación, se me hacía tanto más difícil creer que todo eso estuviese ocurriendo. Le transmití a Luis y a Tatiana que me iría a más tardar la semana entrante; ninguno de ambos se mostró sorprendido y, después de todo, no tenían por qué: yo misma había ya antes anunciado que me marchaba de allí y si no había cumplido, era sólo para no dejar más espacio a la chica nueva. Sí debo confesar que había abrigado la esperanza de que me rogaran encarecidamente que no me fuera; nada más lejano: lo aceptaron cordialmente.

Para colmo de males, se aparecieron con la chica en casa a la noche siguiente; era casi como si me estuvieran reemplazando sin siquiera haberme marchado. No puedo describir la furia que sentí; por mucho que quisiera disimular mi enojo, no podía: caminaba nerviosamente, pateaba el suelo, crispaba los puños y me encerraba en el baño para llorar. ¿No podían, siquiera, haber esperado un poco más? ¿Acaso había alguien en el mundo que no se complaciera en hacerme sentir humillada? Nunca como entonces me lamenté por seguir allí y, de hecho, me maldije a mí misma por no haberme realmente ido cuando lo anuncié. De todas formas y más allá de mi sentir al respecto, debo decir que la intención de Luis, así manifestada, fue que yo me sumara a los juegos de ambas mujeres pero, claro, había algo en mí que se sublevaba y se resistía al hecho de tener que compartir a la rubia beldad con alguien más. Muy distinta hubiera sido la situación si, por ejemplo, yo hubiera caído de la nada y por primera vez en esa semana: de haber sido así, no me cabe duda de que me hubiera sumado con gusto y poco me hubiera importado el pasar a formar parte de un trío… o de un cuarteto. Pero la situación, al menos como yo la vivía, era enteramente otra: yo había ahora convivido con ellos durante varios días y, en mi ingenua estupidez, había creído que Tatiana era sólo mía o, como mucho, también de Luis; por ende, el tener de pronto que compartir tal suerte con otra muchacha sólo podía antojárseme como una resignación… o una derrota: ella, a mi modo de ver, era una “intrusa” en esa historia.

De todos modos, hay que decir que la forma en que Luis y Tatiana me humillaban al traerla distaba de parecerse en espíritu a la de Evelyn, por ejemplo: no me daba la impresión de que ellos fueran conscientes de estar dañando mis sentimientos aun cuando la realidad era que lo hacían. Ellos siempre habían tenido, al parecer, todo en claro: allí no había involucradas otras cosas más que lujuria y pasión. Si yo no estaba y en “mi lugar” había otra chica, a ellos les sería diferente: la idiota, en todo caso, había sido yo por pensarlo de otro modo y, de todas formas, quizás no debía juzgarme tan duramente a mí misma por eso, pues Tatiana era una mujer tan sensualmente irresistible que hacía imposible no sentir hacia ella sentimientos de posesión. Quizás, a la larga, a la recién llegada le terminaría ocurriendo lo mismo en algún momento; o no, pero lo cierto era que, en ese momento, era ella quien gozaba de Tatiana y no yo.

Quizás fui algo maleducada al rechazar el ofrecimiento de Luis y marcharme a la habitación, pero eso fue lo que me salió del alma y no pude evitarlo. De todos modos, fue peor el remedio que la enfermedad, ya que desde el cuarto tuve que escuchar los lésbicos gemidos de Tatiana apoderándose de la casa mientras era atendida por la chica nueva. Hundiéndome entre las sábanas, me apoltroné y me tapé los oídos para no oírlos; era inútil: los ecos del placer y la lujuria parecían rebotar en todas partes, entremezclarse y amplificarse hasta convertirse en una tortura para mis oídos… Hiciera lo que hiciera por evitarlos, me llegaban de todas formas y se clavaban en mis tímpanos como finas y dolorosas agujas. A la larga, terminó ocurriendo lo que era lógico: el deseo me venció y tuve que masturbarme en la cama…

Amén de mis vivencias de mis últimos días en casa de Luis, las cosas, como no podía ser de otra manera, se pusieron muy calientes en la fábrica. Evelyn había manifestado que quería ver mi falda más corta y, cuando al otro día de nuestro “trato”, me citó a su oficina, volvió a llamarme la atención sobre ese punto. Yo me disculpé como pude pero ella no pareció oírme; no lucía disgustada ni colérica pero sí decidida a resolver la cuestión lo antes posible. Se me paró el corazón cuando tomó el conmutador y se comunicó con Rocío. Pude oír que requería su presencia en oficina y, apenas hubo cortado la comunicación, me miró con gesto imperativo y me hizo seña de arrodillarme: estaba bien claro que quería impresionar a su blonda amiga haciendo alarde de su poder sobre mí. Apenas unos instantes después, Rocío estaba allí, sonriente, y si bien su rostro pareció evidenciar una súbita sorpresa al hallarme de rodillas sobre la alfombra, rápidamente su sonrisa se estiró aun más al comenzar a comprender cuál era la situación. Evelyn chasqueó los dedos para reclamar mi atención.

“Nadita – me espetó -. Saludá a Rocío”

Se trataba, desde ya, de una orden sin demasiado sentido. Rocío y yo compartíamos el mismo ámbito de trabajo y, por lo tanto, habíamos estado juntas hasta hacía escasos minutos; ya nos habíamos saludado a la entrada aun cuando, como cada mañana, lo hiciéramos muy parcamente.

“Hola, Rocío…” – musité.

“No, estúpida – me corrigió Evelyn -. Besale los pies”

La orden, desde luego, me sorprendió. Confundida, miré a Evelyn y en lo severo de su talante pude advertir que no se trataba de una broma, cosa que, en mi ya incurable ingenuidad, había llegado a suponer por un momento. No, no había broma alguna: en su rostro se advertía burla, pero no jocosidad. Miré luego a Rocío, cuya sonrisa se había ampliado el doble. Y entendí que lo que se esperaba de mí era bien claro y que, una vez más, no tenía opción. Caminé sobre mis rodillas hacia la rubia ya que di por sentado que no podía ponerme de pie; ella, siempre sonriente y con las manos a la cintura, me miró gatear durante todo el trayecto; al llegar, le besé primero una sandalia y luego la otra: la muy puta levantó el pie un poco para recibir cada beso; no se trataba de una cuestión de cortesía ni de facilitarme las cosas sino más bien todo lo contrario. No en vano era amiga de Evelyn y, como tal, se complacía en humillarme: en el acto de despegar un poco el pie del piso para acercarlo a mis labios dejaba implícito que mi obligación era besarlos.

“Qué obediente que estás, nadita. Me encanta” – se mofó la rubia al tiempo que se inclinaba ligeramente para acariciarme la cabeza como si yo fuera un perrito. Me tragué mi rabia y tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para no escupirle el rostro.

“Es que con la criatura que tiene en la pancita, no le queda otra más que portarse bien – agregó Evelyn, con tono algo más serio pero no por eso menos burlón -. A propósito de eso, Rocío: no tengo palabras para agradecerte esa información”

Si quedaba alguna remota duda de que era esa zorra quien me había delatado, las palabras de Evelyn terminaban de despejarla. Rocío se sonrió ampliamente y sacudió la cabeza de un lado a otro:

“No, Eve, no fue nada. Simplemente pensé que esa data podía serte útil”

“NOS puede ser útil – apostilló Evelyn levantando un estirado dedo índice y remarcando bien el plural -; a propósito, Ro, te llamé para que encargues de esa falda que lleva puesta: la quiero más corta”

“Lo que digas, Eve – dijo Rocío, quien seguía inclinada hacia mí, aunque dejó de acariciarme la cabeza para tomarme por el mentón y obligarme a mirar su rostro, sonriente de una oreja a la otra; me guiñó un ojo y frunció la boca en simulación de un beso -. Va a ser un placer dejársela bien cortita”

“Y tenerla cortita” – agregó Evelyn en claro sarcasmo que provocó, esta vez sí, la risa de ambas.

“Vamos, linda – me dijo Rocío acariciándome la mejilla -. En mi escritorio tengo unas tijeras que van a servir”

Abrí los ojos enormes; el pavor se apoderó de mí. ¿En su escritorio? ¿Pretendía llevarme hasta allí para que todo el resto del personal viera cómo me cortaba la falda? Con espanto ante la idea, miré desesperadamente a Evelyn, una vez más con la ilusa esperanza de que desautorizara a su amiga o bien la hiciera cambiar de plan… y una vez más, me equivoqué.

“”Vamos, nadita – me dijo, por el contrario, y también guiñándome un ojo -. Ponete de pie y acompañá a Ro, que se va a encargar de ponerte linda para el evento”

Sin más lugar ya para mi incredulidad, me incorporé y, luego de pedir permiso a Evelyn para acompañar a Rocío, eché a andar tras los pasos de la rubia a través del corredor y en dirección hacia la zona de escritorios. Yo trataba de caminar lo más sigilosamente que fuera posible; llevaba mi cabeza gacha y trataba de no apoyar los tacos sobre el piso sino sólo la punta de mis sandalias de tal modo de no llamar la atención con el ruido. Rocío, no obstante, se encargó de destrozar mi plan de perfil bajo pues, deliberadamente, caminó clavando sus tacos casi como estacas contra el piso, mucho más de lo que lo hacía habitualmente, dejando bien en claro que su intención era llamar la atención de las empleadas. Por cierto, lo logró, ya que, al detenernos junto a su escritorio, espié disimuladamente por debajo de mis cejas y me quise morir al comprobar que no había una sola que no nos estuviese mirando. La dupla, por cierto, debía sorprender a más de una por lo poco habitual ya que era bien conocido que Rocío era una de las compañeras de trabajo con quien yo menos onda tenía. Mi vergüenza pareció no conocer límite en el momento en que la odiosa rubiecita extrajo unas tijeras del cajón de su escritorio y, en tono lo suficientemente alto como para que todas oyeran, me exigió que me girara.

Yo obedecí y, al hacerlo, quedé, obviamente, de cara al resto. ¡Dios! ¿No tenían acaso nada que hacer o que controlar en sus monitores? Parecía que no, pues no había una sola que no tuviese sus ojos sobre mí. La vergüenza me hizo bajar la cabeza nuevamente en el exacto momento en que sentí la mano de Rocío apoyarse sobre el borde de mi falda y, casi de inmediato, el chasquido de las tijeras. Girando en torno a mí y poniéndole al acto un celo profesional propio de una modista, fue recortándole a la falda de Tatiana una sección de unos diez centímetros. Si a ello se le sumaba que la falda, ya de por sí era corta, y aun cuando yo no podía ver a mis espaldas, no hacía falta calcular mucho para darse cuenta que tanto mis bragas como mis nalgas debían estar asomando por debajo del borde inferior. Rocío levantó la mano de la cual pendía el trozo de tela, al cual exhibió casi como un trofeo de guerra haciéndolo danzar por delante de mis ojos antes de dejarlo caer en el cesto de papeles que tenía junto a su escritorio. Roja por la humillación, no pude resistir la tentación de echar un vistazo a las demás para comprobar que, tal como cabía esperar, sus rostros iban desde la más incrédula sorpresa hasta la más cruel risita por lo bajo y no tan por lo bajo; algunas, divertidas, se cubrían la boca y se miraban entre sí.

“A ver: hagamos un girito” – me dijo Rocío mientras, tomándome una mano y alzándomela como si fuéramos compañeras de baile, me hacía girar sobre mí misma, exponiendo así su obra ante los ojos de las demás aun cuando fingiera ser ella la interesada en ver cómo había quedado. El coro de murmullos y risitas acompañó, por supuesto, mi movimiento rotatorio. Rocío me soltó la mano y se alejó un par de pasos para contemplarme mejor; su rostro iluminado evidenciaba que estaba más que conforme con su obra.

“¡Perfecta! – exclamó, saltando en el lugar y llevándose ambas manos al pecho; parecía una chiquilla y, en buena medida, lo era -. ¡Vamos a mostrarle a Eve cómo quedaste!”

Tomándome por la mano nuevamente echó a andar hacia el corredor prácticamente a la carrera sobre sus tacos, lo cual me obligó a imitarla y seguirle el paso; no puedo describir lo vergonzante que la situación era para mí. Cuando ya estábamos muy cerca de la puerta de la oficina de Evelyn, la rubia se detuvo:

“Uy, me había olvidado – dijo, poniéndose súbitamente seria y acariciándose el mentón -; tenía que llevarle un pedido a Luciano en la planta…”

Soltándome, se giró para regresar hacia su escritorio en busca de lo que había mencionado. El pulso se me aceleró: ¿estaría esa putita maliciosa pensando en llevarme con ella a la planta? ¿Con qué necesidad? La premura de la situación y la descabellada pero nada desdeñable posibilidad me pusieron en alerta; miré hacia la puerta de la oficina de Evelyn y, antes de que Rocío se hubiera alejado lo suficiente, le pregunté a viva voz:

“¿Espero adentro, señorita Rocío?”

Me salió así: señorita Rocío. Ni Evelyn ni ella me habían impuesto tratamiento alguno al respecto pero la situación parecía exigirlo: no podía, después de todo, tutear a una persona a quien saludaba besando sus pies.

“¡No, no! – dijo ella agitando una mano en gesto desdeñoso y girándose por un instante hacia mí sin detener su marcha -. Esperá que entramos juntas: quiero estar ahí cuando Eve te vea, jeje…”

La espera fue de unos pocos segundos pero se me hizo eterna. Al regresar Rocío, siempre acelerada, agitó en el aire la hoja con el pedido que, según había dicho, debía entregar a Luciano.

“Vamos…” – me instó y, pasando junto a la oficina de Evelyn, echó a andar en dirección a la planta con su rubia cabellera bailándole sobre los hombros.

“S… señorita Rocío…” – intervine yo, que seguía prácticamente clavada al piso junto a la puerta de la oficina de Evelyn.

Se detuvo y se giró hacia mí con gesto extrañado.

“¿Nadita…?”

Tragué saliva; me mantuve en silencio durante algunos instantes, lo cual le hizo fruncir el ceño.

“¿Ocurre algo, nadita?” – insistió, frunciendo el entrecejo y cruzándose de brazos con la hoja en mano; ya no sonreía.

“Es que… no puedo volver a entrar a la planta. Allí intentaron violarme en una oportunidad y fui violada en otra. Comprenderá, s… señorita Rocío que… no es fácil para mí ir allí y, de hecho, no lo he vuelto a hacer después de la despedida. Ese lugar está lleno de recuerdos que… son muy traumáticos para mí”

Ladeó la cabeza sobre un hombro, en una actitud entre maternal y conmiserativa. Frunció los labios imitando un gesto infantil:

“Ay, nadita… – dijo mientras volvía caminando hacia mí -. Tenés que superar esas cosas y la manera es afrontándolas. No hay nada que temer: ¡vas a estar conmigo! Vamos…”

Me tomó otra vez la mano y, ya sin darme más chance, me llevó con ella a lo largo del corredor que desembocaba en la planta. No puedo describir lo que significó para mí volver a entrar allí; la cabeza se me llenó de imágenes. Como no podía ser de otro modo, absolutamente todos quienes allí estaban trabajando abandonaron momentáneamente lo que fuera que estaban haciendo y volvieron sus miradas hacia mí. No podía esperarse otra cosa considerando la falda escandalosa que yo llevaba pero, además, noté en algunos ojos recelosos y resentidos: había algún odio oculto que pugnaba por salir. No era difícil relacionar ello con el operario que había sido obligado a renunciar luego de haberme intentado violar. Aun cuando yo no había vuelto a la planta, sabía bien, por las habladurías que corrían de boca en boca, cuál era la postura generalizada entre los obreros al respecto de ese episodio: me culpaban a mí por lo ocurrido. En sus mentes, era yo la que, con mis atrevidas ropas y provocativas poses había incitado a que pasara lo que pasó. No era sorprendente, desde ya, que lo viesen de ese modo: tal es ni más ni menos que la postura que gran parte de la sociedad suele tener cuando es violada una chica que viste o se comporta de un modo no muy santo. Para ellos, yo era exactamente eso. Y, además, claro, el obrero involucrado en el incidente era su ex compañero y, como tal, era previsible que se solidarizasen con él y no conmigo: yo era la culpable; él la víctima.

Siempre llevándome por la mano, Rocío llegó hasta Luciano, el cual, por supuesto, no paraba de mirarme con ojos que pugnaban por salírsele de las órbitas; más allá de que ello tuviera que ver con mi indecente y brevísima falda, lo cierto era que él siempre se incomodaba ante mi presencia pues estaba obvio que le removía alguna cosilla del pasado y, para ser sincera, a mí también. Le dirigí, de hecho, una mirada de hielo en la cual era imposible que él no advirtiese un deje de recriminación por viejas acciones.

“Éste es el pedido que tiene que quedar embalado esta noche para ser entregado mañana – le explicó Rocío mientras le agitaba la hoja delante de los ojos para llamar su atención -. Controlá bien las medidas para que no ocurra lo de la vez pasada. No queremos tener más devoluciones de cortinas”

Sorprendía ver y oír a Rocío en uso de tanta confianza y seguridad: casi estaba regañándolo. ¿Desde cuándo le hablaba al hijo de Di Leo de esa manera? Cabía suponer, sin embargo, que siendo éste desde hacía algún tiempo un mero juguete pasivo en manos de Evelyn, se habría también resignado a que la más entrañable y querida amiga de su “dueña” se dirigiese a él con una altanería que no cuadraba con las aparentes jerarquías en la fábrica. Era increíble cómo la pelirroja, perversamente inteligente, lo había impregnado todo con su presencia; daba ahora la impresión de que la fábrica completa respondiese a sus órdenes e incluso hasta el papel de Hugo había quedado difuso: las órdenes más importantes salían de la oficina de ella y no de la de él. Sólo Luis escapaba algo a su influencia ya que controlaba, en los papeles, una empresa distinta, pero en todo el resto del establecimiento era Evelyn quien mandaba. Y si Evelyn mandaba, no hacía falta decir que Rocío, siendo con ella como carne y uña, pasaba también a ocupar un rol de privilegio; de hecho, en los últimos días hasta se la había notado lucir cierto aire de superioridad entre sus propias compañeras: a algunas daba impresión de molestarles en tanto que a otras les parecía resbalar, pero lo cierto era que la detestable rubiecita, paradójicamente la más joven de entre todas, se había encargado de que el resto notara que, siendo ella amiga de Evelyn, gozaba de ciertas atribuciones y excepciones que las demás no. Bastaba con oír la forma altanera en que taconeaba entre los escritorios para darse cuenta de ello así como la cantidad de veces que, por día, pasaba en dirección a la oficina de Evelyn. A veces, incluso, se quedaban largo rato conversando allí dentro y hasta se oían, cada tanto, risotadas y carcajadas.

Luciano tomó la hoja y la miró de arriba abajo, aunque alternaba con miradas de reojo hacia mi corta falda. Asintió varias veces, fingiendo estar en tema, y ni siquiera se mostró molesto por el aire petulante con que Rocío se había dirigido a él: su cabeza y sus ojos estaban en otra cosa; me miraba sólo a mí y, desde luego, ese detalle no escapó a ella al estar, como se la veía en el último tiempo, más avispada que nunca.

“¿Te gusta cómo le quedó la falda?” – preguntó sonriente y, otra vez, con ese deje de chiquilla malcriada que permanentemente le salía por los poros haciendo recordar que, en definitiva, lo era. En todo caso, se la veía más liberada.

Luciano se mostró algo estúpido, lo cual no le costaba mucho. Fingió bajar la vista hacia la hoja y sorprenderse con la pregunta de Rocío. Me miró, achinando los ojos.

“Sí, sí… Le queda muy… bien – dijo, entrecortadamente y con el tono de alguien que ha sido pillado en falta -. Va… a ir al evento, ¿no?”

“Por supuesto – enfatizó la rubia -. Evelyn la ve como una buena estrategia de marketing. ¿Vos qué pensás?”

Otra vez esa expresión estúpida en su rostro. Ladeó la cabeza de un lado a otro como si evaluara:

“Eh… sí, sí… Estoy de acuerdo – dijo, sin dar impresión de estar pensando por cuenta propia -. Si lo dice Evelyn, está bien: ella sabrá.

Arrastrado de mierda. Pobre y patética era la imagen que daba, convertido prácticamente en un títere sin control de sí mismo. Ni siquiera se atrevía a mirar a la cara a Rocío, quien sí lo miraba luciendo una sonrisa tan amplia que hasta se le cerraban los ojos de tanto que estiraba las mejillas. Pero si lo que yo estaba viendo y oyendo era ya suficiente para vencer los límites de mi incredulidad, lo que siguió fue directamente como para pellizcarme a los efectos de comprobar si en verdad estaba despierta. Rocío, de pie junto a él, llevó una mano hasta apoyársela sobre las nalgas; él dio un respingo, pero siguió sin mirarla: más bien bajó la vista al piso.

“Si armás bien ese pedido – le dijo ella acercándole la boca al oído, aunque yo la escuchaba perfectamente -, Evelyn tendrá seguramente en su oficina algún regalito para ese culo tuyo”

Él no dijo palabra alguna; se mostró avergonzado y nervioso. En cuanto a ella, lo suyo no se limitó a un mero roce contra la cola del hijo de Di Leo sino que mantuvo su mano allí durante algún rato. Eché un vistazo en derredor y pude comprobar que los obreros habían desviado de mí sus miradas para posarlas, como no podía ser de otro modo, sobre Rocío y Luciano; sus ojos, desde luego, lucían atónitos sólo con lo que veían ya que no creo que sus oídos pudieran captar las palabras de la rubia por estar más lejos que yo.

“¿Es cierto que Evelyn te está haciendo putito con tanto juguetito? – indagó Rocío, incisiva y lacerante, mientras yo seguía sin salir de mi perplejidad -. ¿Viste qué buenas pijas tienen algunos de los operarios? ¿Hay alguno que te guste? Si es así, no dudes en decirle a Evelyn. Eso sí: no quiero perderme ese espectáculo, así que espero que tu DUEÑA te invite”

Remarcó bien la palabra “dueña” y, en un gesto que él no vio por no poder mirarla al rostro, ella le guiñó un ojo y lo besó delicadamente en la mejilla, a la vez que le propinaba una palmadita sobre las nalgas. Acto seguido se giró hacia mí:

“Vamos, nadita – me dijo, doblando un dedo índice en señal de que la siguiera mientras echaba a andar en dirección hacia el corredor -. Dejemos a Luciano hacer su trabajo. Evelyn nos está esperando”

Ya de regreso a la oficina, Rocío abrió la puerta intempestivamente y sin llamar: otro gesto que evidenciaba sus privilegios dentro de la fábrica. Dando un saltito casi adolescente sobre sus tacos, me tomó por la mano y me llevó ante al escritorio de Evelyn en clara actitud de exhibirme.

“Ta taaaan” – musicalizó el gesto con aire triunfal.

La colorada abrió los ojos enormes y aplaudió.

“¡Rocío, sos una artista! – exclamó a viva voz -. ¡Sabés entender muy bien qué es lo que quiero! ¡Así es como me gusta! ¿A ver ese culito?”

Una artista… Al bajar la vista hacia mi falda, sólo se veían unas cuantas hilachas cayendo desprolijamente; si tanto le complacía la “obra” de su amiga no era por cierto por la prolijidad que había puesto en ella sino más bien por lo degradante que era para mí. Rocío, siempre teniéndome por la mano, me hizo girar hasta dar a Evelyn mi espalda o, mejor dicho, mi trasero.

“Mmmm… ¡Una belleza, Ro! ¡Te felicito! Definitivamente se va a hablar de ese encuentro por mucho tiempo, jaja… Y, en particular, de esta empresa”

“¿Cuántos clientes nuevos creés que nos puede sumar esto? – preguntó, socarronamente, Rocío mientras me palmeaba suavemente en la parte inferior de mis nalgas, justo por debajo del borde de la tronchada falda.

“Muchos… no te quepa duda. Hmm, Ro, una cosa…”

“¿Sí, Eve?”

“Nadita ya se comprometió a hacer lo que yo le diga a cambio de mi silencio – explicó Evelyn, a mis espaldas -. Ya sabés a lo que me refiero: Di Leo no tiene que saber que está preñada, así que te rogaría que…”

“Perdé cuidado, tonta – la interrumpió Rocío -; de esta boca no va a salir una palabra. Será un secreto compartido entre las tres… y vamos a sacarle todo el jugo posible al hecho de que sea así”

Al decir las últimas palabras, Rocío acercó su rostro al mío y pude sentir su aliento sobre mi oreja. No supe interpretar cuán lejos llegaba el sarcasmo en sus dichos pues no terminaba de creerme que, realmente, no fuera a contar nada a nadie o que no lo hubiera hecho ya. Al hecho de ser mujer había que agregarle el de ser poco más que una adolescente y con comportamientos propios de alguien de esa edad; y si a ello se le sumaba su malicia, difícil era creer que fuera realmente a celar un secreto tan jugoso como el que atesoraba. Evelyn, no obstante, pareció quedar conforme con sus palabras, pues no agregó nada y, de hecho, se produjo un momento de silencio del cual interpreté que la colorada me seguía escrutando por detrás y calculando, en su mente, los inmensos beneficios que esa cola mía podría deparar para la empresa en el evento ya próximo.

“Eve…” – comenzó a decir Rocío.

“¿Ro?”

“Creo que… si nadita tiene un acuerdo con nosotras, sería importante que, de alguna forma, lo tuviera siempre presente”

“Hmm, no te entiendo, Ro”

“Claro: lo que quiero decir es que necesitamos algo para que recuerde a cada segundo lo que ha pactado”

“¿Por ejemplo?”

Rocío se separó de mi lado. Oí sus tacos por detrás de mí e, instintivamente, giré un poco la cabeza por sobre mi hombro para ver hacia dónde se dirigía. Para mi estupor, la vi abrir uno de los cajones del escritorio de Evelyn y sacar de adentro… el consolador. Ahogué un gritito de espanto y trastabillé; hasta me giré un poco. Rocío lucía el objeto en alto como si se tratara de un emblema. A Evelyn los ojos se le salían de las órbitas:

“¡Ro! ¿Vos decís?” – preguntó, maliciosamente sabedora de la respuesta.

“¡Obvio, tarada! – le espetó la rubiecita siempre su con aire de diversión adolescente -. ¿Qué mejor modo de que tenga presente su compromiso que poniéndole, hmm… un recordatorio en el culito”

En un acto cargado de histrionismo, Evelyn se agitó en su silla y se llevó una mano a la boca como si pretendiera ahogar una risa. Sobreactuando o no, lo cierto era que celebraba con ganas la perversa ocurrencia de su amiga.

“¿De dónde sacás esas ideas, nena? – preguntó, una vez que recuperó el habla -¿Qué tenés en esa cabecita enferma? Jaja… ¡Me parece que me estás no sólo copiando sino también mejorando! Un consolador en el culo como recordatorio: ¡es genial! ¡La alumna supera a la maestra!”

“Aprendí con usted – dijo Rocío, envarándose y adoptando una falsa postura de seriedad y formalidad -. Así que no se me haga la inocente…”

“Jaja, sos una hija de re mil putas, Ro… Hmm, veré cómo lo conformo a Luciano cuando venga después a buscar su dosis, je. Tendré que conseguirle uno nuevo, pero bueno, por hoy que se la aguante”

“A mí me parece que Luciano ya está para otra cosa” – sugirió Rocío manteniéndose seria aunque, al parecer, ya no de modo tan fingido.

Evelyn la miró con el ceño fruncido.

“¿Perdón…?”

“Luciano ya pasó, digamos, hmm… cómo decirlo… ¡La primera etapa, eso es! Ya le diste demasiado consolador por la cola; es hora de que pruebe otra cosa”

“Ro, estás tan perversa últimamente que no sólo me cuesta reconocerte sino también seguirte. ¿Qué te pasó después de esa fiesta de despedida? Jaja, ¡sos otra! Hmm, a ver, decime: ¿qué me querés decir con eso de que tiene que probar otra cosa? ¿Ejemplo?”

“Una pija de verdad” – soltó Rocío con la mayor naturalidad del mundo; se comportaba como si estuviera diciendo una obviedad absoluta.

Evelyn se echó atrás en su silla, mirando a su amiga aún con más confusión que antes.

“En la planta hay unas cuantas – agregó Rocío, volviendo a dibujársele en el rostro la sonrisita mordaz que la venía caracterizando -. Que se lo coja algún obrero…”

Evelyn no salía de su asombro. Y yo tampoco. Era increíble la transformación que había experimentado Rocío: difícil era creer que ese “costado oculto” que ahora mostraba fuera algo nuevo, pero la realidad era que, si lo tenía realmente escondido, ahora lo había claramente liberado, seguramente envalentonada y estimulada por las perversiones de su amiga Evelyn. En lo particular, yo no coincidía con esa visión de que la odiosa rubiecita hubiera pasado a ser otra después de la fiesta de despedida; su espíritu pervertido se había ido liberando a partir del momento en que Evelyn pasara a ocupar la secretaría… y desde entonces sólo había ido en aumento.

Mi mirada, girada siempre mi cabeza por encima del hombro, iba alternadamente de una a otra mientras ellas parecían comportarse como si yo no estuviese allí o, más bien, como si mi presencia poco les importase: lo que yo oyera o no oyera, viera o no viera, era realmente de poca importancia puesto que ocupaba en aquella oficina el mismo lugar que cualquier mueble.

Evelyn apoyó el mentón en sus manos entrelazadas y sus ojos se movieron danzarines mientras su mente, de seguro, recreaba los planes sugeridos por su amiga. Cualquiera que la viese en ese momento, sólo podía dictaminar que estaba absolutamente loca, fuera de sus cabales…

“Tengo que decir que una vez más me dejás sorprendida, Ro – dijo, finalmente, asintiendo en gesto aprobatorio -. Muy interesante… Ahora: primero lo primero”

Me dirigió una mirada voraz, propia de un ave rapaz y yo, nerviosa, desvié mis ojos en señal de culpabilidad por haber estado espiándolas.

“Dame eso, Rocío” – dijo, con total frialdad, Evelyn; y no hizo falta adivinar mucho para darse cuenta que estaba reclamando para sí el consolador que su amiga sostenía aún en mano.

“¿Puedo ponérselo yo?” – preguntó alegremente ésta, lo cual me llevó a girar nuevamente la cabeza en gesto mecánico: uniendo sus puños cerrados sobre su pecho, el rostro de Rocío, perversamente iluminado, exhibía una expresión deliberadamente aniñada.

“Adelante – concedió Evelyn con un encogimiento de hombros -. ¿Por qué no?”

Rocío dio un saltito de alegría en su lugar y se inclinó para estamparle en la mejilla un ruidoso beso a su amiga en señal de agradecimiento por la concesión que le hacía. Luego, a saltitos, vino hacia mí y, tomándome por los hombros, me obligó a girarme para, luego, guiarme hacia el escritorio de Evelyn.

“Inclinate, linda” – me susurró al oído al tiempo que me apoyaba una mano entre mis omóplatos para impelerme a obedecer la orden.

Una vez que quedé con mis tetas contra el vidrio del escritorio, apoyé también mi mentón sobre el mismo y, al mirar hacia adelante, me encontré con la vil sonrisa de Evelyn.

“Pensá en cosas lindas” – me dijo, frunciendo los labios.

“Eso –se sumó Rocío, a mis espaldas -. Pensá en la pija de alguien que te guste: no te va a costar mucho, jiji”

Evelyn hurgó dentro del mismo cajón del cual su amiga había extraído el consolador y, luego de rebuscar durante unos segundos, dio con lo que al parecer buscaba: un pote sin etiqueta que le tendió a Rocío, el cual, inferí, contendría vaselina o algún lubricante. Rocío, entretanto, me dejó de un solo manotazo la tanga por las rodillas y luego, sin más trámite, se dedicó a empastarme bien el agujerito que estaba a punto de ser visitado una vez más: fue inevitable que me volvieran las imágenes de la fiesta de despedida y, sobre todo, del momento en que me habían dejado atada, desvalida y con un consolador en el culo mientras ellas se iban de juerga. Mi lucha interna, la batalla entre las Soledades, recrudeció una vez más: porque recordar ese momento me provocaba temblor en las rodillas y me llenaba de espanto, pero, a la vez, estando así, inclinada sobre el escritorio de Evelyn y a punto de ser penetrada analmente con ese demencial objeto por Rocío, sentía que, en algún secreto lugar de mi interior, había extrañado esa sensación e, inconscientemente, tenía ganas de revivirla. Fue por ello que, en el momento en el cual Rocío comenzó a juguetear sobre mi entrada anal con la punta del consolador para luego penetrarme sin piedad, solté un gemido ambivalente que era perfecta muestra de la batalla que en mí libraban el dolor y el placer, la resistencia y la sumisión, la ya mancillada dignidad y el irrefrenable deseo de sentirme humillada. De hecho, la excitación se apoderó de mi cuerpo y pude sentir que me mojaba; en un gesto casi reflejo, doblé y levanté una pierna hacia atrás mientras el objeto, empujado por la rubiecita más detestable del planeta, se abría paso dentro de mí…

CONTINUARÁ

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Relato erótico: “La cazadora VII” (POR XELLA)

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LA CAZADORA VII

Su vida había cambiado. Todo giraba ahora en torno al esas cuatro paredes, casi no salía pero, en verdad, tampoco deseaba salir.

No sabia realmente como había sucedido todo, pero si sabia que había sido gracias a ella. Ahora era libre. No tenía preocupaciones y lo único que tenia que hacer era algo que deseaba enormemente, así que no suponía ningún tipo de esfuerzo.

Desde que abandonó su antigua vida, Alicia era feliz. Su nueva jefa era un encanto y se preocupaba por su bienestar. Le había dado un trabajo y un lugar donde dormir, puesto que ya no volvería jamás a su antiguo hogar.

Compartía residencia con algunas compañeras y con Lissy, su antigua señora “¿asistenta?” que también trabajaba allí, aunque ella lo hacia de camarera. También había una mujer, Eva, que creía conocer de algo, aunque no sabia muy bien de que.

Ups, un cliente. Actúa correctamente, eso es… Abre la boca, inclina la cabeza… Muy bien, recibelo todo, que no se derrame nada… Estupendo. Ahora limpiala, hay que dejarla reluciente…

Al principio le resultaba muy difícil. Demasiada cantidad y demasiado rápido, a parte de su amargo sabor, pero ya había cogido práctica y era capaz de no derramar nada.

Los primeros días los clientes se quejaban de que al usarla, como se le derramaba, acababan salpicados. Tuvo que venir la jefa incluso a reprenderla, pero se esforzó. Vaya que si se esforzó. Pedía ayuda a sus compañeras fuera del horario de trabajo y ellas accedieron encantadas, eran unas grandes amigas…

Todas las noches actuaba como su baño portátil y, aunque era algo distinto hacérselo a una mujer que hacérselo a un hombre, cogio soltura rápidamente. Compartían vivienda con dos chicas más, Rachel y Christie, al parecer eran hermanas y hacían un espectáculo en el escenario. El resto de empleados dormían en sus respectivas casas.

Alicia disfrutaba de los momentos de intimidad con sus compañeras. Nunca lo había hecho antes, pero comenzaron a practicar sexo lesbico entre ellas. Normalmente las hermanas se entretenían solas, y ella lo hacia con Eva y Lissy, la negra solía llevar la voz cantante y ordenaba. Pero había veces que las hermanas se les unían y organizaban auténticas orgias, en las que Eva, ella y una de las dos hermanas (solían turnarse) eran sometidas por las otras dos participantes.

Todos los días transcurrían igual. Desde que comenzaba su jornada de trabajo hasta que acababa estaba arrodillada en los servicios, completamente desnuda, esperando que entrase algún cliente. Entonces ella se situaba con la boca abierta, dispuesta a recibir el orín de los hombres. La mayoría introducían su rabo hasta dentro y después comenzaban a orinar, lo que la facilitaba la tarea de tener que tragar. Otros sólo introducían el glande, o meaban desde la distancia, apuntando. Así era más difícil. Había algunos también que directamente meaban sobre ella, sin siquiera molestarse en apuntar, lo que hacía que todos los días acabase empapada y maloliente. Esa era una de las razones por las que no la usaban para nada más. Es cierto que había algunos hombres que la obligaban a chuparsela hasta correrse en su boca, lo que aceptaba con la misma profesionalidad que los meados, pero su olor y su higiene hacían que prefiriesen usar a las demás empleadas para esos menesteres.

Y en eso Eva era la estrella.

Eva y Lissy eran las camareras del lugar, mientras la negra se ocupaba de la barra, Eva atendía las mesas. Ambas trabajaban desnudas normalmente o, por lo menos, con muy poca ropa, lo que propiciaba que los clientes se fijaran en sus preciosos y esculturales cuerpos. Podían usar a ambas cuando quisieran y ellas tenían que obedecer todas las órdenes pero, al estar Eva más próxima a los clientes, era más frecuentada.

Habitualmente podía vérsela arrodillada bajo una mesa, chupando la polla de algún hombre, o inclinada sobre una mesa, con sus bamboleantes temas oscilando debido a las embestidas que estaba recibiendo. Y eso le encantaba. Era su propina. La encantaba que se la follasen como a una puta (“¿Cómo a una puta? ERA una puta. Todas lo eran. “) delante de todo el mundo. Se sentía vejada y humillada y eso la volvía loca.

A los clientes les encantaba jugar con sus tetas. La jefa, en una hábil decisión viendo su popularidad, había hecho que se las anillada, provocando que fuesen más reclamadas todavía por los clientes.

Les encantaba tirar de los anillos haciendo sufrir a la camarera, aunque a ella le encantaba… Tanto que algunos días se ponía una pequeña cadena que unía un pezon con el otro, para facilitarles la tarea.

A Lissy por el contrario se la follaban menos, pero eso no significaba que no tuviese menos peticiones. Normalmente, la pedían que se subiera a la barra y allí se pusiese a bailar o a masturbarse delante de todo el mundo. Entonces cogia un botellín y comenzaba a introducirselo por alguno de sus agujeros. Los tenia realmente bien entrenados. Algunas veces incluso le pedían beber desde la botella introducida en su coño o en su culo.

Algunos días Diana venía a saludarlas. Entraba en el local, subía al despacho de la jefa y pasaban varias horas allí. Después, siempre se acercaba al baño de caballeros a ver que tal estaba. Parecía satisfecha de ella y eso era bueno, Alicia tenía mucho que agradecer a aquella mujer, había hecho que su vida fuese completa, le había dado un sentido.

Ahora era feliz.

—————-

Diana entró por la puerta del local. Hacía tiempo que no iba, puesto que después de completar su venganza se había tomado un tiempo para reflexionar.

Había pasado el tiempo en su lujoso apartamento, disfrutando de las atenciones y los juegos con Missy y Bobby. Día a día les obligaba a ir un poco más lejos en su comportamiento y ya eran casi totalmente unos perros. Andaban a cuatro patas, comían de un cuenco y se comunicaban a base de ladridos y gruñidos. Excepto cuando tenían que salir a hacer una tarea para su ama, entonces se comportaban de la manera más normal que ésta les permitía.

Mientras estaban en casa, no era extraño verles follar a cuatro patas, como los animales que eran puesto que Diana había modificado su comportamiento para que estuvieran continuamente calientes.

Pero había llegado el momento de hablar con Tamiko.

Nada más entrar vio como sus presas se habían adaptado perfectamente a su nueva vida. Lissy estaba desnuda sirviendo unas cervezas en la barra mientras que Eva estaba siendo sodomizada en el borde del escenario. Se acercó para ver en detalle el hipnotizante vaivén de sus tetas. No se molestó en buscar a Alicia con la mirada pues sabia cual era su puesto de trabajo. Luego tendría tiempo de disfrutar con su destino.

Llamó a la puerta de Tamiko y entró sin esperar respuesta. No estaba sola.

A su lado había un hombre perfectamente trajeado, de mediana edad. Las canas empezaban a aparecer en su negro cabello.

– Buenas tardes. – Saludó al ver entrar a Diana.

– Buenas tardes. – Contestó ésta. Se quedó mirando al hombre, había algo extraño en él, pero no sabía decir qué.

Miró a Tamiko, que la saludó con un movimiento de cabeza, y entonces se dio cuenta: ¡No podía leerle la mente!

Se acercó con precaución y el hombre le tendió la mano.

– Diana, te presento a Marcelo Delgado.

La cazadora le estrechó la mano.

– Tienes mucho que agradecerle, puesto que gracias a su corporación posees la casa que tienes, el coche que tienes y… tu cuerpo, por supuesto.

– ¿Xella Corp? – Preguntó con curiosidad.

– Veo que Tamiko ya te ha contado algo. Efectivamente, pertenezco a la cúpula directiva de Xella Corp. Justamente le estaba comentando que estaba muy interesado en conocerte y, casualmente, has aparecido por aquí.

– Pues aquí me tiene. – Replicó a la defensiva.

– Parece que no te sientes cómoda. ¿Te pone nerviosa no poder leerme la mente?

Diana guardó silencio.

– Comprenderás – Continuó el hombre. – que debido a mi posición tengo que mantener alguna seguridad con respecto a mi libre albedrío. Pero que te sientas incomoda está bien, eso significa que te has adaptado perfectamente a tus nuevas habilidades…

– Estaba contándole a Marcelo lo duro que has trabajado para prepararte. – Añadió la asiática. – Y que tu rendimiento hasta ahora ha sido fabuloso. Ya nos has proporcionado tres presas por tu cuenta, y las tres han venido perfectamente condicionadas.

Diana pensó en como las dos camareras actuaban de una forma tan natural ante su nueva situación y sonrió, henchida de orgullo.

– Te hemos estado observando. – Dijo Marcelo.

La cazadora le miró con aprensión.

– ¿Observando?

– Si. Ten en cuenta que hemos hecho una fuente inversión en ti, teníamos que asegurarnos de que no estábamos tirando el dinero. Pero no te preocupes, todo lo que hemos visto nos ha complacido enormemente, a la vista está que los resultados han sido estupendos.

El hombre hizo una pausa mientras observaba a Diana.

– Lo único que nos ha resultado extraño es – Continuó. – que aún pudiendo romper la mente de alguien en segundos, te has entretenido en ir mellando su pensamiento poco a poco, alargando el proceso. ¿Has tenido complicaciones?

– No se equivoque, – Respondió Diana. – podría hacer que su mujer estuviese ladrando a mis pies en segundos. – El hombre apartó la mano izquierda de la mesa, en la que llevaba una alianza de oro. – Pero no lo encuentro gratificante, y menos en las mujeres que he traído hasta ahora. Disfruto viendo como poco a poco degeneran, viendo como muta su forma de pensar hasta algo que hace unos días habrían aborrecido, haciendo que lo deseen y que, en el fondo, se sientan sucias por ello.

Tamiko y Marcelo se quedaron mirándola, en silencio.

– ¿Lo ves? Te dije que esta era la persona que necesitábamos. – Rompió el silencio la asiática.

– Me gusta tu forma de pensar, Diana. Nuestra corporación no es una fábrica vacía y sin sentimiento, es un lugar en el que los integrantes disfrutamos con lo que hacemos y deseamos seguir haciéndolo. Sigue así y llegaras lejos.

Diana estaba complacida por las palabras del hombre.

– Y ahora, hablemos de trabajo.

Mientras decía eso, sacó un enorme sobre del maletín que portaba, entregándoselo a la mujer.

– ¿Qué es esto? – Preguntó sacando el contenido del sobre. Dentro había gran cantidad de fotos de una mujer madura y algunos folios con datos sobre ella.

– Es un objetivo nuevo. Eres libre de trabajar a tu ritmo y de apresar a quien quieras pero, de vez en cuando, tendrás que hacer algún trabajo para nosotros. Dentro del sobre vienen los detalles de la víctima, algunos hábitos, lugares que frecuenta… Lo necesario para acercarte a ella. El resto queda en tus manos.

Diciendo esto se levantó de la silla.

– Ha sido un placer conocerte, creo que ha sido una gran fortuna haberte elegido a ti. – Tendió su mano a modo de despedida y, sin más, salio de la sala.

– ¿Qué te ha parecido? – Preguntó Tamiko.

– Es… Extraño. Ahora me resulta raro no ver la mente de los demás… Solo me había pasado contigo.

– Hay ciertas maneras de “evitarnos” pero todas ellas requieren gran disciplina y entrenamiento y poca gente lo sabe. La cúpula al completo de Xella Corp es como un muro de hormigón para nosotras, así que no te molestes en intentarlo.

– Y… ¿Esto? – Preguntó, levantando el sobre.

– Justo lo que ha dicho. Un trabajo. No tienes por qué hacerlo ya, tómate tu tiempo, pero tampoco lo dejes pasar… Nos conviene tenerlos contentos, igual que a ellos les conviene tenernos contentas a nosotras. – Diciendo esto le guiñó un ojo. – Podrás pedirles cualquier cosa que necesites y si esta en su mano te lo proporcionarán.

– Esta bien, pero, antes de esto me gustaría hacer otra cosa. Había pensado una manera de expandir nuestro nuevo negocio.

– Soy toda oídos. – Dijo la asiática, interesada.

————

– ¿Qué le ha parecido?

– Perfecta para el puesto.

– ¿Cree que está preparada?

– Por lo que he visto y lo que me ha dicho la señorita Aizawa, es la elección perfecta.

– Entonces… ¿El trabajo está asegurado?

– No se preocupe, dele algo de tiempo y conseguirá que esa zorra claudique enseguida. ¿Cómo va la otra parte del plan? ¿Estará a tiempo?

– ¿Cuando le he decepcionado , señor Delgado?

– Jamás, por eso seguimos colaborando. Espero recibir noticias suyas.

Y diciendo eso, Marcelo colgó el teléfono y lo guardó en su chaqueta, mostrando una amplia sonrisa en sus labios.

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Relato erótico: “EL LEGADO (19): Una tarde de sodomía” (POR JANIS)

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Una tarde de sodomía.

Nota de la autora: Comentarios más extensos u opiniones, dirigidlas a: Janis.estigma@hotmail.es

Pam sube las escaleras del inmueble con rapidez y agilidad. Yo me habría ya matado con unos tacones como los que lleva. Admiro ese apretado culito que mi madre sacó al mundo. ¡Como lo he echado de menos!

He ido a recogerla a la estación de Atocha, donde se ha bajado de un tren que venía de Murcia. Cuando la vi descender, se me removieron las entrañas, os lo juro. Pam viene aún más hermosa de lo que se fue. Su pelo es algo más rizado y, quizás, más corto, pero atrajo la mirada de todos los hombres con los que se cruzó. Viste un traje de chaqueta y falda tubular, de estilo clásico, imitando a los años 50, que le hace una figura despampanante.

La alcé en brazos, girando y riendo. Ella me besó largamente, haciendo que los que nos miraban se murieran de envidia. En cuanto llegamos al coche, me estuvo preguntando por Katrina. Elke le había contado, por teléfono, todo cuanto había ocurrido y estaba excitada por conocerla.

― ¿Está en casa, no?

― Si, Pam.

― ¿Desnuda?

― Siempre está desnuda – contesté, conduciendo.

― ¡Dios, que morbo! – dijo, con una risita. — ¿Obedece en todo?

― Aún está aprendiendo. Tenemos que castigarla a menudo.

― ¿Azotes? – lo dijo con un suspiro.

― Azotes y castigos.

Se mordió una uña, nerviosa y miró por la ventanilla.

― ¿Pam?

― ¿Si?

― ¿Eso te pone nerviosa? ¿Te excita?

Asintió en silencio.

― No habías demostrado nada de eso con Maby…

― No, con Maby no, pero si con Elke. Decidí hacerte caso y me he ido imponiendo sobre ella. Tenías razón, tiene alma de sumisa, y enseguida se ha plegado a mis deseos y órdenes. No me hace falta ser dura con ella, solo un tanto autoritaria. Sabe cual es su sitio y lo acepta con mucho gusto y placer – me explicó.

― ¿Y con Katrina? ¿Qué sientes?

― No lo sé, solo lo estoy imaginando, porque no la conozco. Pero estoy muy excitada y deseosa. Pensar que tenemos una esclava que no conozco de nada, a la que no tengo que rendir cuentas alguna de amistad, de sentimientos… que está a nuestra disposición, desnuda y arrodillada… esperando una sola palabra nuestra, un solo deseo… ¡Joder! Mira como estoy…

Pam tomó mi mano y la llevó bajo su falda. Toqué sus braguitas y estaban muy mojadas. Me reí y ella mi imitó.

― Ya llegamos, hermanita.

Ahora, sube las escaleras con prisas, deseosa de ver y de conocer a nuestra nueva perrita. Ha pasado una semana desde que la instalamos en casa. Ni siquiera abre con sus llaves, sino que llama con los nudillos. Elke abre inmediatamente, pues ha estado esperándola con impaciencia también. Las dos se fusionan en un emotivo abrazo en el mismo descansillo. Pam la besa, la muerde, sumerge las manos en su frondosa cabellera…

― ¡Ya vale, coñonas! ¡Vamos a tener que sacar la cama al pasillo, como sigáis así! – bromea Maby, saltando sobre ellas.

Pam la abraza, manosea su culito, la besa y la comparte con Elke, todo en diez segundos. Como sigan así, no sé si me dejaran meterme en la cama. Puede que tenga que dormir en la azotea…

Finalmente, entran en el piso y me dejan espacio para meter las maletas. Pam se queda quieta, mirando a Katrina, la cual está arrodillada en medio del salón, las manos a la espalda, llevando tan solo unas braguitas de fina lencería casi transparente.

Mi hermana tiene la boca abierta, admirándola. Katrina, a pesar de sus maneras despóticas, de todo cuando me ha hecho, y de su crueldad innata, ha deslumbrado tanto a Maby como a Elke. Su belleza y su elegancia consiguen sobresalir, a pesar de ir casi desnuda y forzada a realizar los trabajos más pesados y humillantes, que tampoco es que sean muchos en un ático como el nuestro.

― ¿A qué es bellísima? – le pregunta Maby.

― Si que lo es – contesta Pam, avanzando hacia ella.

Katrina no tiene la mirada baja. Aún no hemos conseguido hacer que humille la mirada más que algunos segundos y según en que situación. No nos mira directamente, sus ojos están clavados más allá, como si no existiéramos. Aún muestra, en sus nalgas, las marcas de los últimos azotes que se ha ganado. Pamela se acuclilla ante ella y le levanta la barbilla con un dedo, mirándola a los ojos. Pupilas verdes contra celestes.

― Hola, Katrina. Me llamo Pamela y soy hermana de Sergio.

― Bienvenida, Pamela – musita Katrina.

― Ese no es mi título.

― Bienvenida, Ama Pamela – repite Katrina, con un leve fruncimiento de ceño.

― Mejor así. ¿Cuántos años tienes, Katrina?

― Dieciocho, Ama.

― Eres muy bella.

― Gracias, Señora, usted también…

― Muy amable, zorrita – Pam se pone en pie y nos mira. — ¿Decís que duerme a un lado de la cama?

― Si, por si queremos llamarla durante la noche – responde Maby. – Le hemos apañado un colchón de catre y unas buenas mantas. Aún no es muy feliz con eso, pero ya se acostumbrará.

― ¿Y tenemos permiso para adiestrarla?

― Exactamente – me toca a mí responder. – Podemos entrenarla durante el tiempo que haga falta.

― ¿De verdad has sido su esclavo, Sergi?

― Ajá, y es un ama muy dura, te lo digo, aunque inexperta.

― ¿Por qué te dejaste? – se cuelga de mi cuello, mordisqueándome el labio. – Tú eres un Amo…

― Tenía que domar a Ras. Se estaba apoderando de mi alma. La utilicé para aprender a controlarme…

Mi hermana me mira intensamente, intentando buscar un atisbo del Monje en mis ojos.

― ¿Y?

― Estoy bien. Ras y yo hemos hecho un nuevo pacto.

― Bueno, me tranquilizas.

― Venga, cuéntanos todo lo que has hecho en esa gira – la toma Maby del brazo, llevándola al sofá.

Nos sentamos todos, ellas tres en el sofá más grande, yo en uno de los sillones individuales, que sitúo a su lado. Llamo a Katrina con un gesto. Se acerca gateando y se instala a mis pies, sobre el parqué. Mi mano acaricia su cabello dorado mientras que ella recuesta su cabeza sobre la cara interna de unos de mis muslos, escuchando lo que Pam nos cuenta. Es casi una escena idílica, pero falsa. Noto como el cuello y la espalda de Katrina se estremecen, y no precisamente de placer.

Así pasa la tarde, entre anécdotas de unos y otros. Por mi parte, debo contar todo el asunto de Konor y de Anenka, otra vez. Esta vez, Katrina gira la cabeza hacia mí, en un par de ocasiones. Ella no sabe toda la historia y empieza a comprender como se ha visto arrastrada por los planes de esos dos.

Sin embargo, las chicas están dispuestas a ir más allá. Pam, quien lleva abrazando a Elke todo el rato que lleva sentada, ya no resiste más las sutiles caricias que su novia está otorgándole desde hace casi una hora. Dejando a Maby con la palabra en la boca, se inclina sobre Elke y la morrea con pasión. Para excusarse con Maby, desliza una mano entre sus piernas casi desnudas, pues ésta viste un pantaloncito corto de pijama. Maby acepta la caricia con alegría. Yo sonrío. Ha pasado la hora de las palabras. Acaricio la mejilla de nuestra perrita, que se estremece levemente. No quita los ojos de mis chicas. Me inclino un poco sobre ella, lo justo para musitarle:

― ¿A qué mis niñas son guapísimas?

No responde hasta que le presiono un hombro.

― Si, son muy bellas, pero…

― ¿Pero?

― Pero dices que te pertenecen, pero no las tratas como esclavas – me dice muy bajito.

― Porque su entrega es voluntaria. Se han ofrecido a mí, en cuerpo y alma. No necesito castigarlas, todo lo más, reprenderlas cuando se les olvida que me pertenecen. Tú castigabas por placer, perra…

― Un esclavo debe saber, en todo momento, que pertenece a su amo – responde ella, casi con fiereza.

― Así solo obedecerá por temor, pero ya te dije que no conseguirías lo más excelso de la sumisión, la total entrega.

Alza los hombros, como si eso no le importara, y sigue mirando a las chicas, que ya se muestran mucho más animadas entre ellas.

― ¿Quieres unirte a ellas? – le pregunto.

No me contesta. Le tiro del pelo para que me mire.

― Dime, ¿quieres estar con ellas?

Sus ojos me atraviesan como puñales.

― Eres tú el que quiere que vaya con ellas – me dice, con orgullo.

― No, estás equivocada. Solo tengo que ordenártelo, si lo deseara, para que fueras hasta ellas, arrastrándote. Te he preguntado si deseas saborearlas y que usen tu cuerpo en sus juegos. Tu voluntad ya no existe, eres mía…

Bajo mi mano hasta su braguita. Ella intenta cerrar las piernas para que no la toque, para que no descubra lo terriblemente mojada que está. Le pellizco dolorosamente un muslo y palpo su entrepierna a placer.

― Joder, niña, podrías ir hasta ellas solo deslizándote sobre los fluidos que estás soltando – me río levemente. – Venga, acércate a Pam y prueba su coñito. Es de locura. Seguro que no has probado algo tan exquisito…

Le doy un empujoncito a la cabeza y ella se rinde con un suspiro. Avanza a cuatro patas y las chicas detienen sus juegos, contemplándola. Se detiene ante Pam, quien ya tiene la falda remangada. Lentamente, Katrina le baja la cremallera del costado y desliza la falda por sus piernas, hasta quitársela. Después, la descalza con suavidad para, finalmente, bajarle las braguitas. Pam abre sus piernas, indicándole, sin palabras, que lleve la lengua a su sexo. Katrina hunde su lengua en aquel palpitante coño que aún no conoce. Intuyo, sin ninguna base concreta, que la orgullosa Vantia lleva mojada desde que mi hermana entró por la puerta.

― Ummmm… jodeeerr… ¡que lengua! – gime Pamela, pasando sus dedos por los suaves cabellos rubios.

― Siiii – se ríe Maby. – Come el coño de puta madre, amiga mía.

Katrina, sin que nadie se lo indique, levanta sus manos, llevándolas a las entrepiernas de Maby y de Elke, uniéndolas así al placer. Contemplo un rato como se mueven, como Katrina se hace lentamente con el control. Es muy lista, tengo que reconocerlo. Me pongo en pie.

― ¡Que no se corra hasta que las tres estéis satisfechas! – las advierto.

Ni me contestan, perdidas en los mundos de Yupi. Así que me pongo a hacer la cena. Esta noche, me tocará a mí. Tengo que darle la bienvenida como se merece a mi hermana, ¿no?

Llevo aplazando la doma de Katrina toda la semana, esperando el regreso de Pam. Estoy ansioso, pero hoy es sábado, al fin. Me levanto el primero, como siempre, o eso creo. Katrina me mira desde el suelo, ni siquiera finge dormir.

― Buenos días, mi perrita rubia – la saludo con un susurro. – Hoy es el gran día. ¿Te sientes preparada?

No me contesta. Se gira sobre su delgado colchón y me da la espalda. Me río y salgo del dormitorio. Me voy un rato al gimnasio para liberar tensión. Ras no deja de susurrarme barbaridades. Creo que está aún más ansioso que yo. Mientras manejo máquina tras máquina, me sumerjo en cuanto le he impuesto a la hija de mi jefe, desde que la llevé a casa. Las chicas la han humillado, haciéndola fregar el suelo de rodilla. Ha realizado todas las tareas domésticas, aunque tuvieron que enseñarle a todo, antes: fregar platos, lavar ropa, tenderla, plancharla, hacer la cama… Katrina era absolutamente virgen en estos procesos. ¿Qué me esperaba?

Pero siempre hay que estar ordenándole que haga algo. Obedece por impulso, por temor a la caña de bambú que Maby trajo el segundo día de su esclavitud. Nada de fustas, ni cosas que dejan marcas. Un buen bejuco de bambú es ideal, flexible, liviano, barato, y no deja huellas permanentes. Realmente, Katrina teme esa caña. Sus ojos se agrandan cada vez que ve a Maby empuñarlo, y no es que mi morenita la azote todos los días, no, que va. Suele darle un par de cañazos en las nalgas o en los muslos, cuando su carácter se rebela; con eso es suficiente.

El truco que ha adoptado es comunicarle cada orden, sujetando la caña en la mano y tocándola con ella, en cualquier parte de su cuerpo. Katrina reacciona al instante, sin necesitar de dolor. Las veces que Maby no porta la caña, se ha rebelado contra la orden.

Elke, por su parte, no sirve para tomar la caña de bambú. Es incapaz de golpearla. Sin embargo, como ferviente servidora, es capaz de arrastrarla de los pelos por todo el piso, o bien negarle la comida, si no acata lo que yo disponga. Por si misma, no es una buena entrenadora. Pero, ahora, Pam ya ha regresado, y, en ella si confío.

Veréis, no es que mis chicas sean dominadoras, no. Ellas mismas son sumisas a mí, pero, precisamente por ello, son capaces de mostrarse duras y agresivas con Katrina. Les he dejado bien claro que la rubia pija no es ninguna sumisa, ningún otro miembro de nuestra pequeña comunidad. Katrina es mi perra, la puta que tiene que tragar con todo lo malo que se me ocurra, para purgar su culpa. Es una simple esclava, sin más derechos que el de seguir respirando para poder sufrir aún más. Y, al parecer, es un concepto que todas ellas han acogido con verdadero placer.

Incluso Patricia, cuando le conté algo de lo ocurrido, me ha pedido subir alguna tarde, para participar en la doma.

― ¿Es que no tienes suficiente con tu madre? – me reí.

― Una esclava nueva siempre es excitante, ¿no? – me respondió, muy seria.

Ha esclavizado tanto a su madre que apenas reconozco a Dena. La envía desnuda a la compra, con solo una gabardina y unas botas. En casa, la tiene vestida de chacha sexy todo el día, y su amiga Irene pasa, por lo menos, tres tardes a la semana con ellas. Patricia se ha revelado como una pequeña pervertida, en el momento en que ha comprendido la esencia del sexo. Que yo sepa, no deja de gozar doce o quince veces en el día, haciendo que su madre le lama el coñito en cualquier parte del piso, en cualquier momento, y por cualquier motivo.

Por otra parte, Irene bebe los vientos por ella, realmente excitada por su vena masoquista. Con esto, quiero decir que Patricia vive en un mundo que ha sabido edificar, sensual y seguro, y que ya no me necesita.

Eso si, sigue en pie la promesa de desflorarla en su cumpleaños. La verdad es que, a mí, me hace también ilusión…

Me ducho en el gimnasio y vuelvo a casa. Despierto a las chicas y hago el desayuno. Pam y Maby se meten en la ducha, mientras. Las dos llevan aún mi semen reseco en el pelo. Elke lleva a la perrita a hacer sus necesidades. Parecemos una familia feliz, ¿no?

Un poco más tarde, contemplo, mordisqueando una tortita, como Katrina lame las últimas gotas de su café con leche, en el bol de plástico que tiene bajo la mesa. Lo hace cada vez mejor, con las manos a la espalda, inclinando la cabeza y usando solo que su lengua. Elke corta pedacitos de tortita, que le ofrece en la punta de sus dedos. Katrina los toma con delicadeza y los engulle, relamiéndose. Está hambrienta. Ayer no comió en todo el día.

― ¿Para qué debo estar preparada hoy? – pregunta de repente, mirándome.

Maby alza la mano, pero la detengo.

― Hoy… tu culito va a ser mío, Katrina – le digo, con una sonrisa.

Su rostro se demuda, quedando blanco.

― No… no puedes… — balbucea.

― Si puedo.

― No podré… soportarlo… Sergio… por favor, te lo suplico – solloza, tirándose a mis pies, bajo la mesa.

― No te preocupes, te ensalivaremos bien – le dice Maby, dándole unas palmaditas en la cabeza y guiñándome un ojo.

― ¿No ha intentando escaparse? – pregunta Pam, cambiando de tema.

― No tiene donde ir. No puede volver a casa, sin ropa, ni dinero, ni tarjetas… Nadie le ha contestado desde su casa cuando ha llamado, no puede confiar en nadie. Está sola. Solo nos tiene a nosotros y sabe que tiene que pagar – le contesto.

Pam asiente, comprendiendo lo atrapada que está. Una chica acostumbrada a vivir al estilo de Katrina, y dejada sin recursos, es poco más que una impedida en la calle.

― Sergio, necesito bajar al centro. ¿Me llevas? – me pregunta Maby.

― Por supuesto. Yo también tengo que hacer unos recados.

Una vez vestidos y en el interior del Toyota, Maby me confiesa:

― Anoche, cuando estábamos todos en la cama…

― ¿Si?

― Ya sabes, Pam se estaba dando una alegría, cabalgándote, y Elke la ayudaba…

― Si – digo, sonriendo al recordar.

― Bueno, pues yo estaba al otro lado de la cama, sola. Me estaba tocando y saqué los dedos de la otra mano fuera de la cama, buscando a Katrina. La escuchaba respirar fuerte a mi lado, en el suelo. No sé, fue como un impulso. Le metí los dedos en la boca, jugando, y ella me los chupó con ganas.

― ¡Vaya! – exclamo, mirándola.

― Sergio… ¡Se estaba masturbando, escuchándonos!

― No me extraña, Maby – le comento, deteniéndome en un semáforo. – Katrina es muy sensual, una calentorra acostumbrada a tener desahogo constante. Lleva una semana sometida a nosotros, observando como nos amamos, como gozamos… La puteamos y la esclavizamos constantemente. Sus emociones y sus sensaciones están a flor de piel. En el momento en que está fuera de nuestra vista, debe contentarse. Es lo que creo.

― Si, parece lógico, pero… ¿Y si disfruta con lo que le hacemos? ¿No le has prohibido gozar?

― La dominación y la sumisión se compenetran mucho más de lo que creemos posible. Algunas veces, no puedes distinguir de donde empieza una y acaba la otra. Se dice que no existe amo, sino que es una simple extensión de la voluntad del sumiso. Todo está dentro de los mismos límites… ofrecer, tomar… ordenar, contentar…– repito la puntilla de Ras.

― Entonces, ¿crees que cederá a nuestros deseos?

― Katrina acabará entregándose a nuestra voluntad, de una forma o de otra, no lo dudes – afirmo, reemprendiendo la marcha.

Mis chicas se lo toman como si estuvieran participando en el ritual de una misa negra. Según ellas, sienten tanto morbo por lo que tienen que hacer, que dejan caer gotas de lefa en el parqué, sin ni siquiera tocarse. Empiezan a organizarlo todo sobre las seis de la tarde. Visten unos largos camisones, muy livianos y transparentes, que han comprado para la ocasión. Tras ponerle un buen enema – y evacuarlo –, suben a Katrina, de bruces, sobre la gran mesa del comedor. Le atan los tobillos a las macizas patas torneadas, y las rodillas a las otras patas delanteras, con lo cual, Katrina queda abierta, con las piernas flexionadas, pero con los brazos libres, apoyados sobre la madera. Tanto su ano como su vagina están expuestos, muy cerca del borde de la mesa. Un trabajo de primera.

Sentado en uno de los sillones, lo contemplo todo, con ojos ávidos.

― Parece que se va a realizar un sacrificio.

― Si. En cierta manera, va a serlo. Vamos a sacrificar su orgullo…

Sin hacer caso de las protestas de Katrina, que las maldice en, al menos, cuatro idiomas, las chicas repasan el vello de Katrina con una cuchilla, dejándola lisa y suave. Después, untan toda su espalda, nalgas y piernas en aromático aceite. Suavizan su piel, friccionan su carne, la pellizcan y amasan lentamente.

Maby es la primera en coger la caña de bambú. Katrina, mirándola de reojo, se calla y estremece. Teme demasiado la caña.

― Cuenta y no te equivoques, Katrina – le dice.

El primer golpe, con una fuerza controlada, cae sobre su espalda.

― Uno – cuenta Katrina, tras un pequeño quejido.

El siguiente cañazo cae sobre sus riñones.

― Dos.

Nadie le pide que pronuncie una fórmula de respeto, ni que agradezca los golpes. No buscamos eso, solo queremos hacer desaparecer ese orgullo que parece que mamó con la leche materna, que empapa todos sus poros, que respira en su aliento. ¡Hay que domarla!

Maby se ocupa de toda la espalda, desde los omoplatos hasta los riñones, una docena de golpes, medidos y precisos. Mientras, Pam ha colocado sus ojos en la línea de visión de Katrina, arrodillada ante su rostro. Con una mano aferrándole el pelo, consigue que Katrina no aparte sus ojos de ella. Cuando cierra los ojos con cada golpe, Pam la obliga a abrirlos y mirarla. Pam tiene mucho cuidado de no sonreír, ni de gesticular. Solo la mira, de forma serena y plácida.

Al acabar, Maby le pasa la caña a Elke, la cual, tras darle unos minutos de descanso a Katrina, se ocupa de sus nalgas temblorosas. Maby se sitúa al lado de Pam, en la misma posición. La búlgara ya está llorando, pero las contempla, a las dos, a través de sus lágrimas.

― Cuatro – Elke no golpea con fuerza, no es su naturaleza, pero, aún así, los glúteos van enrojeciendo.

Soy el único que puede ver como la mano de Maby se ocupa de la entrepierna de mi hermana, que se abre mansamente ante la caricia.

― Diez…

Ahora, Pam imita a su compañera, devolviendo la caricia, pero ambas intentan no mostrar su placer a Katrina.

― Dieciocho – las nalgas están cárdenas, y Katrina ya no gime, sino que chilla.

Al llegar a veinte, Elke se detiene y camina hasta su novia. Le entrega la caña y ocupa su lugar, al lado de Maby. Automáticamente, la mano de la morena busca su coñito. Pam se ocupa de golpear las piernas de la rubia pija, que se lleva otros doce azotes severos, que la acaban ya de retorcer. Al mismo tiempo que cuenta los golpes, suplica e implora para detenerlos.

― ¡Aaaay! Nueve… por favor… ya basta… ¡Iaaah! Diez… Sergiooo… dile que pareeeen… ¡Aaaaaaah! Once… ¡Haré lo que queráis…! piedad… Pamelaaaa… ¡Aaaaaaaah!

Una vez terminados los azotes, mis chicas rodean a Katrina, que solloza ya sin fuerzas. Acarician sus nalgas heridas y enrojecidas. Elke las abre con sus dedos. Maby y Pam llevan sus dedos a sus propios coños, mojándolos con sus efluvios para juguetear con el esfínter de Katrina. Me río. Las muy cabronas piensan en dilatarla usando la humedad de sus vaginas.

No tienen prisa. Incluso Pam mete sus dedos en la vagina de Elke para utilizar su lefa. Maby añade, de vez en cuando, un hilo de saliva. Katrina ya no se queja. Tiene los ojos cerrados y mueve las caderas lo poco que le dejan las ligaduras. Pero se la escucha gemir por lo bajo, un gemido constante y sensual, que hace vibrar mi pene.

― ¡Le voy a partir ese maravilloso culo!

Maby me mira y sonríe, indicándome que ya está preparada. Ya no dilatará más, simplemente con los dedos. Es hora de meterle rabo a presión. Me levanto del sillón y rodeó la mesa. Me bajo el boxer delante de sus narices. Me mira de reojo. Le acerco el dedo índice a la boca, el cual se traga sin mediar protesta, ensalivándolo a conciencia.

― Escúchame bien, perrita. Voy a respetar tu virgo – leo la pregunta en sus ojos. – Respeto tu criterio. Dices que lo reservas para alguien que disponga del poder y ambición que deseas. Bien, te dejaré que lo reserves.

― Gra…cias…

― Pero te voy a desfondar ese culito, a cambio, ¿lo comprendes?

― Si… pero me rasgaras entera… eso es demasiado… grande… — musita, mirándome la polla.

― Ya lo veremos. Puede que te guste tanto que me pidas que sea yo quien te desflore – me río.

― ¡Eso… nunca! ¡No te daré jamás mi virginidad! – me grita.

Elke me ha traído el taburete del cuarto de baño y me subo a él para disponer de la altura necesaria. De esta forma, el culito de Katrina queda perfectamente a mi alcance. Las chicas se reparten para ayudarme en la tarea. Elke se queda abriendo las nalgas de Katrina, Pam se está ocupando de su clítoris, y Maby de añadir saliva, si hiciera falta.

Puedo escuchar el jadeo de la respiración de Katrina, asustada. Maby me lubrica el glande con su boquita.

― Déjate de tantas tonterías. ¡Vamos a clavársela ya! – Ras se impacienta.

Debo sujetarlo. Por mucho que la odiemos, no puedo dejarme llevar y destrozarla. Pero una cosa es decirlo y otra hacerlo. ¡Que estrecha es, la muy puta! Entre quejidos, consigo meterle el glande. Pam ha tenido que pellizcarle el clítoris unas cuantas veces para que relajara el esfínter. ¡No me dejaba entrar! Eso no es un culo virgen, es el maldito polvorín de Cerro Muriano, ¡coño!

Los gritos comienzan en cuanto empiezo a empujar, aún suave. Maby escupe en el ano, hasta llenarme la polla de saliva, pero, aún así, Katrina aúlla, dolorida. Miro a Pam. Ella encoge un hombro. Está machacándole el clítoris. ¡Es demasiado estrecha!

― ¡No te eches atrás! ¡Atraviésala de una vez!

“¡La reventaré!”

― ¡ES IGUAL! ¡QUIERO JODEEERLAAAA!

No puedo ceder a lo que quiere Ras. Katrina debe seguir viva. Respeto mucho a Víctor. A ver si…

― No tenemos ninguna prisa, niñas, tenemos toda la tarde y toda la noche para hartarnos de esta perra, ¿verdad, Katrina? – le digo, contemplando su rostro sudoroso.

― ¡Me dueleeee, hijo de puta! – exclama, apretando los dientes. — ¡Sácala ya!

― ¿Quieres que acabe?

― Siiiii…

― Entonces relaja el culito todo lo que puedas, para que entre… Por ser la primera vez, solo meteré la mitad de mi polla… vamos, sé valiente… solo la mitad…

Trata de respirar más calmadamente. Noto que intenta relajar sus músculos, su recto. Lo intento muy despacio. Algunos centímetros cuelan, sin dejar de escuchar como se queja. Creo que haría enrojecer un camionero ucraniano.

― ¿Ves? Casi estamos, putita… ahora, te dejaré que te acostumbres a tenerla dentro – le digo.

― Sergei… por favor… es como un parto…

― No te preocupes, es solo por ser la primera vez… después sigue doliendo, pero algo menos… pero cuando te la meta cinco o seis veces al día, te acostumbrarás… te enloquecerá… ya lo verás – le digo con sarcasmo.

― ¡No seas tan blando! ¡Fóllala! Dale duro… vamos… ¡FOLLATELAAAA!

“Un minuto más, espera. ¿Qué prisa hay?”. Me río con el bufido mental que me suelta. Las chicas me miran, esperando a que me mueva. Maby se ha colocado delante del rostro de Katrina, acariciándole la mejilla.

Vamos al asunto. Me muevo despacio, retrayéndome. Katrina gruñe como una bestia. Elke sujeta las nalgas, bien abiertas. “Así, que no haya fricción”. Empujo para meter cuanto he sacado. Pam titila sobre el clítoris con dos dedos. Repito el movimiento. Un nuevo quejido. Maby le acaricia el pelo, tranquilizándola.

― Así, así… dale a esa puta… más fuerte…

“¿Qué haces animándome? ¿No quieres sentir como la traspaso?”

― ¡Por los cojones de Stalin! ¡Claro que quiero!

“Pues únete a mí, monje tonto”, me río, consiguiendo que las chicas me miren, extrañadas.

Me muevo más rápido, profundizando tanto como me deja el recto de Katrina. Sigue quejándose, pero ahora son sonidos más largos, casi suspiros.

― ¿Estás mejor, perrita?

― No… maldito…

― Yo diría que si – sonríe Maby, metiéndole un dedo en la boca, que Katrina lame enseguida.

― Eso pensaba – incremento un poco más el ritmo. Podría estar follándome ese culito un día sin parar.

Pienso que, en cuando lo use a diario, me dará un endemoniado placer. ¡Es mío! ¡Dios, si! ¡Encularla y ver su rostro contraerse a cada embiste! ¡Divino! Aún no sé como he resistido tantas semanas bajo su yugo…

Al pensar en ello, he empujado más fuerte. Katrina grita. Me obligó a concentrarme en la tarea. Con lentitud y buen tino. Así. Katrina se recupera en un par de minutos.

Ya no hay más gritos, solo gemidos, pues sigue chupándole los dedos a Maby. Le soplo a Pam que reduzca sus caricias al clítoris. Quiero que Katrina me sienta plenamente. La búlgara alza sus caderas, casi de forma imperceptible, cada vez que desciendo en ella. Le está gustando a la guarra; tantas protestas y mira tú…

Contemplo a mis chicas. Pam, que ha dejado de acariciar íntimamente a la rubia pija, se acerca a la otra rubia, su novia, para acariciarle las caderas, remangándole el liviano camisón. Elke jadea, tan caliente como un radiador de coche en verano. Casi le muerde la lengua a mi hermana cuando se la ofrece. Maby desliza sus caderas por el borde de la mesa, sin sacar sus dedos de la boca de Katrina, y me ofrece la suya, la cual perforo con mi lengua, solo inclinándome un poco.

El contoneo de caderas de Katrina es ahora más pronunciado. Le están entrando, holgadamente, unos buenos dieciocho centímetros. Le digo a Maby que la vuelva a acariciar, y ésta le saca los dedos de la boca y los lleva a su temblorosa vagina. Sentir de nuevo que le acarician el clítoris, la hace jadear, manchando la madera de babas. Ella misma lleva sus manos a las nalgas, abriéndolas.

― Ahora si te gusta, ¿eh, perrita? – le dice Maby, con toda ironía.

No contesta, pero niega con la cabeza, demasiado orgullosa para confesarlo. Sigue con los ojos cerrados y la boca abierta, jadeando como una asmática. Por su parte, Elke se ha hincado de rodillas y le ha abierto las piernas a mi hermana, que apoya sus firmes nalgas contra el borde de la mesa. Sujeta su camisón enrollado sobre su vientre y le susurra bajito, a su amorcito, toda clase de guarradas. Me entra la risa y sacó mi pene de su estuche de carne. Katrina gruñe, no sé si es por la fricción o por que le he quitado el juguete. Observo su dilatado ano, que boquea y se estremece, enrojecido. Tengo sangre en el pene, pero no demasiada. No parece que le haya hecho demasiado daño.

― ¿Ya? – pregunta bajito, levantando la cabeza y mirando por encima de su hombro.

― No, perrita… solo es un pequeño descanso – le digo, rodeando la mesa hasta colocar mi erguido miembro ante sus ojos. – Límpiamelo bien, putita.

Observo como recompone su rostro en una muestra de asco. No huele precisamente a rosas, pero tampoco es para tanto. Las niñas le pusieron un enema perfumado, ¿no? Froto mi rabo por su rostro, unas cuantas de veces, hasta que abre la boca y saca la lengua. Al poco, se entrega a lamer y chupar cuanta carne puede. Sin duda, su saliva se ha llevado tanto el mal sabor como el olor.

No puede remediarlo. Sé que está colgada de mi pene, me lo ha demostrado antes. Succiona como si fuera la última vez que lo fuera a hacer, con ansias.

― Ahora – le digo muy suave mientras le acaricio sus cabellos. Ella sigue manteniendo mi glande en su boca. – me lo tienes que pedir… pídemelo…

Alza sus ojos y me mira. Casi consigo ver la lucha interna que libra. Le quito la polla de la boca y aparto el pelo que le cae sobre los ojos.

― Pídemelo, Katrina… pídeme lo que deseas en este momento…

― Métemela… en el culo… por favor… — jadea, los ojos encendidos por el deseo.

Esta vez, apoyo mi pecho sobre su espalda, cubriéndola como una manta. Mi miembro entra suavemente, como si lo estuviera esperando, hasta la mitad de su envergadura. Ella gime largamente, en una total aceptación. Se estremece y sigue agitándose, encontrando su propio ritmo.

Siento las manos de Maby acariciándonos desde atrás. Soba mis nalgas y las de Katrina, se entretiene sobre mis testículos y en su vagina, con unos movimientos muy sensuales, muy lentos. Tras unos instantes, cambia sus dedos por su lengua, haciéndome empujar más profundo.

― ¡Me paaaarteeees! – ulula Katrina, abandonándose a un orgasmo jamás conocido.

Sus caderas se descontrolan, agitándose desenfrenadas. Su vientre ondula sobre la madera de la mesa, dejando marcas de sudor. Estira sus manos hasta aferrarse al borde de la mesa y, finalmente, con el último estertor placentero, lame la bruñida caoba.

― Ooooh… que pedazo de putaaaa – no puedo evitar gemir al ver tal escena, corriéndome a mi vez en su interior.

Maby está esperando a que la saque para tener el placer de limpiarla con su lengua. No hay que defraudar nunca a una mujer…

Desnudo, me acerco al frigorífico y bebo de un cartón de zumo de naranja, a morro. Las chicas desatan a Katrina y se la llevan al baño, para asearla y cuidarle los azotes.

Me siento en el sofá, rascándome el lampiño pecho. “¿Qué tal, viejo?”

― ¡Que gozada! ¡Está taaan tierna!

Me tengo que reír a la fuerza. “¿Dispuesto a seguir, Ras?”

― Por supuesto. Ya sabes que esa resistencia tuya procede de mí.

― ¡Santa Rita, Rita, lo que se da, no se quita!

Un quejido llega hasta mí, desde el baño. Los azotes escuecen.

― ¿Qué piensas de ella? ¿Crees que cederá?

― Cederá. No está acostumbrada ni al dolor, ni a la presión. Además, tú mismo la has visto entregarse al placer. Es una hembra y, como tal, no tiene defensa ante nosotros.

― ¿Y sobre su virginidad?

― Bueno, ahí no estoy tan seguro. Depende más de ti que de mí. Es una fuerte convicción que mantiene desde muy pequeña. Creo que es algo que afecta más a los sentimientos que a la lujuria.

― ¿Te refieres a amor?

― Es mi opinión. Habla sobre un hombre que contenga todos los valores que ella considera sagrados, un príncipe azul, en suma. Creo que deberá enamorarse antes de entregarse. Quizás tuviste una de mis premoniciones cuando le dijiste a Katrina que ella podría pedirte que la desfloraras…

― ¿Tú crees?

― ¿Quién sabe? Katrina siempre ha estado muy impresionada contigo. De eso al amor, hay solo un paso.

Ras me deja pensativo. Tanto odiamos a Katrina que no he analizado aún mis propios sentimientos y, en ese mismo instante, descubro que yo estoy tan impresionada con Katrina como ella conmigo. Si, ya sé que es una engreída, una pija vanidosa, de gustos crueles, pero, al mismo tiempo, es la criatura más sublime que he conocido jamás. Ese fue uno de los motivos para entregarme a ella… ¿para qué negarlo?

Maby es la primera en aparecer, totalmente desnuda. Avanza hacia mí con una sonrisa picarona. Se sienta en el mullido brazo del sofá, a mi lado, y me acaricia una mejilla con los dedos.

― ¿Has disfrutado de ella? – me pregunta.

― Si. Eso mismo estaba comentando con Ras.

Me mira fijamente, repasando mi rostro.

― ¿Qué? – le pregunto. Sé que algo tiene en la cabecita.

― No me has hablado apenas de Rasputín. Solo que está en tu interior e intentó controlarte. ¿Hablas con él, tal y como lo haces conmigo?

― Algo así. Pero no tengo que hacerlo en voz alta. Pero si tengo que formar las frases mentalmente, como si hablara en voz alta, para que pueda entenderme.

― Bueno, al menos no parecerás un loco que habla solo.

― Claro – me río.

― Pero… ¿Qué te dice? ¿Te propone guarradas de las que él hacía o qué? – me pregunta, pasando ahora sus dedos por mi pecho, jugando con mis pezones.

― Algo así. Es un ser muy morboso, siempre hambriento de sensaciones que experimenta a través de mi cuerpo. Quiere sentir todo cuanto ve, no solamente mujeres, sino experiencias nuevas. Conducir un coche, subir en un ascensor, saborear un helado, ver una película…

Maby asiente y acerca su boca a mi oreja.

― ¿Está siempre despierto? ¿Ahora mismo? – me pregunta en un susurro, mordisqueándome el pabellón.

― Si.

― ¿Qué te dice? – su lengua repasa mi mejilla.

― Que te meta un dedo en el coñito para ver como estás de mojada.

― Déjale que pruebe, no seas malo… — hace uno de sus pucheritos.

Pasó mi dedo corazón por su rajita, recogiendo su humedad y estimulando su clítoris.

― ¿Ves lo mojada que ya estoy, Ras? Soy una perra total…

― Quiere que te la meta ya… ven pequeña, siéntate en mi regazo, mirándome – le susurro.

― No la tienes dura aún – responde ella al levantar el culo del brazo del sofá.

― No importa. Crecerá al meterla – le respondo con una sonrisa.

La verdad es que está bien morcillota, por lo que la puedo empujar bien, deslizándola entre las húmedas paredes vaginales, haciendo que Maby se muerda los labios y mueva las aletas de su naricita.

― Me pasaría horas empalada así – me susurra ella, antes de atrapar mis labios con los suyos.

No contesto porque, en ese momento, llega Katrina, escoltada por Pamela y Elke; las tres tan desnudas como sílfides. Está seria y enrojecida. ¿Vergüenza al mirarme, por haberse corrido de esa manera? Le pido que se gire para ver las señales de la espalda y los muslos. Ningún azote ha roto la piel, solo tiene verdugones que la pomada ya está curando. Las nalgas y los muslos son los sitios más encendidos de su cuerpo.

― No te quedarán marcas – le digo, mientras Maby empieza a cabalgarme lentamente.

Katrina no contesta, solo mira como las nalgas de mi morenita se alzan, tragando mi pene.

― Pam, cariño, – llamo la atención de mi hermana – siéntate en el filo del sofá, entre mis piernas. Apoya la espalda contra la de Maby… así, muy bien. Ahora, abre las piernas para que Katrina te coma bien ese coñito.

Elke empuja a Katrina de los hombros, para que se arrodille. Cae a cuatro patas por su propia inercia y mete la cabeza entre las piernas de Pam. Maby cierra los ojos y se recuesta sobre la espalda de mi hermana, como si frotarse contra ella fuera el mayor placer del mundo.

¡Que bien se entienden!

Pam aferra, con una mano, el liso cabello de la búlgara, apretando su boca contra su sexo. Elke queda en pie, mirando como el rostro de su novia empieza a expresar el placer que siente. Me mira a mí, con un pequeño mohín.

― Súbete a horcajadas sobre el culito de la perrita, Elke – le digo. – No habrás probado nunca un culito tan apretado… frótate bien contra él…

Lo hace y lo disfruta. Me sonríe. Desliza sus dedos por la recta espalda de Katrina. Estamos todos conectados de alguna forma, piel contra piel. Disfruto contemplándolas a todas, escuchando sus gemidos, detectando sus ardientes miradas. El húmedo sonido de sus salivas, de sus fluidos derramándose, el mismo olor a sexo que embarga el salón, el aumento de la temperatura… todo incrementa mis sensaciones, las de todos, haciendo que me entregue cada vez más a este delirante mundo de sentidos. Dentro de mi cabeza resuenan suaves palabras que me animan, que me llenan de gozo, enunciándome, una a una, todo lo que puedo hacer con toda aquella carne tierna y supurante.

Pam se corre mansamente en la boca de Katrina. Sus estremecimientos activan el goce de Maby, que deja de saltar sobre mi pene, para apretarse contra mi pecho, y morderme el cuello. Elke está como loca, derramando lefa sobre las nalgas de Katrina con una prodigalidad increíble, pero no se ha corrido aún.

― Pam, Maby, ocuparos de Elke… está enloquecida – susurro. – Perrita mía…

Katrina levanta los ojos, mirándome, aún a cuatro patas.

― Ven… ocupa el sitio de Maby…

Se pone en pie y me cabalga, sin dejar de mirarme. Abarco su cintura. Mi pene, bien erguido ya, se roza contra su vientre, ansioso. Elke gime fuertemente, tumbada en el otro sofá, el biplaza. Pam está arrodillada a su lado, con la cabeza metida entre las piernas de su novia, lamiendo con ansias. Maby, arrodillada en el suelo, se ocupa del culito de su compañera, realizando así un sándwich oral de primera.

― Voy a follarte ese culito otra vez, princesa – le digo a Katrina, que aparta la mirada por primera vez.

― ¿Otra vez? – se sorprende.

― Oh, no te preocupes. Pienso encularte unas pocas de veces más hoy, las suficientes para que entre toda mi polla, finalmente.

― No… no cabe, Sergei – musita, casi implorando.

― Si cabe, solo hay que estirar y estirar… ahora, ocúpate tú de introducir mi polla.

Comprende que es todo un detalle por mi parte, dejar que se empale ella misma. De esa forma, puede controlar profundidad, velocidad, y fuerza, verdaderos principios físicos del mecanismo sexual. Lleva una de sus manos, la derecha, a su espalda, mientras se levanta sobre sus rodillas. Mi miembro pasa por su entrepierna, rozando su vagina, notando su humedad, y queda apoyado sobre sus riñones. Su mano lo empuña con firmeza y conduce el glande hasta apoyarlo sobre el esfínter.

Cuando se deja caer son algo de fuerza sobre el glande, su músculo anal se abre, relajado y dilatado por el acto anterior. Observó cada mueca en su perfecto rostro, cada pulsación de dolor que recorre su expresión, cada pequeño espasmo delator de su sufrimiento, pero sigue introduciendo rabo, centímetro a centímetro, sin detenerse.

Finalmente, su boca se entreabre, dejando en paz su pobre labio inferior, cuando ya no puede más. Creo que, en esta ocasión, se ha metido tres cuartas partes de mi aparato. Y, cuando se lo digo, una pequeña expresión de orgullo asoma, apenas durante un segundo, a su cara.

Los chillidos de Elke desvían mi atención. Se está corriendo gloriosamente, mojando groseramente las bocas de sus compañeras. Se agita tanto sobre el sofá, que parece que le están aplicando descargas eléctricas en la planta de los pies. ¡Dios, que manera de correrse!

Katrina también la observa, quizás con algo de envidia.

― Pronto también tú te correrás así – le susurro, pellizcándole un pezón.

― Yo… nunca he sentido algo parecido – contesta, sin apartar sus ojos de Elke, la cual se derrumba del sofá al suelo, la conciencia perdida por el placer.

― Porque nunca te has entregado al placer, perrita. Gozas de tus esclavos, pero no abandonas tu pose de princesa. Edificas barreras y límites, sin ser conciente de ello.

― No.

― Si. Ahora solo eres una esclava – la obligo a moverse. – Una perra que solo sirve para el placer… para mi placer. Si yo gozo, tú también lo harás… es así.

― No – repitió, esta vez con los ojos cerrados, con la espalda muy recta.

Una fuerte palmada en una de sus nalgas, la hace respingar. Me mira, desconcertada.

― ¡La palabra “NO” no existe para ti, puta! ¡No te has ganado aún el derecho a pronunciarla! – exclamo, pegando mi nariz a la suya. Mi saliva le salpica la cara.

Katrina gira la cara y escucha las risitas de Maby y de Pam, que han unido sus coñitos sobre el sofá, dejando a Elke dormida en el suelo.

― ¡Muévete! Quiero que seas tú la que haga correrme. Te tendrás que mover, saltar y brincar sobre mi polla para conseguirlo, y, si no lo consigues, seguirás empalada sobre ella, el tiempo que necesites. Las chicas se ocuparán de darme de comer y de beber, como un puto patricio romano, ¿te enteras? Si tengo que orinar, lo haré en el interior de tus tripas, para que resbale hasta fuera… y piensa en cómo te sentirás ya mismo, con ese gran supositorio metido en tu recto. Ya sabes las ganas de defecar que eso da, ¿verdad? Mejor será que hayas acabado para entonces, perra.

El rostro de Katrina se queda sin color. Creo que nada de todo eso, se la ha pasado antes por la cabeza. Sabe que lo haré, y también sabe que es algo que no podrá soportar, así que se deja de mojigaterías y pone toda su alma en el asunto. La verdad es que cabalga muy bien, la zorra. Tiene años de equitación encima, pero no tiene espuelas, así que no puede arrearme como quisiera.

Le atormentó los pezones y ella se muerde los labios para no gemir, para no darme el placer de escucharla. Tiene los senos tan sensibles que solo con darles suaves toquecitos, estremecen todo su cuerpo.

No puede aguantar más, sin exteriorizar su placer, así que cuando le tiro del pelo, echando su cabecita atrás, mostrando su sinuoso cuello, dejar escapar la madre de todos los gemidos. Me pone los pelos de punta, joder…

Retira una de sus manos, apoyadas en mis rodillas, para deslizarla hasta su sexo, deseosa de acariciarse. Se la quito de un tortazo. Me mira, ceñuda.

― Nada de acariciarte. Tienes que pedirme permiso para correrte.

― ¿Por qué? – jadea.

― Porque le digo yo… recuérdalo… si te corres sin mi consentimiento, haré que te arrepientas.

No me contesta y sigue botando, ensartada en mi miembro. Parece que su culito está aceptando muy bien mis dimensiones, porque, esta vez, no se ha quejado lo más mínimo. No deja de mirarme, desafiante y gozosa, al mismo tiempo. La posición de su cuerpo, algo retrepado hacia atrás, hace saltar sus pechitos con cada embestida. Entonces, de improviso, Katrina gira los ojos, mostrando sus blancos globos y su esfínter se contrae fuertemente.

― ¡Maldita puta! – exclamo y, al mismo tiempo, la alzo a pulso y la tiro al suelo.

Katrina sonríe, tirada en el suelo. Se lleva una mano a la vagina, manoseando su clítoris para aumentar el placer que está sintiendo. Se está corriendo sin avisarme. ¡Me ha desobedecido!

Me levanto del sofá, empalmado y cabreado. Contemplo como Katrina se abandona a los últimos espasmos de su orgasmo, contenta por haberme desafiado. Esa puta no lo ha pensado bien. Ras no deja de susurrarme nuevos suplicios, cada uno de ellos peor que el anterior. Recojo las cuerdas con las que atamos a Katrina a la mesa, y que aún están tiradas en el suelo. Aferro una de las sillas por el respaldar y la arrastro hasta donde se encuentra la perra, la cual parece estar contemplándome con interés y curiosidad.

No es conciente del daño que puede llegar a sentir. Lleva toda la vida cubierta por el poder y aura de su padre, que se cree invulnerable. Incluso, tras pasar una semana de privaciones entre nosotros, su desmedido orgullo la vuelve a convertir en una chica desdeñosa e incapaz de aprender.

Coloco el respaldar de la silla en el suelo, sus dos patas delanteras quedan levantadas. Atrapo a Katrina del pelo, obligándola a tumbarse, boca abajo sobre la silla. Chilla y patalea pero mis manos son cepos de acero que la doblegan fácilmente. Ato sus brazos a las alzadas patas de la silla y sus rodillas y tobillos al respaldar, consiguiendo que el desnudo cuerpo quede en una bella pose, de la que no puede escapar.

― Así estás perfecta, puta – le digo.

Es casi una postura de perrita, solo que sus manos no llegan al suelo, pero su cuerpo queda en cuatro, con una altura perfecta para sodomizarla, tanto de rodillas, detrás de ella, como acuclillado sobre su trasero.

Elke ha despertado y contempla lo que hago. Cuchichea con sus compañeras, que han dejado de amarse, para atender lo que está pasando.

― Encended unas velas – les digo y se levantan, raudas y obedientes.

― ¿Me vas a azotar otra vez? – me pregunta Katrina, con una media sonrisa en sus labios.

― Katrina, hasta el momento, he sido un amo complaciente y poco cruel, por respeto a tu padre sobre todo, pero… has colmado mi paciencia.

― ¡No puedes hacerme nada! ¡Mi padre te arrancará la cabeza en el momento en el que sepa todo lo que me estás haciendo!

― ¿Ah, si?

Las chicas han dispuesto una serie de velas sobre la mesa del comedor. Algunos cabos pequeños y gruesos, que usamos cuando hay apagones, una vela aromática, y dos largos cirios que trajo Pam de Sevilla.

― En cuanto esos cabos goteen, colocádselos a esa perra sorbe la espalda – les digo al pasar, moviéndome hacia el dormitorio, donde se encuentra mi ropa.

Tomo mi móvil y regreso ante Katrina. Busco un archivo y lo pulso. Le colocó el móvil ante sus ojos. El rostro de Víctor Vantia aparece, hablando a la cámara.

― Sergio me ha pedido que grabe esto para ti, hija mía. Esta vez, no pienso pagar por tus caprichos insensatos. Debes aprender que, en esta vida, las consecuencias acaban pagándose. No puedo consentir que te cebes en unas chicas inocentes por unos celos perversos. Maby es amiga mía y no pienso consentirlo. Le he dado a Sergio toda la libertad que necesite para enseñarte modales. Desde hoy, vivirás con él, estarás a su cargo todo el tiempo que estime necesario, hasta que aprendas a comportarte. Lo siento, Katrina, tú te lo has buscado – acabó la filmación.

― No… no puede ser… mi padre no… — balbucea ella, rotas sus esperanzas. No le había mostrado esas palabras de su padre antes, y ella no acababa de creerme nunca. Se acabaron las dudas.

― No te lo había enseñado antes, pues no creí que fuera necesario. Hay que ser una criatura realmente obtusa cuando, después de una semana en la que has llamado más de veinte veces a la mansión y no te han respondido, aún crees que te están echando en falta – ironizo.

Maby se acerca con uno de los cabos. Vierte un poco de cera caliente sobre la espalda de Katrina, que grita y se retuerce. Maby, con pericia, coloca la corta y ancha vela sobre la cera vertida, dejándola pegada. Pam se acerca con otro cabo, y vierten más cera sobre el primero, para asegurarlo. Los gritos de Katrina se elevan. Tiene una piel delicada al calor y aún bastante sensible por los cañazos que antes de ha llevado.

― Le dije a tu padre que quería convertirte en mi esclava, en mi perra, mostrarte todas las penurias que puedes vivir como mi puta… y tu padre aceptó, harto de tus infantiles caprichos, de tu orgullo desmedido, de la fatua altivez que arrastras, como si fuera la cola de un vestido. ¿No lo entiendes? Tu padre está harto de resolver y de ocultar tus excesos.

Katrina estalla en lágrimas. Lleva tiempo conteniéndolas y, ahora, el dique finalmente revienta. Es una riada tremenda, que lo arrasa todo, desde el dolor hasta las emociones. Llora e hipa, desmoralizada, dolida, y asustada, realmente asustada, esta vez.

He roto su esperanza, a lo único que se aferraba, a la figura de su padre. Ya no tiene defensa alguna, ni refugio al que acudir. Depende totalmente de mí y eso la desespera.

Casi no se estremece cuando Maby y Pam le colocan más velas en su espalda, otorgándole un aspecto algo dantesco.

― Así… como un pastelito de cumpleaños – me río en su cara. – Vas a estar de dulce como para chuparse los dedos. Elke, trae el consolador azul, el de veinte centímetros. Se lo vas a meter en el culito… y tú, Maby, vas a controlar la “mosca”. La quiero pegada a su clítoris, con esparadrapo. Pero, ojo las dos, que no se corra. Mantenedla al límite.

― Si, Sergio – responde Elke, marchando al dormitorio.

Por mi parte, tengo que desahogarme. Mi miembro ha bajado la cabeza, perdiendo rigidez, pero tengo una fuerte presión en los testículos. Así que tomo a Pam de la mano y la conduzco al sofá. Ella sonríe, contenta de haber llamado mi atención. Me tumbo y le pido que se ataree con mi pene, para devolverle su firmeza.

Contemplo, divertido, como Elke mete el consolador mediano en el trasero de Katrina, sin lubricarla más de lo que ya estaba. La pija rubia sigue llorando y apenas se queja. Al apartarse Elke, Maby coloca la “mosca” contra el clítoris, usando un par de tiras de esparadrapo para que no se mueva. La “mosca” es un pequeño vibrador ovalado, parecido a un huevo de codorniz. Dispone de un núcleo pesado, envuelto en dos capas de líquido oleoso. Un pequeño cable desde un mando a distancia, envía corriente eléctrica que le hace agitarse con diferentes velocidades, produciendo una vibración muy estimulante. Maby se sienta en el suelo, la espalda contra el sofá, al alcance de mi mano, y enciende el aparatito. Primero suave, un par de rayas en el dial. Elke inicia también suaves movimientos con el consolador anal.

Pam se afana sobre mi pene gloriosamente, demostrando que su técnica puede compararse con la de Katrina perfectamente. Le aparto la boca de mi miembro y la obligó a mirarme.

― Te quiero, Pam – le susurro.

― Yo aún más, mi vida – me responde, reptando sobre mi cuerpo hasta hacer coincidir nuestros sexos. Con un movimiento de riñones, cuela el glande en su cálida vagina.

La dejo tragando lentamente más pene y alargo la mano, acariciando los pechitos de Maby.

― Dale más caña – le pido.

Gira el dial un par de grados más. Puedo ver como las caderas de Katrina se disparan. Esconde el rostro de mis ojos, para que no la vea gozar y gemir.

― Elke, méteselo por completo y conecta el vibrador.

― Si, Sergio.

― Ahora, vente aquí, con nosotros, y deja a esa perra sola.

Elke se levanta y se inclina sobre mí. Me da un húmedo beso y después besa igualmente a Pam. A continuación, se sienta al lado de Maby, de la misma forma que ella, y hunde su boca en el cuello de la morenita. Al mismo tiempo, su mano se pierde bajo las piernas flexionadas de Maby, acariciando intimidades.

― Ahora, te permito correrte las veces que quieras, Katrina. Si es que te quedan fuerzas…

Su primer orgasmo concuerda con el nuestro. Mío y de Pam. Mi hermana está más quemada que la pipa de un indio. Sin moverme del sitio, le quito el control a Maby, la cual está más ocupada en mantener la cabeza de Elke pegada a su entrepierna que de manejar el dial. Bajo totalmente la intensidad, dejando que Katrina se recupere. Aún menea las nalgas, pues el consolador estimula aún su recto, con un zumbido apenas audible.

En un par de minutos, aumento poco a poco la intensidad, observando como el rozamiento de sus caderas y la vibración de sus muslos aumenta a medida que giro el dial, hasta llegar al máximo. Ahí, Katrina se descontrola. Solo lo mantengo veinte segundos, pero son eternos para ella. Gime, babea, se estremece, y exclama algo que parece una súplica. Bajo al mínimo, de golpe. Jadea, aquietándose.

Pamela me quita el control. Quiere hacerlo ella. La dejo, con una sonrisa. Alargo la mano y aparto la boca de Elke del coñito de Maby, atrayéndola hasta mi pene. La noruega se relame. Lleva tiempo sin catarlo. Pamela comienza una cuenta atrás desde diez, en voz alta. Al llegar a uno, gira el control rápidamente, aumentando frenéticamente la vibración. Katrina chilla e inicia la misma danza. Sus nalgas son lo único que puede mover libremente, atada a la silla.

― ¡Dios! ¡Ser…geiiii! ¡Páralo! Por Cristo… ¡PARA ESOOOO! – grita la pija, agitando el culo como una loca.

Otros veinte segundos, más o menos, y Pam baja la intensidad. Es un juguetito de lo más divertido, ¿a qué si? Maby se pone en pie y me dice al oído:

― Quiero que me coma el coño, ¿puedo?

Asiento y ella se sienta, con rapidez, sobre las patas de la silla que están al aire, abriendo sus piernas, aposentando sus nalgas sobre los brazos atados de Katrina.

― Lame bien, guarrilla – le ordena, empuñándola del flequillo.

Katrina, aún jadeando, saca la lengua por inercia, hundiéndola en la vagina de Maby, la cual echa la cabeza hacia atrás y cierra los ojos, extasiada.

― Dale otra vez, hermanita.

Katrina tiene que dejar de succionar, debido al intenso placer. Esta vez es una larga queja lo que surge de sus labios, como un gemido que va subiendo en escala, hasta convertirse en grito, en el mismo momento en que sus caderas enloquecen, soltando una lluvia de lefa y orina. Maby, súper motivada por lo que ve, frota su mojada entrepierna sobre el rostro de la búlgara, corriéndose a su vez e insultándola sin cesar.

― ¡Joder, que… puta… eres! ¡Eres la más zorraaaaa de todas nosotraaa… aaaaaaahhh… JODER… ME CORRO…!

― Quítale el consolador del culo, que Elke me la ha puesto firme de nuevo – le digo a Maby, en cuanto se recupera.

― ¡Eso, eso! ¡Otra vez por el culito! – se ríe, sacándole el aparato.

― Pienso estar así toda la noche. Mañana es domingo y podemos dormir todo el día – digo entre risas, mientras deslizo mi polla en su ano, ya muy abierto.

― Por… favor… — musita Katrina.

― ¿Si, perra?

― Agua…

― Pobrecita, yo se la traigo. Tú no te muevas – me dice Elke.

Tiro del pelo de Katrina, levantándole la cabeza para que me mire.

― ¿Estás cómoda? ¿Estás bien?

― No… me duele…

― ¡Pues te jodes! Te voy a follar sin parar durante horas. Elke te va a dar agua, y después te darán de comer algo, pero yo estaré aquí, sobre ti, dándote por el culo, perra. Una y otra vez.

― No, por favor… Amo…

― Ah, ¿ahora soy tu amo? Que pronto has reflexionado… no, pedazo de puta, no te vas a librar. Cuando tenga que descansar, te colocaré otro consolador, más grande que el que has tenido, para que tu culo no se detenga ni un minuto.

― Me vas… a matar… Amo…

― No, eres una dura perra. Creo que, al final, me pedirás que te desflore, solo para poder cambiar de agujero.

Me río con saña y sigo con el ritmo. Elke ha tenido una buena idea y trae el botellín de agua con una cañita. Pam sigue jugando con el mando de la “mosca”, y Maby, con una súbita inspiración, prepara unos cubatas para todos.

Dios, que velada me espera…

CONTINUARÁ…
Si queréis comentar algo, mi email es: la.janis@hotmail.es

Para ver todos mis relatos: http://www.relatoseroticosinteractivos.com/author/janis/

Relato erótico: “Mi esposa se compró dos mujercitas por error 7” (POR GOLFO)

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CAPÍTULO 12, MI TERCERA Y ÚLTIMA BIRMANA

Tal y como me había mi futuro suegro echó la casa por la ventana pero aun así me resultó curioso la rapidez en la que se desarrollaron las cosas porque no había pasado ni una hora cuando desde el porche de la mansión vi llegar una carreta cargada con flores.
«Joder, se ha dado prisa», murmuré mas solo que la una porque la novia había insistido en que María y sus paisanas estuvieran presentes mientras la preparaban para el enlace.
Y digo enlace porque aunque nominalmente está prohibida la poligamia en ese país, durante la fiesta iba a tener lugar un paripé de boda que según Thant me había asegurado no tendría más que valor simbólico pero que su padre había insistido porque así limpiaba su conciencia por entregar a su hija a un hombre que no la hiciera su esposa legal.
Personalmente me daba igual y con una copa en la mano, decidí dar una vuelta por la mansión que sería mía al día siguiente. Mientras recorría sus pasillos, la historia del lugar me tenía impresionado al comprobar en sus paredes el papel que esa familia había tenido en toda la zona.
«Va a volver a vivir otra época de esplendor», me dije cada vez más involucrado al saber que si todo iba como tenía planeado, los hijos que tuviera con esa monada serían los depositarios de una herencia centenaria.
Estaba admirando un retrato de un miembro de esa familia cuando vi llegar a mi esposa con la cara desencajada. Supe que algo pasaba y por eso no me cogió desprevenido que me dijera muy nerviosa que Thant quería verme antes de la ceremonia.
Asumiendo que era importante, dejé que me condujera por el edificio hasta una zona privada, cuyas rejas de hierro forjado me hicieron suponer que era el área donde antaño vivían las integrantes del harén del señor de la casa. De haber tenido tiempo con gusto me hubiese entretenido en observar los mosaicos con los que estaba decorada pero urgido por mi esposa entré en la habitación donde me esperaba mi “novia”.
Tal y como me habían anticipado, Thant estaba hecha un mar de lágrimas y por más que mis dos concubinas intentaban consolarla nada parecía tener efecto.
-¿Qué te pasa?- pregunté en inglés.
Al escuchar mi voz, esa preciosa birmana se tiró a mis pies y gimoteó desconsolada:
-Júreme que pase lo que pase mantendrá su promesa que los hijos que le dé serán los dueños de estas tierras y esta casa.
Pasando mi mano por su negro pelo, respondí que nunca faltaba a mi palabra y por lo tanto si me llegaba a dar descendencia, ellos serían los herederos de esa parte de mis bienes.
Todavía muy nerviosa, se limpió las lágrimas con la mano y levantando su mirada me pidió que la hiciese mi mujer en ese momento sin esperar al enlace. Como se puede comprender, esa premura me mosqueó y levantándola del suelo, la llevé a un sofá y le pedí que me explicara qué narices le ocurría para pedirme adelantar unas horas su entrega.
Consternada me rogó que no me enfadara con mis esposas pero por una indiscreción suya se había enterado del verdadero motivo por el que quería comprar a su padre esa hacienda. Conteniendo el aliento, repliqué que no sabía de qué hablaba pero entonces la oriental susurró llena de dolor:
-Estaba enseñando a María el vestido que me iba a poner cuando le ofrecí un té y ella sin darse cuenta, dijo que prefería el tieguanyin al earl gray. Al contestar que no teníamos esa variedad, Aung me rectificó y comentó que ese era el nombre que su amo daba al que producíamos.
-Entiendo- contesté dando por perdido el negocio y sin demostrar el cabreo que tenía, la pregunté qué era lo que iba a hacer.
Entonces para mi sorpresa, Thant respondió:
-Mi padre no es capaz de mantener la herencia de mis antepasados. Cuando murió mi abuelo, eran más de tres mil hectáreas las que heredó y las fue malvendiendo para pagar sus vicios. Mi deber como hija es informárselo pero no quiero porque aun así él terminará vendiendo esta hacienda a un extraño.
-Me he perdido- reconocí.
Llena de angustia, me miró insistiendo:
-Como ya le expliqué mi deber como hija es decírselo pero si antes que le vea, usted me hace suya, mi obligación sería para usted y podría callar por el bien de los hijos que le dé. Si quiero mantener estas tierras en la familia… ¡necesito que me tome ahora!
Entendí su petición como una llamada de auxilio y posando brevemente mis labios en los suyos, contesté:
-Te juro que nunca pondré en peligro esta casa y las tierras que la circundan y te prometo que haré todo lo posible para incrementarlas y así el día en que yo falte, los hijos que me des hereden más tierras de las que tu padre me venda.
Con una dulce pero amarga sonrisa se levantó del diván y mientras dejaba caer su vestido, dijo con tono seguro:
-Aunque ha pagado por mí, le informó que me entrego voluntariamente a usted y me comprometo a amarle como su más fiel pareja todos los años que me queden de vida.
La belleza de esa mujer quedó más que patente al verla desnuda y mientras recreaba mi mirada en sus curvas, respondí usando su mismo tono grandilocuente:
-Aunque he pagado por ti es mi intención ser tu marido y no tu dueño por lo que después de comprar a tu padre la hacienda, serás libre. Podrás irte pero si te quedas con nosotros y entras a formar parte de mi familia, juro hacerte feliz y cumplir todas mis promesas.
Thant no se esperaba que le diese la libertad de decidir y saltando sobre mí, me empezó a besar mientras me decía:
-Estaría loca si le perdiera, soy suya y lo seguiré siendo con más razón una vez me libere.
La alegría con la que buscaba mis caricias me convenció y cogiéndola entre mis brazos, la llevé hasta la cama. No había terminado de depositarla sobre las sábanas cuando María acercándose hasta ella, comentó:
-La voluntad de Alberto es mi deseo y por ello me comprometo en recibirte como mi igual y los hijos que engendres en tu vientre los consideraré como nacidos de mí sin hacer ninguna diferencia.
Completamente conmovida la birmana contestó:
-Señora, nunca me atrevería a ser su igual y desde ahora juro obedecerla y amarla… y espero que me dé la posibilidad de demostrárselo.
Mayi que hasta entonces había permanecido en silencio, se aproximó y comenzó a acariciarla mientras le decía:
-Amo y Maria buenos con nosotras, nosotras buenas contigo- para acto seguido cerrar su compromiso con un beso sobre una de sus areolas.
Imitando a su compañera, Aung acercó su boca al otro pezón y sacando la lengua, se puso a lamerlo diciendo:
-Nosotras y María darte placer para que amo te haga suya.
Observando a esas tres bellezas me percaté que siendo de la misma raza, Thant era mucho más alta.
«Se nota que por generaciones a su familia no le faltó jamás la comida», pensé al compararlas y ver que sus dos paisanas a su lado parecían liliputienses.
Ajenas a mi examen, se notaba que mis concubinas eran las primeras interesadas en que esa recién llegada disfrutara en su estreno al ver el modo tan cariñoso y sensual con el que se estaban ocupando de ella.
Cualquier duda de cómo se tomaría ese cálido recibimiento desapareció de mi mente al escuchar que la birmana decía a mi señora con tono pícaro al tiempo que separaba sus rodillas:
-Mi señora debe comprobar que llego virgen y que no he conocido ni conoceré más hombre que nuestro dueño.
María comprendió que la oriental se le estaba ofreciendo para demostrar su disposición a integrarse plenamente en nuestra peculiar familia y riendo comentó:
-Me parece que a esta putilla le gustaría que me ayudaras.
Aceptando que era así, me acerqué a la cama. Thant al verme llegar me miró a los ojos y sonriendo confirmó las palabras de mi mujer al decir con su mirada cargada de deseo:
-Soy suya.
Aún admitiendo que gran parte de la motivación de esa muchacha tenía que ver con la fidelidad a sus orígenes, pude descubrir que su mirada estaba cargada de deseo y eso me hizo saber que también se sentía atraída por mí.
-Eres preciosa- respondí al tiempo que me quitaba la camisa.
Ratificando que no le era indiferente, Thant no perdió detalle y aunque en ese momento sus pechos estuvieran siendo mimados por sus paisanas, con un revelador acto reflejo, se mordió los labios al comprobar que me quitaba los pantalones.
-Mi dueño y señor- susurró y más afectada de lo que había supuesto con mi striptease, me rogó levantando sus brazos hacia mí que me tumbara junto a ella.
Obviando su petición, comenté en ingles a María lo bella que era nuestra última adquisición, incrementando con ello la calentura de la birmana, la cual con la respiración entrecortada se retorcía sobre las sabanas dando muestras de una creciente excitación.
-Me encantan sus piernas- comentó mi señora mientras la acariciaba con la mano.
Llevando mis dedos a una de sus mejillas, recorrí su cara con mis yemas mientras con sus negros ojos la muchacha imploraba que no la hiciéramos sufrir.
-No están mal pero ¿qué me dices de sus pechos?- pregunté deslizando mi mano por su cuello al comprobar que María se había apoderado de uno de ellos.
-Inmejorables- replicó mientras con los dientes se ponía a mordisquear su pezón.
Aung que se había visto apartada por mi señora, aprovechó para desnudarse y al volver le ofreció como ofrenda sus propios senos. Thant me miró pidiendo mi aprobación. Al comprobar mi sonrisa, abrió sus labios y ser apoderó de la tetita de la morena.
El gemido de placer con el que mi concubina respondió a esa caricia, exacerbó a la noble y ya sin ningún recato se puso a mamar como si fuera algo que llevara deseando desde niña.
-Esta niña va a resultar tan puta como sus paisanas- murmuró María señalando la humedad que amenazaba con desbordarse en el sexo de la birmana.
Reconozco que se me hizo la boca agua al fijarme que siguiendo la moda occidental esa muchacha llevaba el coño totalmente depilado.
-Debe de estar riquísimo- repliqué mientras me acomodaba entre sus piernas.
Mi esposa al comprobar que sacando la lengua y partiendo de su tobillo me ponía a recorrer una de sus pantorrillas, me imitó y junto a mí comenzó a besar la otra.
No llevábamos ni medio minuto lentamente subiendo por ellas cuando escuchamos el berrido de placer con el que Thant nos confirmaba lo mucho que le estaba gustando ese tratamiento.
-Esta guarrilla no tardará en correrse- susurró María en mi oído- debemos darnos prisa si no queremos llegar tarde.
-La primera vez es importante- objeté y para dejar claro que quería tanto a ella como a las otras dos birmanas, las informé que no pensaba hacer uso de Thant hasta que esa cría se hubiese corrido.
Mayi fue la primera en reaccionar y acercando su boca a la de mi “novia”, recorrió los labios de la muchacha con su lengua mientras hablaba tiernamente en su idioma. Por el tono sensual que imprimió a su voz y el posterior gemido de nuestra víctima supe que le había traducido mis palabras pero como quería que lo supiera por mí, usando el inglés comenté:
-Mi prioridad es que disfrutes.
Temiendo no poder responder antes de verse sumergida en el placer, Thant gritó:
-Sé que a vuestro lado seré inmensamente feliz e intentaré compartirlo con el resto de vuestras esposas.
Su declaración de intenciones azuzó a María a actuar y con suaves mordiscos fue subiendo por un muslo mientras yo hacía lo propio por el otro.
Jadeando respondió al incremento de nuestras caricias y sin poderse contener comenzó a mover sus caderas al sentir que tantas sensaciones estaban llevándola al límite. Mayi, que hasta entonces se habían mantenido expectante, se desvistió y pegando su dorso desnudo al de la noble, la hizo ver que también ella sería su mujer. Thant al experimentar el roce de los pezones de su paisana contra su pecho, no pudo más y maullando como si fuera un gatito, se corrió.
Ese dulce y casi inaudible orgasmo provocó una inmensa calentura en mi señora, la cual intentó hacerse con el coño de la mujer pero advirtiéndolo se lo impedí diciendo:
-Quiero ser el primero en probarlo.
Poniendo un puchero, me obedeció pero antes se permitió el lujo de soplar en él y ese singular regalo fue suficiente para que el clímax de la guapísima birmana alcanzara un nuevo límite.
-No quiero que nada me impida ser suya- aulló totalmente descompuesta Thant mientras todas sus neuronas amenazaban con colapsar- ¡Hágame su mujer!
Convencido que estaba lista, separé los labios de su sexo y sacando la lengua me puse a recorrer sus bordes, sin llegar a tomar posesión de él. Al sentir esa húmeda caricia se estremeció y sin poder casi respirar, me rogó que la tomara.
-Fóllatela, no la hagas sufrir más- dijo mi esposa al ver como la muchacha tiritaba.
-Todavía no- contesté y acercando mi lengua a su sexo, empecé jugar con el erecto botón que sobresalía entre sus pliegues.
El brutal gemido que salió de su garganta fue la antesala a su total entrega y mientras metía mi lengua en su interior, su sexo se convirtió en un ardiente volcán que entró en erupción de manera súbita empapando mi cara y salpicando la de mi esposa.
-¡Menuda forma de correrse!- muerta de risa, María exclamó y presa de su propia lujuria buscó probar ese manjar con su boca.
Thant casi pierde el conocimiento al sentir que eran dos lenguas las que la estaban follando. Su inexperiencia en ese tema la hizo dudar si ya la había tomado y abriendo los ojos, buscó con la mirada si ya la había poseído. Al ver que no era así, dijo casi llorando:
-No resisto más. Por favor, hazme mujer.
Viendo que ya era hora y que de nada servía postergar el tomar posesión de mi propiedad, puse la cabeza de mi glande entre los labios de su sexo. La birmana se derritió completamente al sentir mi miembro en su entrada y moviendo sus caderas, trató de forzar mi penetración.
-Tranquila-, dije mientras introducía un par de centímetros la cabeza en su interior.
Increíblemente sentí como si sus labios inferiores estuvieran besando mi pene justo en el instante que esa muchacha a voz en grito me preguntaba si algún día podría amarla.
-Ya te amo. No lo dudes nunca- contesté.
Mis palabras fueron el detonante de su locura y presionando con su cadera forzó que su cuerpo fuera absorbiendo mi extensión hasta que mi capullo se encontró con una barrera. Entonces y solo entonces, me dirigió una sonrisa y de un solo golpe consiguió romper su himen y ensartarse hasta el fondo todo mi sexo.
El grito de la muchacha al sentir como se desgarraba su interior me puso en sobre aviso y mientras sus dos paisanas intentaban consolarla con tiernos besos, esperé a que se acostumbrara a esa invasión. Durante unos instantes Thant se quedó paralizada por el dolor pero rápidamente se rehizo y moviendo sus caderas empezó un delicado vaivén que me volvió loco.
-Eres increíble- susurré al experimentar la estrechez de su gruta.
A pesar de estar acompañados y que en ese instante, María siguiera lamiendo el clítoris de la oriental, el tiempo se detuvo para mí y solo existíamos ella y yo mientras de forma inconsciente relajaba y presionaba los músculos de su vagina al ritmo de mis penetraciones.
-¡Por fin tengo dueño!- chilló al notar que un nuevo orgasmo se acumulaba en su interior.
-Córrete en su interior, mi amor. ¡Esta putita lo está deseando!- me espoleó María mientras Thant aceleraba sus caderas.
Tumbandome sobre ella, busqué nuestro mutuo placer pero entonces esa muchacha absorta en su papel de presa me mordió en el cuello mientras me pedía que me vaciara dentro de ella. Que de alguna forma me marcara como suyo, me gustó y llevando al límite el ritmo con el que machacaba su interior desencadené su orgasmo. Orgasmo que al contrario de los anteriores fue ruidosamente brutal hasta el punto que temiendo que nos oyeran desde fuera, Aung cerró su boca con las manos.
Los estertores de su cuerpo y sus gritos al correrse desató mi propio gozo y descargando mi simiente en su fértil receptáculo, me corrí mientras en mi cerebro oleadas de placer se sucedían sin pausa. Todavía desconozco como pudo hacerlo pero sentí como su interior abrazaba mi pene prolongando con ello mi éxtasis. Tras lo cual exhausto caí sobre ella.
Ella metiendo su mano entre sus piernas, sacó sus dedos ensangrentados y llevándolos a mi boca, me dijo:
-Has sido el primero y serás el último hombre de mi vida. Soy tu fiel esclava hasta el final de mis días.
El sabor de la sangre con la que me demostró su virginidad perdida, me hizo reaccionar y abrazándola, contesté:
-Como tal te acepto y juro en presencia de mis otras esposas, que dedicaré todos mis esfuerzos en haceros felices a todas.
Rompiendo el hielo, María soltó una carcajada y forzando la boca de mi nueva esposa con su lengua, la besó durante unos segundos hasta que separándose de ella, dijo:
-Como hermana mayor, yo también me comprometo a hacerte dichosa.
Los ojos de Thant se poblaron de lágrimas al escucharla y mirando a sus paisanas, les algo en su idioma que las hizo reir. Lleno de curiosidad, le pedí que me dijera que les había dicho.
La hija del noble venido a menos contestó:
-Daba las gracias a mis dos “hermanas” por explicarme que solo podían hablar maravillas de usted y de María en la cama y que llegado el caso, no tuviera miedo porque sabrían sacar de mí a la mujer ardiente que llevaba años ocultando.
Con la mosca detrás de la oreja, pregunté:
-¿Solo le has dicho eso?
Muerta de vergüenza, bajó su mirada y replicó:
-También les preguntaba cuanto tardaría usted en usar mi trasero.
-¿Te apetece que lo haga?
Sin saber dónde meterse, replicó:
-Hay un cuadro en el cuarto de mi padre donde uno de mis antepasados sodomiza a una concubina y desde niña he deseado que mi esposo me tome así.
Riendo a carcajada limpia, María contestó:
-Tu culito no tardará en ser poseído por tu dueño y por mí…

FIN

Relato erótico: “Destructo: Dime esas palabras que matan” (POR VIERI32)

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I

El cielo de los Campos Elíseos amaneció repleto de oscuros nubarrones y parecía que en cualquier momento caería una lluvia torrencial. Si bien el clima no favorecía las actividades al aire libre, aquello no era excusa para detener a ningún ángel de la legión. Fuera el Serafín Durandal guiando a sus estudiantes hacia el bosque para entrenar esgrima, o el enorme Rigel esperando a sus alumnos en Paraisópolis antes de partir a las lejanas islas, hasta los ángeles del coro que recolectaban frutas en los extensos jardines que rodeaban el Templo sagrado del Trono, ni un ángel tenía descanso, ni mucho menos los pupilos de la Serafín Irisiel que, como todos los días, caminaban el sendero de tierra que lindaba al gran bosque, rumbo a los campos de tiro.

—¡Escuchad! —de espaldas al grupo que guiaba, la Serafín levantó su arco de caza para detener a todos sus estudiantes—. ¡Le recuerdo a cualquier ángel que sea nuevo en mi grupo, que acostumbramos a hacer un bautismo de bienvenida!

—¿Pero de qué está hablando, Irisiel? —preguntó uno.

—Oiga, Irisiel, hace eones que nadie nuevo viene —agregó otro, más al fondo de la larga fila.

—¿Bautismo? —preguntó una muchacha oculta entre el montón de ángeles.

—¡Venga! —casi como si danzara, la hábil arquera se giró grácilmente hacia sus pupilos y señaló hacia donde se encontraba la principiante del grupo—. ¡Recoge alguna manzana, la vas a llevar sobre la cabeza durante todo el entrenamiento, preciosa! Uf, luego pasarás el resto del día besándome los pies y alabándome por mis dotes de caza. Solo de pensar en tener a una esclava a mi merced hace que me tiemble todo el cuerpo, ¡sí!

—Ya está, se ha vuelto loca —murmuró uno.

—¡Por favor, eso te lo acabas de inventar, Irisiel! —protestó la joven novata. Todos se abrieron paso y suspiraron al ver que la muchacha, de larga y lisa cabellera rojiza, adornada con una fina trenza cuyos ramales nacían de sus sienes, de cuerpo estilizado y atlético, no era sino Perla, que tras varios años desde su llegada, se veía tan joven como los demás ángeles de la legión.

—¡Por todos los dioses, es la Querubín! —exclamó uno—. ¡De rodillas, todos!

—¡No, nada de “Querubín”! —chilló ella, viendo cómo todos a su alrededor le rendían respeto. Lejos de aquella niña que abusaba de su condición, ahora su cuerpo había crecido en detrimento de su actitud altanera—. ¡Levántense todos!

—¡Qué bonita, toda colorada! —Irisiel reveló los colmillos de su amplia sonrisa. Pese al desarrollo que acusó la joven, la Serafín nunca dejó de verla como una enviada por los dioses y dueña de esperanzas para la legión—. Si mal no recuerdo, tú ya tienes un maestro. Seguro que te espera en el Río Aqueronte.

—¡Irisiel! —la joven Perla se abrió pasos entre los ángeles arrodillados, plegando sus alas para no golpearlos—. ¡Un consejo, es todo lo que te pido!

—¿Consejo? A ver, a ver, ven conmigo un rato —al llegar junto a ella, la Serafín rodeó con un brazo el cuello de la muchacha, acercándose a su oído para susurrarle—. ¿Es que acaso ese hombre te trata mal? Están asomando redondeces en tu cuerpo. Ese ángel mongol fue humano y de seguro quiere aprovecharse.

—¿Tú crees eso? —preguntó Perla, dando un respingo de sorpresa. ¿Cómo era posible que un ángel, un Serafín además, pudiera llegar a tal conclusión perversa? Salvo Curasán y Celes, nadie más en la legión había demostrado conocimiento o interés en esas índoles.

—Tú dilo y yo disparo.

—Bueno, realmente no sucede algo así, Irisiel. Es… es esa maldita espada.

—¿Aún no la has reclamado?

—Si lo hubiera hecho ya la tendría enfundada en mi espalda y no estaría aquí rogándote un consejo.

—Somos arqueros, Querubín, no nos gustan los combates a corta distancia, así que piensas mal si crees que colándote en mis clases sacarás algo útil que te ayude a reclamarla.

—Supongo que sí —suspiró, agachándose para apartarse de la Serafín—. Siento los inconvenientes que causé… Quiero decir, ¡lo siento, chicos! —gritó, mirando al centenar de ángeles arrodillados. Cuánto detestaba aquello, que la vieran como la portadora de una respuesta que ella sabía perfectamente que no tenía. Deseaba poder responderles las cuestiones sobre quién la había enviado, o si había un mensaje que debía entregar o simplemente si esos dioses de los que tanto le hablaban seguían vivos, pero lo cierto es que no sabía absolutamente nada y en ocasiones se martirizaba por ello.

—¡Escúchame, primor! —Con un cabeceo dirigido a sus estudiantes, Irisiel retomó su sendero para que la siguieran, mientras Perla, ya apartada del camino, la observaba curiosa—. ¡Para nosotros los arqueros, la distancia es crucial! Aléjalo del sable, flanquéalo con una distracción adecuada. Mantén la distancia para que no te tumbe al suelo y ensucie esa linda carita tuya, y corre a por tu espada como si no hubiera mañana. Es lo que yo haría si en vez de un sable fuera mi arco el que estuviera allí en la cala.

—Gracias, Irisiel.

—¡Buena suerte con tu sable, Querubín! —gritó uno de los pupilos.

—Perla —achinó los ojos—. ¡Me llamo Perla!

No muy lejos de allí, se erigía un monumento, un gigantesco ángel de mármol que extendía sus alas en toda su plenitud, sosteniendo una espada de hoja zigzagueante que apuntaba al cielo. Erigida en honor a los ángeles muertos en la última rebelión, se encontraban grabados centenares de nombres de los caídos, tallados tal tatuajes sobre la piel pétrea de la figura.

Las cenizas de la última rebelión celestial ya se enfriaron, aquella que se cobró la vida de los tres arcángeles, anteriores guardianes de los Campos Elíseos y del reino humano, llevándose además consigo a una legión de seiscientos mil ángeles. Pero los susurros aún se oyen para los que no olvidan a los amigos idos; cuentan la triste historia de la rebelión, de los deseos que se niegan a abocarse al olvido, de las promesas sin cumplir, de los lazos que quedaron rotos, y narran con pesar el pecado que cometieron los dioses.

El Serafín Durandal extendió su brazo y acarició la base de la figura, allí donde él talló un nombre especial.

“Bellatrix”, pensó, con un pesar llenándole el pecho de manera asfixiante. “He venido para decirte que tu sueño está por cumplirse”.

Se arrodilló frente al monumento, clavando su radiante espada cruciforme en la tierra, sintiendo sobre sus alas la llovizna que empezaba a caer, recordando épocas lejanas, cerca del inicio de los tiempos. Aquellos días, cuando la sangrienta guerra santa contra Lucifer había concluido. Por decisión de los dioses, los más altos rangos de la angelología: el Trono, los Dominios, los Principados, las Virtudes y los Serafines con su ejército de ángeles, ascenderían a otro plano, atemporal e informe, para desaparecer hasta que su presencia fuera requerida de nuevo, dejando como herederos de los Campos Elíseos a los tres Arcángeles y su legión.

—Durandal —dijo la rubia Bellatrix, una miembro de la legión del arcángel Gabriel, quien, sentada a orillas de un lago en las afueras de Paraisópolis, se acicalaba las alas—. Pensaba que ya te habías marchado.

—El Trono y los demás ya han desparecido —respondió aterrizando suavemente a su lado—. Yo aún tengo algo que hacer, así que le pedí a los dioses que me concedieran un poco de tiempo.

—¿Algo que hacer? ¿Como qué? —preguntó ella, remojándose los labios y empuñando sus manos sobre su regazo.

—Mi espada, necesito que Metatrón la repare, en cualquier momento se resquebrajará —miró a los alrededores del lago—. Pero no lo encuentro, no está en la fragua, ¿no lo habrás visto?

—¿Por qué habría de saber dónde está él? —Bellatrix se cruzó de brazos, mirando para otro lado—. ¡Hmm! Espadas las hay a montones, no sé por qué tienes la manía de blandir siempre la misma. Ya ves lo que pasa por usarla una y otra vez.

—¡Me gusta esta espada! —carcajeó, desenvainándola para clavarla en la arena. La hoja, efectivamente, tenía pequeñas grietas por doquier, y para colmo había perdido un gavilán—. ¿No sabes lo que significa para mí? Fue con la que te protegí de aquellos ángeles insurrectos, quiero que esté reparada antes de marcharme.

—¡Como si me importara esa tonta espada!

¿Pero cómo iba a olvidar ella la primera vez que lo vio, en plena guerra celestial? En medio de la espesura del bosque de los Campos Elíseos, Durandal descendió de los cielos elegantemente, casi como presumiendo de sus seis alas, desenvainando su espada y deshaciéndose hábilmente de tres ángeles de Lucifer que la tenían arrinconada. Bellatrix, contra un árbol y con su arco en sus trémulas manos, observó boquiabierta al Serafín, pues nunca lo había visto tan de cerca. Sabía que, como los arcángeles estaban en desventaja en la guerra contra los insurrectos, los dioses crearon nuevos ángeles para ayudarlos. Tronos, Principados, Dominios, Virtudes, Serafines. Durandal era uno de ellos, y vaya espécimen, pensó, pues tenía un aura especial que hizo que sus alas se descontrolaran en el momento en que se giró hacia ella.

—Yo recuerdo el día que te vi por primera vez —Durandal entró al lago, moviendo a su paso algunas flores de loto—. Cuando cayeron los tres rebeldes, quise limpiar la hoja de mi espada, pero noté que reflejaba a alguien más detrás de mí. Pensé que era otro insurrecto… así que me giré…

Tal y como confesó, el Serafín pensaba que Bellatrix era un enemigo más, pero los cimentos de sus dogmas temblaron cuando observó en realidad a la hembra más bella que había visto. De larga cabellera rubia, de mirada asustadiza, la arquera se veía incapaz de cerrar esa boquita de labios finos pues parecía aterrada; aleteaba torpemente y trataba de que su arco de caza no se le cayera de sus temblorosas manos. Si ella fuera un enemigo, ¿cómo haría Durandal para luchar contra alguien así?

—¡Estaba nerviosa, no te burles de mí! Es por eso que mis alas se descontrolaron cuando me viste por primera vez —suspiró, abrazando sus rodillas—. No todos los días se ve cómo los iguales se matan entre sí. Además, vaya aspecto tenías. Nunca había visto una túnica tan carcomida y tantos cortes por el cuerpo.

—¿Y tú crees que yo no estaba nervioso, Bellatrix? —salpicó el agua del lago hacia ella.

En aquel bosque, el Serafín se acercó a ella, mientras que en su cabeza desfilaban varias preguntas sin siquiera darse tiempo a responderlas. “¿Debería preguntarle su nombre? ¿O tal vez cómo se encuentra? ¿O si está herida?”. Nunca se había sentido como en ese entonces; le costaba respirar y el corazón apresuraba sus latidos conforme avanzaba. Debido a que la veía demasiado asustada, guardó su espada en la funda de su cinturón y plegó sus seis alas, extendiéndole su mano.

—Mi nombre es Durandal, Serafín del Trono Nelchael. Dime que no eres mi enemigo —dijo con toda la seriedad que podría esperarse de alguien de su estatus.

—Bella… ¡Bellatrix! —la hembra aceptó la mano del Serafín. El aura que emanaba Durandal la tenía atontada y nerviosa; esa mirada intensa, esa ferocidad, se veía fuerte como ningún ángel que antes hubiera conocido—. Soy a-arquera de la legión del Arcángel Gabriel.

—Entonces somos aliados —suspiró él, sintiendo como si una tonelada de rocas sobre su espalda hubiera desaparecido de repente.

—¡Claro que sí! —Bellatrix intentó guardarse el arco en la espalda, enredándose torpemente con la cuerda—. ¡Uf! Durandal… gracias por haberme salvado.

—En realidad no sabía que estabas aquí, solo vi a tres ángeles y bajé para comprobar que eran insurrectos —inmediatamente sintió como si esa misma tonelada de rocas se le amontonara, ahora sobre la cabeza. Tal vez debía haberla impresionado y decir que había bajado para rescatarla de los enemigos; de seguro se ganaría más elogios de su parte.

—¡Hmm! —Bellatrix se cruzó de brazos—. Entonces deberías ir con más cuidado, en esas condiciones no deberías volar buscando pelea, urge ir al Templo para que te sanen las heridas.

—Agradezco tu preocupación, Bellatrix —ahora la había enfadado, pensó que sería mejor retirarse cuanto antes para no seguir incomodándola, por lo que extendió sus seis alas—. De hecho, tienes razón. Debería ir al templo para que me sanen.

—¡E-e-espera, Serafín! —por extraño que le pareciera a ella misma, no deseaba que se alejara—. El templo está muy lejos, y quién sabe con qué podrías toparte en el camino.

—¿Y qué sugieres? —preguntó, suspendido en el aire, a la espera de una respuesta.

Bellatrix pasó toda esa tarde curando las heridas del Serafín en el bosque, regañándolo dulcemente por no darse un respiro en la guerra mientras él se excusaba con su espíritu bravo para poder fascinarla. Pero cada tacto, cada palabra de la hermosa hembra parecía funcionar como bálsamo para las heridas y el cansancio que afligían al guerrero.

Una pequeña suciedad cerca de los labios de Durandal, limpiada delicadamente por la hembra, propició el derrumbe definitivo. Un beso bastó para que los dogmas de la angelología volvieran a tambalearse peligrosamente. Y un dedo juguetón levantando la túnica para buscar el sexo contrario, una lengua húmeda palpando el labio del otro; nunca unas simples caricias habían destruido tanto esos credos otrora enraizados en los dos ángeles.

Con los días, los encuentros de la pareja se hicieron más frecuentes; fuera para olvidarse por un breve instante de la cruenta guerra celestial en la que estaban sumidos, fuera para curiosear las sensaciones del tacto de la piel sobre otra piel, de la unión de labios y de cuerpos.

“¿Cómo se siente al luchar contra un ángel que defiende lo que tú y yo sentimos, Durandal?”, solía preguntarle ella. “Porque Lucifer lucha por nociones como libertad y amor, nociones que no nos corresponde comprender. Tú y yo sabemos que si los dioses se enteran de esto que tenemos, seremos tachados de enemigos”.

En el lago, Bellatrix se volvió a remojar los labios pues extrañaba el contacto de su amado, quien siempre le había gustado jugar a ser esquivo. A la hembra le costaba armar frases conforme el tiempo inevitablemente avanzaba; en cualquier momento los dioses reclamarían a Durandal.

—¡Durandal! —se levantó y entró al lago para acompañarlo—. Quería hacer como los otros e ir al Templo para despedirme de todos ustedes, antes de que los dioses os llevaran. Pero… mmm, creo que se vería mal que un ángel llore por tu partida.

—No deberías avergonzarte —susurró, rodeándola con sus enormes alas para abrazarla —. Ahora estamos solos, si lo deseas, puedes llor…

No terminó de hablar cuando Bellatrix hundió su cabeza en el pecho del Serafín, ahogando un llanto casi imperceptible. Aunque cuando sus manos encontraron las de Durandal, cuando sus dedos se enredaron entre los de él, el sollozo se volvió fuerte y desgarrador, mientras que el Serafín ahogó algún llanto. Eran guerreros pero parecían niños; ferocidad en sus cuerpos, fragilidad en sus corazones de cristal.

—Quédate, Serafín —balbuceó.

—No te lamentes, Bellatrix. Los arcángeles os cuidarán bien y los Campos Elíseos serán todo vuestro, disfrútalo. Además, no es que nos vayamos para siempre.

—Pero los dioses os traerán de vuelta aquí solo si hay una emergencia.

—¿Vas a esperar por mí, Bellatrix?

—¡Allí mismo! —señaló la espada clavada a orillas del lago—. No te preocupes por esa tonta espada, la repararé y cuidaré por ti. La haré única, Durandal. Y será la más resistente de la legión.

—Gracias, pero no. Pídele a Metatrón que la repare, él sí que es bueno con la fragua.

—¡Eres un necio!

—Tengo que irme, Bellatrix —respondió mientras su cuerpo adquiría un tenue brillo blanquecino, pues los dioses estaban reclamándolo.

“¿Qué dirán los dioses, Durandal?”, pensó ella, mientras los dedos entre los que enredaba los suyos se volvían etéreos, mientras esos labios que saboreaba, poco a poco se desvanecían del tiempo y del espacio. “¿Cómo me mirarán el día que les pida ser libre para tomarte de la mano? ¿Nos mirarán con desprecio, como han hecho con Lucifer, o se sentirán conmovidos ante lo que tú y yo hemos creado? Llámame ingenua, pero tengo esperanzas. Para cuando regreses, estoy segura de que podremos estar juntos”.

Para Bellatrix pasaron milenios, esperando la vuelta del ángel a quien amaba. Aunque nadie vio venir la rebelión de los tres arcángeles, que cedidos a la locura ante la prolongada ausencia de los dioses, terminaron desatando una cruenta revuelta que acabaría con la totalidad de la legión de ángeles, e incluso destruiría el reino de los humanos. Y los sueños, las promesas y los deseos que quedaron por cumplirse; todo corrió en un río de sangre y locura imperecedera, entre la destrucción y las plumas revoloteando en el fuego.

Pero alguien había invocado de nuevo a los altos rangos de la angelología, alguien los había despertado de su eterno letargo. No pudieron responderse quién había sido, pues no sintieron la presencia de los dioses en el momento que volvieron. Y lo que era peor, todo a su alrededor estaba destruido. El Templo, Paraisópolis y hasta los bosques ardían. El otrora apacible paraíso celestial había quedado convertido en una completa ruina.

Desconocían qué había acaecido durante su larga ausencia. Estaban desesperados, preocupados por la legión de los arcángeles.

Pero en la mente del Serafín solo apremiaba aclarar una duda; necesitaba regresar cuanto antes al mismo lugar donde juró volver, mientras los demás se dispersaban para buscar a sus camaradas. Nunca batió las alas tan rápido, nunca la incertidumbre había ganado tanto terreno hasta el punto de que las alas respondieran erráticamente.

Descendió a orillas del lago en las afueras de la ciudadela; ahora consumido por el paso del tiempo y el olvido, ya sin flores de loto flotando en el agua, ya sin vida. Las puntas de sus alas se doblaron y cayó de rodillas sobre la arena cuando encontró a su amada Bellatrix recostada donde prometió esperar su retorno; su cuerpo yacía cubierto de raíces de los jazmines; inerte y víctima de la violencia de los arcángeles. Y semienterrada cerca, una espada cruciforme con un diseño de alas de oro en los gavilanes.

El dolor del Serafín había destrozado completamente todos sus dogmas. Ni los dioses, ni la angelología a la que se debía, nada se sostuvo en su frágil interior. El dolor se había abierto paso a través de su cuerpo, y un grito de rabia pobló los Campos Elíseos mientras cargaba en sus brazos al único ser a quien aprendió a amar más que a los dioses que lo habían creado.

Muy dentro, el Serafín se sentía como un niño, impotente, huérfano y despreciado por sus creadores; se vio incapaz de perdonarlos por haberle arrebatado aquello que más amaba. Él, y muchos ángeles que volvían para encontrar a sus camaradas caídos a manos de los arcángeles, nunca perdonarían a los dioses el haberlos abandonado y dejarlos a merced de aquella rebelión.

Las cenizas del último Armagedón ya se enfriaron, pero en algunos ángeles la llama aún se agita con fuerza, imposibilitada de morir como el imperdonable pecado que cometieron los dioses. Y los susurros de los caídos aún se oyen; cuentan la triste historia de la rebelión, del abandono, y del ángel más bello de la legión, que esperó a su amado hasta el fin de los tiempos, con la espada más fuerte refulgiendo en la arena.

—Di-disculpa, Durandal —una inesperada visita interrumpió los recuerdos del Serafín. Tras él, la joven Perla había llegado al monumento.

El guerrero se repuso al reconocer aquella voz. Se negaba a mirar a los ojos de la supuesta enviada por los dioses; el clima de una nueva rebelión era palpable en el aire. Ahora, una facción importante de ángeles estaba dispuesta a abandonar por fin el yugo de unos creadores que ya no existían en sus corazones, a reclamar su libertad en honor a los caídos. Y él sería quien los guiaría.

—¿Qué deseas, ángel? —preguntó sin girarse para mirarla.

—Ah… Bueno… —A diferencia de los Serafines Rigel e Irisiel, Perla nunca forjó una amistad con Durandal. Si bien ella desconocía los motivos, tenía sus propias sospechas de por qué se mostraba esquivo. Fue ese distanciamiento lo que despertó ciertos sentimientos dentro de ella, cierto interés por aquel Serafín de aura incógnita. Admiraba esos ojos intensos cuando hablaba con sus estudiantes, ese sensible ritual de ir a rendirle respetos a los ángeles caídos… y también ese cuerpo atlético que observaba de refilón siempre que podía; Perla había desarrollado un inusitado interés por quien menos debía—. Durandal, me preguntaba si deseabas ir al coro de esta noche. Yo… Yo cantaré, pero también estará Zadekiel, realmente tiene una voz preciosa, ¿no lo crees? Se-seguro pasarás un buen rato.

—Lo pensaré, ángel.

Desenterró su espada para guardarla en la funda de su cinturón. Sin siquiera mirarla, pasó a su lado, rumbo a los bosques donde sus alumnos lo esperaban. Esa frialdad que ella recibía de su parte era algo angustiante y estaba dispuesta a cambiarlo. Ya no era aquella niña arrogante que abusaba de su estatus, ya no era la pequeña que odiaba a Durandal por ser el único Serafín que no cedía a sus caprichos. Necesitaba mostrarle la nueva muchacha en la que ahora se había convertido, por lo que se giró, viéndole marchar. Perla jugaba con sus dedos, completamente indecisa pues no encontraba el valor de detenerlo. “Algo… ¡dile algo!”.

—¡Perdón! —gritó, agarrando rápidamente una de sus propias alas, que a esa altura habían crecido incluso más que ella, trayéndola hacía sí para acariciar sus plumas.

—¿Por qué pides perdón? —se detuvo.

—Suelo verte venir por aquí —la Querubín rebuscaba por alguna pluma a punto de desprenderse—. El Trono me contó lo que sucedió hace tiempo. Lo de los arcángeles y lo de vuestros amigos que habéis perdido. Pero yo no sé qué decir al respecto.

—Nadie te pide que digas nada.

—¡Eso no es verdad! Nadie lo dice, pero yo sé que desean que les dé una respuesta acerca de los dioses, ¿no es así? Detesto que me llamen Querubín porque no dejo de sentir este peso sobre mis hombros. Cuando paseo por Paraisópolis, veo los ojos de todos y sé que esperan que yo responda sus dudas, que les diga que hay esperanza, que todo estará bien, que pronto vendrán los dioses, pero no tengo ningún tipo de respuesta para nadie. ¿Es acaso…? ¿Es por eso que siempre me ignoras, Durandal?

Se giró para verla, aunque la muchacha ya había ladeado su rostro hacia otro lado. Su fino labio inferior temblaba y lo mordía para ocultárselo, mientras dulcemente alisaba su ala. En cierta forma le recordaba a Bellatrix; ingenua, demasiado sentimental, sufriendo en el fondo.

—¿Acaso vas a llorar, ángel?

—N-no, claro que no… —balbuceó.

Perla había sido un obstáculo en sus planes de libertad, pero tan obcecado estaba en ello que no había notado el peso de la responsabilidad de ser una Querubín; de niña usaba su estatus altaneramente, por lo que él la veía con prejuicios. Pero ahora notaba que esa joven sufría, y sabía que pese a que en la legión le habían impuesto ese estigma que ella detestaba, deseaba protegerlos a todos de la profecía de Destructo.

—No te aflijas. No tienes la culpa de nada.

Aunque percibió la sinceridad, Perla no dejaba de sentir ese peso sobre ella. Aún era la Querubín a los ojos de muchos. Cargaba consigo todos esos ángeles caídos, cargaba consigo la esperanza de la vuelta de unos dioses que ni ella misma conocía, debía sostener esas miradas angustiadas de los que buscaban en ella un bálsamo. Ahora, su deseo de derrotar a un ángel destructor implicaba más que llevarse la admiración de todos; implicaba darle a la legión un consuelo que como Querubín no podía darles.

Pero al menos había recibido un alivio de quien menos se esperaba, por lo que ese fino labio inferior dejó de temblar.

—Tengo que irme, ángel. Mis estudiantes me esperan.

—¿Pero ve-vendrás al coro, Durandal?

—Deberías resguardarte, pronto la lluvia será torrencial y no creo que le convenga a tu voz. Mi viejo amigo Nelchael me comentó que es muy bonita —dijo mientras se retiraba rumbo a los bosques, arrancando un sonrojo en la joven Querubín—. Supongo que tendré que ir a comprobarlo.

II. 1 de julio de 1260

Sonaron los cuernos cuando el amanecer asomaba tímido en la ciudad de Damasco, llenando las calles y cada rincón de la ciudad con su cargante sonido que zumbaba los oídos de los ciudadanos que estuvieran en las inmediaciones. Y aunque lejos, en una gran yurta armada a orillas del río Barada, también fue inevitable oír la alarma.

—¿Y ese ruido? —preguntó Roselyne, desnuda y sobre su amante, acariciando dulcemente el pecho del guerrero. Era la primera vez, en los casi treinta días conviviendo con los mongoles, que oía aquello; dedujo que sería alguna celebración u ocasión especial, aunque también podría ser alguna advertencia.

—Lo más… —bostezó Sarangerel, rodeándola con un brazo para traer ese vicio de cuerpo contra el de él— lo más probable es que haya regresado el Kan Hulagu. Era de esperar que volviera en estos días.

—Pues menudo momento. Haz como si durmieras —sonrió pícara, acercando su rostro para besarlo y que el guerrero probara de esa lengua tibia y húmeda que gozosa se introducía en la boca. La mano de la francesa, de acariciar el pecho del hombre, pasó a bajar hasta el ombligo, arañando de placer.

—¿Te estás escuchando, mujer? He dicho que podría ser el Kan Hulagu, el mismísimo Kan del Ilkanato de Persia —sentenció. Le apartó un mechón de pelo que le cubría la frente y observó esos ojos atigrados; se hicieron evidente dos cosas al verle la mirada; a ella no le importaba en lo más mínimo quién era su emperador, y que realmente era preciosa, toda suya. Ya podría ser el Dios Tengri el que llegara a Damasco e hiciera sonar los cuernos, qué más daba, aquella mujer merecía un breve rato más. Hasta el mediodía, por qué no, pensó.

—Pues si es tan importante, sal de la tienda y ve a su encuentro. Tú ya sabes cuál es mi opinión sobre los reyes y emperadores —Roselyne se hizo a un lado de la cama, cruzándose de brazos. La tienda era oscura, pues la yurta solo poseía apenas una abertura para la puerta, y una pequeña hacia el techo, pero aun así el guerrero notó el rostro fruncido de la francesa.

—Parece que si salgo de mi tienda tendremos una crisis diplomática con los Seigneurs de Coucy—bromeó, posando sus gruesos dedos sobre el terso vientre, llevándolo hasta aquella fina mata de vello rubio, pasando por alguna cicatriz, pruebas de los tormentos que habrá pasado la joven.

—Pues algo habrá que hacer para apaciguar este conflicto, emisario —separó sus piernas y llevó la mano del guerrero para que acariciara sus muslos, prietos pero suaves al tacto. A la francesa le gustaba gemir, por lo que el guerrero, queriendo evitar que alguien afuera sospechara, acalló cualquier quejido o gemido devorándose ansiosamente su boca. Acarició de paso otra cicatriz hacia el muslo, apenas visible pero fácilmente palpable con la yema de los dedos.

—Has sufrido mucho, mujer —concluyó tras el beso. Nunca quiso ahondar en su pasado, pues ella se había derrumbado frente a sus ojos la última vez que tocaron el tema, aquel día en que reveló su verdadero origen. No obstante, la confianza entre ambos era más que suficiente ahora.

—Pues valdrá la pena el sufrimiento. Cada una de las cicatrices, de las marcas, los recuerdos, todo valdrá la pena —ahora ella tomó de los hombros del guerrero y empujó para acostarlo. Con destreza, se colocó encima para el encuentro de aquella verga totalmente erguida. Acarició el muslo de su amante, comprobando cuánto había cicatrizado aquella herida de flecha que él recibió por protegerla en el Nilo.

—Esa cicatriz que estás tocando también valió la pena —afirmó el guerrero.

—Hmm, emisario, con tan nobles palabras puede que logre solucionar este conflicto. Veo que aquella flecha entró muy profunda, aún no ha cicatrizado del todo… —Mediante unas contracciones pélvicas, se inició el coito. Silencioso pero no menos apasionante. Tal vez el forzarse a no emitir gemidos lo hacía todo más excitante.

—Ya sanará.

—Las mías también sanarán, Sarangerel.

—¿Y qué harás luego de “sanar tus heridas”? —la tomó de la cintura con fuerza—. Cuando se consuma tu venganza, ¿qué buscarás? —Roselyne no respondió, ahora gozaba demasiado para pensar con claridad. Pero apoyó su cabeza en el pecho del guerrero, cobijándose en él y esperando que tras un pronto orgasmo, pudiera tener una respuesta a una incógnita que ni ella misma era capaz de dilucidar.

Pero el ambiente, rayando entre lo tenso y el goce carnal, quedó repentinamente cortado por el sonido de fuertes cabalgatas alrededor de su tienda. Pronto, oyeron la voz de Odgerel quien gritaba desde afuera como si estuviera en medio de una repentina guerra.

—¡Sarangerel! ¡Despierta! Mierda, voy a entrar… ¿¡Me estás escuchando!?

—Impertinente perro de mierda —susurró él. La mujer entendió que apremiaban otras atenciones, por lo que amagó salirse de su amante, no obstante, el guerrero no soltó aquella cintura y la siguió penetrando. No deseaba salir. Ni de la tienda, ni de tan húmedo y apretado cobijo.

—¡Ah! Uf, ¿qué haces, Sarangerel? —rio la mujer.

—¿¡Qué deseas, perro!? —bramó, dando un envión más fuerte de lo que acostumbraba, consiguiendo que la muchacha arquera su espalda y chillara de goce.

—¿¡Estás fornicando, Sarangerel!?

—Deberías… dejarme… y… atender… a tu… amigo —respondió la francesa, gozando de aquella verga.

—¡Apura esa lengua, Odgerel!

—¡Escúchame bien! ¡Han llegado los mensajeros del Kan Hulagu! ¡Su hermano, el Kan Möngke, ha muerto! ¡Todos están movilizándose para volver a Mongolia!

El coito se detuvo inmediatamente. El hombre hizo a un lado a Roselyne para levantarse y hacerse con sus ropas. Ella, acomodándose en la cama, le lanzó sus pantalones y botas. Si bien no estaba demasiado interesada en la situación, comprendía que urgía que él saliera para dialogar, y desde luego lo mejor sería guardar silencio pues aparentemente uno de los líderes del imperio había muerto.

—Repítemelo, Odgerel —fue lo primero que ordenó al salir de la tienda y darse de bruces contra la luz del sol.

—¡El Kan Möngke ha muerto en China! Hulagu y Kublai disputarán con los demás sucesores por el imperio de Mongolia. Este ejército —retrocedió y señaló los cientos de guerreros que presurosos subían a los caballos a lo largo del Río Barada—, prácticamente todos estos que ves, están volviendo a Mongolia pues Hulagu los reclama.

—¿Volvemos a Mongolia? —el corazón de Sarangerel se detuvo por unos instantes. Suurin, Suurin y mil veces Suurin. En pocos segundos, el aire a su alrededor pareció llenarse del olor de los prados de su tierra, el viento fresco y el olor a kumis esperándolo en un cuenco. Y sobre todo, percibió el rostro de su pequeño hijo esperando un ansiado abrazo.

—Mierda… Lo siento, amigo —la mirada de Odgerel mató los primeros atisbos de esperanza de Sarangerel—. Pero diez comandantes se quedan, con sus respectivos ejércitos. Se van más de cien mil de los nuestros, pero… nos quedaremos diez mil para batallar contra Qutuz.

Ahora las palabras acuchillaron sus esperanzas. Sarangerel deseaba más que nadie en todo Damasco volver a Mongolia, aunque su nuevo cargo de comandante lo obligaba a quedarse hasta cumplir su misión de destruir el Sultanato mameluco. Nunca unas palabras tuvieron tanto filo, casi podía sentirlas clavándose en su corazón, en sus deseos, en sus sueños. Dolía el solo pensar en ello.

Desconsolado, ladeó la mirada para ver cómo poco a poco sus jóvenes guerreros iban hasta su yurta, algunos en busca de consuelo, algunos en busca de motivación que acababan de perder, pues ahora estaban condenados a pelear una guerra en clara desventaja numérica. Diez mil mongoles contra probablemente veinte mil mamelucos, que eran los números que manejaban.

—Entiendo cómo te sientes, amigo —Odgerel tomó de su hombro, mientras el ensordecedor sonido de cientos de jinetes cabalgando a paso rápido llenaba toda Damasco. Temblaba la tierra misma, se levantaba el polvo y se notaba un brillo de felicidad en los ojos de los guerreros que volvían a sus lejanas tierras. Cuánto deseaba ser uno de ellos, cuánto deseaba, por sobre todo, mirarle a su hijo, a sus ojillos, y decirle con una sonrisa cómplice “He vuelto a casa, pequeño”, para ver esa expresión de sorpresa y consuelo mezclado en ese rostro inocente. Solo Odgerel sabía cuánto deseaba el corazón del comandante ir allí donde prometió volver.

—Nos… quedamos… a pelear la guerra —a Sarangerel le costaba asimilar la dura realidad.

—¡Escúchame, amigo! —lo zarandeó con fuerza, ahora el comandante estaba ido, y era hora de que el segundo al mando hiciera valer su condición—. Estamos a cargo de estos jóvenes, así que no te atrevas a bajarles los ánimos con esa mirada de perro apaleado, Sarangerel. Muéstrales esa ferocidad de lobo en tu mirada o yo mismo te arrancaré los ojos.

Un cálido viento meció sus trenzas, casi como consolándolo. ¿Cómo era posible que el sagrado cielo al que se debía pudiera ser tan cruel con él? ¿O tal vez era parte del destino que le aguardaba? Pero como todo mongol, no se podía negar a su historia y su sangre; siempre vencieron pese a ser menos. “Tengri”, pensó, mirando hacia el cielo. “Necesito recobrar mi espíritu”.

—¿¡Has perdido la cabeza, Sarangerel!? —miró hacia arriba, gesto imitado por sus jóvenes guerreros que lo habían rodeado—. ¿¡A quién estás mirando!?

—Escúchame, Odgerel —se apartó de sus manos—. ¿Quién… quién queda al mando de los diez comandantes?

—El hombre que te ofreció el comando, el nestoriano Kitbuqa Noyan. Él nos guiará en la batalla.

Quedaban solo un par de meses para la guerra, y un golpe demoledor cayó sobre los mongoles. Los sueños, deseos y anhelos, tanto los de él como los de sus guerreros, y los de los diez mil que quedaban en Damasco y en las inmediaciones, ahora corrían un serio peligro. Y su amigo tenía la razón; esos jóvenes a su alrededor le necesitaban. A él, a su ferocidad de lobo, a sus palabras que iluminaban más que ese sol castigador del desierto.

—¡Escuchad! —ordenó, pasándose la mano por su cabellera, tratando de recobrar su compostura. Ahora miraba a sus pupilos con una ferocidad nunca antes vista—. Al corral, a entrenar. Y no perdáis más tiempo observando a los que se están yendo.

III

Perla se tumbó de espaldas sobre la arena de la cala del Río Aqueronte, mirando el lento paso de las nubes oscuras que, poco a poco, se abrían para dar paso a un fuerte sol. Extendió su mano hacia el cielo, como si pudiera acariciar la cálida luz solar que se colaba entre los dedos. “Espero que Durandal vaya a verme”, pensó, recordando su encuentro con el Serafín.

Repentinamente sintió un intenso cosquilleo en el vientre. Se mordió los labios y utilizó sus manos para calmarse con una caricia; era un calorcillo que últimamente estaba apareciendo en demasía y solo conseguía aplacarlo con sus finos dedos. Metiendo suavemente una mano bajo la falda, recordó la última vez que había descubierto, y espiado por largo rato, a sus dos guardianes teniendo relaciones en el bosque:

Celes comenzaba el encuentro recogiéndose su túnica para revelarle a Curasán sus largas y torneadas piernas, que rápidamente eran objeto de caricias y besos ruidosos. Perla arañó la arena imaginando aquel acto que sabía era prohibido aunque no dejaba de resultarle reconfortante. “Yo podría hacerlo también…”, pensó, recogiendo un poco su falda, remedando a su guardiana desde el suelo. “Mis piernas no son largas como las de ella… pero son bonitas”.

Le fascinaba el ruido húmedo de los besos que se daban; se palpó sus propios labios para preguntarse cómo se sentiría ese contacto de otra boca con la suya. Notaba esas miradas de lujuria que había en la pareja, y se decía a sí misma que ella también quería ser observada así. Cuando admiraba la unión de cuerpos, esa piel sobre otra piel, las puntas de sus alas sufrían una torsión involuntaria conforme un incipiente calor nacía en su entrepierna, preguntándose cómo se sentiría cobijar en su interior a un varón.

Inmediatamente, sin saber cómo, la imagen del severo Serafín Durandal se dibujó en su mente; aquellos brazos fuertes, aquella mirada penetrante, esas grandes y radiantes alas, meneó su cabeza para apartar aquella visión, pero una ligera sonrisa se había esbozado en su rostro sonrojado mientras sus dedos seguían acariciando.

—¿Qué te pasa, granuja? —preguntó su maestro, sentado en un derribado tronco cercano—. ¿Vas a explicarme por qué me has dejado esperándote toda la mañana?

—¡Ah, Da-daritai! —chilló la Querubín, dando un fuerte respingo y retirando su mano bajo la falda tan rápido como le fue posible—. ¡Podrías haberme avisado de tu presencia!

—Ni que debiera pedirte permiso para estar aquí. No eres la dueña de la cala.

—¡Hmm! —se repuso, sacudiéndose la arena sobre su túnica. Acercándose lentamente al tronco donde el mongol la esperaba, miró hacia otro lado, hacia las palmeras, mientras se armaba de valor para saciar una curiosidad que le asaltaba sobre los varones—. Daritai… ¿Tú… tú has tenido hembras? Quiero decir, mujeres, en tu vida como guerrero.

—Varias —dio un mordisco a una fruta.

—¿Y no las extrañas?

—Ninguna me dio un hijo, si es eso lo que quieres saber.

—No es eso… —Se sentó a su lado, acercándose a su cabellera para rehacerle algunas trenzas—. Quiero saber si las extrañas.

—Supongo que sí las extraño —otro mordiscón.

—¿Qué es lo que más extrañas? ¿O… lo que más te gustaba que hicieran?

—No, no, no. ¿Sabes? Me retracto. Mientras más lo pienso, creo que más estoy feliz sin ellas —el mongol solo tenía ojos para la playa—. Hablaban demasiado, y a veces no las entendía del todo. Extraño más a mi caballo que a cualquiera de ellas. La única mujer de la que realmente me enorgullezco de haber conocido es a mi madre. En fin, ¿a qué se debe tu curiosidad, granuja?

—¿En serio? ¿Tu madre y tu caballo? —soltó sus trenzas y se levantó para cruzarse de brazos—. Deja de decirme granuja. He venido para avisarte que no quiero entrenar el día de hoy. Así que ve a tu casona bonita y remodelada para dormir.

—¿Y se puede saber a qué se debe que quieras suspender el entrenamiento de hoy?

—Esta noche cantamos, no me gustaría ir magullada al escenario. Tengo que verme bonita, ¿sabes? Hace una semana, en el templo, las chicas del coro me preguntaron a qué se debía el moretón en mi brazo derecho. No es la primera vez que me ven con un golpe. Ellas hacen barullo hasta cuando se les desprende una pluma, así que imagínate tener a todas ellas encima de mí, casi llorando de pena.

—Son pruebas de tu arduo entrenamiento. Diles que eso demuestra tu valía como guerrera.

—Psss… —suspiró irritada. “Ya decía yo que este no iba a entender”, pensó, alejándose un par de pasos.

Un brillo fugaz llamó su atención; notó el sable que, inamovible durante años, seguía semienterrado en la arena. Aunque ahora refulgía con cierta intensidad, tal vez por un haz de luz del sol que se posó sobre el arma. Achinó los ojos y observó aquella misteriosa inscripción en la hoja del sable.

—Oye, Daritai… ¿Qué significa? Eso que está escrito en la espada…

—¿La inscripción? Como está enterrada, no la puedes leer bien. Déjame que te la traiga.

—¿Vas a desenterrarla?

—No —se levantó del tronco y extendió su brazo. Para sorpresa de la Querubín, un aura dorada lentamente se hizo presente alrededor de la mano del mongol, como si fuera un guante que se ceñía a la perfección.

Antes de que pudiera preguntarle qué estaba sucediendo, quedó boquiabierta cuando el mango del sable tomó forma en el aire, y rápidamente fue agarrado por el guerrero. Poco a poco, la hoja de la espada se materializó junto al resto de la empuñadura.

“¿Acaso es el mismo sable…?”. Perla miró hacia atrás y notó que la espada a lo lejos había desaparecido; era evidente que ahora se encontraba empuñada en las manos de su instructor.

—Está en dialecto jalja —Daritai palpó la inscripción con el dedo.

—¿Qué-qué-qué acabas de hacer, Daritai? ¿Cómo? ¿Pero…? ¿¡Por qué no me lo habías…!? —solo tenía ojos para el sable—. ¡Quiero hacerlo también!

—¡Ja! La he invocado. Esperaba enseñártelo el día que reclamaras tu espada… —sonrió de lado.

—O sea… ¿Me lo enseñarás… cuando la reclame…?

—“Invócame en tu hora de necesidad”.

—¿Qué?

—“Invócame…”. Eso es lo que dice la inscripción, la mandé tallar antes de partir a la conquista de Japón.

“Invócame en tu hora de necesidad”, pensó Perla, apretando los puños que casi temblaban de emoción. Ahora sus ojos volvían a adquirir aquella ferocidad que tanto le gustaba ver el mongol. Sabía que la Querubín no iba a dejar pasar la oportunidad de aprender algo sorprendente como aquello.

“Eso es”, pensó él. “Ya se ha dejado de tonterías”.

—Supongo que el entrenamiento queda suspendido por hoy —cortó el guerrero, des-invocando el arma, que inmediatamente volvió a aparecer enterrada a lo lejos.

—¡No! —ordenó Perla, agarrando las manos de su mentor, tirándolo—. ¡Vamos allá, Daritai! ¡Voy a intentar reclamarla!

—Pero tienes que estar bonita para esta noche —se acarició sus propias trenzas para burlarse.

—¡Basta! ¡No puedes mostrarme lo que acabas de mostrarme y pretender que lo deje para otro día! ¡Si no vienes, iré a por ella de todos modos!

—Atrévete —amenazó.

La joven enganchó su pie al de su mentor para desequilibrarlo, mientras sus brazos tiraban los de él en sentido contrario para así tumbarlo violentamente y tragara cuanta arena fuera posible.

—¡Maldita… granuja!

—¡Deja de decirme granuja!

Perla emprendió una veloz corrida hacia su sable. Aunque el maestro, humillado por su propia pupila, reaccionó rápido. Se repuso inmediatamente y se lanzó a la carrera. Cuando solo quedaba contados pasos para que ella alcanzara su preciada arma, el guerrero se abalanzó a por ella con ferocidad.

—¡Demasiado lenta! —gritó en el preciso momento que la agarró del pie.

“¡Será un…! Siempre me alcanza”, pensó desesperada, cayendo lentamente. “Siempre me toma del pie y tira para tumbarme. Solo necesito… ¡Necesito un par de…!”.

“¿Alas?”, se preguntó Daritai, escupiendo la arena en su boca. “¿Está extendiéndolas? ¿Pero cuándo…?”.

La joven Querubín había extendido sus alas a plenitud para batirlas con fuerza y evitar la caída, ganando con ello un último impulso que la llevara hasta su preciado sable. Si bien aún no sabía volar, pues aún le asaltaba el miedo a las alturas, al menos ya podía usarlas.

“Esta pequeña…”, pensó Daritai, al ver que el plan improvisado de su pupila estaba surtiendo efecto. Una infinidad de infructíferos planes llegó a desarrollar su alumna para escapar de su agarre, pero parecía que ahora había dado en la diana. Inteligencia, velocidad, reflejos, agilidad; todo en uno; lo había conseguido con creces. “Esta niña ha crecido”, concluyó con una sonrisa, siendo arrastrado por la fuerza del aleteo de Perla.

“¡Mía, mía, mía!”, la joven estiraba los dedos para tocar por fin ese mango con el que se había obsesionado, con su corazón saliéndose por la garganta, entrecerrando los ojos puesto que su fuerte aleteo había levantado la arena por doquier. Con el sable, confrontaría a Destructo y alegraría esas miradas angustiadas de los ángeles que la observaban cuando paseaba por Paraisópolis. Sería una guerrera, una salvadora, no una Querubín rota.

Perla cayó sentada sobre una rodilla, con sus alas extendidas en todo su esplendor. Y empuñado en su mano derecha, el sable que por años le había sido esquivo. La desenterró con fuerza, sonriendo entre la arena salpicando y sus propias plumas revoloteando alrededor; el brillo en sus ojos lo decía todo mientras admiraba su nueva espada, levantándola al aire para ladearla y ver la inscripción sobre la hoja.

Daritai, desde el suelo, levantó la mirada para ver a Perla de espaldas; era imposible aseverar qué clase de rostro estaba poniendo la Querubín. Lo más probable, para él, era que una enorme sonrisa se esbozara y que pronto estaría dando la lata acerca de su hazaña. Pero para su sorpresa, la joven soltó el sable y apretó sus temblorosos puños.

El pecho de Daritai se llenó de orgullo cuando ella se giró, pues notó la mirada de determinación de la joven en ese rostro sucio. Su pupila había crecido, aquella mocosa que le regañaba que sus entrenamientos fueran tan exigentes, aquella niña que a veces le rogaba que le dejara dormir en su casona cuando se enojaba con su guardián, aquella Querubín que oía fascinada sus historias de guerrero; esa niña había crecido ante sus ojos, y el sable resplandeciendo en la arena era prueba de cuánto.

—¡Da-daritai! —su voz se estaba quebrando. Se arrodilló sobre la arena y hundió su rostro entre sus manos, sollozando cuan fuerte era posible.

—Por el Dios Tengri —el maestro se levantó cuanto antes para ir junto a ella—. ¿¡Qué te sucede!?

—¡Lo-lo he… lo he conseguido, Daritai! —Ahora, Perla estaba a un paso más cerca de sus sueños; sentía que tenía la fuerza y habilidad para hacerle frente a cualquiera; y por sobre todo, ahora podría deshacerse de esa angustia que cargaba sobre sus hombros. Confortaría a la legión derrotando a Destructo, eso era algo que sí podría ofrecerles. Como Perla, no como una Querubín.

El guerrero suspiró tranquilo, viéndose conmovido por el gesto de la joven. Sabía que su alumna había heredado, en su condición de ángel, varios atributos que habían favorecido su entrenamiento, como la fortaleza y resistencia física propia de esos seres, además de heredar esa inestabilidad emocional e ingenuidad por los que se dejaba llevar, tal como en ese mismo momento en que decidió llorar desconsoladamente, rebuscando torpemente su sable en la arena para abrazarlo contra sus pechos. Esa extraña mezcla de ferocidad física y fragilidad emocional era parte natural de su pupila, y de la prácticamente totalidad de la legión.

—Escucha —Daritai se acuclilló para tomarla del mentón—. Me retracto. Puede que haya una mujer que admire tanto como a mi madre y mi caballo.

IV. 1 de julio de 1260

En el corral de los mongoles, Roselyne volvía a hacerse presente para reclamar el sable ante la mirada perdida de los jóvenes guerreros que se apostaban tras el vallado, presentes más por obligación que movidos por su usual deseo de curiosidad y morbo, en donde poblaban más las caras largas que las acostumbradas sonrisas. A sus alrededores, los demás mongoles seguían cabalgando a paso rápido para reagruparse y volver a Mongolia en grupos de diez. No obstante, los jóvenes en el vallado tenían órdenes de no prestarles atención.

Era demasiado doloroso el mero hecho de verlos partir.

Sarangerel, en medio del corral, tragó saliva, mirando el ambiente infernal a su alrededor. “Voy a necesitar de más de mil historias de guerra para levantarles el ánimo”, pensó preocupado. “Y lo que es peor, tengo que volver a enfrentarme a esta mujer. Si planeo levantarles el ánimo, les demostraré la ferocidad de nuestra raza, eso les hará sonreír al menos. Y ella…”, miró a Roselyne, quien servilmente le entregaba su sable para que él lo hundiera de nuevo en la arena. “Esta mujer no volverá a avergonzarme frente a mis guerreros”, concluyó para sí, sintiendo sobre su espalda la tremenda responsabilidad de no dejarse humillar. Su orgullo y el de los mongoles estaban en juego, ese día más que nunca lo necesitaban.

—¡Deberías al menos saludar! —se quejó un soldado al verla entrar sin mediar ninguna palabra—. Estás ante nuestro comandante. Ignoramos tus costumbres, pero respeta las nuestras.

—Ya le he dado mis buenos días dentro de la tienda —sonrió ella, causando alguna que otra risa suelta en el corral. La francesa sabía lo que estaba sucediendo a su alrededor, entendía que muchos volvían a sus tierras, pero esos jóvenes tras el vallado eran de los pocos que quedarían para batallar una guerra de donde muchos no volverían. Qué menos que ayudar a mejorar el ambiente.

—¿¡Vas a venir a por mí, guerrero mongol!? —gritó Sarangerel, extendiendo ambos brazos, preparándose para recibir a la francesa.

Roselyne respiró profundamente. “Bien, tengo algo que espero funcione. Perdóname, Sarangerel”, pensó mientras el viento se hacía fuerte. Ni ella, ni nadie más allí podían oír la ensordecedora cabalgata alrededor. Ahora estaban completamente solos, listos para observar un nuevo duelo tan extraño como extraordinario entre fuerzas, aparentemente, demasiado dispares. Algunos mongoles tragaron saliva, otros apretaban los dientes; la intensidad en la mirada de la francesa y la del comandante era bastante palpable en el aire. “Necesito ser más rápida, más de lo que fui ayer”, concluyó.

Para sorpresa de todos, Roselyne emprendió una carrera directa hacia Sarangerel.

—¿Pero qué haces, mujer necia? —gritó Odgerel, sentado sobre el vallado y bastante desconcertado—. ¡Embestirlo es fracasar!

“¿Planea embestirme? Es la peor estrategia de todas”, sonrió Sarangerel. “Es mi oportunidad de subirles ese ánimo”.

Fue inevitable que el comandante de los mongoles la tomara de la muñeca tan pronto se acercó, y la tirase contra él para que perdiera el equilibrio, pero en el preciso instante que el guerrero la sostuvo, Roselyne mandó un puñetazo directo al muslo derecho del guerrero, allí donde la herida de la flecha de los mamelucos aún estaba cicatrizando, pues si bien era invisible a la vista, ella ya conocía perfectamente su ubicación.

El grito de Sarangerel fue desgarrador pues se vio arrodillado por el intenso dolor, y soltando la muñeca de la francesa, se quejó a regañadientes del inesperado ataque

—¡Perdón! —se excusó ella—. Esta noche lo resarciré—susurró, volviendo a emprender la carrera por el sable.

“Esta maldita mujer”, pensó enrabiado, sacando fuerzas de donde no había para reponerse y poder perseguirla. Se lanzó a por ella en el momento que la francesa, quien desesperada ante la velocidad del guerrero, también se lanzó a por el sable.

“¡Tan cerca!”, pensó ella, extendiendo sus brazos cuanto fuera posible para tomar del mango. Sarangerel agarró un pie y tiró con fuerza. Roselyne caía lentamente al suelo mientras se martirizaba con la idea de una nueva derrota.

—¡No… no se rinda, comandante! —gritó un mongol del corral, al ver cómo la francesa, antes de caer, se apoyó como pudo de un brazo, evitando la caída, pateando con el otro pie el rostro del comandante para dejarlo atontado.

“En cierto modo, mi corazón se alegra de que no esté el Kan por aquí viendo esta humillación”, pensó Sarangerel, cayendo estrepitosamente al suelo, observando de reojo cómo Roselyne desenterraba el sable, levantándola al aire con orgullo y una sonrisa que, pronto sabría, curaría muchas heridas. Completamente avergonzado ante la derrota y los suspiros de sus jóvenes guerreros, dejó caer su rostro sobre la arena. “Realmente no es el mejor día de mi vida”, concluyó.

—¡Ja, que la diosa Tenri me lleve al cielo! —carcajeaba Odgerel, entrando al corral directo a por la francesa, quien no lo vio venir.

—¡Quién lo diría! —un soldado mongol esbozó una sonrisa entre el montón de rostros estupefactos—. ¡El zorro ha vencido al lobo!

—¡Ah! —chilló la mujer en el preciso instante que Odgerel la cargaba en sus brazos, iniciando un trote alrededor del corral para las risas y el jolgorio de los jóvenes guerreros—. ¿¡Qué estás haciendo, Odgerel!?

—¡Hundiendo a mi amigo en la vergüenza, eso hago! —gritó sonriente.

El corral se había convertido, prácticamente, en un mundo aparte. No se oía el trotar de los caballos que partían a Mongolia, sino solo risas y gritos de júbilo de los jóvenes ante la victoria de, no una extranjera o una mujer, sino de una hermana de escudo. No observaban los rostros felices de los jinetes que volvían a casa, sino que miraban a aquella orgullosa guerrera que había demostrado su valía.

Sarangerel se sentó sobre la arena, sacudiéndose la suciedad sobre su armadura. Miró entonces a esa mujer brava siendo cargada por su mejor amigo. Roselyne, sonrisa imborrable de por medio, levantaba y blandía el sable al aire para regocijo de todos los mongoles que la rodeaban.

“Se hace interesante esto”, pensó reponiéndose. “Ver quién ha venido a levantar la moral de mis guerreros”.

V.

Sentados en el suelo de mármol, o en algunos bancos alrededor de la gigantesca plaza construida en las afueras del Templo, cientos de ángeles se congregaban para escuchar el coro celestial apostado en el escenario principal, guiado por la agraciada voz de Zadekiel, de cabellera dorada, al frente de sus alumnos, una treintena de ángeles entre los que se encontraba Perla.

“Espero que haya venido”, pensó la joven pelirroja, rebuscando entre el público con su mirada. “Prometió venir, o eso me ha parecido. Encima ya me va a tocar cantar…”, se remojó los labios y tragó saliva conforme su momento se acercaba. Si no podía consolar a la legión como una Querubín, al menos, y de momento, algo ayudaría su dulce cantar.

En un balcón del Templo, algo alejado de la plaza donde todos escuchaban el cantar de Zadekiel, el Trono Nelchael intenta disfrutar de la noche, aunque con los problemas enmarañándose en su cabeza era imposible entretenerse. Haciéndole compañía, sentada sobre la baranda de mármol del mismo balcón, la Serafín Irisiel esbozó una sonrisa al notar a la Querubín entre los ángeles del coro, pues ahora ella iba al frente para iniciar su cántico.

—Nelchael, es preciosa, ¿verdad? ¿A que te dan ganas de ir allí y apretarle sus mofletes?

—Perla ha crecido. Diría que al mismo ritmo que los seguidores de Durandal.

—“Los seguidores de Durandal” —murmuró, desdibujando su sonrisa—. ¿El Principado te ha puesto al día? ¿Qué te ha dicho?

—Díselo, Abathar Muzania—ordenó el Trono.

Al lado de Irisiel se materializó un aura blanquecina que poco a poco adquiría la forma de un ángel delgado y de gran altura, también sentado sobre la baranda. De larga túnica y capucha, que hacía su rostro invisible a los ojos de quien lo observara; en su espalda llevaba enfundado un amenazante mandoble. Los Principados fueron creados por los dioses para espiar los asuntos del reino de los humanos, aunque con la prohibición del Trono de intervenir en las cuestiones que atañían solo a los mortales, Abathar Muzania fue encomendado para espiar a Durandal, aprovechando sus dotes de infiltración.

—Rebelión —dijo con voz gutural—. Esta mañana, Durandal ha dado un discurso en las islas ante cuatro mil doscientos treinta y cuatro ángeles. De madrugada vendrán a este templo, desde las islas, pasando por los bosques y luego Paraisópolis, esperando sumar más ángeles a su causa.

—Más de un tercio de los ángeles están de su lado —calculó la Serafín, acomodándose en la baranda—. ¿Durandal va a caer tan bajo como para atacarnos de sorpresa?

—Equivocación. No desean luchar. Si bien se dirigirán al Templo, el último destino es el Río Aqueronte para ir al reino de los humanos. Pero desean hablar con el Trono para convencerlo. Se escaparán de los Campos Elíseos, independientemente de lo que el Trono decida. Pero lo quieren a su lado.

—Es alentador saber que Durandal desea no levantarse en armas contra mí, aunque… pensar que quiere llevar a toda su legión como medida de presión para convencerme de acompañarlos —el Trono apretó los dientes, reposando las manos en la baranda—. Estoy a cargo de cada uno de vosotros, así que mi respuesta es más que clara. Nadie se irá de los Campos Elíseos. Esa situación, de darse, desatará un caos aquí y en el reino de los humanos.

—No sé yo si Durandal se mostrará tan pacífico cuando nos interpongamos en su camino —Irisiel se preocupaba el solo imaginarse tener que enfrentarse a un amigo con quien había peleado juntos en tantas ocasiones, pero ella confiaba ciegamente en la vuelta de sus creadores, y se debía completamente a las órdenes del Trono—. Nelchael, mi legión y yo los detendremos en el bosque, antes de que lleguen a Paraisópolis.

—Ubicación —interrumpió Abathar Muzania—. Bordearán el bosque por el este. Si queréis detenerlo, será el lugar más adecuado. Lejos de Paraisópolis.

—Infórmale al Serafín Rigel, Irisiel —ordenó el Trono—. Cuanto más seáis, más posibilidades habrá de hacerlos entrar en razón. No sé si convenceremos a Durandal de ceder, pero estoy seguro de que algunos ángeles de su facción titubearán al ver a dos Serafines apoyados de sus respectivas legiones.

—Temor. Ellos desearán avanzar, vosotros detenerlos. Hay altas probabilidades de que se desate una batalla cuando vosotros os encontréis frente a frente, cuando los deseos de uno y otro choquen.

—Desde luego, genio, ¿crees que no lo he pensado? —Irisiel estaba tensa solo de imaginar levantar su arco contra otros ángeles—. Si es así como están las cosas, pues bienvenida sea la maldita batalla. Ahora dime, Abathar Muzania, ¿qué es lo que quieren de la Querubín?

—Ignorancia. Desconozco cuál es su plan con la joven Perla. Durandal no la ha mencionado en su discurso. Deduzco que no la ve como alguien importante para la consecución de sus objetivos. Durandal dejó que el crecimiento de la niña sirviera por sí solo como medio que generase dudas entre los ángeles y sumara adeptos a su causa. Para ellos, ya no hay ninguna Querubín, pues Perla ha crecido. Sin Querubín, no hay ninguna prueba de que los dioses sigan existiendo.

—Pues es una preocupación menos —concluyó Irisiel, aunque seguía intranquila.

—Petición. Con vuestro permiso, deseo retirarme por un momento. Me gustaría oír lo que queda del coro.

—Quedas libre, Abathar Muzania —el Trono se retiró a sus aposentos conforme el Principado se deshacía en el aire, dejando a la Serafín sola; sabían que Irisiel necesitaba de privacidad para digerir no solo los planes de Durandal, sino la idea de tener que enfrentar a sus iguales.

La atormentada guerrera levantó la mirada hacia las estrellas.

—Dionisio —susurró, recordando a un dios en particular—. Sería bueno que aparecieras de una vez.

Si bien los más altos rangos de la angelología parecían estar sumidos en la nueva guerra que se asomaba, no se podría decir lo mismo del gigantesco Serafín Rigel, quien se había hecho un lugar cerca del escenario para disfrutar de los cánticos. Aunque, ya terminado el coro, se desperezó para estirar tanto alas como músculos entumecidos.

—¡Rigel! —chilló la Querubín, quien rápidamente bajó del escenario a su encuentro. Si algo no había cambiado desde su niñez, era su estrecha relación con el imponente Serafín.

—¡Pequeña Perla! Has estado fantástica, deberías cantar más a menudo. Alivias al corazón tanto como la voz de Zadekiel.

—¡Ya, eso no es verdad! —lo empujó entre risas—. Rigel, tengo que agradecerte por el consejo.

—¿Por qué? ¿Acaso reclamaste el sable de tu maestro?

—¿El sable de quién? Mi sable, querrás decir. Extendí las alas y funcionó, ahora es mío —dijo, hinchando el pecho orgullosa—. Te la mostraré mañana, es un arma preciosa. La llevaré a la espadería para que me hagan una funda. Pero… no creas que he volado, solo he dado un fuerte aleteo. Aun así me gustaría visitarte de nuevo en otra ocasión, quisiera aprender… ya sabes —imitando a su guardiana Celes, Perla también jugaba con sus dedos al ponerse nerviosa. No se sentía cómoda hablando de una de sus máximas debilidades—. A ver, me gustaría que me enseñaras a volar.

—¡Venga, eso es lo que quería oír! ¡Volar es cosa de lo más sencilla, ya verás! —abrió su mano y dio una fuerte zurra a la nerviosa joven

—¡Ah! ¡Rigel! —se tomó del dolorido trasero, mirando para todos lados, esperando que sus amigas no la hubieran visto—. Uf, ¡es fácil decirlo cuando tienes seis alas!

—No pongas excusas. El que las va a necesitar soy yo, no sé cómo haré para concentrarme en entrenar a volar a una pequeña muñeca como tú.

—Mira, tengo que irme, pero te haré una visita para que me enseñes. Entonces, ¿me lo prometes o solo estás hablando a la ligera?

—Te enseñaré a volar, es mi promesa —se inclinó hacia ella, ofreciéndole su mejilla—. Ya sabes lo que quiero a cambio.

—Puf, nunca vas a cambiar, “Titán” —resopló, resignándose a besarlo, como acostumbraba cada vez que se despedía.

Los cánticos de Zadekiel eran bálsamo para muchos ángeles. Fuera para olvidarse de los amigos caídos, de los arduos entrenamientos, de la angustia por no saber dónde estaban sus creadores, y hasta servían para distraerse por un breve momento de las guerras, tanto pasadas como futuras. Era el caso del Serafín Durandal, quien recostado en un árbol a lo lejos de la plaza, tampoco quiso perderse del espectáculo que ofrecía el coro, ni mucho menos deseaba faltar a la promesa de escuchar la dulce voz de Perla.

—Abathar Muzania, ya ha terminado el coro, puedes hablarme —ordenó.

—Cumplimiento —aseveró con su voz gutural. El aura del Principado tomó forma al lado del Serafín—. El Trono está informado.

—¿Y qué te ha dicho?

—Decisión. No cederá a tu petición, y enviará a los dos Serafines para detener a tu legión antes de que llegues a Paraisópolis.

—Si me encuentro con Irisiel y Rigel habrá batalla. Deseo evitarlos, Abathar Muzania.

—Comprensión. Los esperarán al… oeste… del bosque, por lo que recomiendo ir silenciosamente al este, si deseáis llegar al Aqueronte sin interrupciones.

—Supongo que la idea de hacer una parada al Templo para convencer a mi amigo Nelchael está descartada. ¿Vendrás con nosotros, Abathar Muzania? En el reino de los humanos te necesitaré más que a nadie, tenlo por seguro.

—Honor. Tengo curiosidad por ver cuánto ha cambiado el mundo desde que lo abandonáramos tras la guerra contra Lucifer. Y saber cómo ha crecido desde la rebelión de los arcángeles.

VI. 1 de septiembre de 1260

Al norte de Damasco, en la arenosa ciudad de Baalbek, se reunieron los diez mil efectivos del ejército mongol. Era imponente la sola visión de todos esos jóvenes guerreros sobre sus caballos, desde lo lejos era prácticamente una gigantesca mancha oscura sobre el blanco del desierto, esperando disciplinadamente la orden de partir a la batalla contra los mamelucos. Adelante, los diez comandantes, Sarangerel entre ellos, y el general de los mongoles, Kitbuqa Noyan, quien paseaba en la línea de frente para mirar los rostros de los guerreros, como tradición antes de partir a una batalla.

Recuperar Jerusalén para los aliados cristianos era el objetivo inmediato, y de allí avanzar a través el desierto rumbo a El Cairo, para tomar la cabeza del Sultán Qutuz, destruyendo cuanta ciudad resistiera someterse. Como condición para recuperar Jerusalén, los mongoles acordaron una nueva alianza con los francos de la Cruzada Cristiana, quienes se unirían a ellos al cruzar el Río Jordán, cerca de la ciudad de Acre. Paliar la desventaja numérica era una prioridad.

—Son jóvenes —dijo el general Kitbuqa, cabalgando a paso lento—. Pero hay intensidad en sus miradas. ¿No lo crees, Sarangerel?

—Han adquirido experiencia en estos meses, general —afirmó. Su armadura de cuero, revestida de placas de acero, brillaba con intensidad—. Han dominado con rapidez el arte de disparar sobre caballos, y de rajar con fuerza y velocidad.

—Fuiste emisario, Sarangerel, y dominas las lenguas romanas. Nos acompañarás como un comandante, pero tu camino se desviará en el momento que entremos en el Reino de Jerusalén. Te encontrarás con el ejército franco que ha prometido ayudarnos, en Acre, y los guiarás hasta nuestro encuentro en el Río Jordán.

—Acre —susurró, buscando a Roselyne entre los guerreros. Fue fácil ubicarla debido a su rubia caballera recogida, y era inevitable sentir cierto orgullo al verla llevando una armadura de cuero como la del resto de los mongoles. A su lado, Odgerel, cuya sonrisa destacaba tanto como los revestimientos de acero en su pecho que refulgían con intensidad.

—Deja el comando de tu ejército a alguien de confianza, Sarangerel.

—Me llevaré a mi escudera, su dominio del idioma francés será de mucha ayuda en Acre. Y el segundo comandante de mi ejército no necesita presentación.

—¡Ya era hora! —gritó Odgerel, rompiendo fila para unirse a los líderes—. Me gustaría acompañarte a Acre, a ver si está la reina, pero supongo que no sería propio de un mongol poner a una mujer antes que una guerra.

—Solo los comandarás por un par de días, perro, no te emociones demasiado —carcajeó mientras Roselyne también rompía fila para ir al lado de Sarangerel. En la cabeza de la mujer solo asomaba una idea.

—¿Vamos a Acre, Sarangerel? ¿Junto al Rey Luis?

—Luego hablaremos —en plena guerra, apremiaban otros asuntos antes que venganzas personales—.Tú y yo cabalgaremos tan rápido como sea posible. Cada siete leguas encontraremos puestos en donde cambiaremos de caballo para seguir galopando. Es así como llegaremos rápido.

—O sea que vamos a Acre —concluyó, sin hacerle realmente mucho caso.

—Permíteme, general Kitbuqa—Sarangerel desenvainó su sable.

—Son todos tuyos, comandante —lo invitó a ocupar su lugar—. Dales alas para ganar esta guerra, para que sus voluntades vuelen sobre la arena del desierto.

—¡Escuchad, hermanos! —Sarangerel levantó su sable al aire e inmediatamente llamó la atención del ejército. Su mirada era feroz como la de un lobo, y los que lo conocían bien callaron, pues a sus ojos, era tan líder de los mongoles como el propio Kitbuqa Noyan.

Cabalgando a paso lento frente a la fila, con la brisa cálida del desierto meciendo sus largas trenzas, observaba a los ojos de cuanto guerrero se cruzara en su mirada.

—¡Escuchadme bien, hermanos! ¡He estado en El Cairo y he visto a nuestros enemigos, a esos enormes ojos suyos! ¡He visto a los guerreros del sultanato mameluco! ¡Esclavos de origen turco provenientes del mar Negro, a quienes el Sultán ha subyugado y convertido al islam! “Mameluco”, “poseído”. Están lejos de sus tierras, peleando batallas que no pueden pelear sus dueños. ¡El lazo que les une al sultanato es demasiado débil, lo he visto en sus ojos cuando estuve en el Cairo, lo he notado en cada sablazo que he intercambiado contra ellos!

“Decisión inteligente la de ofrecer el comando a un emisario”, pensó Roselyne, escuchando atentamente. “Conoce al enemigo mejor que nadie, y a sus aliados los conoce como si de hermanos se tratasen”.

—¡Luchamos por un imperio, por una familia que nos espera en Mongolia o que nos observa allá arriba, al lado del Dios Tengri! Este lazo no nos lo romperán fácilmente. He visto al Sultán Qutuz a los ojos, a su general, Baibars. Y la sonrisa no me la quita nadie, hermanos, porque supe que ellos no tienen un ejército como el nuestro. Sus hombres carecen de raíces puras, son simples sirvientes, simples “poseídos” que no merecen ni siquiera tener caballos.

Poco a poco afloraban las sonrisas. Algún que otro bramido de algarabía se oyó perdido entre el tumulto de jóvenes. Su modo de hablar atraía a más guerreros, invitaba a levantar sus sables al aire y aullar. Si antes las palabras lo acuchillaron de dolor hasta casi matarlo, ahora Sarangerel las usaría a su favor.

—Os miro a los ojos, hermanos… ¡Y esta sonrisa no me la quita nadie! ¡Porque veo a cada uno de ustedes, y puedo ver a una familia detrás de ti, a una hermana detrás de ti, puedo ver a una madre tomándote del hombro a ti! Yo tengo un hijo que me espera en Suurin, y planeo sostenerlo en mis brazos cuando termine esta guerra. Esos son los lazos que nos hacen fuertes. ¡Estos lazos son los que nos convierte en el temido ejército invencible!

“Tiene una lengua hábil”, pensó Odgerel con una sonrisa, acariciando a su caballo.

—El sendero hasta nuestras familias es largo, pero soy uno de vuestros comandantes, y lucharé por protegerlo, no lo duden. Síganme hasta el fin del mundo, solo pido eso. Llevemos el reinado del terror hasta sus tierras, como cazadores persiguiendo a un zorro, mostrémosles a qué se están enfrentando. ¡Seamos los demonios de sus peores pesadillas, y los ángeles de los lazos que protegemos, solo pido eso, y prometo hacer honor a la confianza que habéis depositado en mí! —notaba cómo bullía el fervor en los ojos de sus soldados, que ahora levantaban sus sables con gritos de guerra. Querían partir, querían hacer suyo el mundo y desperdigar su bravura sobre la sufrida arena del desierto.

“Discurso bastante distinto al que daría el Kan Hulagu”, pensó el general Kitbuqa. “Él ahondaría en el miedo y el terror, ahondaría en nuestra sangre heroica y feroz. Pero este ha sabido llegarles a sus corazones como el mismísimo Kan”.

—¡El destino nos llama, hermanos! —gritó el comandante, emprendiendo una veloz carrera hacia el desierto, inmediatamente seguida por toda la caballería con gritos de guerra. El suelo vibraba, la tierra misma parecía sucumbir de miedo ante el peso del ejército más temido, que ahora partía rumbo a una nueva batalla.

“Este hombre”, pensó Kitbuqa, apurando la cabalgata para ir a su lado, viendo cómo todo el ejército lo seguía en un ensordecedor griterío que no había escuchado desde hacía años. “Sobrecoge solo estar a su lado”.

El ejército mongol partía de Baalbek para atravesar un cruento desierto que le guardaba sus propios secretos. Pero tupidos de esperanzas, deseos y anhelos entre el cabalgar ensordecedor sobre las castigadas arenas del desierto, los dignos herederos del imperio más poderoso que jamás conoció el mundo partían rumbo a una nueva conquista.

Pronto, el ejército invencible conocería su verdadero destino.

Continuará.

Relato erótico: “Viviana 2” (POR ERNESTO LÓPEZ)

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Viviana 3

Empezó con su relato, un poco desordenado por el alcohol y por el apuro de cumplir con mi exigencia para que la siguiera garchando.

Muy de niña, 7 u 8 años descubrió por casualidad que tocándose la conchita sentía cosas agradables. Fue experimentando y encontrando que era lo que más le gustaba, además de los deditos se empezó a introducir otras cosas: lápices, marcadores, mangos de cepillos.

Su madre, una mujer muy católica y estricta, solía pegarle por la mínima travesura y encerrarla durante horas en un baño de servicio. El padre siempre estuvo ausente, trabajando en su escritorio o los fines de semana visitando algunos de sus campos.

Un día la mamá la encontró en su cuarto con el camisón levantado, sin bombacha, en pleno goce, metiéndose un marcador bastante grueso en la concha, casi la mata, allí mismo la desnudó y le pegó hasta cansarse con la zapatilla. Le dejó todo el culito rojo y la encerró en el baño por un largo rato gritándole que no se le ocurriera tocarse.

Esto sólo logró que se excitara más, al haberse interrumpido su paja y saberse descubierta no sólo no la inhibió, sino que aumentó su calentura; ni bien se fue su madre se volvió a masturbar en silencio, mordiéndose la lengua para no hacer ruido y terminó con lo que habían interrumpido.

A partir de ese día supo que lo que hacía no era original: por todas las barbaridades que dijo su mamá era algo ya inventado, pero prohibido; lógicamente se dedicó con todo su empeño a tratar de averiguar más.

Preguntó a sus compañeritas del colegio de monjas, algunas hacían lo mismo que ella, otras que tenían hermanas mayores estaban mejor informadas, le fueron contando y así obtuvo algunos datos, escuchó por primera vez palabras como coger, concha, paja, poronga, de sólo oírlas se mojaba.

En su búsqueda de conocimiento le preguntó a una monjita joven quien se mostró muy interesada en colaborar, a los pocos días la llevó a su cuarto y tuvo su primera experiencia sexual con otra persona, aun recuerda como disfrutó el sexo oral que recibió pero más el que ella le practicó a la monja siguiendo sus enseñanzas.

Lamentablemente a la monjita la trasladaron al poco tiempo y se quedó sin su amante, tuvo que seguir con sus prácticas solitarias las cuales fue mejorando. Aprendió que también le daba placer tocarse los pezones, meterse un dedo en el culo, sentir su olor y después chuparlo, a veces se aguantaba hasta el dolor las ganas de mear, eso también la hacía gozar.

Su madre seguía con las palizas, por sorprenderla en sus toqueteos o por otros motivos, a veces a mano limpia, a veces con una zapatilla o con una gruesa regla de madera pero no había semana que no recibiera algún castigo. Siempre le sacaba la bombacha antes de pegarle incluso si había otras personas presentes, parecía incluso que prefería hacerlo cuando estaba alguna de sus amigas en la casa.

Viviana lo disfrutaba y precedía a una paja desaforada, muchas veces hacía macanas a propósito para que le dieran una buena tunda. Tanto se acostumbró a esto que si no recibía un castigo de su mamá, ella misma se autoflagelaba de alguna forma para sentir dolor antes y durante la masturbación.

Siguió así durante toda la primaria, ya sabía en teoría lo que era coger y deseaba empezar cuanto antes, pero casi no tenía contacto con varones y se hacía difícil. Así que tuvo alguna otra relación lésbica con alguna compañerita y más que nada disfrutaba los placeres solitarios de infinitas pajas. Eso si, fue probando metiéndose en sus dos agujeros objetos más contundentes, el mango de la escobilla, vegetales apropiados, botellas y frascos, aerosoles de perfume. etc. Nunca supo cuando perdió su virginidad.

La secundaria la hizo en un buen colegio bilingüe MIXTO, por supuesto que se sintió en la gloria, no había transcurrido un mes de clases y ya tenía un noviecito con el cual logró su primer polvo con una verdadera pija.

A los pocos meses ya se había cogido a la mitad de los varones del curso y seguía probando, no era que no le gustaran, pero quería conocer otros, además la mayoría la trataba como a una princesa y eso no la satisfacía, la mayoría de las veces se quedaba con ganas de más.

Por supuesto su fama se fue difundiendo por el colegio y pronto tuvo ofertas de chicos más grandes, de años superiores, allá fue y se encamó con muchos de ellos, algunas veces con varios juntos, tuvo su primera doble penetración antes de ser señorita.

Ya era una experta cogedora cuando llegó la menstruación, se lo comentó a su madre y esta se ocupó, no de contenerla ni ayudarla, sino de asustarla con la posibilidad de quedar embarazada y exigirle llegar virgen al matrimonio, si supiera…

Pero algo de éxito tuvieron sus palabras, disminuyó un poco los encuentros con chicos y se dedicó más otra vez a las pajas y a las mujeres.

Así encontró algo nuevo: dos compañeras que siempre estaban juntas y se rumoreaba que eran tortilleras; se acercó a ellas, al principio no le dieron bola, casi se les regaló, algo la atraía.

Resultaron ser pareja y la aceptaron como su juguete sexual, le hicieron jurar que si quería estar con ellas debía transformarse en su esclava y hacer absolutamente cualquier cosa que le pidieran, aceptó feliz.

Se sentaban las tres juntas, en el mismo banco, a veces le tocaba el extremo que daba al pasillo donde más la veían los profesores, en esos casos la hacían mostrarse de la manera más impúdica, se tenía que levantar la pollera después de que le habían sacado la bombacha, le hacían abrir las piernas y que la vieran así profesores/as y compañeros/as.

Otras veces se tenía que abrir la camisa del uniforme casi dejando las tetas al aire luego de que le habían pellizcado fuerte los pezones para que estén bien parados y le escribían sobre las tetas con marcador al alcohol PUTA, CERDA y otras cosas por el estilo. Antes de volverse a su casa pasaba largo tiempo en el baño tratando de borrar esas leyendas, nunca le devolvían la ropa interior.

Cuando la sentaban al medio de ambas se pasaban toda la clase masturbándola sin compasión, pellizcando sus pezones, metiéndole cualquier cosa en el culo y obligándola a sentarse hasta que se enterrara bien, ella no podía decir nada y debía aguantarse para que no se dieran cuenta los docentes, aun así creía que muchas veces se hacían los distraídos.

Todos los días imaginaban una humillación o un castigo nuevo y ella era la chica más feliz sobre la tierra, sólo se entristecía cuando la ignoraban. A medida que fueron tomando confianza y viendo que Viviana respondía, fueron subiendo el nivel de perversión.

Un día, en el último recreo la hicieron ir al baño, buscaron el cubículo más sucio, mearon ambas y después obligaron a Viviana a tomar el agua del inodoro junto con las anónimas meadas anteriores, mientras le pegaban en el culo y la pajeaban sin parar, quedó hecha un asco pero feliz.

Otras veces la exhibían impúdicamente en público, en el centro comercial, en la calle, hasta en la iglesia, obligándola siempre a mostrar a quien quisiera verla sus tetas, su concha o su culo.

Una vez la desnudaron completamente y la dejaron en un baño de un bar llevándose la ropa, ella se metió en un cubículo dejando la puerta entreabierta para ver cuando volvían, pero pasaron horas, crecía la angustia y no sabía que hacer; a las cansadas aparecieron, se hicieron chupar las conchas antes de devolverle su ropa, Viviana, agradecida, lo hizo con más empeño que nunca y bebió con placer cuando se mearon en su boca.

Más adelante se les ocurrió que podían ganar dinero además de humillarla aun más y la empezaron a alquilar, primero a compañeros del colegio, pero estos a su vez corrieron la bola y se fue ampliando el mercado.

Así tuvo que coger con hombres y mujeres que la trataban como lo que era: una verdadera puta, aunque ella no recibía nada más que la leche de los clientes, la plata era para sus dueñas. En esta época participó de verdaderas fiestas, como las “amigas” eran chicas confiables, su mamá la dejaba quedarse el fin de semana con ellas, estás la obligaban a ser el centro de atracción de verdaderas orgias sadomasoquistas donde era el juguete sexual de pervertidos y degenerados.
De allí se iba el lunes al colegio demacrada, fundida, con todo el cuerpo dolorido, pero feliz,

Eso si, la cuidaban, ellas se ocuparon de conseguirle las pastillas anticonceptivas para que pudiera coger sin forro sin riesgo de quedar embarazada.

Mientras me contaba todo esto alternábamos entre seguir tomando whisky y coger. Me calentaban mucho sus comienzos infantiles y el morbo que la había rodeado toda la vida.

Cuando llegaba a las partes más perversas notaba que le daba cierta vergüenza hablar, una cosa es dejarse llevar por la calentura y otra contárselo a un casi extraño. Yo aprovechaba, le pedía más detalles, que me cuente que había sentido y le exigía que no se le ocurriera ocultar nada.

Terminada la secundaria continuó con sus estudios, ingresó en la universidad, en la carrera de sicología, pero más que nada seguía de joda, ya era mayor de edad y su madre no podía dominarla, tuvo que dejar de pegarle (ya era grande) y Viviana vivía para dar rienda suelta a sus deseos.

Pero la madre encontró la forma de frenar sus bajos instintos, la encaró un día y le dijo que si no terminaba con sus andanzas se tendría que ir de la casa, que ellos no iban a mantener a una puta que andaba todas las noches acostándose con cuanto tipo había.

Viviana lo pensó, por unos días pasó por su cabeza la idea de irse y dedicarse profesionalmente a lo que mejor sabía hacer: coger. Pero no era tan fácil, sabía que tendría que buscar un “protector” el cual se quedaría con un parte importante de las ganancias, tenía que alquilar un departamento, etc

Además estaba muy acostumbrada a vivir bien, su padre era rico y siempre había tenido todo lo que quería, sería muy difícil mantener ese nivel de vida.

Entonces hizo lo más sencillo, juró a su madre que enmendaría su vida, dedicó más tiempo a sus estudios y se ocupó de disimular muy bien cuando lograba encamarse con alguien fingiendo estar en la biblioteca o estudiando con una amiga.

Un día conoció un chico bastante lindo que estudiaba para marino mercante, se pusieron de novios y luego de un tiempo se casaron, en realidad a ella nunca le gusto la idea de estar casada, pero este era el candidato perfecto: cuando se casaron él estaba recién recibido.

Volvieron del la luna de miel que pagó papá en el Caribe (donde cogió por primera vez con un negro bien pijudo) y en poco tiempo el marido partió en su primer viaje, dejándola sola por más de un mes.

Nuevamente en la gloría, ahora su madre no podía ejercer su control, ella supuestamente seguía estudiando, pero lo que realmente estudiaba era la forma ser más promiscua cada día.

Volvió a garchar con todo lo que podía, hombre, mujer incluso algún perro. Cuenta que fue la mejor etapa de su vida porque por fin podía dar rienda suelta a sus deseos sin que nadie la controlara.

Encontró algunos amos y amas que eran sus relaciones preferidas, algunas con mucho dolor y humillación, pero también cogía con cualquiera que pintara, no lo hacía asco a nada.

Así fue que una vez, por una apuesta con una amiga, se cogió a 15 tipos al hilo, terminó llena de leche pero la otra tuvo que pagar la cena.

Otra vez en una quinta armaron una orgía de fin de semana, en pleno verano la estaquearon desnuda al sol todo el día sin darle agua ni comida, sólo de vez en cuando venía alguien, le quitaba la mordaza y la meaba en la boca, ella agradecía. Pasado el medio día la dieron vuelta y las pusieron de espalda para cocinar el otro lado. A la noche la vinieron a buscar, no podía ni caminar, la llevaron entre dos en andas, la colgaron con las manos juntas de la rama de un árbol y azotaron su cuerpo con ortigas, cuenta que fue el dolor más intenso que sintió en su vida, tuvo varios orgasmos muy intensos mientras le pegaban.

Siguió con esta rutina bastante tiempo, el marino viajaba y ella disfrutaba, sólo un semana cada tanto debía portarse bien y hacer de esposa, el resto del tiempo tenía vía libre para disfrutar del sexo más bizarro que conseguía.

Hasta que un día quedó embarazada, no estaba en sus planes, parece que fallaron las pastillas y ante el hecho consumado decidió tenerlo, aunque no estaba segura quien era el padre.

Estando embarazada siguió cogiendo como siempre, aunque se cuidó un poco de las sesiones de sado, sólo aceptaba humillación o castigos suaves.

Nació el nene y por un tiempo frenó sus farras, tenía que ocuparse del niño y no tenía casi oportunidad de salir, aunque recibía muchos llamados de amantes que querían aprovechar que estaba amamantando para beber su leche.

De vez en cuando conseguía dejar al niño con alguien y se hacia una escapada a revolcarse con algún degenerado. Como eran pocas las oportunidades había que aprovecharlas al máximo, así que siempre elegía alguien bien morboso para darle.

Cuando el nene tuvo edad suficiente lo llevo a una guardería, así logró tener algo de tiempo para ella y echarse un polvito rápido o, más a menudo, poder hacerse una buena paja recordando sus andanzas. En estos casos le gustaba autoflagelarse, se pegaba a si misma, se ponía broches de la ropa en las tetas y la concha, se clavaba alfileres, comía porquerías y recién allí se metía algo bien grande para llenarse la concha y gozar como la perra que era.

Cuando el hijo creció empezó a ir al jardín de infantes y ella dispuso de un poco más de tiempo, pero en la mañana no era muy fácil encontrar alguien disponible, así que muchas veces seguía con sus sesiones solitarias.

Y allí llegué yo, no era un adonis pero tenía una pija nada despreciable, mucha energía sexual y lo más importante: podía disponer con bastante libertad de mi tiempo.

Estaba muy claro que, si bien Viviana era la esclava y yo el amo, en realidad siempre llevó ella el control de nuestra relación, ella la buscó, después la llevó para el lado del sado que era su preferencia y me fue demostrando muy explícitamente que le gustaba.

Estaba amaneciendo cuando me fui de su casa, ella quedó medio borracha, agotada de tanto coger, en un rato tenía que llevar el nene al jardín, todo perfecto, yo me fui a descansar.

Continuará

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