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“Verónica” LIBRO PARA DESCARGAR (POR DANTES)

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Resumen:

Daniel es un hombre afortunado, tiene una esposa preciosa y muy sensual. Con Verónica disfrutan de un feliz matrimonio, una relación que viven desde la universidad. De jóvenes y recién casados aprovechaban la vida a concho, un estilo de vida que se truncó una vez que se convirtieron en padres. Una noche dejaron a su pequeño al cuidado de su abuela y salieron a recordar viejos tiempos. Daniel nunca creyó que esa noche cambiaría su vida. Una historia de confesiones candentes y de turbias infidelidades. Una esposa descontrolada, un marido perdido entre la desesperación y la lujuria.

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Para que podías echarle un vistazo, os anexo el primer CAPÍTULO: 

 

VERÓNICA
CAPÍTULO 1

Pocas situaciones en la vida pueden quitarte el control de las cosas y de ti mismo al grado en que este incomprensible suceso me lo quitó a mí. Me quitó el poder de decisión, me quitó mi sensatez… A veces pienso que aún no puedo recuperarla, y a veces que quizá ese día la recuperé de verdad. No sé. Hay momentos en que me siento mucho mejor de como me sentía antes de ese día, y a ratos siento el peso de la culpa sobre mis hombros. Cambió mi vida… nuestras vidas; desató en mí cierta lujuria que antes habría sido incapaz de sentir, o admitir. Debo confesarme, exponer esta experiencia, y esperar que ustedes nos juzguen, me juzguen a mí y a mi mujer, aunque ella no piense haber hecho nada malo; más bien piensa haber renacido con todo esto… ¡Maldita sea! ¿Se dan cuenta? Es en estos momentos cuando me siento bien… bien por ella y bien por la excitación que me produce su nueva forma de ser, su nueva personalidad, su nueva forma de sentir, de vestir, su nueva forma de caminar, su nueva… vida. Es otra mujer. Dios, quizá siempre estuvo ahí, pero no la había visto; no me había dado el espacio o no había tenido el coraje de verla… Estaba ahí, escondida, e incluso a veces liberada; estaba ahí… ¡esperando salir!

Mi mujer se llama Verónica, y es una mujer hermosa. Mi nombre es Daniel, y me casé con ella hace cuatro años. Fue una boda de cuento de hadas, estábamos ansiosos y muy felices, habíamos esperado a que yo me titulara y consiguiera un buen trabajo. Éramos novios desde la secundaria, y ese día veíamos el comienzo de un matrimonio de ensueño; estábamos muy enamorados… bueno, aún lo estamos. El primer año de casados nos dedicamos a disfrutar de la vida; íbamos a restaurantes caros, viajábamos cuando el trabajo nos lo permitía, compartíamos mucho con amigos y pasábamos noches apasionadas a la luz de las velas. Todo eso cambió cuando nació nuestro hijo Tomás, pero no para mal sino para orientar nuestra felicidad en otra dirección. Ahora tiene dos años, y lo adoramos; Verónica dejó de trabajar para cuidarlo, pues yo obtuve un ascenso en mi trabajo, y eso equilibró nuestros ingresos.
Siempre he admirado la belleza de mi mujer. A menudo me daba cuenta de la envidia que provocaba en otros hombres cuando me veían tomado de la mano con ella. Es alta, esbelta; tiene una piel canela muy suave. Su rostro hechicero y su cuerpo escultural le permitirían sobresalir como modelo en el más exigente desfile de modas. Además, sus pechos conservaron el par de tallas que ganaron después del embarazo; por lo que créanme cuando les digo que hoy por hoy tiene una delantera impresionante; unos senos firmes y redondos como melones, y unos delicados pezones que reinan sobre su inmaculada y tersa piel… Uf, sólo les digo, en forma objetiva, que es sencillamente hermosa.
Ahora que lo pienso, todo lo que ahora me pasa, lo que ha motivado que escriba esta historia, no ocurrió en forma paulatina. La verdad es que el nacimiento de mi nueva mujer fue cosa de un día, y ni siquiera de un día, sino de una noche. La mujer atrapada dentro de mi esposa se escapó de súbito esa noche, y aprovechó su mejor recurso: la sorpresa, para hacer lo que quiso conmigo.
Hace cerca de un mes y medio cumplimos nuestro cuarto aniversario de matrimonio. Decidimos salir a celebrar, como lo hacíamos por cualquier cosa en nuestro primer año de casados. Ella compró con antelación un vestido muy livianito y escotado. Era una prenda de tela fina, de un color rojo semiapagado, que resaltaba espectacularmente las formas de su cuerpo. Le llegaba hasta poco más arriba de medio muslo; unos finos tirantes surcaban sus hombros y luego de cruzarse en su espalda desnuda acababan sujetos a una cuarta por sobre sus caderas. Esos tirantes me mataron desde que los vi; si algo admiro en una mujer son los pechos firmes, y la forma como se tensaban esos tirantes para sujetar los senos de Verónica… Uf… me dejaron realmente pasmado. Al mirarla de lado uno creía poder introducir su mano entre los tirantes y el pecho de mi mujer, sin tocar los tirantes ni su piel.
Pasé todo ese día en la oficina ansioso por verla esa noche, arreglada para nuestra cita, imaginándola con ese vestido y unos lindos zapatos de taco alto; además, sabía que a ella le gustaba ponerse medias brillantes para lucir sus preciosas piernas; y también Verónica sabía que a mí me volvían loco sus portaligas. ¿Qué más decir? Mi imaginación no hacía más que congelar el tiempo; esa mañana y esa tarde se volvieron una eternidad.
Cuando llegué a casa mi paciencia se vio recompensada. Nunca había visto a mi esposa tan bella y deseable. Mis instintos despertaron de inmediato al verla con aquel vestido, los zapatos y las medias brillantes con que la había imaginado. Mientras bajaba la escalera levantó intencionalmente su falda para mostrarme el portaligas de encaje que ceñía la parte alta de sus muslos; era negro con costuras rojas; nunca se lo había visto, seguramente era una sorpresa planeada para mí, y wow, claro que sí, fue una grandiosa sorpresa.
Habíamos planeado todo para esa noche. Dejaríamos a nuestro hijo con la madre de Verónica y nos iríamos a algún bar de los que frecuentábamos en nuestros años de universidad. No eran muy elegantes, pero ella tenía ganas de rememorar viejos tiempos, y yo, como se veía esa noche, no era capaz de decirle que no en nada. Disfrutaríamos una cena romántica, pasaríamos a recoger a Tomás, y volveríamos a casa para despedazarnos en la cama.
Llegamos a la casa de mi suegra como a las ocho y treinta, y me bajé a saludarla. Me llevo bien con ella, y siempre que nos vemos conversamos un poco de cómo están las cosas. Pero esa noche yo no quería perder tiempo, así que decidí limitarme a hacer acto de presencia, para evitar que Verónica se quedara pegada hablando con su madre. Mientras intercambiábamos los saludos de costumbre y contemplábamos cómo Tomás se reía en los brazos de su abuela, vi de reojo que Ramón, mi suegro postizo, no le quitaba el ojo de encima a mi mujer.
Ramón es el padrastro de Verónica, y se casó con Gladys, mi suegra, dos años después que ella enviudó. Entonces mi esposa tenía dieciocho años, y tuvo que soportarlo viviendo bajo su mismo techo. Me contó varias veces que no se llevaba bien con él; me decía que era un depravado, y que a menudo lo había sorprendido espiándola detrás de la puerta cuando ella se vestía. Con el tiempo lo pude constatar; aquel viejo verde, ya casi en los sesenta, no perdía oportunidad de mirarle las piernas a mi mujer, por lo que yo, al igual que Verónica, apenas le dirigía la palabra. Más aún: hace poco Verónica me contó que, años antes de casarnos, había salido de fiesta con unas amigas y había vuelto a casa bastante pasada de copas. Se tiró sobre la cama vestida como venía, y se quedó dormida a los segundos de haber tocado la almohada. Me dijo que esa noche soñó con el rostro de su padrastro, y que en el sueño sentía manos recorriéndole los pechos y deslizándose por su trasero y entrepiernas. Ella pensaba que las manos eran mías, y se dedicó a disfrutar de los manoseos que sentía. Por eso a la mañana siguiente no le extrañó demasiado despertar bastante transpirada y con su escasa ropa muy revuelta, ya que sus sueños habían sido altamente eróticos. Pero le llamó la atención el ardor que sentía en los pezones, como si se los hubieran estado estirando toda la noche, y las molestias en sus nalgas, como si hubieran sido víctimas de fuertes apretones. Me confesó que se imaginó muchas cosas, cosas que no me detalló pero que me imaginé; pero prefirió olvidarse de todo para asegurar la estabilidad de su familia.
Bueno, volviendo a la noche de nuestra cita, mientras Verónica le daba la espalda, el degenerado de su padrastro miraba descaradamente su trasero y sus piernas. Parecía no importarle que yo estuviera ahí. Por mi parte, más allá de ver a un viejo verde, yo percibía algo así como una mala esencia en ese tipo, y sin embargo, de alguna forma lo comprendía. Ese infeliz había vivido cerca de diez años en la misma casa con la escultural mujer que es mi esposa, sin poder ponerle una sola vez la mano encima. De pronto me acordé de la película “Lolita”, esa de Jeremy Iron, y se me pasó por la mente la no tan descabellada idea de que Ramón se había casado con Gladys sólo para estar cerca de Verónica.
Cuando por fin salimos, Verónica me preguntó si me había dado cuenta de cómo la miraba su padrastro; parecía molesta, pero algo en su tono de voz me extrañó. Pensé que quizá sólo había sido una impresión mía, y le dije que esa noche estaba demasiado atractiva, así que se fuera preparando, pues iba a encandilar a muchos con su cuerpo.
―¿De verdad piensas que soy hermosa?―me preguntó con una sonrisa, apoyada coquetamente en el auto.
―No voy a responderte; voy a dejar que sola te des cuenta de lo que provocas con ese vestidito― le dije, y con gran esfuerzo aparté mi vista de ella y subimos al vehículo.
Nos dirigimos al centro de la ciudad. La noche, iluminada por numerosos letreros, empezaba a dar rienda suelta a una multitud dispuesta a disfrutarla intensamente. Recordé cómo Verónica y yo bailábamos hasta la madrugada, a veces visitando hasta tres locales durante la noche. Luego nos íbamos a algún motel o lugar apartado y nos hacíamos el amor hasta quedar exhaustos de placer.
Llegamos por la avenida Los Almendros. Las veredas, como siempre atestadas de gente, se dejaban pisotear por parejas y grupos que se perdían en los distintos pasajes de donde la música llamaba con estruendo. Avanzamos un par de cuadras y divisamos “El cuervo”, local que había sido nuestra base de operaciones hacía algunos años. Miré a mi esposa, y vi que una complacida sonrisa afloraba a sus labios; seguramente había recordado lo mismo que yo al ver el clásico letrero con un ave negra sosteniendo un jarro de cerveza entre las garras.
En el cruce con la calle Los Naranjos nos detuvo un semáforo en rojo. Miré a los transeúntes que pasaban ante nosotros, y vi a una chica parada en la esquina, junto a un buzón de correos. Sin duda esperaba a alguien, pues fumaba un cigarrillo mientras miraba hacia la parada de buses de la esquina opuesta. Era muy atractiva; vestía una minifalda y un peto bastante ajustados, y exhibía la esbeltez de su cuerpo de forma tan provocadora, que tenía a un grupo de tipos mirándola embobados.
Verónica se dio cuenta de que yo también la miraba. Pude notarlo en sus ojos cuando hicieron tal presión sobre mí que tuve que volver el rostro hacia ella.
―¿Te gusta esa tipa?― me preguntó.
Yo no respondí; estaba desconcertado, ella nunca había sido celosa. Iba a preguntarle a qué se refería cuando puso su dedo índice en mis labios y me sonrió; acto seguido, cogió del asiento un volante que habíamos recibido unas calles atrás y abrió la puerta. Bajó del auto y empezó a caminar hacia la chica. Su contoneo era increíble, parecía una pantera en busca de su presa. Llegó junto a la muchacha; yo estaba intrigado, me preguntaba qué pretendía. Levantó el volante que llevaba en la mano, lo dobló justo a la altura de sus pechos, se inclinó un momento, levantando su cola como jamás la había visto hacerlo en público, y depositó el volante en el buzón. En ese momento me di cuenta de lo que había hecho: los ojos de los hombres que miraban a la muchacha de minifalda se voltearon hacia mi esposa, como si hubieran desechado un premio de consuelo por el premio mayor.
Verónica volvió al auto tal como había ido hacia el buzón. No se había dignado mirar a aquellos hombres, pero en la sonrisa que me dirigía mientras se acercaba se notaba la seguridad de atraer sobre sí la atención de cualquier macho que se topara con sus curvas. Entró en el vehículo, y yo sólo salí de mi embobamiento cuando me percaté de los bocinazos que me dirigían los conductores que estaban detrás. “¡Muévete, idiota, tienes luz verde hace rato!”, me gritó uno.
Avancé lentamente. Un poco más allá nos topamos con un auto que abandonaba su estacionamiento. Me pegué justo detrás para que nadie se me adelantara, y después de un par de maniobras ocupé su lugar.
Apagué el motor, miré a Verónica y empecé a reírme. Ella hizo lo mismo, y un momento después nos retorcíamos a carcajadas.
―No puedo creer lo que acabas de hacer…― le dije, con la voz entrecortada por la risa—. Esa pobre chica no pudo hacer nada…
—Con esos hombres no, pero ¿qué pasó contigo?― preguntó, tratando de ponerse seria y dirigiéndome una maliciosa mirada.
―Creo que les diste ese espectáculo a propósito― dije, simulando celos.
―Ellos fueron parte del espectáculo que te di a ti. ―Y cambió de tema por completo, mientras señalaba la callejuela atestada de gente.
—¿Qué te parece si caminamos por el paseo Quermez?
El asunto me estaba empezando a gustar. Me gustó lo que acababa de hacer, y saber por qué lo había hecho aumentó mi interés, pero pensé que sería bastante más grato conversarlo en la cama.
―Podríamos ir a un lugar más elegante— repliqué.
―Por favor, quiero que recordemos nuestros tiempos de estudiantes― y puso una cara de niña mimada a la que no pude negarme. En verdad, esa noche no podía negarles nada a ninguna de sus caras.
El paseo Quermez es bastante conocido. En sí no es más que un callejón con variados locales de esparcimiento: restaurantes, pubs, bares, y un par de discotecas. Muchos estudiantes van a pasar ahí sus ratos de ocio, generalmente los fines de semana. Es bastante económico y atractivo, por lo que no es raro ver gente de distintos estratos sociales recorriéndolo de uno a otro extremo, mientras los mozos la asedian con variadas ofertas para tratar de llenar sus locales. Lo único malo son algunos insistentes que no te dejan tranquilo hasta que una de dos: o entras en su local o les dices de mala manera que desaparezcan. Por suerte son los menos.
Llegamos a la entrada del paseo, que sólo podía recorrerse a pie. La acera era de adoquines de piedra, y al medio, impidiendo el tránsito de vehículos, se alzaban altos árboles que debían de ser más viejos que yo: robles, naranjos y hasta pinos formaban una fila que se extendía hasta el fin del callejón. Las fachadas resplandecían de luces; era evidente que los dueños habían invertido bastante dinero en la remodelación de sus locales. Algunos restaurantes se habían trasformado en bares o pubs bailables, pero en general conservaban sus nombres y estilos arquitectónicos.
Llevaba a Verónica de la cintura mientras caminábamos. Por momentos nos mirábamos y sonreíamos; no sé si se acordaba de lo mismo que yo, pero de seguro se acordaba de algo; su mirada y su sonrisa delataban su complicidad conmigo. Decidimos dar una vuelta por todo el paseo antes de decidirnos por algún local. Volví a concentrar mi atención en lo atractiva que se veía esa noche, en cómo la miraban los hombres que pasaban a su lado. Reparé en que las miradas eran distintas, dependiendo de los tipos que se las dirigían. Algunos le miraban descaradamente el escote, otros se daban vuelta para contemplar el contoneo de su trasero, los menos se limitaban a mirarla a los ojos para luego recorrer fugazmente su cuerpo. Me hice el tonto, pero a ella parecía gustarle, pues no tardó en caminar como lo había hecho hacia el buzón. A mí la situación, más que enorgullecerme, me estaba haciendo subir la temperatura; la mujer a la cual todos esos idiotas miraban con cara de carnero en celo ya había sido mía muchas veces… y seguiría siéndolo. Ese pensamiento me resultó cómico, y volví a sonreír.
¿Para qué lo voy a negar a estas alturas? Me excitaba… Me excitaba ver a mi mujer enfundada en ese liviano vestido y caminando como una gata en medio de una multitud de tipos que la miraban como degenerados; hasta creí ver un par de chicas que le dirigían miradas análogas. Me la imaginaba en la cama mientras yo le recriminaba haberse expuesto como una libidinosa (en mi vida había pensado llamarla puta), y casi podía escuchar su voz diciéndome que lo había hecho para mí, que había calentado a esa tropa de imbéciles para que yo me diera cuenta de cómo la deseaban, “Y ahora estoy aquí, para que me des lo que necesito”, me decía con sus húmedos labios rozando los míos. Pero eso estaba sólo en mi cabeza; me desanimé pensando que ella nunca actuaría así, no me seguiría el juego. Cuando le recordara a los tipos mirándola, no sabría de qué le estaba hablando, y al rato me diría: “Ah… los del buzón; sólo fue para darte una pequeña lección”, y ahí quedaría todo. Me volví a alegrar cuando se me ocurrió que le contaría lo que había imaginado y le pediría que jugáramos, que hiciéramos teatro. Claro que planeado no sería lo mismo que espontáneo, pero “Qué diablos”, me dije, “peor es nada”.
Unos diez metros antes de llegar al restaurant “Druida”, sorprendí en la calle a uno de sus meseros mirando también descaradamente a mi mujer. Su cara delataba la sorpresa de tener a ese tremendo monumento en aquel lugar. Al principio me pareció gracioso, pero la desfachatez con que la miraba mientras nos aproximábamos me empezó a molestar. Era un tipo rechoncho y bajito, aparentaba unos cuarenta años, se notaba sudado, y seguramente su escaso cabello engominado no lo ayudaba a conseguir clientela para su local. Me dio la impresión de que Verónica se había percatado de las morbosas miradas que le dirigía, y sin embargo, seguía caminando en forma provocadora. Pensé en lo extraño que era aquello; parecía gustarle que la miraran así.
De pronto el tipo se adelantó y nos salió al paso.
―Señor, señorita, permítannos atenderlos en nuestro acogedor local. Tenemos muy buena comida, y a precios ridículos― dijo obsequiosamente, sin despegar los ojos del escote de mi mujer.
Me negué con un cortés “No, gracias”, pero él insistía. Se interponía en nuestro camino, casi lamiendo a Verónica con la mirada, como incapaz de renunciar a servirla. Después de unos minutos de palabras amables, con las que traté de deshacerme amigablemente de él, me sacó de quicio. Tomé a Verónica de una mano para llevármela de ahí, pero sentí que se resistía a seguirme.
―Quizás podríamos comer aquí— propuso, frente a los desorbitados ojos del molesto mesero, y noté que sus ojos emitían destellos de coquetería―. Además, creo que está remodelado. ¿Entramos?
Qué puedo decir, esa noche ella hacía lo que quería conmigo. Dejé que me guiara al interior del local, mientras el odioso mesero se deslizaba a su lado, disfrutando de la gloriosa vista que ella le brindaba. Pasamos frente al bar, y el tipo nos condujo a una mesa adosada a la muralla al final de la barra, al borde de una pista de baile. Nos sentamos, y el mesero nos trajo los menús. Mientras los leíamos se paró al lado de mi esposa, con los ojos clavados en su escote. Había en el local hombres que la habían visto al pasar a sentarnos, pero eran más recatados; ese tipo la miraba sin ningún disimulo, con todos sus sucios deseos pintados en el rostro. No sé si era porque el idiota ese me caía mal, o por mi impresión de que Verónica desplegaba ante él una sensualidad absolutamente inexplicable, pero el hecho es que estaba empezando a enfurecerme verla exponerse así a los ojos de aquel depravado.
Al rato nos sirvieron lo que habíamos pedido, y el mesero se largó afuera a conseguir más clientela. Nuestra conversación estuvo bastante entretenida, nos deleitábamos recordando viejos tiempos, pese a que por momentos notaba a Verónica un tanto ausente, como absorta en pensamientos o en sensaciones que yo no lograba atisbar. Le dije que no había perdido nada de su poder sobre los hombres; ella reía complacida, y creo que esa noche lo sentía más que nunca.
Terminamos de comer, y nos quedamos haciendo sobremesa. De pronto le dije que iría al baño y que después volveríamos a casa. El privado estaba al otro lado de la pista de baile, que se encontraba llena de gente, así que la rodeé para eludir a la muchedumbre. Mientras me lavaba las manos sólo pensaba en llevar a Verónica a casa para descargar toda la calentura que me había provocado verla exhibirse en la calle. Y debo confesar (muy a mi pesar) que sabía que la mirada degenerada que le había descargado el asqueroso mesero también estaría en mi cabeza cuando nos revolcáramos en la cama. Pero como iba a saber yo que tardaría mucho más de lo que esperaba para poder disfrutarla. Dios, ¡y es más!, como sabría que no sería el único en disfrutarla esa noche.
Salí del baño y, por entre la gente que bailaba, vi al mesero sentado de espaldas a la barra, mirando nuevamente a Verónica. Si hubieran visto esa cara, parecía un villano de película disfrutando con las fantasías que nacían de su mente sucia, y era obvio que esas fantasías tenían como protagonistas las piernas de mi mujer. Verónica no lo miraba, y sin embargo dejaba que su vestido se le subiera más arriba de la mitad del muslo en sus piernas cruzadas, hasta el comienzo de su portaligas; parecía que se lo estuviera mostrando a aquel tipo. Mi curiosidad y mi calentura pudieron más, y me quedé oculto entre la gente para ver qué pasaba. El mesero seguía sentado observándola, y pensé que ella sabía que la estaba desnudando con la vista, pero lo dejaba hacer. Sus movimientos, como no sabía que yo la estaba espiando, eran deliberadamente sensuales: echaba atrás los hombros para destacar su impresionante busto, y deslizaba una mano sobre sus piernas, para regocijo de aquel miserable. Incluso pude ver que durante un par de segundos clavó la mirada en el bulto que se le había formado bajo el pantalón. No aguanté más, esta vez la rabia ganó, y me abrí paso en la pista hasta llegar a la mesa.
Apenas me senté le pedí groseramente la cuenta a ese desgraciado. Al verme molesto apartó la vista de mi mujer y se fue a la caja. Verónica me miró; yo la conozco muy bien, y créanme lo que les digo: estaba excitada, a mí no me lo podía ocultar. Y aunque sea difícil de creer, a mí también me excitó. Cuando llegó el imbécil del mesero con la cuenta, yo ni siquiera la revisé, sólo puse mi tarjeta de crédito sobre la bandeja, y lo vi volver a la caja. No crucé una palabra con Verónica; ahora ella sabía que yo estaba molesto, así como yo sabía que ella estaba excitada; pero parecía tomarlo como un juego.
Dos minutos después apareció el mesero y me dijo que mi tarjeta estaba bloqueada, que no aprobaba el monto.
―No puede ser. Trate de nuevo, y esta vez concéntrese, ¿okay?― dije en forma despectiva.
―Traté varias veces, y el aparato no responde― respondió, ahora en un tono nada servicial, muy distinto al que le correspondía a cualquier mesero, como si estuviera cobrándole a un deudor moroso. Empecé a ver rojo, y ya lo iba a poner en su lugar cuando recordé que no traía la chequera; casi no la uso, siempre me manejo con la tarjeta de crédito y con la del cajero automático. Y la maldita suerte de ese día, o el maldito destino —qué sé yo— había dispuesto que ni siquiera anduviera con dinero efectivo. Me desconcerté unos segundos, supongo que a todos nos ha pasado alguna vez, nos ahogamos en un vaso de agua. Te descoloca que las cosas no salgan como las has planeado y te encasillas sin que brote la solución, por muy obvia que sea. Así me pasó a mí, hasta que de pronto brotó por sí sola.
―Entonces iré a un cajero automático y pagaré en efectivo— dije levantándome―. Vamos, Verónica— y extendí la mano hacia mi mujer.
El tipo me cerró el paso.
―No lo dejaré salir; nada me garantiza que volverá— dijo en un tono casi insultante.
Le ofrecí dejar mis documentos en garantía, pero el hijo de puta se negó. Discutimos un rato, y empezó a amenazarme con llamar a la policía. “Te voy a meter preso”, decía el desgraciado, como si estuviera tratando con un delincuente. Estábamos a punto de trenzarnos a golpes cuando Verónica se interpuso.
—¿Por qué no vas tú solo y yo me quedo, en garantía de que volverás a pagar?— propuso. Se volvió a sentar y se dirigió al mesero—. No pensará que mi marido me va a abandonar por una cuenta, ¿no?― le dijo, mientras cruzaba sus piernas. Dios, de nuevo tuve la impresión de que ella jugaba con ese baboso. El tipo se quedó mudo, y yo supe que no pondría inconvenientes. Me di cuenta además de que era la solución más rápida para salir de aquel estúpido embrollo en que me había metido.
―¿Estás segura?― pregunté.
―Claro que sí. Y regresa cuanto antes.
Miré al mesero, que hizo un gesto de aceptación y volvió a sentarse de espaldas a la barra, para seguir mirando a mi mujer. Yo no me sacaba de la cabeza que a ella le gustaba insinuársele, aunque sólo fuera para provocarme a mí, y eso me tenía encorajinado.
Me dirigí a la salida, y al pasar ante el cajero —un viejo de lentes que parecía estar en los huesos—, advertí que me asestaba una mirada cargada de sospechas; quizás era el dueño o el administrador, o por lo menos me dio la impresión de que pensaba que me iría sin pagar.
Salí lo más rápido que pude del paseo Quermez. Sabía que a dos cuadras había un cajero automático, pero cuando llegué, maldije mi mala suerte: un papel escrito a mano y pegado sobre la pantalla del aparato indicaba que estaba descompuesto. Lo peor era que no sabía dónde podría encontrar otro cajero cerca de ahí. Pregunté a unos tipos que pasaban, y me dijeron que siguiera tres cuadras por la misma calle, hasta una sucursal del Banco Sudamericano. Me demoré cinco minutos en recorrer los trescientos metros, y me encontré con un montón de gente haciendo cola por el sucio dinero. No tenía otra opción que sumarme a la fila, sentía que no avanzaba nunca, y los catorce minutos que me demoré en obtener los billetes me parecieron una eternidad.
Volé de vuelta al restaurante. Antes de entrar miré mi reloj; había transcurrido más de media hora. Pero ya estaba ahí; pagaría la cuenta y sacaría a Verónica de ese antro al que estaba seguro de no volver jamás. La busqué en la mesa donde la había dejado, y casi me sobreviene un ataque: no estaba ahí. ¿Y el maldito mesero? Recorrí con la vista todo el local, y tampoco estaba. Miré para todos lados, sin saber qué hacer. Al fin me dirigí a la caja, seguramente el viejo que la atendía podría darme algún indicio al respecto. Pero sólo había un garzón parado a un costado, como si hiciera guardia. Estaba a punto de interpelarlo cuando detrás de la barra se abrió una puerta, y vi que el viejo salía de lo que parecía una oficina. Al verme me hizo un gesto para que esperara, y volvió a entrar. Salió después de unos tres minutos, se instaló en la caja y me presentó la bandeja con la cuenta. Saqué el dinero, le pagué, y después revisé minuciosamente el local, decidido a encontrar a Verónica. Incluso me asomé al baño de mujeres. Pero no se encontraba en ninguna parte. Mi alarma crecía cada vez más, y estaba a punto de volver a la caja para exigirle al viejo que me dijera qué había pasado con ella, cuando la vi aparecer por la misma puerta que había detrás de la barra.
No dije nada, la tomé de la mano y salimos a la calle. Sentí alivio por haberla sacado de ahí, pero al mismo tiempo me invadían toda clase de dudas y sospechas. ¿Qué hacía ella en esa oficina? No lo sabía, y no se me ocurría nada; estaba furioso, y me puse peor cuando advertí que respiraba agitadamente, que tenía la cara encendida y que acababa de retocarse el maquillaje. ¡Dios!, me parecía estar dentro de una pesadilla.
Llegamos al auto, lo puse en marcha y salí del sector. Manejé un rato con la vista fija en el pavimento que tenía delante. Ella no decía una palabra, y ni siquiera me miraba. Al fin no aguanté más y detuve el vehículo en una calle solitaria.
─¿Qué diablos hacías en esa oficina?— le pregunté, sin disimular mi rabia.
Verónica me miró y bajó la vista; parecía confusa, e incluso indefensa. Yo estaba a punto de estallar, cuando de pronto vi que se operaba en ella un extraño cambio. Había caído en una especie de trance, y empezó a hablar con voz monótona aunque nítida, mientras mantenía los ojos abiertos pero la mirada perdida, como si estuviera viendo mentalmente lo que describía.
“Apenas te fuiste, el mesero me dijo que necesitaban la mesa y que podía esperar en el despacho del dueño. Acepté… Lo seguí detrás de la barra y entramos en la oficina de la que me viste salir. Había un escritorio, un par de sillas y un sillón pegado a la muralla. Me senté en el sillón, pensé que el hombre volvería a trabajar, pero se quedó apoyado en el escritorio. Me miraba igual que antes, pero ahora no había nadie más, y me puse nerviosa… Me recorría el escote, las piernas… y empezó a decir que lo que habíamos hecho estaba muy mal, que si hubiera querido nos habría metido presos a los dos. Sabía que era estúpido, pero el tono en que lo decía era atemorizante… Yo no decía nada, sólo escuchaba mientras decía que debía agradecer que te hubiera dejado ir a buscar el dinero sin llamar a la policía”.
Yo no sabía qué decir. Sentía que mis temores estaban a punto de confirmarse.
“De pronto cambio de tema”, siguió Verónica. “Me dijo lo bien que me veía con este vestido, que era una mujer estupenda y que le había parecido muy sensual desde la primera vez, cuando me había visto fuera del local. Me dijo que era un placer verme caminar, que ese placer sería aun mayor si lo hiciera ahí, en la oficina, y me tendió una mano para ayudarme a levantarme. Yo me sentía confundida, me halagaban sus palabras, pero dudaba de sus intenciones, los nervios no me permitían reaccionar. Al fin me paré y di unos pasos por la habitación”.
Yo la miraba sin poder creer lo que oía; ella sólo miraba sus manos, que ahora se deslizaban acariciadoramente por sus piernas. Estaba furioso; mi mujer le había modelado a aquel tipejo, a ese hijo de puta con el que casi me había trenzado a golpes. Pero más furioso me sentía aún porque su relato estaba empezando a excitarme. Clavé la vista en el parabrisas y seguí escuchando.
“Estaba un poco asustada”, continuó mi esposa. “Caminé de la mejor forma que pude, de la forma que más le podría gustar, sólo quería que se quedara ahí mirándome, apoyado en el escritorio. Me sentía admirada, deseada por aquel hombre, me gustaba mostrarme, y sin saber cómo decidí jugar. Empecé a caminar sensualmente, mientras su mirada me quemaba― para mi asombro, Verónica hablaba sin el menor asomo de vergüenza—, a contonearme cada vez más cerca de él, hasta casi rozarlo en cada vuelta, me gustaba verlo devorarme el escote con los ojos, me sentía más deseada que nunca. De pronto estiró una mano y me dejó un tirante del vestido colgando de mi brazo… No hice nada, seguí caminando, y cuando volví a pasar junto a él sacó de mi hombro el otro tirante, y el vestido quedó enrollado en mis caderas. Traté de subirlo, pero él fue más rápido, sujetó mis manos y me dijo al oído: “Por favor, siga caminando”. Solté el vestido, que se deslizó hasta el suelo, dejándome sólo en ropa interior. La ropa que me había puesto para ti”.
Cuando dijo eso me dirigió una mirada neutra, como si no estuviera hablándome a mí, sino a una réplica que ocupara mi lugar en su cabeza. Yo sentía unos celos espantosos, y al mismo tiempo una tremenda erección.
“Tú eras el único que me había visto con este juego de ropa interior, y ahora lo estaba haciendo aquel tipo… Pero seguí caminando. No quiero mentirte Daniel, seguí caminando, más orgullosa y sensual que antes. Ese idiota no había visto un cuerpo como el mío en toda su vida, y su mirada irrespetuosa me quemaba la piel. Sentirme tan deseada y expuesta me descontrolaba por completo. Y seguí, sin que me importara mostrarle mi trasero casi desnudo a ese degenerado”.
Yo no hallaba palabras, o más bien callaba, porque si abría la boca seria sólo para insultarla. Además, no quería que se diera cuenta del bulto que me había crecido bajo el pantalón. No me atrevía a mirarla, pero creo que mi silencio la estimuló a seguir hablando.
“Luego de mirarme sin decir palabra, el mesero recogió el vestido, se acercó a la puerta y la abrió. Me asusté y me escondí en un rincón, para que no me viera nadie de afuera. Pensé que se iría, pero sólo se asomó y dijo algunas palabras que no entendí. Volvió a entrar, y tras él entró el tipo que estaba en la caja, ese viejo de lentes al que le pagaste. Cerraron la puerta, y al viejo se le iluminó la cara al verme casi desnuda. “Sigue caminando”, dijo el mesero… Y yo obedecí. Las miradas degeneradas se habían duplicado, y me sentí sucia; ahora no era sólo un asqueroso el que gozaba mirándome, sino dos, y uno podía ser mi padre… La sonrisa del viejo era una mueca ansiosa y repugnante. “¿No le dije, don Pancho, que andaba caliente?”, le comentó el mesero”.
―¡Y tú dejaste que ese par de hijos de puta se calentaran contigo!― estallé al fin, pero advertí que estaba excitada. Al mismo tiempo, para huir de mis ojos acusadores bajó la cabeza, y entonces vio la erección que abultaba mis pantalones. Me avergoncé; si yo estaba caliente, ¿cómo podía reprocharle a ella que le pasara lo mismo? Miré rígidamente hacia la calle, y de pronto sentí que apoyaba una mano en mi pierna y luego subía para acariciarme delicadamente la verga por sobre el pantalón. Mientras lo hacía apoyó la cabeza en mi hombro y siguió contando.
“El viejo se interpuso en mi camino, me dijo que tú me habías dejado para que pagara la cuenta… y los dos se rieron… Luego puso sus manos en mi cintura; di un paso atrás pero me siguió; traté de dar otro pero me topé con el escritorio, y el desgraciado me tomó de las caderas. Le pedí por favor que se alejara, pero no me hizo caso, sus manos bajaron hasta mi trasero, y empezó a manosearlo a su gusto. Me preguntó tu nombre… yo le dije que te llamabas Daniel. “Daniel cuánto”, insistió, apretando mis nalgas. “Daniel Montenegro”, le respondí, y volví a pedirle que por favor me soltara… “Qué culo tan firme tiene, señora Montenegro”, me dijo acercándose más”.
Verónica se pegaba a mí, sus labios me recorrían la oreja, su respiración era jadeante, y el masaje en mi paquete se hacía cada vez más fuerte. Yo seguía debatiéndome entre mi calentura y la rabia que me inundaba.
―¿Ese viejo de mierda te manoseó?― dije, y mi voz me sonó como un quejido atormentado.
―Sí, Daniel, me manoseó. No le importó que le dijera que no; me apretaba las nalgas, me lamía el escote de mi brassier… Y yo no lo empujé… Sólo le pedía que se alejara, pero no hice nada para sacármelo de encima… Me sentía sucia, Daniel… ¡Me sentía indefensa, una sucia puta indefensa!
Ella no decía nunca ese tipo de palabras. Me asombró que se refiriera a sí misma como puta. Y también me gustó; parecía otra mujer: grosera, caliente; pero a la vez tímida y recatada, al tratar de defenderse asegurando que había dicho que no. Los tonos abochornados de su relato, mezclados con su excitación, revelaban la vergüenza que sentía ante lo que le había pasado. Yo sólo seguía escuchando.
“El mesero me dijo que tú eras un maldito tramposo, y que se iba a desquitar con la puta de su esposa. Me agarró del pelo y metió su asquerosa lengua en mi boca; sus manos se perdieron bajo mi colaless… “Está mojada la putita, don Pancho”, dijo, mientras metía un par de dedos en mi entrepierna… El viejo me sacó las tetas afuera para chupármelas como un bebé… Les pedí que pararan, Daniel, pero no me hicieron caso”. Su respiración se volvió más agitada, y liberó mi verga para empezar a masturbarme lentamente. “Me llevaron al sillón… Les pedía que me dejaran, pero no dejaban de manosearme y de insultarme… Me llamaban puta, y se daban cuenta de que no me resistía lo suficiente… Me tiraron de espaldas al sillón, el mesero me sacó el calzoncito de un tirón, y dijo que me dejaría las medias y el portaligas, porque así parecía más puta… El viejo me bajó el brassier hasta la cintura y siguió jugando con mis tetas… El gordo me abrió las piernas con su propio cuerpo, me obligó a abrirlas lo más posible… Me insultaba y metía sus asquerosos dedos en mi vagina, decía que era una zorra inmunda… Dijo que me iba a meter la mano entera, yo no podía ver, pero sentía sus violentos embistes…” La excitación de Verónica crecía, apretaba más fuerte mi verga, y me masturbaba más rápidamente. “Gemí, Daniel, me calentaron sus manoseos y los empecé a gozar… Dejé de luchar con mis piernas y las abrí para él… para ese negro de mierda que abusaba de mí… El viejo me mostró su verga, era fláccida pero enorme… “Chúpale la pichula a don Pancho, maraca”, me dijo, y me la metió en la boca… El sudor del viejo era delicioso, Daniel… Sentía como se le endurecía de a poco, y la chupé con ansias, como una verdadera perra”.
Yo no sabía qué hacer; era demasiado para mí. La rabia quería transformarse en violencia, pero estaba demasiado caliente. Su historia y la forma como la contaba hacían que su masaje en mi verga me tuviera al límite de mi aguante; no recordaba haber estado más caliente en toda mi vida.
“La tomé con las dos manos y se la chupé desesperada…”, siguió Verónica. “Estaba cada vez más dura, y el viejo me amasaba las tetas mientras me follaba la boca… “Chúpamela, perra, mámasela a tu viejito”, me insultaba mientras gemía… Estaba rica, Daniel, no quería que me la quitara… Estaba hambrienta de su verga… ¡Quiero chupar, Daniel, quiero mostrarte cómo se la chupé a ese viejo morboso!” Dejó de hablar y se dejó caer sobre mi tranca, que estaba a mil, y me la comenzó a chupar como nunca lo había hecho. Su boca húmeda y tibia me devoraba, su lengua parecía un remolino de deseo recorriendo toda mi verga y mis bolas.
―¡Cómo te gusta chupar, puta… Se la chupaste al viejo y te gustó, puta de mierda! ― le dije fuera de mí, aunque con cierto temor; nunca la había llamado puta. Pero me di cuenta de que le agradaba, pues chupó con más ganas.
“Sí, me gustó… La sentía dura, y soltaba a veces chorritos de semen… Me lo tragué todo, y se la chupé con más hambre… De pronto me la sacó de la boca, se hizo a un lado, y entonces el mesero me agarró las piernas y se las puso en los hombros… Yo me resistía… pero fue inútil, me penetró. Apoyé una mano en su barriga para tratar de empujarlo… pero no sirvió de nada… Yo seguía gimiendo de placer por haberle chupado la verga al viejo, y eso parecía calentarlo más, porque me embestía con rabia… Me retorcía de dolor y calentura… Mi mano dejó de empujarlo para acariciar su peluda panza que chocaba con mis piernas a cada estocada… Ese negro me violó Daniel, me partió con su tranca… y gozó culiándome… ¡Gozó culiando a tu mujer!”
―¡Y tú gozaste también, maldita puta!― le dije, mientras le subía el vestido hasta la cintura; su ropa interior se le veía increíble—. ¡Sigue chupando, perra!―. Le descargué fuertes manotazos en las nalgas mientras la insultaba como la puta que era―. Así que te gustan todos los picos, ¿verdad? ¡Cualquiera puede gozarte como se le antoje, porque no eres más que una zorra… ¡una puta mamona!
“El viejo también quería metérmelo, Daniel”, siguió entre gemidos. “Le ordenó al mesero que se quitara y se sentara en el sofá, me tomó del pelo, me puso en cuatro patas y me obligó a chuparle la pichula al negro… “Qué rico la chupa, don Pancho, es una puta de lujo”, dijo de pronto el desgraciado, mientras yo la saboreaba. Era menos jugosa que la otra, pero se hinchaba mucho en la cabeza cada vez que el tipo me la hundía en la boca”. ¿Dónde había quedado la mujer que se avergonzaba de decir “pene”?, pensé en medio de mi vorágine mental. “El mesero me apretaba las tetas y el viejo recorría mis piernas y mi culo… Yo lo paré para él, para que supiera que quería verga… y dejé de mamar al mesero para decirle: “Métamela entera, don Pancho, hasta el fondo”. Los dos se rieron y volvieron a insultarme… Me decían que era una puta calentona… y que por eso me iban a joder como a una perra sucia”.
―¿Le paraste el culo al viejo?— le grité—. ¡Anda, puta, muéstrame como le paraste este culazo!—. Ella se arrodilló en su asiento y empezó a menear el culo mientras me chupaba. A esa hora no andaba nadie en la calle, por lo que era muy improbable que alguien viera ese culo en pompas meneándose, pero ella no lo sabía; simplemente lo exhibía, como si hubiera muchos ojos mirándoselo.
“El viejo me la metió… Le sentía tan grande y dura, Daniel… Me hizo pedazos mi cuquita… Apenas podía mamársela al mesero por los gemidos de dolor que me arrancaba y la calentura que me quemaba… El viejo me pegaba palmazos en el culo y el mesero seguía insultándome, lo trastornaba la cara de placer que yo ponía mientras le comía la pichula… Y ese viejo de mierda me culiaba sin misericordia… ¡pero era delicioso!”
Me la imaginaba recibiendo las embestidas de aquel viejo mientras le chupaba el pico al maldito mesero, y la imagen que veía en mi cabeza me calentaba increíblemente. Ese par de desgraciados nunca habían tocado ni tocarían siquiera a una mujer tan hermosa como la mía, y esa mujer se les había entregado sin restricciones. Ella decía que había opuesto cierta resistencia, pero si era cierto, sólo había servido para incitarlos a tratarla con mayor bestialidad.
―¡Anda, perra, chupa… chupa!… ¡Chupaaaaaaaa!― seguí diciéndole, mientras volvía a golpearle el culo—. ¡Te vas a tragar todo mi semen, así como te tragaste el de esos degenerados!—. Nunca me había permitido terminarle en la boca, y ahora no dijo nada; parecía experimentar un orgasmo a cada momento, estar poseída por un delirio de ninfomanía.
De pronto, no sé cómo, me di cuenta de que se acercaba un vago, seguramente a pedir alguna moneda. Mi primer pensamiento fue poner el auto en marcha y largarme a toda máquina de ahí, pero el morbo pudo más.
El tipo iba a cruzar por delante del auto, pero cuando se percató del culo de Verónica, parado y meneándose sobre el asiento del lado derecho, se detuvo de golpe, como tratando de convencerse de que no estaba viendo visiones, y se acercó a mirar lo que pasaba dentro del vehículo. Encandilado por el culo de mi mujer, avanzó hasta casi pegarse a la ventanilla, para ver cómo me la chupaba.
―Hay un vago mirándote el culo allá afuera, putita―le dije a Verónica. Ella sólo siguió mamándome—. Menéale bien el culazo que tienes para que se caliente contigo―. Y le asesté una fuerte nalgada que pareció reavivar su calentura. Con mis dos manos comencé a abrirle las nalgas para que el vago le viera el hilo del corales encerrado entre ellas―. ¡Anda, meneáselo, muéstrale lo puta que eres!
El indigente aplastó la cara contra el vidrio y ahí se quedó, con los ojos desorbitados. Era un apelmazamiento de harapos e inmundicia, y se notaba que estaba borracho.
―Puta de mierda, te gusta calentar hasta a los perros de la calle— le dije fuera de mí—. Muévele el culo y tiéntalo para que rompa el vidrio y entre a culiarte esa linda cola—. Y ella lo meneaba más para regocijo de aquel infeliz, mientras yo la seguía insultando.
El vago se sacó la verga y empezó a masturbarse. Alucinado por el espectáculo, empezó a lamer el vidrio como si fuera el culo de mi mujer.
―Se sacó la verga, puta, se sacó su mugrienta verga para correrse una paja mirándote el culo y la concha de perra que tienes― le dije, mientras le mostraba al vago cómo le golpeaba y le abría sus nalgas.
―Déjalo entrar― dijo de pronto, sobando ferozmente mi tranca palpitante―. Deja que entre y me lo meta… No importa que sea un sucio vago… Déjame chupársela… Aaayyyy… y tragarme toda su leche… Aaahhh… Deja que me chupe las tetas… ¡que me perfore el culo…!
Si esa puta lo quería se lo iba a dar, pensé desquiciadamente. Desde el comando eléctrico de mi puerta bajé el vidrio de la ventanilla, y las manos del vago entraron como bólidos a atrapar el culo de mi mujer. Verónica se estremeció al sentirlas, miró hacia atrás, y al ver a aquel inmundo manoseando sus nalgas trató de apartarse.
―No, Daniel… por favor… no dejes que me lastime― me dijo con voz suplicante, mientras yo retenía su cabeza contra mis piernas para que conservara su culo en pompas. Ella había creído que lo del vago era mentira, o por lo menos que yo no lo dejaría tocarla. Pero yo ya no era yo, ni Verónica era ella misma, porque pudo haberse liberado, hacer mucha más fuerza de la que hizo para zafarse de esas manos repugnantes; pero su cuerpo ardiente contradecía sus peticiones lastimeras.
―Qué culazo, puta, y qué piernas― dijo el vago con voz carrasposa. Sus manos mugrientas recorrían las piernas y el culo de mi esposa, contrastando con la tersura de su piel. De pronto metió la cabeza por la ventanilla para chuparle la vulva; podía verle la lengua entrando y saliendo a su gusto por entre las nalgas de mi mujer.
Los ruegos de Verónica se fueron convirtiendo en balbuceos excitados. Su cuerpo empezó a seguir los movimientos de los dedos que invadían su ano y los de la lengua que recorría su vagina. Y volvió a mamármela desenfrenadamente.
Yo había llegado al clímax, y no aguanté más. Me descargué con una increíble violencia; me acometían fuertes convulsiones por cada chorro de semen que vaciaba en la garganta de mi esposa. Nunca había tenido un orgasmo tan furioso. Sus gemidos se ahogaban, pero en ningún momento trató de apartarse; devoró hasta la última gota, y siguió gimiendo como loca ante las penetraciones de su culo y su vagina, perpetradas por aquel indigente. Ella experimentaba también un tremendo orgasmo, su cara resplandecía de placer, mi semen le goteaba por las comisuras de los labios. Estaba a punto de caer inconsciente por el voltaje de su propio éxtasis.
El vago, viéndola completamente a su merced, se retiró de la ventanilla y trató de abrir la puerta, seguramente para entrar al auto o sacar a Verónica fuera de él. Pero ya mi orgasmo me había hecho recuperar la cordura: encendí el motor, puse primera y aceleré a fondo. Casi le arranqué la mano al miserable.
―¡Maldita perra, te voy a encontrar y te voy a encular!― oí que gritaba antes de virar en la siguiente esquina.
Conduje hacia la casa de mi suegra. Verónica se incorporó en su asiento, y mientras trataba de recuperar el control de sí misma, los dos guardamos silencio. Las calles vacías nos inducían a seguir así, sin decir nada.
De pronto Verónica empezó a hablar, como si estuviera otra vez vuelta hacia sus imágenes mentales.
“El mesero terminó en mi cara, y el viejo dentro de mí… Entonces me soltaron, y yo me fui a limpiar y a vestir al baño de la oficina… Cuando volví, el mesero estaba sentado en el sofá, y me indicó con un gesto que me sentara junto a él. Intentó darme un beso, y yo aparté la cara; entonces me empujó y me subió el vestido; yo quedé inclinada dándole la espalda, con el trasero descubierto. Traté de enderezarme pero me lo impidió; le pedí que no siguiera, y me dijo: “Las putas siempre quieren más”. Volvió a manosearme las nalgas, tan bruscamente que me arrancó un gemido de dolor; el viejo me dijo que aguantara, que mientras tú no volvieras la prenda que había dejado seguía siendo de ellos dos… Y al sentirme tan incapaz de evitar que hicieran lo que quisieran conmigo, pensé que tenían razón… El mesero dijo que quería probar mi culo; le rogué que no, que si quería se lo chupaba pero que no me lo metiera por ahí. El dijo que ya me lo había metido en la boca, y que ahora quería saber cómo se sentía metérmelo por el chico… Me resistí, pero el viejo me inmovilizó, y mi resistencia fue tan inútil como antes. El mesero lubricó un dedo en mi conchita y empezó a introducírmelo en el culo. Yo gemía de dolor, pero ellos decían que me iba a gustar, y de repente, sin saber cómo, empecé a gemir de placer. Ese dedo en mi culo se sentía cada vez más rico, y empecé a moverme rítmicamente; paré la cola para que me entrara mejor y apreté el ano para sentirlo más duro. Ellos me llamaban puta de mierda, culona, devoradora de picos… También se burlaron de ti… “Hay que ver esta putinga señora Montenegro, cómo le gusta que se lo metan por el culo”, se decían entre ellos. Los fuertes palmazos en mis nalgas me gustaban, dolían pero me hacían sentir más vejada, más abusada…. De pronto el viejo le dijo al otro que iba a ver cómo iban las cosas afuera, se dirigió a la puerta, la abrió y se devolvió. “Llegó el cornudo”, le dijo al mesero, “hay que devolverle su puta en buen estado”. El mesero me soltó, y con la verga todavía parada me dijo que fuera otra vez al baño a limpiarme. Así lo hice, y antes que yo saliera a buscarte me dijo: “Vuelve pronto para que te enculemos otra vez”.
Ahí terminó el relato de Verónica; no había más que decir. Lo vivido esa noche había cambiado mi vida, y ella sabía que yo no tenía derecho a reprocharle nada, pues me había excitado hasta el paroxismo con todo lo que le habían hecho. Y sin embargo, parecía avergonzada. Pensé que tal vez la historia del restaurante era falsa, que su intención sólo había sido provocarme, como yo con el teatro que había pensado proponerle. No lo sabía, las conjeturas iban y venían por mi mente mientras conducía. La rabia se había ido, pero la calentura no, y eso aumentaba mi confusión. Lo ocurrido me había hecho conocer una zona de mí y de mi mujer completamente insospechada, que mi conciencia moral rechazaba casi con espanto. Miraba a Verónica y la rabia volvía, y de la rabia emergía la excitación. Era como un automatismo circular, increíblemente morboso.
Llegamos a la casa de mi suegra bastante pasada la medianoche. Estaba en el primer piso consolando a Tomás, y le preguntamos qué había pasado. Nos contó que el niño había tenido una pesadilla y que lo había traído a tomar un vaso de leche porque no se calmaba. Lloraba sin parar, parecía asustado, y ni siquiera se tranquilizó en los brazos de su madre. Fuimos a la cocina, y Gladys le sirvió un vaso de leche tibia.
―¿Y las cosas de Tomás, mamá?― preguntó Verónica.
―Sobre la cómoda, en mi dormitorio.
―Voy a buscarlas―dijo, y salió de la cocina.
Gladys me preguntó cómo lo habíamos pasado. Le respondí que bien, que la comida había estado buena y que había mucha gente. La conversación no llego más allá, pues Tomás seguía afligido, y nos dedicamos a consolarlo. No estaba demasiado preocupado por mi hijo, ya que esos arranques de miedo no eran raros en él. Gladys le contó un cuento gracioso para arrancarle alguna sonrisa, pero le costó bastante lograrlo.
Inmerso en mis pensamientos y atento al relato de Gladys, no noté cuánto rato hacía que Verónica había subido a buscar las cosas de Tomás. Cuando vio a su nieto más calmado, mi suegra volvió a preguntarme detalles de esa noche. Yo le respondía vaguedades, hasta que de pronto me extrañó que Verónica demorara tanto, y se lo comenté a Gladys. Ella no le dio importancia, me dijo que quizá había pasado al baño, o que estaría buscando algún juguete extraviado de Tomás; me recordó que nuestro hijo notaba la falta hasta del juguete más pequeño. Eso me tranquilizó un poco, y pensé que era estúpido preocuparme de ella después de lo que había pasado, y que ahora estábamos seguros en la casa de mi suegra. Entonces fulguró en mi cabeza una palabra: “¡Ramón!”, y al mismo tiempo grité “¡Mierda!” No sé qué cara habré puesto, pero Gladys se asustó, y me preguntó qué pasaba. No le contesté; en mi mente se agolpaban demasiadas sospechas para pensar una respuesta. Según mis cálculos habíamos llegado como a las 12:40, y ahora el reloj de la cocina marcaba la 1:15; no podía creer que el tiempo hubiese pasado tan rápido. Hacía más de media hora que mi esposa estaba arriba, y quizás en la misma habitación donde dormía el desgraciado de su padrastro. Me levanté para ir a buscarla, cuando ella irrumpió en la cocina.
Su rostro no dejaba lugar a dudas: Tenía algo que contarme.

FIN CAPÍTULO 1.

 

“Herencia Envenenada” LIBRO PARA DESCARGAR (POR GOLFO)

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Sinopsis:
No quería saber nada del hombre que me había dado la vida, lo odiaba. Nos había dejado a mi madre y a mí cuando era un niño. Por eso cuando me informaron que había muerto, no lo sentí. Me daba igual, Ricardo Almeida nunca fue parte de mi vida y una vez fallecido menos.
O al menos eso quería porque fue imposible. Si bien en un principio cuando me enteré que ese grano en el culo al morir me había dejado toda su fortuna la rechacé, al explicarme mi abogado que si hacia eso mi mayor enemigo se haría con mi empresa tuve que aceptar, sin saber que irremediablemente unidas a su dinero venían cuatro científicas tan inteligentes y bellas como raras. 
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Para que podías echarle un vistazo, os anexo los dos primeros capítulos:

 

INTRODUCCIÓN

Inmerso en el día a día de la oficina, mi secretaria me preguntó si podía recibir a mi abogado. Conociendo al sujeto, comprendí que esa visita no programada debía ser urgente, de no ser así, Manuel hubiese pedido cita. Sabiéndolo, pedí a Lara que lo hiciera pasar.
― ¿A qué se debe este placer? –pregunté nada más verle.
Bastante nervioso contestó que venía a cumplir el deseo póstumo de un cliente y antes que pudiera reaccionar, me informó que mi padre había fallecido.
No supe qué decir ni qué hacer porque a la sorpresa de la noticia se unía un total desprecio por esa figura paterna que nos había abandonado a mi madre y a mí, siendo yo un niño. El rencor que sentía por él no menguó al saber que había muerto y por ello esperé sentado a que me informase de su encomienda.
―Tu viejo me contrató hace dos años para servir de albacea porque se temía que una vez supieras que te había nombrado su heredero renunciaras por despecho.
―Y tenía razón, no quiero nada de ese hijo de perra. Cuando lo necesité, no estaba y ahora que soy rico, no lo necesito― respondí con ganas de soltarle un guantazo por tener la osadía de haberle aceptado como cliente.
―Lo sé y además comparto tu punto de vista― contestó consciente del odio visceral que sentía por mi padre porque no en vano además de mi abogado, Manuel era un buen amigo― pero creo que antes de tomar cualquier decisión debes saber las consecuencias de ese acto.
Por su tono supe que era mejor escuchar qué tenía que decirme y deseando acelerar ese trámite, le pedí que se explicara:
―Aunque teóricamente don Ricardo os dejó cuando tenías apenas seis años y que según tú muchas veces me has comentado nunca hizo nada por ti ni por tu madre, tengo documentos que demuestran que eso no es cierto. Tu padre no solo financió tu educación, sino que sus compañías fueron las que te apoyaron cuando necesitabas un inversor para hacer realidad tus sueños.
―Desconozco que te traes entre manos, pero puedo asegurarte de que no tuvo nada que ver. Estudié con una beca de una farmacéutica suiza que fue la misma que entró como accionista cuando fundé esta empresa.
―Dolbin Farma, ya lo sé― replicó y sacando unos papeles de su maletín, me soltó: ―Aunque no era del conocimiento público, él era el dueño y se aseguró que recibieras toda la ayuda que necesitaras de su organización sin que nadie te revelara quien estaba detrás de ese conglomerado.
― ¿Me estás diciendo que ese malnacido era millonario y que maniobró a mis espaldas para que nunca me enterara?
―Así es… no me preguntes sus motivos porque no los sé, pero lo que si tengo claro es que también era el propietario de Manchester Investment, la compañía con la que te acabas de fusionar.
Impresionado por esas noticias, me tomé unos segundos antes de contestar:
―Aun así, no quiero nada, que se meta por el culo su herencia.
Tomando un sorbo de agua, Manuel respondió:
―Será mejor que estudies antes su testamento. Si te niegas a aceptar lo que te deja, Antonio Flores será su heredero y con ello se convertirá en el accionista mayoritario de todo lo que has creado.
«Nadie más que un ser retorcido podría haber planeado algo así», pensé al escuchar que mi mayor enemigo, el tipo con el que llevaba en guerra casi diez años se convertiría en mi jefe si me negaba a aceptar su herencia y con un cabreo de narices, arrebaté el testamento de las manos de Manuel.
«No puede ser», exclamé en mi mente al leer todos los bienes que poseía ese indeseable, pero también al comprobar que mi abogado no había mentido cuando me hizo saber que, en la sombra, mi viejo había sido mi mayor socio desde que fundé mi empresa.
Enfrentado al dilema de aceptar algo de ese maldito o verme en la calle, seguí leyendo y casi al final descubrí que había puesto como condición necesaria para heredar que me comprometiera a vivir durante seis meses en un rancho en el suroeste mexicano y hacerme cargo de por vida de su mantenimiento, ¡con la prohibición expresa de venderlo!
Asumiendo que era una especie de trampa de ese cretino, pregunté a Manuel si sabía algo de esa finca.
― Solo sé que tu viejo vivía ahí, pero nada más.
― ¿Cuándo tengo que contestar? ― pregunté asumiendo que no me quedaba más remedio que viajar allí en cuanto pudiera.
― Tienes de aquí a un año, pero antes que transcurra ese plazo si al final aceptas, debes cumplir la condición de vivir ahí el periodo estipulado. Mientras tanto seré yo quien administre todo en su nombre― dijo mi amigo mientras guardaba todos los papeles en su maletín…

CAPÍTULO 1

Soltero y sin cargas personales, un mes después había organizado mi partida hacía la trampa urdida por mi progenitor y digo progenitor porque me niego a catalogarlo como padre porque nunca ejerció como tal. Mi ausencia tan dilatada me había obligado a dejar todos los asuntos de mi empresa bajo la dirección de mi mano derecha y eso me incomodaba.
La noche anterior a mi viaje, me fui con un par de amigos de juerga y suponiendo que en el “exilio” tendía pocas ocasiones de disfrutar de los placeres de la carne, tras la cena insistí en ir a un tugurio de mujeres alegres.
Mis acompañantes apenas pusieron objeción a mi capricho, de forma que directamente fuimos a uno de los puteros más famosos de Madrid. Lo malo fue que ya una vez dentro del burdel, perdí todo el interés al preguntarme uno de ellos cómo me había afectado lo del difunto.
―Ese capullo no existía para mí― respondí.
Pero lo cierto fue que por mucho que las meretrices intentaron vaciar nuestras carteras, al menos con la mía no lo consiguieron. Ya en el avión que me llevaría a cruzar el charco, me puse a pensar en mi destino y tengo que reconocer que odiaba todo lo referente a mi viaje. Incluso el nombre que el difunto había elegido para el rancho me escamaba y me jodía por igual.
«Solo a un imbécil se le puede ocurrir poner “el futuro del hombre” a una finca», murmuré mientras revisaba el itinerario que me llevaría hasta allí.
La información que había podido recolectar sobre esa hacienda no era mucha, aparte de unas fotos sacadas de Google Maps donde aparecía una mansión típicamente indiana y de la descripción de las escrituras, no sabía nada más.
«¿Qué se le habrá perdido ahí?», me preguntaba.
Me resultaba difícil de entender su importancia, algo debía tener para que un hombre tan rico como había sido ese cretino lo pusiese como condición indispensable para aceptar su herencia.
Me constaba que no era el valor económico porque ciento cincuenta hectáreas de selva montañosa no era algo representativo del total de su dinero, por lo que debía ser otra cosa. Y considerando que ese malnacido era incapaz de albergar sentimiento alguno en vida, tampoco creía que tuviese un valor afectivo.
«Una puta encerrona, eso debe ser», sentencié cabreado al saber que no me podía escabullir, pero también que iba preparado para no caer en ella.
«Seis meses, acepto su herencia y vuelvo a Madrid», me dije mientras me abrochaba el cinturón de seguridad de mi asiento.
Durante las once horas de viaje apenas pude dormir porque, cada vez que lo intentaba, el recuerdo de las penurias que ese cabrón había hecho pasar a mi madre volvía a mi mente. Por ello, al bajarme del avión, tenía un cabreo de narices y dado que Manuel había organizado que una persona de su confianza me recogiera en el aeropuerto, tuve que hacer el firme propósito de no demostrar de primeras mi disgusto por estar en ese país perdiendo el tiempo cuando tenía mucho trabajo en España.
Acababa de pasar la aduana mexicana cuando de pronto escuché mi nombre. Al darme la vuelta, me encontré de frente con una impresionante morena que reconocí al instante por haber asistido a un par de conferencias suyas.
―Doña Guadalupe… ¡qué casualidad encontrarme con usted! ― exclamé bastante cortado por el hecho que esa eminencia en terapias génicas me hubiese reconocido, no en vano solo había cruzado un par de palabras con ella.
Para mi sorpresa, Guadalupe Cienfuegos respondió:
―No podía ser de otra forma. En cuanto me enteré de que el hijo de don Ricardo venía a comprobar el estado de nuestras investigaciones, insistí en recibirle en persona.
Totalmente fuera de juego, me la quedé mirando y molesto por haber mencionado mi relación de parentesco con ese capullo sin alma, contesté:
―No sé de qué habla. Mi intención en este viaje es cumplir con las directrices del testamento y me temo que eso no tiene nada que ver con sus investigaciones. Vengo a una finca que fue de él y que por alguna causa quiere que conozca antes de aceptar o no ser su heredero.
Con una enigmática sonrisa, ese cerebro con tetas replicó:
―El futuro del Hombre no es una finca. Es el laboratorio de ideas que su padre creó con la intención de explorar nuevas técnicas, alejado del foco de los periódicos y de la lupa de los gobiernos.
― ¿Qué tipo de estudios o ensayos hacen ahí? ― pregunté sintiéndome engañado.
Mirando a su alrededor como si comprobara que no había nadie escuchando, contestó:
―No estamos en un área segura. Espere a que estemos en el helicóptero para ser más explícita. Solo le puedo decir que de tener éxito la empresa ¡usted cambiará la historia de la humanidad!
Por lógica que envolviera sus estudios en tanto misterio me debía de haber preocupado, pero lo que realmente me sacó de mis casillas fue enterarme que íbamos a usar ese medio de transporte para llevarnos a nuestro destino. Hoy seguramente me hubiese negado, pero la vergüenza a reconocer mi fobia ante esa mujer fue mayor que el miedo cerval que tenía a ese tipo de aparato. Por eso dejé que me condujera sin decir nada a un helipuerto cercano mientras interiormente me llevaban los demonios.
Aun así, mi nerviosismo no le pasó inadvertido y al ver las suspicacias con la que miraba el enorme Eurocopter posado en tierra, comentó:
―Está considerado el más seguro de su especie.
Si intentó tranquilizarme con su sonrisa no lo consiguió y cagándome en el muerto por enésima vez, me subí al bicharraco aquel. Una vez dentro, tengo que reconocer que me impresionó tanto el lujo de su cabina como la sensación de solidez que transmitía, nada que ver con las cajas de zapatos en las que había montado con anterioridad.
Más calmado me senté en uno de los asientos y deseando que el mal rato pasara pronto, pregunté cuanto iba a durar el viaje.
―Casi dos horas― comentó Guadalupe mientras se ajustaba el cinturón de seguridad.
Ese sencillo gesto provocó que me fijara en ella y contra todo pronóstico me puse a admirar su belleza en vez de estar atento al despegue. Y es que no era para menos porque esa mujer además de tener un cerebro privilegiado poseía otros dones que eran evidentes.
«Está buena la condenada», me dije mientras recorría disimuladamente sus piernas con la mirada.
Morena de ojos negros y pelo rizado, la señorita Cienfuegos era una preciosidad de casi uno ochenta muy alejada del estereotipo que tenemos los europeos de las mexicanas porque a su gran altura se le sumaba unos pechos generosos, una cintura estrecha, con la guinda de un trasero duro y bien formado, todo lo cual la hacía ser casi una diosa.
«No me importaría darme un revolcón con ella», pensé mientras intentaba recordar quien me la había presentado en el congreso farmacéutico de Londres.
«¡Fue Manuel!», exclamé mentalmente al percatarme que era demasiada casualidad que mi abogado fuera también el de mi padre y que encima conociera a esa mujer.
Asumiendo que mi amigo me debía otra explicación al resultar que no había sido algo casual, sino que premeditado, me abstuve de comentarlo y en vez de ello le pedí que me explicara qué hacían en nuestro destino.
―Consciente que el futuro de la industria estaba en el estudio de los genes y sus aplicaciones en el ser humano, su padre reunió un conjunto bastante heterogéneo de científicos con los que buscar sin ninguna cortapisa las soluciones que siempre han acosado al hombre― contestó en plan grandilocuente.
Con la mosca detrás de la oreja, insistí en que fuera más concreta y entonces fue cuando esa mujer dejó caer la bomba en forma de pregunta:
― ¿Ha oído hablar de la “Turritopsis Nutricula”?
―Cualquiera que trabaje en la industria farmacéutica conoce esa medusa― respondí con los pelos de punta al saber por primera vez cual era el objeto de tanto secretismo.
―Entonces sabrá que es el único animal que no muere de viejo y que es técnicamente inmortal porque es capaz de revertir su envejecimiento.
«No puede ser que gastara su dinero en esa entelequia», sentencié convencido de que era imposible reproducir en el ser humano ese proceso en el que, al llegar a su madurez sexual, en vez de originarse un deterioro irreversible, los miembros de esa variedad se ven afectados por una adolescencia al revés y comienzan un proceso de rejuvenecimiento hasta que el sujeto vuelve a ser una especie de bebé.
Resumiendo, en mi cerebro lo que sabía de la medusa, pensé:
«De una forma similar en que una serpiente pierde su piel sin dejar de ser ella misma, los Turritos se renuevan completamente, ¡manteniendo su identidad como individuo!».
La expresión de mi rostro, mitad estupefacción y mitad recochineo, la hizo reaccionar y adoptando un tono defensivo, me soltó:
―Como comprenderá no queremos llevar al límite ese proceso, pero queremos aprender de él para alargar la vida humana.
―En pocas palabras quieren conseguir la inmortalidad.
Sin cortarse en lo más mínimo, esa doctora en medicina replicó:
―Ese es el fin último, pero nuestros objetivos son más humildes. Nuestra prioridad es ralentizar el deterioro neuronal y conseguir la regeneración de miembros amputados o enfermos.
Que reconociera el buscar esa quimera sin ruborizarse, me extrañó. De decirlo en un entorno académico hubiera sido tachada irremediablemente de charlatana o lo que es peor de estafadora.
Aun así, insistí en el tema:
―Me imagino que están estudiando como consiguen transformar sus células a través de la transdiferenciación, pero como sabrá en la naturaleza solo se da en animales que pueden regenerar órganos o extremidades.
―Así es y la razón de centrarnos en esas medusas se debe a que los Turritos son los únicos que lo aplican invariablemente a todo su cuerpo al alcanzar determinado punto de sus ciclos.
―Personalmente no creo en ello― confesé midiendo mis palabras― pero no puedo emitir una opinión hasta estudiarlo.
Guadalupe estaba tan acostumbrada a que la tildaran de loca que tomó mi rechazo como un triunfo al darle la oportunidad de mostrarme sus hallazgos y con una alegría fuera de lugar, contestó:
―Don Ricardo me dijo antes de morir que no tendría problemas en continuar mis experimentos porque si de algo se vanagloriaba era de que su hijo poseía una mente una mente abierta, no anquilosada por prejuicios morales. Desde ahora le aseguro que no se arrepentirá… no sé cuánto tardaremos en tener éxito en humanos. Quizás tardemos años, pero al final demostraremos a la comunidad científica que estaba equivocada y usted aparecerá en los libros de historia como el salvador de la humanidad.
Esa perorata destinada a ensalzar mi figura no cumplió su objetivo de elevar mi ego porque fui capaz de vaciarla de palabras inútiles y caer en la cuenta del desliz que había cometido: Al decir que tardarían años en tener éxito con humanos, implícitamente estaba reconociendo que habían tenido éxito con otras especies.
Espantado por las consecuencias que podría acarrear ese descubrimiento de ser cierto, me quedé callado y mientras rumiaba toda esa información no pude más que aceptar que la sonrisa de ese cerebrito era hasta pecaminosa.
«No me importaría hacer con ella un ejercicio de anatomía comparada», mascullé mientras me preguntaba cómo sería en la cama…

CAPÍTULO 2

Desde el aire, nada podía hacer suponer que esa finca no fuera la típica hacienda productora de café y por mucho que busqué señales que delatara su verdadera función me resultó imposible.
«El camuflaje es perfecto», pensé al ver que el helicóptero tomaba tierra en una explanada cercana a la mansión y que incluso la pista de aterrizaje podía ser confundida con un vulgar prado.
Un automóvil nos esperaba y decidida a que no perdiéramos el tiempo, Guadalupe ni siquiera esperó a que recogieran el equipaje para ordenar que nos llevaran hasta el edificio principal.
«Se nota que tiene prisa por enseñar sus logros», pensé cuando ya en la escalinata de la mansión me tomó del brazo para forzar mi paso.
Tal y como había previsto, no se paró a mostrarme el lujoso salón por el que pasamos, sino que directamente me llevó a un ascensor escondido tras una cortina. Tampoco me extrañó que como tuvieran como medida de seguridad un escáner de retina, pero lo que realmente me dejó acojonado fue que antes de abrirse la puerta, ese cerebrito me informara que como éramos dos también tenía que pasar yo el examen de esa máquina.
―No tienen mi registro― contesté.
―Se equivoca, su padre insistió en grabar su pupila cuando instalamos este sistema.
Asumiendo que era verdad y que de alguna forma habían conseguido escanearla acerqué mi ojo al sensor. La puerta abriéndose confirmó sus palabras y con un cabreo del diez, entré junto a la morena.
«Llevan años preparando este momento», comprendí molesto por haber sido manipulado de esa forma y no haberme percatado de ello.
Mi desconcierto se incrementó exponencialmente al llegar a nuestro destino porque al abrirse el ascensor me encontré con un enorme laboratorio instalado bajo tierra donde pude observar que al menos trabajaban allí unas cuarenta personas.
«Debió de tener claro que debía mantener el secreto, para asumir la millonada que debió costar escarbar estas instalaciones», refunfuñé para mí mientras trataba de calcular cual sería el precio de mantenerlas abiertas y operativas tal y como mi progenitor establecía en su testamento.
Guadalupe aprovechó mi silencio y haciendo uso nuevamente de su arrebatadora sonrisa, comentó:
―He concertado una reunión con las máximas responsables para presentártelas.
En ese momento no caí en el género que había usado y por eso me sorprendió que fueran tres, las jóvenes científicas que estaban esperándonos en la sala a la que entramos.
―Alberto, te presento a Lucienne Bault, experta genetista de la universidad de Lausanne.
La aludida se levantó de su silla y llegando hasta mí, me saludó con un beso en la mejilla. Ignoro que fue más perturbador si esa forma de presentarse o que esa francesa me dijera medio en guasa que habían salido ganando con el cambio de jefe porque yo era mucho más guapo que mi padre.
―Gracias― alcancé a decir totalmente colorado antes que Guadalupe me introdujera al siguiente cerebrito señalando a una increíble hindú de ojos negros.
―Trisha Johar es nuestra heterodoxa bióloga y una de las culpables con sus teorías de que estemos aquí.
Al oír su nombre y su apellido caí en la cuenta de un artículo que había leído hacía años donde se criticaba con violencia unos enunciados teóricos de una doctora del Delhi Tech Institute en los que sostenía que era posible forzar la protógina en los mamíferos.
―Conozco sus estudios sobre el cambio de sexo en los animales― contesté francamente escandalizado por el tipo de investigación que me debería comprometer a mantener si aceptaba esa herencia.
«¿Qué coño esperaba ese cabrón obtener de estas locas?», pensé mientras observaba que al contrario que su predecesora esa morena se abstenía de acercarse a mí y desde su sitio me hacía la típica genuflexión de su país.
La tercera y última especialista resultó ser una candidata a premio nobel de la universidad de Chicago por sus investigaciones en la reproducción basada en el desarrollo de las células sexuales femeninas sin necesidad de ser fecundadas, la llamada partenogénesis.
A ella no hacía falta que la presentaran porque no en vano la conocía desde que, hacía casi diez años, habíamos coincidido en un curso impartido en Tokio donde presentaba el nacimiento de una rata engendrada sin necesidad de padre.
―Julie, me alegro de verte― comenté mientras esta vez yo era quien la saludaba de beso.
La treintañera se mantenía en plena forma y a pesar del tiempo transcurrido seguía con el mismo tipo exuberante que había intentado sin éxito conquistar. Alta, rubia y dotada de dos enormes ubres había sido la sensación de ese simposio, pero enfrascada en su carrera no conocía a nadie que se vanagloriara de habérsela llevado a la cama, a pesar de que fueron muchos los que al igual que yo lo habían pretendido.
Manteniendo las distancias, contestó tomando la palabra en nombre de sus compañeras:
―Estamos deseando mostrarte los avances que hemos conseguido en nuestras áreas. Te aseguro que te van a sorprender.
Durante un segundo temí que se pusieran a exponer sus locuras en ese instante, pero afortunadamente Guadalupe saliendo al quite comentó que era casi la hora de cenar y que todavía no me había instalado. Tras lo cual las informó de que esa noche la cena se retrasaría media hora para dar tiempo a que me diera una ducha.
― ¿Dónde vamos a cenar? ― pregunté inocentemente al no haber visto ningún restaurante por las cercanías.
―En la casa― y sin dar importancia a la información, me soltó: ― No te lo he dicho, pero durante la reforma de la hacienda, tu padre se reservó la parte noble de la mansión para alojar tanto a él como a sus más estrechas colaboradoras y así no perder el tiempo con los desplazamientos.
― ¿Me estás diciendo que viviré con vosotras? ― pregunté alucinado.
Con una sonrisa pícara, la mexicana contestó:
― ¿Tan desagradable te parece la idea? Piensa en el lado práctico, nos tendrás a tu disposición a todas horas.
Podía haber malinterpretado sus palabras si no se refiriera a ella y a los otros tres cerebritos porque tomándolas literalmente me estaba ofreciendo compartir algo más que sus conocimientos. Rechazando esa idea por absurda, tomé su frase desde una óptica profesional y contesté:
―Normalmente suelo separar el trabajo de los momentos de esparcimiento, pero lo tendré en cuenta si me surge alguna duda.
Lucienne soltó una carcajada al escuchar mi respuesta y deseando quizás acrecentar mi turbación, se permitió el lujo de intervenir diciendo:
―Por eso no te preocupes, hemos prohibido hablar de trabajo en casa. Bastantes horas trabajamos en este zulo, para llevarnos tarea a la cama.
Nuevamente al mirarlas, mi impresión fue que de algún modo estaban tanteando el terreno y que sin desear ser demasiado explicitas, se estaban ofreciendo como voluntarias a sudar conmigo entre las sábanas.
«O bien llevan tanto tiempo encerradas aquí que andan cachondas o bien han decidido darme la bienvenida tomándome el pelo», mascullé para mí.
Asumiendo que era la segunda opción, decidí seguir con su broma y sin cortarme, respondí:
― En eso estoy de acuerdo… en la cama se duerme o se estudia anatomía comparada.
Mi andanada lejos de reprimir a la francesa, la azuzó y riendo mi gracia, replicó:
―Ten cuidado con lo que dices. Somos cuatro y tú solo uno para comparar. No vaya a ser que te tomemos la palabra.
Sin pensar en las consecuencias, respondí mirándola a los ojos:
―Mi puerta siempre estará abierta para el estudio.
Si esperaba ver algún signo de vergüenza en ella, me equivoqué porque lo único que conseguí fue que, luciendo una sonrisa de oreja a oreja, esa muchacha me regalara la visión de su perfecta dentadura.
Guadalupe debió pensar que había que cortar esa conversación no fuera a ser que se despendolara y llamando a la calma, me recordó que todavía no me había mostrado la oficina que iba a ocupar a partir de ese día.
―Soy todo tuyo― respondí mientras teatralmente le ofrecía mi brazo.
La mexicana aceptó mi sugerencia y tras despedirse de sus compañeras, me llevó por los pasillos del laboratorio hasta una puerta con el mismo sensor que el ascensor y por segunda vez tuve que escanear mi retina para que el puñetero chisme se abriera.
―Resulta raro entrar aquí sin tu padre― murmuró la morena con tono apenado.
Me resultó extraño que alguien pudiese echar de menos a mi viejo, pero no queriendo indagar en sus sentimientos pasé a su interior con una mezcla de desconfianza e interés porque no en vano ese sujeto era un completo desconocido para mí.
Juro que me sorprendió descubrir lo mucho que se parecía a mi propia oficina. El mismo tipo de decoración, muebles muy semejantes pero lo que realmente me dejó impactado fue comprobar que al igual que ocurría en la mía, una de sus paredes lucía llena de pantallas.
―Se nota que os habéis inspirado en la reforma que hice en mi empresa― comenté al ver las semejanzas.
Guadalupe me preguntó porque lo decía y al explicarle lo mucho que se parecía a la oficina que había estrenado hacía unos seis meses, contestó:
―Debiste contratar al mismo decorador que don Ricardo porque lleva así al menos tres años que es cuando empecé a trabajar aquí.
No dije nada y me quedé pensando:
«Es imposible, yo mismo la decoré».
Que esa mujer me mintiera en algo tan nimio, despertó mis suspicacias y para no provocar que se pusiera a la defensiva, me puse a chismear el resto del despacho mientras mi cicerone se quedaba sentada en una de las sillas de cortesía.
«El cabrón de mi progenitor quiso que me sintiera cómodo trabajando aquí», deduje al no aceptar que fuese fortuita tanta similitud.
Habiendo satisfecho mi curiosidad, volví donde estaba la morena y le dije si nos íbamos.
―Todavía no. Tu padre me dejó instrucciones de traerte aquí ― replicó y antes que pudiese hacer nada por evitarlo, se encendieron los monitores y la figura de mi odiado ascendiente apareció en ellos.
―Hola hijo. Gracias por estar aquí― fue su entrada.
― ¿Me dejó un mensaje grabado? ― escandalizado pregunté a la mujer.
En vez de ella fue la voz de mi padre quién contestó:
―Sí y no. Lo que estas escuchando es un programa resultado de años de desarrollo con el que he querido anticiparme a las dudas que te surjan sobre este proyecto en el que embarqué mi vida. Se puede decir que es un compendio de mis vivencias y opiniones.
Por si fuera poco, acto seguido esa especie de inteligencia artificial pidió a mi acompañante que nos dejara solos. Me disgustó ver que Guadalupe obedecía como si realmente hubiese sido su antiguo jefe quien le hubiese ordenado desaparecer de escena.
Tomando asiento, esperé a ver qué era lo que esa condenada máquina quería decirme. Nada más cerrar la puerta la mexicana, escuché que me decía:
―Antes de nada, nunca os abandoné, sino que fue tu madre la que me prohibió todo contacto bajo la amenaza de hacer público la que considero que es la obra de mi vida.
Indignado porque metiera a mi santa en la conversación, espeté a su imagen:
―No te creo. Fuiste un maldito egoísta toda tu vida… ¡me alegro de que estés muerto!
Nada más soltarlo, caí en la cuenta de que estaba enfadado con un programa de ordenador y que, al gritarle, me había comportado exactamente igual que su subalterna. Si ya de por sí eso era humillante, más lo fue cuando con tono monótono, ese personaje virtual me contestó:
―No creo que sea la mejor forma de empezar nuestra relación, pero te puedo ofrecer pruebas de qué no miento.
Ni siquiera aguardé a que terminara de imprimirse, en cuanto escuché que la impresora se ponía en funcionamiento, salí de su despacho jurando no volver jamás…

 

Relato erótico: “Crónicas de las zapatillas rojas: la camarera.” (POR SIGMA)

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CRONICAS DE LAS ZAPATILLAS ROJAS: LA CAMARERA.

Un consejo: es conveniente, aunque no forzoso leer Cazatesoros: Sydney y las zapatillas rojasExpedientes X: el regreso de las zapatillas rojas y Alias: La invasión de las zapatillas rojas antes de leer esta historia.
Gracias a Vaquita por su inspiración.
Por Sigma
Patricia Evans se movía rápida y alegremente entre las mesas del bar sirviendo las copas, con gran agilidad se desplazaba entre los eternos obstáculos, siempre sonriente.
Era una joven de rizado cabello pelirrojo, piel blanca y rostro aniñado, lo que contrastaba con las voluptuosas curvas de su figura: sus preciosos y grandes senos distraían a todo hombre que llegaba a verlos, su esbelta cintura los acentuaba aun más y sus proporcionadas caderas completaban su bella figura de forma armoniosa.
Llevaba puesta una camiseta de algodón, unos pantalones ajustados que llegaban hasta sus pantorrillas y en sus pies unos cómodos zapatos tenis que le permitían aguantar la jornada de trabajo.
– Uuufff, que noche -pensó mientras volvía a la barra por más órdenes- por fortuna casi termina, ha sido una larga semana.
Pero su figura y alegría habían atraído la atención de alguien en particular, un hombre sentado al fondo casi entre las sombras, sin llamar la atención, la miraba atentamente. Llevaba su largo cabello obscuro en una cola de caballo, una camiseta de algodón negra y levemente ajustada, pantalones de vestir y botines de piel negros. Un cinturón con hebilla de plata contrastaba con su obscura ropa, la pieza de metal llevaba esculpida en relieve la cabeza de medusa. Unos pocos lo conocían como Xander Scorpius pero no era su verdadero nombre, era sólo un alias útil a sus fines. Era más conocido por sus contactos y equipo simplemente como X.
– Mmm… Vaya, pero que tenemos aquí, que lindura… -pensó mientras se llevaba su copa a los labios- semejante belleza no debería estar aquí.
Había viajado a un ciudad al sur para ultimar detalles de la operación con uno de sus contactos del extranjero. Tras hacer planes en un bar elegido al azar el contacto se marchó, justo entonces X había visto a la pelirroja sirviendo las bebidas.
– Debería estar en mi harem… -X trataba de capturar solamente a mujeres que sirvieran a su plan maestro, pero había algo en la joven que lo atrajo de inmediato por lo que decidió darse un capricho.
– La quiero… debe ser mía -pensó decidido mientras terminaba su bebida y la llamaba con un gesto. Minutos después ella se acercó a donde estaba.
– Si señor ¿Quiere algo más? -le dijo con una encantadora sonrisa enmarcada por sus rizos rojos.
– Si, en realidad le quiero preguntar algo… señorita…
– Patricia…
– Si, gracias Patricia. Verás, soy dueño de una empresa de modas ¿Has oído de Xcorpius?
La joven lo pensó un momento antes de responder.
– Si… creo que la he escuchado -X se alegró, aunque ya tenían prestigio su empresa aun era relativamente desconocida- ¿Que se le ofrece?
– Bueno, mi nombre es Xander, te confieso que no he dejado de observarte y me preguntaba si querrías modelar para nosotros…
– ¿Como? -respondió sorprendida la joven.
– Vamos a lanzar una línea nueva, estoy buscando chicas jóvenes para la campaña publicitaria, y creo que eres perfecta para nosotros ¿Te interesa?
Aunque a Patricia no le molestaba la idea ni le desagradaba el cliente, había algo en la situación que la hizo desconfiar…
– No se… es muy repentino… -empezó a decir.
– Mira queremos que modeles esto -dijo el hombre al sacar una caja y de esta unas zapatillas rojas de tacón alto- son para la próxima colección y creo que tu lucirías fabulosa con ellos.

La pelirroja los observó con cuidado. El exterior parecía terciopelo y estaba cubierto de complejos diseños florales. El alto tacón era grueso y llevaba el mismo diseñó de la zapatilla, la punta abierta dejaría ver los dedos del pie y una pequeña flor adornaría justo encima.

– Son muy bonitos -dijo al fin, aunque ella no los acostumbraba debido a su trabajo- pero no estoy segura de…
– Vamos dame una oportunidad… llevo tiempo buscando sin éxito alguien como tu.
– Lo siento pero no creo que…
– Tienes dudas, lo entiendo, al menos piénsalo, pruébalos -le dijo mientras le daba la caja con las zapatillas- estaré aquí mañana y me dirás que te parece, si para entonces aun no te convencen no te  volveré a molestar. ¿De acuerdo?
– Mmm… bueno, usted gana, lo pensaré -le dijo Patricia mientras le daba la cuenta- pero no le prometo nada.
– Perfecto, perfecto, gracias -dijo al pagar añadiendo una más que generosa propina.
– Hasta mañana -se despidió la joven al alejarse de la mesa llevándose la caja.
– Hasta luego esclava –respondió X en voz baja.
Apenas un par de horas después Patricia ya estaba en su departamento preparándose para dormir, se había puesto unos cómodos pantaloncillos cortos y una playera delgada, tras cepillarse los dientes se sentó en la cama y entonces recordó el extraño encuentro de esa noche.
– ¡Que raro! De verdad parecía desesperado por que yo aceptara -pensó, entonces recordó las zapatillas en la caja junto a la cama- mmm… vamos a ver.
Las sacó de la caja gris en la que solamente aparecía la palabra Xcorpius en letras negras en la tapa.
– Uufff, no se como pueden ponerse tacones tan altos -pensó mientras observaba esas largas columnas- con esto no aguantaría ni una hora de trabajo.
Tras mirarlos unos instantes se inclinó y con cuidado se las colocó en sus delicados pies. Entraron con gran facilidad quedándole a la perfección.
– Vaya pero ¿Como supo cual era mi medida? Esto se pone más raro -pensó sorprendida- mejor será que no acepte la oferta. Mmm… debo admitir que son muuuy cómodos.
Se levantó de la cama y dio un par de pasos vacilantes pues no acostumbraba usar tacones y menos tan altos.
– ¡Uuuoooohh! -exclamó al sujetarse a un mueble apenas evitando caer- mejor me quito esto antes de que me mate.
Se volvió a sentar y se quitó la zapatillas rojas.
– Lastima, son muy bonitas y por la marca exclusiva, muy raras -pensó mientras se recostaba- pero hay algo en esto que no me da confianza…
Una hora después Patricia dormía plácidamente boca abajo, su rostro hacia un lado y una mano junto a su cabeza, sus largas piernas extendidas sobre la cama, su blanco cuerpo reflejando la débil luz de la luna.
En ese momento empezó a sonar en la distancia el suave y agudo trino de una flauta, a un ritmo lento.
A un lado de la cama las zapatillas rojas empezaron a vibrar con la música, primero de forma tenue pero conforme la melodía aceleraba cada vez de forma más evidente, de pronto, de la parte de atrás de las zapatillas fueron surgiendo un par de cintas del mismo color rojo, aparecían de la nada como extendiéndose de la misma estructura del calzado.
Al fin cada una alcanzó unos veinte centímetros de largo y comenzaron a ondular con la música como tentáculos. Cuando la melodía alcanzó su clímax las zapatillas comenzaron a moverse como si estuvieran vivas, dieron un par de pasos hasta llegar a los pies de la cama y ayudándose de las cintas comenzaron a subir por la orilla de la cobija hasta llegar arriba del colchón.
Entonces, moviéndose muy despacio, se fueron acercando a los descubiertos pies de la indefensa pelirroja.

Tras ponerse justo detrás de la punta de sus pies las zapatillas se colocaron “boca abajo”, con los tacones apuntando casi hacia el techo, entonces las cintas se sujetaron muy despacio a los deliciosos dedos de Patricia y paulatinamente comenzaron a subir por los empeines, muy lentamente.

De pronto la joven se movió entre sueños, al instante las zapatillas se quedaron inmóviles, pero sin soltarse de los pies de ella, que quedó recostada de lado, al igual que sus piernas, lo que facilitó la invasión de las zapatillas embrujadas, que de inmediato continuaron subiendo y colocando los pies de la joven dentro del calzado.
Finalmente cubrieron los talones y en un movimiento tan rápido como suave las cintas se enredaron posesivas a los tobillos de la chica.
Solamente X sabía que al ser activadas por la música las zapatillas se convertían casi en un ser vivo cuyo único deseo era capturar a una hembra y someterla, hacerla suya, no sólo para su propio hambriento placer, sino para el beneplácito del Amo de las zapatillas.
Una vez colocadas, las ahora sensualmente estilizadas piernas de Patricia se fueron poniendo bien rectas poco a poco, primero los dedos, luego las plantas de sus pies se tensaron, los tobillos, los músculos de sus esculturales pantorrillas se pusieron duros, las rodillas bien derechas y al fin los esbeltos muslos, luego las piernas con los pies casi de punta  hicieron girar el cuerpo de la pelirroja hasta ponerla boca arriba para permitir así que las zapatillas se familiarizaran con el cuerpo de su nueva victima, comenzando a sensibilizarla a su poderosa influencia física, mental y sexual.
La chica seguía dormida, inconsciente de lo que le ocurría gracias a las zapatillas hechizadas, las manos a los lados de su cabeza, sus labios de color rosa entreabiertos suavemente, como preparada para un profundo y apasionado beso.
Primero sus piernas se encogieron hasta poner las rodillas casi en el pecho, luego se extendieron bien derechas a unos centímetros de tocar el colchón, luego una pierna bajó y la otra subió, se intercambiaron posiciones varias veces, como si caminara en el aire, después se levantaron derechas y juntas perpendiculares a la cama y se abrieron al máximo en V, para luego bajar hasta casi tocar la sabana y encogerse todavía bien abiertas, como lista para ser poseída por su amante. Finalmente las piernas empezaron a cruzarse una sobre la otra como las de una profesora en los sueños de un estudiante.
Mientras tanto la suave respiración de la joven empezó a acelerarse pues aun dormida empezaba a experimentar un gran placer, en sus sueños se veía recostada entre almohadones, perfumes y texturas orientales, vestida con sedosas y translucidas telas que cubrían su cuerpo, muchos anillos en sus dedos y varias pulseras en sus tobillos, miraba lánguidamente una exótica habitación alfombrada. Entonces escuchó un chasquido de dedos, una música árabe empezó a sonar y ella empezó a bailar para su sultán, sus pies descalzos casi de puntas, sus manos bien arriba sobre la cabeza, sus caderas y hombros girando a ritmo suavemente.
Fuera de su sueño Patricia emulaba perfectamente los movimientos con su cuerpo sonámbulo, moviéndose por la habitación con la gracia sobrenatural que le daban las zapatillas rojas sobre los tacones, mientras se excitaba cada vez más, a cada momento más vulnerable al poder del hechizado calzado.
Respiraba cada vez más rápido, su cabeza reclinada hacia atrás y sus ojos cerrados, sus pezones marcándose tras la playera, su vagina húmeda y lista.
Finalmente tuvo un pequeño orgasmo entre sueños que la hizo sonreír levemente.
Casi al amanecer las zapatillas la llevaron de vuelta a su cama, liberaron sus pies y de un salto bajaron del colchón, pero antes de colocarse en su lugar se acercaron a los tenis de la pelirroja que estaban tirados junto a la cama, las puntas de los tacones se colocaron tocando el costado de las suelas del calzado deportivo y un doble chasquido metálico resonó en el cuarto al ser implantados fragmentos de las zapatillas rojas originales en los tenis.
La joven se movió un poco en la cama debido al sonido pero segundos después dormía de nuevo profundamente. Las zapatillas volvieron a su sitio silenciosamente justo al momento en que la música terminaba, dejando la alcoba como si nada hubiera pasado… o casi.
En un automóvil negro a una calle de distancia X sonreía al apagar la música mientras Bombón, su chofer y guardaespaldas le preguntaba extrañada:
– Pero mi señor ¿Por que no la hizo venir de inmediato para llevárnosla?
– Ah, eso ya sería muy fácil, esta vez quiero que ella misma se entregue a nosotros para acompañarnos, claro, con un poco de ayuda de las zapatillas…
La mañana siguiente Patricia se despertó lista para enfrentar el nuevo día.
– Aaaauuunn -bostezó delicadamente mientras salía de la cama- mmm… creo que no dormí bien, aun me siento un poco cansada.
Se vistió, desayunó algo ligero, se fue primero a correr y luego a nadar, lo que la relajó y la hizo sentir mejor.
En la noche, tras una buena ducha, se puso un juego de ropa interior negra sencilla luego una camiseta negra, unos pantaloncillos hasta la rodilla y sus cómodos tenis.
Un par de horas después estaba en el bar repartiendo las bebidas y sintiéndose fabulosamente bien, moviéndose con más agilidad que nunca entre las personas, evitando incluso un par de posibles accidentes gracias a la velocidad de sus pies, moviéndose casi con la música.
– Vaya, que bien me siento, ni me cansó, ni me tropiezo, creo que me levanté con el pie derecho -pensaba sonriente mientras se movía con gracia entre un grupo de clientes- lo único que quisiera es detener este roce de mis pantaletas en mi entrepierna ¡Me está volviendo loca!
Entonces vio a al hombre de la noche anterior al fondo del bar y con gran seguridad se acercó llevando la caja.
– Buenas noches -saludó de nuevo con una sonrisa mientras devolvía la caja- después de pensarlo decidí que no estoy preparada para trabajar de otra cosa. Gracias de todos modos.
– Oh, no me diga… bueno al menos lo intenté -le respondió X fingiendo decepción- si cambias de idea aquí te dejo mi teléfono y la dirección del hotel donde me hospedo, me voy mañana temprano.
– Se lo agradezco pero no creo que cambie nada -dijo recordando su presentimiento de que algo no estaba bien con la oferta de trabajo, para luego despedirse y dirigirse a la barra.
– Ya veremos si no vuelves a mi encanto -pensó X divertido mientras sacaba un pequeño aparato ultrasónico de su bolsillo.

La pelirroja se movía con soltura llevando un pedido cuando de pronto sus pies tropezaron torpemente entre si, provocando que se le cayera la bandeja con bebidas sobre un grupo de clientes.

– ¡Hey!
– ¡Oye ten cuidado!
– ¡Maldita sea!
– Oh, lo siento mucho, lo siento -se disculpó avergonzada mientras recogía los vasos y un murmullo burlón sonaba alrededor.
Minutos después llevaba otro pedido cuando una explosiva sensación de placer la golpeó en su entrepierna como si fuera un látigo.
– ¡Aaahhhh! -gimió sin poder evitarlo mientras se caía de nuevo la bandeja, ahora en el piso, salpicando a una gran cantidad de personas.
– ¡Aaayyy!
– ¡Cuidado!
– ¡Que torpe!
– Perdón, fue mi culpa -empezó a disculparse a la vez que pensaba- oohh debe haber sido el roce de estas estúpidas pantaletas, no vuelvo a usarlas…
Empezaba a creer que quizás no se había levantado con el pie derecho después de todo, pero no tenía idea de lo que aun le aguardaba…
En menos de una hora tiro o derramó otras tres charolas de bebidas sobre clientes e incluso sobre si misma, sus pies se tropezaban solos o una inesperada sensación de gozo le hacía encogerse y gemir. Empezaba a sentirse avergonzada y excitada a la vez. Lo que la confundía.
– ¿Pero que me pasa? -pensó ya desesperada cuando el encargado le ordenó que descansara unos minutos.
Lo peor era que se sentía cada vez más estimulada sexualmente.
– ¡Oooohhh! -gimió mientras cubría con los brazos sus ya duros y sensibles pezones marcándose incluso en su ropa interior y camiseta- necesito… necesito un poco de… desahogo.
De inmediato entró al baño y metió la mano en sus pantaloncillos para empezar a masturbarse lentamente, sensualmente.
– Mmm… si… eso necesitaba -pensaba la joven al sentarse mientras cerraba los ojos y sus labios se entreabrían tentadoramente- quizá con esto… olvide esta… mala noche.
Pero X la había visto ir al baño y tenía otros planes para Patricia.
– Empieza el espectáculo -pensó sonriente al ajustar su control ultrasónico.
En el baño la linda pelirroja sintió que el placer que se daba se duplicaba en un instante.
– ¡Oooohhh!… ¡Siiiii!… ¡Siiiiii! -sollozaba suavemente mientras sentía que todo le daba vueltas, como en un torbellino… empezó a escuchar una salvaje música que la puso más frenética aun a la vez que percibía que su cuerpo entero comenzaba a vibrar desde la punta de sus pies hasta sus grandes senos. El placer finalmente la abrumó y no pudo contenerse más.
– ¡Aaaaahhhh! ¡Aaaaahhh! ¡Siiiiiiii! -casi gritaba al alcanzar un delicioso orgasmo. Pero al mismo tiempo que la salvaje música dejaba de sonar se dio cuenta de un raro silencio sólo perturbado por una serie de murmullos alrededor. Cuando la pelirroja abrió los ojos se encontró con que ya no estaba en el baño, se encontraba en medio del bar con su mano aun metida en sus pantaloncillos y rodeada por los clientes que la miraban con una mezcla de sorpresa, desprecio y lujuria.
– ¿Que? No es posible… yo… -empezó a balbucear mientras pensaba que definitivamente se había levantado con el pie izquierdo.
En ese momento X salía por la puerta del bar con una sonrisa en su rostro.
Patricia llegó a su departamento descorazonada, había perdido su trabajo y casi la detenían dos policías que tomaban una copa por “faltas a la moral”. No era un buen momento para ella, un par semanas antes había perdido también su trabajo en el gimnasio y ahora esto, además era muy independiente para pedir ayuda.
– Oh… ¿Pero que pudo pasarme? -pensaba preocupada pues se acercaba la fecha de pagos- ¿Y ahora que puedo hacer?
Mientras se desvestía encontró en un bolsillo la tarjeta del hombre del bar.
– Vaya… casi lo olvidaba… -pensó mientras la observaba con cuidado- Xander Scorpius… mmm… me pregunto si… debería ir.
Dudando aun, al terminar de ponerse su ropa de dormir decidió consultarlo con la almohada.
– Mañana será otro día -murmuró filosóficamente mientras se acostaba y apagaba la luz.
Pero aunque no lo sabía su día aun no terminaba, pues empezó a tener extraños sueños eróticos en los que jugaba al tenis vestida con una entallada playera que insinuaba sus grandes pezones, una minúscula falda que mostraba fácilmente con cada movimiento una pequeñísima tanga blanca y en sus pies llevaba unos coquetos zapatos tenis que eran como zapatillas de tacón alto de plataforma.
A cada golpe de la raqueta Patricia sentía un enorme placer sexual que aumentaba debido a los silbidos y aplausos del público que admiraba cada curva y cada movimiento de la voluptuosa pelirroja.
– Aaahhh… aaaaahhh… aaahh -empezó a gemir con cada golpe y revés hasta que explotó de forma deliciosa y desinhibida.
– ¡Ooooooohhhhhh!
Mientras tanto, en el mundo real la pelirroja bailaba ágilmente por su departamento gracias a sus zapatos tenis hechizados que se habían apoderado de ella mientras dormía, poseyéndola y aumentando su vulnerabilidad al poder de las zapatillas rojas. El dulce rostro dormido de Patricia mostraba una gran sonrisa de satisfacción por el reciente orgasmo mientras seguía bailando sensualmente en la soledad de su apartamento.

Al día siguiente, tras un rápido baño, la encantadora joven se puso una camiseta blanca, unos pantalones de mezclilla, sus tenis y de inmediato se dirigió al hotel del hombre del bar, encontrándolo justamente en la entrada del lujoso edificio. Al parecer esperando su automóvil.

– Buenos días… -le dijo sonriendo tímidamente al acercarse- señor Xander. ¿Se acuerda de mi?
– Ah, por supuesto… Patricia ¿No? Es un placer verla de nuevo.
– Bueno tuve un cambio de planes y me preguntaba si aun le interesa que modele.
– Por supuesto que si encanto, esperaba que me dieras la oportunidad -en ese momento un auto negro se detuvo junto a ellos- Acompáñame por favor, voy al aeropuerto.
La pelirroja dudó de subir al auto de ese desconocido, pero X estaba preparado y accionó un botón del control de su bolsillo.
Al instante la desconfianza de la joven fue barrida por una suave sensación de bienestar y placer.
– Bueno… está bien – accedió mientras subía al auto en el que el hombre le mantenía la puerta abierta.
En el interior se encontraban dos mujeres, lo que eliminó cualquier desconfianza que aun le quedaba. Una trigueña estaba al volante, era el chofer y llevaba una gorra y uniforme clásicos. La otra, sentada a lado de la pelirroja, parecía una ayudante o secretaria, era rubia y su apariencia contrastaba entre su corta y provocativa falda y su cabello peinado en dos colas como una colegiala.
– Buenos días señorita -dijo educadamente la chofer, aunque a Patricia le dio la impresión de que la revisaba de arriba abajo por el retrovisor.
– Buenos días -respondió educada.
– ¡Hola! Soy Dana, estoy para servirte -le dijo entusiasta la rubia mientras le estrechaba la mano vigorosamente- y te aseguro que será un placer…
La joven se quedó inmóvil pensando en las connotaciones de semejante explicación hasta que Scorpius la sacó de sus cavilaciones mientras el auto arrancaba.
– Bueno Paty, como te había dicho necesito una modelo para mi ropa y sobre todo para mi línea de calzado. Te pagaría encantado por tu apoyo al proyecto la cifra que tu me digas.
– ¿La que yo quiera? -preguntó impactada.
– Por supuesto, eres justo lo que Xcorpius estaba buscando, eres un sueño hecho realidad para nosotros, de verdad te necesitamos. Por favor dime que aceptas.
– Si, claro, tengo algo de tiempo -murmuró aun sorprendida, sin darse cuenta de que la rubia aun le sostenía la mano.
– Muy bien. Ahora van las condiciones: en primer lugar es un proyecto de al menos un mes y tenemos el tiempo encima así que deberás acompañarnos a mi corporativo, es un lugar tranquilo en el campo.
– Bueno pero…
– Déjame terminar por favor. Además debes firmar este contrato de discreción, hay muchos que tratan de robar mis diseños así que no puedes decirle a nadie a donde vas ni cuando volverás, ni podrás comunicarte con nadie durante las siguientes semanas. ¿De acuerdo?
– Oh… no se… parece demasiado misterioso…
– Te entiendo pero así es el mundo de los negocios… puedes decidirlo mientras llegamos al aeropuerto, piénsalo bien.
La pelirroja sopesó la situación.
– Es mucho dinero… pero no me da confianza… estaría muy aislada y es raro -pensó, dudando.
X accionó de nuevo su control y una vez más las dudas de la joven fueron eliminadas por una agradable sensación de bienestar, casi confianza. Finalmente sonrió y miró al hombre.
– Muy bien, acepto, no se por que pero aunque apenas lo conozco confío en usted.
– Perfecto, perfecto. Dana, infórmale a la capitán que seremos cuatro pasajeros en vez de tres, que esté preparada para salir.
– ¿Que? ¿Ahora mismo? Pero, mi ropa, mi equipaje…
– Como te dije Paty, tenemos el tiempo encima, te proporcionaremos todo lo que necesites…
– Pero mi pasaporte…
– No te preocupes, yo me encargo de todo, tengo contactos… -le dijo X mientras le sonreía cálidamente.

De nuevo sin saber por que la joven confió plenamente en su nuevo jefe.

– Bueno, como usted diga -dijo tímidamente.
Minutos después los cuatro abordaban un jet privado, Patricia notó que la capitán y las dos sobrecargos que los recibieron iban vestidas de forma demasiado sexy: sacos ajustados, blusas desabotonadas de arriba, minifaldas, medias y altos tacones, a donde quiera que la pelirroja veía estaba rodeada por sonrisas, escotes, muslos y pies casi de punta.
– Se ve que es una empresa de moda, le dan mucha importancia a la apariencia -pensaba sorprendida la joven mientras se sentaba a lado de su flamante nuevo jefe.
Enfrente se sentaron las mujeres del auto, la chofer se quitó la gorra y Patricia pudo ver que era una esbelta trigueña y que su elegante uniforme se completaba con unos ajustados pantalones negros y botas de amazona hasta las rodillas.
Casi de inmediato fueron atendidos por las sobrecargos que les llevaron copas de champagne para brindar.
– Por nuestra nueva relación… -dijo X al levantar la copa.
Minutos después despegaban y X le entregaba a Patricia una caja.
– Muy bien, ahora debes ponerte esto.
– ¿Ahora? -preguntó sorprendida.
– Por supuesto, desde este momento eres serás representante de Xcorpius y tienes que vestir de acuerdo a ello. Puedes cambiarte en el servicio.
– Muy bien… usted es el jefe -dijo al levantarse.
En el servicio abrió la caja y se encontró con un elegante conjunto que se puso de inmediato: un vestido blanco de escote redondo que llegaba arriba de las rodillas y unas sandalias blancas de tacón alto con cintas para atar a los tobillos.
– Oh, espero que pueda caminar con esto -pensó mientras se vestía sin saber que su desnudez era observada por una cámara de video conectada al monitor frente al asiento de su nuevo jefe.
Finalmente salió del servicio sintiéndose algo incomoda con tacones tan altos, por lo que tuvo que sujetarse de los asientos al pasar por el pasillo.
– Muy bien Paty, si me lo permites te ves exquisita -le dijo el hombre con amabilidad mientras ella se sentaba, sin dejar de dar un sutil y buen vistazo a sus torneadas piernas y su apetitoso escote.
– Gracias, pero no acostumbro tacones tan altos.
– Te aseguro que muy pronto te acostumbrarás lindura. Ya lo verás. Te ves algo cansada ¿Por que no te recuestas unos minutos? Los asientos son reclinables.
– Bueno, no tengo sueño pero me servirá descansar…
En cuanto recostó su cabeza en el respaldo X oprimió un botón y la pelirroja sintió que un invencible sopor se apoderaba de ella, quedándose de inmediato dormida e indefensa mientras sus piernas se ponían bien derechas y tensas sobre el asiento.
– Ah, muy bien. Esta chica es todo lo que esperaba de ella, debemos darle los primeros condicionamientos -De inmediato las dos mujeres sentadas sonrieron lujuriosas y tras acercarse comenzaron a acariciar las blancas piernas de la pelirroja.
– Escucha con atención Paty, ahora eres una modelo, debes usar tacones y ropa sexy siempre que estés en mi presencia y desde ahora te será fácil caminar así. Dilo.
– Soy una modelo… siempre debo usar tacones y ropa sexy… en su presencia… me será fácil caminar así.
– Otra vez.
– Soy una modelo… siempre debo usar tacones y ropa sexy en su presencia… me será fácil caminar así.
– De nuevo.
– Soy una modelo… siempre debo usar tacones y ropa sexy en su presencia… me será fácil caminar así.
– Muy bien lindura, es un buen inicio… Sin duda me faltaba una pelirroja en mi harem.  
Minutos después Patricia despertaba al escuchar que estaban aterrizando.
– Oh, lo siento. No pensé que estuviera tan cansada.
– No te preocupes Paty, ya llegamos.
El avión finalmente se detuvo y se desabrocharon los cinturones.
– Señor Scorpius no se si podré bajar del avión con estos tacones…
– Claro que podrás, eres una modelo, te será fácil. Es cuestión de seguridad y confiar en ti misma.
– Cierto… soy una modelo… será fácil –susurró, casi repitiendo su condicionamiento.
La pelirroja se levantó y ondulando de forma casi hipnótica sus caderas comenzó a caminar por el pasillo, poniendo un pie entaconado frente al otro con gracia y elegancia. Del mismo modo bajó las escaleras sorprendida de su propia seguridad. A lado del avión un auto deportivo esperaba con la chofer y la ayudante abordo.
Patricia se volvió y miró sonriente a su jefe que la observaba desde arriba de la escalera, le hizo un guiño y comenzó a bajar al auto.
– Serás una esclava perfecta -pensó X al verla subir al auto luciendo sus piernas y con sus pezones marcándose en el vestido- no puedo esperar para someterte y hacerte mía, muy pronto serás mi putita de alcoba…
CONTINUARÁ
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Relato erótico: “Jugando con la presentadora de TV atrevida 2” (POR COCHINITO FELIZ)

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Beatriz se despertó el domingo de madrugada. Tener que presentar las noticias los fines de semana a laQue belleza: una rubia bien perra desnuditas 8 de la mañana tenía ese inconveniente. Se levantó, medio somnolienta, y al momento se acordó de todo lo que había pasado en el plató de televisión y el camerino el día anterior.
El micrófono inalámbrico estaba en la mesilla de noche.
La sensación de vergüenza vino con toda la crudeza. Su compañera se había dado cuenta que lo había utilizado como un consolador. Y seguro que el rumor se iría extendiendo rápidamente entre sus compañeras y el personal del estudio. Sí, aquel juego que había empezado con Alex, su dominante admirador secreto, se le iba de las manos. Y a pesar de todo, de la vergüenza pasada, de la ansiedad que le provocaba pensar que tenía que ir a trabajar bajo la mirada incrédula de sus compañeros, todavía recordaba lo excitada que había estado obedeciendo a Alex, siendo exhibida como mercancía, y como gracias a ese micrófono había tenido en mejor orgasmo en mucho tiempo.
 No lo podía evitar, aquel juego tan peligroso la ponía completamente cachonda, y hoy seguramente montaría otro numerito subido de tono. Deseaba chatear con Alex, para que le fuese ordenando que ponerse, que hacer, y que la exhibieran como una golfa en directo, ante miles de ojos que la estarían esperando en las teles de sus casas.
Se conectó al chat, pero para su desilusión, Alex no estaba conectado. Sin embargo, se metió en varios foros sobre mujeres guapas y presentadoras, a ver que comentarios había provocado el salir primero con el body escotado, y luego sin el sujetador.
Los comentarios eran tremendos.
“Como estaba de calentorra Beatriz hoy. Menudas tetas, y para que las viéramos bien, luego se quitó el sujetador”
“Es que está pidiendo a gritos una buena polla…yo me ofrezco de voluntario”.
 “Si se llega a mover un poco más, se le hubiese salido los pezones del escote…que lástima, nos quedamos sin verlos.  Aunque es casi lo único que no se le vio”
“Seguro que además del sujetador, también se quitó las bragas. Que pena que no la veamos de cintura para abajo”
Beatriz empezó a excitarse con lo que leía, y cuando más borde, mejor. Era tan delicioso sentirse tratada como un objeto de deseo, nada más que un objeto, por todos aquellos hombres. Sentirse como un cuerpo bonito destinado sólo para el placer.
Miró también las capturas de pantallas colgadas en el foro. Realmente estaba seductora y atrevida con aquel body pegado como una segunda piel que dejaba poco para la imaginación, con el sujetador negro debajo. Pero en las otras fotos, sin el sujetador,  ya no era atrevida, era claramente indecente. Sus pechos se mostraban casi al natural, con aquel poco de tela que prácticamente no ocultaba nada. Sus pezones casi estaban fuera,  empujando la tela con fuerza, como cimas de volcanes. No era de extrañar los comentarios, porque parecía realmente una hembra en celo.
Puso uno de los videos colgados, y desde que luego que era espectacular. Se movía ligeramente hacia delante y atrás, mientras daba las noticias, jugando nerviosamente con el bolígrafo en una mano, y cada vez que se movía hacia delante y juntaba los brazos, una pequeña parte de la aureola de sus pezones duros se asomaba por aquel escote que tapaba tan poquito.
amateurs Aquello era más de lo que ella había creído enseñar. ¿Que pensarían de ellas sus espectadores, cuantos habrían quedado hipnotizados viéndola enseñando tanta carne? Se estremeció de placer, pensando incluso cuantos la habrían  grabado, para verla una y otra vez. Algunos incluso se estarían masturbando con lo que habían visto…no lo podía evitar, todos aquellos pensamientos la excitaban más y mas.
Se vistió muy sexy, con un tanga rojo, de encaje, y una minifalda blanca tan corta que hacía tiempo que no se ponía de lo atrevida que era. Tenía ganas de exhibirse al máximo, no lo podía evitar. ¿Qué sujetador ponerse? Su mente calenturienta repasó mentalmente su colección de sujetadores. Sí, tenía uno que era completamente pornográfico, más propio de una puta en busca de clientes que otra cosa. Lo había comprado en un impulso cuando lo vio, pero luego no se había atrevido a ponérselo nunca.
Fue al armario y lo cogió.
Era también de encaje rojo, pero lo que lo hacía tan indecente es que realmente solo tenía dos medias copas, que simplemente sostenía los pechos por abajo. Los pezones con sus aureolas, y la totalidad de los pechos quedaban al aire, completamente expuestos, sin tapar. La única función del sujetador era apretar los pechos desnudos hacia arriba, haciéndolos más bonitos, sin ocultar nada. Aquello era lo más atrevido que se  había puesto nunca…la vagina chorreaba con solo la idea de ponérselo y en las situaciones comprometidas en las que podría meter. No dudó ni un segundo más, aquella era la ocasión perfecta, para que la viera su admirador. Se lo puso, y luego se colocó un top rojo encima, sintiendo sus pezones endureciéndose contra la tela. Se miró en el espejo. Estaba para hacer perder la cabeza a cualquier hombre que la viera. Realmente iba a juego, porque la tela blanca de la minifalda deja además entrever la tonalidad rojiza del tanga.
Ya tan temprano, pensó, y me arde el coño de gusto y de deseo. Este Alex sabía como excitar a una mujer como ella. Se moría de ganas de que se la follaran a conciencia.
Se puso unos zapatos de tacón y cogió su bolso. Guardó dentro el micrófono, dándole vueltas en la cabeza como se lo devolvería a su compañera y que le diría. Además, metió dentro uno de sus consoladores favoritos, un soberbio cilindro de acero suave y superficie estriada, de cuatro centímetros de grosor y veinte centímetros de largo, con un mango estrecho, para que su vagina se cerrará bien entorno a él y quedara bien inmovilizado dentro de ella, y un botón para que vibrara y le mandara oleadas de placer. Hoy sí iba preparada para cualquier cosa.
Cuando llegó al estudio de televisión, todo estaba en marcha como siempre. El guarda de seguridad y el personal por los pasillos la saludaron con una sonrisa, quizás más amable y marcada que normalmente. Ella saludó y devolvió las sonrisas, pensando nerviosamente que todos habían visto como había dado las noticias el otro día, e incluso el rumor del micrófono podría estar circulando ya por ahí. No ayudaba nada en desmentirlo lo descaradamente vestida que iba hoy por la mañana. Notaba como los hombres la miraban con deseo, como se clavaban aquellos ojos en sus piernas, en su culo, en sus pechos, cómo la desnudaban con la mirada, con ganas de meterle mano… le encantaba aquella sensación. Y todo gracias a Alex. La poca tela del tanga rojo estaba ya encharcada.
Entró en su camerino. Su compañera todavía no había llegado, así que puso el micrófono en su sitio, para que ella lo encontrara con facilidad. Todavía no quería pensar en que le diría ella luego. Mejor no pensarlo siquiera.
Estaba todavía sola, y se dispuso a encender su ordenador portátil. Se moría de ganas de hablar con Alex, de escandalizarse con lo que le pidiera ponerse, de pensar en la locura de todo aquello, de entregarse para ser exhibida como carnaza,…y la sensación maravillosa de hormigueo corriendo por su cuerpo al hacerlo, el placer de entregarse para que aquel hombre la mangoneara. Encendió y el ordenador, y se conectó al chat.
Estaba tan pendiente de aquello, que no se dio que había una pequeña caja de cartón en su mesa. Un paquete de correo urgente, más bien pequeño. Lo miró con curiosidad. Iba a su nombre, no había duda. Pero en el remitente ponía sólo Alex. El corazón se le aceleró y la adrenalina empezó a correr libre por su cuerpo.
Se moría de ganas de abrirlo, pero pensó que tendría que esperar a que él le diera permiso. En condiciones normales lo habría abierto sin dudar, pero si Alex decidía que ropa tenía que ponerse, también tendría que esperar instrucciones respecto al paquete. Si, estaba empezando a pensar como una sumisa obediente, a seguir entregando su voluntad y sus acciones a aquel hombre que no había visto nunca. Le encantaba.
Alex todavía no estaba conectado al chat. La estaba haciendo sufrir impacientemente…y aquello también era un dulce tormento.
MorochaApenas unos momentos después entró  su maquilladora.
– Buenos días, Beatriz, estás todavía más preciosa que ayer…Te mereces que te ponga a tono con lo seductora  que vas.
En unos minutos tenía su pelo corto y rubio perfectamente peinado, con el rimel puesto haciéndoles unos ojos preciosos y penetrantes, resaltando el azul de su mirada. Ella no dejaba de mirar  todo el tiempo el paquete sobre la mesa, muriéndose de ganas de saber que había dentro, pero al mismo tiempo sufriendo por si había algo que la pusiera en una situación más comprometida que la de ayer.
– ¿De que color te pinto los labios?- se preguntó la maquilladora- Creo que lo que te quedaría bien hoy es un rojo pasión…
Cuando acabó, Beatriz parecía la encarnación del deseo.
– Ufff, estás adorable, parece más que vas a una cita con un amante que a presentar la noticias.
Cuando se fue, Beatriz miró el reloj. Quedaban a penas 15 minutos, y no sabía nada de Alex. En unos minutos tendría que salir al plató. Tenía el estómago lleno de mariposas revoloteando, sin acabar de creerse lo que estaba haciendo, de atreverse a salir cada vez más indecente en su programa de noticias.
Por fin el chat se puso en marcha.
“Buenos días, zorrita”
El corazón de Beatriz se desbocó. Ahora empezaba la función, ella como una obediente alumna dispuesta a hacer todo lo que decía su maestro….o mejor, pensó con gusto, como una esclava dispuesta a obedecer en todo momento a su dueño. Él ya no la llamaba ni siquiera Beatriz. Ella era una zorrita, y lo había aceptado desde el principio.
“Buenos días, Alex”
“Ya falta poco para que salgas en la tele”
“Sí, apenas cinco minutos”
“¿Has pasado buena noche”
“Más o menos…la he pasado pensando en ti…y en lo que haces conmigo”
“¿Y te gusta, zorrita?”
“Si, Alex, me encanta….”
“Bien. ¿Te han entregado un paquete?”
Beatriz tragó saliva.
“Si, Alex”
“¿Lo has abierto?”
“No, Alex, pensé que no debía de abrirlo sin tu permiso”
“Muy bien, zorrita, parece que eres lista y cual es tu lugar en esta relación. Como premio te diré que ropa te pondrás hoy”
“Gracias, Alex”
“Hoy te pondrás el segundo de esos bodys negros que más me gustan. Hazlo”
“Si, Alex”
Era como ella temía, pero  en el fondo lo esperaba ardientemente. Se fue a la percha del vestuario y lo cogió, con el corazón sin dejar de latir fuertemente ni un momento. Se quitó el top rojo y se miró con gusto otra vez en el espejo de su camerino. Sus tetas eran sencillamente impresionantes, gracias a la operación de cirugía estética que se había hecho hacía poco.  Firmes y grandes, una talla más de la que tenía antes, y una turgencia como si tuviera veinte años otra vez, no más de cuarenta, con areolas oscuras y redondas, terminadas en dos pezones largos y puntiagudos.  Eran pechos que se burlaban de la ley de la gravedad, que miraban de manera insolente y descarada hacia delante, desafiantes. Y aquel sujetador que no tapaba nada los realzaba en toda su gloria.
El realmente no era un boda, sino una camiseta  negra, de manga larga y tapado hasta el cuello. No mostraba ni un centímetro de su piel. Pero el tejido era de una elasticidad inmensa, y cuenta más se estiraba, más fino se volvía y más se transparentaba todo. Y ella se había preocupado de comprarse una talla menos de la que le correspondía. Cuando se lo puso, notó como sus pechos tiraban con fuerza de la tela elástica, estirándola hasta que parecía que la tela se iba  romper en cualquier momento.
Jadeando, nerviosa, se miró en el espejo, con la boca abierta. La imagen era apabullante.
La tela negra era más o menos espesa por sus hombros y el cuello, pero a la altura de los pechos la tela se había estirado tanto que la visión era impactante. El tejido parecía un simple velo, ligero y oscuro. No es que se intuyera algo…es que casi se veía todo. Se veía el sujetador rojo, se veía el dibujo de los encajes del sujetador, se veía que solo sostenía sus pechos erectos y desafiantes, se veían las pecas de su cuerpo, se veían sus pezones oscuros, sin cubrir, que parecían que iban a perforar la piel en cualquier momento….La excitación la tenía loca, su vagina estaba otra vez ardiendo, y sin poder contenerse deslizó la mano por debajo de la falda. Con avidez lo metió dentro del tanga y empezó a acariciarse el clítoris. Su jugos se escapaban, sin que nada los retuviera, se sentía húmeda y lujuriosa. ¿Cómo iba a salir así a dar las noticias? La sensación de desastre, de ser una víctima camino del matadero la excitó hasta el infinito. Sí, entregarse para que Alex dispusiera de su cuerpo, hiciera con ella lo que quisiera, hacerla sentir todo aquel placer perverso…no quería otra cosa en su vida.
amateur

Respiró profundamente varias veces. Apenas quedaban ya un par de minutos para salir al plató.

“Ya me lo he puesto, Alex”
“Seguro que estás preciosa, espero verte dentro de unos minutos. Me satisface mucho que seas tan obediente y sumisa, zorrita”
Beatriz se atrevió a preguntar.
“¿Quieres que haga algo con la caja, Alex?”
“Jajaja…¿tienes curiosidad, eh?”
“Si, Alex”
“Ya sabes el dicho…la curiosidad mató al gato…pero si haces algo, luego te dejaré abrirla”
“Dime lo que quieres que haga, Alex”
“Quiero en medio de las noticias digas mi nombre..”
Beatriz suspiró aliviada. Aquello no parecía tan comprometido. Pero Alex siguió escribiendo.
“Y como ya vas sabiendo cual es tu lugar en nuestra relación, y cual es la mía, me llamarás como me merezco…me dirás Amo Alex”
Beatriz, cerró los ojos, desesperada, asumiendo que estaba dando un paso más hacía su perdición, hacía la entrega total hacia aquel hombre que no conocía. Además, basta equivocarse para salir luego en todos los zappings de todas las cadenas de televisión. Aquello sería tan humillante, vestida además así….aquello era como un suicidio profesional. Pero su coño seguía ardiendo, quería quemarse más y más. La degradación, la humillación y la entrega de su voluntad la excitaban cada vez más profundamente.
“Si, Amo Alex, haré lo que me ordenas”
“Muy bien, zorrita. Seguro que estás deseando meterte un consolador o una buena polla en el coño”
“Si, Amo Alex”
“¿Te has traído alguno hoy?”
“Sí, Amo Alex”
“Si te portas bien, ya veré si te lo dejo usar luego. A si que marchando, zorrita. Te espero luego, cuando hagas la pausa a las 8 y media”
Beatriz se levantó, temblando de angustia y de placer, y salió del camerino. Mientras caminaba por el pasillo, se sentía agobiada con la gente con la que se cruzaba. Solo tenía conciencia de ser un par de tetas sueltas que iban rebotando con cada paso que daba, pegadas a un coño y un culo, casi todo a la vista. La vergüenza la iba matando poco a poco…pero la excitación y la calentura también.
Se sentía como una fulana barata.

Antes de llegar al plató, se cruzó con su compañera de camerino, Silvia, la otra presentadora que seguía después de ella. La chica la miró de arriba abajo, con los ojos incrédulos, pero luego se sonrió perversamente, negando con la cabeza.

– Buenas, Beatriz….¿vas a dar las noticias, o vienes de  ligar a un bar de camioneros?
Beatriz, bajo el maquillaje, se encendió como una bombilla, sin atreverse a decir nada, deseando que se la tragara la tierra allí mismo. Para su sorpresa, a pesar de todo, la excitación que le llenaba todo el cuerpo no disminuyó ni un ápice.
– Porque desde luego, no has dejado nada a la imaginación. Pero quizás tengas razón, no hay nada como enseñar bien la mercancía para saber lo que se compra.
Beatriz bajó la mirada, sintiendo que su dignidad como persona se iba perdiendo poco a poco. Siempre había tenido algunos roces con su compañera de plató, y parece que ahora se estaba vengando. Y a pesar de todo, ser menospreciada e insultada por ella hacía que su coño ardiera todavía más.
Su compañera habló en voz alta, para que la oyeran los que pasaban por allí y se quedaban mirando a Beatriz vestida tan atrevida. Se lo estaba pasando de lo lindo a su costa.
– ¿Por cierto, me has devuelto ya el micrófono inalámbrico, ese metálico que parece un consolador, de lo grande y gordo que es…o todavía lo llevas puesto?
Su compañera le miró el tanga rojo que transparentaba bajo la minifalda blanca. Varios de los trabajadores de que estaban por allí se rieron por lo bajo. Aquel cotilleo se había extendido con la velocidad del rayo.
Beatriz tomó una tonalidad de rojo intenso que quedó muy bien con el contraste del body negro.
– No, Silvia, ya te lo he devuelto- dijo Beatriz con un hilillo de voz-, te lo he dejado en tu mesa, en su sitio.
– Ah, eso está mejor. Aunque entiendo que cuando hay una necesidad urgente, se tira de lo que haya a mano. Tengo otro micrófono más grande, por si te viene algo más urgente. Pero me lo pides antes, ¿vale?
– Sí, Silvia, como tú digas-dijo esperando que ella la dejara tranquila.
Beatriz no quería seguir allí, abochornada, y comenzó a caminar deprisa hacia el plató. Pero su compañera todavía no había acabado. Le estaba empezando a gustar esto de machacar y mangonear a Beatriz, viendo además que no se defendía. Mientras se alejaba, le dijo.
– Espero que me lo hayas dejado bien limpio y no pringoso….
Beatriz aceleró el paso, mientras escuchaba algunas risas a sus espaldas. Todavía tuvo tiempo de escuchar a uno de mantenimiento que estaba pendiente de la conversación, hacer un comentario jocoso.
– A mí no me importaría quedármelo pringoso…
Beatriz casi corrió por el pasillo, las tetas sueltas rebotando elásticamente en su fina prisión de tela. Llegó por fin al plató, donde su ayudante de cámara la esperaba nervioso.
– Beatriz, que no llegamos, que casi es la hora ya….-el hombre la miró y se quedó callado un momento-. Beatriz….estás…estás….increíble….-atinó a decir viendo aquella hembra voluptuosa vestida (o casi desnuda) para matar.- Yo no sé que te traes entre manos…pero me encanta. Eres la fantasía de cualquier hombre.
Beatriz sonrió agradecida, feliz del apoyo y la devoción incondicional de su ayudante de cámara. Se sentó derecha en su silla, encendió el pc de su mesa y ordenó sus papeles. Todo lo que tenía decir estaba escrito allí, además de en la pantalla junto a la cámara, por lo que le basta irla leyendo mientras se intercalaban los videos. Ya no había marcha atrás, pensó llena de pánico, faltaban unos segundos, y seguro que después del numerito de quitarse el sujetador ayer, hoy habría una audiencia muy superior a lo normal, y estaba claro que ella no los iba defraudar vestida así. Se miró en un monitor que estaba allí, viendo como la verían ella…y la conclusión es que estar desnuda era casi lo mismo que ir con lo que llevaba puesto
Puso su mejor sonrisa, como siempre, mirando a la lente oscura que como un ojo sin párpado capturaba su imagen, dispuesta compartirla con todo el mundo. Se sentía aterrada por dentro, pero al mismo tiempo le parecía que iba a correrse sin necesidad de tocarse con lo que se estaba atreviendo a hacer.
– Entramos en 5…4….3….2…1..¡dentro!
Ya estaba hecho, ya no había escapatoria.
– Buenos días, señores admiradores….- la ojos de Beatriz se agrandaron con lo que acababa de decir, y puso una sonrisa más grande todavía-, quiero decir, señores espectadores…bienvenidos a una nueva edición de las noticias de la mañana…
El ayudante de cámara se pasó una mano por la frente, nervioso.
Beatriz no podía concentrase en lo que leía. Acababa de ganarse salir en los zappings, y acababa de empezar.
– Hoy la Comisión Europea ha aprobado nuevas medidas anticrisis….

Solo era consciente de que su imagen era un primer plano que llenaba la pantalla, en sus pechos apenas cubiertos por la tela tirante, en sus pezones hipersensibles que le mandaban oleadas de placer por todo el cuerpo, en su vagina que era lava ardiendo…

– En otro orden de cosas, hoy en oriente medio se ha presentando el nuevo plan de paz…
Aprendió a vivir con la vergüenza, a sonreír mientras sabía que se exhibía sin reparos para sus espectadores masculinos, mostrando de una manera más que insinuante sus encantos, a hablar como si no pasara nada, como si estar vestida y mostrase como una puta fuera lo normal en ella. Y la verdad es que se estaba convirtiendo en normal, pensó. El placer de degradarse y exhibirse la mataba de gusto.
¿Y cuando iba a decir lo que le había ordenado su amo?
Las noticias siguieron su curso, por Europa, por América, noticias económicas, sucesos, accidentes aéreos…El tiempo iba pasando y Beatriz no encontraba la oportunidad. La angustia de defraudar a su amo empezó a competir con el placer degradante que sentía. Se le estaban acabando las posibilidades. Llegaron a los deportes.
– Hoy los equipos de primera división han hecho un comunicado conjunto sobre…
No, allí tampoco se podía meter. Ya solo quedaba una noticia de cultura….sí, esto prometía, pensó esperanzada.
– Para terminar esta primera edición de noticias les contamos que se ha entregado el premio de novela erótica la sonrisa vertical, que este año ha correspondido a la novela “Placer y morbo en los probadores” escrita bajo el pseudónimo de cochinito feliz.- siendo la otra novela  finalista “Sometiendo a una pareja morbosa”…
 Beatriz dejó un momento de mirar la pantalla, se centró el la cámara que la enfocaba e improvisó.
…escrita por “mí Amo Alex”. El premio fue entregado en el ateneo….
El ayudante miró a la pantalla con el texto y luego a Beatriz, negando extrañado.
Beatriz se sonrió mentalmente. Había escapado de la situación. Se imaginó que alguien mandaría una nota diciendo que ese no era el autor de la  novela finalista..,pero, bueno, ya se preocuparía más delante de eso.
Ya solo le quedaba despedirse. La metedura de pata del principio tampoco era tan terrible, pensó para darse ánimos.
– Les dejo con el pronóstico del tiempo. Volveremos dentro de media hora. Espero que todos usted hayan disfrutado, tanto como yo, con esta primera edición de noticias. Ha sido un placer tenerles pendientes de la información y poder mostrarles con toda claridad y lo mejor que hemos podido los pechos más interesantes…
El ayudante se atragantó.
-…digo, los hechos más interesantes de la actualidad. Hasta luego.
Beatriz se mordió los labios por el desliz, procurando no perder la sonrisa, sintiendo como en un momento se había lanzado al abismo, ella solita, sin necesidad de un empujón.
Pasaron un par de segundos. Eran las ocho y media en punto. Media hora de descanso.
-Estamos fuera- dijo el ayudante de cámara- Joder, Beatriz,.. confundir pechos con hechos, pero mirándote se entiende que cualquiera se confundiría….
Beatriz se levantó, mareada, con el cuerpo ardiendo de placer y de vergüenza. A corto plazo necesitaba que se la follaran ya. A medio plazo, el productor seguro que la llamaría más tarde o más temprano para pedirles explicaciones.  A largo plazo, le esperaba un calvario de comentarios y ver como aquella despedida saldría una y otra vez en todo tipo de programas de zapping. Una humillación casi permanente. Pero lo importante es que había cumplido la orden de su amo, la primera que le daba como tal. Y eso la hacía profundamente feliz, a pesar de todo.
Se fue a paso ligero al camerino, llena de sensaciones contradictorias, dándose cuenta que estaba tirando su carrera profesional por la borda, pero al mismo tiempo sintiendo que estaba descubriendo nuevos mundos de placeres ocultos, intensos y desconocidos. Su compañera Silvia estaba allí, arreglándose, aunque todavía tenía que esperar a que Beatriz diera la segunda edición de las 9.
– No conocía esta faceta tuya, Beatriz.  Me sorprende, y hasta cierto punto me encanta. Lo bueno de todo esto, es que si consigues que te echen, encontrarás trabajo fácil en cualquier bar de striptease…
Silvia se acercó a ella.
– Tengo que reconocer que tienes unas tetas preciosas…no me extraña que te hayas puesto ese sujetador y este camisa elástica…

Como quien no quiere la cosa le pasó la punta de los dedos de una mano por el tejido elástico, de arriba abajo, con suavidad, subiendo a la cima de su pecho, deteniéndose un momento en uno de los pezones que parecía romper la tela en cualquier momento. Beatriz se estremeció de gusto, cerrando los ojos.

Silvia, jugó un poco más con el pezón, cogiéndolo y frotándolo a través de la tela con el pulgar y el índice, haciendo que Beatriz soltara un leve gemido de placer.
Luego, sin previo aviso, Silvia se lo apretó con fuerza. Beatriz dio un gritito de sorpresa y dolor. Pero se disculpó al momento. Sí, sentía la necesidad de humillarse ante su compañera.
– Perdona por haber gritado. No lo debería haberlo hecho, con lo bien que me tratas.
 Silvia la miró despectivamente.
– Esto por quitarme el micrófono inalámbrico y hacer cochinadas con él. Eres una guarra…
– Sí, lo soy, pérdoname.
Silvia la miró con curiosidad, asumiendo muchas cosas nuevas sobre su compañera de trabajo.
– Por cierto, mientras estabas dando las noticias, me he fijado que te has dejado abierto el chat de tu ordenador….
El chat seguía conectado. Beatriz se estremeció preocupada. Definitivamente, todo el asunto se le estaba yendo de las manos.
– Estaba conectado un tal Alex, y me puse a charlar con él, ¿no te importa, verdad…zorrita?
Beatriz puso los ojos en blanco. Aquello no podía estar pasando.
– Parece un chico muy interesante…y muy dominante, ideal para mujeres sumisas como tú. Anda habla con él, que te está esperando.
Beatriz se sentó sin saber que pensar.
“Hola, Amo Alex”
“Hola zorrita, lo has hecho muy bien. Me ha encantado la delicadeza con la que has dejado caer eso de “Mi Amo Alex” como autor de la novela finalista. Ha sido sublime.”
“Gracias, mi Amo”
“Que pena que luego hayas dicho eso de pechos en vez de hechos….vas a ser la comidilla de todos una buena temporada, sobre todo yendo tan provocativa e indecente como una fulana”
“Lo siento,  Amo Alex”
“Por cierto, tu compañera Silvia parece una mujer muy interesante, pero es muy distinta a ti. Le he pedido que me ayude para darte tu premio como ayudante, y está encantada de hacerlo. Haz lo que ella te diga, sin rechistar. De hecho tendrás dos premios, porque tu metedura de pata me ha gustado. De momento, enciende la cámara web del ordenador para que te vea. Yo dejaré la mía apagada”.
“Si, Amo Alex”
 Beatriz dejó de escribir, encendió la cámara web del portátil y miró a Silvia, que tenía una sonrisa retorcida.
– Quítate el tanga.
Beatriz se quedó un momento sorprendida, escuchando incrédula a su compañera. Ella, al ver que no le obedecía, sobre la marcha la abofeteó una vez. Definitivamente, esto de putear a Beatriz la ponía a mil.
– Quítate el tanga, ya. No tenemos toda la mañana.
– Lo siento, Silvia.
Se agachó y se lo bajó hasta los tobillos. Estaba pastoso de todos los jugos de la vagina que ya no era capaz de retener.
– Es suficiente, déjatelo ahí, me gusta más así. Dame el consolador que tienes en el bolso.
Con pasos pequeños, Beatriz se acercó a la mesa, lo cogió y se le dio. Silvio lo miró apreciativamente.
– Ufff, parece un torpedo. Está muy conseguido, y estás estrías al girar tienen que dar un gusto enorme…A ver este botón…
Al apretarlo, el consolador empezó a vibrar fuertemente.
– Que bueno…pero si me están entrando ganas de utilizarlo yo…Anda, ponte a cuatro patas en el suelo.
Beatriz la miró otra vez, sin ser capaz de asimilar lo rápido que estaban cambiando las cosas a su alrededor. Su compañera la trataba como si fuera una auténtica esclava sumisa y obediente…y ella se daba cuenta que asumía su papel con facilidad. La vagina seguía mandando un placer inagotable, y la novedad de aquella situación surrealista era una fuente de lujuria hasta entonces desconocida.
Sin dudarlo, se puso a cuatro patas.
Silvia le subió la falda hasta la cintura, dejando expuesto  un culo con  moreno integral bien a la vista. Lo acarició con suavidad unos momentos, y lo agarró con fuerza un par de veces.
– Realmente tienes cuerpo de escándalo, Beatriz, hasta yo me pongo cachonda viéndote.
– Gracias, Silvia.
– Separa más las piernas.
Beatriz las separó todo lo que pudo, hasta poner tirante el tanga que tenía en los tobillos. Se sentía expuesta y lista para ser usada…y la sensación era de lo mejor que había sentido en su vida. Sí, sentirse usada por cualquiera, ser tratada como un cuerpo sin alma, solo para el placer de quien quisiera usarla como le viniera en gana. No había nada mejor en el mundo que lo que estaba viviendo en este momento.
– Así está bien. Agáchate ahora, baja los hombros hasta que toques con la frente el suelo.
Beatriz los hizo, quedando en una situación de indefensión total, con el culo en pompa, dejando su coño y su culo bien expuesto. Sus pechos aplastaban ahora sus pezones contra el suelo. ¿Cómo podía estar haciendo todo aquello, para un completo desconocido? ¿Cómo podía dejar que su compañera de trabajo la tratara así? ¿Cómo era posible que hubiese salido antes a dar las noticias vestida como una perra en celo? No lo acababa de entender, pero todo era tan gratificante…El orgasmo estaba otra vez muy cerca.

Silvia ajustó la pantalla del ordenador para que la cámara web la enfocara bien.

– Y ahora vas a tener tu primer premio, zorrita, cortesía de tu amo Alex.
Slivia cogió el consolador plateado, y lo apoyó en la entrada de la vagina. Beatriz sintió un estremecimiento de placer. Silvia apretó suavemente. Estaba claro que con tanta lubricación iba a entrar sin problemas.
– ¿Lo quieres dentro, quieres que te lo meta bien hondo, zorrita?
Beatriz gimió con desesperación. Sí, sí, sí…era lo único que quería más que nada en su vida ahora mismo.
– Sí, Silvia, por favor, mételo, fóllame con él.
– Sabes, esto me está gustando mucho…te lo meteré, si también me obedeces a mí como a ella. Ya se lo he comentando a tu amo Alex, y el está de acuerdo en compartirte conmigo. Siempre que él lleve la voz cantante, claro.
Beatriz estaba desesperada. Necesitaba el consolador dentro de ella, ya.
– Sí, Silvia, te obedeceré a ti también.
Silvia seguía jugando con el consolador probando la entrada de la vagina, apretando el clítoris.
– ¿Que tal si me llamas Ama Silvia, zorrita? Suena muy bien, me gusta.
– Sí, Ama Silvia, te obedeceré.
– Ah, estupendo.
Silvia fue apretando poco a poco el consolador contra la vagina, entrando con suavidad, centímetro a centímetro, mientras Beatriz se derretía de gusto. Ahora mismo, aquello era la felicidad absoluta. Su vagina hervía de placer, las endorfinas saturaban sus terminaciones nerviosas. Silvia siguió empujando el cilindro de metal dentro de su sumisa compañera, recreándose, viendo maravillada lo suave que entraba y salía, como un pistón perfectamente engrasado. Era hipnotizante ver como aquella vagina se tragaba aquel monstruo de metal.  Empezó a moverlo con rapidez, dentro y fuera, dentro y fuera, dentro y fuera…cada vez más rápido, mientras Beatriz se abandonaba a sus gritos y gemidos de placer. Silvia enterró el consolador hasta el fondo, hasta que solo asomó un poquito de la empuñadora y pulsó el botón. Al momento se escuchó un zumbido fuerte y poderoso desde las profundidades de la vagina. El placer se desbordaba, llegaba como una ola dispuesto a arrasarlo todo. El orgasmo liberador llegó; Beatriz gritó y gritó, sin importarle que la oyeran, sin importarle donde estaba, feliz de que por la webcam su amo viera como se corría como una zorra indecente para él.
Respiro hondo, gruñendo todavía de satisfacción, mientras el placer se iba disolviendo, dejando paso a la tranquilidad. Pasaron largos segundos hasta que se calmó. Faltaban pocos minutos para que dieran las nueve y tuviera que dar las noticias otra vez.  Sin moverse de su posición miró de refilón.
– Gracias…Ama Silvia.
Silvia apagó el consolador, y para tristeza de Beatriz, se lo sacó, dejando su vagina todavía hambrienta de más sexo.
– De nada, zorrita. Súbete el tanga y dale las gracias a tu amo.
Beatriz, temblando, se lo colocó en su sitio el tanga, se sentó en la silla y tecleó.
“Gracias, Amo Alex. Ama Silvia me ha hecho sentir mucho placer”
“Me ha gustado mucho verte disfrutar y correrte. Te has ganado el segundo regalo”
Beatriz miró a Silvia que cogía la caja y se la ofrecía.
– Toma. Tu regalo, te lo has ganado.
Beatriz la cogió, curiosa por lo que habría dentro.

 

(Continuará. A veces, es mejor no ser tan curiosa…)

 

 

 

Relato erótico: ” Hércules. Capítulo 13. Entre rejas.” (POR ALEX BLAME)

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Capitulo 13: Entre rejas.

Hércules se dejó esposar y guiar a la sala de interrogatorios mansamente, con la cabeza baja y la expresión ausente. Le llevaron a una sala sin ventanas, con un gran espejo que ocupaba toda una pared, una mesa y dos sillas metálicas por todo mobiliario.

El funcionario le obligó a sentarse con rudeza en una de las sillas, la que estaba frente al espejo y cerró la puerta tras él, dejándole solo. Transcurrieron minutos sin que nadie apareciese, Hércules bajó la mirada y esperó sin hacer ningún movimiento. Intentando no pensar en nada. Solo esperando.

Repentinamente la puerta se abrió y entró un tipo gordo con un expediente y un periódico bajo el brazo.

—Enhorabuena, si lo que querías era estar a la altura de Charles Manson lo has conseguido, chaval. —dijo el hombre depositando un periódico ante él— La prensa se está volviendo loca con tanta sangre.

El policía calló y dejó que Hércules leyese los truculentos titulares y las fotos de la masacre a todo color.

—Bien, ¿No tienes nada que decir? ¿Estás esperando un abogado?

—No quiero ningún abogado. —respondió Hércules lacónico.

—No está mal, sabes hablar. Ahora que has empezado verás como todo es más fácil. Tengo unas preguntas y me gustaría que las contestaras. Verás, no es que me importe demasiado la muerte de unos cuantos chulos y traficantes, es más, nos has hecho un favor, pero tengo curiosidad por saber por qué a un joven sin antecedentes, deportista y de buena familia se le cruzan los cables y se carga a casi una docena de personas con sus propias manos.

Hércules no se inmutó y se limitó a mirar al policía con los ojos vacios sin mostrar ninguna emoción. El detective siguió insistiendo durante unos minutos, pero Hércules mantuvo un obstinado silencio hasta que finalmente el policía se rindió.

—Está bien, tú ganas. Conocer el móvil hubiese sido la guinda del pastel, pero en realidad tenemos suficientes pruebas para empapelarte así que me contentaré con encerrarte y tirar la llave. —dijo el detective— Ahora te vamos a llevar ante el juez de instrucción que te leerá los cargos y pondrá la fecha del juicio. Buena suerte, la vas a necesitar.

La vista preliminar fue rápida. El juez se limitó a verificar que Hércules no quería representación legal y ante la gravedad del delito dictó prisión incondicional sin fianza. A parte de su explicita renuncia a una representación legal, Hércules no dijo nada más y se retiró esposado del tribunal.

La cárcel no era tan moderna ni tan cómoda como las celdas de la comisaría. Las paredes estaban sucias y desconchadas, el piso desgastado y los hierbajos crecían en el patio. Por si fuera poco, en una celda no mucho mayor que la que había ocupado en la comisaría se hacinaban él y otras tres personas sin ningún tipo de intimidad.

En cuanto llegó le quitaron la ropa y le dieron un mono naranja que parecía tejido en papel de lija. Le dieron la ropa de cama y le encerraron en su celda donde paso la noche en compañía de los pedos y ronquidos de sus tres vecinos.

Al día siguiente lo despertaron a las seis de la mañana y lo dirigieron a las duchas. Se quitó el mono y lo dejó pulcramente doblado en un banco, tal como sus madres le habían enseñado. En ese momento, al entrar en el ambiente lleno de vapor de las duchas se preguntó qué pensarían de él. Diana siempre tendía a disculpar sus cagadas, pero Angélica hacía el papel de poli duro y era la que solía leerle la cartilla. No por ello la quería menos. Todavía no sabía cómo demonios se iba a enfrentar a ellas cuando volviesen del viaje de negocios en Europa del Este.

El que seguro que no lo digeriría bien sería su abuelo. Aunque lo quería, siempre había pensado de él que era un bala perdida…

—Hola, tu eres el nuevo ¿Verdad? —dijo un hombre fornido con el pelo teñido de rubio platino rompiendo el hilo de sus pensamientos.

—Te acostumbrarás a este sitio, en realidad no es tan malo como parece, al contrario de lo que puedas creer, la gente de este lugar exuda amor. —continuó el hombre sin esperar una respuesta, señalando a una pareja que se abrazaba y besaba al final de las duchas.

Sin decir nada Hércules observó como los dos hombres se miraban a los ojos con una ternura que pocas veces había visto en otras parejas. Sus manos acariciaban los cuerpos desnudos del otro con suavidad recorriendo los pechos amplios y musculosos.

El más bajito y fornido elevó en el aire al otro más delgado y lo apoyo contra el alicatado. Deslizando una mano por su nuca lo besó con ansia a la vez que bajaba la otra y la enterraba entre sus piernas acariciándole la polla con suavidad.

La polla del hombre creció entre las manos de su amante hasta convertirse en un falo de respetable tamaño, duro y caliente como un hierro al rojo. El hombre bajo se arrodillo y comenzó a lamerle y chuparle la polla mirando a su compañero a los ojos y acariciando sus muslos y sus huevos.

—¿A que son una pareja envidiable? Son Peco y Norman, llevan casi tres años y un día juntos y nunca se cansan de demostrase su amor.

Peco siguió chupándole la polla a su amante hasta que Norman a punto de correrse se dio la vuelta y abriendo las piernas y lubricándose el culo con un poco de saliva invitó a su amante a entrar en él.

Peco no le penetró inmediatamente sino que abrazó a su pareja por detrás dejando que el calor de los cuerpos y el agua de la ducha lo excitara. La polla de Peco creció y se endureció. Con suavidad acarició la raja entre las nalgas de Norman que suspiró excitado y anhelante.

Peco acarició los pezones y el cuello de Norman que comenzó a mover su culo golpeando la polla de su amante hasta que este no pudo contenerse más y lo penetró con suavidad mientras le susurraba palabras de amor que el ruido de la ducha enmascaraba.

Norman soltó un suspiro y arañó los baldosines mientras su novio comenzaba a moverse suavemente dentro de él. La incomodidad pasó pronto y los dos hombres empezaron a jadear y gemir asaltados por un intenso placer. El mundo de fuera se había diluido para ellos, solo estaban ellos dos abrazados disfrutando el uno del otro.

Peco cogió la polla de su amante y sin dejar de sodomizarle comenzó a sacudir su miembro cada vez con más urgencia hasta que los dos hombres se corrieron a la vez. Los gemidos se escucharon en toda la sala de duchas arrancando risas de complicidad a los presentes.

Los dos hombres saludaron y se abrazaron dándose un largo beso antes de volver bajo el chorro de las duchas.

—Eso sí que es amor. —dijo el rubiales abrazándo a Hércules— ¿No te parece?

Hércules intento liberarse con suavidad, no quería líos el primer día, pero tres hombres salieron de entre la cálida bruma de la ducha y le sujetaron por los brazos y el cuello mientras el rubiales intentaba forzarle.

Con un grito de furia Hércules juntó los brazos haciendo que los cuerpo de los hombres chocaran. Estaba harto de aquellos gilipollas. Con una patada en los testículos se libró del rubiales que se quedó encogido en postura fetal mientras arreaba un puñetazo en la sien al hombre restante.

Apenas un segundo después, los hombres que le habían cogido de los brazos se habían incorporado de nuevo y le miraban agazapados, preparados para abalanzarse sobre él.

Se lanzaron los dos a la vez intentado derribarle de sendos puñetazos pero sus golpes se estrellaron con el cuerpo de Hércules sin hacerle el menor daño. Sin el menor gesto de dolor les cogió los brazo y se los retorció hasta dislocárselos. A continuación, de dos patadas los lanzó contra la pared de la ducha donde chocaron y cayeron al suelo inconscientes, seguidos por una fina lluvia de alicatado pulverizado.

Cuando se volvió, el rubiales estaba aun arrodillado intentando ponerse en pie Hércules le dio un patadón que hizo crujir todas sus costillas antes de darse la vuelta y terminar de ducharse.

***

Zeus observaba la escena sin poder evitar sentirse responsable de todo aquello. Apretó los dientes y unas chispas salieron de sus manos, pero consciente de que no podía intervenir, se obligó a relajarse.

—Hola ¿Quién es ese chico tan guapo al que no quitas ojo? —preguntó Afrodita acercándose a su padre.

—Es tu hermanastro.

—No parece pasar una buena racha. —dijo Afrodita.

—Lo sé, por eso me preocupa. Estoy casi seguro de que fue Hera con la ayuda de Hades los que han provocado todo esto, pero no puedo demostrarlo y estoy atado de pies y manos…

—Es muy guapo para ser hijo tuyo. —le interrumpió ella con una sonrisa cantarina— Es una pena que se pase es resto de su vida en una cárcel.

—Además de guapo es importante. —dijo Zeus poniendose serio— Tengo una misión para él, una misión de la que depende el futuro de la humanidad. Yo no puedo hacer nada. Esa harpía que es mi esposa me tiene constantemente vigilado, pero tú puedes ayudarle. Aquí nadie te toma demasiado en serio. Tú puedes moverte entre estos dos mundos sin llamar la atención. Puedes ser mi voluntad ahí abajo, ayudarme a sacar al chico de ahí y proporcionarle un objetivo en la vida que le ayude a salir del pozo en el que esta hundido ahora mismo y lo más importante; prepararle para su misión.

NOTA: Esta es una serie de treinta y seis capítulos, cada uno en una de las categorías de esta web. Trataré de publicar uno cada tres días y al final de cada uno indicaré cual es la categoría del capítulo siguiente. Además, si queréis leer esta serie desde el principio o saber algo más sobre ella, puedes hacerlo en el índice que he publicado en la sección de entrevistas/ info: http://www.todorelatos.com/relato/124900/

PRÓXIMO CAPÍTULO: FANTASIAS ERÓTICAS

PARA CONTACTAR CON EL AUTOR :
alexblame@gmx.es

 

Relato erótico: “Fiesta de Pijamas” (POR TALIBOS)

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Domingo. 28 de Noviembre del 2010.
Acabo de encender el ordenador de mi cuarto y, obedeciendo al impulso, he decidido plasmar en mi diario los sucesos de la noche pasada.
Todavía no me lo creo. Aún alucino. Si alguien me lo cuenta, le llamo mentiroso, o me río en su cara.
Escribo esto, no porque necesite pruebas documentales para demostrar qué pasó, pues las tengo mucho mejores, aunque luego volveré a eso.
Escribo como lo hago siempre, para plasmar mis pensamientos, mis sensaciones, mis experiencias… escribo… porque me gusta hacerlo.
Menuda mierda de prólogo. Espero que nadie lo lea. Pero, ¿quién coño lo va a leer, si esto sólo existe en mi ordenador? No creo que ningún hacker a lo Lisbeth Salander se interese en colarse en mi PC para leer sobre mis experiencias sexuales.
Es mucho mejor la versión en película…
Madre mía, qué facilidad tengo para divagar. Para alguien que sueña con ser algún día un periodista (o escritor), es un auténtico problema. Pero paso de corregir el texto. Estoy escribiendo tal y como lo siento. Para mí.
Pero bueno, centrémonos. Pongamos orden. Por el principio.
Mi nombre es Aaron. Nombre judío. No sé por qué coño me llamaron así, mi familia es católica. Supongo que a mi madre le gustó. Lo digo porque tiene mal gusto para todo, así que seguro que lo escogió ella.
Pero, ¿qué demonios estoy haciendo? ¿Para qué me presento? Si esto es mi diario. Ya sé quién soy.
Me tomo una pausa para reflexionar…
………………………..
Ha pasado una hora desde que dejé de escribir. He bajado a desayunar y me he encontrado con mi hermana Angie en el pasillo. Se ha quedado paralizada al verme. Por primera vez en años no ha encontrado ningún insulto o pulla que lanzarme y se ha refugiado en su dormitorio.
Supongo que sus amigas siguen durmiendo allí dentro. No me extraña. Anoche trasnocharon bastante, je, je.
Pero el tropezar con Angie me ha hecho comprender una cosa: me estaba mintiendo a mí mismo.
No escribo esto porque me guste. Lo hago porque deseo contar mi historia. Que otros la conozcan. Que me envidien como nunca antes me ha envidiado nadie. Quiero que conozcan mi vivencia.
Está decidido. Lo escribiré todo y lo subiré a alguna página de Internet. Para que la gente se entere….
Me he follado a mi hermana…
Y a sus amigas…
Y pienso seguir haciéndolo…
FIESTA DE PIJAMAS:

 

Me llamo Aaron. Los apellidos podéis inventároslos si queréis.
Para que esta historia tenga sentido es preciso hablaros un poco de mí… y de mi hermana.
Su nombre es Ángeles, aunque todo el mundo la llama Angie, hasta los profesores del instituto. Si alguien (normalmente yo) quiere cabrearla, basta con llamarla Ángeles, con lo que se agarra un mosqueo de mil pares de pelotas.
No sé qué coño se cree. Tiene el seso medio sorbido por toda la mierda de películas americanas truñacos que se traga. Le alucinan todas esas peliculillas de Hollywood para descerebrados, tipo “A por todas” y lo peor es que se cree que son verdad.
En el instituto tiene formada su pequeña pandilla de niñatas “cool” que se pavonean por los pasillos luciendo palmito. Tratan de imitar siempre lo que ven en esas pelis, ya sabéis, sólo se mezclan con gente “guay”, desprecian a los “cerebritos” y a las chicas que simplemente se comportan como lo que son: adolescentes.
Son tan gilipollas que llegaron incluso a pedirle al jefe de estudios presupuesto para montar un equipo de animadoras, o mejor dicho, de “cheerleaders”. Menos mal que el señor Franco (jodido el nombrecito) les dijo que el colegio a duras penas tenía dinero para comprar borradores, así que… desde entonces me cae mejor el tipo ese.
Hay que joderse, pedir pasta a un instituto en la España de la LOGSE. Hay que ser imbécil.
Eso sí, lo que tienen a su favor y el motivo principal de que se salgan siempre con la suya es bastante obvio… Están buenísimas.
Angie tiene 18 años, es rubia (de bote, pero teñida con buen gusto) y de ojos azules. Mide 1,70, 57kg y medidas 92, 60, 90. ¿Qué cómo lo sé con tanta exactitud? Porque hace tiempo que averigüé la clave de su ordenador y allí tiene un seguimiento de su peso y su masa corporal, con un plan de gimnasia detallado. Hay que reconocer que la tía se cuida.
Mis padres están muy orgullosos de ella, aunque sus notas no sean precisamente brillantes, pero no es muy alocado aventurar que, en esta perra vida, estando tan buena como está, le va a bastar y a sobrar para labrarse una buena carrera. No sé… quizás se folle a algún futbolista y luego saldrá por la tele contándolo. Sería muy propio de ella.
Sus mejores amigas son Maddie (Magdalena), Liz (Isabel) y Lluvia (sí, ésta se llama así, no es coña). Para resumir, podemos describirlas respectivamente como morena tetona, pelirroja tetona (operada) y rubia más plana en vías de operarse (aún no cuenta con el consentimiento paterno).
Angie es, sin duda, la líder del grupo y las otras la siguen como perrillos falderos. Van a todas partes juntas, hasta a cagar (suponiendo que estas niñas tan cool caguen, por supuesto, que a lo mejor no lo hacen).
En los círculos no guays del instituto, son conocidas como “El Clan de las Putas”, el “Círculo de las Guarras”, o “Ese montón de zorras que siempre van juntas”, según a quien le preguntes.
Y lo mejor es que esta fama parece ser bastante merecida. Según se dice, entre las cuatro se habían pasado por la piedra a prácticamente todos los machos alfa del instituto y de los alrededores y puede que a algún profesor. La verdad, hasta ayer creía que eran exageraciones. Ahora tengo mis dudas.
Yo, por mi parte, me mantengo en un discreto segundo plano. Paso olímpicamente de ella en el instituto, cosa que le parece genial, pues en todos los años que llevamos compartiendo centro, no me ha dirigido la palabra ni una sola vez.
Tanto como ella como yo preferimos que no se sepa que estamos emparentados, por razones bastante similares: los dos nos avergonzamos de quien nos ha tocado por hermano.
Esta relación la extendemos incluso al hogar… Nunca nos hemos llevado bien. De pequeños eran frecuentes las peleas, los descabezamientos de Barbies y las dobles fracturas de piernas de los Action Man. Y de mayores la cosa no mejoró.
Apenas nos hablamos, como no sea para meternos el uno con el otro o dejarnos en evidencia delante de nuestros padres. Cualquiera de los dos renunciaría con gusto a su paga semanal con tal de pillar al otro en un buen marrón que contarle a papá y mamá.
Por lo demás, soy en casi todo la antítesis de mi hermana. Tengo 15 tacos, soy bueno en los estudios, negado para los deportes y con las tías no me como un colín. No sé, no me considero feo, pero la verdad es que se me da fatal hablar con las chicas, me atranco y nunca sé qué decir.
He analizado en profundidad este fenómeno y he notado que tan sólo me sucede con las chicas a las que encuentro atractivas (aunque sea poco). Cuando hablo con los cardos borriqueros no me pasa, e incluso tengo bastante fama de ser simpático entre las chicas menos agraciadas de mi clase.
Con todo esto he llegado a la interesante conclusión de que soy un salido (cosa típica en alguien de mi edad) y cuando una chica me alborota las hormonas, me bloqueo. Seguro que muchos tíos saben de lo que estoy hablando, al menos mis amigos están bastante familiarizados con la situación.
Vaya, que nos pasamos la vida pensando en mujeres y basta el más mínimo revoloteo de una falda o el más ligero bamboleo de una teta dentro de una blusa para que nuestros sentidos se pongan alerta, la sangre se agolpe latiendo en nuestras sienes y ya no seamos capaces de nada más.
Y dicen que las mujeres son el sexo débil. Qué coño seré yo entonces…
Así que imagínense la situación. Un adolescente en plena efervescencia sexual, sin más alivio que el que le procuran sus dos amigas (la derecha y la izquierda, me refiero) compartiendo techo con una auténtica bomba sexual con la que se lleva a matar.
Diciendo esto quiero que comprendan que yo no miro ya a Angie como a mi hermana, sino como a una tía buena con la que convivo, sin que me unan a ella especiales sentimientos fraternales y sí unos intensos deseos de joderla (fastidiarla, quiero decir, aunque pensándolo bien, también me refiero al plano sexual).
Pues eso, que, como se habrán imaginado, en casa yo hacía todo lo posible por espiar disimuladamente a mi hermanita con objeto de obtener material para mis entretenimientos solitarios.
Lo malo del caso era que, en casa, mi hermana daba una imagen casi angelical frente a mis padres. He leído otros relatos de incesto en los que la chica se pasea por la casa ligera de ropa, la puerta del baño se queda entreabierta… no, no. En casa, Angie es un modelo de virtudes, la muy hipócrita.
Pero su hermanito es un salido muy inteligente… y con recursos.
Hace ya más de un año que comenzó mi “Operación Espionaje a la Zorra”, con un doble objetivo:

Obtener material incriminatorio frente a mis padres.
Obtener material para cascármela.

Lo típico, vaya.
La particular vida de mi familia me facilitó bastante el trabajo.
Vivimos en un chalet en una barriada acomodada de la ciudad, entre gente bien. Es una casita bastante confortable de dos plantas, estando los dormitorios en la superior. Arriba de todo hay una buhardilla, que hace unos años logré que mis padres consintieran en convertir en mi cuarto, donde puedo aislarme un poco de mi idílica familia.
Lo que era antes mi cuarto, que quedaba entre el de mis padres y el de mi hermana, se reformó, construyendo para cada dormitorio amplios vestidores (uno para mis padres y otro para Angie) y en el espacio que sobró, mi padre se hizo un pequeño estudio (es ingeniero técnico).
Es decir, que el dormitorio de mi hermana posee un armario vestidor bastante grande, con un montón de estantes a los lados y al fondo, colgadores para las prendas. Las puertas son de camarote de barco, es decir con celosías horizontales y en la parte superior, tiene una pequeña ventanita para la ventilación.
Esta descripción tan detallada tendrá su razón de ser más adelante.
Pues eso, como decía, la vida en mi casa era un tanto particular, mi padre se pasaba el día en el trabajo y mi madre, tres cuatros de lo mismo. Regentaba una boutique en el centro, de cierto éxito y clientela exclusiva. Ni que decir tiene que mi hermana pasaba por la tienda bastante a menudo, para pillarse ropa de marca a precio de saldo, mientras que yo, tenía que aguantar los reproches de mamá cuando me veía vestido con unos vaqueros viejos y mi camiseta de Linkin Park.
Y mi hermana tampoco pasaba mucho rato en casa, pues sus amigas no eran del barrio, así que prefería quedarse por las tardes a “estudiar” en casa de una amiga, o iba al gimnasio, o salía de compras… lo que fuera con tal de no quedarse encerrada “con el enano éste” como me llamaba cuando era especialmente cariñosa.
Retomando la “Operación Espionaje”, la verdad es que los inicios fueron bastante desoladores.
Al principio, bastante acojonado, me limité a hacer subrepticias fotos con el móvil del trasero de mi hermana cuando estaba de espaldas, disimulados vistazos por el canalillo de su blusa cuando se inclinaba estando yo cerca, o escondidísimas búsquedas entre la ropa sucia para poder echarle el guante a algún tanguita usado.
En todo este periodo no obtuve demasiado material, lo mejor fue una foto de mi hermana en bikini mientras tomaba el sol en la piscina que hay tras la casa y un vídeo corto de móvil enfocando sus piernas un día que la pillé subiendo por las escaleras vistiendo una minifalda tableada en el que casi, casi, llega a vérsele la ropa interior.
Una mierda vaya.
Pero, a medida que fui cogiendo experiencia en el campo del voyeurismo, mi aplomo aumentó considerablemente, aventurándome a emprender planes cada vez más sofisticados y arriesgados, pero con resultados mucho más satisfactorios.
Lo primero que hice fue hacerme con la clave de su ordenador. Esto no fue demasiado difícil. Bastó con un registro superficial de los cajones de su escritorio, aprovechando una de esas tardes en las que estaba solo en casa.
La encontré escrita en una agenda que guardaba por allí, con los teléfonos (según pude observar) de más de 50 tíos. Y no sólo obtuve esa clave, pues la muy estúpida había apuntado también la de su cuenta de correo, las de un par de redes sociales y un código de 4 dígitos que tiempo después averigüé era la clave de su tarjeta de crédito. Toma ya. No se le fueran a olvidar. Cágate lorito. Menuda gilipollas.
Con esa clave en mi poder, no tardé ni un minuto en meterme en su PC. Sabiendo que tenía toda la tarde por delante sin interferencias, pues Angie andaba de compras, me dediqué a explorar a fondo su disco duro, con el corazón latiéndome con fuerza ante la perspectiva de encontrar alguna foto “jugosa”.
Mi gozo en un pozo.
Por desgracia, lo único interesante que encontré fue una carpeta de fotos en las que aparecían Angie y sus amigas en bikini durante un viajecito a la costa que se habían pegado el verano anterior. En ellas salían también algunos chicos, pero ninguna era ni siquiera mínimamente incorrecta.
Yo esperaba hallar fotos de mi hermanita en bolas y follando con algunos de sus innumerables rolletes, pero nada de nada. A ver si iba a resultar que su fama de zorra era inmerecida.
En su correo, tuve un poco más de suerte. En la carpeta de mensajes enviados encontré numerosos mails subidos de tono que mi hermana había intercambiado con un buen número de varones, aunque la verdad, no me servían de mucho, pues no había fotos de ella.
En cambio, sí encontré varias carpetas en su correo, cada una con el nombre de un chico, que contenían mails en los que los tíos le enviaban a Angie fotos en pelotas. Fue un asco tener que mirar todas aquellas fotos de un montón de maromos exhibiendo erecciones frente a la cámara, pero claro, tenía que examinarlas para ver si mi hermanita aparecía en alguna.
Nada de nada.
Aquello no me servía de mucho, aunque las fotos y los mails al menos me confirmaron que mi hermana era en verdad una guarra. Y de las buenas. Eso sí, más lista de lo que yo esperaba, pues no guardaba nada comprometedor en su ordenador; los mails no me servían ni para chivarme a mis padres, pues de seguro a ellos les parecería mucho peor la violación de la intimidad de mi hermana que yo acababa de cometer que el que ella intercambiara correos un tanto subidos de tono con chicos o guardara fotos de tíos en pelotas.
Coño, si querían ver fotos porno, mejor que miraran en mi PC. Allí sí que iban a encontrar toneladas de información.
Pero bueno, la tarde no fue del todo infructuosa, pues me dio acceso a su agenda de actividades (la chica gustaba de programar su tiempo y lo guardaba en el ordenador) y a su correo.
Ya se me ocurriría algo.
Unos días después, aprovechando otra tarde de soledad en casa, regresé al cuarto de Angie, estudiando su configuración del dormitorio para ver si había modo de obtener alguna imagen jugosa.
Mi idea era, obviamente, hacer como el resto de salidos de Internet y esconder mi cámara de vídeo (digital, pequeñita y de muy buena resolución) en algún sitio de la habitación, desde donde pudiera obtener buenos planos y el riesgo de que la descubrieran fuera mínimo.
Mi deseo era ocultarla en el baño del dormitorio, para poder grabar a Angie mientras se bañaba, pero era imposible, pues la cámara, aunque pequeña, hubiera destacado un montón. Si hubiera habido un modo de entrar para colocarla y volver para recuperarla rápidamente sin que Angie me pillara, quizás me hubiera arriesgado, pero aquel baño era sólo para ella, con lo que la cosa no pintaba bien.
En el dormitorio había más posibilidades. Estuve efectuando pruebas de grabación en diferentes escondites, bajo la cama, entre un montón de peluches que ella jamás tocaba, en la estantería donde se amontonaban libros que tocaba todavía menos… pero ninguno me satisfacía, pues bastaría un vistazo atento para descubrir la cámara, con lo que me vería obligado a pedir asilo político en Hungría.
Entonces me fijé en el armario vestidor. Al principio, no veía buenas posibilidades, pues, aunque el sitio era muy seguro, con aquellas estanterías abarrotadas de prendas, sólo podría grabar algo si ella tenía la puerta abierta.
Sin embargo, al examinarlo por dentro, me fijé en la abertura de ventilación de la parte superior de la puerta. Quedaba casi a la misma altura del último estante de todos, que estaba tan alto que, para llegar al mismo, había que usar una pequeña escalera portátil de 3 peldaños que había dentro del armario. Además, en el estante superior Angie guardaba la ropa que usaba menos, ya fuera porque no le gustaba o porque estaba fuera de temporada.
Emocionado, me subí a la banqueta y coloqué la cámara, haciendo nuevas pruebas hasta que encontré un ángulo de grabación perfecto a través de la ventanita. Tras comprobar el material grabado, vi que, en esa posición, la cámara podía filmar prácticamente toda la habitación, quedando en ángulo muerto tan sólo la entrada del cuarto (a la derecha del armario) y la cabecera de la cama (a la izquierda).
Tras pensármelo un rato (había que armarse de valor) me decidí. Coloqué de nuevo la cámara, camuflándola con un montón de jerseys que había en el estante, con cuidado de no obstruir el objetivo. Como medida de seguridad, usé un trozo de esparadrapo para tapar el piloto de encendido, no fuera a ser que pudiera verse desde el cuarto. Programé la cámara para que se activara al detectar movimiento frente al objetivo (benditos japoneses y sus ideas) y en periodo de grabación, puse el máximo (6 horas).
Acojonadísimo, regresé a mi cuarto, donde me puse a jugar al Grand Theft Auto durante toda la tarde, tratando de borrar de mi mente el pánico que sentía de que me pillaran, con una buena dosis de violencia gratuita.
Por fin, llegó la noche y mi familia regresó. Durante la cena, me mostré más taciturno de lo normal, tanto que mis padres me preguntaron si me encontraba bien, con lo que usé la socorrida excusa del dolor de barriga para no tener que comer mucho, pudiendo escaparme pronto a mi cuarto.
Un rato después, escuché cómo mi hermana subía las escaleras en dirección a su cuarto. Yo, sudaba como un cerdo, con los huevos por corbata, acojonado por lo que me iban a hacer si Angie descubría la camarita.
¿Cómo se me había ocurrido aquella locura? ¡Me iba a pillar! ¡Me la iba a cortar en rodajas! ¡Y lo peor era que con razón!
Sin embargo, el tiempo fue pasando y los gritos de mi hermana acusándome de pervertido no llegaban. Poco a poco el pánico de que me pillaran fue siendo sustituido por el nerviosismo de tener éxito.
¿Me habría salido bien? ¿La grabaría en bolas? ¿Se habría activado la maldita cámara?
Ni que decir tiene que me pasé la noche en vela, pensando continuamente en si mi plan habría funcionado o no. Estaba excitado y asustado al mismo tiempo y no podía quitarme de la cabeza lo que había hecho. Mi estado de ánimo fluctuaba entre el miedo y la excitación, lo que no me dejaba dormir. Ni siquiera las dos pajas que me casqué con el número mensual de Hustler sirvieron para relajarme, pues no paraba de pensar que quizás las imágenes que había obtenido de Angie serían mejores que las de la revista.
Por la mañana, me levanté demacrado por la noche sin dormir. Estaba deseando encontrar un hueco para escabullirme en el cuarto de Angie y recuperar la cámara, pero, por desgracia, aquella mañana la niña estaba perezosa, así que tardó en levantarse y bajó a desayunar después que yo. Apesadumbrado, tuve que marcharme al insti sin poder eliminar las pruebas de mi delito. Huelga decir que las clases se me hicieron eternas.
Sin embargo, por la tarde la fortuna me sonrió y Angie no apareció por casa. Como un rayo, me colé en su cuarto y recuperé la cámara, cuidando de dejarlo todo tal y como estaba. Regresé a mi habitación, conecté la cámara a un enchufe (la batería se había descargado por completo) y descargué toda la información al disco duro de mi PC. Tardó un huevo, pues era un fichero de casi 8GB, que era el tamaño de la tarjeta de memoria de la cámara.
Cuando acabó, hice una pausa para respirar hondo antes de ejecutar el archivo, mientras mentalmente recitaba plegarias al dios de los pervertidos para que aquella grabación tuviera contenidos “interesantes”.
Lo puse en marcha y en la pantalla de mi ordenador apareció mi hermana encendiendo la luz de su cuarto (“bien por la tecnología japonesa”). Complacido, comprobé que el encuadre era muy bueno y la calidad del vídeo no estaba mal. Ahora sólo quedaba que hubiera “espectáculo”.
Emocionado, porque la visión del dormitorio era perfecta, me acomodé en la silla dispuesto a cascarme una paja a la salud de mi hermanita. Me bajé los pantalones hasta los tobillos y continué viendo el vídeo.
Durante un rato, no pasaba nada interesante, sólo se veía a mi hermana trajinando por el cuarto, pero aún eso, me resultaba excitante, supongo que por la sensación de prohibido de todo aquello. Hubo un instante en el que casi se me paró el corazón, cuando Angie abrió el armario para buscar no sé qué, porque, obviamente, el interior del vestidor era uno de los ángulos muertos de la cámara.
Por fin, mi hermana pareció decidirse a darse una ducha y comenzó a despojarse de la ropa. ¡Cojonudo! ¡De puta madre! Lo había logrado. Pronto me encontré pelándome la polla a toda velocidad mientras veía a mi odiadísima Angie en ropa interior, paseándose por el cuarto.
Madre mía, qué culazo tenía. Y vaya tetas. Llevaba un tanguita blanco, a juego con el sostén, que se hundía profundamente entre sus dos rotundos cachetes. Un par de veces que se agachó de espaldas a la cámara, bastaron para que tuviera que apresurarme a coger kleenex de la caja que tenía preparada.
Por desgracia, no se desnudó por completo, sino que penetró en su cuarto de baño y, aunque dejó la puerta entreabierta, la cámara no captaba nada del interior. Fastidiado, adelanté la grabación hasta el momento en que volvió a salir.
Estaba buenísima. Una toalla envolvía su cuerpecito serrano, mientras mantenía su cabello recogido con otra toalla. Yo esperaba que, de un momento a otro, se quitara el maldito trapo para ponerse el pijama, pero la cosa no fue del todo así.
Angie se sentó frente a su tocador, donde tenía un gran espejo, quedando de espaldas a la cámara. Se libró de la toalla de la cabeza y comenzó a cepillarse el pelo mojado. Aquello era un poco aburrido, pues les juro que estuvo casi 40 minutos de grabación dale que te dale al cepillo.
Volví a usar la marcha rápida, adelantando el vídeo hasta otro momento más interesante. Justo entonces noté que en la imagen se apreciaba cómo el movimiento del cepillado hacía que la toalla que envolvía su cuerpo se aflojara. Angie, se paraba de vez en cuando para colocarla bien, hasta, que por fin, ¡Gloria a Dios en las alturas!, se cansó de sujetarla y permitió que se desprendiera, dejando su espalda al aire.
Pero claro, a mí no me interesaba su espalda, sino lo que tenía al otro lado del cuerpo. Ralenticé la marcha del vídeo, casi fotograma a fotograma, hasta que pude encontrar algunas imágenes en las que su “pechonalidad” era visible gracias al reflejo del espejo. Otra pajita a su salud.
Pero aún me aguardaba un espectáculo mejor. Cuando acabó de cepillarse, se puso de pié, aún con las domingas al aire y se desperezó de frente a la cámara, casi como si estuviera posando, lo que me permitió tener una visión perfecta de su delantera. Pa mear y no echar gota. Qué buena estaba la hija de la grandísima…
Lo único decepcionante era que se había puesto bragas limpias dentro del baño, con lo que me perdí el panorama de la zona sur.
Después, nada más. Se veía a Angie cogiendo su pijama y poniéndoselo y poco después metiéndose en la cama, donde el ángulo de la cámara me permitía verla tan sólo de cintura para abajo. Vio un rato la tele y por fin, apagó la luz.
En el resto del vídeo (poco rato más) se ve tan sólo oscuridad, hasta que la cámara se apagó sola al no detectar más movimiento. No grabó nada por la mañana, cuando Angie se levantó, sin duda porque la batería se había acabado.
Bueno, para ser la primera vez que me atrevía con un plan tan arriesgado, los resultados no habían estado nada mal. Aunque podrían ser mejores.
Durante meses, escondí la cámara en el cuarto de mi hermana al menos dos veces por semana. Pronto tuve abundante material videográfico, que posteriormente editaba, eliminando las partes en las que no se veía nada interesante.
Así, obtuve vídeos de mi hermana en pelotas (sí, sí, desnudo integral), de Angie haciendo gimnasia en maillot (cómo le botaban las tetas) e incluso uno (que guardé como un tesoro) en el que mi hermanita se masturbaba tumbada en la cama mientras veía una peliculita subida de tono en su DVD. Ese vídeo me puso a mil y eso que sólo se la veía de cintura para abajo con la mano metida dentro del pantalón del pijama.
Más de cien pajas me casqué con aquel vídeo, mientras daba las gracias porque se hubiera olvidado de apagar la luz.
Conforme pasaba el tiempo, mi aplomo y valentía al rodar estos vídeos crecía. Ya no pasaba tanto miedo mientras la cámara estaba escondida, pues, gracias a los vídeos, pude aprender las pautas de comportamiento de Angie y me di cuenta de que nunca tocaba el estante superior, menos cuando había cambio de temporada, con lo que el riesgo de que me pillaran era mínimo.
Ya no tenía la necesidad de espiarla por la casa, con lo que nuestros roces se redujeron al mínimo, cosa que ambos agradecimos. Me bastaba y me sobraba con su versión televisiva, pues a la chica de la pantalla no tenía que aguantarla. Así, felices los dos, pues ella no tenía que soportar mi presencia y yo podía disfrutar de sus curvas…
Hasta hace una semana.
El fin de semana pasado, mis padres anunciaron durante la cena que, la noche del sábado siguiente iban a salir a cenar con unos amigos y que no se fiaban de dejarnos a los dos solos en casa.
El problema era, claro, que Angie y yo no nos llevábamos muy bien, así que dejarnos a los dos solos esa noche era… arriesgado.
Lo normal era que mi hermana aprovechara la noche de sábado para salir por ahí, pero, por alguna razón, dijo que quería invitar a unas amigas a pasar la noche en casa, que querían celebrar una “fiesta de pijamas” (muy norteamericanas ellas) y que esa noche, sin padres, sería óptima. No había duda en cuanto a la identidad de las amigas a las que iba a invitar, lo que me emocionó bastante.
Mientras decía esto, me miraba a mí, sabedora de que yo podía ser un serio obstáculo para sus planes y en otra ocasión podría haberlo sido, pero con mi operación de espionaje y varias tías metidas en su dormitorio… seguro que ya saben lo que estaba maquinando mi cerebro…
Lo solucioné todo con rapidez, diciendo que no había problema, que esa noche me iba a quedar en casa de Marcos jugando a la consola (no era cierto, pero bastaba con que se lo pidiera a mi amigo para tener plan), pues no me apetecía nada quedarme en casa.
Mi madre le dio a Angie permiso para su fiestecita, recordándole, eso sí, dos normas fundamentales: que se quedaran en el dormitorio sin poner toda la casa patas arriba y que nada de chicos.
La primera de las normas era perfecta para mis planes, pero la segunda me gustaba menos, pues me hubiese encantado un buen vídeo de mi hermanita montándoselo con algún ligue en su cuarto. Qué se le iba a hacer…
El resto de la semana se me hizo eterno, esperando el momento en que podría grabar no a uno, sino a cuatro pivones metiditos en una habitación. Con suerte, esperaba poder contemplar partes de la anatomía de alguna de las otras, para aumentar mi colección, y además, esta vez tenía que prestar especial atención al audio porque: ¿qué iban a hacer cuatro chicas en una fiesta de pijamas sino hablar de tíos?… Iluso de mí.
Por fin, llegó el tan ansiado sábado. Fue más arriesgado que en otras ocasiones instalar la cámara pues, aunque Angie había salido a comprar comida, mis padres sí que andaban por allí.
Afortunadamente, logré colocarla sin muchos apuros. El fallo de mi plan era que, si la encendía en ese momento, en cuanto Angie regresara de sus compras se iba a poner en marcha, grabándola a solas en su cuarto hasta que se agotase la batería.
No me quedó más remedio pues, que dejarla instalada pero apagada, con intención de colarme al primer descuido en su cuarto para encenderla antes de largarme a casa de Marcos.
Terrible error.
Las horas de la tarde pasaron lentamente, jugando de nuevo al ordenador. Angie regresó de comprar y espiándola desde la puerta entreabierta de mi buhardilla, pude ver cómo metía subrepticiamente en su cuarto un par de bolsas del súper, llenas sin duda de botellas de alcohol: mejor para mí.
Por fin, a eso de las ocho y media, mis padres se marcharon. Bajé a despedirlos y a soportar los consejos de mi madre de que me portara bien en casa de Marcos. Tenía cojones la cosa, la zorra de mi hermana tenía el cuarto lleno de priva y era a mí al que le decían que fuera bueno.
Regresé a mi cuarto, esquivando las miradas de mi hermana que me preguntaban por qué coño no me largaba ya.
Yo estaba deseando hacerlo, pero necesitaba un hueco para colarme en el dormitorio y encender la cámara.
Nervioso, bajé al salón a ver un rato la tele, menuda mierda ponen los sábados por cierto, mientras mi hermana trasteaba en su cuarto. A eso de las nueve, llamaron al timbre. Mi oportunidad.

¡Angie! – grité – ¡Están llamando!

Pude escuchar los pies descalzos de mi hermana moviéndose por la planta de arriba y bajando por las escaleras. Al pasar junto al salón, no dejó pasar la oportunidad de zaherirme.

¡No vayas a mover los cojones, niñato! – me espetó con exquisitez – ¡No abras la puerta!
Perdona – respondí sonriente – Creía que no querías que tus amiguitas guays me vieran.
En eso tienes razón – respondió.
Mira, Angie, no quiero discutir. Aunque es un poco temprano, me largo ya, no tengo ganas de encontrarme con tu banda. Salgo por la puerta del garaje, no vaya a ser que me vean y se caguen del susto.
Sí, anda, vete ya con tu noviecito a haceros pajas el uno al otro – sentenció ella.

Cualquier otro día no hubiera dejado pasar tamaña ofensa, pero esa tarde… tenía prisa.
En cuanto mi hermanita se perdió por el pasillo, subí como un rayo las escaleras entrando en su cuarto como un ciclón. Abrí el armario, subiéndome de un salto en la escalerilla para alcanzar el estante superior. Encendí la cámara, me aseguré de que estuviera en la posición correcta y… la sangre se me heló en las venas.
Yo esperaba que mi hermana se entretuviera unos segundos abajo con la amiga que fuera, pero no había sido así y habían subido directas al cuarto. Acojonado, hice lo único que podía hacer: cerré la puerta del armario, quedando atrapado en su interior.
Me asomé por la celosía, comprobando que desde dentro podía ver perfectamente, aunque no podían verme desde fuera. Eso no me tranquilizó en absoluto, pues como les diera por abrir la puerta… era hombre muerto.
Medio desquiciado, miré a mi alrededor por si era posible esconderse entre las ropas, aprovechando la luz proveniente del cuarto que se filtraba por la celosía de la puerta y por el ventanuco de arriba. No estaba seguro, pero quizás fuera posible esconderse entre los colgadores del fondo, siempre y cuando no fueran a coger algo de allí.
Con el corazón en un puño, me asomé de nuevo. Pude así ver cómo entraban en la habitación mi hermana y Lluvia, la rubia de tetas tamaño normal. Las dos venían charlando y riendo.

….¿Entonces has pillado? – preguntaba mi hermana.
Sí, tía. Sebas ha sido muy amable y me ha pasado un poco.
Je, je, no me extraña, con todas las cositas que le haces.
¡Qué va tía! Se lo he insinuado, a ver si me bajaba el precio, pero nada. Al menos me lo pasa a precio de costo y no se gana nada – dijo Lluvia.
De puta madre. A ver, entonces serán, las bebidas, lo del Sebas y las pizzas ¿no?
Sí, creo que sí.
Cuando lleguen estas dos hacemos cuentas.

En ese momento, el timbre volvió a sonar. Me puse tenso. Era mi última oportunidad. Si bajaban las dos, saldría escopeteado de allí y me escondería en mi cuarto. Ya me las ingeniaría para salir de allí.

¡Ah! – dijo mi hermana – Aquí están. Vamos a abrir.
Ve tú. Yo voy a ponerme cómoda. Y pedid ya las pizzas, que tengo hambre.

Mi gozo en un pozo. Angie salió del cuarto, dejando allí a su amiga, con lo que la posibilidad de huida quedaba descartada. Sentía las pelotas tan pequeñas como canicas, pero, por muy pequeñas que fueran… me las iban a cortar.
Desesperado, cerré los ojos rezando a todos los dioses, pidiendo ayuda para salir con bien de aquel marronazo. Cuando los abrí de nuevo, vi a Lluvia trasteando por la habitación. De pronto, pegó un auténtico berrido que me hizo dar un bote dentro del armario.

¿Dónde están las botellas?

La respuesta de mi hermana llegó más apagada desde el piso inferior.

¡En el armario! ¡En dos bolsas en el primer estante!

El corazón se me paró. No me cagué en los pantalones de milagro. Afortunadamente, los pasos que se acercaban me hicieron reaccionar.
Rápidamente, me zambullí entre los colgadores del fondo del armario y me oculté entre las toneladas de ropa de mi hermana, quedándome quieto como una estatua y rezando de nuevo con renovado fervor.
Por suerte, Lluvia fue directamente a por lo que buscaba. Abrió sólo una de las puertas del armario y cogió las bolsas que, inexplicablemente, yo no había visto, cerrando de nuevo tras de si. Supongo que el monumental acojone que sentía me había impedido notar qué había a mi alrededor, pues si no, hubiera visto las bolsa con las botellas de alcohol sin problemas. Aunque, pensándolo mejor, era preferible no haberlas visto, pues entonces el pánico hubiera sido insoportable.
Permanecí escondido un par de minutos, hasta que mi corazón volvió a latir y recuperé la respiración. Podía oír a Lluvia moverse por el cuarto y poco a poco, junté el valor suficiente para regresar junto a la celosía a ver qué estaba haciendo.
Asomándome, vi que la chica había ordenado las botellas encima del escritorio de mi hermana, como si fuese un mueble bar. Además, había aprovechado para cambiarse de ropa, poniéndose un pantaloncito y una camiseta corta, que le llegaba por encima del ombligo, sin duda su atuendo para dormir.

¡Mierda! – pensé – Me he perdido verla cambiándose.

Sí, sí, podía estar muy aterrado por la situación, pero mi libido adolescente seguía bien despierta.
En ese momento, la chica forcejeaba con el bolsillo del pantalón que se había quitado, tratando de sacar algo de dentro. Por fin lo logró y depositó el objeto en la mesa, junto a las bebidas: un paquetito envuelto en papel transparente, cuyo contenido era bien obvio: una piedra de chocolate.

¡Claro, coño! ¡De eso hablaban antes! – pensé – De pillar chocolate para hacerse unos porros.

El hecho de que no me diera cuenta antes de qué hablaban las chicas debe haceros comprender, queridos lectores, hasta qué punto estaba nervioso y alterado. Seguro que todos vosotros comprendisteis de que hablaban Lluvia y mi hermana en un segundo, ¿verdad? Es que estáis todos hechos unos sinvergüenzas…
Bueno, aquello me devolvió un poco el ánimo. Si me descubrían, quizás podría esgrimir una débil defensa ante mis padres contándoles que Angie fumaba porros, y así no hundirme solo, aunque claro, para que me creyeran la cámara debía registrar bien el momento en cuestión.
Mentalmente, comencé a imaginar una elaborada historia que contar a mis padres acerca de que me había escondido allí para reunir pruebas de la perfidia y la falsedad de mi hermana y no para espiarla….
Mis pensamientos fueron interrumpidos por la irrupción de mi hermana y sus otras amigas en el dormitorio.

¡Hola guarra! – saludó alegremente Liz a Lluvia.
Hola chicas – respondió la aludida con menos entusiasmo.
Veo que ya te has cambiado – dijo Angie – ¡Y has ordenado las botellas! ¡Qué apañadita!
Me aburría – dijo Lluvia – Habéis tardado mucho en subir.
Es que hemos pedido las pizzas y también hemos subido esto – intervino Maddie.

La chica llevaba una nevera portátil, de esas de playa, de la que asomaban botellas de refresco, mientras Liz cargaba con un par de bolsas. Mi hermana, por su parte, llevaba en equilibrio un puñado de platos y vasos de tubo.

Os lo advierto… La que rompa un plato me la cargo. ¡Y la que manche algo lo va a limpiar con el coño!

Vaya con mi hermanita. Qué educada.
A sus amigas no pareció importarles la fineza de mi hermana, pues todas rieron mientras colocaban el resto de las cosas en la mesa.

Quiero una copa – dijo Liz.
¿Ahora? ¿Antes de cenar? Tía, espera un poco – dijo Lluvia.
¡Pues entonces un porro! ¡Para abrir el apetito! – dijo sentándose frente al escritorio.

Ni corta ni perezosa, la pelirroja sacó un paquetito de papel de fumar, tabaco y un mechero y, desenvolviendo la piedra de chocolate, comenzó a realizar el ritual de fabricación del bastoncillo incandescente de fumar… hachís. (Seguro que ninguno sabéis cómo se hace).

Pues yo voy a cambiarme – dijo Maddie.

El corazón se me puso a mil por hora ante la posibilidad de ver un poco de carne, pero, por desgracia, la chica se metió en el baño para ponerse el pijama.

¡Qué mojigata es la tía! – exclamó Liz mientras acercaba el mechero encendido al trocito de chocolate que sostenía en la palma de su mano.
No es eso – intervino Lluvia – es sólo que sabe cuánto te gustan las tetas y no se fía mucho de ti.
¡Pues las tuyas no me gustan demasiado! – contestó con viveza Liz.
¡Anda y que te den guarra! – respondió riendo Lluvia.

Y las tres se descojonaron de risa. No entiendo a las mujeres.
Un par de minutos después, se abrió la puerta del baño y salió Maddie vestida con un pijama de hombre (chaqueta de botones y pantalón) y el pelo recogido en una coleta. Estaba muy sexy con su formidable par de aldabas apretando contra la pechera del pijama.

A ver – dijo – que pase la siguiente.
¿La siguiente de qué? ¡A mí no me importa que se me vean las tetas! – exclamó Liz.
Viva la madre que te parió – pensé.

Pegándome bien contra la puerta para no perderme detalle, vi cómo Liz se levantaba y dejaba el porro ya terminado encima de la mesa. Sin perder un segundo, se sacó el jersey por la cabeza, dejando al aire sus espléndidas tetazas aprisionadas por un escueto sujetador. Los ojos se me salían de las órbitas, creo que incluso se me colaron entre las rendijas de la celosía.

Cómo te gusta exhibirte – dijo mi hermana riendo.
¿Y qué pasa? ¿Acaso tengo algo que esconder? – respondió Liz agarrándose las tetas y levantándolas.
Anda, vístete – intervino Lluvia.
¿No te gustan mis tetas?
Bueno, no es que sean tuyas exactamente – respondió Lluvia, jocosa.
¡Envidia cochina es lo que tienes!

Mientras decía esto, Liz, bendita sea, se despojó del sujetador y lo arrojó al suelo junto al jersey, dejando al aire sus dos espléndidas mamas, fruto de la generosidad de la naturaleza y de las expertas manos de un cirujano… fifty – fifty.
Madre mía qué dos tetas, es verdad eso de que tiran más que dos carretas. Aquello era mucho mejor que todos los vídeos que había grabado a lo largo de los meses… me empalmé en menos de un segundo… ya sabéis… la magia del directo.
Y el espectáculo siguió, de dos patadas, se libró de las sandalias que llevaba y se bajó los pantalones, dejando al aire sus carnosos muslos. Dejó el pantalón a un lado y se agachó (de espaldas a mí) para rebuscar en una de las bolsas que había traído antes, lo que me ofreció una visión excelente de su culazo, vestido tan sólo por un diminuto tanga negro que se perdía entre sus redondeadas nalgas. Y yo allí, palote perdido.
Enseguida se incorporó, sacando de la bolsa un camisón. Se lo puso, lo que me molestó durante un segundo, justo lo que tardé en percibir que la prenda era bastante transparente y que se le veía todo.

¡Aquí tienen a Liz! ¡La increíble guarra del instituto San Lorenzo en todo su esplendor! – anunció Angie.

Mientras mi hermana se burlaba, Liz hizo una graciosa reverencia sujetándose el borde de su corto camisón mientras todas reían.

Bueno, ahora me cambio yo – las interrumpió Angie, abriendo uno de los cajones de su cómoda y sacando su pijama.
No, espera – la detuvo Maddie – Una ha de estar vestida para abrirle al de las pizzas.
¡De eso me encargo yo! – exclamó Liz que ya se había encendido el porro.
¡Y serás capaz! – dijo Lluvia – ¿Vas a abrirle así?
¡Coño, pues claro! ¡Y así nos ahorramos la propina!
No me lo creo – continuó Lluvia.
Hija, parece que no la conozcas – intervino Angie.
¡Eso! ¡Parece que no me conozcas! – concluyó Liz, haciéndolas reír de nuevo.

Mi hermana, por desgracia, también fue pudorosa y se cambió en el baño, mientras las otras tres charlaban de tonterías y se pasaban el porro. Pronto salió mi hermana, vestida de manera similar a Lluvia, con pantaloncito y una camiseta un poco más larga.

¡Eh, tías! ¡Dejadme un poco! – exclamó mi hermana regresando a la habitación.

Maddie le pasó el canuto y mi hermana le echó una buena calada. Aquello me encantó, pues era bastante probable que la cámara lo hubiera grabado con bastante claridad. Eso estaba bien, pruebas incriminatorias.
Justo en ese momento, sonó el timbre.

¡El de las pizzas! – exclamó Liz, saliendo disparada del cuarto.
¡Vamos a verlo! – dijo una de las otras mientras salían.
Yo paso de ir a verla hacer la zorra, tía – dijo Maddie jorobándolo todo – Ya la veo haciéndolo todos los días.

Y se sentó en la cama con el porro.
¡Mierda! Así se esfumaba mi última oportunidad de escapar. La muy hija de puta. Como me pillaran, si lograba sobrevivir, iba a hacerle alguna putada. Por cabrona.
Las demás regresaron un par de minutos después, muertas de risa, llevando un par de pizzas familiares. El olorcillo llegó hasta mí y mis tripas crujieron, recordándome que no había cenado. Mierda y más mierda.

¡Tía! ¡Te lo has perdido! – dijo Angie – ¡No veas la cara que ha puesto!
Me lo imagino – repuso Maddie tranquilamente.
Se ha quedado estupefacto cuando ésta le ha abierto. Se ha quedado mirándole las tetas medio agilipollado.
Y no sólo eso – dijo Liz con orgullo – Se ha equivocado al darme el cambio. Diez euritos que nos ahorramos.
¡De puta madre! – exclamó mi hermana mientras Lluvia asentía vigorosamente.

Maddie en cambio, parecía participar poco en el jolgorio y seguía fumando.

Tía, ¿qué te pasa? – preguntó Angie extrañada – Estás muy callada.
Nada – respondió la morena.
Lo que le pasa es sencillo – intervino Liz con una sonrisilla maliciosa – A ésta le gusta Víctor, y Víctor trabaja en lo de las pizzas. Y tenía miedo de que fuera Víctor el que viniera y disfrutara del “espectáculo”.
¡Calla, guarra! – le espetó Maddie.
Tranquila, hija – contestó Liz alzando las manos – Que no ha venido Víctor. Era un capullo con gafas y cara de pajillero.
¡Y seguro que esta noche va a tener buen material para pelársela! – intervino Lluvia.

Esta vez rieron las cuatro.
Sin cortarse un pelo, las chicas se sentaron en el suelo. Lluvia, tras agotar el porro, sirvió refrescos para todas y se pusieron a comer.
La conversación fue sobre el repartidor y su cara, así que no les aburriré con los detalles, pero hubo algo que me inquietó un poco.

… Tía, para haber tenido una cámara y haberlo grabado – decía Liz – Tendríamos que haber cogido los móviles.
O mejor – dijo Angie – El capullo de mi hermano tiene una cámara. Podríamos haberla buscado en su cuarto y tenerlo grabado en alta definición.

Joder. Yo ni sabía que ella supiera que tenía cámara. Tendría que tener cuidado con las tarjetas de memoria, no le fuera a dar por cogerla un día. Eso si no me pillaban. Y me mataban.
Siguieron charla que te charla un buen rato. Hicieron cuentas para repartir los gastos de la fiestecita y recogieron los restos de la cena. Se prepararon entonces unos cubatas y repuestos para los petardos que ya se habían fumado y volvieron a despatarrarse en el suelo para seguir con la conversación. Entonces todo se puso más interesante.

Oídme, ¿por qué no jugamos a algo? – exclamó de pronto Liz.
Sí, claro – se burló mi hermana – Espera que busque mis barbies y la casita de muñecas.
No, estúpida – continuó la pelirroja – Pensaba en algo como “atrevimiento o verdad”.
¿A qué?
Ya sabes, hacemos girar una botella y a la que apunte, tiene que decir si quiere contestarnos una pregunta o hacer una prueba. Cuando lo haya hecho, bebe un chupito y hace girar la botella y entonces es ella quien le hace la pregunta o la prueba a la que le toque.
¿Y si apunta a ella misma? – intervino Maddie.
Pues tira otra vez, gilipollas.
Vale, entiendo el juego – concedió Angie – Pero el chupito, ¿para qué es?
¡Para ponernos pedo, tonta del culo! – exclamó Liz entre risas.

Tardaron un par de minutos en ponerse de acuerdo, mientras yo las espiaba muy interesado desde el armario. Se sentaron en círculo y cogieron una botella de refresco vacía, pues las de cristal aún tenían licor dentro. La cosa prometía.
Liz fue la encargada de hacer girar la botella la primera vez, pero al pesar poco y darle demasiada fuerza, salió volando y aterrizó fuerza del círculo de chicas.

Qué brutica eres – dijo Maddie mientras se estiraba para recuperar la botella – Déjame a mí.

La tetona morena hizo girar la botella con más tino, y ésta quedó apuntando hacia Liz.

Vale – exclamó la susodicha sin turbarse lo más mínimo – Escojo verdad.
Qué raro – dijo Lluvia – Pensaba que ibas a elegir atrevimiento.
Hay mucha noche – respondió Liz con una sonrisilla pícara en el rostro.
Venga, pregunto yo – dijo mi hermana sin que nadie protestara – ¿te enrollaste o no con Luis el sábado por la noche?

Liz sólo dudó un instante antes de responder:

Sí. Me enrollé con él en la disco. Y luego estuvimos en su coche.
Vamos, que te lo follaste – intervino Maddie.
Eso son dos preguntas.
¡Serás puta! – exclamó Lluvia – ¡Me dijiste que no había pasado nada! ¡Sabes que ese tío me mola!
Ya, bueno y a mí también. Al que madruga, Dios le ayuda. Hay que estar más al loro, tía.
No sé ni de qué me extraño – dijo Lluvia con resignación – Bueno, por lo menos has sido sincera.
Claro, para jugar a esto hay que hacerlo bien.

Tras decir esto, Liz se echó al coleto un chupito de tequila que mi hermana le había servido e hizo girar la botella. Durante un rato, siguieron con el juego, escogiendo siempre verdad. Las preguntas al principio eran picaronas pero sin pasarse, hasta que el alcohol fue haciéndoles desinhibirse y la cosa fue subiendo de temperatura.
Entonces, tras hacer Liz bailar la botella, ésta quedó apuntando a mi hermana. Yo me apreté todavía más contra la puerta del armario para no perderme detalle.

Vale – dijo Liz – ¿Atrevimiento o verdad?
Verdad – respondió Angie.
¿Son verdad los rumores que corren sobre Toni?
¿Qué rumores? – se hizo la tonta mi hermana, aunque hasta yo había escuchado hablar de ese tío en el instituto.
¿Qué rumores van a ser? Que si es verdad que la tiene como el Nacho Vidal.

Mi hermana esbozó una sonrisilla maliciosa antes de responder.

No, no es cierto – pausa dramática – La tiene todavía más grande.
¡No puede ser! ¡Imposible! ¡Te estás quedando conmigo! – aullaron las otras tres zorras con expresiones de espanto en sus rostros.
Os lo juro. Que lo que os cuento no salga de aquí, tías, pero la verdad es que nunca me acosté con él. No me atrevía. Pensaba que con semejante trozo me iba a partir en dos, así que sólo se la chupaba y le hacía pajas y cubanas. Me daba miedo.
Y por eso cortaste con él – intervino Maddie sabiamente.
Pues sí. Fue muy duro. Me ponía cachonda perdida, pero no me atrevía a meterme todo aquello. Siempre andábamos haciendo el 69, pero nada más. Fue jodido para los dos, pero era demasiado. Me dio hasta pena cuando le dejé.
¿Pena? – exclamó Liz – ¡Tú eres gilipollas! ¡Asustarse por una polla como un brazo! ¡Ahora mismo lo llamo y que venga para acá, que verás tú como yo no me acojono!
No seas idiota – dijo Angie – Que no sé cuando volverán mis padres y me han dicho que de tíos nada.
¡Pues me voy yo a buscarlo! – continuó Liz – ¡Una polla de caballo! ¡Y yo aquí con estas tres!

Todas rieron porque entendían que Liz estaba (en un 80%) de broma.

Bueno, ahora tiro yo – dijo mi hermana tras beberse su chupito.
Ese porro, que rule – dijo Lluvia mientras la botella giraba.
¡Otra vez yo! – exclamó Liz – ¡Puta botella! ¡Verdad!
¿Es verdad o no que Luisma te dio por el culo en el servicio del instituto?
¿Y tú cómo sabes eso? – chilló Liz con expresión de espanto.
Me lo dijo Toni. Por lo visto Luisma lo fue contando en clase de gimnasia.
¡La puta que lo parió! ¡El lunes le voy a cortar los huevos!
¿Me tomo eso como un sí?
¡NO! – aulló Liz – ¡Es mentira!
¿En serio?
Que sí, tía, que sí. Me enrollé con él en el baño, pero nada más. Es un cerdo y se pasó un huevo, así que le mandé a tomar por culo y me largué.
¿De verdad?
¡Te lo juro! ¿Por qué iba a mentiros?
Digo – dijo Maddie riendo – Eso es verdad. Con la de veces que nos ha contado cómo la han enculado Ricardo o Paco. A estas alturas no le va a dar vergüenza.
Tú te callas, zorra – respondió Liz un poco enfadada – Como si a ti no te hubiesen dado por ahí.
Pues te estás colando, rica – sentenció Maddie – Mi culito es sagrado.
¡Y lo reservas para el matrimonio! – rió Lluvia.
¡Mujer, algo virgen tendrá que tener para casarse por la iglesia!
¡Pues yo lo único virgen que tengo es el monedero! ¡Os juro que ningún tío la ha metido dentro todavía!
¡Tiempo al tiempo! – chilló mi hermana.

Y las cuatro se revolcaron de risa por el suelo. Os juro que no las entendía, se estaban diciendo de todo, poniéndose de vuelta y media las unas a las otras y allí estaban a partir un piñón. Supongo que el alcohol y el hachís relajaban el ambiente, pero aquello me parecía una pasada. Ni en mis más locas expectativas pensé que fueran a hablar de esas cosas. Y la noche sólo empezaba.
Liz echó otro trago, una caladita y giró la botella, que esta vez apuntó a Maddie.

Je, je, ya eres mía – sonrió Liz.
Verdad – respondió Maddie.
Recatada señorita, ¿podría usted contarnos cómo logró aprobar biología el año pasado?
Venga tía, si tú ya los sabes – respondió Maddie mientras yo escuchaba con gran interés.
Sí, yo sí, pero a estas dos no se lo contaste ¿verdad?
¡Sí, sí, yo quiero saberlo! – exclamó mi hermana.

Con resignación, Maddie murmuró una respuesta inaudible.

¡Más alto! –chilló Liz – ¡Que no se oye!

Respirando hondo, Maddie dio una respuesta más sonora.

Se la chupé al señor García en el departamento de Ciencias ¿vale?

Las otras tres se descojonaron de la risa, mientras Maddie, muy colorada, se enfadaba un poco.

¡Vaya, como si vosotras no lo hubieseis hecho! ¿Cómo aprobaste tú historia? – dijo señalando a mi hermana – ¿Y tú gimnasia?
¡Ah, no! – exclamó Liz – Al de gimnasia del año pasado me lo tiré porque me gustaba, no para aprobar.
¡Pero te aprobó!
Recompensas adicionales – respondió Liz encogiéndose de hombros.

Siguieron jugando un rato, emborrachándose cada vez más y haciéndose preguntas sobre a quien se la habían chupado o con quien y dónde se habían acostado. Yo estaba alucinado (y excitado como es obvio), pues, aunque sabía que eran unas zorras de cuidado, no había logrado imaginar hasta que punto lo eran.
La rutina continuó, hasta que, por fin, Lluvia le echó valor y fue la primera en escoger atrevimiento en vez de verdad. La cosa subía un peldaño en interés.

Bueno – dijo Maddie que era quien tenía que formular la prueba – Tú siempre has dicho que no eres rubia de bote ¿verdad?
Sí – respondió Lluvia.
Pues demuéstralo.

La rubia la miró extrañada unos segundos antes de comprender. Miró entonces a su amiga con expresión de enfado, pero no podía hacer nada, pues las otras dos reían y aplaudían mientras cantaban:

Que lo demuestre, que lo demuestre…

Resignada, Lluvia se puso en pié en medio del círculo y lentamente, se bajó los pantaloncitos hasta medio muslo. Mi corazón golpeaba con tanta fuerza que tenía miedo de que las chicas lo oyeran, mientras mis ojos, clavados en la chica semidesnuda, estaban a punto de taladrar la puerta de mi escondite.
Para que todas pudieran apreciarlo bien, Lluvia dio un par de lentas vueltas sobre sí misma, exhibiendo su desnudo chochito ante sus amigas y ante mí.

Vale – dijo mi hermana rompiendo el encanto – Aunque tiene poco vello, puede apreciarse que su color es claro. Prueba superada.
¡A ver, a ver! – exclamó Liz acercándose a Lluvia.

Ésta, un poco tontamente, la verdad, se volvió hacia Liz para enseñarle el coño, circunstancia que ésta aprovechó para hundir su cara entre los muslos de su amiga y frotarla allí.

¡Ay! ¡Puta! – aulló la rubia dando un salto para alejarse de su amiga.
¡Perdona tía, es que soy un poco miope!

Mientras las otras dos lloraban de la risa, Lluvia volvió a subirse el pantalón y, tras hacerlo, le enseñó a Liz el dedo corazón de su mano derecha, en un gesto internacionalmente conocido que significa “que te vaya bien”.
Volvió a sentarse e hizo girar la botella, que apuntó directamente a Magdalena. A esas alturas las cuatro estaban colocadas, así que no se cortaron un pelo a la hora de ponerse las pruebas.

Vaya, vaya – sonrió Lluvia – Supongo que escoges atrevimiento ¿verdad?
Pues claro – respondió Maddie echándole un trago a su copa – Tú dispara.
Tienes que coger esta botella – dijo mientras ponía la botella de refresco de pié en el suelo – con el coño. Y tienes que llevarla hasta la otra punta de la habitación.

Me quedé de piedra. Pensé que la chica se iba a negar y a mandar a la mierda a su amiga. Nada más lejos de la realidad.

¿Qué te crees? ¿Que no voy a atreverme? ¿Que no soy capaz?
Sé que eres capaz – respondió Lluvia – Cosas mucho peores te has metido ahí dentro. Pero en cuanto a lo de atreverte…

Con una severa expresión de enfado, Maddie procedió a quitarse el pantalón del pijama y las bragas, que arrojó a un lado. Desnuda de cintura para abajo, se agachó a por la botella para cogerla, pero Lluvia se lo impidió.

No, no, sin usar las manos.

Encogiéndose de hombros, Maddie se situó sobre la botella que estaba de pié en el suelo. Poco a poco, fue bajando las caderas, aproximando su coño al cuello de la botella. Yo no podía creer lo que veía, pero las otras no parecían muy extrañadas.
Al intentar clavarse la botella en el coño, Maddie la empujó con la entrepierna, provocando que se tambaleara. Presurosa, su amiguita Liz se acercó a ayudarla, sujetando la botella por la base para mantenerla firme.

De nada rica – dijo Liz con una risilla.
Vete al carajo – respondió Maddie, aunque continuó agachándose.

Por fin, el cuello de la botella se deslizó en la vagina de la chica, que no puso cara de dolor precisamente. Apretando los muslos, se incorporó un poco y andando como los patos, avanzó hasta la otra punta del cuarto con la botella clavada en su intimidad, mientras sus amigas aplaudían y daban vítores.
Cuando lo hubo logrado, Maddie abrió las piernas, dejando caer la botella y, graciosamente, hizo una reverencia mientras canturreaba:

¡Tacháaaannnn!

Yo lo observaba todo flipadísimo desde mi escondite y desde luego, cachondísimo a la vez. Las otras continuaron con sus aplausos mientras Maddie recogía la botella y regresaba a su puesto en el círculo de zorras, sin molestarse en volver a vestirse.
Hizo girar la botella y de nuevo le tocó a Lluvia.

¿Otra vez? – se quejó la chica.
Te aguantas – respondió Maddie impertérrita – Ahora te vas a cagar.

Tras meditar unos instantes, Maddie le dio la orden a su amiga.

Sin tocarla con las manos (como yo antes) tienes que lograr que nuestra querida amiga Liz tenga un orgasmo.
¡ESO! – gritó Liz entusiasmada – ¡Te quiero nena!

Se levantó de un salto y le posó un sonoro beso a Maddie en la mejilla. Ni corta ni perezosa, se subió el camisón, se quitó las bragas y se despatarró en el suelo, ofreciéndonos a todos una espléndida panorámica de lo que escondía entre sus muslos.

Me parece que prefiero verdad – dijo entonces Lluvia.
¡Y una polla verdad! – aulló Liz – ¡A estas alturas las verdades han quedado en el pasado! ¡Que estoy caliente como una mona y no me voy a quedar ahora sin correrme!
Vale, vale – concedió Lluvia riendo – Tranquilidad en las masas…
¡Y sin usar las manos! – continuó la zorra despatarrada – ¡Me lo tienes que comer bien comido!
Eso no te lo crees ni tú – respondió Lluvia riendo.

Tras decir eso se volvió hacia mi hermana con expresión suplicante.

Tía, ¿me lo prestas por favor? – le dijo – Con eso no tendré que tocarla con las manos.

Mi hermana la miró unos instantes y respondió:

Bueno. Está en el cajón de arriba de la cómoda.

Al decir esto supe perfectamente a qué se referían, pues en mis exploraciones en el cuarto de mi hermana, sus cajones habían sido perfectamente revisados, con lo que me había topado con el artilugio en cuestión. Para los lectores que aún no hayan imaginado de qué hablaban las chicas, les daré las pistas de que era un instrumento de goma, a pilas, con forma de torpedo y de unos 18 ó 20 centímetros de longitud.
Riendo, Lluvia revisó el cajón y extrajo el consolador rosa de mi hermana de su interior. Agitándolo en el aire se fue acercando a Liz, a la que no parecía importarle mucho el cambio de planes, siempre y cuando a ella le proporcionaran el orgasmo que le habían prometido.
Lluvia se arrodilló entre las piernas de su amiga, tapándome un poco el ángulo de visión. Yo estaba pegado como una lapa a la puerta del armario, enloquecido por la calentura y con los ojos llorosos, pues no les permitía ni siquiera parpadear.
Pude ver entonces cómo Lluvia extendía sobre el consolador una crema de un bote que supongo también había cogido del cajón. Cuando lo dejó bien lubricado, lo dirigió al coño de la pelirroja.

¡AAAHHHHH! – gimió Liz cuando su amiga invadió su intimidad con el juguete.
¿Te gusta, guarra? – le susurraba su amiga- ¿Te gusta meterte cosas en el coño?

Lluvia comenzó a mover su mano entre los muslos de Liz, metiendo y sacando suavemente el consolador en el chocho de la chica. Pude percibir entonces, en medio de las risas y grititos de las otras, un ligero zumbido mecánico que me hizo comprender que el vibrador estaba en marcha.

¡Así, así, por ahí! – jadeaba Liz – ¡Muy bien, sigue! ¡SIGUE!
¿Le doy más caña?
¡SI! ¡PONLO AL MÁXIMO!

Obediente, Lluvia activó el control del cacharrito y el zumbido subió de volumen, así como los gritos y gemidos de su víctima.
Como quiera que aquel tratamiento le parecía poco a Lluvia, la muy puta se inclinó, hundiendo su rostro entre los muslos de Liz y, aunque con eso me tapó por completo la visión, no me costaba mucho imaginar dónde se hallaba posada su boca en ese instante.

¡ASÍ, CÓMEMELO PUTA! ¡MÉTELO MÁS ADENTRO! – aullaba Liz enloquecida.

Aunque no quería perderme un detalle del espectáculo, mis ojos viajaron un segundo por la habitación, queriendo ver la reacción de mi hermanita ante aquel show. Lo que vi hizo que me pusiera todavía más cachondo, pues mi dulce Angie tenía una manita hundida entre sus muslos, dentro del pantaloncito, y se estaba masturbando con una extraordinaria expresión de zorra en la cara, mordiéndose el labio inferior y todo. Y lo mejor era que Maddie hacía tres cuartos de lo mismo, aunque en su caso se apreciaba mejor, pues seguía desnuda de cintura para abajo.
Y justo entonces se desató la hecatombe.

TAN, TAN, TAN….. TANTAN… TATÁN… TAN, TAN, TAN… TANTAN…..

Los primeros acordes de “Smoke on the water” de Deep Purple atronaron en la habitación. Las cuatro chicas se quedaron congeladas en medio de sus lésbicos jueguecitos, con tales expresiones de espanto en sus caras que la escena habría sido increíblemente cómica de no significar mi sentencia de muerte.
Yo aún tardé unos instantes en reaccionar, en comprender que lo que sonaba era la melodía de mi móvil.
Como un rayo, forcejeé con el bolsillo de mi pantalón, para extraer el vociferante aparatito que iba a costarme la vida. Cuando lo tuve en las manos colgué la llamada, teniendo el tiempo justo de ver el nombre de Marcos en la pantalla.
Qué gilipollas había sido. Cómo no había pensado en que Marcos se preocuparía al ver que yo no llegaba a su casa. Y pensar que habría bastado con poner el móvil en silencio…Y pensar que mi mejor amigo iba a tener que cargar con mi muerte…
El armario se abrió de golpe y cuatro pares de incrédulos ojos se clavaron en mí. Me sentía sin fuerzas y lo único que esperaba era que fuera todo rápido. Casi empezaba a ver desfilar los sucesos de mi vida ante mí, cuando mi hermana, aullando, se precipitó dentro del armario y agarrándome del pelo, me sacó de un tirón, arrojándome al suelo de su dormitorio.

¡HIJO DE PUTAAAA! – chillaba Angie medio enloquecida.

Mientras gritaba como loca, Angie no dejaba de darme guantazos; me tenía enganchado por la camiseta con la izquierda, para evitar que escapara, mientras la derecha se abatía sobre mi cabeza una y otra vez como un martillo neumático.
Cuando empezó a dolerle la mano (soy de cabeza dura) empezó a propinarme puntapiés, mientras yo trataba de protegerme como podía. Cuando el chaparrón comenzaba a escampar, se oyó la voz de Liz gritando:

¡Y encima está empalmado! ¡Mirad el bulto en el pantalón!
¡UAAAAAHHHHH! – argumentaba Angie.

La tormenta de golpes se reanudó con nuevos bríos.
Yo no atinaba ni a defenderme, consciente de que, por una vez, Angie tenía toda la razón en aquella historia. Curiosamente, mi cerebro se mantuvo despejado, pensando pesimistamente en el futuro tan negro que se abría ante mí.

Bueno – pensaba yo – si éstas no me matan y se deshacen del cadáver, se lo van a contar a papá y a mamá y entonces serán ellos los que me maten. Aunque tal vez no les importe mucho quedarse con un solo hijo…

Por fin, Angie fue serenándose, y la avalancha de golpes disminuyendo, ayudada por Lluvia, que muy amablemente, había intentado tranquilizar a su amiga, que resoplaba como un toro bravo.
Maddie, que había vuelto a ponerse el pijama completo, se acuclilló junto a mí y me miró con expresión mitad asco, mitad pena.

Pero, ¿se puede saber qué cojones hacías ahí dentro? – me preguntó con voz dura.
Na… nada – balbuceé.
¿Nada? – gritó mi hermana mientras me propinaba otro par de buenos coscorrones.
¿Y tú que crees que hacía? – intervino Liz – ¡El muy capullo nos espiaba mientras se la machacaba!
¡Yo no me la machacaba! – acerté a responder.
¡Tú te callas! – gritó mi hermana cascándome otra vez.
Venga, tías, no creo que se la estuviera meneando. Lleva el pantalón abrochado y ahí dentro no huele a nada raro – dijo Maddie señalando al armario.

Joder con la Sherlock Holmes. Qué observadora. La verdad es que le agradecí bastante sus palabras. Estoy seguro de que me ahorró un par de buenas hostias.

¿Y bien? – insistió Lluvia – ¿Qué hacías entonces ahí escondido?

De perdidos al río. Mi única escapatoria era reconocer la culpa e inventarme una buena trola.

Es que… – balbuceé – Maddie me gusta mucho. Y cuando me enteré de que venía esta noche… No sé en qué pensaba.

Simulé que me echaba a llorar escondiendo el rostro entre las manos, tratando de parecer compungido (cosa no muy difícil).

Ya, y de camino nos hiciste un par de buenas fotos con el móvil – me espetó Liz.

Madre mía, qué acojone. Aquella línea de investigación no me convenía para nada, así que, simplemente, lo negué todo, como el Julián Muñoz.

¡Yo no he hecho ninguna foto! – grité desafiante.
¡Ya, y yo me lo creo! – respondió mi hermana.

Angie sostenía en las manos mi móvil, que se me había caído cuando me sacó dulcemente del armario. Mientras me hablaba, manipulaba el teléfono accediendo a todas las carpetas de vídeos e imágenes, mientras yo daba gracias a Dios mentalmente no sólo porque no se me hubiera ocurrido usar el móvil para grabar la fiesta de las chicas, sino también por haberlo vaciado un par de días antes de vídeos porno y fotos subiditas de tono.
Cuando hubo comprobado que, efectivamente, no las había grabado con el móvil, mi hermana lo arrojó a un lado con un gruñido. Se escuchó un “crac” audible cuando el teléfono dio con la pared, aunque a mí ni se me pasó por la imaginación protestar. Mejor no echar más leña al fuego.

¿Y ahora qué hacemos con este capullo? – preguntó Liz poniéndome los huevos por corbata.
Pues llamamos a mis padres. Y que vengan a por él. Y que lo manden a un internado – respondió mi hermana con los ojos en llamas.
Pero, ¿y si se chiva de lo que estábamos haciendo? Tías, os recuerdo que ha escuchado todo lo del juego – dijo Lluvia.
¿Y te crees que mis padres le van a creer? ¿A él? Sí, seguro, cuando les contemos lo que ha hecho no volverán a creer nada de lo que les diga en la vida. ¡Qué fácil me lo has puesto, capullo!

Entonces jugué una última baza.

Os juro que jamás les contaré nada de lo de esta noche ni a papá ni a mamá – dije.
Ya, eso sí me lo creo – dijo Angie con sarcasmo.
No, en serio. No les hablaré de la droga ni del alcohol, ni de nada de eso.
Estupendo – retrucó mi hermana – Y a cambio nosotras no contamos nada de lo que has hecho, ¿verdad?
No, contadlo, si queréis. Me lo merezco. No quiero nada a cambio. Sólo…
Sólo, ¿qué, niñato de mierda?
Sólo, que no quiero que Maddie se meta en un lío.

Ahí estaba, mi última carta. Una mano perdida de antemano, pero intuía que mi única y remota posibilidad de salir con vida de aquello era obtener un aliado en el grupo. Y Maddie era la que había demostrado un poquito de piedad conmigo.
La miré y, con sorpresa, percibí que mis palabras la habían perturbado levemente. Me miraba fijamente, como sopesando la sinceridad de mis palabras. En ese instante pensé que los hombres debían haberse portado muy mal con aquella chica para que una mierda de excusa inventada como aquella lograra conmoverla.
Y lo mejor fue que no la conmoví sólo a ella. Las otras tres se quedaron calladas un segundo, mirándome. Por desgracia, mi hermana rompió el encanto.

Tranquilo, capullo. Que el único que aquí está en un lío eres tú.

Pasado el incómodo silencio, las cuatro volvieron a ponerse en marcha haciendo planes.

Vale – decía mi hermana ejerciendo de capitana – Metemos las botellas de priva en las bolsas y las escondemos en el asiento de tu moto, junto con el chocolate. Yo voy a por el ambientador, para quitar el pestazo de humo de aquí y llamo a mis padres para que vengan a por éste.

Me di cuenta entonces de que Liz me miraba fijamente.

¿Y por qué vamos a hacer todo eso? – dijo de repente.
¿Cómo? – dijo mi hermana, poco acostumbrada a que la interrumpieran.
Que para qué tanto lío. Yo propongo que sigamos con la fiestecita y cuando tus padres vuelvan, entregamos al capullín a las autoridades.
Sí claro, y le damos un buen show aquí al amigo. No, si se lo merece el muchacho. Si quieres, seguimos por donde lo dejamos con el consolador y al menos que él pase un buen rato – intervino Lluvia.
Pues si te apetece, por mí no hay problema – respondió Liz con descaro – Pero yo había pensado más bien en que, en vez de hacernos putadas entre nosotras… se las hagamos todas a éste.

Las otras tres callaron un segundo, mirándose dubitativas entre ellas.

¿A qué te refieres exactamente? – dijo Maddie.
No sé… algo como esto.

Mientras decía esas palabras, Liz se acercó contoneándose hacia mí, que seguía sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. La chica se detuvo frente a mi rostro y me dio la espalda, quedando su formidable culo embutido en su sexy camisón a escasos centímetros de mi nariz.
Entonces la muy puta se tiró un pedo de los buenos.

¡PRRRRRRTZ! – exclamó el culo de la pelirroja.
¡Zas! ¡En toda la boca! – gritó su dueña.

La hija de la gran puta. De acuerdo que merecía que me castigasen por lo que había hecho, pero aquello era humillante.
Mientras, me llevaba las manos a la boca y a la nariz para evitar el tremendo pestazo (la nena comería gloria, pero sin duda que cagaba mierda), la banda de zorras se descojonaba a mi costa, tiradas por el suelo, contemplando cómo mis ojos llorosos suplicaban piedad.

¡Tía, qué bueno! – aullaba mi hermana sujetándose un costado – ¡Me ha entrado flato de tanto reír!
Maldita puta – pensaba yo sin atreverme a decir esta boca es mía.
¿Lo veis? ¿Lo veis? – insistía Liz – Mi plan es mucho mejor. Se las vamos a hacer pagar todas juntas.
¿Y qué propones? – preguntó Maddie, la más calmada.
¡Esto!

Mientras hablaba, Liz había rebuscado entre sus bolsas, sacando de ellas un objeto metálico. Al principio no supe lo que era, pero cuando lo dejó colgando de uno de sus dedos comprendí que la muy puta se había traído unas esposas a la fiesta de pijamas.

¿Adónde ibas con eso? – preguntó Angie entre risas.
Era para animar la fiestecita – respondió Liz acercándose hacia mí – ¡Agarradle chicas!

De pronto, me encontré con cuatro pares de manos inmovilizándome con fuerza. Sabía que era inútil luchar, pero, aún así, no pude evitar forcejear un poco, asustado por lo que podían hacerme aquellas locas si quedaba a su merced.
Entre las cuatro lograron ponerme las manos a la espalda y me esposaron al radiador del dormitorio. Cuando estuve bien atado, se apartaron de mí para contemplar su obra. Yo aún luché unos instantes tratando de librarme de las esposas, aunque pronto comprendí que no servía de nada.
Allí me quedé, a merced de las chicas, sentado en el suelo, con las manos a la espalda, sin escapatoria posible. Indefenso.

Te vas a cagar – sentenció Angie, haciendo que un escalofrío me recorriera la columna.

Apartándose de mí, Liz se sirvió una copa, que consistía en dos cubitos de hielo, tres cuartos de vaso llenos de vodka y un chorreoncito de refresco de naranja. Yo estaba alucinando de pensar que la tía iba a meterse semejante dosis de alcohol entre pecho y espalda, cuando comprendí que no era esa precisamente su intención.

Ahora te vas a beber esto enterito – susurró – Así te pondrás a tono.

Yo me debatí de nuevo mientras las chicas me sujetaban la cabeza. Cerré la boca con fuerza, pero una mano me tapó la nariz, obligándome a abrirla para respirar. Aprovechando esto, Liz me obligó echarle un trago al contenido del vaso, pero yo logré zafarme un segundo y escupir buena parte al suelo.

¡Plas! – el guantazo que me atizó Angie resonó en la sala.
¡Angie! – intervino entonces Maddie – Tampoco te pases. Una cosa es que nos divirtamos un rato a su costa y otra darle una paliza. Ya le cascaste lo suficiente antes.
¿Y a ti qué más te da? – se le enfrentó mi hermana.
Y además – continuó Maddie – No podemos hacerle beber todo eso. Si se emborracha y vuelven tus padres ¿cómo lo explicamos?
Es verdad – concedió Angie – No podríamos justificar el alcohol. Mejor no se lo des, Liz.

Agradecido por el respiro, dirigí una mirada de simpatía a Maddie, pero ella la evitó dándome la espalda.

¿Y qué hacemos con este vaso de vodka? No vamos a tirarlo – dijo Liz.
Pues repártelo, estúpida – respondió Lluvia, riendo.

Así lo hicieron, repartiendo el alcohol entre unos vasos con hielo y rellenando con refresco.

¿Y entonces qué hacemos? – dijo Lluvia mirándome.
Nada que le deje marcas visibles – dijo Angie – Nada que no podamos explicar a mis padres.

Tras decir esto se acuclilló a mi lado y me dijo muy seria:

O sea que, si quiero, puedo calzarte un par de buenas hostias, porque sin duda papá y mamá comprenderán que te parta la cara después de haberte pillado espiándome en el armario.
No te espiaba a ti – mentí, un poco enfadado – Sino a Maddie.
Tranquilo, cuando papá y mamá se enteren de que te pillamos con la polla en la mano, pajeándote en mi armario, olisqueando mi ropa, importará muy poco a quien estuvieras espiando.
¡Pero yo no he hecho nada de eso! – grité.
¿Y a quién le importa? – retrucó ella incorporándose.

La madre que la parió. Me tenía agarrado por las pelotas a lo bestia. No, si en el fondo me lo merecía, pero el saber que ella iba a salirse con la suya hacía que me hirviera la sangre. Nuevamente, forcejeé con las esposas, haciéndome daño en las muñecas, mientras miraba con furia a mi hermanita.
Entonces, Lluvia, que había estado rebuscando en el escritorio de mi hermana, intervino en la conversación.

Agarradlo por las patas, que tengo una idea.

Las otras tres obedecieron, mientras Lluvia se acercaba a mí con algo en la mano. Durante un instante, el pánico me embargó al pensar que había cogido el consolador, pero sólo se trataba de un rotulador.

¿No habéis visto la peli esa de “Los hombres que curraban a las mujeres”?
¡Sí! – exclamó Maddie, que al parecer comprendía lo que la rubia iba a hacer.

Me sujetaron con fuerza las piernas y tiraron de ellas al máximo, para que mi cuerpo quedara un poco estirado. Lluvia se inclinó junto a mí y me subió la camiseta, estirándola por encima de mi cabeza y dejándole enganchada allí. Entonces comenzó a pintarrajearme la barriga mientras las otras se descojonaban.

¡Ahora yo, ahora yo! – exclamó Liz tras unos segundos.

En poco tiempo (aunque a mí se me hizo eterno), el rotulador pasó por las manos de las otras tres golfas, sin que yo pudiera ver qué estaban dibujando. Por fin, terminaron y me liberaron las piernas. Liz me quitó la camiseta de la cabeza, pero la mantuvo enrollada para que yo pudiera contemplar su obra sobre mi piel.

¿Qué habéis puesto? – gemí – Del revés no puedo leerlo bien.
Pues mira – dijo mi hermana – Aquí pone “Enano mirón de mierda”, aquí “Pervertido pajillero”, ésta otra pone “Picha palo maricón”, ésta otra…
Vale, vale, me hago una idea…
Y da gracias a que no te lo hemos tatuado como en la peli.
Sí, os estoy muy agradecido.
Aunque, eso sí – dijo Angie – Hemos usado rotulador impelable, para que no se borre.
Se dice “indeleble”, estúpida – no pude resistirme a decir.
¿Y qué más da? “Picha palo maricón”…

Tocado y hundido.
Las tías siguieron bebiendo y fumando, mientras decidían qué nueva putada iban a hacerme.

¿A ninguna le apetece tirarse un pedo? – oí que decía Liz.
Mira que eres guarra – respondió una de las otras.
Yo voto por cruzarle la cara – dijo mi hermana.
Oye, espera, tengo una idea. Vamos a sonsacarle información y así lo convertimos en nuestro esclavo para siempre – dijo Liz.
¿Y cómo lo hacemos?
¡Tortura! ¡Mantenedle las piernas separadas!

Los huevos por corbata.
Mientras las otras obedecían sus órdenes, Liz se situó entre mis piernas, descalzando su pié derecho. Entonces me dijo:

A ver, mierdecilla, ahora vas a contestar a todo lo que te preguntemos ¿de acuerdo?

No supe qué decir.

Porque… si no lo haces… te va a doler un poquito.

Pensé que la muy zorra iba a patearme en las pelotas, pero no lo hizo. En cambio apoyó su pie desnudo en mi bragueta y comenzó a apretar, como si fuese el pedal de un coche. Durante un segundo casi me gustó, hasta que la muy puta empezó a hacer fuerza de verdad en mis partes y comencé a ver chispitas de colores.

¡Vale, vale, lo que quieras! – exclamé, logrando que la presión se relajara un poco.
Está bien – dijo Liz – Cuéntame lo que has visto en el armario y qué hacías ahí.

Decidí mantener mi versión del enamoramiento con Maddie. Obviamente, admití que había visto y escuchado todo lo que habían dicho y hecho. Para qué negarlo.
Pero entonces sucedió una cosa, mientras hablaba y hablaba, la presión del pié de Liz se había relajado bastante, hasta el punto de que no me molestaba en absoluto, más bien… me gustaba.
Sin duda, el hecho de estar en plena pubertad hizo que mis hormonas se alborotaran por el contacto femenino, y claro, aquello empezó a endurecerse.
Yo empecé a sudar copiosamente, acojonado, pues en cuanto Liz lo notara, se lo iba a decir a las demás y Dios sabía lo que me iban a hacer.
Nervioso, alcé la mirada hacia el rostro de la chica, y, para mi sorpresa, pude ver que ella me guiñaba un ojo pícaramente, mientras frotaba con suavidad su pié contra mi incipiente erección.

¿Y juras que no te la estabas meneando? – exclamó de pronto Liz.

Mientras decía esto, simuló volver a pisarme con fuerza inclinado el cuerpo hacia mí, pero en realidad no lo hizo, sino que siguió frotando mi duro pene con el pié.

Mirad cómo suda – reía mi hermana – Parece un cerdo. ¡Písale más, Liz!

Era verdad. Los goterones de sudor corrían por mi cara, pero no era precisamente porque estuviera sintiendo dolor.

Lo… lo juro – balbuceé fingiendo que la presión del pié me estaba matando.
Vale. ¿Y qué podíamos preguntarte ahora?
¿Fuiste tú el que me robó el tanga negro con mis iniciales bordadas? – dijo de pronto mi hermana.
¿Qué? – exclamé estupefacto, pues no sabía de qué cojones hablaba.
¡No te hagas el imbécil, niñato! ¡Aparta, Liz, deja que le pise yo!
Tía, perdona – intervino Maddie, salvadora – Me parece que estás confundida. Creo que tu tanga se lo llevó Lucas. De hecho a mí también me quitó uno. Los colecciona. Él dice que se asegura de que lleven un poco de vello de su dueña. Lo llama “Cortar Cabelleras”.
¿CÓMO? ¿EL LUCAS? ¡SERÁ HIJO DE LA GRAN PUTA!

Y empezó una retahíla de insultos e improperios contra el tal Lucas que me convencieron de que la próxima cabellera cortada iba a ser la suya.
Sus dos amigas trataron de calmarla, básicamente dándole más de fumar y de beber. Angie estaba cada vez más pedo y Liz cada vez más cachonda, a juzgar por cómo apretaba su pié contra mi erección. Os juro que podía notar cómo sus dedos dibujaban el contorno de mi falo por encima del pantalón.
Derrotada por el alcohol, Angie parecía estar a punto de caer redonda al suelo.

Será mejor que la llevéis al baño a que eche la papa. Si no, estará colocada perdida cuando vengan sus padres – dijo Liz sin dejar de sobarme.
Vaaaaale – dijo Lluvia con resignación. Esta vez me toca a mí, que la última vez ella me ayudó.

Decidida, se acercó a su borracha amiga y, sosteniéndola, la condujo al baño cerrando la puerta. Entonces, Maddie, que se había sentado en la cama, intervino.

¿Se puede saber qué coño estás haciendo? – le dijo a Liz – Me he callado para no liarla delante de Angie, pero ¿es que estás haciéndole una paja?

Vaya, y yo que creía que estábamos siendo muy discretos.

Tú te has callado porque, como yo, has visto el bulto en el pantalón de este capullín y quieres ver qué hay debajo. Además, a ti siempre se te hace el chichi agua cuando un tío te hace cumplidos y por eso llevas un rato defendiéndole.
¡Vete a la mierda, puta! – exclamó Maddie enfadada – ¡Tú lo que estás es cachonda perdida porque antes no te corriste con Lluvia en el jueguecito y en cuanto hueles una polla ya no piensas en nada más!
No te lo niego – concedió Liz – Y no te miento si te digo que llevo un buen rato verificando que este mierda tiene un buen paquete y que no me voy a quedar con las ganas de comprobar si es verdad.

Y, si lo sucedido hasta ese momento les parece increíble, lo que pasó a continuación fue ya surrealista.
Liz se arrodilló entre mis piernas y forcejeó con la hebilla de mi cinturón. Ni que decir tiene que esta vez no me resistí en absoluto, deseando saber qué iba a hacer aquella zorra a continuación.
Con la experiencia de haberlo hecho más de mil veces, Liz no tardó ni un segundo en bajarme los pantalones y los calzoncillos hasta los tobillos, dejando al aire mi rezumante y excitadísimo falo.

¡Coño! – exclamó Liz admirada – ¡Pues era verdad! ¡Menudo trozo guardabas en los calzones, capullín! ¡No está nada pero que nada mal!

Creía que iba a estallar de orgullo. Que aquella golfa me felicitara por mi polla era como que Stephen Hawking te pusiera matrícula en un trabajo de física. El no va más.
Sentía cómo mi corazón latía en mi polla, estaba débil, desmadejado, pues todo mi organismo se concentraba en bombear sangre a esa zona de conflicto. Cuando Liz estiró la mano y ciñó con sus dedos mi ardiente nabo, vi estrellitas de colores en mis ojos, como cuando Han Solo activaba la hipervelocidad en el Halcón Milenario.

Nada, pero nada mal – repitió Liz pajeándome un par de veces.
¿Pero estás loca? – intervino Maddie estropeando el momento – ¡Como salga Angie te va a matar!
Angie tiene un colocón de mil pares de pelotas – respondió Liz sin dejar de pajearme – Y yo llevo un calentón del mismo tamaño, así que, si me disculpas…

No podía creérmelo. Tras ponerse en pié, Liz se subió el camisón y se bajó el tanga, arrojándolo a un lado. Se colocó a horcajadas frente a mí y volvió a subirse el camisón, dejando su frecuentada rajita frente a mis ojos, que estaban a punto de salirse de sus órbitas.

¿Te gusta? – se burló de mí.

Yo asentí vigorosamente.

Apuesto a que es el primero que ves en tu puta vida, pajillero de mierda.

No respondí y seguí con los ojos clavados en su entrepierna.

¿Te gusta o no? – insistió.
Me gusta mucho – atiné a balbucear.
Pues si te gusta… ¡cómetelo!

Tras decir esto, Liz echó las caderas hacia delante, pegando su coño a mi boca. Yo, que aún no comprendía cómo habíamos llegado a aquello, pero feliz de haberlo hecho, le di mentalmente las gracias a Marcos por su llamada y hundí mi lengua en su raja, estirando el cuello al máximo para comerme todo lo que allí había.

¡Ah, sí, justo ahí! – gemía Liz.

Yo no tenía ni puta idea de lo que estaba haciendo, sólo había visto hacer aquello en las pelis porno, pero compensaba con entusiasmo la falta de experiencia. Chupé a conciencia todo lo que pude, hundiendo la lengua hasta el fondo de aquel coño. Me hubiera gustado poder agarrarla, pero seguía esposado, con el metal hundiéndose cruelmente en mis muñecas, aunque me importaba un carajo.

Vale, vale, amiguito – jadeó Liz apartándose de mí – Ahora veremos de qué estás hecho.

Yo tenía el rostro lleno de babas y de jugos vaginales, pero me daba igual. Sólo quería más de aquella mujer, no había sido suficiente.

Por favor… – gimoteé.
¿Quieres más? – me torturaba Liz enseñándome lo que había bajo su camisón.
¡SI!
¡Vaaaale!

De un tirón, se sacó el camisón por la cabeza, quedando como Dios la trajo al mundo. Estaba tremenda, con su cabellera pelirroja suelta sobre los hombros y aquel monumental par de aldabas apuntando al techo, mitad obra de la naturaleza mitad del cirujano, quien, sin duda, había hecho un trabajo magnífico.

Te gustan ¿eh? – dijo Liz agarrándose cada teta con una mano y haciéndolas bailar.

No respondí, mi cara de sátiro era respuesta suficiente.

Pues a mí me gusta eso que tienes ahí. Y voy a probarlo.

Madre mía. El momento que siempre había soñado. Allí y ahora. Bendito Marcos.
Liz se arrodilló con una pierna a cada lado de mis muslos. Yo no movía ni un músculo, temeroso de que el mínimo movimiento la perturbase y la tía cambiara de opinión.
Con mano de experta, Liz agarró mi instrumento y lo colocó a la entrada de su gruta y una vez bien apuntada, simplemente se dejó caer.

¡AAAAAAHHHHHHH! – gemimos los dos al unísono.

Madre mía. Menuda sensación. Yo creía que hacerme pajas era bueno, pero no se acercaba ni de lejos a aquello. Sentir cómo su interior recibía ansiosamente mi pene, cómo su cuerpo se adaptaba al intruso, acogiéndolo, dándole calor. Notaba cómo la humedad del coño de Liz me mojaba el regazo, mientras la chica se tomaba un respiro para acostumbrarse al torpedo que había penetrado en su intimidad.
Lentamente, Liz comenzó un cadencioso baile con sus caderas, sacando y metiendo suavemente mi pene de su funda. Poco a poco, fue incrementando el ritmo, y en unos instantes estaba ya botando desenfrenada sobre mi nabo, follándose con él a velocidad de vértigo.
Para no perder el equilibrio, se agarró con ambas manos a mi cuello, momento que yo aproveché para tratar de echarme hacia delante y besarla.

¡Plas! – resonó la bofetada que me dio.
¡De besos nada, cabrón! ¡Sólo quiero tu polla!

Y venga a botar, empalándose una y otra vez.
Como quiera que la verdad es que me importaba una mierda besarla o no (sólo lo había hecho porque pensaba que era lo normal en estos casos), volví a reclinarme en la pared, dejándola hacer. Poco más hubiera podido intentar de todos modos, pues seguía esposado.
Aquello era la leche, sentir cómo su coño engullía mi polla una y otra vez, me lo estaba pasando bomba. Diez minutos antes creía que iban a matarme y a esconder el cadáver (es broma, pero no demasiado) y ahora estaba follándome a aquel pivón, que no es que tuviera demasiado mérito el hacerlo, pero para mí era dar un paso de gigante. Lo único malo es que no podía sobar el cuerpazo de la chica, y era muy angustioso tenerlo allí, encima de mí y no poder palparlo ni siquiera un poquito.

¡Ostia, ostia, ostia! ¡ME CORRO! – aullaba Liz.

Sentí cómo el coño de la chica se encharcaba. Su cuerpo se tensó enormemente, estrujando mi polla en su interior. Sus caderas sufrieron varios espasmos, como calambres y, finalmente, la chica se derrumbó sobre mí, enterrando su rostro en mi cuello.
Y yo, increíblemente, no había llegado al orgasmo. No entendía cómo, pero no me había corrido. Siempre había escuchado que, la primera vez de un tío, lo normal es que se fuera como un corcho de champagne, ya saben, un par de meneos y taponazo que te crió. Pero no, yo había aguantado como un campeón.

¿Ya está? – acerté a gimotear.

Liz se incorporó un poco, mirándome con ojos vidriosos.

¿Que si ya está? ¡Plas! – otra torta.

Por lo visto, entonces se abrió la puerta del baño, aunque yo no lo oí, pues en mis oídos solamente retumbaban los latidos de mi polla.

¡¿SE PUEDE SABER QUÉ COJONES PASA AQUÍ?!

Alcé la vista alarmado, esperando encontrarme con Angie hecha una furia, pero se trataba de Lluvia, que volvía al cuarto.

Pues nada – intervino Maddie – Que esta puta ha pensado que estaría bien tirarse al hermano de Angie.
Madre mía – dijo Lluvia llevándose las manos a la cabeza – Da gracias a que Angie se ha quedado frita en el baño. Iba a pediros ayuda para acostarla, pero creo que es mejor que la dejemos ahí.

Liz, torpemente, descabalgó de mí, dejando libre de nuevo mi polla. Pude notar cómo los ojos de Lluvia se clavaban en mi erección, sorprendida por lo que estaba viendo. Me gustó…

Tía, ha sido la leche – dijo Liz con voz apagada – Estaba cachonda perdida por lo de antes, pero aún así…
¿Qué? – dijo Lluvia con interés.
Este capullo ha logrado que me corriera, pero él no lo ha hecho.
¡Venga ya! – se admiró Lluvia.
Te lo juro. Míralo, sigue como el mástil de la bandera.

Tres pares de ojos femeninos se clavaron en mi masculinidad, que palpitaba esperando que la fiesta no hubiera acabado.

Esto no va a quedar así – dijo Liz incorporándose – Ningún niñato va a ir por ahí diciendo que no logré que se corriera.
¡Bah! – intervino Maddie desde la cama – Es sólo que te habías quedado a punto con el consolador. Y además, en cuanto ves una polla, ya te vas por las patas abajo, así que…
Vale, vale, lo que tú quieras, pero yo acabo de llevarme un pollazo de campeonato y en breves instantes me voy a llevar otro. Y tú ahí, sentadita en la cama viéndolo todo.

Maddie dio un bufido y murmuró algo así como “puta”, aunque no se le entendió. De todas formas a mí me daba igual lo que dijera, yo sólo tenía oídos para Liz, que hablaba de suministrarse otro pollazo. Y para eso necesitaba la ayuda del nene…

Quieta parada colega – la detuvo Lluvia – Ahora me toca a mí.
¿Qué? – exclamó Liz con incredulidad.
Yo también me quedé caliente con nuestro jueguecito de antes. Y tú ya has tenido tu turno.
¿Y Angie?
Angie no se despierta ni con un cañonazo. Y yo voy a darle gusto al cuerpo.

Para mi sorpresa, en vez de acercarse a mí como yo deseaba, fue hasta donde estaban sus cosas, donde rebuscó un poco. Tardó sólo un segundo en encontrar lo que estaba buscando, tras lo que se aproximó hacia mí, abriendo el sobrecito que había encontrado: un condón.

Aunque yo tomo precauciones. No soy como ésta – dijo señalando a Liz.

Con habilidad, me agarró la polla y, tras hacer un comentario jocoso sobre su dureza y temperatura, procedió a colocarme con habilidad el preservativo.
Era la primera vez que me probaba una prenda de esas, así que me miré fijamente el nabo, para ver si me quedaba bien.
Una vez me lo hubo puesto, la chica aprovechó para quitarse el pantaloncito, aunque, por desgracia, no se quitó la camiseta, por lo que no me ofreció el espectáculo de su delantera, no sé si porque se avergonzaba de no tener tanto volumen como sus amigas o porque simplemente no quería brindarme nada de espectáculo y sólo quería usarme como objeto sexual.

Vale, colega – dijo Lluvia colocándose en la misma postura que su amiga minutos antes – Veamos cómo te portas.
Por favor – le supliqué – ¿Por qué no me sueltas?
Eso te gustaría ¿eh? – se burló – Pues de eso nada, capullín. Porque si te suelto… ¿cómo podría hacer esto?

Tras decir esas palabras, la muy puta me agarró de los pezones y me los retorció con ganas. Yo solté un aullido y me contorsioné por el dolor, levantando súbitamente el culo del suelo. Al hacerlo, mi polla se clavó hasta el fondo en el coño de Lluvia, haciendo que su dueña aullara de placer.

¡AIOH SILVER! – gritó, simulando estar en un rodeo.

Aquel pedazo de guarra empezó entonces a cabalgarme a lo bestia. Yo no era ningún experto, pero estaba visto que, en materia de sexo, le iba lo mismo que a su amiga Liz. Bien duro.
La técnica sin embargo era un poco distinta. Liz me pareció más habilidosa, pues sus caderas bailaban sobre mí mientras me cabalgaba, provocando un sinfín de sensaciones distintas que me hicieron disfrutar enormemente. Lluvia, en cambio, se limitaba a usarme como un objeto, llegando incluso a utilizar mis orejas como agarre para darse impulso, mientras botaba sobre mi polla.
Yo había tenido unos minutos para recuperarme y además, el tacto del condón impedía sentir aquel coño con tanta intensidad como el de Liz, por lo que aguanté aquel envite notablemente bien. La tía seguía bota que te bota como loca, aullando y gimiendo de placer, pero yo no disfrutaba del polvo tanto como del anterior. Además, las esposas se me clavaban cada vez más debido a los bruscos empellones, por lo que las muñecas me dolían de verdad.

¡AH! ¡AH! ¡AH! ¡JODER, QUÉ DURA ESTÁ! ¡DIOS, ME VOY A CORRER, ME VOY A CORRER! – gemía la chica cabalgándome con ganas.

Con todo, no vayan a pensar que no me estaba gustando aquello, la verdad es que era la caña, así que poco a poco, fui aproximándome a mi propio orgasmo. Estaba cada vez más a tono, sintiendo cómo el coño de la rubia me apretaba cada vez más.
Lluvia se echó entonces para atrás, apoyando las manos en el suelo, con lo que no podía dar aquellos tremendos botes sobre mi nabo, sino que tuvo que empezar a aplicar más técnica, más movimiento de caderas. Aquello me gustaba más, pues la nueva postura aumentaba el rozamiento.
Entonces, Liz, que había estado contemplando la escena, se puso en acción. Arrodillándose junto a su amiga, comenzó a comerle la boca con desenfreno. Deslizó una de sus manos bajo la camiseta de Lluvia y empezó a sobar y a juguetear con las tetas de la chica.
Lluvia, deseosa de corresponder a las caricias de su amiga, despegó una mano del suelo y la llevó a la entrepierna de la pelirroja, y empezó a frotar y a acariciar lo que allí se ocultaba. A juzgar por los gemidos que escapaban de la boca de Liz, sin duda Lluvia sabía muy bien lo que hacía.
Justo entonces, el coño de Lluvia se inundó (muy apropiado, ¿verdad?) y la chica se corrió como una burra. Para sentirme con más intensidad, quitó los pies del suelo, quedando todo su peso apoyado en mi regazo, con lo que mi polla se hundió hasta el fondo. Pequeños estertores de placer agitaban sus caderas, mientras tenues gemiditos escapaban de su garganta.
Pero yo no me había corrido.

No está nada mal, ¿verdad? – le preguntó Liz a su amiga.

Ella se limitó a negar con la cabeza, sin articular palabra.

La verdad es que ha sido toda una sorpresa el que a este cabrito se le dé tan bien el tema.

Ahora Lluvia asintió con la cabeza.

¿Has logrado que se corra?

Nueva negativa silenciosa.

¡No puede ser! ¡No me lo creo! – exclamó Liz – ¡Es imposible que entre las dos no hayamos conseguido que este capullo acabe! ¡Aparta de ahí!

Agarrando a su exhausta amiga por los sobacos, Liz tiró de ella, apartándola de mí. Se oyó un sonoro “PLOP” cuando mi nabo se desenfundó de su cálida vagina y mi amiguito surgió orgulloso, con su vestidito de látex puesto, duro como una roca, mirando al techo.

Te juro que no me lo creo – dijo Liz admirada – Esto no puede quedar así.

Se arrodilló a mi lado, dispuesta a lograr que me corriera aunque fuera lo último que hiciera en su vida. Su orgullo de grandísima zorra estaba en juego.
La verdad es que yo estaba a punto de llegar al orgasmo, no entendía cómo era posible que hubiera aguantado tanto. Quizás las tres pajas que me había hecho por la mañana, excitado por mi plan de espionaje, habían contribuido a aumentar mi resistencia, no lo sé, pero lo cierto era que, si Liz lo intentaba, no iba a llevarle ni cinco segundos el lograr que me corriera.
Pero a esas alturas, convertido yo ya en todo un experto en sexo, no era eso lo que yo quería. A ver, en aquel cuarto no había sólo dos coños, sino tres… Me faltaba uno…
Alcé mi mirada hacia Maddie y clavé mis ojos en los suyos. Traté de conmoverla, esgrimiendo una expresión de hastío, dando lástima. Quería que creyera que era con ella con quien yo quería hacer aquello, no con Liz, que pensara que la deseaba a ella y sólo a ella…
Mentira todo, claro, pero la verdad es que quería tirármela también.
Y funcionó.
Maddie, toda ruborizada y con los ojos vidriosos, mezcla de excitación y de colocón etílico, se levantó de la cama, decidida a no quedarse sin su ración de carne.

Déjame a mí Liz – dijo poniendo una mano en el hombro de su amiga, que ya se disponía a aplicarme su tratamiento.
¿Cómo? – respondió la pelirroja.
Que me toca a mí.
¿En serio? ¿No decías que yo era una puta por hacer esto? ¿Una guarra?
Vale, vale, lo que tú quieras… Tenías razón. Pero ahora estoy muy cachonda y es mi turno…

Liz la miró fijamente unos segundos. Temí que fueran a pelearse por mi polla y se estropeara todo (aunque por otra parte hubiera sido muy excitante ver a dos tías luchar por hacérselo conmigo), pero, finalmente, Liz decidió que su amiga tenía razón y le dejó el terreno libre.

Pero luego me toca a mí de nuevo ¿eh? – dijo haciendo que se me pusieran tiesos los pelillos de la nuca.
Por mí vale – respondió Maddie, mirándome a los ojos.

Percibí la oportunidad, gracias a mi instinto y la aproveché.

Maddie, por favor – gimoteé – Suéltame. Quiero poder tocarte.

Ella cerró los ojos y asintió. De puta madre.

Liz, ¿dónde están las llaves? – preguntó.
¿Vas a soltarle?
Sí.
Como quieras. No creo que a estas alturas esté pensando en escaparse, ¿verdad, cabroncete? – me preguntó.

Preferí no contestar y seguir con la mirada fija en Maddie, no fuera a ser que una respuesta entusiasta estropeara la imagen de tonto enamorado que pretendía dar.
Liz se incorporó y rebuscó entre sus cosas, hasta localizar una llavecita dentro de su monedero. Tras entregársela a Maddie, se agachó para recoger del suelo el consolador, que había quedado olvidado.

Ven, Lluvia, que vamos a entretenernos mientras estos dos se divierten.

Joder, qué tía, no perdía el tiempo.
Maddie se inclinó sobre mí, para soltarme las esposas. Yo aproveché para oler profundamente su cabello, procurando que ella se diera cuenta, para reforzar la imagen de cordero enamorado.

Hueles muy bien – susurré cuando se apartó de mí tras haberme liberado.

La sonrisilla tímida que esbozó Maddie me demostró que el piropo le había gustado.

Madre mía, tus muñecas – exclamó entonces la chica, horrorizada – Las tienes en carne viva.

Miré mis manos y comprobé que era cierto. La fricción salvaje contra el metal me había provocado rozaduras y arañazos en las muñecas, que estaban enrojecidas. Bueno, era un precio muy pequeño a pagar por todo aquello.

Me da igual – dije – Si así puedo estar contigo…

Maddie volvió a sonreír.
Muy despacio, se sentó de nuevo en la cama y comenzó a desabrochar los botones de su pijama, pero no se lo quitó. Podía ver su torso desnudo, su vientre y parte de sus pechos, pero no sus pezones, pues quedaban tapados por el pijama.
Ver a esa preciosa chica vestida con aquel pijama de hombre es una de las cosas más sexys que he visto en mi vida.
Con torpeza, pues estaba un poco entumecido, me puse de pié. Mi excitadísima polla, enfundada en el condón, bamboleó arriba y abajo, hasta quedar apuntando hacia Maddie, como una brújula hacia el norte, mientras la chica no le quitaba los ojos de encima.
Traté de acercarme a ella, pero mi pantalón y calzoncillos, aún enrollados en mis tobillos, hacían que caminase como un pato, con la polla cimbreando de un lado a otro, lo que hizo que Maddie se riera de mí. Tenía una risa muy musical.
De sendas patadas, me libré de los zapatos y de los pantalones y después me quité la camiseta, quedando en pelota picada, con el nabo como un hierro al rojo. Mi excitación no había decrecido ni un ápice, con lo que seguía al borde mismo del corridón.
Maddie dio unas leves palmaditas en el colchón, indicándome que me sentara a su lado. Lentamente, fingiendo timidez, me aproximé hacia ella y me senté. Ella me miró unos segundos, antes de inclinarse hacia mí y besarme suavemente en los labios. Dios, qué bien olía aquella chica.
Con torpeza, la besé tiernamente, logrando que ella percibiese mi inexperiencia, así que fue su lengua la que se abrió camino entre mis labios, buscando la mía.
Entonces, su mano agarró la mía tratando de llevarla hasta sus pechos, pero, por desgracia, rozó la parte herida de mis muñecas, con lo que un ramalazo de dolor recorrió mi brazo, haciéndome apartarlo de ella.

¡Ay! – me quejé.
Perdona, Aaron – dijo compungida – No me acordaba de que estabas herido.

Fue la primera vez desde que las conozco (no sólo en aquella noche) que una de las amigas de mi hermana me llamaba por mi nombre. Me encantó.

No te preocupes – le dije – No ha sido nada.

Y volví a besarla.
Esta vez fue mi mano solita la que buscó la exquisita redondez de sus senos. Comencé a acariciarlos torpemente, sobando aquellas soberbias cumbres, sintiendo la extrema dureza de sus pezones deslizándose entre mis dedos. Procuré acariciarla con delicadeza, aunque mi instinto me empujaba a enterrar la cara entre aquellos magníficos melones y a hacer diabluras con ellos.

Madre mía – pensaba mi obnubilado cerebro – ¿lo estaré haciendo bien?

Maddie gemía quedamente contra mis labios, mientras nuestras bocas se devoraban mutuamente, así que supuse que no lo hacía del todo mal.
Deseoso de explorar nuevos terrenos, mi mano fue bajando lentamente por su torso, hasta perderse en el interior del pantalón del pijama y plantarse justo entre las piernas de la chica.
Ella se estremeció ante mi contacto, apretando con fuerza los muslos, atrapando mi mano entre ellos. Me dolió un poco cuando sus piernas rozaron las heridas de mis muñecas, pero me dio exactamente igual.
Con torpeza, mis dedos fueron abriéndose camino en su intimidad, encontrándome con que su coño estaba realmente encharcado. Siempre había leído lo de que las mujeres se mojaban ahí abajo cuando se excitaban, pero aún así, aquello me sorprendió. Y pensar que Maddie estaba así de cachonda gracias a mí…
Justo entonces, la chica empezó a tomar parte un poco más activa en nuestro intercambio de impresiones y, sin dejar de besarme, llevó su mano hasta mi ardiente herramienta, apretándola levemente. Y sucedió lo inevitable.
Yo estaba más que a punto desde hacía un buen rato y bastó el simple contacto de la mano de aquella hermosa chica para que mi orgasmo llegase por fin.
La besé con fuerza mientras mis caderas se levantaban de la cama, con mi polla vomitando el contenido de mis huevos en el interior del condón.
Maddie se apartó de mis labios, mirándome sorprendida, mientras mi pene llenaba el preservativo de semen.
Pensé que iba a pensar mal de mí por haber aguantado tan poco (el orgullo masculino, ya saben), así que le di una buena excusa. Acercándome a ella, le susurré en el oído.

¿Lo ves? Con las otras dos no me he corrido, pero ha bastado con que me tocaras tú…

Ella me sonrió cálidamente.

Vaya, así que lo has logrado – oí que decía Liz.

Ambos levantamos la vista hacia la otra chica y nos encontramos con un espectáculo que, al menos a mí, me dejó de piedra.
Las otras dos chicas habían empezado a entretenerse mientras nos enrollábamos Maddie y yo, y habían decidido hacerlo a lo grande. Habían estirado uno de los sacos de dormir que habían traído en el suelo y, tumbadas encima, estaba aplicadas en practicar un lésbico 69.
Liz, que estaba encima, mantenía además el consolador bien clavado en el coño de su amiga y, ahora que no estaba concentrado en otra cosa, podía oír perfectamente el zumbido de su motorcillo puesto al máximo.
Lluvia, por otra parte, seguía concentrada en comerle el coño a la pelirroja, sin que, al parecer, le importara nada más de lo que sucedía a su alrededor. Agradecida, Liz retomó su tarea y volvió a hundir el rostro entre los muslos de su amiga, dejándonos a nosotros con lo nuestro.

Madre mía, vaya dos – dije admirado.
Sí – me respondió mi compañera – Son amantes desde hace muchos años. Les da igual carne que pescado.
¿Y a ti? – pregunté interesado.
¿Yo? – dijo Maddie con un extraño brillo en los ojos – ¿Te parece bien preguntarle eso a una chica?

Metedura de pata. Temí que Maddie se hubiera molestado por aquello. Aunque, mirándolo fríamente, creo que sólo trataba de tomarme el pelo.

Perdona – me disculpé – No quería ofenderte.
Eres bastante mono – me dijo ella riendo.
Y tú eres preciosa – retruqué con gran acierto.
Vaya, gracias – contestó ruborizada.
Es la verdad.
¿Y crees que tu amiguito se despertará pronto? – preguntó tratando de cambiar de tema.
¿Contigo al lado? Dale cinco segundos.

Y era verdad. Aunque acababa de tener una corrida bestial, me sentía en plena forma y notaba en la polla el familiar cosquilleo que indicaba que iba a comenzar a levantar la cabeza de nuevo.
Pero Maddie no estaba dispuesta a esperar. Sensualmente, se deslizó de la cama hasta quedar arrodillada entre mis muslos. Yo, sabiendo lo que iba a hacer, pero sin acabar de creerme el tener tanta suerte, no me atreví ni a mover un músculo, no fuera a cambiar de idea.
La chica, muy dulce y amable y todo lo que queramos, pero tremendamente experta en aquellas lides, no se hizo de rogar e, inclinándose sobre mí, me agarró la polla con la mano y me arrancó el condón, arrojándolo a un lado. Mirándome a los ojos, acercó la boca a mi miembro y comenzó a lamerlo, eliminando los restos de semen que quedaban en él.
En cuanto sentí aquellos carnosos labios cerrándose alrededor de mi polla, ésta empezó a crecer a un ritmo vertiginoso. Bastaron unos segundos de lametones y chupetones para que se pusiese como una viga de hormigón. Aún así, Maddie no dejó de chupármela, decidida a hacerme feliz, sin duda sabedora de que era la primera vez en la vida que me aplicaban ese tratamiento.
Yo cerré los ojos, sintiendo cómo sus labios engullían una y otra vez mi hombría, mientras sus habilidosas manos jugueteaban con mis bolas.
Enseguida noté que, de seguir así, iba a acabar en un minuto, y no podía permitirlo, pues estaba deseando tirarme a aquella moza. Algunos de ustedes, queridos lectores, pensarán que soy imbécil por esto, pero lo cierto es que sentía cierta conexión con Maddie, pues era la única que había mostrado cierta empatía conmigo. Quería que ella disfrutara.
Con desgana, agarré su cabeza, impidiendo que siguiera con la mamada. Con dulzura, la atraje hacia mí, incorporándola, y la besé con deseo, hundiéndole mi lengua hasta el fondo. Ella me devolvió el beso con pasión, empujándome hasta hacerme quedar tumbado en el colchón, con ella echada sobre mí. Mi pene era una dura barra atrapada entre nuestros cuerpos y ella, notándolo, comenzó a frotar su cadera contra él, con lo que el peligro de una prematura descarga retornó.
Como pude, salí de debajo de ella y le susurré:

Ahora me toca a mí.

Mi experiencia practicando sexo oral se reducía a minutos antes, cuando Liz prácticamente se metió mi cabeza entera por el coño, pero lo cierto es que me había gustado bastante y deseaba aprender más.
Muy excitado, forcejeé con los pantalones del pijama de Maddie, hasta que logré arrancárselo y dejarla desnuda de cintura para abajo sobre el colchón.
Percibiendo el olor a hembra caliente en el aire, me deslicé sobre la cama hasta quedar situado entre los muslos de Maddie, quien, comprendiendo mis intenciones, se abrió de piernas al máximo, ofreciéndome el tributo de su vagina completamente abierta.
Antes, durante el numerito de la botella, había podido echarle un vistazo a la entrepierna de la chica, pero ahora podía contemplarla con todo lujo de detalles.
Lo llevaba afeitadito por los lados, pero se había dejado un buen mechón de pelo negrísimo en la parte superior. Los labios se veían hinchados y palpitantes, brillantes por la extrema humedad que allí había. Además, vi que Maddie tenía un diminuto lunar justo al lado de su rajita.

Tienes un lunar aquí – le dije mientras lo rozaba con la yema de un dedo.
¡Ummmm! – siseó Maddie – Síiiiiii…Ya lo sé…
Sí, supongo que conoces tu cuerpo.
Deja de hablar y cómemelo de una vez.
Vale – concedí – Pero tendrás que guiarme, pues no he hecho esto antes.
Como quieras – susurró ella retorciéndose de expectación.

Lentamente, posé mis labios en la vagina de la chica, haciendo que su cuerpo se estremeciera de placer. Había visto hacer aquello cientos de veces en las pelis porno, pero no creía que aquella forma salvaje de practicar sexo oral que se mostraba en las películas fuera lo que de verdad le gustaba a Maddie.
Con cuidado, fui deslizando la lengua por la rajita de la chica, deleitándome con su sabor. La humedad rezumaba por todas partes y yo procuraba chuparlo todo. Inspirado, hundí mi lengua en su interior, logrando que su cuerpo se tensara como un arco, demostrándome que no estaba haciéndolo nada mal.

¡Así, así! – gemía Maddie – ¡Justo ahí! ¡Méteme los dedos!

Obediente, llevé también las manos al coño de la muchacha, palpando y acariciando aquella hirviente gruta, con torpeza, pero con ganas de complacerla.
Por fin, mis dedos se apropiaron de su clítoris, que encontré duro y orgulloso en la parte de arriba, notando cómo la humedad hacía que se adhirieran a él, provocando nuevos estertores de placer en la chica.

¡Ah! – gimoteaba ella – ¡Humedécelos un poco! ¡AH!

Comprendiendo a qué se refería, me chupé los dedos ensalivándolos abundantemente. Por si acaso, también los mojé con la propia humedad de la chica, antes de volver a juguetear con su clítoris.

¡Sí! ¡Así! – siseaba ella – ¡Por ahí!
¿Te gusta? – le pregunté mientras por fin me decidía a clavarle un par de dedos hasta el fondo.
¡ME ENCANTA! – aulló ella mientras sentía cómo los dos intrusos invadían su intimidad.
¡Coño! – pensé – Pues no se me da nada mal este invento.

Exultante, redoblé mis esfuerzos orales sobre la chica, pajeándola dulcemente con mis dedos mientras mis labios y mi lengua se ocupaban del área clitoriana. En pocos instantes, logré que Maddie se corriera como loca.
Sus muslos apretaron con fuerza mi cabeza, logrando que mis orejas se pusieran coloradas. Su coño se encharcó, llenándose de exquisitos flujos y humedades. Sin embargo, ella no gritó ni aulló como habían hecho las otras dos antes.
Extrañado, aparté la boca de su coño y levanté la cabeza, encontrándome con que Maddie se había tapado la cabeza con la almohada, ahogando así los gritos que le provocaba el orgasmo.
Súbitamente, comprendí el por qué. Si Liz se enteraba de que se había corrido, ella perdería el turno de estar conmigo. No estoy seguro de si era por eso, pero creo que sí.
Sonriendo (y henchido de orgullo) decidí que no iba a darle cuartel a la chica, así que, sin esperar a que los últimos temblores del orgasmo abandonaran su cuerpo, me coloqué de rodillas entre sus muslos y, agarrándome la polla, comencé a situarla en la entrada de su coño, cosa bastante fácil, pues ella seguía despatarrada, con su rajita bien abierta.
Cuando notó mis maniobras, Maddie arrojó la almohada a un lado y trató de detenerme, pero claro, para pararme a esas alturas estaba yo.
Con toda la experiencia que me daban mis dos anteriores polvos, se la clavé a Maddie de un tirón, enterrándola hasta el fondo en su palpitante coño, aún tembloroso debido a su reciente orgasmo.

¡OH, DIOS! – aulló Maddie – ¡ME LA HAS METIDO HASTA EL FONDO!
Claro, nena – susurré en su oído recostándome sobre ella – ¿No es eso lo que querías?

Por toda respuesta, Maddie agarró mi rostro con las manos y me besó con furia, atrayéndome hacia sí. Noté cómo sus piernas abrazaban mis caderas, apretando mi trasero, ofreciéndose por completo a mí, estrechándome contra su ser, sintiéndome.
Era la primera vez que era yo el encargado de bombear durante una sesión de sexo, pero mi instinto me servía bien, así que, lentamente, comencé el mete y saca en el coño de la chica. Sus piernas anudadas a mi alrededor no me dejaban mucha libertad de movimiento, aunque sí la suficiente para comenzar a follármela cada vez con mayor frenesí.

¡UM! ¡AH! ¡SÍ! ¡ASÍ! – gemía Maddie apartándose por un instante de mis labios – ¡Espera, por ahí no! ¡Ah, ahora, sigue, sigue! ¡FÓLLAME!

Y claro, yo obedecía.
Zumba que te zumba, seguí follándomela sin piedad, horadando aquel exquisito coño hasta el fondo, logrando que se estremeciera hasta la última fibra de su ser. No sé si porque me gustaba de verdad o si porque era la mejor de todas, pero lo cierto es que aquel polvo con Maddie estaba siendo más placentero que los anteriores.
Seguimos dale que te pego durante un rato, amoldándonos al ritmo del otro, disfrutando mutuamente del sexo sin pensar en nada más. Maddie liberó mis caderas, quitando sus piernas de mi cintura, volviendo a abrirse de piernas al máximo, ofreciéndose a mí.
Yo, con mayor libertad de movimientos, apoyé las manos en el colchón, levantando mi torso cuanto pude, liberando a Maddie de mi peso y redoblé mis esfuerzos en el martilleo de su coño.
Inspirado, como en las pelis porno que veía, me arrodillé en la cama sin sacársela y la atraje hacia mí tirando de sus caderas y, sosteniéndola, continué propinándole pollazos en el coño. Ella volvió a correrse, aullando, esta vez sí, como una loca, pero ninguna de las otras se atrevió a interrumpirnos.
Notando aproximarse mi propio orgasmo, la hice cambiar de postura una vez más, y agarré una de sus piernas por la pantorrilla, levantándola en el aire, mientras ella quedaba tumbada de costado en el colchón. Ante cada embestida, sus enormes pechos bamboleaban, mientras su dueña gemía y resoplaba con cada empellón.
Logré que Maddie llegara una vez más, enterrando la cara en el colchón para ahogar los gritos y gemidos de placer que yo le estaba procurando. Noté que mis propios testículos iban a entrar en erupción y así se lo hice saber a Maddie, con lo que rompí el encanto de la situación.

¡ME CORRO! – aullé – ¡ME CORRO, NENA!
¡NO! ¡NO LO HAGAS! – me gritó ella – ¡QUE NO LLEVAS PUESTO EL CONDÓN!

Yo no entendía de qué cojones me estaba hablando, así que seguí dándole culetazos, martilleándole el coño, pero ella se retorció como una víbora y, para mi decepción, se libró de mí de una patada, obligándome a desenfundarle el miembro de su interior.
Con movimientos de experta, Maddie agarró mi polla segundos antes de que ésta comenzara a disparar su carga. Con habilidad, apuntó mi pistola hacia la chaquetilla de su propio pijama, que se había quitado y me hizo descargar toda mi leche sobre su ropa, aunque, mentalmente, yo deseaba haberle pegado unos cuantos lechazos en la cara y en las tetas a la morenaza.
Por fin, me dejé caer en el colchón, bastante cansado, tratando de recuperar el resuello. Ella tiró su pijama empapado de semen al suelo y se derrumbó a mi lado, con la respiración entrecortada y las mejillas encendidas. Ver cómo sus pechos subían y bajaban al ritmo de su respiración hizo que me surgiera la vena traviesa, así que llevé una mano a sus tetazas y empecé a sobarlas.
Ella se dejó hacer, y en pocos segundos mis labios estuvieron prendidos de uno de sus pezones, mientras Maddie me acariciaba el cabello, gimiendo de placer ante mis caricias.
Entonces sentí cómo una mano se apropiaba de mi, en esos momentos, mustia masculinidad y apretaba un poquito más de lo debido.

¡Ah, no amiguito! – escuché que decía Liz – Vuelve a tocarme a mí.
¡Vete a la mierda! – rugió Maddie – ¿No ves que estamos en plena faena?
Ya, como yo antes, pero ahora vuelve a tocarme.

Levanté la vista y vi cómo Liz estaba de pié, inclinada sobre la cama y me tenía, literalmente, agarrado por los huevos. Lluvia, jadeante y con el rostro enrojecido, estaba un poco por detrás, sin perderse detalle.
No sabía muy bien por qué, pero lo cierto era que lo que me apetecía más era seguir con Maddie, pero intuía que yo allí no tenía ni voz ni voto.

Así que, venga, levanta de ahí que me toca a mí – siguió Liz sin soltarme la polla.

Maddie puso cara de resignación, comprendiendo que, en aquel demencial juego, Liz llevaba razón, pero yo no quería separarme de ella.
Como pude, me incorporé y quedé sentado en la cama.

Chicas – dije en voz baja – No sé si voy a tener fuerzas para otra sesión completa.

Mentira podrida. En mi vida me había sentido mejor.

¿En serio? – dijo Liz – Porque esto de aquí comienza a endurecerse.
No, si me refiero a una sesión “completa”, con las tres otra vez.
Pues lo siento, ahora me toca a mí.
Venga, Liz – insistí – No me refiero a que no te toque a ti, sino a que en vez de hacerlo una por una, lo hagamos todos a la vez.
Sí claro, muy listo – dijo Liz riendo – Tú lo que quieres es montártelo con tres tías a la vez.
¡Coño! – exclamé – ¿Y qué cojones es lo que estoy haciendo? ¡Ya me lo estoy montando con tres tías a la vez! Es sólo que digo que, si lo hacemos todos juntos, y viendo que tú y Lluvia os lo pasáis muy bien solitas, podremos disfrutar todos, porque si no, aunque pueda hacerlo contigo, no voy a poder luego con ellas.

Madre mía, menudo montón de tonterías. Pero no se me ocurría otra cosa para poder seguir en la cama con Maddie.

Venga, tía – intervino Lluvia – Que Maddie no va a querer jugar conmigo como haces tú y me voy a tener que quedar mucho rato mirando…

Mientras decía esto, Lluvia se deslizó tras la espalda de Liz y empezó a sobarle las tetas desde atrás. Liz, ni corta ni perezosa, echó la cabeza para atrás y le pegó un morreo de campeonato a su amiga, lo que logró que mi polla volviera a empalmarse en su mano.
Maddie, que había comprendido mis intenciones, me agarró el rostro y me besó, empujándome hasta volver a tumbarme sobre el colchón. Enseguida noté cómo los cuerpos de las otras dos se subían también a la cama y pronto sentí como Liz y Lluvia comenzaban a chuparme y a besarme por todos lados.
Maddie, deseosa de contribuir a mi placer, abandonó mis labios y comenzó a besarme y a lamerme el cuello y el pecho, y pronto su lengua estuvo jugueteando con mis pezones.
Aquello era increíble. Tumbado en la cama y con tres hembras en celo devorando mi cuerpo. Noté como una mano se apoderaba de mi polla, acariciándola y magreándola. Segundos después, una segunda mano se unió a la primera y enseguida una tercera. Las tres chicas me estaban sobando el falo a la vez, sin dejar de chuparme y lamerme ni un instante.
Yo apenas podía hacer nada dada mi posición, pero aún así me apañé para toquetear y acariciar todo lo que pude de los soberbios cuerpos de aquellas tres vampiresas.
Y entonces llegó el acabose. Liz, descendió con sus lametones por mi estómago y comenzó a juguetear con su lengua en mi nabo. Las otras dos, pícaramente, decidieron hacer lo mismo, así que se deslizaron hasta los pies de la cama y pronto tuve tres lenguas chupando mi enardecido cipote.
Dios, ver a aquellas tres hembras comiéndome la polla es una imagen que tendré grabada a fuego en la mente hasta que me muera. Hubiera dado lo que fuera porque me alcanzaran el móvil para poder haber grabado aquella escena desde aquella perspectiva. Tres tías mamándomela mientras me miraban a los ojos. Lo máximo.
Por fin, Maddie se cansó de juguetear y subió para volver a besarme. Como quien no quiere la cosa, pasó una pierna por encima de mí y se sentó en mi estómago, tapándome la visión de las otras dos que seguían chupa que te chupa.
Echó el culo para atrás, tratando de apartar a las otras dos para volver a clavarse en mi hombría, pero claro, Liz no iba a consentirlo.

¡De eso nada, guapa! – exclamó dejando de chupármela – Ahora me toca a mí.
¡Plas! – resonó en el cuarto el azote que le propinó a Maddie en el culo.
¡Ay! ¡Guarra! – se quejó Maddie riendo – Que sólo estaba bromeando.
Sí, sí, lo que tú quieras, pero ahora esa polla es para mí.

Y para demostrar sus palabras, Liz me agarró con fuerza de la polla y tiró hacia sí, obligándome a incorporarme y a descabalgar a Maddie de mi pecho.

Ven para acá, capullín – me espetó – Ven con mamaíta.

Coño, para qué iba yo a resistirme. Liz se tumbó boca arriba en la cama, y tirando de mi nabo me hizo situarme entre sus piernas, en la misma postura que minutos antes con Maddie. No hizo falta que yo hiciera nada, pues fue ella la que colocó mi polla justo a la entrada de su vagina.
Sabiendo que a la chica le gustaba el tratamiento rudo, no esperé ni un segundo más y le pequé un pollazo que casi logro que los ojos se le salieran de las órbitas.

¡CABRÓOOOOOON! – aulló la chica – ¡QUE ME LO VAS A PARTIR!

Me importaba un huevo. Como un émbolo, comencé a martillearle el coño sin piedad. En pocos segundos, gruesos goterones de sudor me caían por la frente, debido al soberano esfuerzo que suponía, perforar aquel coño a sesenta pollazos por minuto; mi culo parecía una ametralladora, mientras la chica, desmadejada entre mis brazos, sólo atinaba a gritar y a insultarme.

¡HIJO DE PUTA! ¡MÁS! ¡DAME MÁS! ¡RÓMPEME EL COÑO!

Por desgracia, aquello era demasiado esfuerzo, así que no pude seguir y me derrumbé sobre la chica, con la polla bien enterrada en su interior. Curiosamente, ella no se quejó, sino que me abrazó con fuerza y después, me besó.

Me he corrido por lo menos cuatro veces – me susurró al oído.

Aquello me sorprendió, pues yo, totalmente enloquecido, no me había dado cuenta.

¡Pues entonces me toca! – exclamó Lluvia.
¡No, por favor! – gimió Liz – Sólo una vez más…
¡Y una polla! – contestó su amiga.
¡Pues eso! – dijo Liz estrechándome contra su pecho.

Pero Lluvia no estaba dispuesta a dejar pasar su turno y tirando de mí, me apartó del cuerpo exánime de Liz. Mi polla cimbreó orgullosa, en busca de su siguiente víctima, pues a ella le daba igual una que otra.
Miré a Maddie, que me contemplaba con una expresión de lujuria tal que hizo que un escalofrío me recorriera la columna. La chica contemplaba la escena sentada en el colchón, con la espalda apoyada en la pared, mientras se masturbaba lánguidamente con una mano, mientras con la otra se acariciaba los senos.

Lluvia, por favooooooor – gemía Liz.
Espera, que tengo una idea.

Colocándose a cuatro patas sobre su amiga, Lluvia volvió a adoptar la posición del 69. Comprendiendo lo que pretendía, me situé de rodillas a su popa, de forma que la cabeza de Liz quedaba entre mis muslos. La chica iba a tener un primer plano de mi polla clavándose en el coño de su amiga.

Sabes lo que tienes que hacer, ¿no? – me dijo Lluvia.
¡Coño! Esto no es física nuclear precisamente.

Agarrándome la polla, traté de situarla a la entrada del coño de Lluvia. Sin embargo, mi inexperiencia hacía que no fuera capaz de penetrarla desde aquella posición, por lo que, cada vez que lo intentaba, mi pene resbalaba por su vagina sin lograr entrar.
Por fortuna, Liz, en una posición inmejorable, decidió actuar de mamporrera y, agarrándome el cimbrel, lo colocó en la posición adecuada, con lo que simplemente tuve que empujar para hundir mi espada en el coño de la chica.

¡AAAAAHH! ¡POR FIN! – gimió la rubia.

Sin pensárselo dos veces, y para agradecerle su ayuda, Lluvia hundió el rostro entre los muslos de Liz, empezando a comerle el coño. Yo, sin perder un segundo, me agarré a sus caderas y empecé a follarla, marcando un ritmo pausado pero intenso, procurando clavarla al máximo en cada empellón.
Pronto estábamos disfrutando de un polvo muy rico, llenando la habitación de gemidos, chupetones y grititos de placer, que se vieron intensificados cuando Liz comenzó a comerle el coño a su amiga desde abajo.
Aprovechando su postura, la muy zorra no sólo le practicaba sexo oral a su amiga, sino que también me lamía la polla y los huevos cada vez que la desenfundaba.
Aquello era la hostia, pero yo estaba deseando volver a follarme a Maddie. No sé por qué, pero mientras estaba disfrutando de aquel impresionante trío, sólo podía pensar en lograr que la rubia se corriera para que volviera a tocarle el turno a la morena.
Mientras follaba, tenía los ojos clavados en Maddie, que se mordía los labios tratando de ahogar los gemidos que le provocaba la paja que se estaba haciendo.
Entonces, súbitamente, Maddie se puso en marcha e, incorporándose, gateó sobre el colchón hasta quedar junto a mí, apoderándose su boca de la mía.

Usa esto – me susurró.

Vi entonces que Maddie me había entregado el consolador de mi hermana y me sonreía pícaramente. Yo aún tardé unos segundos en comprender lo que me pedía.
Sorprendido, apunté con el consolador a la grupa de Lluvia, mientras interrogaba a Maddie con la mirada, queriendo asegurarme de haberla comprendido bien.
Ella asintió, sonriendo, e hizo un gesto con la mano indicándome que lo clavara de una vez.
Más seguro (y un poco alucinado) comencé a juguetear con el consolador en el ano de Lluvia, lo que hizo que la chica diera un respingo de sorpresa.

¡Ah! ¡Ah! – siseaba ella con cada culetazo – ¿Se puede saber qué coño haces? ¡Aparta eso de ahí!

Yo volví a mirar a Maddie y ella simplemente asintió con la cabeza. Entonces Liz, que lo veía todo perfectamente desde abajo, exclamó disipando todas mis dudas:

¡Sí! ¡Clávaselo! ¡En el ojete! ¡Méteselo por el culo!

Y le hice caso.

¡UUAAAAAAAAH! ¡CABRÓOOOOOON! ¡NOOOOOOOOO! – aullaba la chica doblemente penetrada.

Y eso que fui delicado y lo metí despacito (aunque sin pausa).
El cuerpo de la chica se colapsó por completo. Su coño apretó sobre mi verga con fuerza, a lo que se unió la sorprendente sensación de notar el consolador clavado en su culo apretarse contra mi polla enterrada en su coño. Faltó un pelo para que me corriera, pero, sin embargo, fue ella la que alcanzó un devastador orgasmo.

¡ME CORRO! ¡ME CORRO, NIÑATO DE MIERDA! ¡MI CULOOOOO!

Derrotada, Lluvia se derrumbó sobe el cuerpo de su amiga, atrapándola debajo. Mi polla, que se salió de su coño, cimbreó pesarosa, pues le habían impedido alcanzar el clímax; pero no importaba, allí quedaban coños que follar.
Con rapidez, me acerqué a Maddie, que me esperaba con el deseo brillando en la mirada. Nos fundimos en un tórrido beso, y mis manos se apropiaron con lujuria de su cuerpo. Sus pechos, sus muslos, su culo, su coño, todo su ser fue sobado y acariciado por mis ávida manos, con firmeza pero sin brusquedad.
Poco a poco, fui reclinándola en la cama, sin dejar de besarla, y logré que se situara boca abajo, con intención de repetir la postura que había usado con Lluvia. Ella, con su gran experiencia, entendió mis intenciones, así que colocó una almohada bajo su vientre, para que su grupa quedara bien en pompa.
Me situé detrás de ella y, al verla en esa postura, una libidinosa idea fue formándose en mi mente. Repitiendo lo que había visto mil veces en las pelis porno, escupí un poco de saliva en mi mano y me ensalivé bien la polla. Después repetí el proceso con el ano de la chica, deseando probar otra cosa nueva.
Pero ella no estaba por la labor.

¡No! ¡Aaron! – exclamó al notar mis tejemanejes – ¡Eso no!

Se volvió hacia mí asustada, tapándose el culo con una mano. Era bastante cómico.

¿Por qué no? – insistí yo.
Nunca lo he hecho por ahí. No me gusta eso.

Recordé entonces la conversación que había tenido con Liz durante el juego y recordé que ella era virgen por el culo.

Perdona, Maddie. No lo sabía. No quisiera hacerte daño por nada del mundo. Ha sido sólo… la excitación del momento.
Tranquilo – respondió sonriéndome – No pasa nada.

Volvimos a colocarnos en posición. Gracias a la almohada que levantaba su popa me fue más fácil colocar la polla en el lugar adecuado. En cuanto estuve, la penetré lentamente, sintiendo como cada centímetro invadía aquella húmeda oscuridad.

¡AAAAAAAAAHH! – gimió dulcemente Maddie mientras mi émbolo se enterraba hasta el fondo en su cuerpo.

Dulcemente, comencé a follarme a aquella chica. Mi mente divagaba por todas las cosas que habían sucedido aquella noche y comprendí que había empezado a sentir algo por Maddie. No me malinterpreten, no es que me hubiera enamorado ni nada de eso, era sólo que había descubierto una chica dulce y amable detrás de la fachada de zorra intratable que siempre daba. Las otras dos eran tal y como se mostraban, más putas que las gallinas, pero intuía que Maddie era así por influencia de sus amigas.
Empecé incluso a fantasear en comenzar a salir con ella. ¿Estaría ella dispuesta a enfrentarse a sus amigas? ¿A todos los cachas del colegio, acostumbrados a trajinársela siempre que querían?
Con todas estas ideas en mente fui relajando mi cuerpo, lo que me permitió alargar un buen rato aquel delicioso polvazo. Maddie se retorcía de placer ante mis empellones, disfrutando cada segundo de mi delicado tratamiento, corriéndose lánguidamente, apretando y ciñendo mi polla con fuerza, disfrutando como nunca antes.

¡Dios mío! – susurraba – ¡Eres el mejor amante que he tenido en mi vida! ¡Por favor, más, máaaaaaaas!

Madre mía, aquello era la ostia. Sintiendo que mi propio orgasmo se acercaba, aceleré un poco el ritmo de mis caderas, buscando concluir con una buena corrida aquella faena de dos orejas y rabo que acababa de realizar. Miré a mi alrededor, viendo que las otras dos se habían quedado dormidas a nuestro lado, una con los pies para arriba y la otra al revés, lo que me hizo sonreír. Miré el resto del cuarto, lleno de ropas tiradas, de botellas y restos de pizza, con un penetrante olor a sudor y a sexo…. Y entonces se me paró el corazón.
Angie estaba de pié, apoyada en el marco de la puerta del baño, mirándome con los ojos llameantes. Durante un segundo, pensé que se iba a arrojar sobre mí y me iba a dar otra paliza, pero entonces me di cuenta de que tenía una mano hundida en el pantaloncito del pijama y comprendí que se había estado masturbando mientras su hermanito se trajinaba a sus amigas en su propia cama. A saber cuánto rato llevaba mirándonos.
No sabía qué hacer ni qué decir, consciente de que un nuevo cataclismo se cernía sobre mi cabeza. Ella me miraba sin parpadear, echando fuego por los ojos, pero ¿ese fuego era de ira o de lujuria? Ese súbito pensamiento penetró en mi mente, cambiándolo todo.
Como un autómata, volví a bombear el coño de Maddie con mi polla, lentamente, subiendo poco a poco el ritmo. Angie, por su parte, continuó masturbándose sin despegar la mirada de mí, con la mente obnubilada por la excitación.
El simple hecho de ver así a mi hermana hizo que la cabeza se me nublara por la calentura y sin poder aguantar más, sentí que mi orgasmo llegaba, devastador.
Con un último resto de cordura, le indiqué a Maddie que me corría y se la saqué del coño.
Entonces ella hizo algo muy extraño; se volvió y se tumbó frente a mí agarrándose las tetas con las manos.

Vamos – me dijo – Puedes correrte encima de mí.

E incluso abrió la boca, dispuesta a recibir mi semen donde yo quisiera. Os juro que me dio un poco de pena.

Magdalena – le susurré – Es cierto que he deseado muchas veces correrme encima de una chica. Pero no deseo hacértelo a ti. No quiero humillarte.

Lo que hice fue volverme hacia las otras dos, que se habían quedado fritas y me di un par de sacudidas en la polla, logrando que mi corrida impactara en las dos bellas durmientes.
Con una risita, Maddie se situó a mi espalda y me dio un beso en la mejilla. Agarrando ella misma mi polla, se encargó de dirigir los lechazos sobre los cuerpos de sus dos amigas, a las que pusimos perdidas de semen de la cabeza a los pies.

Es excitante correrte encima de una tía, ¿verdad? Sé que a los tíos os gusta.
La mitad de excitante que estar simplemente a tu lado.

Ella volvió a besarme.
Un rato después estaba tumbado en la cama, bien apretado con las tres chicas. Maddie dormía recostada en mi pecho y las otras dos no habían movido ni un músculo. Gracias a Dios que la cama de mi hermana era de las grandes que si no…
Yo contemplaba el techo, repasando mentalmente los acontecimientos de aquella noche y en cómo iba a afrontar los futuros.
Mi hermana había desaparecido en el interior del baño y por los tenues gemidos que se escuchaban en la ahora silenciosa habitación, no había muchas dudas de lo que estaba haciendo allí dentro.
Una súbita serenidad se apoderó de mi mente. Sabía que Angie seguía siendo un problema, pues mi deseo ahora era salir en serio con Maddie y la fuerte personalidad de mi hermana iba a ser un serio obstáculo. Así que decidí agarrar el toro por los cuernos… o a la vaca por las tetas, si así lo prefieren.
Con cuidado sumo, me deslicé por el colchón, librándome del dulce peso de Maddie sobre mi pecho. Muy despacio, abandoné la cama y me puse en pié en la habitación, estirando los músculos para desentumecerlos.
Noté que mi polla estaba de nuevo en pié de guerra. No me extrañaba, teniendo en cuenta lo que me proponía a hacer a continuación.
Sin hacer ni un ruido, me dirigí al baño y abrí la puerta lentamente, mirando al interior.
Mi hermana estaba sentada en la tapa del inodoro, desnuda, mientras se pajeaba con furia. Tenía agarrado uno de sus pechos con una mano y tiraba de él hacia arriba, acercando el pezón a sus labios, para poder chuparlo. Qué buena estaba la hija de puta.
Concentrada en lo que hacía, no escuchó cómo yo abría la puerta y penetraba lentamente en el baño. Muy despacio, caminé hacia ella hasta quedar de pié delante del water, de forma que mi enhiesto nabo quedaba justo delante de sus cerrados ojos.
Súbitamente, Angie abrió los ojos alarmada y se encontró de bruces con mi excitada hombría que la contemplaba babeando. Durante un segundo, vi en su mirada cómo la lujuria luchaba contra el sentido común, hasta que, finalmente, se levantó de golpe e intentó emprenderla a porrazos conmigo.
Yo, que ya me lo esperaba, fui rápido como una serpiente y logré inmovilizarla por las muñecas. Excitado, atraje su cuerpo hacia mí, apretando mi duro nabo contra su muslo, frotándolo para que ella percibiera bien mi erección.
Ella se resistía, pero yo era más fuerte, así que la mantuve pegada a mí. Con rudeza, busqué sus labios con los míos y la besé. Durante un instante, pareció devolverme el beso, pero finalmente se debatió para apartar su rostro del mío.

¡HIJO DE PUTA! ¡SUÉLTAME! – me gritó – ¡SE LO VOY A CONTAR TODO A MAMÁ!
Sí, cuéntaselo – siseé – Me da lo mismo… Yo sólo sé que esta noche me he follado a tres miembros de tu pandillita… ¡Y QUE AHORA ME VOY A FOLLAR A LA CUARTA!

Angie se quedó paralizada un segundo, antes de volver a forcejear, tratando de librarse de mi presa.
Loco de deseo, dejé de pelear con ella y traté de sobarla por todas partes. Mis manos se apropiaron de los deliciosos senos fraternos, que fueron magreados con fruición. Mis labios la besaron por todas partes, mientras ella trataba de apartarme y escapar de mí.
Harto de todo aquello, pues sabía que la muy zorra lo estaba deseando, volví a besarla con rabia, hundiéndole la lengua hasta la tráquea. La empujé con el cuerpo hasta obligarla a sentarse de nuevo en el inodoro; llevé entonces una mano hasta su entrepierna y, sin pensármelo dos veces, hundí dos dedos bien adentro de su coño, comenzando a masturbarla con ganas.
Ella, sorprendida por la súbita intrusión, apretó los muslos con fuerza, atrapando mi mano en medio. Agarró mi muñeca y tiró de ella, tratando de sacarla de allí, pero lo hizo sin fuerza, sin auténtica convicción.
Yo notaba cómo su resistencia iba menguando, cómo la excitación iba ganando terreno a su aversión hacia mí. Angie había contemplado cómo había conseguido satisfacer a sus exigentes amigas y ahora quería lo mismo para sí, aunque no lo admitiría ni en el potro de tortura. Su coño era un charco en el que chapoteaban mis dedos, que parecían estar en el interior de un horno, ardiente y húmedo.
Decidido a subir un peldaño más en aquel in crescendo de lujuria, me arrodillé delante de ella y le separé los muslos con las manos con firmeza, dejando su indefensa raja a mi entera disposición. Ella, sabedora de mis intenciones, aún simuló resistirse levemente, pero en realidad estaba deseando que yo iniciara mi faena.

¡Déjame, hijo de puta! ¡Déjame salir! – gimoteaba.
¿Estás segura? – respondí yo antes de hundir la cara entre sus muslos.

Su coño era delicioso. Ardiente como un volcán en erupción, húmedo y palpitante, el simple contacto de mi lengua hizo que su cuerpo se estremeciera de placer. Sentí cómo sus dedos se engarfiaban en mis cabellos, acariciándome y estrechándome contra sí, mientras se abría cada vez más de piernas, para brindarme fácil acceso a su intimidad.
Yo, con mi plan en mente, continué comiéndoselo con gusto, mientras notaba cómo sus jugos resbalaban por mi cuello y me manchaban el torso. Estaba cachonda perdida, olvidado ya todo intento de resistencia, Angie se me ofrecía por completo, dedicada en cuerpo y mente a recibir placer.
Sentí cómo su cuerpo se aproximaba al paroxismo del orgasmo, el volumen de sus gemidos subía, sus manos me revolvían el cabello con más ganas, sus pies se retorcían en el frío suelo del baño.
Y entonces me detuve, poniéndome en pié.

Pero, ¿qué haces? ¿Por qué te paras? – me dijo con incredulidad.
¿No querías que parara? Pensaba que prácticamente estaba violándote, así que he recuperado un poco de sentido común y he logrado detenerme – le respondí.
Pero…
Lo siento, Angie. Yo estaba dispuesto a hacerlo contigo si tú también lo deseabas, sin importarme que fueras mi hermana ni nada, pero si tú no quieres…
¿Qué? – balbuceó ella, sin entender ni una palabra de lo que yo decía.
Pues nada, que te dejo en paz.
¡No!
¿En serio? ¿Quieres que continúe? Pues no tienes más que pedírmelo – continué.
¿Cómo? – dijo ella, incrédula.
Que me lo pidas. Dime: “Aaron, quiero que me folles ahora mismo. Quiero tu polla clavada en mi coño. Estoy loca de deseo después de ver cómo te follabas a mis amigas y quiero que me hagas lo mismo”.

Qué hijo de puta que soy. Es verdad. Durante un segundo, pareció que estaba a punto de claudicar, pero pronto vi el brillo del orgullo en su mirada, ese brillo que yo conocía tan bien.

Vete a la mierda – me espetó.
Vale – respondí, saliendo del baño.

No quiero ni contaros el esfuerzo que me supuso salir de allí. Me hubiera bastado con cerrar la boca y dedicarme a follármela para lograr vengarme de Angie por años de humillaciones y putadas. Pero no, no me bastaba, mi victoria tenía que ser completa.
Tratando de tranquilizarme, de bajar mi nivel de excitación, me concentré en el plan que había trazado.

Ánimo, Aaron – me dije – Ya la tienes en el bote. Aguanta unos minutos más y habrás vencido para siempre.

Vi entonces algo que me iba a ser muy útil encima del escritorio de mi hermana: un cenicero con un porro a medio fumar. En mi vida había probado yo el hachís, pero pensé que iba a servir para serenarme. Cogí el porro y un mechero, sentándome en la silla que había frente al escritorio. Lo encendí, dándole unas caladas, como había visto hacer a las chicas. Me hizo toser bastante, pero la verdad es que también me relajó.
Esperé un par de minutos, fumando un poco de aquello. Recorrí el cuarto con la mirada y constaté que las chicas seguían dormidas en la cama. Bueno, Lluvia se había movido, pues se había colocado en la misma dirección que las otras y ahora dormía abrazada a Liz. Sonreí pensando en el futuro que me esperaba si sabía jugar mis cartas.
Justo en ese instante, se abrió la puerta del baño y, muy lentamente, mi hermana penetró en la habitación. No iba desnuda, pues se había puesto su albornoz de baño, aunque yo sabía que debajo no llevaba absolutamente nada.

¿Quieres que me vaya a mi cuarto? – le dije dando otra calada.

Ella no respondió.

Te he esperado para ver qué decidías – continué – Si quieres, llamamos a mamá al móvil y le cuentas todo lo que ha pasado esta noche. Eso sí, tú le explicas por qué están tus amigas desnudas en tu cama, con esa sonrisa de satisfacción en el rostro.

Angie me miró unos segundos en silencio. Por fin, se abrió lentamente el albornoz, mostrándome su exquisito cuerpo desnudo. Yo sonreí, consciente de que había vencido, de que un futuro de color de rosa se abría ante mí.

Aaron, quiero que me folles ahora mismo. Quiero tu polla clavada en mi coño. Estoy loca de deseo después de ver cómo te follabas a mis amigas y quiero que me hagas lo mismo – me dijo.
Pues ahora quiero algo más – le respondí.
¿Qué? – dijo ella, confusa.
Quiero que me la chupes – le dije abriendo bien mis piernas y mostrándole mi formidable erección.

Esperaba un último intento de resistencia por su parte, un último coletazo de orgullo… pero no. Angie se había rendido por completo a su deseo. Sin decir nada más se arrodilló frente a mí y con habilidad, engulló mi polla de un solo golpe… hasta el fondo.
Joder, casi me corro de la impresión. Sentía cómo su garganta ceñía mi polla, cómo su caliente saliva la mojaba, cómo sus labios se apretaban contra mi ingle. Lentamente, fue sacándola de su boca, apretando sus labios contra el tronco, recorriéndolo centímetro a centímetro. Cuando la sacó por completo, su lengua serpenteó en el glande, jugando con la punta de mi capullo, mientras una de sus manos hacía malabares con mis pelotas.
Angie sabía muy bien lo que hacía y en un par de minutos me tenía ya en punto de ebullición. Pensé en hacer como en las pelis y correrme en su boca y en su cara, pero qué coño, lo que de verdad me apetecía era clavarla bien clavada.
Mostrando una gran fuerza de voluntad, aparté a Angie de mi sobrexcitado miembro, aunque ella se resistió un poco, pues no quería quedarse sin su juguete. Agarrándola por las manos, tiré de ella bruscamente, obligándola a ponerse en pié. De un empellón, la hice retroceder, hasta que su espalda quedó apoyada en la pared. Sus ojos se clavaron en los míos y pude ver el fuego de su orgulloso carácter brillando en su interior.
Con rudeza, mis labios se apoderaron de los suyos, besándola con fuerza, recorriendo con mi lengua toda su boca. Pero la suya esta vez no permaneció ociosa y me devolvió el beso con furia, mordiéndome el labio inferior con saña.
No aguantando más, la apreté todavía más contra la pared y agarré uno de sus muslos, levantándolo hasta dejarlo junto a mi cadera, donde lo mantuve sujeto. De esta forma, su coño quedaba bien abierto, con un pié en el suelo y el otro en alto.
No tuve que molestarme en apuntar bien mi polla en su coño, pues fue ella misma la que agarró mi ardiente instrumento y lo colocó en posición. De un empujón, se la clavé hasta los huevos, percibiendo cómo su cuerpo se rendía ante el palpitante invasor.
La pierna que ella mantenía en alto, pronto rodeó mi cintura, apretando mi trasero contra ella, obligándome a penetrarla al máximo. Cada vez más cachondo, comencé a bombear en su esplendoroso coño, hundiendo mi polla en su interior con violentos empujones que la dejaban sin resuello en cada ocasión.
Sus manos se engarfiaron en mi pelo y tiraron de él, obligándome a echar la cabeza hacia atrás. De esta forma, nuestros ojos se miraban fijamente, contemplando cada uno su propio reflejo en la mirada del otro. Menudo polvazo.

¡MÁS! ¡DAME MÁS! – gemía mi hermana – ¡FÓLLAME, CABRÓN, FÓLLAME!

Súbitamente, Angie levantó el pié que tenía en el suelo, anudándolo también a mi cadera, de esta forma yo sostenía todo su peso apretándola contra la pared, pero ni eso me detuvo, y seguí horadándola sin piedad.
Ambos gemíamos de placer, follándonos el uno al otro, olvidándonos por completo de que éramos hermanos, de que nos odiábamos mutuamente. Por fin, Angie alcanzó el orgasmo, abrazándose a mí con fuerza, besándome en el cuello con fiereza, dejándome un recuerdo suyo en forma de chupetón.
Llegó un momento en que ya no pude más, el peso de Angie me vencía, así que, sacando fuerzas de flaqueza, la levanté a pulso, con mi polla enterrada en sus entrañas y la trasladé hasta el escritorio, donde hice que se sentara.
Deslicé las manos por detrás de ella y, de un barrido, arrojé al suelo todo lo que había en la mesa, obligándola a tumbarse encima. Por fortuna, las chicas habían quitado las botellas un rato antes, mientras me tenían esposado, porque si no, las hubiera destrozado todas contra el suelo.
Liberado por fin del peso de Angie, la agarré con firmeza de las caderas e hice que levantara un poco el culo, para tener mejor acceso para mis culetazos. A cada empellón que yo le propinaba, los pies de Angie bamboleaban en el aire, como si estuviera montada en algún tipo de loco columpio.

¡JODER! ¡SÍ! ¡MÁS DURO! ¡MÉTEMELA HASTA EL FONDO! – gimoteaba mi hermanita.

Yo ya no podía más, mis huevos estaban a punto de estallar. Por un loco instante, pensé en correrme en su coño, pero el sentido común se impuso. Imaginaos el marrón si dejo preñada a mi propia hermana. Estaba a punto de correrme, pero Angie se me adelantó.

¡ME CORRO! ¡ME CORRO OTRA VEZ! ¡DIOS, SÍ! ¡FÓLLAME CABRÓN!

Sí, sí, tú insúltame todo lo que puedas, porque, a partir de hoy, se te acaba el chollo.
Con este pensamiento en la mente, alcancé el clímax. Se la desenfundé a Angie del coño y la dejé apoyada en su vientre, donde descargué toda mi carga. Ya no quedaba suficiente leche en mis pelotas para producir una corrida espectacular, pero hubo la suficiente para propinarle un par de buenos impactos en las tetas y en la barriga.
Ella, medio atontada por el placer, se frotó mi lefa por el cuerpo, como si fuera crema solar, mientras la recorrían los últimos estertores del orgasmo.
Agotado, me dejé caer al suelo, donde me tumbé, tratando de recuperar el aliento. Miré hacia la cama y vi cómo una de las chicas cerraba bruscamente los ojos. Era lógico, con el follón que habíamos organizado, que las chicas se despertaran. Y claro, habían fingido seguir dormidas al encontrarse con su adorada jefa cabalgando a lomos de la polla de su hermanito.
Angie seguía medio aturdida, tumbada sobre el escritorio, con las piernas colgando y el cuerpo empapado de sudor y semen. Yo estaba físicamente agotado, pero mi mente estaba exultante, pues la cosa no podía haber salido mejor.
En cuanto recuperé un poco de fuerza, me levanté del suelo y recogí toda mi ropa, que estaba esparcida por la habitación, y mi móvil, medio destrozado junto a la pared. Me acerqué al escritorio y con una pizca de rudeza, estrujé una de las tetas de mi hermana, espabilándola.

Supongo que esto no se lo contarás a mamá, ¿verdad? – le dije.

Pude ver una chispa del antiguo odio que ella sentía hacia mí bailando en sus ojos mientras abandonaba su cuarto.
Derrengado, me aseé un poco y subí a mi cuarto, acostándome. He dormido toda la noche de un tirón. Ni me enteré de a qué hora volvieron mis padres.
Como dije al principio, tras ducharme, bajé a desayunar, tropezándome con Angie, que me miró con mal disimulado odio, sin decir palabra.

Tranquila, nena – pensé.

Inventé una excusa para mi madre. Que había discutido con Marcos y había vuelto de noche a casa; por eso estaba en mi cuarto al amanecer.

No te preocupes mamá, si la casa de Marcos está aquí al lado. No pasa nada por venir solo de madrugada.
No, mamá, no le he hecho nada a Angie. No sé por qué está tan rara.
Tranquila, mamá, que no la molestaré a ella ni a sus amigas.

En cuanto las he oído bajar a desayunar, me he quitado de en medio, volviendo a mi cuarto. Me he cruzado con ellas en la escalera. Ninguna ha dicho nada; sólo Liz me ha dado un cachete en el culo cuando he pasado a su lado. Maddie no se ha atrevido ni a mirarme, colorada como un tomate. No importa.
Aprovechando que están todas abajo, he recuperado la cámara. Batería agotada. Le he rogado al dios de los pervertidos que haya salido todo bien. Porque, si se ha grabado todo correctamente….
Chantajearé a Angie y a sus amigas. Sexo, drogas, alcohol, abusos a un menor… Sólo tengo que montar y editar el vídeo adecuadamente… y serán mías.
…………………………………………………………………..
Mientras escribía esto, he volcado el vídeo en el PC y lo he visualizado. Ha salido de puta madre. Dios, estoy deseando ver la cara que pondrá Angie cuando vea la parte en que me la chupa sin que yo haga nada. Se le van a caer las bragas. Eso, si permito que vuelva a utilizarlas.
No sé, quizás libre a Maddie de la esclavitud y la convierta en mi novia. Si ella quiere… Haré que se convierta en la jefa de este grupito de zorras; mientras esté conmigo, las otras tendrán que obedecer todo lo que ella diga… Siempre que ella haga lo mismo conmigo.
Luego llamaré a Marcos. Para darle las gracias por su llamada.
FIN
TALIBOS

 

Si deseas enviarme tus opiniones, mándame un E-Mail a:
ernestalibos@hotmail.com
Si quieres ver un reportaje fotográfico más amplio sobre la modelo que inspira este relato búscalo en mi otro Blog:     http://fotosgolfas.blogspot.com.es/
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Relato erótico: “Robando la leche de su madre al hijo de mi criada 14” (POR GOLFO)

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CAPÍTULO 18

Tumbado boca arriba, descansé del esfuerzo realizado mientras asimilaba todo lo que había ocurrido esa noche. Y rememorando la conversación con Oana, concluí que no podía quejarme de que esas mujeres hubiesen decidido nombrarme creador de una nueva rama de custodios.

―Amo, necesito contarle algo― me dijo Mihaela sacándome de mi ensimismamiento.

Iba a contestarle que me dejara descansar, cuando sonó el timbre de la casa. La rubia me contó que debía ser el chofer de Oana que me traía un regalo.

― ¿Sabes qué es? ― pregunté.

Sonriendo contestó que era una sorpresa, pero que estaba segura de que me iba a gustar.

―Pues entonces, dile que lo suba hasta aquí.

Mientras esperaba el presente, pregunté a María si quería aprovechar para hacerme una mamada. Vorazmente, se aplicó a cumplir mi orden, y con su lengua retiró todos los restos que había en mi pene. Cumpliendo un doble propósito, limpiarlo, pero sobre todo prepararlo por si caía la breva y lo usaba en ella. Cuando tocaron en la puerta, pedí a Simona y a Maria que se taparan, porque no en vano siempre había sido un celoso y no quería que el chofer de esa mujer las viera desnudas.

El tipo apareció con una caja enorme de más de un metro y medio de altura en una carretilla, y tras saludarme, puso en mis manos una bolsa con ropa.

―Mi jefa me ha dicho que disfrute del regalo― y guiñándome un ojo, salió de la habitación.

Examinando la caja sin abrirla, no pude adivinar qué era lo que contenía. Ni siquiera su tamaño enorme me daba pistas de lo que había en su interior.

―La ropa es para Simona― comentó desde los pies de la cama la custodio rubia.

La rumana me miró sin saber qué decir ni qué hacer.

―No preguntes y ponte esto―, le ordené lanzándola.

Cogiéndola en vuelo, se fue al baño. Aprovechando su ausencia me tumbé en la cama a esperar que saliera y mientras tanto, seguí preguntando a Mihaela sobre la naturaleza del regalo, pero por mucho que lo intenté no conseguí que soltara prenda. Simona tardó bastante en cambiarse. Pero no pude quejarme porque, al aparecer en el cuarto, venía hecha una diosa.

Ataviada con un corsé negro de látex que no le tapaba los pezones pero que levantaba sus pechos, dándole con ello un aspecto sensual. Viendo que en sus manos llevaba una fusta y collar de cuero, le pregunté a qué se debía ese disfraz de Dominatrix. Sacando un papel, leyó en voz alta:

―Querida Simona, considera estos presentes como tus regalos de boda. Esperamos grandes cosas de tu hombre y por ello hemos preferido que seas tú quien decidas que hacer.

Sin saber exactamente lo que ocurría pidió a Mihaela que abriera la caja.

Al ser de cartón, le resultó sencillo desmontarla.

― ¿Quién es esta mujer? ―, me preguntó mosqueada al ver que el regalo era una pelirroja casi desnuda y vestida únicamente con un body blanco transparente.

―Te presento a Cristina, mi secretaria― respondí.

― ¿Qué hace aquí? ¿Te la andas tirando? ― llena de celos preguntó tirándola del pelo.

Cristina no siquiera pudo quejarse, ya que siguiendo las instrucciones de Oana, su chofer le había colocado una mordaza. Eso y la oscuridad en la que se había mantenido, la habían dejado casi en un estado de shock. Por ello cuando Mihaela la sacó de la caja, dejándola de pie en medio de la habitación, se quedó llorando sin moverse.

Tratando de aminorar su cabreo, empecé a explicarle que la pelirroja era inocente y que si se había acostado conmigo había sido por accidente, pero ella me interrumpió diciendo:

―Pobre, ¿tropezó y cayó entre tus piernas?

―Parecido… y aunque no te joda, ¡fue culpa tuya! ― como para entonces los ojos de la rumana rezumaban llenos de ira, preferí no alargar el tema y le conté que viendo en mi nevera de la oficina dos botellas llenas de leche, Cristina se las bebió sin saber que eran: ―Cómo iba a saber que me las habías dado y que esa mañana te habías ordeñado para que no pasase hambre.

Mientras decidía qué hacer, Simona usó la fusta para recorrer el cuerpo de mi secretaria antes de preguntar:

―Puta, ¿es eso verdad?

María le quitó por la mordaza para permitirle hablar.

―Sí, señora― respondió temblando la pelirroja: ―Llevo enamorada de mi jefe años, pero nunca me había acostado con él. Pero después de beber su leche, nada pude hacer por contenerme. Estaba demasiado cachonda.

Me preocupó observar que Simona no dejaba de acariciar los pechos de la muchacha con esa fusta y que mientras ella contestaba, incrementaba su turbación jugando con sus pezones.

― ¿Te gustó mi leche? ― insistió la morena y aprovechando que los botones se le habían puesto duros con el contacto, se los pellizcó cruelmente.

Su víctima asintió con la cabeza.

―Ponte a cuatro patas, mientras pienso qué hacer contigo ― ordenó asumiendo el control.

Creyendo por la fama sangrienta de los antepasados de su captora que su destino dependía de su rapidez en obedecer, Cristina adoptó la posición que le había ordenado y con un nerviosismo notable esperó su decisión. Nada más hacerlo, experimentó la áspera caricia de la fusta en su trasero.

―Abre las piernas.

Al detectar un extraño brillo en su mirada, me sorprendió descubrir que contra todo pronóstico a la rumana le estaba resultando excitante tener a su disposición un cuerpo tan perfecto como el de la pelirroja. Y más cuando sin darle tiempo a acomodarse, usó la punta de la herramienta para recorrer con el canal que formaba sus cachetes.

―Creo que voy a jugar un rato contigo― Simona comentó descojonada al tiempo que separaba el delgado hilo del tanga e introducía la cabeza de la fusta en el interior de la cueva de su cautiva.

Cristina se estremeció al sentir esa invasión, pero lejos de retirarse, sus caderas adquirieron vida propia moviéndose como si quisiera disfrutar de la penetración.

―Serás zorra― le recriminó al ver el efecto que sus maniobras tenían en la pelirroja.

Tras lo cual y sin sacar el instrumento del sexo de la muchacha, empezó a azotarla con la mano. He de confesar que no me atreví a salir en defensa de mi secretaria, temiendo incrementar los celos de la rumana. Quizás por ello el castigo se prolongó durante unos minutos. Minutos que se me hicieron eternos al comprobar que mientras Simona seguía masturbando y azotando a la pelirroja, esta se estaba viendo afectada e incomprensiblemente le estaba gustando.

―Ama, su nueva guarra está a punto de correrse― le avisó Mihaela.

Al comprobar que era cierto, Simona paró de torturarla y tirando de su rojiza melena, la besó.

«Joder», murmuré para mí al ver el modo tan posesivo con el que la tomaba de la cabeza y con su lengua la obligaba a abrir la boca, «está desatada».

Acababa de pensarlo cuando de pronto escuché que, mordiéndole los labios, le decía:

― ¿Quieres vivir?

Cristina asintió sin atreverse a discutir.

―Cómeme.

Mi secretaria se quedó helada e intentó buscar mi ayuda porque no en vano jamás había estado con una mujer. Al comprobar que no hacía nada por auxiliarla, metió la cara entre los muslos de Simona.

La satisfacción que alcancé a leer en la cara de esa morena al sentir la boca de mi secretaria acercándose a su sexo me excitó, pero aun más escuchar que empezaba a gemir. Sin cortarse disfrutó como loca cuando la lengua de se aproximaba a sus pliegues, pero fue al sentir la calidez del aliento de la muchacha sobre su pubis, cuando ya no se pudo resistir más y agarrándola del pelo, le obligó a apoderarse de su clítoris.

―No pares hasta que me corra.

Su falta de experiencia en comer coños no fue óbice para que se esmerara y desde nuestra posición, tanto María, como Mihaela, fueron testigos del modo tan sensual con el que la pelirroja separaba los labios de la rumana mientras con la otra mano, la masturbaba estimulando su erecto botón.

―Alberto, ¿a qué esperas? ¡Ayúdame con esta zorra! ― chilló Simona dominada por la lujuria.

No necesitó insistir. Caliente como un mandril en época de celo, me quité la ropa mientras aprovechaba a ponerme detrás de mi secretaria.

«Está buenísima», me dije. Observándola desde ese ángulo mientras le practicaba el oral a María, su culo parado era una tentación imposible de resistir. A pesar de ello, preferí que reservarlo y sin esperar nada más, coloqué mi verga en su coño y de un solo empujón, introduje mi miembro dentro de ella.

Cristina chilló al verse empalada y más cuando notó que machacaba la pared de su vagina con mi pene, pero no por ello dejó de mamar del coño de Simona.

―No te quejarás― comenté a mi rumana al ver que la pelirroja se multiplicaba y que además de usar la lengua para darle placer, estaba usando sus manos para pellizcarle los pezones.

Sabiendo que cuanto más satisfecha estuviera menos dura sería con mi secretaria, pedí a María y a Mihaela que me ayudaran con ella, asumiendo que entre los cuatro no tardaríamos en conseguir que la custodio se corriera. Lo que no me esperaba fue que mientras la sumisa se lanzaba en tromba a mamar de los pechos de Simona, mi amiga hiciera lo propio con los de Cristina.

― ¡Diós! ¡Cómo me gusta! ― aulló la pelirroja con creciente lujuria al sentir los dientes de la rubia en sus pezones.

Mi fiel ayudante de tantos años fue la primera en correrse, anunciando a los cuatro vientos su placer. Reconozco que me agrado comprobar que, a pesar de haber sido obligada, estaba disfrutando de su primera vez con la que esperaba que fuera su familia y por ello, sonreí al notar que todavía le quedaba energía para mover sus caderas, buscando mi placer.

Estaba a punto de acompañarla cuando caí en la cuenta de que no debía hacerlo. Por ello, cambiando de objetivo, me salí de ella y sustituyéndola, acuchillé con mi pene el interior de Simona. La custodio no se esperaba mi intrusión y por ello me costó hundirme en ella. Aun así, lo gozó y tras tres o cuatro incursiones, coloqué sus piernas sobre mis hombros.

La nueva postura la volvió loca y al notar su cueva totalmente invadida, su cuerpo colapsó:

― ¡Gracias mi amor! ¡Te necesitaba! – reconoció mientras un poderoso orgasmo recorría su ser.

En cuanto noté su clímax, me dejé llevar y derramándome en su interior, nuestros flujos se mezclaron al ritmo de nuestro placer. Agotado, me tumbé junto a ella en la cama. Al recibirme entre sus brazos, me comentó que por culpa de mi insaciable lujuria no solo tendríamos que cambiar de cama sino de casa.

―No te entiendo― susurré en su oído mientras la besaba.

Con tono pícaro, me respondió: ―Por ahora me has traído solo dos mujeres, pero sabiendo como te miraban el resto de las hembras en la fiesta, no me extrañaría que al final sean una docena, las putas que tenga que alimentar.

Agradecí su compresión besándola y ella me estaba devolviendo con pasión mis caricias cuando escuchamos a Cristina preguntar:

―Señora, ¿puedo suponer que me ha aceptado como su protegida?

Con una carcajada, Simona la llamó a unírsenos sobre las sábanas.

― ¡Qué razón tienes! ¡Necesitamos un colchón más grande! ― comenté al ver que, imitando a la pelirroja, Mihaela y María buscaban su sitio entre nosotros…

FIN

 

Relato erótico: “la Gemela 3” (POR JAVIET)

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   Hola lectores, voy a continuar relatando las andanzas de mi amigo Paco y su ligue una chica llamada Paula, como recordareis estos dos se conocieron en un local llamado “El bareto” y allí comenzó una relación que ya dura meses, naturalmente el bueno de Paco salía cada vez más con ella y menos con la cuadrilla de amigos, hasta que hace unos días en que discutieron y como vulgarmente se dice, la oveja volvió al redil.
Naturalmente la panda le acogió y le animó a superar su disgusto por el viejo sistema de hacerle beber muchas birras y darle palmaditas entre frases de:
–         Ya te lo dijimos, te alejaba de nosotros.
–         Era demasiada tía para ti.
–         Menuda zorra debía ser, se la veía en la cara.
–         Jo tío, si no la vas usar mas, pásanos el teléfono.
Así un largo etcétera en que cada amiguete daba su opinión, esta terapia alcohólica llego a su clímax cuando le hicimos tragar varios “submarinos” de Ron junto con mas birra, un rato después un Paco semidormido empezó a hablar con su voz de borracho, contándonos su historia con Laura con todo lujo de detalles hasta más allá de la hora de cierre del bar en que estábamos, su charla era tan entretenida que aparte del dueño del local y el barman se quedaron más clientes asiduos, haciendo junto a nuestra cuadrilla un circulo de atentos curiosos a la excitante historia que nos contó hasta el amanecer; Ahora tras asimilarla y ordenarla debidamente permitidme que la comparta con todos vosotros.
Unos días después de su primer encuentro en el bar y de follarse mutuamente en el coche, Paco llamó a Laura para ver si quedaban a tomar algo, a lo que la chica accedió encantada pues según dijo le había echado de menos, quedaron para verse el viernes por la tarde y ella le dio su dirección para que pasara a recogerla a casa, pues  estaba cuidando a su hermana Lola que tenía una luxación en un tobillo, pero esperaba que para ese día estaría ya repuesta.
Llegado el día, Paco se vistió más elegante de lo normal, pues vería a Laura y por lo que dedujo posiblemente también a su hermana, además no sabía si estarían allí sus padres y quería dar buena imagen (recordemos que Paco es algo feo, de hecho estuvo mamando de su madre hasta los dos años en lugar de tomar el biberón, pues de esa manera ella le veía la coronilla y no la cara, como a un “terribleador” que yo me sé) salió de casa, tomó su coche y en breve llego con ayuda del GPS a casa de Laura situada a las afueras de la ciudad.
Sin salir del coche la llamó por el móvil:
–         Hola, Laura ¿qué tal estas?
–         ¡hola Paco estoy bien, ya he memorizado tu numero en mi móvil ¿estás bien, vienes ya?
–         La verdad es que estoy en la puerta de tu casa, dentro del coche esperándote.
–         Pues estoy casi lista pero me falta un poquito, ¿Por qué no entras a buscarme y te presento a mi familia?
–         Estoo… me parece algo precipitado, solo nos conocemos de una tarde y…
–         No seas tonto, no te van a comer, además a ellos les gustara conocerte estoy segura.
–         Está bien, voy para allá.
Colgó el teléfono y salió del coche, dirigiéndose a aquella casita unifamiliar blanca de dos pisos y un pequeño patio, al llegar a la puerta pulsó el timbre y esperó unos segundos a que su chica le abriese la puerta, cuando esta se abrió vio a Laura, con unos 20 añitos de mas, la misma cara con forma de corazón, melena larga de color negro azabache, las tetas más grandes de lo que recordaba bajo un fino vestido amarillo, a través del cual se apreciaban unos pezones pujantes del tamaño de garbanzos, la impresión le dejo mudo y permaneció quieto, observando la silueta de la hembra de estrecha cintura y amplias caderas que la luz, proveniente de una ventana revelaba al pasar desde detrás de ella y a través del fino vestido.
Pili había oído el timbre de la puerta, estaba en la cocina y por tanto era la más cercana a esta, sabía que vendría el chico del otro día a buscar a Laura pues ella se lo había anunciado dos días antes. Recordó que la noche en que su hija le conoció, ella estaba en la cama echando un polvo con su marido Jesús, tras calentarse al sentir a Lola teniendo sexo telefónico con Marcos, estaba a cuatro patas recibiendo gustosa el bien dotado miembro de su marido por el culo, disfrutando de cada arremetida que recibía a través del abierto esfínter y sintiendo cada centímetro de caliente y pulsante verga recorrerla por dentro, cuando sintió la calentura de Laura y supo que estaba teniendo sexo con alguien.
Pili de inmediato y sin dejar de agitar las caderas para mayor disfrute de su macho, cerró los ojos y se concentro en la mente de Laura, hasta que vio lo que ella estaba haciendo, le estaba chupando la verga a un tío y menuda pedazo de tranca que se gastaba el maromo ¡parecía una mortadela! aquello la excito más si cabe, sin dejar de recibir los pollazos de su amado por el conducto anal se llevó tres dedos a su chochete y se los clavo a fondo, seguía con los ojos cerrados pero viendo en su mente como su hija le hacia una mamada fabulosa al desconocido.
Pili incluso sacaba la lengua y creía ayudar a Laura a lamer aquel pedazo de verga, todo esto sin dejar de meterse los dedos en su empapada grieta, mientras recibía los embates de Jesús por su atractivo trasero, cuando el chico de Laura eyaculó en su boca un torrente de semen, Pili sentía en su mente la sensación que tenía su hija saboreándolo, con lo cual prácticamente percibió el sabor ligeramente salado, espeso y cálido de aquel macho mientras aceleraba sus dedos dentro de su chochete en un ir y venir casi salvaje, en su culo Jesús arremetía cada vez mas vigorosamente notándola estremecerse entre gemidos de placer y sacudirse mientras se arqueaba entre grititos corriéndose sin dejar de meterse los dedos en el chochete, hasta que el eyaculo entre jadeos varios chorros potentes y cálidos dentro de ella, provocándola otro fuerte y liberador orgasmo que la hizo quedar derrengada en la cama.
También percibió a medias debido al agotamiento, como la vigorosa herramienta de Paco se follaba a Laura hasta correrse de nuevo, a la vez que su hija y en su interior hasta casi desbordarla, Pili inmediatamente se había propuesto probarlo, no sería la primera vez que probaba a un noviete de alguna de ellas, como había hecho con Marcos cuando este empezó a follarse a Lola, las chicas ya sabían el secreto de su madre, así como que ella podía “ver” lo que ellas veían, aunque ellas podían excitarse entre sí no podían ver lo que veía ella pues Pili sabia bloquearlas cuando quería, su precio por consentirlas ser un poco putitas era que ella debía probar y disfrutar esporádicamente de sus chicos, e incluso las animó a que los compartiesen entre ellas.
Aquello paso cuando cumplieron los 18 años, al principio las costó un poco pero pasado un año llegaron a protagonizar autenticas orgias en su pequeña ciudad natal, ahora que contaban 22 añitos el intercambio de novietes entre ellas les parecía algo normal, además de que los chicos solían estar encantados por el hecho te tirarse a dos gemelas, al llegar a la capital Pili las exigió que no fueran tan promiscuas y se echaran por fin novios formales, aunque podían seguir intercambiándoselos si querían, ellas tras alguna discusión habían finalmente aceptado todas sus condiciones.
Pili quería probar al chico nuevo, saborearlo y ser penetrada por aquel gorda miembro, así que se lo dijo a Jesús el cual acepto su propuesta, pues como imaginareis ya estaba acostumbrado a estas alturas a dejarla que hiciera lo que quisiera, pues de una manera u otra el siempre salía beneficiado con las aventurillas de su mujer.
Nunca habían tocado a sus hijas, pero disfrutaban con sus aventuras sexuales desde el instituto, Pili le contaba lo que hacían y así se calentaban para follar, además aquellas experiencias convertían a la mujer en una ninfómana desbocada, cuando se follaba a un novio o amigo de una de ellas, Jesús pedía una satisfacción y solían ir a un local de intercambio para que el pudiera estar con otras mientras la observaba, ella solo se masturbaba o hacia sexo oral, pues tenía prohibido en esas ocasiones follarse a nadie sin que su marido lo autorizase como venganza por los cuernos, con lo cual ambos salían beneficiados con aquel acuerdo.
Pero ella estaba decidida a probar en persona la mortadela del chico nuevo, con esta idea en la cabeza se había puesto aquel vestido semitransparente, Pili estaba casualmente en la cocina cuando oyó el timbre de la puerta y vio su oportunidad, pues quería impresionar a Paco en su primera visita, así que dijo:
–         Llaman a la puerta.
–         Ese es Paco seguro, ya voy. –Dijo Laura desde el baño.
–         No te preocupes, ya le abro yo, tú acaba de arreglarte.
Pili abrió la puerta y miró a su visitante, el muchacho aparentaba unos 23 ó 25 años, vestía bien y de sport, la ropa de tonos claros hacia resaltar el tono moreno de piscina de sus facciones, de cara no era una belleza pero tampoco era feo, se le veía de aspecto fuerte y musculado, naturalmente y como de pasada le miro el paquete que ya abultaba un poco, debía de gustarle lo que estaba viendo a través del vestido amarillo, le llamo la atención que permaneciera allí quieto mirándola sin decir ni pio y con la boca semiabierta, ella dijo:
–         Hola soy Pili la madre de Laura, tú debes de ser Paco.
–         Estoo.. si claro, disculpe me he quedado asombrado, es usted clavada a su hija.
–         Querrás decir a mis hijas.
–         A su hija Laura claro y permítame decirla que son ambas muy guapas.
–         Ya veo que mi hija no te ha hablado de su hermana Lola.
–         Si me ha hablado de ella ¿Por qué lo dice?
–         Porque son gemelas idénticas, ¿no te mencionó ese detalle?
–         No me lo dijo, estoy seguro y tampoco dijo que fuera clavadita a su madre e igual de guapa.
–         Gracias por el piropo chavalote, se bienvenido y anda, pasa al comedor que te presentare a la familia.
Ella le dejo entrar y le indico hacia dónde ir, Pili caminó tras el mirándole descaradamente el culo mientras se daba un pequeño y lujurioso mordisquito en los labios. Sentado en el sofá viendo la tele estaba un hombre de 50 años, moreno de pelo corto, se notaba que se mantenía en forma, era Jesús el padre, se levanto al verle entrar revelando su estatura de 1´80 y Pili los presentó, se estrecharon la mano y el hizo el gesto de darla a ella un beso en la mejilla, la mujer se lo devolvió aprovechando para darle a Paco ese beso muy cerca de la boca.
Los dos hombres se sentaron a charlar ante la tele, entretanto la mujer fue a por unas cervezas y algo de picar que trajo a la mesa y se unió a la conversación, más bien interrogatorio al que Jesús sometía al “nuevo” afortunadamente unos minutos después volvió a sonar el timbre, Pili fue a abrir la puerta bajo la mirada atenta de los dos conversadores, que como de común acuerdo admiraban sus curvas y su bonito culo, la oyeron saludar a Marcos el novio de Lola, el cual aprovechando que nadie les veía, la dio un suave beso en la boca antes de pasar hacia la sala donde Jesús le presentó a Paco, enseguida el chico de 1´70 de altura se sirvió una cerveza, tenía 23 años cabeza rapada, llevaba una camisa floreada y tenía algo de barriguita, pantalones vaqueros y náuticos a juego, todos se pusieron a charlar mientras esperaban a las chicas y veían la tele.
CONTINUARA…
Bueno amig@s este episodio a sido algo flojillo en tema de sexo, dado que tenía que presentar al resto de personajes, así como perfilar algunos detalles de la historia como son los límites del “don” de las protagonistas, pero prometo compensarlo en el siguiente capítulo cuando las chicas bajen de arreglarse.
Entretanto pasadlo bien y sed felices.
 
 
 

Relato erótico: “Maquinas de placer 06” (POR MARTINA LEMMI)

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El robot que llevaba en volandas a Laureen, una vez traspuesto el umbral, se movió en la casa como si la conociese.  No le costó ningún trabajo hallar el camino al dormitorio en el cual justamente se hallaba la cama matrimonial.  Delicadamente pero a la vez con un toque de animal salvajismo, depositó sobre el somier a Laureen, quien aún no terminaba de asimilar una situación que la superaba.  Los juguetes tecnológicos aplicados a la vida sexual siempre le habían despertado una cierta resistencia y muy especialmente a partir del episodio que casi había enviado a la tumba a su esposo.  A propósito, se preguntaba en ese momento qué sería de él en manos de esas dos increíbles bellezas allá afuera en el parque.  La joven esposa estaba viviendo una tormenta interna: los intensos celos que le provocaba el saber a Jack en compañía de tan perfectos símiles de hembras humanas, se batían en singular combate contra la creciente excitación de estar en presencia de la más perfecta réplica posible del sensual y varonil Daniel Witt, quien, por muy delirante que pareciese, se hallaba de pie allí, a la cabecera de su propia cama.  La sola idea de pensarlo como robot le generaba miedo, resistencia e inquietud, pero el verle quitarse la remera por sobre su cabeza con la grácil y viril sensualidad con que lo hacía,  la excitaba a tal punto que se sintió mojarse.
El androide no se quitó el short de jean, pareciendo de ese modo jugar con la ansiedad de ella o bien con un cierto suspenso.  Su espléndida caja torácica al descubierto era, de todas formas, suficiente regalo no sólo para la vista sino para mantener la excitación encendida: la réplica del actor, de tan perfecta, excedía la perfección, ya que a Laureen no le parecía que el original estuviera tan bien dotado en cuanto a pectorales ni en cuanto al bulto que se adivinaba bajo la tela de jean.  Remitiendo una vez más a una cierta conducta bellamente animal, el símil de Daniel Witt avanzó hacia ella por sobre la cama marchando sobre puños y rodillas, brindando así a los ojos de Laureen una magnífica e inmejorable vista de sus hombros y brazos, que lucían tensos y estirados al punto de parecer reventar de un momento a otro.  Pronto el androide se halló sobre ella y, sosteniéndole esa mirada penetrante que nunca había dejado de tener, bajó la cabeza hasta apoyar sus labios contra los de Laureen quien, una vez más, cedió ante lo irremediable de la entrega absoluta.  Un atisbo de culpa pugnaba por salir de su interior, pero el calor y la intensidad del momento que estaba viviendo ahogaban cualquier prejuicio o miedo interno.  Se lamentó en el instante en que los labios de ambos se separaron de pronto; ella le miró con una expresión tan suplicante que le hubiera costado reconocerse de haber tenido posibilidad de verse a sí misma. 
Desde allá arriba, él le mantenía la vista clavada mientras tenía sus manos a la cintura y una rodilla a cada lado de Laureen, sobre la cama.  Echada de espaldas como ella se hallaba, lo que ella veía al levantar su vista no era sino un inconmensurable valle de sensualidad en forma de pecho que se movía acompasadamente al ritmo de una respiración cargada de tintes sexuales.  Subiendo con la vista a través de las lomas que formaban tan maravilloso pecho, llegó al hermoso rostro y a esos ojos azules que ni dejaban de mirarla ni permitían dejar de mirarlos.  Venciendo sus propias resistencias, Laureen llevó sus manos hacia el pecho de él y, al acariciarlo, no halló indicio alguno que le dijera que estaba, en realidad, tocando un robot; muy por el contrario, su cuerpo hervía de vida y de virilidad.  El androide avanzó su rodilla derecha hasta ubicarla junto al rostro de Laureen, quien pudo notar cómo el somier se hundía bajo la misma; luego hizo lo propio con su rodilla izquierda y, así, el formidable y apetecible bulto que tan marcadamente abultaba bajo la tela de jean quedó a escasos centímetros por encima del rostro de la joven esposa.  Las manos de ella seguían serpenteando a través de la piel del androide como si se movieran por su cuenta y no pudiera controlarlas; bajándole por el pecho y acariciándole el vientre, llegaron hasta el botón del short cuyos dedos soltaron para luego bajar el cierre.  Con sus manos, ella deslizó la prenda hacia abajo, al menos hasta donde pudo hacerlo puesto que el short le quedó por sobre sus senos.  Era tal el ceñimiento de la prenda al cuerpo que le costó bajarlo ya que parecía estar casi pegado a la piel, de la cual se iba  desprendiendo de un modo que era un abierto llamado al sexo salvaje; fue inevitable, por ello mismo, que el short arrastrara consigo también el bóxer, deslizándose ambas prendas juntas. 
La respiración de Laureen comenzó a entrecortarse mientras ella seguía sin terminar de entender qué estaba pasando ni cómo había llegado a aquello: a apenas centímetros por sobre sus ojos pendían el tan hermoso como generoso falo del androide junto a sus apetecibles testículos.  Se mordió el labio inferior, se pasó la lengua por la comisura y luego, sin poder evitarlo, abrió la boca en un gesto casi involuntario, como si ya no gobernara en absoluto sus propios actos.  Despegando la nuca de la almohada, alzó la cabeza cuanto pudo tratando de alcanzar con ella el objeto de deseo cuya cercanía no le dejaba pensar en otra cosa más que en tenerlo en su boca.  Primero fue en procura del hermoso par de genitales; jugueteó con la lengua entre ellos yendo alternadamente de uno al otro y propinando aquí y allá lengüetadas que llevaron a su boca el sabor y el aroma de una piel que jamás podía ser pensada como artificial.  Abrió la boca cuanto pudo y los envolvió como si tuviera la intención de comerlos; los lamió y los chupó durante largo rato mientras sentía cómo la verga del robot se iba poniendo dura y le rozaba la frente con un rastro lechoso.  Ese hecho sólo pudo operar como estímulo definitivo para decidirse a devorarle el falo y, por tal razón, soltó los huevos del androide y, como si fuera un animal hambriento, fue con su boca en busca del prominente miembro viril. 
Laureen, definitivamente, no se reconocía a sí misma; no era gran afecta a la práctica del sexo oral y, de hecho, recordaba varias discusiones con Jack al respecto, sobre todo en los años de noviazgo y en los primeros tiempos de matrimonio, antes de que él decidiera optar por buscar en mundos de fantasías virtuales lo que no hallaba en la vida conyugal.  Sin embargo, lo que estaba viviendo Laureen era, a todas luces, una sensación inédita para ella: aquel magnífico miembro masculino invitaba lascivamente a lamerlo, chuparlo y devorarlo, aun si en ello le fuera la chance de morir atragantada en el intento.  Lo ingresó en su boca todo cuanto pudo y sintió el extremo muy cerca de su garganta; en ese momento, el robot depositó una mano sobre su cabeza y la llevó aun más contra sí, de tal modo que la verga entró completa y, ahora sí, el magnífico glande calzó en las amígdalas de Laureen provocándole arcadas que, paradójicamente, eran en extremo placenteras.
Aun a pesar del éxtasis que vivía, ella abrió los ojos y elevó la vista hacia él; tal como había previsto, el androide seguía mirándola fijamente.  El saberse con tal verga en la boca a la vez que observada de tal forma, hizo a Laureen sentirse doblemente penetrada.  El magnífico pene se movía dentro de su boca de un modo extraño e inimaginable en hombre alguno; trazaba círculos o semicírculos que llevaban el grado de excitación a niveles que ella nunca había sospechado que pudieran existir: el miembro se sacudía alocadamente, como dotado de vida; bailoteaba, danzaba…  Las arcadas se fueron haciendo cada vez más agudas al estar Laureen siendo sometida a un frenético bombeo oral, el cual, como no podía ser de otra manera, terminó con un torrente seminal que le invadió cada recoveco de su boca y que luego le bajó hacia el estómago como si estuviera tomando posesión del terreno conquistado.  Era semen, pudo comprobarlo; o bien un excelente sustituto mucho más sabroso y excitante al gusto…  No podía ni quería pensar en esa sustancia que reptaba hacia su interior como un preparado de laboratorio; prefirió, más bien, entregarse mansamente a la idea de que era el semen de Daniel Witt lo que la recorría por dentro y la iba poseyendo.  Y, por cierto, a juzgar por la alta calidad de las sensaciones, no necesitaba mucho esfuerzo imaginativo para convencerse de que era realmente así.
Una vez que su boca dejó escapar el pene del androide, tragó aire con tal ímpetu que recién entonces tomó conciencia de que llevaba un largo rato sin respirar.  Estiró los brazos hacia atrás como buscando el extremo del somier y ladeó la cabeza; si su intención era descansar tras lo vivido, estaba equivocada: en el preciso instante de asumir actitud de relajación, el androide la tomó por la cintura y la alzó un poco de la cama para así llevarle hacia arriba la corta falda y, casi antes de que Laureen pudiera darse cuenta de algo, quitarle las bragas deslizándolas a lo largo de las piernas izadas.  El nerviosismo invadió otra vez a Laureen y regresaron las culpas: había que parar aquella locura; no podía concebir estar así de entregada a un artefacto mecánico.  Volvió incluso a pensar en Jack y en que estaría haciendo, pero sus pensamientos y su renuencia se hicieron trizas cuando el androide la ensartó en la vagina e inició una feroz y alocada cabalgata que hacía ver como inconcebible que apenas un instante antes le hubiera eyaculado en la boca.  El miembro no daba señal alguna de flaccidez; por el contrario se mostraba vigoroso y potente yendo cada vez más adentro…y adentro… adentro… Los jadeos de Laureen, ya devenidos en aullidos se fueron haciendo cada vez más audibles hasta que poblaron la habitación y salieron por la ventana… En uno de esos fugaces e impensados momentos que tiene la mente, Laureen se preguntó, no sin vergüenza, si Jack la estaría oyendo en tal estado e incluso, cosa aun más loca, si su vecino Luke Nolan no lo estaría haciendo ya que le parecía imposible que los desaforados gritos que de su garganta brotaban no llegaran más allá de los límites de la propiedad…
Desde su habitación adecuadamente preparada y equipada para tal fin, Luke seguía con atención los movimientos de la casa de los Reed merced al accionar del módulo espía.  No se atrevía, sin embargo, a descenderlo demasiado ni a intentar siquiera acercarse a alguna de las ventanas, particularmente a la del dormitorio, ya que, aun cuando no hubiera visto en el día rastros del perro robot, la presencia de los recién llegados androides le cohibía ante la posibilidad de que fuesen capaces de descubrir el módulo espía.  Como él siempre se decía a sí mismo, las máquinas detectan con facilidad a otras máquinas ya que, después de todo, son sus semejantes.
Por cierto y siendo como era un entusiasta de los juguetes tecnológicos, no podía creer lo que los monitores le estaban mostrando.  Infinidad de veces había visto los avisos publicitarios y hasta había estado investigando acerca de los nuevos modelos lanzados por la World Robots pero verlos en acción superaba cualquier cálculo o expectativa: aquellos robots eran sencillamente increíbles; habría un antes y un después de ellos sin ningún lugar a dudas.
Jack yacía en el medio del parque de espaldas contra el césped y con los pantalones sobre los tobillos mientras una de las hermosas féminas de artificio lo cabalgaba sobre su vientre exhibiendo al aire de la tarde sus hermosos y bamboleantes pechos en tanto que la androide restante, reptando por entre las piernas de Jack y por debajo de la cola de su compañera, hurgaba con su lengua buscando muy posiblemente sus testículos, si bien la distancia prudencial de observación no le permitía a Luke determinarlo.  Esos robots no parecían réplicas: decididamente eran mujeres; lucían y se comportaban como tales.  Lo que Luke no podía entender era cómo Jack prefería entregarse a esos placeres mecánicos cuando tenía a la más bella mujer del mundo en su propia casa y de carne y hueso.  De hecho, una mezcla de rabia e impotencia se había apoderado de él viendo a su vecino entregar a su esposa a un robot sin miramiento ni culpa alguna.  A propósito de ello, debía resistirse por momentos a la fuerte tentación de llevar el módulo espía a la ventana de la habitación para contemplar el magnífico espectáculo de ver a Laureen haciendo el amor, lo cual podía ser una movida peligrosa dadas las circunstancias.  De todas formas, ese mismo temor tenía su parte de alivio puesto que lo libraba de ver cómo ella era montada por un ser de artificio: un verdadero desperdicio que sólo lo llevaba a pensar cómo era posible que Dios, el destino o quien fuese, fuera tan injusto de entregar tan exquisita y excelsa mujer a un hombre que la valoraba tan poco.
Las beldades que con sus carnales encantos envolvían a Jack  habían ahora cambiado de posición; y él también: mientras una era montada por él a cuatro patas, la otra, desde atrás, le lamía el orificio anal.  Asqueroso Jack, pensó Luke: un pervertido vicioso sin remedio… De pronto, una seguidilla de gritos femeninos pobló el aire de la tarde; no provenían de ninguno de los Ferobots, tal como Luke logró comprobar en los monitores, sino que provenían de la casa y se trataba, inconfundiblemente, de la voz de Laureen.  Olvidándose por completo de Jack y de sus dos réplicas, Luke encendió uno de los tantos monitores en el cual comenzaron a aparecer las imágenes de su vecina en una de las muchas filmaciones que de ella había registrado.  Intensificó la percepción sonora del módulo y aumentó el volumen todo cuanto pudo en sus parlantes para escuchar mejor los profundos gemidos de Laureen.  Y así, viéndola y oyéndola, se entregó una vez más al placer solitario…
Fue recién en la mañana y poco antes de partir hacia su trabajo cuando Jack decidió pasar por el dormitorio para ver a su esposa, con quien no había tenido contacto desde que la viera siendo llevada en volandas por el Merobot, pues tanto él como, al parecer, ella, habían estado muy entretenidos después de eso.  Entró sigilosamente por presumir que, tal vez, ella estaría durmiendo, pero se llevó una sorpresa: quien “dormía” (el concepto era sumamente extraño tratándose de un ser mecánico, pero al parecer los fabricantes lo habían equipado con esa posibilidad a los efectos de hacerlo ver lo más humano posible) era el androide, que yacía desparramado sobre las sábanas luciendo en su desnudez un físico realmente envidiable y ni qué decir del fantástico miembro entre sus piernas.  Laureen, por el contrario estaba despierta, sentada contra la almohada y abrazando sus recogidas piernas; en el momento en que Jack entró a la habitación, ella miraba al androide “durmiente” con la vista algo perdida o ausente y no cambió demasiado esa expresión al girarla hacia su esposo; había en el bello rostro de ella, y contrariamente a lo que Jack hubiera esperado, un cierto velo de tristeza.
“¿Y? – preguntó Jack, sonriente y guiñando un ojo a su esposa -.  ¿Cómo estuvo?”
“Estuvo bien” – respondió ella con la voz apagada y sin demasiada efusividad.
“¿Sólo bien? – preguntó él, sin dejar de sonreír -.  A juzgar por eso que se ve ahí – dirigió claramente la vista hacia el miembro del robot -, no creo que hayas alguna vez tenido algo como eso en tu vida, mal que me pese admitirlo…”
“¿Y cómo estuvo lo tuyo?” – repreguntó ella con un deje de ironía, aun cuando su voz seguía sin sonar con demasiada emoción.
“Lo mío fantástico… ¿Es que no vas a decir nada más, Laureen?  ¿Sólo que estuvo bien?   Laureen, estos robots son absolutamente increíbles…”
“¿De dónde sacaste el dinero?” – preguntó ella interrumpiéndole.
Jack resopló.
“¿Es lo único que te importa?  ¿Lo económico?  ¿No valoras el hecho de pasarla bien?  Yo oí tus gemidos ayer, Laureen.  Es más: me pregunto quién en el vecindario pueda no haberlos oído.  ¿Vas a decirme que no lo has pasado bien?  ¿Qué no lo has disfrutado?  ¿No vas a agradecerme siquiera?  Con respecto al dinero…, saqué un préstamo en el trabajo – mintió Jack -, además de… hmm… desprenderme tanto de mi robot conductor como de… Bite”
“¿Vendiste a Bite?” – preguntó ella, arrugando el entrecejo en una expresión de incredulidad.
“¡Laureen, por Dios! ¡Es sólo una máquina…!”
“Como también lo es eso que yace ahí – señaló hacia el androide -.  O las dos que te hacían de todo ayer en el parque… A propósito, tus gritos también se escucharon por todo el vecindario anoche…”
“¡Lo sé, pero no trato de negarlo como haces tú!  Yo lo pasé de maravillas y traje ese Merobot fue justamente con la idea de que también lo hicieras tú… ¿Vas a comparar a estas maravillas mecánicas con ese perro robot?  Te compraré otro perro a la primera oportunidad, uno real, de carne y hueso…: son más baratos…”
“Y también cagan y mean el parque – replicó Laureen -.  ¡Jack!  Creo que esto ha llegado a un límite que no puedo pasar… No fue hace tanto que estuviste cerca de la muerte por buscar emociones virtuales, ¿acaso ya lo olvidaste?”
“¡Pero mi corazón está maravillosamente bien hoy! – exclamó él, tanteándose el pecho -.  Los Erobots no son como el VirtualRoom, Laureen…”
“No voy a negarte que sí gocé con ese androide – admitió ella enterrando el mentón entre las rodillas y echando sobre su semblante un cierto velo de culpa -, pero… tenemos que dejar de ceder ante las sensaciones fugaces y las tentaciones momentáneas.  Lo pasé genial, lo reconozco pero… en algún punto sentí que no era yo, que era alguna otra quien obraba por mí, guiando mis sentidos y mis actos…”
“Lo cual es una buena forma de limpiarse la conciencia – se mofó él -.  Laureen, por favor, no me vengas con eso; ésa que ayer gritaba y gozaba como poseída sí eras tú… En todo caso, puedes decir que era una parte de ti que siempre mantuviste oculta, ya fuera por decisión propia o por algún miedo indefinible, pero ten por seguro que sí eras tú…”
“Me sentí como… si me tragara un remolino – dijo ella, haciendo una pausa para revolear los ojos como si buscara la imagen justa -.., un remolino en el cual me terminé ahogando, por cierto, pero… ahora que lo veo en retrospectiva…, siento vergüenza de mí misma y, aunque no lo puedas creer, eso no es lo más preocupante… Siento que estos robots sólo van a contribuir a alejarnos aun más…”
“¿Hay forma de que alguna vez le veas el lado positivo a algo? – preguntó Jack con evidente fastidio -.  Yo lo veo como que van a ayudar a combatir la rutina y a que revitalicemos nuestro matrimonio…”
“No, Jack Reed, eso es en realidad lo que quieres creer.  La realidad es que ya no encuentras satisfacción en mí, ni sexual ni de otro tipo… Y si quieres que te diga la verdad, yo también siento que cada vez la encuentro menos en ti…”
“Okay, ¿quieres divorciarte?”
“¡Jack, no seas idiota! – vociferó Laureen dirigiendo a su esposo una mirada furtiva -.  ¡Yo no estoy hablando de eso y, en todo caso, si lo mencionas, será porque es a ti a quien le baila esa idea en la cabeza…!  Lo que te estoy tratando de decir es que esos… robots no van a ayudar en nada; sólo van a complicar más las cosas… y dudo mucho que se pueda revitalizar un matrimonio buscando emociones en algo que actúe como sustituto de la pareja.  Para que no creas que soy desagradecida, te agradezco de corazón el que hayas decidido incluirme y que hayas pensado en mí al traerme una réplica de Daniel Witt, de quien bien sabes cuánto me gusta… Pero, Jack, hay que terminar con esto ahora: si mantenemos esos robots aquí en casa, nuestro matrimonio se va a terminar de ir por la borda en pocas semanas…”
Un profundo silencio se instaló en la habitación durante un par de minutos,  siendo sólo interrumpido por el androide, que se removió en su cama en otra de sus tantas actitudes imitativas que, con tanta perfección, buscaban verse humanas.  Jack permaneció algo cabizbajo y pensativo; se le veía claramente decepcionado.  Simplemente dio media vuelta evidenciando clara intención de partir.
“Debo irme o llegaré tarde al trabajo – dijo -.  Además, ahora tendré que conducir el auto yo y no estoy tan ducho”
“Jack…”
“¿Sí?”
“¿Puedo pedirte algo?”
Él permaneció mirándola sin lograr adivinar cuál podría ser la solicitud de su esposa.
“Por favor…, déjame los tres robots en off.  Puede sonar estúpido pero ya bastante tengo con verlos en la casa como para, además, verlos en movimiento… No sé, su presencia me…inquieta, por no decir que me atemoriza…”
Jack asintió varias veces con la cabeza sin que su rostro abandonara en ningún momento su expresión de desazón.  Una vez más se giró y se aprestó a marcharse.
“Te compraré otro perro…” – dijo al salir.
Como no podía ser de otra manera, llegó tarde a su trabajo.   No fue sólo su falta de pericia al volante para moverse por entre el tránsito citadino, sino que además al llegar a su piso y no teniendo robot que guiara el vehículo de vuelta a su casa, no le quedó más remedio que seguir hasta la azotea y pagar estacionamiento para luego bajar en ascensor: se sintió estúpido al no haber previsto ese problema y, sobre todo, el del estacionamiento, que implicaba un coste extra de allí en más.  Durante todo el camino su mente se dividió: por un lado estaba el recuerdo de una tarde y una noche inolvidables junto a Theresa y Elena,  pero por otro la amargura que le había dejado hallar y dejar a Laureen de esa forma.  Él parecía haber hallado la solución a su problema sin riesgo aparente para su salud pero para ella no había solución a nada, no al menos por ese camino: estaba claro que se sentía culpable cada vez que, empujada por él, se dejaba incluir en aventuras eróticas de índole tecnológica;  ya le había ocurrido con el VirtualRoom y ahora le había vuelto a ocurrir con el Erobot.  De ese modo, la alegría que sentía Jack por la acertada adquisición de las Ferobots tenía como contracara la insatisfacción de su esposa con el Merobot.
Durante toda la mañana no tuvo noticias de Miss Karlsten; no le convocó a su oficina para nada y ni siquiera le llamó a través del intercomunicador.  Fue al llegar el corte del mediodía que le avisaron que su jefa lo esperaba, lo cual le irritó puesto que implicaba tal vez sacrificar su horario para almorzar.  Al entrar en la oficina, la encontró ataviada de un modo distinto a como lo hacía siempre, luciendo un largo sacón de piel sintética que le cubría desde el cuello hasta las pantorrillas dejando por debajo al descubierto sus zapatos de agudo taco.
“¿Tienes frío?” – bromeó Jack.
Ella, con un solo movimiento, se libró de su sacón como quien dejase caer una capa.  Lo que quedó al descubierto no pudo menos que impresionar a Jack, cuyos ojos lucieron desorbitados ya que nunca había visto a su jefa de aquella forma.  Lucía un ceñido corsé que terminaba en ligueros que le unían con las largas y sensuales medias de nylon, a lo que se sumaba una escueta tanga, todo de color negro.  Jack bien sabía que Carla Karlsten tenía un cuerpo inmensamente atractivo pero al verla vestida de ese modo, caía en la cuenta de que nunca había pensado que lo fuera tanto; no pudo evitar soltar un prolongado silbido.
“¿Estamos en guerra con alguien?” – preguntó, manteniendo un tono de broma ante el cual ella, sin embargo, se mantuvo seria e imperturbable.
“Sígueme” – le dijo secamente.
Ella se giró y echó a andar sobre sus tacos aguja.  En cuanto le dio la espalda, los ojos de Jack tuvieron una fantástica visión de su trasero como jamás la habían tenido, lo cual le permitió comprobar que, por cierto, lo tenía muy bien formado además de saber realzar sus atributos al moverlo cadenciosa y sensualmente mientras caminaba; no cabía duda de que muchas muchachas jóvenes envidiarían una retaguardia como aquélla.  Así, caminando tras ella y sin poder despegar sus ojos de tan excelente vista, Jack traspuso la “puerta secreta”.  Por mucha confianza que Carla Karlsten le tuviera, llegando al punto de hacerle confidente de sus secretos más íntimos, lo cierto era que jamás le había hecho pasar allí.  Azorado, Jack descubrió un mundo nuevo y aun cuando hubiera tratado de imaginarlo mil veces, jamás lo había pensando tan lóbrego y siniestro; sintió como la piel se le erizaba.  Viendo aquel sitio poblado de ruedas, grilletes, cintas de cuero, collares, cadenas, potros de tormento, látigos y tantos otros enseres, se tenía la sensación de haber viajado en el tiempo.  Lo que desencajaba desde todo punto de vista era el androide, el cual de pie y a un costado constituía allí un anacronismo absoluto: estaba inactivo, tal como lo denotaba la expresión vacía y ausente de sus ojos.  Lo curioso del caso era que, aun descontextualizada, la presencia de esa figura enhiesta e inmóvil contribuía a realzar todo lo sombrío que ese lugar tenía, terminando de darle un aspecto terrorífico.
“¿Lo tienes en off?” – preguntó Jack.
“Así es…” – respondió lacónicamente la jefa.
“¿Con qué sentido? – indagó él -.  ¿No se supone que debería presenciar lo que yo vaya a hacerte para así entender que lo estás gozando?”
“Quiero que primero practiques, que te familiarices con todo esto – explicó ella -.  Ambos sabemos que no eres un hombre que me excite particularmente y ello podría derivar en que yo no me mostrara resuelta a gozar desde el inicio, que necesite mi tiempo… Y en tu caso, bien, esto no es lo tuyo y, como tal, sería interesante que practicaras para así poder someterme del modo más natural posible; sólo así puedo llegar a excitarme y demostrar placer, que es lo que, en definitiva, quiero que el robot vea…”
“Repito: ¿y entonces por qué no está encendido?” – insistió Jack mientras miraba al inmóvil robot con el ceño fruncido y mesándose la barbilla.
“No quiero exponerme a que el robot reaccione mal si ve que no hay placer en mi dolor.  Por lo tanto, creo que es mejor mantenerlo apagado durante la práctica y ponerlo en actividad en cuanto veamos que la cosa nos sale lo suficientemente natural como para convencerle…”
“Je, piensas en todo… – rió Jack -, pero… sigo sin entender qué tengo que hacer…”
“¡Por lo pronto cumplir con tu parte del trato!  Yo ya cumplí con la mía… Por cierto, ¿qué tal esos Ferobots?  ¿Y tu esposa?  ¿Quedó conforme con el Merobot?”
“A decir verdad… – comenzó a decir Jack tristemente mientras echaba una mirada a la hilera de látigos -, no quedó del todo conforme, como tampoco lo has hecho tú con el tuyo.  Empiezo a pensar que los Erobots son androides más adecuados para el consumo masculino que para el femenino…”
“Oh…, lamento de corazón que haya sido así, Jack, pero… ahora…, vamos a lo nuestro…”
Jack volvió a mirar en derredor; por mucho que lo intentaba, no lograba captar aún que era lo que de él se esperaba.  Había allí un arsenal completo como para hacer feliz a cualquier amante del sadomasoquismo o de emociones retro, pero él era totalmente ajeo y neófito en tales cuestiones.
“¿Qué… quieres que haga exactamente?” – preguntó.
“¡Domíname!  ¡Sométeme!  ¡Y golpéame! – rugió su jefa -.  ¿No tienes imaginación?  ¿Es que tengo que decírtelo todo?  Y no olvides tener el control remoto del Merobot a mano para que puedas encenderlo cuando hayamos logrado el clima y la sensación adecuados…”
Jack Reed se encogió de hombros.  Aun cuando esa clase de emociones fuertes no eran el ámbito en el cual encontrara sus placeres, decidió que, después de todo, la cosa podía ser divertida.  Lo que tenía ante sus manos era la posibilidad de reducir a la poderosa Carla Karlsten a una piltrafa humana sin dignidad alguna y ello no dejaba de ser excitante en algún punto.  Así que se decidió a pasar a la acción.
Yendo por detrás de ella, la tomó por los bucles y tironeó con fuerza de su cabeza hacia él.  Miss Karlsten lanzó un alarido de dolor y, extrañamente, Jack encontró placentera la situación; hasta le pareció que su pene quisiera erguirse.  Sosteniéndola siempre por los cabellos le giró la cabeza hasta obligarla a mirarle a los ojos y pudo notar que su jefa tenía la cara contraída en un rictus de dolor; se puso a pensar cuántos empleados de la Payback Company pagarían por presenciar un espectáculo de tal índole…y él lo estaba gozando gratis.
“Bien, puta – dijo, mordiendo las palabras y tratando de no sonar demasiado sobreactuado -; vamos aponerte en el lugar en que mereces estar…”
Con un violento tirón hacia abajo, hizo que Miss Karlsten cayera sobre sus rodillas y pudo entonces comprobar cuán placentera era la imagen de ver a su orgullosa y petulante jefa de ese modo.  Inesperadamente, le estaba encontrando el gustillo a la situación: no era que lo excitaran las situaciones de dominación, sino que lo excitaba esa situación en particular y con esa persona en particular…
“Bésame los zapatos, perra sucia” – le ordenó, divertido pero buscando a la vez no perder firmeza en la voz de mando.
Miss Karlsten pareció vacilar un momento; seguramente estaba siendo sometida a intensos torbellinos interiores desde el momento en que debía ser la primera vez que recibía una orden así en su vida. 
“¿Qué estás esperando, puta?  Bésalos…” – insistió él, con una maliciosa sonrisa dibujada en el rostro.
A Miss Karlsten no le quedó otra alternativa; después de todo, era exactamente lo que le había pedido a él que hiciera y, de algún modo, servía como atisbo de consuelo que, aun dentro de lo humillante de la situación, si él tenía el mando era porque ella se lo había otorgado.  Hasta en una situación como ésa, Miss Karlsten buscaba convencer y tranquilizar a su conciencia para dejar su dignidad lo más a salvo posible.
Apoyando las palmas en el piso bajó la cabeza hasta que sus labios tocaron las puntas de los zapatos de Jack y besaron, primero uno y luego el otro.  Una desagradable sensación le invadió a Miss Karlsten al hacerlo, no pudiendo reprimir una cara de asco y, de hecho, al retirar los labios, escupió levemente como para eliminar cualquier residuo de impureza que hubiera quedado depositado sobre ellos: era una mujer arrogante y dominante librando una feroz batalla contra sí misma; Jack, por su parte, ni siquiera pareció percibir lo que ella acababa de hacer.
Volviendo a tomarla por los cabellos, la izó del piso prácticamente como si fuera un paquete hasta ponerla en pie nuevamente.
“Vamos a probar algunos de tus juguetes” – le dijo al oído, sonriendo maliciosamente.
Llevada a empujones y siempre sostenida por Jack de los cabellos, Miss Karlsten contraía su rostro en evidente mueca de dolor y se veía obligada a marchar con la espalda arqueada mientras él la iba llevando hasta una mesa sobre la cual había diseminados montones de elementos relacionados con actividades fetichistas o sadomasoquistas.  Durante la marcha, Jack no dejó oportunidad de acariciarle las nalgas e incluso de deslizó un dedo por entre ellas, provocando así que la minúscula tanga fuera se enterrara en la zanja de la cola aun más de lo que ya lo estaba.   Jack no pudo evitar soltar una risita malévola.
 Echó de reojo un vistazo al robot y, por un momento, se inquietó como si se hallara en infracción.  De algún modo, estaba haciendo daño a la propietaria del androide y se le cruzó por la cabeza la posibilidad de que, quizás, existiera algún método para que el mismo entrara en funciones de manera automática ante situaciones extremas como aquella.  Para su alivio,  sin embargo, no había en el androide indicio alguno de actividad; sus ojos seguían tan inertes como siempre, lo cual significaba que Jack había exagerado sus temores: no había, al parecer, nada que indicase que la World Robots hubiera equipado al Merobot con un dispositivo semejante al que había imaginado.  Y aun en el supuesto caso de que así fuese y el robot, en algún momento, “despertase”, tampoco había en teoría nada que temer ya que su mandato positrónico le impedía dañar a seres humanos por más que se tratase de hipotéticos agresores de su dueña.
Al llegar ante la mesa y siempre sin soltar el cabello de su jefa, Jack se detuvo a observar con detenimiento los distintos elementos que allí había: todo un paraíso para amantes del sado.  Le llamó la atención muy especialmente un falo artificial que, al tomarlo, sintió como de plástico o tal vez goma sintética: toda una antigüedad, por cierto, pero una perversa antigüedad…
“Eres una zorra muy pervertida” – dijo Jack, divertido, mientras hacía bailar el objeto a centímetros de los ojos de Miss Karlsten.
Volvió a depositar el falo sobre la mesa y concentró su atención en un grueso collar, como de perro, pero ideal para un cuello humano y, por lo que se veía, ajustable hasta el ahogamiento a juzgar por las hebillas que lo jalonaban.  Sonriendo, miró de soslayo a su jefa y descubrió un tinte de miedo en sus ojos, lo cual le produjo nuevamente un intenso e impensado placer: otra vez sintió que su verga quería pararse.  Asintiendo con la cabeza y sin dejar de sonreír, llevó el collar hacia el hermoso cuello de Miss Karlsten y una vez habiéndolo rodeado, lo ajustó hasta  que a ella le costó respirar y su semblante comenzó a cambiar de color; recién entonces decidió Jack que había llegado al límite tolerable, así que aflojó levemente la pieza como para permitirle respirar nuevamente, aunque no lo suficiente como para que no la sintiera bien ceñida al cuello y privándola de libertad.  Una vez que lo hubo hecho, le echó a su jefa una mirada penetrante.
“¿Y?  ¿Cómo se siente? – preguntó – ¿Cómo se siente? ¡Contéstame, puta!” – repitió una y otra vez permitiéndose incluso abofetearla en el rostro y arrancándole, al hacerlo, un par de agudos grititos de dolor.
En ese momento, Jack creyó escuchar algo.  Desviando la atención por un momento de Miss Karlsten, echó un vistazo en dirección al robot ya que le había parecido que el sonido hubiera provenido de esa ubicación.  Le pareció, inclusive, percibir un ligero destello en los ojos del androide pero, al aguzar más la vista para ver mejor, descubrió que no había nada: su imaginación y su paranoia le estaban jugando clarísimamente una mala pasada: el robot seguía apagado sin visos de que tal situación cambiase y no había, por lo tanto, por qué esperar ni mucho menos temer algo diferente.
“Se… siente… bien, Jack…” – musitó Miss Karlsten, provocando que Jack volviera a dirigir la atención hacia su indefensa víctima tras haberla olvidado por unos segundos.
“No me digas Jack… – le reprendió él, tirando de la hebilla del collar y haciendo con ello que el rostro de la mujer se tiñera una vez más de dolor, un dolor sordo ya que Miss Karlsten no lograba emitir sonido debido a la presión del collar sobre su garganta -.  Dime… Señor”
Ella gesticulaba y hacía mímica pero ningún sonido brotaba de su garganta, lo cual hizo a Jack darse cuenta de que debía aflojar un poco la presión de la hebilla para permitirle hablar.  Cuando, finalmente, lo hizo, ella tragó aire y habló entrecortadamente:
“S… sí, S… señor… se  s…siente b… bien, Se…ñor”
“Así me gusta” – dijo él, sonriendo y asestándole un escupitajo en pleno rostro.
El  semblante de Miss Karlsten enrojeció, denotando que hervía por dentro; por una breve instante estuvo a punto de sublevarse y estallar pero se contuvo: resultaba obvio que Jack la estaba probando.  Él, de hecho, buscó mantener su rostro siempre sonriente y su mirada siempre fija a los efectos de no demostrar emoción ni flaqueza alguna; la realidad, sin embargo, era que, por dentro, se estaba preguntando si no habría ido demasiado lejos.  Al parecer fue sólo un temor infundado: Miss Karlsten, simplemente, bajó la cabeza asimilando la afrenta a su mancillada dignidad.  La sonrisa en el rostro de Jack se ensanchó todavía más.  De hecho, en lugar de echarse atrás, redobló la apuesta: llevando una mano hacia la entrepierna de su jefa, tanteó por sobre la tanga y comprobó que estaba mojada.
“Puta de mierda, estás excitada” – le espetó, buscando expresar en el tono de voz el mayor desprecio posible.
Miss Karlsten no terminaba de asimilar lo que estaba ocurriendo y, de hecho, hasta parecía haber olvidado al Merobot o el sentido original de todo aquello.  La situación la estaba llevando a un nuevo grado de excitación que era para ella totalmente nuevo y desconocido.  Durante años había abrigado la fantasía de ser sometida de aquella forma pero jamás había pensado que fuera a ser Jack Reed el responsable de conducirla a tal estado.
Él tomó una cadena de encima de la mesa y la unió a la argolla del collar; luego jaló de la misma a los efectos de demostrarle a su jefa quién era el que tenía el poder en  ese momento.  El cuerpo de ella se sacudió y retorció por el dolor y la degradación.  Jack giró la cabeza y detuvo sus ojos en la estructura de madera circular que se hallaba puesta en forma vertical; entornó la vista y frunció la comisura del labio como si estuviera haciendo cálculos o, tal vez, tratando de determinar la utilidad de tal estructura.  Los grilletes que aparecían adosados a ella, puestos a alturas estratégicamente convenientes como para aprisionar las muñecas y los tobillos de una persona, le dieron la respuesta que necesitaba.  Miró a Miss Karlsten con gesto acusador y despreciativo.
“No quiero ni pensar a cuántos de tus muchachitos has torturado allí, ¿verdad?” – preguntó.
Miss Karlsten estaba claramente nerviosa; bajaba la cabeza aun más y no contestaba.
“Vamos entonces a darte un trago de tu propia medicina” – anunció él y, de inmediato, jaló de la cadena obligando a su jefa a marchar hacia la estructura circular.
Una vez que la ubicó de frente contra la misma, la obligó a colocar sus muñecas dentro de los abiertos grilletes para luego proceder a cerrarlos.  Hizo después lo propio con los tobillos y, de ese modo, Miss Karlsten quedó inmovilizada y disponible para lo que siguiese, lo cual, por extraño que y novedoso que pareciera, dependía por entero de Jack.  Soltó los botones de la espalda del corsé de su jefa dejando expuesta su bella y tersa piel; no conforme con ello, jaló de la tanga hacia abajo de tal forma de dejarle completamente al descubierto un culo que bien podía ser la envidia de muchísimas jovencitas.  Tener a Miss Karlsten de esa forma puso en una encrucijada a Jack: ¿qué sería más placentero para azotar?  ¿Nalgas o espalda?  Mientras meditaba acerca de ello se acercó hacia el exhibidor sobre el cual se hallaban alineados los látigos y, pretendiendo parecer experto, chequeó un par haciéndolos restallar y chasquear en el aire.  Se quedó con uno, finalmente: no era el más grande pero sí el que le daba la impresión de golpear con más fuerza.  Ubicándose a espaldas de Miss Karlsten permaneció inmóvil durante algún momento de tal modo de crear suspenso e incluso hacerla sufrir con ello.  Logró el efecto buscado: pudo ver claramente cómo a la poderosa ejecutiva le comenzaban a temblar sus bellas piernas ante la incertidumbre y ansiedad de la espera.  En una actitud casi refleja, Jack dirigió una mirada de soslayo hacia la derecha, en dirección al robot: seguía tan inmóvil como siempre y sin dar señal alguna de actividad; no había razón para seguir con la paranoia…
Como si fuera un domador de circo, Jack alzó el látigo y se sintió poderoso al hacerlo; ya lo tenía en el aire y aun no había decidido en qué parte de la deseable anatomía de Miss Karlsten caería el primer golpe.  Fue a último momento y al  clavar la vista en ese tan precioso culo que decidió que ése era el lugar adecuado.  El látigo restalló y golpeó con fuerza en las nalgas de la mujer, arrancándole un grito de dolor.  Jack se relamió y volvió a sentir su miembro erguirse al ver la bella carne enrojecerse; la imagen le resultó tan estimulante que le llevó a alzar el látigo nuevamente para hacerlo caer otra vez sin piedad sobre las nalgas de su jefa.  El grito fue aun más intenso y agudo que el anterior y lo mismo fue ocurriendo en los dos golpes sucesivos.
Jack no terminaba de creer que ese objeto de placer sobre el cual dejaba azote tras azote no era otra que la orgullosa, altiva y petulante Miss Karlsten.  Subiendo desde la cola, recorrió con los ojos la preciosa ese de la espalda y decidió que había llegado el momento de cambiar de blanco.  El látigo restalló nuevamente para terminar impactando esta vez entre los omóplatos de la mujer, quien profirió un nuevo grito que, de tan agudo, hizo empalidecer a los que había proferido antes; la excitación de Jack Reed aumentó todavía más, por lo cual golpeó nuevamente y, tal como había previsto, obtuvo de su víctima un grito aun más doliente y lastimero.  Al tercer latigazo sobre la espalda, el grito ya era directamente alarido y el tono terriblemente sobreagudo.  Alzó el látigo para hacerlo caer una vez más, pero… no logró hacerlo…
Como si se hubiese tratado de garfios, sintió que unos poderosos dedos se le clavaban en la muñeca; era extraño porque no le provocaban dolor y, sin embargo, la presión de los mismos actuaba de tal modo que le obligaban a aflojar la tensión de su mano, la cual, laxa, soltó finalmente el mango del látigo, que cayó al piso.  Al girar la cabeza, se encontró con que quien tenía atrapada e inmovilizada su muñeca era… el Merobot…
                                                                                                                                                                                 CONTINUARÁ
Para contactar con la autora:

(martinalemmi@hotmail.com.ar)

 
 

Relato erótico: “¡Un cura me obliga a casarme con dos hermanas!”(POR GOLFO)

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El favor

Después de tres años trabajando para una ONG en lo más profundo de la India, había decidido volver a España. Recuerdo la ilusión con la que llegué a ese remoto lugar. Recién salido de la universidad y con mi futuro asegurado gracias a la herencia de mis padres, me pareció lo mejor unirme a Manos Unidas contra el hambre e irme como médico a Matin, una ciudad casi cerrada a los extranjeros en el distrito de Korba.
Pasado el plazo en el que me había comprometido, solo me quedaba una semana en ese país cuando el padre Juan, un capuchino misionero, vino a verme al hospital donde trabajaba. Conocía la labor de este cura entre los Dalits, conocidos en Occidente como los Intocables por ser la casta más baja entre los hindúes. Durante veinte años, este hombre se había volcado en el intento de hacer más llevadera la vida de estos desgraciados. Habiendo convivido durante ese tiempo, llegué a tener una muy buena relación con él, porque además de un santurrón, este vizcaíno era un tipo divertido. Por eso no me extraño que viniese a despedirse de mí.
Tras los saludos de rigor, el cura cogiéndome del brazo, me dijo:
-Vamos a dar un paseo. Tengo que pedirte un favor-.
Que un tipo, como el padre Juan, te pida un favor es como si un general ordena a un soldado raso hacer algo. Antes de que le contestara, sabía que no me podía negar. Aun así, esperó a que hubiésemos salido de la misión para hablar.
-Fernando-, me dijo sentándose en un banco, -sé que vuelves a la patria-.
-Sí, Padre, me voy en siete días-.
-Verás, necesito que hagas algo por mí. Me has comentado de tu posición desahogada en España y por eso me atrevo a pedirte un pequeño sacrificio para ti, pero un favor enorme para una familia que conozco-.

La seriedad con la que me habló fue suficiente para hacerme saber que ese pequeño sacrificio no sería tan  minúsculo como sus palabras decían, pero aun así le dije que fuese lo que fuese se lo haría. El sacerdote sonrió, antes de explicarme:

– Como sabes la vida para mis queridos Dalits es muy dura, pero aún lo es más para las mujeres de esa etnia-,  no hizo falta que se explayara porque por mi experiencia sabía de la marginación en que vivían. Avergonzado de pedírmelo, fue directamente al meollo diciendo: -Hoy me ha llegado una viuda con un problema. Por lo visto la familia de su difunto marido quiere concertar el matrimonio de sus dos hijas con un malnacido y la única forma que hay de salvar a esas dos pobres niñas de un futuro de degradación es adelantarnos-.
-¿Cuánto dinero necesita?-, pregunté pensando que lo que me pedía era que pagara la dote.
-Poco, dos mil euros..-, contestó en voz baja, -pero ese no es el favor que te pido. Necesito que te las lleves para alejarlas de aquí porque si se quedan, no tengo ninguna duda que ese hombre no dudará en raptarlas-.
Acojonado, por lo que significaba, protesté airado:
-Padre, ¿me está pidiendo que me case con ellas?-.
-Sí y no. Como podrás comprender, estoy en contra de la poligamia. Lo que quiero es que participes en ese paripé para que puedas llevártelas y ya en España, podrás deshacer ese matrimonio sin dificultad. Ya he hablado con la madre y está de acuerdo a que sus hijas se vayan contigo a Madrid como tus criadas. Los dos mil euros te los devolverán trabajando en tu casa-.
Tratando de escaparme de la palabra dada, le expliqué que era improbable en tan poco espacio de tiempo que se pudiera conseguir el permiso de entrada a la Unión Europea. Ante esto, el cura me respondió:
-Por eso no te preocupes. He hablado con el arzobispo y ya ha conseguido las visas de las dos muchachas-.
El muy zorro había maniobrado a mis espaldas y había conseguido los papeles antes que yo hubiese siquiera conocido su oferta. Sabiendo que no podía negarle nada a ese hombre, le pregunté cuando tenía que responderle.
-Fernando, como te conozco y sabía que dirías que sí, he quedado con su familia que esta tarde te acompañaría a cerrar el trato-, contestó con un desparpajo que me dejó helado y antes de que pudiese quejarme, me soltó: – Por cierto, además de la dote, tienes que pagar la boda, son solo otros ochocientos  euros-.
Viéndome sin salida, acepté pero antes de despedirme, le dije:
-Padre Juan, es usted un cabrón-.
-Lo sé, hijo, pero la divina providencia te ha puesto en mi camino y quien soy yo, para comprender los designios del señor-.
La boda
Esa misma tarde en compañía del dominico, fui a ver a los tutores de las muchachas y tras un tira y afloja de cuatro horas, deposité ciento treinta mil rupias en manos de sus familiares en concepto de dote.  Al salir y debido a mi escaso conocimiento del hindú, pregunté al sacerdote cuando se suponía que iba a ser la boda.
-Como te vas el próximo lunes y las bodas duran dos días, he concertado con ellos que tendrá lugar el sábado a las doce. Saliendo de la fiesta, os llevaré en mi coche a coger el avión. No me fío del otro pretendiente. Si no te acompaño, es capaz de intentar llevárselas a la fuerza-.
Preocupado por sus palabras, le pregunté que quien era el susodicho.
-El jefe de la policía local-, me respondió y sin darle importancia, me sacó otros quinientos euros para comprar ropa a mis futuras esposas: -No querrás que vayan como pordioseras-.
Cabreado, me mantuve en silencio el resto del camino hasta mi hotel. Ese curilla además de haberme puesto en peligro, haciendo cuentas me había estafado más de seiscientas mil de las antiguas pesetas. El dinero me la traía al pario, lo que realmente me jodía era que le hubiese importado un carajo que un poli del tercer mundo, me tomara ojeriza y encima por un tema tan serio como quitarle sus mujeres. Afortunadamente, vivía en un establecimiento para occidentales, mientras me mantuviera en sus instalaciones era difícil que ese individuo intentara algo en contra mía y por eso, desde ese día hasta el viernes solo salí de él para ir al hospital y siempre acompañado de un representante de la ONG para la que trabajaba.
Ese sábado, el padre Juan se acercó al hotel una hora antes de lo que habíamos acordado. Traía un traje típico que debía ponerme junto con un turbante profusamente bordado. Conociendo de antemano lo que se esperaba de mí, me vestí y saliendo del establecimiento nos dirigimos hacia los barrios bajos de la ciudad, ya que, la ceremonia tendría lugar en la casa de su tutor. Al llegar a ese lugar, el jefe de la familia me presentó a la madre de las muchachas con las que iba a contraer matrimonio. La mujer cogiendo mi mano empezó a besarla, agradeciendo que alejara a sus hijas de su destino.
Me quedé agradablemente sorprendido al verla. Aunque avejentada, la mujer que tenía en frente no podía negar que en su juventud había sido una belleza. Vestida con un humilde sari, intuí que bajo esas telas se escondía un apetecible cuerpo.
“¡Coño!, si la madre me pone bruto, que harán las hijas”, recapacité un tanto cortado esperando que el dominico no se diese cuenta.
Haciéndonos pasar a un salón, me fueron presentando a los familiares allí congregados. Busqué a mis futuras esposas pero no las vi y siguiendo la costumbre me senté en una especie de trono que me tenían preparado. Desde allí vi entrar al gurú, el cual acercándose a mí, me roció con agua perfumada.
-Te está purificando-, me aclaró el cura al ver mi cara.
Al desconocer el ritual, le mostré mi extrañeza de no ver a las contrayentes. Soltando una carcajada el padre Juan, me soltó:
-Hasta mañana, no las verás. Lo de hoy será como tu despedida de soltero. Un banquete en honor a la familia y los vecinos. Mientras nosotros cenamos, la madre y las tías de tus prometidas estarán adornando sus cuerpos y dándoles consejos de cómo comportarse en el matrimonio-.
Sus palabras me dejaron acojonado y tratando de desentrañar su significado, le solté:
-Padre, ¿está seguro que ellas saben que es un paripé?-.
El cura no me contestó y señalando a un grupo de músicos, dijo:
-En cuanto empiece la música, vendrán los primos de las crías a sacarte a bailar. Te parecerá extraño, pero su misión es dejar agotado al novio-.
-No entiendo-.
-Así se aseguran que cuando se encuentre a solas con la novia, no sea excesivamente fogoso-.

No me dejaron responderle porque cogiéndome entre cinco o seis me llevaron en volandas hasta el medio de la pista y durante dos horas, me tuvieron dando vueltas al son de la música. Cuando ya consideraron que era suficiente, dejaron que volviera  a mi lugar y empezó el banquete. De una esquina del salón, hicieron su aparición las mujeres trayendo en sus brazos una interminable sucesión de platos que tuve que probar.

Los tíos de mis prometidas me llevaron a su mesa, tratando de congraciarse con el extranjero que iba a llevarse a sus sobrinas. Usando al cura como traductor, se vanagloriaban diciendo que las hembras de su familia eran las más bellas de la aldea. A mí, me importaba un carajo su belleza, no en vano, no guardaba en mi interior otra intención que hacerle un favor al dominico, pero haciendo gala de educación puse cara de estar interesado y con monosílabos, fui contestando a  todas sus preguntas.
El ambiente festivo se vio prolongado hasta altas horas de la madrugada, momento en que me llevaron junto al cura a una habitación aneja. Al quedarme solo con él, intenté que me aclarara mis dudas pero aduciendo que estaba cansado, me dejó con la palabra en la boca y haciendo caso omiso de mi petición, se puso a rezar.
A la mañana siguiente, el tutor de mis prometidas nos despertó temprano.  Trayendo el té, se sentó y mientras charlaba con el padre Juan, ordenó a uno de sus hijos que ayudara a vestirme. Aprovechando que los dos ancianos hablaban entre ellos, pregunté a mi ayudante por sus primas. Este sonriendo me soltó que eran diferentes a la madre y que no me preocupara.
En ese momento, no comprendí a que se refería y tratando de sonsacarle el significado, pregunté si acaso no eran guapas. Soltando una carcajada, me miró y haciendo gestos, me tranquilizó al hacerme comprender que eran dos bellezas. Creyendo entonces que se refería a que tenían mal carácter, insistí:
-¡Que va!, son dulces y obedientes-, me contestó y poniendo un gesto serio, prosiguió diciendo: -Si lo que teme es que sean tercas, la primera noche azótelas y así verán en usted la autoridad de un gurú-.
Lo salvaje del trato, al que tenían sometidas a las mujeres en esa parte del mundo, evitó que siguiera preguntando y en silencio esperé a que me terminara de vestir. Una vez ataviado con el traje de ceremonia, pasamos nuevamente al salón y de pie al lado del trono, esperé a que entraran las dos muchachas.
Un murmullo me alertó de su llegada y con curiosidad, giré mi cabeza para verlas. Precedidas de la madre y las tías, mis prometidas hicieron su aparición bajo una lluvia de pétalos. Vestidas con sendos saris dorados y con un grueso tul tapando sus rostros, las dos crías se sentaron a mi lado y sin dirigirme la mirada, esperaron a que diera inicio la ceremonia.
Antes que se sentaran, pude observar que ambas crías tenían un andar femenino y que debían medir uno sesenta y poca cosa más. Habían sido unos pocos segundos y sabiendo que debía evitar mirarlas porque sería descortés, me tuve que quedar con las ganas de saber cómo eran realmente.
Gran parte de la ceremonia discurrió sin que me enterase de nada. Dicha confusión se debía básicamente a mi mal conocimiento del Hindi, pero también a mi completa ignorancia de la cultura local y por eso en determinado momento, tuvo que ser el propio cura quién me avisara que iba a dar comienzo la parte central del ritual y que debía repetir las frases que el brahmán dijera.
Vi acercarse al  sacerdote hindú, el cual cogiendo las manos de mis prometidas, las llevó  a mis brazos y en voz alta, pronunció los votos. Al oír el primero de los votos, me quedé helado pero sabiendo que debía recitarlo, lo hice sintiendo las manos de las dos mujeres apretando mis antebrazos:
-Juntos vamos a compartir la responsabilidad de la casa-.
Aunque difería en poco del sacramento católico en cuanto al fondo, no así en la forma y preocupado por el significado de mi compromiso, en voz alta acompañé a mis prometidas mientras juraban:
-Juntos vamos a llenar nuestros corazones con fuerza y coraje-.
-Juntos vamos a prosperar y compartir nuestros bienes terrenales-.
-Juntos vamos a llenar nuestros corazones con el amor, la paz, la felicidad y los valores espirituales-
-Juntos seremos bendecidos con hijos amorosos-.
-Juntos vamos a lograr el autocontrol y la longevidad-.
Pero de los siete votos el que realmente me desconcertó fue el último. Con la voz encogida, no pude dejar de recitarlo aunque interiormente estuviese aterrorizado:
-Juntos vamos a ser los mejores amigos y eternos compañeros-.
“¡Puta madre!, a mí me da lo mismo, pero si estas crías son practicantes, han jurado ante sus dioses que se unen a mí eternamente”, pensé mientras buscaba con la mirada el rostro del cura. “Será cabrón, espero que me explique que es todo esto”.
La ceremonia y el banquete se prolongaron durante horas y por mucho que intenté hacerme una idea de las muchachas, no pude. Era la madrugada del domingo al lunes y cuando ya habían acabado los fastos y me subía en un carro tirado por caballos,  fue realmente la primera vez que pude contemplar sus caras. Levantándose el velo que les cubría, descubrí que me había casado con dos estupendos ejemplares de la raza hindú y que curiosamente me resultaban familiares. Morenas con grandes ojos negros, tanto Dhara como Samali tenían unas delicadas facciones que unidas a la profundidad de sus miradas, las convertía en dos auténticos bellezones.
Deslumbrado por la perfección de sus rasgos, les ayudé a subirse al carruaje y bajo un baño de flores, salimos rumbo a nuestro futuro. El cura había previsto todo y a los pocos metros, nos estaba esperando su coche para llevarnos directamente al aeropuerto y fue allí donde me enteré que aunque con mucho acento, ambas mujeres hablaban español al haber sido educadas en el colegio de los capuchinos.
Aprovechando el momento, me encaré con el padre Juan y cabreado, le eché en cara el haberme engañado. El dominico, con una sonrisa, me respondió que no me había estafado y que él había insistido a la madre que les dijese ese matrimonio era un engaño. Al ver mi insistencia, tuvo que admitir que no lo había tratado directamente con las dos muchachas pero que confiaba en que fueran conscientes del  trato.
-Fernando,  si tienes algún problema, llámame- me dijo poniendo en mi mano sus papeles.
La segunda sorpresa que me deparaba el haberme unido a esas mujeres fue ver sus nombres en los pasaportes, porque siguiendo la costumbre hindú sus apellidos habían desaparecido y habían adoptado los míos, así que en contra de la lógica occidental, ellas eran oficialmente Dhara y Samali Álvarez de Luján.
El viaje
En la zona de embarque, me despedí del cura y entregando los tres pasaportes a un agente, entramos en el interior del aeropuerto. No me tranquilicé hasta que pasamos el control de seguridad porque era casi imposible que un poli del tres al cuarto pudiera intentar hacer algo en la zona internacional. Como teníamos seis horas para que saliera nuestro avión, aproveché para hablar con las dos hermanas. Se las veía felices por su nuevo estado y tratándome de agradar, ambas competían en quien de las dos iba a ser la encargada de llevar las bolsas del equipaje. Tratando de hacer tiempo, recorrimos las tiendas de la terminal. Al hacerlo, vi que se quedaban encandiladas con una serie de saris que vendían en una de las tiendas y sabiendo lo difícil que iba a ser comprar algo parecido en Madrid, decidí regalárselos.
-El dueño de la casa donde viviremos ya se ha gastado bastante en la boda. Ni mi hermana ni yo los necesitamos-, me respondió la mayor, Samali, cuando le pregunté cual quería.
“El dueño de la casa donde viviremos”, tardé en entender que se refería a mí, debido a que siguiendo las normas inculcadas desde niñas, en la india las mujeres no se pueden dirigir a su marido por su nombre y para ello, usan una serie de circunloquios. Cuando caí que era yo y como no tenía ganas de discutir, me impuse diciendo:
-Si no los aceptas, me estás deshonrando. Una mujer debe de aceptar los obsequios que le son ofrecidos-.
Bajando la cabeza, me pidió perdón y junto con su hermana Dhara, empezaron a elegir entre las distintas telas. Cuando ya habían seleccionado un par de ellos, fue la pequeña la que postrándose a mis pies, me informó:
-Debemos probarnos sus regalos-.
Sin entender que era lo que quería, le pregunté:
-¿Y?-.
-Una mujer casada no puede probarse ropa en un sitio público sin la presencia de su marido-.

Comprendí que, según su mentalidad, tenía que acompañarlas al probador y completamente cortado, entré en la habitación habilitada para ello. La encargada, habituada a esa costumbre, me hizo sentar en un sillón y mientras esperaba que trajeran las prendas, me sirvió un té:

-Son muy guapas sus esposas-, dijo en un perfecto inglés,- se nota que están recién casados-.
Al llegar otra dependienta con las telas, preguntaron cuál de las dos iba a ser la primera en probarse. Dhara, la pequeña, se ofreció de voluntaria y riéndose se puso en mitad del probador. Desde mi asiento y más excitado de lo que me hubiese gustado reconocer, fui testigo de cómo las empleadas la ayudaban a retirarse el sari, dejándola únicamente con una blusa corta y pegada, llamada Choli y ropa interior. No pude dejar de reconocer que esa cría de dieciocho años era un bombón. Sus piernas largas y bien perfiladas serían la envidia de cualquier adolescente española.
Mientras su hermana se probaba la ropa, Samali, arrodillada a mi lado, le decía en hindi que no fuese tan descocada. Al ver mi cara de asombro, poniéndose seria, me dijo:
-Le aseguro que mi pequeña es pura pero es la primera vez que se prueba algo nuevo-.
-No tengo ninguna duda-, contesté sin dejar de contemplar la hermosura de su cuerpo.
Habiendo elegido los que quería quedarse, le tocó el turno a la mayor, la cual sabiéndose observada por mí, bajó la mirada, al ser desnudada. Si Dhara era impresionante, su hermana no tenía por qué envidiarla. Igual de bella pero con un par de kilos más rellenando su anatomía, era una diosa. Pechos grandes que aun ocultos por la choli, se me antojaron maravillosos y que decir de su trasero, que sin un solo gramo de grasa, era el sueño de cualquier hombre.
“Menudo panorama”, pensé al percatarme que iba a tener que convivir con esos dos portentos de la naturaleza durante algún tiempo en mi chalet del Plantío. “El padre Juan no sabe lo que ha hecho, me ha metido la tentación en casa”.
-Nuestro guía no va a tener queja de nosotras, hemos sido aleccionadas por nuestra madre-,  me explicó Dhara sacándome de mi ensoñación, -sabremos hacerle feliz-.
Al oír sus palabras y uniéndolas con el comentario de su hermana, me di cuenta que esas dos mujeres desconocían por completo el acuerdo que su progenitora había llegado con el cura. Creían que nuestro matrimonio era real y que ellas iban a España en calidad de esposas con todo lo que significaba. Asustado por las dimensiones del embrollo en el que me había metido, decidí que nada más llegar a Madrid, iba a dejárselo claro.
Al pagar e intentar coger las bolsas con las compras, las hermanas se me adelantaron. Recordé que era la mujer quien cargaba la compra en la India y por eso, no hice ningún intento de quitárselas y recorriendo el pasillo del aeropuerto, busqué un restaurante donde comer. Conociendo sus hábitos vegetarianos y no queriendo parecer un animal sin alma, elegí un restaurante hindú en vez de meterme en un Burger, que era lo que realmente me apetecía.
“Cómo echo de menos un buen entrecot”, pensé al darme el camarero la carta.
Al no saber qué era lo que esas niñas comían, decidí que lo más sencillo era que ellas pidieran  pero sabiendo sus reparos medievales, dije a la mayor, si es que se puede llamar así a una cría de veinte años:
-Samali, no me apetece elegir. Quiero que lo hagas tú-.
La joven se quedó petrificada, no sabiendo que hacer. Tras unos momentos de confusión y después de repasar cuidadosamente el menú, me contestó:
-Espero que sea del agrado del cabeza de nuestra familia, mi elección-, tras lo cual llamando al empleado, le pidió un montón de platos.
El pobre hombre al ver la cantidad de comida que le estaba pidiendo, dirigiéndose a mí, me informó:
-Temo que es mucho. No podrán terminarlo-.
Había puesto a la muchacha en un brete sin darme cuenta. Si pedía poca cantidad y me quedaba con hambre, podría castigarla. Y en cambio sí se pasaba, podría ver en ello una ligereza impropia de una buena ama de casa. Sabiendo que no podía quitarle la palabra, una vez se la había dado, tranquilicé al empleado y le ordené que trajera lo que se le había pedido. Solo me di cuenta de la barbaridad de lo encargado, cuando lo trajo a la mesa. Al no quedarme más remedio, decidí que tenía que terminarlo. Una hora más tarde y con ganas de vomitar, conseguí acabármelo ante la mirada pasmada de todo el restaurant.
Mi acto no pasó inadvertido y susurrándome al oído, Samali me dijo:
-Gracias, sé que lo ha hecho para no dejarme en ridículo-, y por vez primera, esa mujer hizo algo que estaba prohibido en su tierra natal, tiernamente cogió mi mano en público.
No me cupo ninguna duda que ese sencillo gesto, hubiese levantado ampollas en su ciudad natal, donde cualquier tipo de demostración de cariño estaba vedado fuera de los límites del hogar. Sabiendo que no podía devolvérselo sin avergonzarla, pagué la cuenta y me dirigí hacia la puerta de embarque. Al llegar pude notar el nerviosismo de mis acompañantes, al preguntarles por ello, Dhara me contestó:
-Hasta hoy, no habíamos visto de cerca un avión-.
Su mundo se limitaba a la dimensión de su aldea y que todo lo que estaba sintiendo las tenía desbordadas, por eso, las tranquilicé diciendo que era como montarse en un autobús, pero que en vez de ir por una carretera iba surcando el cielo. Ambas escucharon mis explicaciones en silencio y pegándose a mí, me acompañaron al interior del aeroplano. Al ser un vuelo tan pesado, decidí con buen criterio sacar billetes de primera pero lo que no me esperaba es que fuese casi vacío, de forma que estábamos solos en el compartimento de lujo. Aunque teníamos a nuestra disposición muchos asientos, las muchachas esperaron que me sentara y entonces se acomodaron cada una a un lado.
Como para ellas todo era nuevo, les tuve que explicar no solo donde estaba el baño sino también como abrocharse los cinturones. Al trabar el de Dhara, mi mano rozó la piel de su abdomen y la muchacha lejos de retirarse, me miró con deseo. Incapaz de articular palabra, no pude disculparme pero al ir a repetir la operación con su hermana, ésta cogiendo mi mano la pasó por su ombligo, mientras me decía:
-Un buen maestro repite sus enseñanzas-.
Ni que decir tiene que saltando como un resorte, mi sexo reaccionó despertando de su letargo. Las mujeres al observarlo se rieron calladamente, intercambiando entre ellas una mirada de complicidad.  Avergonzado porque me hubiesen descubierto, no dije nada y cambiando de tema, les conté a que me dedicaba.
Tanto Samali como Dhara se quedaron encantadas de saber que el hombre con el que se habían desposado era un médico porque según ellas así ningún otro hombre iba a necesitar verlas desnudas. Solo imaginarme ver a esa dos preciosidades como las trajo Dios al mundo, volvió a alborotar mi entrepierna. La mayor de las dos sin dejar de sonreír, me explicó que tenía frio.
Tonto de mí, no me di cuenta de que pretendía y cayendo en su trampa, pedí a la azafata que nos trajera unas mantas. Las muchachas esperaron que las tapara y que no hubiese nadie en el compartimento, para pegarse a mí y por debajo de la tela, empezaron a acariciarme. No me esperaba esos arrumacos y por eso no fui capaz de reaccionar, cuando sentí que sus manos bajaban mi cremallera liberando mi pene de su encierro y entre las dos me empezaron a masturbar. Al tratar de protestar, Dhara poniendo su dedo en mi boca, me susurró:
-Déjenos-.
Los mimos de las hermanas no tardaron en elevar hasta las mayores cotas de excitación a mi hambriento sexo, tras lo cual desabrochándose las blusas, me ofrecieron sus pechos para que jugase yo también. Mis dedos recorrieron sus senos desnudos para descubrir que como había previsto eran impresionantemente firmes y suaves. Solo la presencia cercana de la empleada de la aerolínea evitó que me los llevara a la boca. Ellas al percibir mi calentura, acelerando el ritmo de sus caricias y cuando ya estaba a punto de eyacular, tras una breve conversación entre ellas, vi como Samali desaparecía bajo la manta. No tardé en sentir sus labios sobre mi glande. Sin hacer ruido, la mujer se introdujo mi sexo en su garganta mientras su hermana me masajeaba suavemente mis testículos.
Era un camino sin retorno, al sentir que el clímax se acercaba, metí mi mano por debajo de su Sari y sin ningún recato, me apoderé de su trasero. Sus duras nalgas fueron el acicate que me faltaba para explotar en su boca. La muchacha al sentir que me vaciaba, cerró sus labios y golosamente se bebió el producto de mi lujuria. Tras lo cual, saliendo de la manta, me dio su primer beso en los labios y mientras se acomodaba la ropa, me dijo:
-Gracias-.
Anonadado comprendí que si antes de despegar esas dos bellezas ya me habían hecho una mamada, difícilmente al llegar a Madrid iba a cumplir con lo pactado. Las siguientes quince horas encerrado en el avión, iba a ser una prueba imposible de superar. Aun así con la poca decencia que me quedaba, decidí que una vez en casa darles la libertad de elegir. No quería que fuera algo obligado el estar conmigo.
Tratando de comprender su comportamiento, les pregunté por su vida antes de conocerme. Sus respuestas me dejaron helado, por lo visto, su madre al quedarse viuda no tuvo más remedio para sacarlas adelante que ponerse a limpiar en la casa del policía que las pretendía. Ese hombre era tan mal bicho que a la semana de tenerla trabajando, al llegar una mañana, la violó para posteriormente ponerla a trabajar en un burdel.
Con lágrimas en los ojos, me explicaron que como necesitaba el dinero y nadie le daba otro trabajo, no lo había denunciado. Todo el mundo en el pueblo sabía lo sucedido y a que se dedicaba y por eso la pobre mujer las había mandado al colegio de los monjes dominicos. Al alejarlas de su lado, evitaba que sufrieran el escarnio de sus vecinos pero sobre todo las apartaba de ese mal nacido.
“Menuda vida” pensé disculpando la encerrona del cura. El santurrón había visto en mí, una vía para que esas dos niñas no terminaran prostituyéndose como la madre. Cogiéndoles las manos, les prometí que en Madrid, nadie iba a forzales a nada. No había acabado de decírselo, cuando con voz seria Dhara me replicó:
-El futuro padre de nuestros hijos no necesitará obligarnos, nosotras les serviremos encantadas, pero si no le cuidamos adecuadamente es su deber hacérnoslo saber y castigarnos-
La sumisión que reflejaba sus palabras no fue lo que me paralizó, sino como se había referido a mi persona. Esas dos crías tenían asumido plenamente que yo era su hombre y no les cabía duda alguna que sus vientres serían germinados con mi semen. Esa idea, que hasta hacía unas pocas horas me parecía inverosímil, me pareció atrayente y en vez de rectificarla, lo dejé estar. Samali que era la más inteligente de las dos, se dio cuenta de mi silencio y malinterpretándolo, llorando me preguntó:
-¿No nos venderá al llegar a su país?-.
Al escucharla comprendí su miedo, y acariciando su mejilla, respondí:
-Jamás haría algo semejante. Vuestro sufrimiento se ha acabado, me comprometí a cuidaros  y solo me separaré de vosotras, si así me lo pedís-.
Escandalizadas, me contestaron al unísono:
-Eso no ocurrirá, hemos jurado ser sus eternas compañeras y así será-.

Aunque eso significaba unirme de por vida a ellas, escuché con satisfacción sus palabras, tras lo cual les sugerí que descansaran porque el viaje era largo. La más pequeña acurrucándose a mi lado, me dijo al oído mientras su mano volvía a acariciar mi entrepierna:

-Mi hermana ya ha probado su virilidad y no es bueno que haya diferencias-.
Solté una carcajada al oírla. Aunque me apetecía, dos mamadas antes de despegar era demasiado y por eso pasando mi mano por su pecho le contesté:
-Tenemos toda una vida para lo hagas-.
Poniendo un puchero pero satisfecha de mis palabras, posó su cabeza en mi hombro e intentó conciliar el sueño. Su hermana se quedó pensativa y después de unos minutos, no pudo contener su curiosidad y me soltó:
-Disculpe que le pregunte, ¿tendremos que compartir marido con alguna otra mujer?-.
Tomándome una pequeña venganza hice como si no hubiese escuchado y así dejarla con la duda.  El resto del viaje pasó con normalidad y no fue hasta que el piloto nos informó que íbamos a aterrizar cuando despertándolas les expliqué  que no tenía ninguna mujer. También les pedí que, como en España estaba prohibida la poligamia, al pasar por el control de pasaportes y aprovechando que en nuestros pasaportes teníamos los mismos apellidos, lo mejor era decir que éramos hermanos por adopción. Las muchachas, nada más terminar, me dijeron que, si les preguntaban, confirmarían mis palabras.
-Sé que es raro pero buscaré un abogado para buscar la forma de legalizar nuestra unión-.
Dhara, al oírme, me dio un beso en los labios, lo que provocó que su hermana, viendo que la azafata pululaba por el pasillo, le echase una bronca por  hacerlo en público.
“Qué curioso”, pensé, “no puso ningún reparo a tomar en su boca mi sexo y en cambio se escandaliza de una demostración de cariño”.
Al salir del avión y recorrer los pasillos del aeropuerto, me percaté que la gente se volteaba a vernos.
“No están acostumbrados a ver a mujeres vestidas de sari”, me dije en un principio pero al mirarlas andar a mi lado, cambié de opinión; lo que realmente pasaba es que eran un par de bellezas. Orgulloso de ellas, llegué al  mostrador y al dar nuestros pasaportes al policía, su actitud hizo que mi opinión se confirmara. Embobado, selló las visas sin apenas fijarse en los papeles que tenía enfrente porque su atención se centraba exclusivamente en ellas.
-Están casadas-, solté al agente, el cual sabiendo que le había pillado, se disculpó y sin más trámite, nos dejó pasar.
Samali, viendo mi enfado, me preguntó qué había pasado  y al explicarle el motivo, se sonrió y excusándolo, dijo:
-No se debe haber fijado en que llevamos el  bindi rojo-.
Al explicarle que nadie en España sabía que el lunar rojo de su frente significaba que estaba casada, me miró alucinada y me preguntó que como se distinguía a una mujer casada. Como no tenía ganas de explayarme, señalando el anillo de una mujer, le conté que al casarse los novios comparten alianzas. Su reacción me cogió desprevenido, poniéndose roja como un tomate, me rogó que les compraras uno a cada una, porque no quería que pensaran mal de ellas.
-No te entiendo-, dije.
-No es correcto que dos mujeres vayan con un hombre por la calle sino es su marido o que  en el caso que estén solteras, éste no sea un familiar-.
Viendo que desde su punto de vista, tenía razón, prometí que los encargaría.
Al llegar a la sala de recogida de equipajes, con satisfacción, comprobé que nuestras maletas ya habían llegado y tras cargarlas en un carrito, nos dirigimos hacia la salida.  Nadie nos paró en la aduana, de manera que en menos de cinco minutos habíamos salidos y nos pusimos en la cola del Taxi. Estaba charlando animadamente con las dos hermanas cuando, sin previo aviso, alguien me tapó los ojos con sus manos. Al darme la vuelta, me encontré de frente con María, una vieja amiga de la infancia, la que sin percatarse que estaba acompañado, me dio dos besos y me preguntó que cuando había vuelto.
-Ahora mismo estoy aterrizando-, contesté.
-¡Qué maravilla!, ahora tengo prisa pero tenemos que hablar, ¿Por qué no me invitas a cenar el viernes en tu casa? y así nos ponemos al día.
-Hecho- respondí sin darme cuenta al despedirme que ni siquiera le había presentado a mis acompañantes.
Las muchachas que se habían quedado al margen de la conversación,  estaban enfadadas. Sus caras reflejaban el cabreo que sentían pero, realmente no  reparé en cuanto, hasta que oí a Dhara decir a su hermana en español para que yo me enterara:
-¿Has visto a esa mujer?, ¿quién se cree que es para besar a nuestro marido y encima auto invitarse a casa?-.
Al ver que estaba celosa, estuve a punto de intervenir cuando para terminarla de joder, escuché la contestación de su hermana:
-Debe de ser su prima porque, si no lo es, este viernes escupiré en su sopa-.
“Mejor me callo”, pensé al verlas tan indignadas y subiéndonos a un taxi, le pedí al conductor que nos llevara a casa pero que en vez de circunvalar Madrid, lo cruzara porque quería que las muchachas vieran mi ciudad natal. Con una a cada lado, fui explicándoles nuestro camino. Ellas no salían de su asombro al ver los edificios y la limpieza de las calles, pero contra toda lógica lo único que me preguntaron era porque había tan pocas bicicletas y que donde estaban los niños.
Solté una carcajada al escucharlas, tras lo cual, les conté que en España no había tanta costumbre de pedalear como en la India y que  si no veían niños, no era porque los hubieran escondido sino porque no había.
-La pareja española tiene un promedio de 1.8 niños. Es una sociedad de viejos-, les dije recalcando mis palabras.
Dhara hablando en hindi, le dijo algo a Samali que no entendí pero que la hizo sonreír. Cuando pregunté que había dicho, la pequeña avergonzada respondió:

-No se enfade conmigo, era un broma. Le dije a mi hermana que los españoles eran unos vagos pero que estaba segura que el padre de nuestros futuros hijos iba pedalear mucho nuestras bicicletas.

 Ante semejante burrada, ni siquiera el taxista se pudo contener y juntos soltamos una carcajada.  Al ver que no me había disgustado, las dos hermanas se unieron a nuestras risas y durante un buen rato un ambiente festivo se adueñó del automóvil. Ya estábamos cogiendo la autopista de la Coruña cuando les expliqué que vivía en un pequeño chalet cerca de donde estábamos. Asintiendo, Samali me preguntó si tenía tierra donde cultivar porque a ella le encantaría tener una huerta. Al contestarle que no hacía falta porque en Madrid se podía comprar comida en cualquier lado, ella me respondió:
-No es lo mismo, Shakti favorece con sus dones a quien hace germinar al campo-, respondió haciendo referencia a la diosa de la fertilidad.
“O tengo cuidado, o estas dos me dan un equipo de futbol”, pensé al recapacitar en todas las veces que habían hecho aludido al tema.
Estaba todavía reflexionando sobre ello, cuando el taxista paró en frente de mi casa. Sacando dinero de mi cartera, le pagué. Al bajarme y sacar el equipaje, vi que las muchachas lloraban.
-¿Qué os ocurre?-, pregunté.
-Estamos felices al ver nuestro hogar. Nuestra madre vive en una casa de madera y jamás supusimos que nuestro destino era vivir en una casa de piedra-.
Incómodo por su reacción, abriendo la puerta de la casa y mientras metía el equipaje,  les dije que pasaran pero ellas se mantuvieron fuera. Viendo que algo les pasaba, les pregunté que era:
-Hemos visto películas occidentales y estamos esperando que nuestro marido nos coja en sus brazos para entrar-.
Su ocurrencia me hizo gracia y cargando primero a Samali, la llevé hasta el salón, para acto seguido volver a por su hermana.  Una vez los tres reunidos, las dos muchachas no dejaban de mirar a su alrededor completamente deslumbradas, por lo que para darles tiempo a similar su nueva vida, les enseñé la casa. Sirviéndoles de guía las fui llevando por el jardín, la cocina y demás habitaciones  pero lo que realmente les impresionó fue mi cuarto, por lo visto jamás habían visto una King Size y menos una bañera con jacuzzi. Verlas al lado de mi cama, sin saber qué hacer, fue lo que me motivó a abrazarlas. Las dos hermanas pegándose a mí, me colmaron de besos y de caricias pero cuando ya creía que íbamos a acabar acostándonos, la mayor, arrodillándose a mis pies, dijo:
-Disculpe nuestro amado. Hoy va a ser la noche más importante de nuestras vidas pero antes  tenemos que preparar, como marca la tradición, el lecho donde nos va a convertir en mujeres plenas-.
“¡Mierda con la puta tradición!”, refunfuñé en mi interior pero como no quería parecer insensible, le pregunté si necesitaban algo.
Samali me dijo si había alguna tienda donde vendieran flores. Al contestarle que sí, me pidió si podía llevar a su hermana a elegir unos cuantos ramos porque era muy importante para ellas. No me pude negar porque aún cansado, la perspectiva de tenerlas en mis brazos era suficiente para dar la vuelta al mundo.  Al subirme en el coche con Dhara, ella coquetamente esperó a que le abrochase el cinturón, momento que aproveché para acariciarle el pecho. Al no haber público, la muchacha no solo se dejó hacer sino que despojándose de su blusa, me los ofreció diciendo:
-Son suyos-.
Su mirada inocente me hizo ser tierno y cogiéndolos en mis manos, los acaricié antes de llevar mi lengua a ellos. Su piel morena  realzaba la belleza de sus senos. Con el tamaño y la firmeza exacta, esperaron mis mimos. Al juguetear con mi lengua en su aureola, su dueña emitió un gemido confirmando su deseo y asiendo su pezón entre mis dedos, lo encontré dispuesto. Sin más dilación, me lo metí en la boca. La muchacha, completamente entregada, puso su otro pecho a mi alcance mientras acariciaba con su otra mano mi entrepierna. Mi sexo reaccionó irguiéndose, momento que Dhara aprovechó para, sin ningún recato, con su mirada pedirme permiso.
Le respondí acomodándome.
La joven se puso de rodillas sobre su asiento y deslizándose sobre mi cuerpo, pasó su lengua sobre las comisuras de mi glande antes de con una sensualidad imposible de describir, irse introduciendo lentamente mi sexo en su boca. La lentitud con la que lo hizo, me permitió sentir la frescura de sus labios recorriendo  cada porción de la piel de mi pene. Increíblemente, no paró hasta que su garganta absorbió por completo toda mi extensión y entonces usando su boca como si de su sexo se tratara, empezó con un suave vaivén que me hizo suspirar.
Al comprobar que me gustaba, aceleró su ritmo lentamente mientras con sus dedos masajeaba mis testículos. La cadencia de sus movimientos se fue convirtiendo en desenfrenada y sin poderme aguantar, eyaculé en su interior. La muchacha no se quedó satisfecha hasta que  consiguió exprimir la última gota de mi sexo y solo entonces, dándome un beso, me hizo probar el sabor de mi semen. Si no llega a ser porque nos esperaban y sobre todo porque cuando la poseyera debía de hacerlo siguiendo sus reglas, juro que allí mismo la hubiese hecho el amor. Menos mal que la poca coherencia que me quedaba me obligó a separarla y decirle que debíamos irnos.
Dhara, sonriendo, me susurró:
-Mi hermana y yo, ya estamos en paz. Estoy deseando contarle que tiene razón-.
-¿Razón?-.
-En el avión, después de probarla, me dijo que  el sabor de la simiente de nuestro marido era un manjar-.
Confuso por la confesión de la muchacha, encendí el coche. El camino hasta el centro comercial me sirvió para recapacitar sobre la actitud de las muchachas sobre el sexo. Por su educación, puertas afuera eran unas mojigatas, pero bajo el amparo del hogar, esas crías se estaban mostrando como unas amantes insaciables.
“A este paso, voy a tener que agenciarme una tonelada de Viagra”.
Ya en el centro comercial, la muchacha se agenció de todas las rosas que había en la floristería y al pasar por una frutería, me preguntó si teníamos comida en la casa. Como le contesté que no, cogiéndome del brazo, entró en el local y como niña con zapatos nuevos, lleno medio carrito con diferentes frutas y verduras.
Había pasado  una hora desde que salimos del chalet. Al llegar, Samali nos saludó en la entrada al modo tradicional, uniendo las manos y arrodillándose, tras quitarme los zapatos, me puso unas babuchas que había sacado de mi equipaje. Ese acto de sumisión inaudita a los ojos de una occidental, ella lo realizó con una sonrisa de satisfacción en su cara, no en vano la habían educado para servir y por primera vez se lo hacía a alguien que consideraba propio, su marido. Mirándola, descubrí que iba descalza.
Dhara, al entrar con las compras, se quitó sus sandalias dejándolas a un lado de la puerta y corriendo, se fue a la cocina. Sus movimientos denotaban una femineidad difícil de encontrar en las occidentales.  A su hermana, no le pasó desapercibida la forma en que miré a la muchacha cuando salía y un poco celosa, me dijo:
-Mi hermana es muy hermosa-.
Sabiendo que a las hindúes les encantan los piropos pero que no podía caer en la grosería de menospreciar a una para ensalzar a otra, respondí  mientras acariciaba su mejilla:
-Sí, pero ¿qué es más bello, una flor o un colibrí?-.
Al oírme, se sonrojó. En ese momento no caí en la cuenta que en la India, ese pajarillo era el ave del amor y que mis palabras, eran una declaración en toda regla. Al no estar habituada a ese tipo de galanterías, se puso nerviosa y tratando de devolverme el piropo, me soltó:
-Nuestro marido es un búfalo-.
Aunque sabía por mi estancia en ese país que ese animal era considerado casi un Dios al ser  el motor de su economía, ya que, se usaba para arar las tierras y sus excrementos eran el único abono que disponían, no pude evitar reírme y contestarle:
-Espero que no sea por los cuernos-.
La cría no me entendió y cuando, recalcándole que era broma, le expliqué el significado en español, se echó a reír pidiéndome perdón. Siguiendo con la burla, la cogí en mis brazos y sentándome en el sofá, empecé a darle azotes en su trasero. Samali, muerta de risa, empezó a dar gritos como si la estuviera matando. Su hermana al oírnos, vino corriendo y al enterarse del motivo del supuesto castigo, se unió a nosotros haciéndole cosquillas. Lo que había empezado siendo un juego se fue transformando y a los pocos segundos, se volvió un maremágnum de besos y caricias.  Nuestros tres cuerpos se fueron entrelazando en un ritual de apareamiento.  Cuando ya estábamos a punto de perder el control, Samali, susurrándome al oído, dijo:
-Vamos a nuestro cuarto-.
Cogiendo sus manos, las llevé a mi habitación donde me encontré que no solo olía a incienso sino, que decorando la cama, las sábanas  estaban  repletas de pétalos de rosa.
Nada más entrar, las hermanas a empujones me llevaron hasta el baño, donde habían preparado la bañera y con ternura, me desnudaron. Tras lo cual, me pidieron  me metiera en el agua. Ni que decir tiene que, en ese instante, me encontraba excitado. Las dos mujeres haciendo caso omiso a mi erección, disfrutando como niñas, me lavaron el pelo mientras no paraban de reír. Demostrando una alegría desbordante, se dedicaron a enjabonarme todo el cuerpo, dando énfasis a mi entrepierna. Una vez habían decidido que ya estaba limpio, me sacaron de la tina y se dedicaron a secarme, para acto seguido, ponerme una especie de camisola larga muy típica en su país.
Sabiendo que debía de seguir sus instrucciones, dejé que me tumbaran en la cama. Las hermanas despidiéndose, me dijeron que volvían enseguida. Durante cinco minutos esperé su vuelta. Cinco minutos que me parecieron eternos. Cuando ya estaba desesperado, las vi aparecer por la puerta. Se habían cambiado de ropa y volvían únicamente vestidas con un sencillo camisón transparente que me permitió ver sus cuerpos sin ninguna cortapisa. Me quedé sin aliento al comprobar que no sabía cuál era más atractiva, si la traviesa y delicada Dhara o la sensual y madura Samali.
Como los preliminares eran importantes, me levanté y las besé. La boca de la mayor me recibió con gozo mientras su dueña pegaba su pubis contra mi sexo. Envalentonado, atraje a la menor y uniendo sus labios a los nuestros,  nuestras tres lenguas se entrelazaron sin importar a quien pertenecían. Entre tanto, mis manos como si tuviesen vida propia fueron de un trasero a otro obligándolas a fundirse todavía más en el abrazo. Separando a Samali, deslicé los tirantes de su camisón, dejándolo caer al suelo. Sus pechos perfectos parecían llamarme y acercando mi boca,  jugueteé con su aureola. Ésta se erizó al sentir la humedad de mi lengua recorriendo sus bordes. Viendo que Dhara se quedaba aislada, le ofrecí el otro pecho. La muchacha, mirando a la mayor, le pidió permiso. Al concedérselo con un gemido, imitándome cogió el seno entre sus manos y metiéndose el pezón entre los dientes, lo mordisqueó suavemente y entre los dos, provocamos que un sollozo de deseo saliera de la garganta de nuestra víctima.
Comprendiendo que eran dos, mis mujeres, sin dejar de abrazar a Samali, besé a la pequeña. Ésta al sentir que le hacía caso, ella misma se bajó el camisón e izando sus pechos, casi adolescentes,  con sus manos, nos los dio como ofrenda. Sin pausa,  dos bocas mamaron de los negros pezones de esa cría, la cual, en contraste con la serenidad de la hermana, gritó su placer mientras restregaba su sexo contra el mío.
La excitación de los tres era patente y por eso llevándolas a la cama, las deposité lentamente en las sabanas. Completamente desnudas, mis mujeres me llamaron a su lado. Tardé unos instantes en desnudarme porque era incapaz de apartar la mirada de ellas. Nada de lo que me había ocurrido en la vida, podía compararse a la visión de ese par de bellezas hambrientas de deseo emplazándome a apagar el fuego de sus cuerpos.
Al despojarme de la camisola, las dos hermanas contemplaron mi pene erguido con una mezcla de temor y esperanza. Fue Samali la que, abriendo un hueco entre las dos, me rogó que lo rellenara con mi cuerpo. Deseando ser capaz de satisfacer las ansias de ambas, me tumbé a su lado. Las dos hermanas pegándose a mí, me colmaron de besos mientras sus manos recorrían mi piel. No es fácil de narrar, lo que ocurrió a posterior. Dhara y su hermana completamente embebidas de pasión y usándome como soporte, empezaron a restregar sus sexos contra mis piernas, tratando de calmar la calentura que les poseía.
Sus maniobras lejos de apaciguar su fiebre, la incrementó, mojando mis pantorrillas con su flujo. El roce de sus senos contra mi  pecho me estaba llevando a un grado de excitación que creí que iba a hacer que me corriera por lo que,separándolas, tumbé boca arriba a la mayor y mientras mis besos recorrían sus muslos, le pedí a Dhara que se ocupara de sus pechos. Ella, no solo se apoderó de sus pechos sino que separando con los dedos los labios de Samali, me ofreció su virginal sexo. Acercando lentamente mi lengua a mi meta, probé de su néctar antes de concentrarme en su clítoris.  Al sentir  mi apéndice sobre su botón, la morena se corrió en mi boca. No contento con su entrega, proseguí con mis caricias recorriendo los pliegues de su sexo.
Incapaz de contenerse, poniendo su mano sobre mi cabeza, forzó el contacto. Su sabor oriental impregnó mis papilas, reafirmando mi erección. Como si su cueva fuera una fuente y yo un náufrago, bebí del manantial que se me ofrecía, lo que prolongó su éxtasis. La pequeña de las dos, entretanto y sin dejar de acariciar sus pechos, llevó su mano a su propio sexo y   se empezó a masturbar.
Un chillido de placer de Samali, me confirmó que estaba dispuesta, por lo que, acerqué mi glande a su excitado orificio. Ella al experimentarlo, moviendo sus caderas, me pidió que la tomara. Sabiendo que no me bastaba con ganar la batalla sino que tenía que asolar sus defensas, me entretuve rozando la cabeza de mi pene en su entrada, sin meterla. Cuando la vi pellizcarse los pezones, decidí que era el momento y forzando su himen, fui introduciendo mi extensión en su interior.
La muchacha gritó por su virginidad perdida pero, reponiéndose rápidamente, violentó mi penetración con un movimiento de sus caderas. Con lágrimas en los ojos, volvió a correrse. La humedad de su cueva sobre mi pene facilitó mis maniobras y casi sin oposición la cabeza de mi sexo chocó contra la pared de su vagina, rellenándola por completo. Su hermana pegándose a mi espalda, siguió mis movimientos como si fuéramos los dos quienes estuvieran desvirgándola. Mi cuerpo me pedía que precipitara mis movimientos pero mi mente lo prohibió, dejando solo que paulatinamente fuese acelerando la cadencia. La lentitud de mis penetraciones llevaron a un estado de locura a la mujer y clavando sus uñas en mi trasero, me exigió incrementara el ritmo.  Dhara, tan excitada como la otra, tumbándose a un lado llevó mi mano a su sexo y gimiendo me imploró que la tocara.
Samali al oírlo, cambió sus pechos por el sexo de su hermana e imprimiendo  a su mano una velocidad endiablada, torturó su clítoris. Al ver que mi otra mujer estaba siendo consolada, agarrándola de los hombros, llevé al máximo la velocidad de mis embestidas. Fue entonces cuando al percatarme que el placer me estaba empezando a dominar, pasé una de las manos al pecho de la pequeña y estrujándolo, me corrí sembrando con mi simiente el interior de la mayor. Ésta al sentir que estaba eyaculando, nuevamente entre gritos, se corrió.
Dhara al confirmar que me separaba de Samali, cogiendo uno de los camisones, lo pasó por  la entrepierna de su hermana y satisfecha me lo dio, diciendo:
-Era niña y ahora es mujer-, y sin darme un minuto de pausa, arrodillándose frente a mí, intentó reanimar a mi adolorido sexo.
Cansado me tumbé al lado de la  mayor. Al verme,  su hermana aprovechó mi postura para acercar su sexo a mi cara. Sin hacerme de rogar separé sus hincados labios y sacando la lengua, jugueteé con sus pliegues mientras me reponía. La cría gimió al sentirlo y agachándose sobre mi cuerpo, acogió en su boca mi pene todavía morcillón. Envalentonado, mordí su clítoris mientras le daba un azote. Mi acción tuvo como resultado que como si fuera un grifo de su sexo manara su placer. Su sabor agridulce inundó mi paladar y buscando el placer de la muchacha, intenté meter la lengua en su interior. Ella al experimentar que había hoyado su secreto, no pudo más y se derramó sobre mi boca. Samali, ya repuesta e incorporándose, ayudó a su hermana en su labor.
Percatarme que eran dos bocas las que alternativamente se engullían mi pene, fue el último empujón que necesitó éste para erguirse a su máxima expresión.
La mayor de las dos, viendo que estaba ya preparado, ordenó a su hermana que cambiara de postura y cogiendo mi extensión entre sus manos, apuntó al sexo de Dhara. Ella, poniéndose a horcajadas sobre mí, fue lentamente empalándose sin dejar de gemir. Si el conducto de Samali era estrecho, el de ella lo era aún más y por eso tardé una eternidad en llenarlo por completo. La muchacha buscando conseguirlo, izaba y bajaba su pequeño cuerpo, consiguiendo que, en cada ocasión, un poco más de mi miembro se embutiera en su interior. Su hermana intentando hacer más placentero su tortura, comenzó a lamer sus pezones mientras masajeaba el clítoris de la cría.
No sé si fue a consecuencia de ello o que la muchacha al fin consiguió relajar sus músculos, pero fue entonces cuando la base de mi pene entró en contacto con su breve mata de pelos. Si hasta ese momento, la penetración había sido dolorosa, cuando se hubo acostumbrado a tenerla en su seno, Dhara se convirtió en una máquina y retorciendo su delicada anatomía buscó un placer que le fue dado una y otra vez.

Resultó ser multiorgásmica y unió un clímax con el siguiente. Samali viendo que su pequeña estaba disfrutando, aprovechó para darme de mamar. Como un obseso, me así a sus pechos mientras mi pene seguía siendo violado por la batidora en que se había convertido el sexo de la morenita. La excitación acumulada me venció e incorporándome sin sacársela, le clavé repetidamente mi estoque hasta lo más profundo de su cuerpo. Dhara se vio desbordada por el placer y soltando un grito, se corrió por última vez cayendo desplomada sobre las sabanas. Su desmayo no me importó, al contrario, al verla tirada, aumenté el ritmo de mis estocadas. No tardé en experimentar un gran orgasmo, bañando con mi semen la pequeña vagina.

Agotado por el esfuerzo, me dejé caer sobre la cama. Samali imitando a su hermana, me mostró el rastro de sangre sobre las sabanas y abrazándose a mí, susurró a mi oído:
-Éramos niñas y ahora somos TUS mujeres-.
Soltando una carcajada, las abracé mientras recordaba la razón por la cual esas dos jovencitas compartían mi lecho.
“Cuando se entere el padre Juan de lo que he hecho, me va a matar”, y riendo, pensé, “¡Que se joda!. Si quería alejarlas del prostíbulo, ¡lo ha conseguido! aunque ello signifique que las ha metido en mi cama”.
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SECRETARIA PORTADA2Sinopsis:

Tirarse a una secretaria es uno de las fantasías mas concurrentes en la mente de todo hombre. GOLFO como autor erótico nos ha descrito muchas veces el amor o el desamor entre un jefe y una secretaria. Aquí encontrareis los mejores relatos escritos por el teniendo a ese oscuro objeto de deseo como protagonista.

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Para que podías echarle un vistazo, os anexo el primer capítulo:

Capítulo uno.

Descubrí a mi secretaria en mi jardín.
Eran las once de la noche de un viernes cuando escuché a Sultán. El perro iba a despertar a toda la urbanización con sus ladridos. “Seguramente debe de haber pillado a un gato”, pensé al levantarme del sofá donde estaba viendo la televisión. Al abrir la puerta, el frío de la noche me golpeó la cara, y para colmo, llovía a mares, por lo que volví a entrar para ponerme un abrigo.
Enfundado en el anorak empecé a buscar al animal por el jardín, disgustado por salir a esas horas y encima tener que empaparme. Al irme acercando me di cuenta que tenía algo acorralado, pero por el tamaño de la sombra no era un gato, debía de ser un perro, por lo que agarré un tubo por si tenía que defenderme. Cuál no sería mi sorpresa al comprobar que su presa consistía en una mujer totalmente empapada, por lo que para evitar que le hiciera daño tuve que atar al perro, antes de preguntarle que narices hacían en mi jardín. Con Sultán a buen recaudo, me aproximé a la mujer, que resultó ser Carmen, mi secretaria.
―¿Qué coño haces aquí?―, le pregunté hecho una furia, mientras la levantaba del suelo.
No me contestó, por lo que decidí que lo mejor era entrar en la casa, la mujer estaba aterrada, y no me extrañaba después de pasar al menos cinco minutos acorralada sin saber si alguien la iba a oír.
Estaba hecha un desastre, el barro la cubría por completo, pelo, cara y ropa era todo uno, debió de tropezarse al huir del animal y rodar por el suelo. Ella siempre tan formal, tan bien conjuntada, tan discreta, debía de estar fatal para ni siquiera quejarse.
―No puedes estar así―, le dije mientras sacaba de un armario una toalla, para que se bañara.
Al extenderle la toalla, seguía con la mirada ausente.
―Carmen, despierta.
Nada, era como un mueble, seguía de pie en el mismo sitio que la había dejado.
―Tienes que tomar una ducha, sino te vas a enfermar.
Me empecé a preocupar, no reaccionaba. Estaba en estado de shock, por lo que tuve que obligarla a acompañarme al baño y abriéndole la ducha, la metí vestida debajo del agua caliente. No me lo podía creer, ni siquiera al sentir como el chorro golpeaba en su cara, se reanimaba, era una muñeca que se quedaba quieta en la posición que su dueño la dejaba. “Necesitará ropa seca”, por lo que temiendo que se cayera, la senté en la bañera, dejándola sola en el baño.
Rápidamente busqué en mi armario algo que pudiera servirle, cosa difícil ya que yo era mucho más alto que ella, por lo que me decidí por una camiseta y un pantalón de deporte. Al volver, al baño, no se había movido. Si no fuera por el hecho de que tenía los ojos abiertos, hubiera pensado que se había desmayado. “Joder, y ahora qué hago”, nunca en mi vida me había enfrentado con una situación semejante, lo único que tenía claro es que tenía que terminar de quitarle el barro, esperando que para entonces hubiera recuperado la cordura.
Cortado por la situación, con el teléfono de la ducha le fui retirando la tierra tanto del pelo como de la ropa, no me entraba en la cabeza que ni siquiera reaccionara al notar como le retiraba los restos de césped de sus piernas. Sin saber cómo actuar, la puse en pie para terminar de bañarla, como una autómata me obedecía, se dejaba limpiar sin oponer resistencia. Al cerrar el grifo, ya mi preocupación era máxima, tenía que secarla y cambiarla, pero para ello había que desnudarla, y no me sentía con ganas de hacerlo, no fuera a pensar mal de mí cuando se recuperara. Decidí que tenía que reanimarla de alguna manera, por lo que volví a sentarla y corriendo fui a por un café.
Suerte que en mi cocina siempre hay una cafetera lista, por lo que entre que saqué una taza y lo serví, no debí de abandonarla más de un minuto. “Madre mía, que broncón”, pensé al retornar a su lado, y descubrir que todo seguía igual. Me senté en el suelo, para que me fuera más fácil dárselo, pero descubrí lo complicado que era intentar obligar a beber a alguien que no responde. Tuve que usar mis dos manos para hacerlo, mientras que con una, le abría la boca, con la otra le vertía el café dentro. Tardé una eternidad en que se lo terminara, constantemente se atragantaba y vomitaba encima de mí.
Todo seguía igual, aunque no me gustara, tenía que quitarle la ropa, por lo que la saqué de la bañera, dejándola en medio del baño. Estaba totalmente descolocado, indeciso de cómo empezar. Traté de pensar como sería más sencillo, si debía de empezar por arriba con la camisa, o por abajo con la falda. Muchas veces había desnudado a una mujer, pero jamás me había visto en algo parecido. Decidí quitarle primero la falda, por lo que bajándole el cierre, esta cayó al suelo. El agacharme a retirársela de los pies, me dio la oportunidad de verla sus piernas, la blancura de su piel resaltaba con el tanga rojo que llevaba puesto. La situación se estaba empezando a convertir en morbosa, nunca hubiera supuesto que una mojigata como ella, usara una prenda tan sexi. Le tocaba el turno a la blusa, por lo que me puse en frente de ella, y botón a botón fui desabrochándola. Cada vez que abría uno, el escote crecía dejándome entrever más porción de su pecho. “Me estoy poniendo bruto”, reconocí molesto conmigo mismo, por lo que me di prisa en terminar.
Al quitarle la camisa, Carmen se quedó en ropa interior, su sujetador más que esconder, exhibía la perfección de sus pechos, nunca me había fijado pero la señorita tenía un par dignos de museo. Tuve que rodearla con mis brazos para alcanzar el broche, lo que provocó que me tuviera que pegar a ella, la ducha no había conseguido acabar con su perfume, por lo que me llegó el olor a mujer en su totalidad. Me costó un poco pero conseguí abrir el corchete, y ya sin disimulo, la despojé con cuidado disfrutando de la visión de sus pezones. “Está buena la cabrona”, sentencié al verla desnuda. Durante dos años había tenido a mi lado a un cañón y no me percaté de ello.
No solo tenía buen cuerpo, al quitarle el maquillaje resultaba que era guapa, hay mujeres que lejos de mejorar pintadas, lo único que hacen es estropearse. Secarla fue otra cosa, al no tener ninguna prenda que la tapara, pude disfrutar y mucho de ella, cualquiera que me hubiese visto, no podría quejarse de la forma profesional en que la sequé, pero yo sí sé, que sentí al recorrer con la toalla todo su cuerpo, que noté al levantarle los pechos para secarle sus pliegues, rozándole el borde de sus pezones, cómo me encantó el abrirle las piernas y descubrir un sexo perfectamente depilado, que tuve que secar concienzudamente, quedando impregnado su olor en mi mano.
Totalmente excitado le puse mi camiseta, y viendo lo bien que le quedaba con sus pitones marcándose sobre la tela, me olvidé de colocarle los pantalones, dejando su sexo al aire.
Llevándola de la mano, fuimos hasta salón, dejándola en el sofá de enfrente de la tele, mientras revisaba su bolso, tratando de descubrir algo de ella. Solo sabía que vivía por Móstoles y que su familia era de un pueblo de Burgos. En el bolso llevaba de todo pero nada que me sirviera para localizar a nadie amigo suyo, por lo que contrariado volví a la habitación. Me había dejado puesta la película porno, y Carmen absorta seguía las escenas que se estaban desarrollando. Me senté a su lado observándola, mientras en la tele una rubia le bajaba la bragueta al protagonista, cuando de pronto la muchacha se levanta e imitando a la actriz empieza a copiar sus movimientos. “No estoy abusando de ella”, me repetía, intentándome de auto convencer que no estaba haciendo nada malo, al notar como se introducía mi pene en su boca, y empezaba a realizarme una exquisita mamada.
Seguía al pie de la letra, a la protagonista. Acelerando sus maniobras cuando la rubia incrementaba las suyas, mordisqueándome los testículos cuando la mujer lo hacía, y lo más importante, tragándose todo mi semen como ocurría en la película.
Éramos parte de elenco, sin haber rodado ni un solo segundo de celuloide. Estaba siendo participe de la imaginación degenerada del guionista, por lo que esperé que nos deparaba la siguiente escena. Lo supe en cuanto se puso a cuatro piernas, iba a ser una escena de sexo anal, por lo que imitando en este caso al actor, me mojé las manos con el flujo de su sexo e introduciendo dos dedos relajé su esfínter, a la vez que le colocaba la punta de mi glande en su agujero. Fueron dos penetraciones brutales, una ficticia y una real, cabalgando sobre nuestras monturas en una carrera en la que los dos jinetes íbamos a resultar vencedores, golpeábamos sus lomos mientras tirábamos de las riendas de su pelo. Mi yegua relinchó desbocada al sentir como mi simiente le regaba el interior, y desplomada cayó sobre el sofá.
Desgraciadamente, la película terminó en ese momento y de igual forma Carmen recuperó en ese instante su pose distraída. Incrédulo esperé unos minutos a ver si la muchacha respondía pero fue una espera infructuosa, seguía en otra galaxia sin darse cuenta de lo que ocurría a su alrededor. Entre tanto, mi mente trabajaba a mil, el sentimiento de culpabilidad que sentía me obligo a vestirla y esta vez sí le puse los pantalones, llevándola a la cama de invitados.
“Me he pasado dos pueblos”, era todo lo que me machaconamente pensaba mientras metía la ropa de mi secretaria en la secadora, “mañana como se acuerde de algo, me va a acusar de haberla violado”. Sin tener ni idea de cómo se lo iba a explicar, me acerqué al cuarto donde la había depositado, encontrándomela totalmente dormida, por lo que tomé la decisión de hacer lo mismo.
Dormí realmente mal, me pasé toda la noche imaginando que me metían en la cárcel y que un negrazo me usaba en la celda, por lo que a las ocho de la mañana ya estaba en pie desayunando, cuando apareció medio dormida en la cocina.
―Don Manuel, ¿qué ha pasado?, solo me acuerdo de venir a su casa a traerle unos papeles―, me preguntó totalmente ajena a lo que realmente había ocurrido.
―Carmen, anoche te encontré en estado de shock en mi jardín, , por lo que te metí en la casa, estabas empapada y helada por lo que tuve que cambiarte ―, el rubor apareció en su cara al oír que yo la había desvestido,―como no me sabía ningún teléfono de tus amigos, te dejé durmiendo aquí.
―Gracias, no sé qué me ocurrió. Perdone, ¿y mi ropa?
―Arrugada pero seca, disculpa que no sepa planchar―, le respondí más tranquilo, sacando la ropa de la secadora.
Mientras se vestía en otra habitación, me senté a terminar de desayunar, respirando tranquilo, no se acordaba de nada, por lo que mis problemas habían terminado. Al volver la muchacha le ofrecí un café, pero me dijo que tenía prisa, por lo que la acompañe a la verja del jardín. Ya se iba cuando se dio la vuelta y mirándome me dijo:
―Don Manuel, siempre he pensado de usted que era un GOLFO…, pero cuando quiera puede invitarme a ver otra película―
Cerró la puerta, dejándome solo.

 

“Tatiana” LIBRO PARA DESCARGAR (POR DANTES)

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Resumen:

Tatiana siempre fue la más hermosa del curso, sin embargo su extraordinaria belleza la aísla y la convierte en una mujer insegura de sus capacidades y de sí misma. Una vez casada, en una ciudad lejos de su pueblo, hace amistad con Marta, una vecina con vasta experiencia en los quehaceres del hogar. Tatiana nunca pensaría que Marta y su marido, Benito, se aprovecharían de ella para hacer realidad sus más turbias fantasías. Historia relatada desde las perspectivas de Tatiana, de Marta y de Benito.

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Para que podías echarle un vistazo, os anexo el primer CAPÍTULO:

TATIANA
CAPÍTULO 1

TATI

El vapor inundaba la sala de baño y los espejos llevaban largo rato empañados cuando Tatiana decidió que el nivel de agua de la tina era el adecuado y la temperatura suficientemente alta. Se metió lentamente, se sumergió hasta el cuello y se relajó durante unos minutos, disfrutando el escozor que le provocaba ese baño de espuma caliente. Sintió el ambiente frio cuando saco sus tonificadas piernas para poder alcanzarlas con la esponja de baño. Se inclinó ligeramente sobre un costado para acicalar sus glúteos, parando la cola y abriendo sus nalgas para permitir que el agua y sus delicados movimientos asearan lo más íntimo de su ser. Por último, se preparó para masajear sus hinchados y adoloridos pechos. Estaban enormes y muy sensibles; la piel, tensada a más no poder, paraba sus rosados pezones, convirtiéndolos en suculentos biberones para su pequeño Benjamín.
Era su primer bebé, y había cumplido ya los siete meses. Al principio le encantaba tomar pecho, y el doctor había felicitado a Tatiana por eso, diciéndole que era bueno para la salud del niño. Sin embargo, había introducido variaciones en su alimentación: además de la lactancia, le había prescrito también batidos y jugos. La consecuencia había sido que la leche de la madre no tenía la misma demanda de antes y se acumulaba en sus pechos, hinchándolos casi a reventar. Tatiana no sabía si era normal o no, pero le dolían y la avergonzaban, pues si antes eran bastante generosos, ahora se habían convertido en un par de enormes melones coronados por dos pezones endurecidos y siempre erectos, ansiosos de liberar el sagrado fluido alimenticio.
Pedro, su cariñoso marido, le había comprado un extractor de leche para tratar de ayudarla, pero ella no había podido hacerlo funcionar, y temía confesárselo y pedirle ayuda, pues no quería parecerle incapaz de entender cómo se manejaba.
Desde muy joven, Tatiana supo que era bella. Su familia y sus amigos no cesaban de decírselo. Era alta, rubia, y cuando niña su belleza le había granjeado el cariño de todos. Pero al llegar a la adolescencia, se dio cuenta de que ser hermosa podía provocar consecuencias bastante adversas. Sus amigas empezaron a alejarse de ella, pues cada chico que les gustaba terminaba enamorándose de Tatiana. Y su madre, temerosa de que quedara encinta y arruinara su juventud, le había inculcado desde muy temprana edad que los hombres estaban reservados para después del matrimonio. Eso la impulsó a distanciarse también de sus amigos, ya que todos terminaban pretendiendo de ella algo más que amistad.
Encontrándose sola, se dedicó a hacer ejercicio para matar el tiempo. Le encantaba salir en bicicleta y recorrer los caminos campestres de su pueblo. Se preocupó asimismo de su cuerpo: aprendió a mantener una dieta balanceada y a cuidar su piel con automasajes, cremas y ungüentos que conseguía con su madre. Parecía tener un talento natural para eso, y no tardó en convertirse en un portento de mujer. Sin embargo, dicha habilidad contrastaba con su rendimiento en el colegio, donde era una alumna bastante mediocre. A eso se sumaba su escasa vida social, y fue así inevitable que le aplicaran el estereotípico calificativo de “rubia tonta”. Siendo tan sensible e ingenua, esa opinión que sus compañeros y profesores tenían de ella le generó una reacción traumática: le dolía que la gente la considerara estúpida, y se resistía a hacer preguntas y a pedir ayuda, pues pensaba que si lo hacía dejaría más en evidencia su incompetencia en algunas cosas.
Por lo mismo, había resuelto no decirle a Pedro que no había podido hacer funcionar el extractor de leche.
Sentada en la tina, apretó delicadamente uno de sus pechos, y logró liberar algunas gotas que aliviaron un poco su constante molestia. Se consoló al pensar que luego del baño le daría de mamar a Benjamín, con lo que ganaría otro momento de alivio. Y después acudiría a la señora Marta, su vecina, para contarle su problema y ver si se le ocurría alguna solución. No le importaría pedirle ayuda, pues había demostrado ser desde el principio una buena amiga, y una estupenda dueña de casa.
Tatiana había conocido a Pedro un día que iba a visitar a una tía en la ciudad. Casi la había atropellado mientras ella hacía el recorrido en bicicleta, se había enamorado a primera vista, y no la había dejado tranquila hasta lograr que ella correspondiera a sus sentimientos. No tardó en pedirle matrimonio apenas la ingenua rubia le contó la norma que su madre le había inculcado en cuanto a la relación con los hombres. No le importó que sólo hubiera terminado la secundaria, y que a sus veintidós años no tuviera ningún título profesional, y tampoco las capacidades para conseguirlo. Tatiana se sentía orgullosa de sí misma, había rechazado a incontables pretendientes, y al fin su belleza le había asegurado un hombre bueno y con un gran futuro por delante. Se casó la primavera de ese año, y se fue a vivir con su marido a un lindo condominio en las afueras de la ciudad.
Aunque la joven pareja era muy feliz en su nueva vida, a Tatiana no le calzó bien el papel de dueña de casa. Nunca había aprendido a cocinar, y había estado exenta de los trabajos domésticos en la casa de sus padres, pues su madre y una criada se encargaban de todo. Su propia inseguridad la tenía convencida de que cada plato que preparaba no le parecía sabroso a su marido, y le dolía ver cómo Pedro volvía a planchar las camisas que ella ya había planchado. Al principio, él no reclamaba nada, y ella cumplía en la cama con placer: veía en el deseo de su marido el resultado de años de cuidados de su cuerpo. Sin embargo, su incompetencia en los quehaceres del hogar le quitaba el sueño. “¿Cómo puedo ser tan torpe?”, se preguntaba cada vez que se le quemaba la comida, o manchaba alguna prenda de vestir.
Un día, mientras hacía su mejor esfuerzo para preparar la cena, llegó una vecina a avisarle que salía humo por la ventana de uno de los cuartos. Recordó al instante que había dejado la plancha enchufada, y, acompañada por la preocupada señora, fue corriendo a apagar el amago de incendio. Apenas se habían chamuscado un par de prendas y la cubierta de la tabla de planchar, pero Tatiana no aguantó más y se largó a llorar, presa de la angustia que le provocaba su torpeza. La señora Marta, que era quien le había advertido del humo, la consoló y escuchó el desahogo de la recién casada. Pese a haberla conocido ese mismo día, se quedó, la ayudó a cocinar, y le prometió enseñarle varios secretos sobre el manejo de la casa. Más tarde, Pedro la felicitó por la cena, y le restó importancia al incidente de la plancha. Bien alimentado, Tatiana sintió que esa noche su marido le había hecho el amor con más pasión que nunca.
La señora Marta vivía a sólo un par de casas dentro del condominio. Había criado dos hijos que ya estaban en la universidad, y, según ella, aguantado a un marido gruñón en todos esos años. Pronto se convirtió en la única amiga de Tatiana, y en una especie de mentora de su aprendizaje como dueña de casa.
A escasos tres meses después de casarse Tatiana había quedado en cinta. Se había sentido aliviada de tener una ayuda como la Sra. Marta para apoyarla en su embarazo.

MARTA

Marta tenía cuarenta y cinco años. Vivía con su marido, Benito, y sus dos hijos ya mayores, Esteban y Joaquín. Ni siquiera de joven había sido muy agraciada; era bajita, y sus pechos nunca habían superado el tamaño de los de una adolescente en la pubertad. Lo único de lo que podía pavonearse era su trasero, firme y muy bien formado. Cuando usaba pantalones ajustados llamaba la atención de los hombres.
Siempre había sentido envidia de las mujeres más bellas, que cuando estaba en el colegio hacían grupo aparte, dejándola a ella y a muchas otras condenadas a sufrir la indiferencia masculina. Los chicos la trataban con simpatía, pero siempre la usaban como paño de lágrimas cuando las muchachas populares no les prestaban ninguna atención.
Así había transcurrido su juventud. Ningún cuento de hadas, y ni hablar de aventuras románticas. Alguna vez pensó que, si era permisiva con sus compañeros, algunos se enamorarían de ella. Pero con esa actitud sólo se ganó la fama de “la chica del culo fácil”. En la universidad, para no reprobar un ramo, dejó que el profesor le practicara sexo anal. No era su primera vez ―el trasero era lo mejor que tenía―, pero de todas formas le dolió; le dolió mucho, y también le gustó. Aún así, no pudo concluir su carrera, y terminó casándose con aquel profesor, un hombre diez años mayor que ella y sin ningún atractivo, salvo un buen pedazo de verga que la hacía gozar.
Si bien su matrimonio con el profesor Benito tenía sus altos y bajos, se llevaban relativamente bien. No obstante, Marta entendió desde el principio que su poco agraciado marido era un pervertido incurable, y que no desecharía oportunidad alguna de encamarse con una chica medianamente atractiva.
Una vez que trató de sorprenderlo y lo siguió a uno de sus encuentros eróticos, encontró la fórmula para seguir viviendo con él. Cuando vio a la chica que lo acompañaba, seguramente una estudiante que necesitaba mejorar sus notas para pasar de curso, sintió una excitación morbosa que le impidió intervenir en ese chantaje que se estaba perpetrando en un sórdido motel. La chica era hermosa, y le recordó a sus compañeras de estudios que se creían superiores a ella porque tenían un príncipe azul encandilado por su belleza. La sola idea de que su obeso marido estaba aprovechándose de una lindura como ésa le provocó un insano placer. En ese mismo momento la gran verga de su hombre estaba taladrando a su gusto el cuerpo juvenil de la pobre chica, mientras el novio de ella, ignorante de lo que sucedía, podía estarle escribiendo una carta de amor o soñando con tenerla más tarde en sus brazos. Esa noche le contó a Benito que lo había seguido, y después de hacerle confesar que había enculado a su alumna, por primera vez en varios años volvió a permitir que la tomara por el culo.
Después de eso, múltiples fantasías llenaron las noches de aquel maduro matrimonio. Benito le contaba con lujo de detalles las emocionadas reacciones de las jovencitas cuando veían su pedazo de herramienta, sabiendo que debían entregar el culo para aprobar el curso. Marta estaba siempre dispuesta a ver con él películas porno, en las que descubrió su fijación por los senos grandes. Sabía que no era lesbiana, pues gozaba con su marido, pero no podía negar que la excitaba ver un par de tetas bien desarrolladas.
Una mañana, como todos los días, Marta se levantó temprano para preparar el desayuno de sus hijos y su marido. Los muchachos tragaron sin mascar y salieron apurados. Entonces Benito decidió abordar el tema que lo obsesionaba.
―¿Cómo está la Tati? —preguntó ansioso.
―Con las tremendas pechugas. Apenas se las puede.
―¿Cuándo la vas a invitar a las reuniones?
―Seguro que el Pato te pregunta todos los días por ella ―se burló Marta mientras recogía la mesa.
Patricio, hermano de Benito, era un solterón y un vividor empedernido. Había seguido una carrera universitaria pero no la había terminado, y de ahí en adelante había andado de tumbo en tumbo, alternando trabajos inestables con períodos de cesantía. Al verlo en problemas, Benito había conseguido que lo contrataran como guardia en el condominio. Iba a cumplir tres años en el cargo, hacía bien su trabajo, era servicial con las señoras y respetuoso con las muchachas y mujeres solteras.
―Todos preguntan —replicó Benito, siguiendo a su mujer a la cocina—. Hace más de un año que lo vienes prometiendo.
―¿Qué culpa tengo yo de que la hayan preñado tan rápido? ―se defendió Marta―. Pero ya está bien recuperada. Hasta quedó mejor que antes. Cuando se trata de cuidarse para verse linda no le gana nadie.
―Con eso que dices me dejas más ansioso todavía ―la increpó su marido.
Marta dejó los platos en el fregadero y se volvió hacia él.
―Yo estoy tanto o más ansiosa que ustedes de que la Tati empiece a ir a las reuniones. Pero si la apuro no conseguiremos nada. Podrías hacerte amigo de Pedro.
Benito negó con la cabeza.
―Es un tipo simpático, pero está metido en sus asuntos. No he sacado nada con él. Bueno, me voy ―y se despidió con una palmada en el trasero de su mujer.
Apenas terminó sus labores diarias, Marta se dirigió a la casa de Tatiana. Hacía un año y medio que la ayudaba en todo lo que podía. La chica era tonta; no lograba aprender a cocinar ni a ejecutar bien las tareas domésticas, aunque en ese tiempo algo había mejorado. Pero Marta no dejaba que prescindiera de ella; siempre tenía una receta nueva o alguna fórmula de limpieza o decoración que enseñarle. A esas alturas Tatiana se había ganado su simpatía; era tan ingenua e inocente que a veces le remordían la conciencia sus intenciones de hacerla participar en las reuniones. Pero el impulso morboso era más fuerte. Sin embargo, pensaba llevarla por las buenas, y estaba convencida que podría convencerla fácilmente. Y por lo demás, al final dependía de ella si seguía yendo o no a compartir con el grupo
Tocó el timbre, y Tatiana le abrió oculta a medias tras la puerta, haciéndole señas de que entrara rápido. Marta lo hizo, y vio que la joven llevaba unas calzas ajustadas, tenía el pelo húmedo y se cubría apenas los pechos con una pequeña toalla de bebé.
―¿Cómo está, señora Marta? ―la saludó Tatiana después de cerrar la puerta y darle el beso de costumbre―. Disculpe, pero acabo de amamantar a Benjamín y no alcancé a ponerme nada encima.
―Descuida, Tati, yo sé lo que pasa con las guaguas, no te dejan tiempo para nada―. Marta trataba de disimular como podía las ganas de mirarle el escote que afloraba de la toallita—. Vístete tranquila, yo te veo al niño mientras tanto.
Marte tenía pocas oportunidades de ver los pechos de su vecina en todo su esplendor, y no desaprovecharía esa ocasión. Ambas se dirigieron al dormitorio, y Tatiana, con absoluta inocencia, se desprendió de la toalla y la dejó sobre la cama. Marta quedó prendada de los inmensos senos que habían quedado expuestos ante sus ojos. Agradeció que el pequeño Benjamín estuviera durmiendo, ya saciado de las exuberantes ubres de su madre. Así podría admirar sin distracciones a la joven mientras se vestía.
Ante su sorpresa y placer, Tatiana la invitó antes a sentarse en la cama.
―Señora Marta, necesito preguntarle algo ―le dijo en tono serio. Por un momento, Marta temió que la rubia se hubiera dado cuenta de las ansias con que ella contemplaba esas increíbles tetas, pero las siguientes palabras de Tatiana la tranquilizaron—. Lo que pasa es que en el último tiempo Benjamín ha estado tomando menos leche, y… ay, ¿cómo decirlo?… por eso se me están hinchando los pechos―. Tatiana se los tomó para invitar a su vecina a contemplarlos, como si no hubiera advertido las intensas miradas de reojo que Marta les dirigía. Estaban tan llenos de leche que parecían a punto de estallar. La piel blanca, increíblemente tersa, hacía resaltar los pezones erectos.
Marta tragó saliva, pero se recompuso al instante.
―Están enormes ―reconoció.
―El problema es que me duelen mucho, señora Marta— siguió Tatiana, angustiada—. Pedro me compró un extractor de leche, y lo tengo por ahí, pero no sé cómo se usa.
Era la oportunidad que Marta estaba esperando. En un par de segundos fraguó un plan para satisfacer el deseo morboso que la acosaba hacía tanto tiempo.
―Esos artefactos no funcionan, mi linda―dijo, dándoselas de entendida en el tema ―. Y si tu marido te lo compró es porque no puede ayudarte―. La interrogante mirada de Tatiana la alentó a continuar―. Los pechos te duelen porque están llenos de leche, ¿no es cierto? Pues bien, para aliviar el dolor tienes que extraerla. Así de simple. El aparatito que te trajo Pedro no sirve, sobre todo con pechos tan productivos como los tuyos. La solución es que amamantes.
―Pero no puedo obligar a mi bebé a tomar más de lo que quiere ―replicó Tatiana.
―Por supuesto. Lo que necesitas es encontrar a alguien que pueda extraer lo que no consume tu niño.
Tatiana abrió los ojos sorprendida.
―Pero… ¿quién me prestaría otro bebé para que hiciera eso? ―preguntó dudosa. “Es definitivamente bruta”, pensó Marta, pero contestó:
―No se trata de eso, mi amor. Para la cantidad de leche que se necesita sacar de tus senos, hay que recurrir a un adulto.
―Pero… no entiendo, señora Marta… ¿Me está tomando el pelo?
―¿De dónde sacas eso, niña? Con los problemas de salud no se juega ―replicó Marta, adoptando un tono dignamente profesional―. Pero tampoco es nada del otro mundo ―. Y sobre la marcha improvisó una mentira que le pareció perfecta para embaucar a su ingenua interlocutora―. Hace unos tres años ayudamos en este condominio a la vecina de la casa 47, que tenía el mismo problema. Por supuesto, fue un asunto muy delicado; ni siquiera su marido se enteró de que había recibido esa ayuda. Si te lo cuento a ti es porque estás en un caso muy parecido, y porque además te tengo mucho cariño y confianza. Pero ni se te vaya a ocurrir mencionarle nada a esa vecina, porque acordamos que sería un absoluto secreto.
―Le prometo que no le diré una sola palabra. ¿Y quiénes la ayudaron?
Marta sabía que se venía esa pregunta y en su cabeza aún no decidía como la iba a responder. Había dos situaciones que le mataban de morbo: primero, ansiaba tocar los pechos de Tatiana, eran enormes, bellos y sus pezones se apreciaban duros y sabrosos; segundo, le provocaba estertores de placer imaginar a Benito usar el cuerpo de la inocente joven. Pensó rápidamente en los pros y en los contra. Si le decía que había sido solo ella, su amiga y mentora, su vecina podría sentirse en confianza para dejarla tocar, saborear y extraer su elixir lácteo. Pero no sabía que tan liberal podría ser Tati; podría indignarse ante la idea de que otra mujer practicara con ella un ejercicio tan íntimo. Por otro lado, mencionar a Benito despertaría de inmediato la idea de infidelidad en la cabecita de la rubia. Pero si terminaba aceptando, nadie decía que solo su descarado marido terminara aprovechando el escultural cuerpo de la joven madre. ¡Dos por una!
―Benito hizo el tratamiento ―contestó, en un tono casi clínico.
―¡¿Don Benito…?! ―se asombró Tatiana.
―Así fue, Tati. Y también puede ayudarte a ti.
Tatiana se quedó un momento en silencio, rumiando esa desconcertante información.
―¿Y si se lo pido a Pedro…? —preguntó al fin, sumida en la confusión.
―No creo que resulte, Tati. Si él te compró el extractor, fue porque no podía ayudarte de otra forma. Verás: hay hombres a los que les da un poco de repulsión la leche materna. Si insistes, seguramente aceptará, pero eso podría provocarles a ambos serios trastornos en el futuro, quiero decir en sus relaciones íntimas, ¿me entiendes?
Tatiana asintió con la cabeza. Se miró las manos, que jugaban nerviosas en sus rodillas. Transcurrieron unos segundos que resultaron interminables para la embaucadora. ―Y a usted… —dijo de pronto la joven, sin mirarla—, ¿no le molestaría que don Benito… me ayudara?
“Está hecho”, se dijo Marta.

BENITO

Benito estaba envejeciendo; tenía cincuenta y cinco años, y el tiempo le estaba pasando la cuenta. Diez años atrás follaba casi todos los días, con su mujer, con alguna alumna que necesitaba mejorar sus notas, o, en el peor de los casos, con una callejera barata. Lo pasaba bien, y le gustaba pensar que la afortunada de turno también lo disfrutaba. Por algo tenía esa descomunal herramienta colgándole entre las piernas. Pero la muy cabrona parecía haber envejecido junto con él. En fin, bastante trabajo le había dado a lo largo de su vida. En todo caso, ya lo había asumido: no era el mismo de antes.
Todo había empezado a decaer cuando lo habían nombrado decano de la facultad. Le habían aumentado el sueldo, tenía horarios más ordenados, pero había perdido sus clases, y por lo tanto el trato directo con las alumnas. Ya no podía chantajearlas con el viejo truco de mejorarles las notas para tener sexo con ellas. Se habían acabado las sesiones clandestinas en moteles de mala muerte, y de ahí en adelante había tenido que conformarse con las películas porno que veía con Marta en la intimidad de su dormitorio.
Benito valoraba dos acontecimientos extraordinarios en la relación con su mujer. La primera era el día en que Marta había acudido a su oficina porque necesitaba alcanzar una nota en el último examen del curso; sabía que le había ido mal, y quería saber si ella podía hacer algo para subirla algunos puntos. No era la primera vez que él se aprovechaba de una situación así, y Marta no era la chica más linda que le había hecho la misma solicitud. Era mona, bajita, y casi no tenía pechos, aunque su juventud le aseguraba un cuerpecito rescatable. Pero todo eso se olvidaba al apreciar el potencial de su tremendo culo.
Ese día él decidió jugársela, y le pidió directamente el culo, a cambio de hacerla pasar de curso. Ella aceptó, y lejos de espantarse al ver la monstruosidad que la penetraría, se emocionó y disfrutó al máximo la terrible experiencia. Que esa pendeja hubiera cumplido como lo hizo, y que lo hubiera seguido buscando, pese a haber ya aprobado el curso, había marcado el primer gran hito en su relación.
El segundo tuvo lugar estando ya casados, el día en que Marta le enrostró haberse llevado a una alumna a un motel. Las razones estaban más que claras; ella misma había caído así. Sin embargo, en lugar de putearlo y echarlo de la casa, le pidió que le contara lo que le había hecho a la pobre chica. El fue honesto: le dijo que la jovencita estaba asustada, sobre todo al ver su verga. “¿La enculaste?”, lo había acosado Marta. Él había visto en sus ojos lo que ansiaba escuchar, así que mintió: le dijo que le había reventado el culo. La verdad era que la chica había lloriqueado tanto al ver el tamaño de su miembro, que al final él había aceptado una buena mamada, con champañazo incluido. “¿Lloró?”, preguntó Marta, y esa vez él no mintió. “Lloró como condenada”, le dijo. Entonces su adorada Marta, después de varios años de coitos mediocres, le había vuelto a entregar el culo, y habían gozado como adolescentes recién casados. De ahí en adelante, habían disfrutado durante un tiempo del sexo, aderezado con los morbosos relatos en los que él le contaba las insanas vejaciones a las que sometía a sus alumnas.
Cavilaba sobre eso mientras miraba por la ventana de su oficina y veía en el parque a las jóvenes universitarias, deseosas de obtener su título. Ahora estaban fuera de su alcance. Pero no todo era tan sombrío, pues él y su imaginativa esposa, junto con varios vecinos de tendencias similares, habían encontrado la forma de llenar el vacío de morbosidad que había quedado en sus vidas. Una vez por semana se reunían en cualquiera de las casas y practicaban diversos “juegos”, según la inspiración del momento. Su hermano Patricio no había tardado en incorporarse a esas sesiones. Benito creía que no sería bien recibido, pues era soltero y no aportaba una contraparte femenina. Pero su buena verga, casi tan contundente como la suya, había convencido a las vecinas, y la puta ocasional que llevaba había terminado por convencer a los vecinos.
Sonrió al recordar cómo su hermano trataba de “jugar” como un crío con Marta. Esa experiencia de búsqueda y rechazo era para el insano marido el punto más sabroso de muchos encuentros.
De pronto se puso a pensar en Tatiana. Lo traían loco de ansiedad las promesas de su mujer, que aseguraba que convencería a la rubia de asistir a las reuniones.
―Pero tiene que ser de a poco —le insistía Marta siempre que tocaban el tema. Benito no se resignaba a esperar; las pocas veces que la había visto, había sufrido una erección instantánea. Es que era tan hermosa. Alta, con esa cabellera rubia rizada, esas piernas perfectas, ese culazo de calendario y esas tetas de diosa. No le cabía en la cabeza que esa mujer pudiera estar más bella que antes, pero Marta le aseguraba que sus pechos habían crecido hasta convertirse en dos prodigios de la naturaleza. Además, era tan joven que podría ser su hija, y saber que era tonta e ingenua inflamaba su deseo de embaucarla y disfrutar su descomunal cuerpazo.
Volvió a su escritorio, y decidió calmar su ansiedad revisando la propuesta de un nuevo programa de estudios. Antes que abriera la carpeta sonó su celular.
―¡Ven a la casa de inmediato! ―lo urgió la voz de su mujer.
―Pero si acabo de llegar. ¿Qué pasa?
―Es Tatiana. La oportunidad que esperabas. ¡Ven ahora mismo!―. Y colgó.
Benito se quedó de una pieza, sin saber qué hacer. Un momento después sintió una fulminante erección que lo sacó de su ensimismamiento. Trató de ordenar rápidamente sus ideas. ¿Tatiana? ¿Oportunidad de qué? Pensó llamar de vuelta a Marta, pero desistió; sabía que no le respondería el teléfono, le gustaba jugar así. En todo caso, debía salir de ahí, tenía que ir a su casa. Se levantó, agarró su maletín, echó algunas carpetas dentro, cerró su notebook y lo guardó en su estuche. Cuando iba hacia la puerta reparó en la erección que se le notaba en los pantalones; no podía salir en esas condiciones. Dejó sus cosas sobre el escritorio, se dirigió al baño, y cuando dejó al descubierto su verga, vio que había adquirido un tamaño y una rigidez que no tenía desde hacía años. “Ahora no puedes ponerte así, idiota”, le espetó. “Será mejor que te encojas ya, o no sabremos qué está pasando con Tatiana”. Al ver que no le respondía, empezó a golpearla, mientras le decía: “¿Ves lo que me obligas a hacer?” Al cabo de unos interminables minutos, la bestia entró en razón y se resignó a esperar en estado de reposo. Benito voló fuera de su oficina. A la pasada le dijo a su secretaria que tenía una emergencia familiar y que no sabía si volvería.
Demoró veinte minutos en el trayecto (generalmente le tomaba media hora). Entró corriendo en la casa, vio que Marta no estaba, y la llamó al celular.
―Acabo de llegar ―dijo lo más calmado que pudo, y colgó.
Su mujer llegó cinco minutos después.
―No vas a creer lo que conseguí ―le soltó, sentándose junto a su marido.
―Dilo de una vez, me tienes en ascuas…
―Convencí a Tatiana de que te amamantara ―le soltó triunfante Marta.
Benito no lo podía creer. Marta le explicó el problema que tenía la muchacha con la aglomeración de leche en sus pechos, y cómo la había convencido de que él podía ayudarla.
―Le dije que ya lo habías hecho con otra vecina, pero que todo tenía que quedar en el más absoluto secreto, sin que ni siquiera Pedro se enterara. La tontita cree que es un sacrificio para ti, y que en este momento te lo estoy pidiendo como un gran favor para ella, porque soy su mejor amiga.
La excitación morbosa le había provocado a Benito una nueva erección. Benito quería besar a su mujer. Se piñizcaba para asegurarse de no estar soñando. El morbo de la situación lo tenían al borde de la locura.
―Pero debes tomártelo con calma —siguió Marta—. No permitas que se te note lo caliente que te pone esto. La Tati es ingenua pero muy recatada. Empieza por cambiarte de ropa, ponte los pantalones más holgados que tengas, y bájate eso que tienes ahí ―le golpeó el bulto que se le había formado en la entrepierna.
― No saco nada con bajarlo si va a crecer de nuevo apenas la vea.
―Yo lo solucionaré. Busca los pantalones que te dije. Voy enseguida a la pieza.
Benito obedeció. Fue al dormitorio y eligió el pantalón más amplio que tenía. Su mujer apareció con un rollo de cinta adhesiva en la mano.
―¿Qué vas a hacer con eso?―preguntó su atribulado marido.
Marta le ciñó la cintura con una vuelta de cinta, le apresó luego con ella la rígida verga y se la fijó al costado izquierdo, entre la ingle y la barriga.
―De todos modos se me notará ―dijo Benito.
―Ponte esta camisa. Es igualmente ancha, y te queda larga. Si te la dejas afuera, flotando sobre tu panza, te tapará como una cortina.
Benito pensó que su mujer lo tenía todo planeado. Se puso la camisa y comprobó que tenía razón: vestido así se veía aún más obeso, pero no se le notaba la tremenda erección que sufría.
―Ya está— aprobó Marta—. Ahora vamos, le dije que estaríamos ahí lo antes posible, no vaya a ser que se nos arrepienta.
Salieron a la calle y caminaron rápidamente a la casa de Tatiana.
Cuando la joven les abrió la puerta, Benito quedó pasmado. “¡Es cierto, está más buena que antes!”, se dijo.
Tatiana se había puesto unos pantalones de buzo y una blusa maternal que le quedaba muy suelta. Todo muy bonito pero muy recatado. Aun así, se veía soberbia.
Una vez que estuvieron adentro, la joven, visiblemente nerviosa, les ofreció algo de beber. Ambos rechazaron el ofrecimiento.
—Bien, Tati — dijo Marta—, aquí tienes a mi marido, que hará todo lo posible por ayudarte.
―No sé cómo agradecérselo, don Benito —dijo Tatiana, cada vez más nerviosa—. Pero le prometo que mantendré en completo secreto todo lo que haga por mí.
―No tienes nada que agradecer, Tati —respondió el astuto decano—. Para eso tomé un curso paramédico, para asistir a las madres que lo necesiten—. Lo del curso lo había inventado al vuelo; estaba decidido a aprovechar al máximo la oportunidad que se le presentaba.
―La señora Marta no me contó que había hecho un curso— dijo Tatiana.
―Bueno, después de ayudar a otra vecina que tenía el mismo problema me interesé en estos temas de primeros auxilios destinados a las madres jóvenes, y participé en un taller especializado que duró seis meses.
—Olvidé contártelo, querida— intervino Marta, respaldando a su marido—. Como ves, Benito es un experto, no puedes estar en mejores manos.
―Entonces usted manda, don Benito ―dijo la ingenua paciente―. Dígame qué tengo que hacer.
―Para empezar, debes cambiarte de ropa, corazón. La posición ideal en la primera parte del tratamiento es estar en puntas de pie a fin de mantener la tensión de la espalda, pues eso facilita la extracción de la leche. Por lo tanto, te recomiendo ponerte los zapatos con los tacos más altos que tengas.
Al viejo zorro le gustaba lo alta que era Tatiana. Y pensó que con unos tacos que le aumentaran la estatura ni siquiera tendría que inclinarse para cumplir su insano cometido.
―Tengo unas chalas adecuadas ―dijo la joven, y se volvió para ir a su dormitorio.
―Espera, Tati ―la detuvo Benito―. Busca también unos pantalones lo más ajustados posible, para activar tu circulación.
Tatiana se detuvo, indecisa ante esas instrucciones, y miró a su vecina, como pidiéndole consejo.
―Las calzas que usabas en la mañana estarán bien ―dijo Marta.
La muchacha se fue a su habitación.
Benito tomó la cara de su mujer y le dio un beso cargado de agradecimiento.
―Viejo, yo también quiero probar ―le advirtió Marta.

TATI

La habitación estaba en penumbra, Benjamín dormía. Tatiana abrió el armario y sacó las chalas blancas con taco alto que había usado una sola vez, en el matrimonio de un amigo de Pedro. Sobre la cama estaban las calzas ajustadas que se había quitado hacía poco.
Cuando la señora Marta había ido a buscar a su marido, Tatiana había sentido gratitud, y también un poco de cargo de conciencia por su amiga. Se ponía en su situación: si Pedro tuviera que auxiliar a otra mujer, y esa ayuda requiriera un íntimo contacto físico, estaba segura de que se sentiría celosa, o por lo menos incómoda. Pero su amiga, por ayudarla, le había pedido a su esposo que se sacrificara por ella. Estaría en deuda con la señora Marta aun más de lo que ya estaba. Sin embargo, no debía abusar de su generosidad. Había pensado que las calzas ajustadas que llevaba podían alterar de alguna forma a don Benito y a la vez incomodar a su amiga mientras era testigo del tratamiento; así que se las había cambiado por un pantalón sumamente holgado que había usado durante el embarazo, y una colorida blusa maternal que, si bien no podía ocultar sus descomunales pechos, por lo menos caía sin ninguna gracia, ocultando su abdomen y su cintura.
¿Cómo iba a saber ella que esas prendas no eran adecuadas para el procedimiento? Por suerte, don Benito tenía experiencia, y el hecho de que hubiera hecho un curso para tratar ese tipo de problema la hacía sentirse más tranquila, y doblemente afortunada. Se repitió varias veces que debía preguntarle a don Benito por sus honorarios. No quería que pensaran que era una aprovechadora, y que esperaba que la trataran gratis sólo por ser amiga de la señora Marta.
Se puso las calzas ajustadas. Le quedaban bien, pero sintió que no le apretaban lo suficiente. Pensó que por lo menos debía tener un poco de iniciativa y cooperar en su propio beneficio. Don Benito le había dicho que necesitaba una prenda lo más ajustada posible, así que buscó en el fondo de un cajón y extrajo unas calzas blancas. Las había comprado antes de quedar embarazada; por lo tanto, debían de quedarle bastante más ceñidas que las otras. Eran cortas, le llegaban apenas más abajo de la rodilla, pero supuso que no sería un problema. Bueno, don Benito decidiría. Se la puso sin problemas, pues, aunque le quedaba bastante apretada, era de tela bien elástica. Se colocó las chalas y pasó al baño para ver cómo le quedaban.
Era una costumbre espontánea de Tatiana mirarse al espejo después de ponerse cualquier prenda de ropa. Las calzas blancas se pegaban como una segunda piel a sus piernas y a su bien formado trasero, y los tacos altos se lo levantaban y lo hacían resaltar en toda su magnificencia, además de arquear su espalda en una espléndida curva. Sin duda don Benito sabía lo que había que hacer. Tan ajustadas le quedaban las calzas que se marcaba la forma de su tanga, aunque por suerte también era blanca.
Al levantar la blusa pudo apreciar el contorno de su cintura. Se sintió orgullosa del trabajo que había hecho con su cuerpo: ahí donde las calzas terminaban de ceñir sus caderas, apenas se generaba un pequeño cambio de relieve; no tenía nada que le sobrara, la máquina de spinning había sido un excelente reemplazo de la bicicleta. Por otra parte, los masajes y los cuidados que había tenido con su piel habían hecho maravillas: su abdomen parecía el de una quinceañera; sin ningún vestigio de su embarazo.
Mientras se admiraba, sintió que volvía el molesto dolor en sus pechos. Se alegró de tener por fin el remedio. Estaba aún algo nerviosa; ningún hombre fuera de Pedro y su doctor de cabecera la había visto desnuda. “No seas tonta”, se dijo. “Don Benito y la señora Marta sacrificándose para ayudarte, y tú toda vergonzosa por niñerías”. No debía hacer esperar más a sus vecinos. Abandonó su dormitorio, cerró la puerta con cuidado para no despertar a Benjamín, se armó de valor y avanzó por el pasillo para volver a la sala.
La casa de Tatiana era una de las más grandes del condominio. Tenía un living separado del comedor, y las habitaciones eran bastante espaciosas. A Pedro le gustaban los espacios poco arrebatados por lo que habían optado por muebles esbeltos para su decoración. La sala, aparte de un elegante aparador y una exquisita biblioteca, contaba solo con un sofá tapizado en cuero blanco tipo Chéster, ubicado en el centro de la estancia, y un par de sillas romanas del mismo color. Sobre los muros, a juego con el blanco de los muebles, destacaba un gran espejo finamente enmarcado y una marina de colores en sincronía con el tono de madera del piso y del mobiliario. Cuando la joven regresó, Marta estaba sentada en una silla y Benito se paseaba de un extremo a otro de la estancia.
―Estas calzas son las que me quedan más apretadas, pero me parecen un poco cortas; no sé si están bien —le dijo a Benito, sin darse cuenta de la cara de asombro con que la contemplaba.
―Inteligente decisión, Tati ―aprobó el decano, apenas recobró el habla. El viejo zorro, por lo que le había contado su mujer, había comprendido los conflictos internos de la joven.
A Tatiana le encantaba que elogiaran sus ideas e iniciativas, y pensó que su vecino era todo un caballero.
―Bien, querida, sácate la blusa para poder evaluar tu problema.
La joven, notoriamente inhibida, hizo amago de obedecer; puso sus manos en la solapa de la blusa, pero no se decidía a quitársela.
―Vamos, corazón —intervino suavemente Marta, para animarla a seguir.
―Ay, señora Marta, pensará que soy una tonta, pero me da mucha vergüenza mostrarlos… Pedro y mi doctor son los únicos que los han visto ―explicó, toda abochornada―. Por favor, disculpe, don Benito, deme sólo un momento.
―Por supuesto, Tati —la tranquilizó el decano—. Lo que te sucede es completamente normal, tómate todo el tiempo que quieras.
Marta se acercó a ella.
―No te preocupes, yo te ayudaré― le dijo, empezando a despegar los broches de la blusa—. ¿Está bien así? —le preguntó cuando los hubo soltado todos.
Tatiana asintió con la cabeza. Suspiró mientras Marta le deslizaba la blusa por detrás de los hombros y por los brazos, dejando al descubierto sus maravillosos pechos.
La cara de Benito lucía descompuesta. Parecía haberle sobrevenido una parálisis facial.
Pero Tatiana no se daba cuenta de nada, concentrada en su propia vergüenza. Al verse expuesta, se cubrió instintivamente con los brazos. Pero reaccionó al instante, entendiendo lo ridículo de su actitud si debían examinarla. Terminó de pie, abrazada a sí misma, acunando sus hinchados y adoloridos pechos. Sus pezones brillaban erectos, resaltando contra la nívea blancura de su piel.
Benito se le acercó con el rostro desencajado por la excitación. Su mujer lo tomó de un brazo y le clavó las uñas para que se controlara.
―¿Tan grave es? ―preguntó Tatiana, preocupada.
El viejo respiró hondo y se acarició la barbilla, simulando una intensa reflexión profesional. Estuvo unos instantes así, sin despegar la vista de las dos exuberancias que se ofrecían a su vista.
―Veamos―dijo el supuesto experto y luego la condujo hasta el gran aparador que había en el comedor, la puso de espaldas al mueble y la hizo apoyar en el borde sus manos y sus espléndidas nalgas, para que pudiera mantener el equilibrio. Tatiana quedó así, sin saberlo, en una posición escultural y tremendamente provocativa, pensando que era necesaria para asegurar un eficaz tratamiento. Benito le apartó hacia atrás la dorada cabellera y la tomó de los hombros para obligarla a arquear la espalda, consiguiendo una postura final que dejaba sus monumentales ubres expuestas en todo su esplendor.
Tatiana se contempló en un espejo situado en la pared opuesta de la estancia. Su pose era inequívocamente erótica, y el contraste entre su preciosa desnudez y la grotesca y decadente obesidad de don Benito le provocó una contracción nerviosa. Se obligó a apartar esas estúpidas ideas de su mente. La señora Marta estaba a escasa distancia, con la cara tensa de ansiedad. Seguramente se encontraba preocupada por su salud, por saber qué tan grave era el problema que la aquejaba. Y ella pensando tontamente en lo sensual que se veía y en lo poco agraciado que era el caritativo esposo de su amiga.

BENITO

El pobre Benito estaba a punto de sucumbir a su propia excitación; temía sufrir un infarto en cualquier momento. Pero ni eso lo haría dar marcha atrás. Había soñado incontables veces con ponerle las manos encima a esa hermosísima hembra, pero ni en sus más delirantes fantasías había imaginado una situación tan morbosa como la que estaba viviendo. La ingenua y deliciosa rubia estaba dispuesta a amamantarlo para aliviar sus hinchadas tetas, y lo mejor era que cumpliría ese deseo, pues él acabaría con sus molestias. Obviamente, no era la única forma, y tampoco la más recomendable. Debía haber aprendido a usar el extractor, o haber consultado a su médico; seguramente había una solución clínica para su problema. En última instancia, debía haberse confiado a su marido. Pero gracias a Marta, la portentosa rubia había recurrido a él para que le extrajera el exceso de leche que casi le reventaba las ubres.
La tenía contra el aparador, apenas vestida con las ajustadísimas calzas, que parecían confundirse con la tersa piel de sus piernas, y con esas nalgas de ensueño descansando sobre el borde del mueble. Ansiaba ver más de cerca los glúteos de Tatiana, pero por el momento estaba absorto en el hechizo de su descomunal busto.
Nunca había esperado tener a su disposición tan fabuloso par de tetas. Eran tan grandes que parecían disputarse el espacio disponible en el esbelto cuerpo de la rubia. Cada una parecía un globo inflado hasta los límites de su resistencia. Los pezones reinaban incólumes sobre los estanques de leche que coronaban.
―Ahora debes relajarte al máximo, Tati —le dijo, siempre en tono clínico—. Necesito palpar la zona afectada para determinar el grado en que están exigidos tus pechos—. Era su forma de pedir permiso para empezar a manosear a su ingenua vecina.
Tatiana asintió con la cabeza y soltó una risita nerviosa.
En un instante que nunca olvidaría, Benito posó sus toscas manos sobre uno de los senos de la joven. Sintió que la rubia se estremecía con un saltito al advertir el manoseo. Aunque las dos palmas de Benito estaban extendidas sobre la cálida piel, no cubrían ni la mitad de la superficie de aquel tesoro.
El falso paramédico comenzó con ligeros apretones. Apenas recordaba la tersa suavidad que implicaba la juventud. La firmeza de esa esfera lo impresionó.
Tatiana empezó a poner caras de dolor.
―Me duele, don Benito…―dijo con voz de niña.
Al oír su lastimera queja, Benito sintió que el animal amarrado a su cintura se encabritaba cada vez más.
―Aguanta un poco, querida, ya pasará ―prometió.
El maduro bribón se cambió al otro pecho y repitió los apretones.
―Han alcanzado el punto crítico —le dijo a su incauta víctima—. Pero no te alarmes, todavía estamos a tiempo de evitar daños permanentes.
Su intención era asustar a la joven y eliminar toda posibilidad de que pensara suspender el tratamiento.
―Debo hacerte un masaje para soltar el tejido. Tienes que ser valiente, Tati, todavía te va a doler un poquito ―le avisó el muy canalla, y atacó ambas tetas con un sobajeo más descarado.
La sensación de tener aquellos prodigios a su merced, y los reprimidos gestos de dolor de Tatiana, que la hacían morderse el labio inferior, lo tenían al borde del éxtasis. Cuando la joven cerró los ojos para aguantar estoicamente, Benito se permitió mirar a su mujer, y vio que su semblante evidenciaba un incrédulo asombro; le brillaban los ojos, y sus piernas, fuertemente cruzadas, se movían en un vaivén que seguramente intentaba satisfacer la morbosa excitación que crecía entre ellas. La insana pareja compartió una lujuriosa sonrisa cuando Tatiana no pudo contener un gemido de dolor.
―Déjalo salir, querida, es normal― la alentó el depravado decano.
Tatiana abrió los ojos ante ese consejo, y Benito, para deleitar sus propios oídos, apretó un poco más.
―¡Ay! ―dejó escapar la muchacha―. ¡Ay!… ¡Ayyy!… ¡Ayyyyyy!― se quejaba cada vez más fuerte con cada apretón.
A Benito le parecía vivir una ensoñación erótica. Las caras de angustia y los grititos de dolor de la preciosa rubia alcanzaban una intensidad en proporción directa a sus desvergonzados masajeos sobre esas increíbles ubres. Se le pasó por la cabeza que estaba tocando un mágico instrumento musical y que interpretaba “Oda a la inocencia”, en un concierto exclusivo para su embobada mujer. Las separaba, las unía, las hacía chocar, las apretaba, las levantaba, las dejaba caer…
―¡Ay!… ¡Uyyy!… ¡Ahhh!… ¡Uy, Uy, Uyyyyyy! ¿Cuán… to falta… don Be… nito?
―Aguanta, Tati… Ya casi estamos…
El viejo sinvergüenza se permitió otros diez minutos de sobajeo a las desnudas tetas de Tatiana. La pobre chica aguantaba heroicamente.
―Los tejidos ya están bien dispuestos —dictaminó Benito—. Ahora los pezones.
Cogió una teta con ambas manos y lentamente dirigió los apretones hacia el vértice de esa sublime esfera. Atrapó el rosado y erecto pezón entre sus gruesos dedos y lo retorció suavemente desde la aureola hasta la punta, consiguiendo que expulsara las primeras gotas de leche. Entonces atrapó con un rápido lengüetazo el sagrado elixir que se escurría por la tersa piel del seno apresado.
La joven se estremeció, y no pudo reprimir un suspiro.
―Es muy nutritiva tu leche, Tati —le dijo el decano, ardiendo de lujuria por las reacciones que provocaba en ese maravilloso cuerpo.
―Gracias, don Benito… ―atinó a responder la inocente muchacha.
Sin embargo, el astuto viejo tuvo cuidado de no extraer demasiada leche de los endurecidos pezones. No quería que Tatiana pensara que podía eliminar por su cuenta la causa de sus males. Le dio un tratamiento particular a cada uno, y luego, agarrando uno con cada mano, los estiró hasta volver a percibir reacciones de dolor en el rostro de su víctima. Dejó que volvieran a su posición original, los retomó entre sus dedos índice y pulgar, los hizo girar hacia ambos lados como una perilla de radio, y volvió a estirarlos hacia arriba. Le fascinaba ver cómo las voluminosas tetas eran arrastradas por las maniobras que ejecutaba con los pezones, y cómo Tatiana, condescendiente e indefensa, no se perdía detalle del falso tratamiento.
―Ahora debo preparar tu piel, querida —le dijo. Y ante la cara de desconcierto de la joven argumentó lo primero que se le vino a la cabeza—. Al extraer la leche disminuiremos en cierta medida el volumen de tus pechos; por lo tanto, debo preparar la piel para que adopte la nueva forma sin dejar cicatrices o estrías―. Al ver la cara de pánico de Tatiana supo que había acertado: la tontita adoraba su belleza―. No te asustes —la tranquilizó—, la saliva es un extraordinario agente estirador de la piel, así que voy a aplicarla en toda la piel de tus pechos, para que quede tan tersa como antes. ¿De acuerdo?
―Si, por favor, don Benito… Gracias, don Benito.
El viejo no cabía en sí de gozo cuando empezó a lamer y bañar con su saliva la teta izquierda de la joven.
―El roce de los labios mejora la absorción ―se detuvo a explicar en medio de la faena. Además, quería volver a escuchar los gemidos de Tati―. Y recuerda que debes relajarte. Si te duele, no lo reprimas, déjalo salir―. Creyó ver un destello de morbosidad en los ojos de la joven, pero descartó la idea de inmediato; no podía ser tan maravilloso.
―¡Ay…! ¡Ayyy… Ayyyy!… ¡Uyyy!… Don Benito… ay… le faltó un poquito por aquí… —le indicaba la rubia de vez en cuando.
El viejo se sentía en el cielo. Chupo desfachatadamente la totalidad de la teta izquierda de la madre primeriza. Trato especial le dio al duro pezón, limitándose a lamerlo; ya llegaría su turno de chupetearlo a conciencia. El sabor de la piel de Tatiana era afrodisíaco, el suave gusto a duraznos estimularon de tal manera las papilas gustativas del pobre viejo que lo tenían babeando como perro. Cuando separo con sus manos las portentosas ubres, para lamer el sensual espacio que las separaba, Tatiana fue víctima de un fuerte estremecimiento; como si lo hubiera venido aguantado de hace rato.
―Ay…Su bigote, Don Benito. Me hace cosquillas― se apresuró a explicar la joven. Estaba ruborizada.
―¿Te molesta mucho?.
―No, Don Benito. Siga… por favor― contesto de inmediato la joven. El viejo creyó ver que Tatiana había mirado fugazmente a la Sra. Marta. Como si temiera haber cometido alguna indiscreción. Se olvidó de ello apenas empezó su faena lingual sobre la teta faltante y escucho como se reiniciaban los gemidos de dolor. No le pareció extraño que la pobre chica se quejase, aun cuando solo estuviera lamiendo suavemente su pezón. Seguramente el dolor por la hinchazón de sus pechos se volvía más fuerte y constante.―No te preocupes mi vaquita… ¡que ya te ordeño!―pensaba el muy patán.
―Ah… Aaaaaah…Ayyyyyyyyy― parecía que a la chica empezaban a flaquearle las fuerzas. Los grititos se habían vuelto gemidos algo más débiles pero extrañamente más intensos.
Benito, decidido a aprovechar al máximo la pasividad de esa exquisita mujer, le puso las manos en la cintura y le acarició en forma casi imperceptible el borde de las ajustadas calzas. Entonces no pudo resistir la tentación, y mientras seguía lamiendo las sabrosas tetas, le puso una mano como al descuido en las nalgas. Tatiana estaba semisentada en el borde del aparador, de modo que sus glúteos sobresalían como una eclosión de magnificencia. Benito sintió la firme consistencia de esas ancas, y le pareció que su deleite crecía hasta desbordarse. Pero le duró sólo unos segundos, pues Tatiana, con un rápido y delicado movimiento, le retiró la mano y la puso otra vez en su cintura. El viejo se desquitó dándole una brusca y larga chupada en uno de los pezones, que arrancó un angustiado quejido a su víctima.
―Ya estás preparada —le dijo―. ¿Cómo te sientes, querida?
Las portentosas tetas de Tatiana brillaban lubricadas con la saliva del decano—. Y su ruborizado rostro completaba un cuadro increíblemente lascivo.
―Mejor, don Benito, gracias ―respondió la joven. Al viejo le dio la impresión de que evitaba mirar a Marta, seguramente por vergüenza.
―Te has portado muy bien, Tati. ¿Ves que dejar salir el dolor ayuda?
―Sí… Ha sido un poco… extraño. Pero me siento más relajada.
Marta se acercó y le tomó las manos.
―Has sido muy valiente, linda. Te debe de doler bastante, pero ya pasará. Ahora, antes de la extracción, me gustaría contarte un detalle sobre la experiencia que tuvimos con la vecina de la casa 47. Ocurrió que ella reprimía algo más que el dolor ―y Marta le hizo un gesto de complicidad, como insinuando que Tatiana entendía de qué hablaba―. Pero tú no debes avergonzarte por eso; es completamente normal. Tienes que aceptarlo y dejarlo salir. ¿No es así, Benito? ―y se volvió hacia su marido, como pidiendo su respaldo clínico.
El viejo captó en medio segundo lo que pretendía su mujer, y lo asimiló de inmediato. Las señales de placer morboso que él había creído percibir en el rostro de la rubia, y que había rechazado pensando que su propia lujuria lo hacía ver cosas que no existían, no se le habían escapado a su espabilada mujer, y ahora le había hecho un pase maestro para que él terminara rematando al arco.
―Es verdad, Tati —corroboró—. La vecina se reprimió mucho, y al principio el tratamiento no fue tan efectivo como esperábamos. Claro que en ese entonces yo aún no había hecho el curso, e ignoraba muchas cosas. Ahí aprendí que la sensibilidad y la distensión de los pechos de una paciente que sufre este problema están íntimamente vinculadas a su relajación, e incluso a su satisfacción erótica—. Y siguió improvisando embustes de esa índole, para insinuar claramente a dónde quería llegar. Cuando vio que la joven se ruborizaba aún más y clavaba sus ojos avergonzados en el suelo, supo que Marta había dado en el clavo, y se aprestó a rematar la faena—. Por lo tanto, no te avergüences, Tati. Disfruta y desahógate. La mejor forma de relajar las glándulas mamarias es convertir el dolor en placer—. Le alzó suavemente el rostro para encontrar su mirada—. Gime, grita, déjalo salir. Esto no tiene por qué ser una tortura, ¿no te parece?
―Pero… ¿qué diría Pedro…? —preguntó la ingenua muchacha, con voz apenas audible.
―Él querría lo mejor para ti —intervino Marta, con una sonrisa bonachona—. Además… estamos solos, y comprometidos a guardar el secreto. No hay nada que temer, querida.
―Pero me da pena por usted, señora Marta…―siguió angustiada la joven.
―No te aflijas por eso. Estamos aquí para ayudarte, y lo más importante es que te mejores.
―Gracias, señora Marta… Es usted una santa ―dijo Tatiana, con una tímida sonrisa.
Benito no recordaba haberse sentido nunca más enamorado de su mujer.

MARTA

Los gemidos de la rubia cuando Benito había empezado a lamerle las tetas habían hecho sospechar a Marta. Y cuando vio el salto de Tatiana y la nerviosa rehuida de su mirada, su sospecha se confirmó. ¡Estaba excitada! ¿Quién lo habría dicho? A la muy recatada princesa le estaba gustando lo que le hacía el veterano decano. Marta conocía las habilidades de su marido, pero aun así la sorprendió constatar que la magistral chupada de tetas había calentado a la beldad que tenían por vecina.
La morbosa excitación de Marta ponía a prueba a cada momento su autocontrol. Reconocía que Benito había dado en el clavo al inventar que había seguido ese curso paramédico, pues había logrado que la ingenua Tati se pusiera confiadamente a su disposición. Y después la tontita se había puesto esas calzas de infarto y unas chalas de taco alto que la hacían lucir como una estrella Playboy. Y ni hablar de cuando se había dejado sacar la blusa y había quedado desnuda de la cintura para arriba.
Pero por muy avispado que fuera su marido, Marta había tenido que intervenir para hacerle ver lo evidente: la muchacha estaba sexualmente reprimida, y había que inducirla a liberarse. Benito había captado de inmediato su insinuación, y dado un paso que prometía mayores avances en esa prodigiosa experiencia.
Marta consideraba a Pedro muy guapo, y envidiaba a Tatiana por haberse casado con un príncipe azul de ese calibre. Precisamente eso incentivaba el hambriento morbo que la quemaba. Estaba presenciando cómo la hermosa e ingenua esposa de Pedro se dejaba manosear y chupar por Benito, un hombre treinta años mayor que ella, y que podría ser su padre. Sin duda las circunstancias eran un condimento bastante sabroso: la ingenuidad de la rubia era carne fresca para el ingenio de Benito y para su propio oportunismo. Pero la raíz de su mórbida emoción estaba en la flagrante violación de la intimidad del joven matrimonio. Tatiana le recordaba a todas las chicas lindas que la habían mirado por encima del hombro; amadas por medio mundo sin necesidad de buscarlo, convencidas de ser mejores que el resto de los mortales. Y ahí estaba Tati: una belleza sin parangón, que le había permitido casarse con un hombre ideal. Ahí estaba la esposa fiel: engatusada, dejándose calentar por su viejo Benito. Ahí estaba: mirando cómo, a escasos centímetros de sus ojos, sus erectos pezones se perdían en ese entrecano bigote y sus fabulosas tetas eran bañadas de saliva por la ávida lengua de un maduro pervertido.
Ahora la muy tonta se preparaba para que Benito se alimentara de ella, y seguramente había decidido no reprimir ninguna sensación que pudiera invadirla. ¿A quién trataba todavía de engañar? Marta sabía que Tatiana estaba caliente. Se le notaba en la agitación del pecho, en el intenso rubor de sus mejillas, en el brillo de sus ojos. Estaba a punto de iniciarse la fase culminante del evento.
―Tranquila, preciosa ―dijo Benito, acariciando un brazo de la joven―. Ya verás que pronto voy a hacer desaparecer tus dolores.
Se arrimó al torso desnudo de Tatiana y capturó el pezón derecho entre sus labios.
―¡Ay! ―gimió la muchacha, dando un saltito.
Marta se apresuró a tranquilizarla. Se le acercó por un costado y la rodeó con un brazo por detrás, acariciando cariñosamente su espalda. Estaba ansiosa de ver de primera mano cómo su marido se embetunaba los bigotes de leche. Tatiana, ignorante de esas malsanas intenciones, le dirigió una sonrisa de agradecimiento.
A Marta le encantaban los pechos de Tatiana. Sintió envidia de Benito cuando aprisionó entre sus manos una teta de la joven mientras ejecutaba la maniobra de succión.
―¡Ah! ―profirió de súbito la rubia, y Marta no supo distinguir si esta vez era un grito de dolor o de placer.
―Deja que salga, cariño, no lo reprimas…
Tatiana mantenía los ojos cerrados.
―¡Ay!… ¡Uy!!… ¡Aaaahhh―. Los grititos se confundían con los gemidos.
Benito empezó a ordeñar y chupar la tremenda ubre, cada vez con mayor fuerza. Marta oía el ruidoso trasiego de la succión, y veía cómo algunas gotas del preciado elixir se escurrían por la mandíbula de su marido o por el voluminoso seno de la joven.
―Aaaaaayyyyy… Aaaaahhhhhhh… Mmmmmm… Don Benito… no se la trague, por favor… Mmmm… Aaaahhhh… No se moleste…―. La muchacha había abierto los ojos y miraba absorta cómo el hambriento fauno mamaba su leche.
―Tranquila, hijita ―se interrumpió un momento el viejo para mirar a la excitada muchacha —. Esta tibia y rica.
―Gracias, don Benito…
El viejo volvió a su menester.
―Aaaaaaahhhhh… Uuuuuuhhh… Aaaahhh… Aaahhh…
A Marta se le hacía agua la boca. Aguardaba estoicamente su oportunidad. La impresionaba lo caliente que estaba su marido. Sintió una ligera picazón en su ano; seguramente la bestia que había amarrado con cinta adhesiva estaba encabritada de hambre; presentía que, una vez en casa, Benito la soltaría entre sus nalgas. Era casi seguro que ese día le reventarían el culo. La idea le gustó, y decidió ponerle más candela al asunto.
―La leche materna es nutritiva —susurró al oído de Tatiana—. A mi marido le hará bien, e incluso la necesita. Dile que no te importa, que se la trague toda no más.
―Aaaahhhh… Don Benito… Uuuuhhh… Nútrase… con confianza… Aaaahhh… Mmmm… Tómesela toda…
―Gracias, querida―le susurró Marta. Un pequeño favor entre amiga.
Tatiana le apretó la mano.

TATI

El alivio del dolor fue inmediato. Tatiana contemplaba cómo don Benito extraía y tragaba el exceso de leche que le provocaba tantas molestias. Por momentos su vecino se distanciaba y le hacía ver cómo la habilidad de sus manos lograba que las gotas afloraran por su pezón. La rubia se alegraba de que no demorara en capturarlas con su lengua y siguiera mamando. Qué bueno que pudiera devolver el gran favor que le hacían nutriendo a don Benito.
Ahora estaba mucho más tranquila. ¿Cómo había sido tan tonta? Tan preocupada estaba de las cosquillas que le provocaban la lengua y el bigote de su vecino, que contenía cada suspiro. Hasta había temido que la señora Marta se diera cuenta de que el tratamiento que le aplicaba su marido le estaba provocando excitantes sensaciones. ¿Por qué tantas inhibiciones y reticencias? Si todo era normal, todo formaba parte de la técnica médica. ¡Qué valiosa experiencia tenían sus vecinos! Se sentía tonta por haberse dejado influir por sus temores como una niña, pero se consoló pensando que ella no tenía por qué conocer en detalle aquel procedimiento clínico.
Agradecía más que nunca la amistad de su solidaria vecina; la estaba apoyando con su cariño y permitiendo que su marido le aplicara aquel íntimo tratamiento. Pensaba en el secreto que ambas compartirían como en un juego de amigas, que la uniría mucho más con su leal colaboradora.
Se sentía aliviada en las expertas manos de don Benito. Y ya no se sentía culpable por disfrutar del magreo al que exponía sus hinchados pechos. Debía disfrutarlo. Lo exigía su salud.
―Aaaaahhh… Mmmmmm… Uuuuuuyyyyyy… Aliméntese bien, don Benito… Aaaahhhh… ―Qué contenta se sentía al devolverle el favor a su amiga. Después le preguntaría por qué su marido necesitaba leche materna. Ahora no le importaba; era estimulante pedirle a ese hombre ya entrado en años, casi un extraño, que sorbiera con ganas su íntimo elixir―. Tómesela toda, toda… Aaaahhh… Mmmm… Toda mi lechita…
Sentía las ásperas manos apretarle la teta para aliviar su hinchazón. Viendo el esmero y la dedicación que ponía aquel hombre en su empeño por sanarla, volvía el desconcierto a su simple conciencia. ¿Acaso era una mala mujer, una mala amiga al aprovechar tanto ímpetu para exacerbar sus instintos sexuales? ―Deja de pensar en eso―, se decía. ―No reprimas lo que sientes.
―Siga… don Benito… Aaaahhh…. Ayyyy―. Y continuó dando luz verde a todas sus sensaciones.
De pronto sintió que la mano de su sanador dejaba el arduo trabajo de estrujar su teta y se posaba más abajo de su cadera. “Pobre don Benito”, pensó, “ya debe estar cansado”. La mano no tardó en ubicarse en el voluminoso monte que se hinchaba sobre el borde del mueble en el que estaba apoyada. Sintió los dedos que exploraban sus portentosas nalgas, y eso le provocó excitadas sensaciones. Imaginar que don Benito quisiera tocarla como mujer le generó un flujo de deliciosos estremecimientos que no sabía cómo calificar. Pero al mismo tiempo la acusaba su conciencia: ¡su amiga estaba ahí mismo, por Dios! Seguramente don Benito, cansado como estaba, ni siquiera había advertido por dónde andaba su mano, y ella, desubicada, imaginándose tonterías. No estaba bien que siguiera disfrutando de la inocencia de su benefactor; en un lento y cariñoso movimiento, casi al compás del suave vaivén que había adoptado su cuerpo, retiró la mano de don Benito y volvió a posarla en su cintura. Entonces el viejo reanudó su concienzuda tarea de chuparle la teta para extraerle el resto de la leche.
―Aaaaahhhh… Uuuuuhhhh… Ayyyy…—. Los gemidos de la joven inundaban la estancia. Sus piernas habían empezado a agitarse, frotándose en un roce constante.
En cierto momento Tatiana miró a la señora Marta. Su amiga la tenía tomada de una mano, y parecía impactada por el insólito ritual del que era testigo. Cuántas ganas tenía la joven de decirle que ya no era doloroso, por lo menos en el seno que chupaba don Benito, sino que se sentía muy rico, tremendamente placentero. ¡Pero no podía! No podía confesarle a su mentora que los manoseos y succiones de su marido la tenían tan caliente.
La rubia liberó su mano de los cariños de la señora Marta y acarició el desconcertante rostro de la madura. Era su forma de agradecerle su ayuda en todos esos meses. De pronto sintió una punzada de dolor en el pecho izquierdo, que aún no había sido tratado por don Benito y que seguía hinchado como siempre; vio que la señora Marta le dirigía una mirada interrogante, y no pudo evitar que un desesperado gesto de súplica inundara su rostro.
En lo que Tatiana sintió como una heroica actitud, la señora Marta se zambulló en la doliente teta de la joven. La mano de la rubia, que hacía un momento acariciaba la mejilla de su amiga, ahora le revolvía el pelo de la cabeza, presionando y apoyando la mamada que estoicamente le perpetraba su amiga y mentora.
―¡Aaahhhhhh!… ¡AAAAHHHH!… ¡AAAAHHHH! ―gritaba Tatiana, en una explosión de lujuria.
Benito se detuvo un momento a admirar el sobajeo descontrolado y las babosas chupadas que su mujer consumaba sobre la otra gran tetaza de Tatiana. La leche saltaba al rostro de Marta como burbujeante champaña, y ella bebía cuanto podía. Para acercarse lo suficiente, la señora Marta había tenido que meter una de sus piernas entre las de su joven amiga, dejando casado el muslo de la rubia, frotándolo con su entrepierna como una perra en leva. Eso, y el evidente consentimiento de la joven, que parecía obligar a su mujer a mamarle la protuberante ubre, configuraban una escena altamente lasciva.
―Eso es, Marta, sácale toda la leche ―la animó Benito.
La arenga del viejo enardeció a Tatiana, que olvidó todo recato y lo agarró de la nuca para invitarlo a continuar chupándole la teta derecha.
Ahí los tenia, uno en cada ubre, succionando ávidamente. Tatiana amamantaba a sus maduros vecinos, disfrutando al tope ese momento. Debía rendir honor al sacrificio que hacían por ella; debía seguir sus indicaciones y dejar salir todo lo que sentía.
―¡AAAhhhhh!… Don Benito… Chupe… Chupe… ¡Mmmm!… Señora Marta… ¿Está… ricaaaa?… Trague… Trague… ―balbuceaba, gemía y gritaba la joven madre, en el más exultante momento de su sanación.
―Deliciosa, querida ―respondía Marta.
―Aaaahhh… Gra…cias … Uuuuuhhh… Mmmmm… Gracias…
―Riquísima, preciosa. ¡Nutre como ninguna!― confirmaba Benito.
―Sí… síiii… Nútrase… don Benito… Mmmm… Aliméntese de miiiiii…
Tatiana nunca había imaginado que el deleite sexual podía llegar a esos niveles. Pedro nunca la había hecho sentir así, pero se decía que ahora que lo había probado, podría compartirlo con su marido. No tenía por qué saber cómo lo había aprendido, no tenía que conocer los detalles; sólo debía disfrutar del resultado.
Sospechaba que luego se avergonzaría, pero en ese momento deseaba con locura un hombre que la gozara. Qué tonta había sido al apartar las manos de don Benito; seguramente su experimentado vecino usaba aquel contacto íntimo para sacarle toda la tensión, para expulsar de su cuerpo todo el dolor. Decidió que no era tarde, y, esperando que su viejo vecino no estuviera sentido con ella, cogió la regordeta mano que aún se posaba inquieta en su cintura y la puso sobre sus voluminosas nalgas. La reacción fue inmediata: la mano recorrió con salvajes apretones los glúteos de Tatiana, al unísono con el intenso masajeo con que la otra asaltaba una de las grandiosas tetas de la joven.
―AAAhhhh… Don Benito… Uuuuuuhhhhh… Siga, don Benito… y disculpe… es que… soy… tan tonta… a veces… AAAAhhhhh…
―Goza, goza, querida… Es por tu bien… ―Benito se saltó de pronto a la otra teta, y empezó a competir con la lengua de su mujer por el segundo pezón, que todavía despedía generosos chorros de leche.
La contienda entre la madura pareja se extendió a sus manos. Los territorios ya no tenían dueño; dedos, palmas y bocas disputaban indiscriminadamente en ambas colinas; un lujurioso juego en un maravilloso campo de batalla.
Tatiana era entusiasta testigo de lo que pasaba en sus pechos. A veces se permitía intervenir, y el cariñoso masaje en las nucas de sus vecinos se transformaba en un impulso que los dirigía hacia donde sentía más necesidad de acción.
―Ahí… Mmmmm… Ahí… señora Marta… Un poco más allá… Así… Siga… Don Benitooooo… Mmmm… Cómame por aquí… Eso es… AAAhhhhh ―aullaba la joven, completamente descontrolada.
El éxtasis de la rubia iba en aumento. Viéndose sorbida por don Benito, de súbito la asaltó la impensable idea de tocarle la verga. “¿La tendrá dura?”, se preguntó. La sola curiosidad por el tamaño de un pene extraño, ese atisbo de deseo por el miembro del marido de su amiga, le provocó una tremenda sensación de culpa. ¿Cómo podía ser tan corrupta, tan desleal? Pobre señora Marta… Pobre don Benito… Pobre Pedro…
Miró a sus inocentes amigos. Se fundían en un apasionado beso, descansando un momento del tratamiento. Eso era amor; aquellas personas se amaban entre ellas, y eran caritativas con las demás. Sus lenguas se entrelazaban mientras sus bocas sonreían, regalándose un momento de cariño entre tanto esfuerzo por ayudar al prójimo. Tatiana los observó, y pese a que trató de rechazar los insanos deseos que la dominaban, terminó por sucumbir a ellos.
Tomó una de sus portentosas tetas y la ofreció a las lenguas de sus enamorados vecinos.
―Sigan jugando aquí… —los invitó, y les cogió las cabezas para acelerar el desenfrenado lengüeteo que ambos emprendieron sobre la grandiosa ubre. Fue demasiado para Tatiana.
―¡Ay!… ¡Ay!… ¡Ya vieneeee! ¡Vieeeeneeeee!―. Y cayó en el éxtasis final. Sintió que su entrepierna se inundaba y que a la vez era atacada por violentas manos que intentaban llevar al máximo el increíble orgasmo que la acometía.
―¡AAAHHH!… ¡AAAAHHHH!… ¡AAAAAHHHHH! —gimió y gritó sin control ―. ¡AAAAAHHHH!… ¡Qué rico, don Benitooooooooooo!… ¡Señora Martaaaaaaaa.!…—. Los ojos se le nublaron, y creyó que iba a desmayarse.
Cuando amainó el largo orgasmo, Tatiana vio que las cabezas de sus vecinos yacían sobre sus pechos, resplandecientes de saliva y leche. Apenas podía creer lo que acababa de sentir. Si eso era un orgasmo, entonces nunca antes había tenido uno. Ese descubrimiento, y el deseo de querer experimentarlo en su relación marital, dejó en segundo plano el pasmoso resultado del procedimiento. Sus pechos no le dolían nada, y su volumen había disminuido notoriamente.
Había sido una experiencia indescriptible, y al mismo tiempo contradictoria. Del más alto deleite había pasado a la mayor vergüenza al recordar su trato con don Benito y la señora Marta. Se apartó de ellos, recogió su blusa y se la puso rápidamente. Al moverse notó que su entrepierna estaba empapada por una sustancia viscosa.
―Señora Marta, don Benito, no sé qué decirles… lamento mucho lo sucedido… no comprendo qué me pasó―. Y siguió balbuciendo disculpas atropelladamente.
―Lo hiciste muy bien, linda. Todo salió a pedir de boca ―la tranquilizó Benito.
―Estuviste de maravilla, chiquilla —agregó Marta—. ¿Ves, Benito? Te dije que Tatiana era muy lista y de buen criterio.
―No diga eso, señora Marta, por favor ―se avergonzó Tatiana.
―¿Cómo te sientes ahora? ―preguntó el decano ―¿Te duelen tus senos?
―Ya no, nada. Es maravilloso.
―¿Y estás relajada, o sigues tensa?
―Bueno, en realidad me relajé bastante…
—Es fantástico que te sientas así después de tu primera sesión ―se alegró Benito―. Te felicito; si hubieras esperado unos días más, habrías terminado en el hospital.
―¿Primera sesión…?
―Así es, Tati. No creerás que el problema ha quedado resuelto como por arte de magia. Estas dolencias son muy persistentes.
―Pero don Benito, me da mucha pena seguir molestándolo… Además, dígame cuanto le debo, por favor…―. Tatiana tomó su cartera, que estaba en un extremo del aparador, y sacó su chequera.
―Olvídate de eso, muchacha —le dijo Benito—. Eres amiga de mi mujer, y espero que en adelante también me consideres amigo tuyo. Así que me sentiré ofendido si insistes en pagarme, o si no me dejas seguir atendiéndote. Los amigos estamos para ayudarnos. Si alguna vez nosotros necesitamos ayuda, estoy seguro de que podremos contar contigo.
―Por supuesto, don Benito, no necesita ni decirlo —aseguró Tatiana—. Y aunque no necesiten mi ayuda, contarán siempre con mi eterna gratitud.
—Eso nos bastará, Tati. Bueno, ahora debemos irnos. Tenemos a nuestro perro Bobby herido, no es nada grave, pero Marta quiere hacerle una nueva curación.
Benito se despidió de Tatiana dándole un beso paternal en la mejilla, y Marta se alzo lo que pudo para besarla en la frente. La muchacha los abrazó efusivamente, reiterándoles sus agradecimientos.
Del brazo de su mujer, el decano caminó hacia la puerta dificultosamente; parecía que apenas podía mantenerse derecho. Tatiana pensó que quizás la dolencia que sufría, para la cual era buena la leche materna, le estaba pasando la cuenta. No se atrevió a preguntar, y se sintió culpable por haberle dado tanto trabajo en momentos en que debía estar descansando. Se prometió no negarle su leche mientras su cuerpo la siguiera produciendo
―Hasta mañana, avísenme si necesitan ayuda, me encantan los animales ―remató Tatiana cuando la pareja se encaminaba a su casa.

FIN CAPÍTULO 1.

 

Relato erótico: “De profesion canguro 04” (POR JANIS)

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Obsesión lingual.
 Tamara salió de la ducha, secándose con la gran toalla. Jimmy, su sobrinito la miró por un momento, enfrascado en sus dibujos favoritos. Estaba acostumbrado a ver a su tía desnuda, así como a su madre. No le dio importancia alguna.
―           ¿Vas a salir esta noche, Tamara? – le preguntó Fanny, desde la cocina.
―           Sí, cariño. He quedado con unas amigas para ir al cine y después a un pub.
―           Entonces, ¿no vas a cenar aquí?
―           No – respondió Tamara, asomándose a la cocina, totalmente desnuda, con la toalla al hombro.
Fanny sonrió, mirándola mientras cortaba unas verduras.
―           Estás preciosa – le dijo su cuñada, sin dejar su tarea. – ¿Vendrás tarde?
―           No lo sé, Fanny. Ya sabes como son estas cosas. Sabes cuando empiezas, pero no cuando terminas.
―           ¿Qué me vas a contar a mí? Un poco más y acabo alcohólica en la uni. De todas formas, es bueno que salgas con tus amigas. No puedes estar trabajando a todas horas. Necesitas divertirte…
―           Pero a veces me cuesta separarme de ti – le dijo la joven rubia, acercándose mimosa.
La pelirroja sonrió, dejó el cuchillo sobre la tabla y se inclinó para besar dulcemente los labios de su cuñada.
―           Si no vienes muy tarde, esta noche, despiértame – dijo Fanny, con una risita. – Te estaré esperando dispuesta…
―           Vale, cariño. Voy a vestirme – Tamara salió corriendo con un gritito que Fanny le arrancó al darle un cachete en el desnudo trasero.
Una vez en su dormitorio, Tamara se sentó ante el pequeño tocador y se pintó los ojos, sombreándolos con un tono marrón dorado y perfilándolos de oscuro. Últimamente, le encantaba el look de Taylor Momsen, sobre todo desde que muchas chicas le habían dicho que se parecía bastante a ella. Claro estaba que no podía asumir esa apariencia cuando trabajaba de niñera. No daría una buena imagen. Pero ahora que se dirigía a su segunda y secreta profesión, tenía que estar lo más guapa posible.
Dotó sus pequeños labios de brillo y de color rosa chicle y se colocó unos grandes aros en los lóbulos, así como una gargantilla de bisutería. Quedando complacida con lo que el espejo reflejaba, se levantó y se inclinó sobre la ropa que había dispuesto sobre la cama. Subió un culote negro por sus piernas que se ajustó divinamente a sus caderas, y desechó la idea de ponerse sujetador. Pantalones anchos de raso, en color lila, y una blusa cortita beige. Probó el escote desabrochando un botón y se sonrió en el espejo. Perfecta.
Sacó unos zapatos de alta plataforma y se los puso. Retocó su cola de caballo, pasándose el cepillo un par de veces y quedó satisfecha. Tomó un anorak del armario y un bolso a juego con los zapatos.
―           ¡Me voy! – exclamó al salir por la puerta de entrada.
―           ¡Diviértete! – le contestó Fanny.
Se subió a su Skoda Citigo y salió del barrio, en dirección a la ronda urbana. Tomó la dirección del centro, donde se encontraban los cines y espectáculos y pensó en su cita. Si Fanny supiera que no eran amigas del colegio con las que se iba a ver esa noche, sino con una madura señora, la cosa no acabaría bien, ni mucho menos.
Sus ingresos como canguro no eran tan lucrativos como su servicio de acompañante de féminas. Todo había surgido a partir de las relaciones que mantenía con algunas madres. Emma fue la primera en proponérselo.
―           ¿Por qué no me acompañas? – le dijo mientras ella cambiaba al pequeño Daniel.
―           ¿A cenar? – preguntó Tamara.
―           Sí.
―           Pero si no vas a llevar al pequeño…
―           No importa, quiero cenar contigo. ¿Te apetece?
―           Sí, estaría bien. ¿Las dos solas?
―           Sí, mi marido está en otra convención.
―           ¿A qué hora?
Aquella misma noche, sentadas frente a frente en el coqueto restaurante, Emma le dijo en broma:
―           Deberías cobrarme por cenar contigo. Estás tan guapa…
A Emma no le cobró, pero le sacó una cara pulsera que la mujer le regaló con mucho gusto. Desde ese momento, Tamara se planteó salir con otras mujeres por dinero y regalos. Una joven acompañante de féminas.
Claro que procuró separar sus clientes diurnos de las nocturnas. Las primeras solían ser madres jóvenes o trabajadoras, con las que era poco frecuente que mantuviera una relación, salvo una buena amistad. Las segundas, eran damas más maduras, más de su gusto, que querían algo más que una amistad. Las acompañaba al cine, a cenar, a ciertos espectáculos, e incluso había viajado a Cardiff con algunas de ellas. Solía pasar gran parte de la noche con ellas, e incluso dormían juntas, con lo cual necesitaba montar ciertas excusas para Fanny. Esa noche, había quedado citada con la señora Laundas.
 Emily Laundas miró su diminuto reloj de pulsera. Aún faltaban minutos para que se cumpliera la hora de la cita, así que procuró calmarse. Había sido todo un paso decidirse a quedar con una acompañante. Emily era una mujer muy vistosa, elegante, y opulenta, con unos bien cuidados cuarenta y cinco años. Llevaba un peinado de ciento cincuenta libras, exquisitamente esculpido. Emily pertenecía a esa alta sociedad reprimida que vegetaba en un gran apartamento de la colina Hossman, un barrio periférico y caro. Estaba casada con un arquitecto esnob, no tenían hijos, ni ella un hobby definido. Llevaba tiempo pensando en un amante, pero nunca se atrevió a dar el paso. Su amiga del club de campo, la señora Dencker le habló de cierta compañía hermosa, joven y discreta, que había utilizado en diversas ocasiones.
―           No me sentiría a gusto con un gigoló – le contestó Emily.
―           No, querida. No hablo de un hombre, sino de una chica. ¡No me digas que no hiciste algo en ese exclusivo internado en que estuviste de jovencita!
―           Bueno… – Emily enrojeció al recordar, de repente, las oscuras tardes de invierno, metidas entre las sábanas. Las risas y los felices tocamientos. Por un momento, deseó probar de nuevo.
―           Te daré su número, querida – le dijo su amiga, palmeándole la mano.
Había tardado dos semanas en decidirse, pero finalmente había llamado a la chica. Charlaron por teléfono y Emily quedó muy satisfecha de cuanto aquella chiquilla le decía. Su edad, sus preferencias, incluso su físico cuando le envió una foto con el móvil, le parecieron muy adecuados. Charlaron en un par de ocasiones más, antes de concretar la cita y Emily se sintió totalmente atraída por la dulzura de Tamara, por su aspecto aniñado, y por su necesidad de ser atendida por una mujer madura. Estaba impaciente por verla en persona.
Dejó pasar el tiempo, rememorando los jadeos y gemidos que llenaban la habitación que compartía en el internado Maifalder. Desde entonces, no había vuelto a tocar piel femenina, pero había soñado con Leonor, su compañera de dormitorio, muchas veces.
En ese momento, Tamara cruzó la puerta y Emily la devoró con los ojos. Parecía más niña, pero, al mismo tiempo, se movía con sensualidad. Era muy bonita, se dijo, antes de levantar una mano, atrayendo su atención.
Tamara sonrió al detenerse delante de la pequeña mesa de la cafetería. También ella estaba impresionada por aquella mujer al natural. Era mucho más opulenta y elegante de lo que pudo ver en la foto enviada. La mujer se puso en pie y le dio dos besos en las lozanas mejillas. Tamara sintió un leve tirón entre sus piernas. Aquello prometía.
―           Creo que te lo he comentado con anterioridad, eres muy hermosa – le dijo Emily.
―           Gracias, señora – sonrió Tamara.
―           Llámame Emily. Vamos a ser amigas, ¿no?
―           Por supuesto – “tú pagas”, se dijo la joven.
―           ¿Nos vamos?
―           Sí.
Tamara no se sentía como una prostituta, en absoluto. Primero, andaba sólo con mujeres, y segundo, algunas ni siquiera querían tener sexo, solo compañía. El Royal Scène no estaba lejos de allí, apenas un par de calles al norte, y llegaron enseguida. Era un cine antiguo, reconvertido como tantos otros de su época en un coqueto multicine con cinco salas, dos grandes y tres pequeñitas.
―           ¿Qué vamos a ver? – preguntó Emily, mirando la cartelera.
―           Lo que tú quieras, Emily – repuso Tamara. – Pero te aconsejaría esa película francesa.
Emily miró la dirección del dedo de la jovencita. “Le bonheur de mademoiselle Jodine”, leyó.
―           ¿Por alguna particularidad?
―           Sí, por dos. La sala es pequeña y oscura – levantó otro dedo –, y no va a entrar nadie más a ver esa película.
Emily se rió bajito. No era nada tonta la chica, se dijo. Se acercó a la taquilla y sacó dos entradas. Al entrar en el vestíbulo, donde la calefacción se notaba considerablemente, Tamara se quitó el anorak que llevaba. La señora Laundas la dejó caminar delante de ella, observando el bonito culito que le hacía aquel pantalón de perneras anchas. Notó que se le secaba la boca. ¡Dios! ¡Y si no estaba a la altura? Aquella niña era monísima y no quería fastidiarla. Tan sólo tenía que mantener la serenidad. Era como montar en bicicleta, una vez aprendido nunca se olvidaba.
La mujer observó la sala al entrar. En realidad era muy pequeña, apenas una treintena de butacas y una pantalla de dos por tres metros. Se sentaron al final, en el rincón más alejado de la puerta. Emily también se quitó su abrigo, disponiéndolo sobre sus piernas. Tamara, en cambio, lo dejó en el asiento contiguo.
Ni siquiera habían comprado palomitas ni refrescos. La señora estaba ansiosa realmente y no estaba para picotear. Como buena acompañante, Tamara no abrió la boca. Cruzó las piernas y se arrellanó en el asiento. La sala se apagó y comenzaron los anuncios y luego los extractos de novedades. Con satisfacción, la señora comprobó que apenas podía ver más que el contorno del perfil de Tamara. Sin duda, aquella chica se había sentado allí, en esa misma sala, en más ocasiones.
Emily ni siquiera esperó a que empezara la película para besuquear el suave cuello de la chica. Tamara se rió por las cosquillas. La mano de la señora palpó uno de sus muslos y luego ascendió hasta su blusa, colándose por debajo. Emily acarició aquellos dulces pechitos, regodeándose en el tacto y en la ausencia de sostén. Reconocía que se estaba poniendo muy bruta. Todo aquel toqueteo hacía reaparecer sensaciones que tenía olvidadas.
―           ¡Madre mía! ¡Qué tetitas más deliciosas tienes! ¡Quisiera mordisqueártelas cuando salgamos de aquí! – susurró Emily.
―           ¿Por qué no ahora? – respondió Tamara, alzándose la blusa y dejando sus marfileños pechitos al abrigo de la penumbra.
―           ¡Oh, joder, joder! – dos dedos de la señora pellizcaron en pezón izquierdo con fuerza, haciendo jadear a la chica rubia. Después, inclinó la cabeza y se apoderó de la punta del cono de carne con los dientes.
Tamara se estremeció completamente. Aquella mujer sabía tratarla como deseaba. Sí seguía por ese camino, no tardaría en correrse. Alzó una mano y acarició la cabellera de la señora, haciendo que mordiera con más interés. No se atrevía a pedirle un buen bocado porque no quería asustarla, pero sin duda es lo que más deseaba.
La mano de la madura mujer estrujaba convenientemente sus senos, arañándolos levemente con las uñas. Tamara se mordía el labio, tratando de retener los gemidos que amenazaban con escaparse. No pudiendo soportarlo más, Tamara levantó el rostro de la mujer y buscó sus labios con ardor. El ansioso beso tomó un poco por sorpresa a Emily, pero tardó poco en enviar su lengua en busca de su contrincante. Tamara sabía jugar muy bien con su lengua y los besos. Succionaba como nadie y tenía todo un repertorio de niveles de lengua, como los llamaba.
Emily comenzó a alucinar cuando Tamara se puso a ello. Se echó hacia atrás, dejando que la chiquilla tomara la iniciativa y se recostara sobre ella, saboreando su saliva, enfundando la lengua con sus labios. La mano de Tamara exploró su pecho, buscando una apertura para colarse. Desabotonó un par de botones y sus dedos se deslizaron como pequeños animales furtivos. Con dos dedos, sacó uno de los senos del interior de la copa, pero sus pellizcos fueron suaves y tiernos, levantando la cabeza de la aureola lentamente hasta conseguir que se endureciera.
―           Oh, sí, así…
Emily llevó una de sus manos al duro trasero juvenil, aprovechando que prácticamente la chiquilla estaba recostada sobre ella. El liviano pantalón permitía sobar a consciencia. Apretó salvajemente aquellas nalgas mullidas y tensas a la vez, sacando una queja de los labios de su acompañante. Sin embargo, Tamara aprovechó aquel movimiento para deslizar una de sus piernas entre las de la señora, subiendo la larga falda todo lo que pudo. Nada más sentir la presión entre sus piernas, Emily las abrió de par en par, dejando que Tamara hiciese lo que quisiese.
―           Ay, Emily, qué ansiosa estoy – murmuró Tamara sobre los labios de la señora.
―           Eres puro fuego…
―           ¿Puedo meter la mano? – preguntó Tamara como una niña buena, refiriéndose a las piernas de la mujer. — ¿Qué tipo de braguitas llevas?
―           … lencería fina…un culote tipo… boxer, amplio – jadeó la mujer, sintiendo como la mano de la chiquilla se colaba bajo su falda.
―           Me gusta – susurró Tamara a su oído.
Los dedos de Tamara remontaron el acrílico de los pantys hasta llegar a la entrepierna ofrecida. Allí, la humedad era evidente y notable. Frotó la vulva con los dedos extendidos y tiesos, haciendo tragar saliva a Emily.
―           Rompe los pantys… hazlo, putilla – rezongó Emily. – Tócame, Tamara…
La joven rasgó con pericia las medias sobre la entrepierna, permitiendo introducir una mano para acariciar suavemente el flojo pantaloncito de encaje que ocultaba el sexo de la mujer. En la penumbra, mordiéndose el labio inferior, Emily posó sus ojos sobre el rostro de la chiquilla, enfrascado en su caricia. Se le antojó bellísima con aquella escasa iluminación. ¿Por qué una chiquilla como ella rondaba mujeres maduras? ¿Qué clase de vida llevaba?
Alejó esas preguntas de su mente, ni era el momento ni su problema. Estaba allí para gozar de su acompañante, para gozar como nunca…
Dos dedos de la rubia se colaron por el lateral del amplio culote, topando con un coño de pubis bien recortado y labios mayores inflamados de deseo. Tuvo la impresión de acariciar la vagina de una compañera de su edad, porque aquel sexo no había dado de sí con ningún parto. Coló los dos dedos en su interior, escuchando el siseo de la mujer.
“Lento, hazlo lento, que no se corra enseguida”, se dijo, frenando el ritmo de su mano.
―           Aaah… putita… no es tu primera vez, ¿verdad? – musitó tras lamer los labios de Tamara, que mantenía su frente pegada a la de la señora.
―           No, señora…
―           ¿Te gustan las viejas como yo? – Emily la aferró fuertemente por la cola de caballo.
―           Me chiflan… pero no eres… vieja… mi señora – dijo Tamara, entre dientes, la cabeza ladeada por el súbito tirón.
Emily sintió como sus entrañas se licuaban al escuchar aquella denominación que había surgido tan natural de los delicados labios de Tamara. “Mi señora”. La hizo imaginarse tumbada sobre cojines plumosos, rodeada de chiquillas de todas las razas y colores, y decidiendo a quien desflorar o castigar, según le viniera en ganas. “Mi señora.” ¡Qué morbo le hacía sentir!
Los dedos de la chica se llenaron de lefa que amenazaba con desbordar el tejido y deslizarse bajo sus medias. Tamara llevó su dedo corazón a rascar suavemente el clítoris y se encontró con toda una sorpresa. Emily poseía un clítoris descomunal. Se lo imaginó sobresaliendo desafiante y rollizo, completamente tieso. Nada más rozarlo, Emily botó en la butaca de cine, dejando escapar un gruñido. Con tal órgano, Tamara debía llevar cuidado con sus caricias. Corría el riesgo de hacerla acabar enseguida y eso podía significar quedarse sin propina.
Sin embargo, cada vez le costaba más esfuerzo serenarse. Podía intuir lo increíblemente cerda que podía ser aquella burguesa y eso la ponía frenética. Deseaba meter su cara entre aquellas piernas y aspirar el aroma a coño maduro que debía desprender.
―           ¡No puedo más, señora! ¡Tengo que comérmela! – exclamó en un ronco susurro Tamara, tirándose de rodillas al suelo, entre las piernas de Emily.
―           ¿Qué…? – repuso la mujer, sorprendida por la vehemencia de la joven.
―           Quiero lamerle el coño… por favor… déjeme hacerlo… meter mi lengua en su sexo… por favor – Tamara gemía mientras sus manos subían el tejido de la falda para dejar la entrepierna de la mujer al descubierto.
Los ansiosos dedos desgarraron aún más la rotura de los pantys, permitiendo que una mano apartara a un lado el flojo culote y la lengua sedienta se lanzara a lamer cada gota de humedad.
―           ¡Ooooh, síííí… cómetelo todo… mi niña! – exclamó Emily, con voz ronca. Si hubiera habido otro espectador con ellas, lo hubiera escuchado sin duda.
La mujer se dejó caer en la butaca, levantando su pelvis para incrustarla en el mentón de la chiquilla. Ésta, arrodilla en el suelo, metía la cabeza bajo la falda, en busca del mayor tufo posible. La cubierta cabeza formaba un bulto que se agitaba en el bajo vientre y Emily la mantenía aferrada con ambas manos, una de sus piernas cabalgando el brazo de la butaca.
Totalmente a oscuras, los labios de Tamara aspiraron con fuerza aquel gigantesco clítoris, haciéndolo rodar entre sus dientes. Las caderas de Emily se dispararon como si hubiera recibido una descarga.
―           Oooiiigggg… p-para… paraaaa… aaahhggg… – Emily intentaba detener la lengua de Tamara, pero las palabras apenas brotaban de su reseca boca. Se estaba corriendo como nunca, traspasada por pequeños espasmos de puro placer. Ah, cuanto había echado de menos aquello… que siguiera lamiendo aquella niña, poco le importaba ya si se le escapaba unas gotas de pipi. – Sigue… sigue así, Leonor… por el amor de Diossss…
Tamara, dedicada a su tarea, escuchó aquel nombre extraño, pero no hizo pregunta alguna – tampoco era el momento – y siguió atormentando aquel botón de la locura. Sin duda, la señora estaba desvariando de gusto. A saber quien sería la tal Leonor.
Emily se corrió una segunda vez, en menos de un minuto, y en esa ocasión dejó escapar el mayor flujo que salió nunca de sus entrañas, llenando la boca de Tamara. Ésta se relamió tras tragarlo y salió de debajo de la falda. Estaba loca por gozar, pero sabía que aquella mujer sólo utilizaría los dedos para contentarla y, por eso, prefería salir del cine. La calentura de la señora la había puesto frenética y la había hecho gozar en los primeros quince minutos de la sesión. Ambas necesitaban una cama e intimidad.
―           Necesito que me folle… señora – murmuró, sin levantarse del suelo.
Emily aún jadeaba, recuperándose de su impresionante orgasmo. Su fiebre sexual había descendido a niveles controlables, pero el morbo seguía en su cerebro, activando imágenes libidinosas e inconfesables que mantenía su interés bien alto.
―           Aquí no podemos, pequeña.
―           A su casa… lléveme a su casa, por Dios. Me muero…
―           ¿Ahora?
―           Ahora mismo. Tengo el coche cerca – Emily la ayudó a levantarse, mientras pensaba en la propuesta. Su marido estaba en una convención, en Escocia. Estarían solas y ninguna vecina chismorrearía sobre dos mujeres en casa.
―           ¡Vamos! – se decidió la mujer, tomando su abrigo del suelo, donde había resbalado.
A su lado, Tamara se puso el anorak para que cubriera cualquier desperfecto en su ropa. El chico de las palomitas se quedó mirándolas, extrañado de que se marcharan tan rápidamente. De acuerdo que la película esa era un tostón, pero… ¿tan mala era?
Ya en la calle, ambas aspiraron el aire frío de febrero, calmándose algo. Caminaron hasta el coche de Tamara y ésta le preguntó a su contratante:
―           ¿Ha traído coche, señora?
―           No, cariño, vine en taxi.
―           Mejor – sonrió Tamara, abriendo su vehículo.
Emily contempló el rostro arrebolado de la rubita y sus límpidos ojos que la hacían parecer un ángel. ¿Estaba fingiendo cuanto habían hecho? La mujer no lo creía, era demasiado joven para ser tan buena actriz. ¿Cuál sería su historia?, acabó preguntándose. En un ramalazo de cordura, desechó la idea de preguntar.
Tamara arrancó y le pidió su dirección. Emily, tras decírselo, se volvió a sentir traviesa y juguetona. Avanzó una mano, depositándola en el muslo de la conductora. Notó los firmes músculos bajo el pantalón, activando los pedales. Sus dedos se clavaron en la entrepierna. Tamara se rió y le quitó la mano.
―           Nos vamos a matar como siga, señora – Tamara tan sólo utilizaba aquella forma respetuosa para referirse a su clienta. Sabía que le encantaba a la mujer y a ella también.
―           ¿Te lo han hecho alguna vez?
―           ¿El qué, señora?
―           Masturbarte mientras conduces – Emily volvió a colocar sus dedos en el sitio indicado.
―           No, nunca. Hace poco que conduzco…
―           Pues vamos a probar ahora.
―           No… espere…
Pero Emily no hizo caso. Desabotonó la cintura del pantalón y descendió la cremallera de la bragueta. De esa forma, pudo introducir su mano derecha, con la palma pegada al pubis de Tamara, deslizándose bajo el pegado culote.
―           ¡Por San Jorge! ¡Estás chorreando, niña!
―           Usted me tiene así, señora.
―           Céntrate en la carretera y déjame a mí – se relamió la mujer, introduciendo uno de sus dedos en el coñito de Tamara.
Aunque redujo la velocidad, Tamara no las tuvo todas consigo. Aquellos dedos la enloquecían, la traspasaban, la enervaban de tal manera que estuvo más de una vez a punto de soltar el volante y empujarlos hasta el interior de su cuerpo. Mantenía la sien derecha apoyada en el cristal de la ventanilla y los ojos se le entornaban de placer. Conducía sólo con una mano, la derecha. La izquierda estaba apoyada sobre el hombro de Emily. Ésta, sin llevar el cinturón puesto, se inclinaba un poco hacia delante, para poder admirar las expresiones de placer que adoptaba Tamara, entre suspiro y suspiro. Sus dedos estaban atareados entre los muslos y, de vez en cuando, giraba la cabeza para atrapar uno de los dedos de Tamara sobre su hombro y chuparlo.
La rubita se corrió dulcemente, sin abandonarse del todo, sin perder de vista la carretera. Al menos sirvió para calmarla algo y dejar que llegaran a la casa de la señora, un magnífico chalé de dos plantas, con amplio jardín, al que no presto nada de atención Tamara. Nada más cerrar la puerta exterior, Emily abrazó la chiquilla, desnudándola con impaciencia. Quería verla desnuda, necesitaba ver si era como había imaginado en sus caricias.
Así que ni siquiera subieron al dormitorio, sino que ambas quedaron desnudas en el despacho biblioteca de su marido. Entre risas y pellizquitos, Tamara quedó con las nalgas apoyadas al escritorio, mientras la señora la abrazaba y besaba profundamente.
Ahora que podía verla al natural, Tamara estaba muy satisfecha de la suerte que había tenido con aquella señora. Era bastante atractiva y su cuerpo algo flojo pero despampanante. Además, era toda una perra altiva que la trataba como Tamara se merecía.
―           Ven, putilla… te voy a devolver esa lamida… ¡multiplicada por siete!
Tamara chilló, divertida, cuando la señora la arrojó sobre un mullido sillón individual, tapizado con líneas verticales, beige y rojas. Tamara quedó espatarrada sobre el mueble y Emily se encargó, de rodillas ante ella, de abrirla bastante de piernas. Entonces, con un grosero ruido de succión, se lanzó a devorar aquel coñito que, para colmo, no tenía un solo pelito.
Tamara suspiró, cerró los ojos y dejó caer la cabeza a un lado, atrapando el pelo de la señora con una mano. Una sonrisa beatífica no abandonaba sus labios, al menos al principio. Luego, la lengua, labios y dientes de Emily aumentaron su paroxismo, llevándola a culear agitadamente para que aquella lengua se hundiera aún más en su sexo.
Sus quejidos aumentaron, su respiración se volvió jadeante, sus ojos giraban en las órbitas. La mano que posaba sobre la cabeza de Emily se agarrotó, convirtiéndose en una zarpa que tironeaba del arreglado cabello de la señora. Todo eso sucedía a medida que la lamida seguía, lenta y persistente.
―           Aaaaaoooohhh… me corro… señora, por Dios… – dejó escapar Tamara, cerrando sus piernas y atrapando la cabeza de Emily entre ellas.
Emily apoyó la barbilla sobre el pubis de la joven y la admiró mientras se recuperaba del orgasmo.
―           ¿Quieres un trago, putilla? – le preguntó, poniéndose en pie.
―           No, gracias… estoy de maravilla ahora…
―           Pues no hemos hecho más que empezar, niña – dijo la señora, sacando del mueble bar, una cara botella de coñac.
Emily atrapó un cojín, lo tiró al suelo, ante el sillón donde aún estaba desmadejada Tamara y se arrodilló de nuevo. Descorchó la botella y dejó caer algunas gotas sobre el ombligo de la joven. Emily se inclinó y las limpió con la lengua. Riendo, Tamara se abrió de piernas ante las indicaciones de la señora. Un reguero de coñac bajó por su vientre y pubis hasta correr por encima de su vagina, donde la ávida boca de Emily esperaba para recoger el licor.
―           Ay… escuece – se quejó Tamara, muy bajito.
―           ¡A callar, putita!
―           Sí, señora.
―           Te he prometido que te lo devolvería por siete, ¿verdad? Pues vamos a por la segunda, cariño…
Aquella noche, Tamara no regresó a casa ya que se quedó dormida, totalmente agotada, en los protectores brazos de la señora Emily. Las dos desnudas y abrazadas en la gran cama de matrimonio. A la mañana siguiente, junto con un opíparo desayuno, Tamara recibió un cheque de mil libras esterlinas y un enorme beso de despedida.
Mientras arrancaba su coche, deseó que la señora no tardara demasiado en llamarla otra vez.
Si queréis comentar algo, mi email es: la.janis@hotmail.es
 
 

Relato erótico: “Venganza de hermanita 2 ” (POR LEONNELA)

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Allí seguía, pegada a la habitación de mi hermana, mirando mórbidamente a través de la abertura de la puerta la consagración de su traición,  alterada por sus jadeos que espeluznaban mi sexo. La delgadez de mi hermana se veía magnifica estando despatarrada, sus pechos medianos ganaban   volumen producto de la excitación y ligeramente  se sacudían mostrándose aun mas tentadores, tanto que casi involuntariamente agarré los míos  acunándolos en mis manos y dejando que un suave jugueteo despierte  mis pezones.
Sus codos sobre el colchón, su espalda curveada de forma que su trasero se levantaba arrogante, y sus  muslos abiertos en una posición de perrita, desprotegían su sexo y permitían que sus carnes se abrieran para ser invadidas. Agarraba las sabanas, encrespando sus puños, producto del placer de ser duramente tomada, a momentos con lo ojos achinados y los labios entreabiertos volteaba el rostro sudoroso hacia él y me permitía ver su carita linda trasformada en un rostro herido por el puñal del placer.
Recibía tantos embates que quizá producto del agotamiento o de la calentura, se echaba hacia adelante, acomodando sus pechos sobre la almohada, mientras su trasero alcanzaba la posición perfecta para que David estando al filo de la cama pudiera darle una penetración aún más profunda, que daba la impresión de quedarse atrapado en aquella cavidad, como si fuera succionado por ventosas o  como si quisiera introducirle hasta sus gemelos, para luego descorcharse  y reiniciar el movimiento de mete y saca…
Era glorioso el espectáculo de sus testículos magullando contra la entrada, se veían duros, sonrosados, y tal como lo había imaginado, estaban hermosamente depilados tanto que me producía ganas de acercarme a gatas y mientras él se la follaba,  enseñarle lo que es una buena mamada, pero tenia que conformarme con lamer mis dedos húmedos de mi propio néctar.
El color sangre de las mejillas así como el sudor que brillaba incluso en los glúteos masculinos me hacia comprender que ya llevaban un buen rato en la cogida. Cómo hubiera querido estirar mi mano, rozarlo, y propinarle unos cuantos azotes para ayudarle a apresurar las movidas, pero no podía mas que deleitarme con mirar e imaginar que era yo quien estaba siendo cogida…
Sentía el agitarse de mi respiración y la sensación de llenura en mis pechos, y mientras me sostenía del marco de la puerta, presionaba  mis pezones, jugando  a estirarlos al ritmo en que mi hermana era penetrada. Me puse de cuclillas separando mis muslos, pasé mi mano entre mis piernas calentándolas con el vaho tibio de las ganas, apretaba mis muslos queriendo contenerme, pero mi libido era mas fuerte, me puse de pie y separando mis piernas, deslicé nuevamente mi mano por mi pubis, hallando forma de acariciar mi clítoris que en aquel momento era mi único consuelo.

Sorprendida fui testigo de como David  desistía de penetrarla, y separando los glúteos  de Gisella dejaba que su lengua transite por la vulva, recibiendo los jugos de un fuerte orgasmo que la hacia  relinchar,  chupaba como si fuera miel lo que descendía de las entrañas, y no conforme con eso deslizó su lengua hasta  bordear el trasero y hundirse vez tras vez en aquella gruta prohibida…diablos!! Y yo que pensaba que era de los que no les gustaba besar el cul…..
Qué calentura!!  de golpe volteé la vista hacia el pasillo y luego al ventanal que se ubicaba a la derecha, las persianas estaban cerradas y sin escuchar mas que  las necesidades de mi  cuerpo,  apresurada me bajé los pantalones, y haciendo a un lado mi tanga, presioné sobre mi clítoris buscando un desenlace que calmara esa sensación de ahogo en mi sexo, mis dedos se movilizaban de izquierda a derecha con urgencia, y tan solo  la imagen de mi hermana llena de saliva y chorreante de fluidos, y sobretodo ver desde mi escondite la ejecución perfecta de un beso negro  fue suficiente para que un orgasmo terminara de empapar mis bragas.
Las piernas me flaqueaban y mi garganta estaba seca, había tenido que callar los gemidos y morder mis labios para ahogar los gritos que acostumbraba dar cuando mi cuerpo llegaba a la gloria;  me tumbé contra la pared, procurando calmar mi respiración, acomodé mi brasier,  subí el cierre de mi jean, mientras los gimoteos de Gisella parecían retumbar contra con las paredes.
Definitivamente mi hermanita me sorprendía, por lo visto  era mas lista que yo, o más puta,  no solo  mi supuesta venganza había quedado frustrada sino que además me había utilizado para deshacerse de Rafael  y pasar un fin de semana de copas.  No sabía lo que resultaría mas conveniente, quizá debía contarle todo a Rafa, quizá enfrentar a mi hermana, tal vez seducir a David como un nuevo intento de castigarla, quien sabe, quien sabe lo que haría.  Aunque de hecho no me interesaba que Rafael descubriera aún la verdad, total aunque hubiera sido una dulce venganza acabar con su matrimonio, en nada me alegraría, ser justamente yo la que le regalara la felicidad, empujándola a los brazos de su amante, no, simplemente sería otro desquite sin fruto.
Aún envuelta en mis cavilaciones  permanecí allí, el morbo me tenía pegada a la puerta hasta el momento en que David, se encrespó en rápidos movimientos y luego lo de siempre, un  empuje contra la cadera desbordando todo lo que llevaba por dentro.  Se quedaron tendidos en la cama…
_David, estuviste increíble…mas que otras veces
_Así?  Genial, vamos mejorando, de eso se trata
_Si, claro…aunque no se si Maritza tiene algo que ver en esto?
_Tu hermana? porque dices eso?
_Sales con ella no?
_Solo hemos salido un par de veces y fue tu idea para que Rafael dejara de sospechar.
_Lo sé, pero eso no incluía que miraras su trasero y quien sabe que cosas más y no lo niegues!!
_Jajaja con que celosa eh?
_Te has acostado con ella?
_No, vamos, vamos deja de imaginar cosas…y ven para acá, sé como te gusta que te quite el enojo…ouuch …espera niña, espera no soy de hierro,  dame unos minutos iré tomar un poco de aire.
 Quedé casi petrificada al escucharle acercándose a la puerta, me deslicé rápidamente por el pasillo a la habitación contigua, en un intento de impedir que me descubriera, pero sus pasos tras de mí y el chirriar de la puerta abriéndose, me pusieron inquieta, como si yo fuera la que debía ocultarse.
Sin duda me había visto puesto que entró a la habitación haciendo un gesto de que guardara silencio, y pese a la impresión, no pude evitar bajar  la vista desde sus ojos claros hacia su bóxer,  pero ante su desvergüenza, rápidamente desvié la mirada, provocando su sonrisa burlona.
_Te gusta lo que ves?
Diantres que se creía este tío!! Se acababa de follar a mi hermana y ahora estaba  de guarro conmigo
_Idiota!, ve a seguir traicionado a tu mejor amigo, anda que mi hermana espera a que le des más…
_Pues, sospecho que no es la única que quiere…o me equivoco? murmuró  agarrándome un pezón que ya se mostraba duro a través de la camisetilla.
Lo apretó en círculos  tirando de él, haciendo que el placer castigue mi cuerpo, me gustaba el contacto de sus dedos, la suavidad de sus yemas rodeando mi botón,  pero orgullosa levanté mi mano en un intento fallido de abofetearle
Me sujetó de la muñeca y bajó con fuerza mi brazo dejándome inmovilizada e ignorando mi contrariedad acercó su mano a mi otro seno, alimentándolo de sus roces como si quisiera humillarme provocándome placer. Con todo el cinismo intentó sacarlo del brasier para manoseármelo con más libertad como si estuviera seguro que  no se lo impediría.
_Qué te crees? estúpido!!
_Estúpido? porque intento darte lo que quieres? Vaya que eres malagradecida, si de seguro ya tienes el coño mojado.
Le miré con desprecio para disimular  la calentura que me producían sus palabras, pero ignoró mis gestos indignados y apretándome contra su cuerpo me dejó sentir la erección que amenazaba con rasgar mi sexo y aún más se atrevió a sobajear la redondez de mi trasero sensualmente enfundado en el jean.
Mientras procuraba ocultar el gozo de ser morreada volvió a mi mente la imagen de mi hermana en cuatro, su cabello agitándose, el sudor resbalando por su cuello, sus pezones erectos, su sexo mojado, su predisposición de puta, y me dio envidia de sentir aquello que la hacia gemir tanto, diantres!! Me estaba tratando como a una viciosa cualquiera… y yo lo estaba aceptando.
_Vamos chiquita deja de reñir tanto, si esto te encanta,  mira como se te paran los pezones, y eso que aún no prueban mis labios, al instante llevó su boca a ellos, e inevitablemente expulsé mi pecho hacia adelante ofreciéndoselos, pero el maldito se detuvo y en lugar de lamerlos, no hizo mas que soplar sobre ellos, haciéndome berrear de ganas.
Su risa burlona, me volvía a humillar, y forcejeando le empujé dispuesta a salir.
_Detente…viciosa voyeur
Volteé a mirarlo sorprendida,
_Sí, eso que escuchaste: voyeur, o crees acaso que no me di cuenta de lo que hacías mientras disfrutabas espiando?
Tenias las tetas paradas y te las sobajeabas, mientras mirabas como me enculataba a tu hermanita, te pusiste tan caliente que no te importo quitarte los pantalones corriendo el riesgo de ser descubierta, y ahora que te quiero dar lo que necesitas te haces la difícil golfilla?
Sí, esos deditos entrando y saliendo de tu coñito me ponían a mil, por eso giré el cuerpo de Gisela para poder mirarte con mas facilidad, como me ponía verte allí semiflexionada con las téticas agitadas, el pubis descubierto y tu mano engolosinada entre tus piernas,  se me ponía mas dura  y arremetía contra tu hermana, pensando que era tu coño el que me comía, me pones niña, mira como me pones…
Dicho esto, bajó su bóxer dejando que su pene muestre totalmente su erección y sujetándome por la cabeza me obligó a mirar como se la jalaba.
Palidecí,  el maldito era certero con las palabras, y lograba desencajarme y debo reconocer que su trato grotesco me estaba calentando demasiado.
 

Nuevamente sus manos en mis pezones, ahora por debajo de la camiseta, masajeando mis pulpas, y empujándome por los hombros me obligó a deslizarme hacia abajo de forma que su pieza quedaba encallada entre mis pechos, navegando en un mar de saliva.
Mi cara quedó tan cerca, que percibía el aroma de mi hermana, y asqueándome apreté mis labios impidiendo su acceso, pero unos fuertes pellizcos en mis senos me obligaron a abrir la boca y dejar que me la enterrara hasta producirme una arcada, luego  empezó a deslizarla suavemente, con más tino, con más ritmo y apreté mis labios formando un anillo a su medida, por el cual entraba y salía a su antojo, definitivamente me gustaba chupársela.
_Así Maritza asiii…que  delicioso…sigue…sigue….lo haces mejor que tu hermana…
Había dicho la frase perfecta:…”mejor que tu hermana”…eso disparaba mi excitación a limites en que ya no me importaba nada más que demostrarle cuan golfilla podía ser.
Dejé mis pantalones por el piso, y terminé sentada sobre él, con mis brazos colgados de su cuello,  mis piernas abrazadas a su espalda, y llenando mi coño  con  su pieza.  Brincaba y agitaba mis caderas sobre su capullo, comiéndolo de apoco, bajando centímetro a centímetro, subiendo y llegando a profundidad, unos cuantos movimientos duros y esa sensación de querer morirme se reflejaba en mi ceño fruncido, en mis ojos achicados y en mis jadeos propios de una delicia de orgasmo.
Una nalgada me obligó a continuar como potra embravecida, repitiendo el vaivén de subida y bajada hasta sentir un amortiguamiento en mis muslos,  y la presión de mis uñas clavándose en su espalda…
Desde la otra habitación nos llegaba el  sonido del televisor,  me deleitaba imaginando  a mi hermanita tirada en la cama aburriéndose con alguna película de drama, mientras yo me divertía con  David. Cómo me encantaría que nos viera así, como animales alebrestados, traicionada en su propia casa, después de haber sido follada. Seguro se trasformarían sus gestos por la sorpresa, y sus ojitos claros parirían lágrimas de dolor…cómo me gustaría…cómo me gustaría….
Me tumbé sobre la cama ubicándome en cuatro, y ahí supe lo que es una buena cogida, mis gemidos se hicieron descontrolados  no se si por las buenas estocadas o por mi maligno deseo de que Gisella nos escuchara, mi espalda se arqueaba, y mi vulva hervía de tanto placer, un nuevo orgasmo palpitaba en mi sexo, largo e intenso, terminando de robarme el aliento…David continuó fustigándome  y unos pocos segundos después sus movimientos se aceleraron aún mas…

 

Un ruido en la puerta me hizo voltear: Gisella, parada en el umbral, pálida como si la muerte le hubiera besado el rostro.
David quiso parar por la impresión de verla, pero su orgasmo era imposible ya de detener   su pelvis se arremangó contra mi cuerpo, y soltó la irrigación de su néctar, mientras se le escapaban unos cuantos gemidos de placer.
Nunca tuve orgasmo tan delicioso, quizá porque David era un macho de primera o tal vez porque estuvo intrínseca la intención de castigar a Gisella…pero mi hermanita nunca dejaba de sorprenderme
_Siempre quisiste todo lo que era mío y veo que los años  no te han cambiado…verdad Maritza?
Se acercó, y acariciando mi mejilla maliciosamente susurró:
_Ya es hora de que aprendamos a compartir….
Diablos!! Si  que subestimaba a mi hermana,
Reponiéndome de la sorpresa, di un toque juguetón en su nariz y mirándola a los ojos respondí:
_Mmmm porqué no, después de todo…mamá siempre decía que las hermanitas no se pelean…sino que comparten todo lo que tienen…
Ambas reímos cínicamente, ante la mirada incrédula de David.

PARA CONTACTAR CONMIGO leonnela8@hotmail.com

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Relato erótico: “¡Un cura me obliga a casarme con dos hermanas! 2” (POR GOLFO)

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NUERA4

Sin título

Capítulo 2.

Mi hermano.
Estaba todavía abrazado a ellas, cuando escuché el timbre del chalet. Y antes que me diese tiempo de levantarme, vi a Dhara salir corriendo de la cama mientras se ponía una bata encima. Creyendo que sería un error porque no esperaba ninguna visita, me relajé acariciando a Samali, la cual, recibió con gozo mis mimos y pegándose a mí, buscó reactivar la pasión de la noche anterior. Mi pene salió de su letargo en cuanto sintió la presión de su mano recorriendo mi piel.
“Qué gozada”, pensé al leer en sus ojos el deseo y forzando con mi lengua sus labios, separé sus piernas y viendo que estaba dispuesta, la ensarté dulcemente.
No llevábamos ni medio minuto haciendo el amor, cuando su hermana entró en la habitación y poniéndose de rodillas junto a la cama, dijo:
-Esposo nuestro, un hombre que dice ser su hermano le espera en el salón-.
Me quedé helado al comprender que Javier se había enterado de mi vuelta y comprendiendo que cuando le contara que me había casado, se iba a cabrear, decidí bajar y enfrentarme a él. No en vano era mi hermano mayor y desde que nuestros padres habían muerto en un accidente, su mujer y él me habían acogido en su casa hasta que tuve edad de independizarme.
Al explicarle a las dos mujeres quien era y que no había tenido tiempo de informarle de nuestra boda, se quedaron aterrorizadas al no estar presentables ni tener nada preparado para ofrecerle y levantándose ipso facto, se pusieron a arreglar. Yo en cambio, solo me puse un pantalón y una camisa antes de bajar por las escaleras e ir al salón.
Javier, mientras me esperaba, se había calentado un café en el micro. Debía de estar extrañado que le hubiese abierto la puerta una muchacha hindú y por eso cuanto me vio entrar por la puerta, con una sonrisa, me soltó:
-No me puedo creer que te has traído una criada desde allá. No sabes lo difícil que va a resultar arreglarle los papeles-, en su tono descubrí que estaba preocupado por el poco criterio que su hermanito demostraba.
-No es mi criada-, contesté.
-Ah, ya me extrañaba. -, suspiró más tranquilo al pensar que era un ligue. -Tengo que reconocer que tienes gusto para las mujeres, esa cría está buenísima-.
Sin saber cómo plantearle el asunto, me serví otro café antes de aclararle la verdadera naturaleza de su presencia. Estaba a punto de empezar cuando las dos hermanas entraron en la habitación y sin darme tiempo a reaccionar, se arrodillaron a sus pies.
Mi hermano, completamente alucinado, me miró buscando respuestas a ese comportamiento, momento que aproveché para decirle:
-Javier, te presento a Dhara y a Samali mis esposas-.
-¡Me estás tomando el pelo!-, contestó sin acabárselo de creer.
Incrementando su estupor, Samali, la mayor, se levantó y besando su mano, le soltó:
-Es un honor, recibir en casa al hermano de nuestro marido. Solo espero que le disculpe por no haberle avisado de nuestra boda pero la urgencia de su vuelta a España, hizo que fuera imposible tener tiempo para hacerlo-.
-¡No me lo creo!-, exclamó indignado.
Dhara eligió ese momento para presentarse e incorporándose lo besó, diciendo:
-Comprendo su disgusto, pero si tiene que enfadarse con alguien es con nosotras.  A mi hermana y a mí nos resultaba imposible aplazar la boda y por eso, nos casamos este domingo-.
Que me hubiese casado, pase. Que fuera con dos mujeres, le cabreó. Pero saber que me había desposado con dos hermanas, le hundió y sentándose en un sillón, me pidió un whisky.
-Son la diez de la mañana-, respondí.
-¿Te extraña que necesite una copa después de lo que me habéis contado?-.
Sin esperar que se lo pidiera, Samali se dirigió al bar y poniendo dos, nos los trajo. Al ver que me sentaba al lado de mi hermano, las dos mujeres se arrodillaron frente a nosotros porque  querían ser testigos de la explicación y así no meter la pata.
Su presencia me obligó a mentir a Javier. No podía avergonzarlas en frente de mi hermano y por eso, sabiendo que se iba a enfadar no le hablé del engaño del cura sino que le dije:
-Siento no haberte avisado  pero si te lo hubiera dicho, hubieras intentado que recapacitara. En cuanto las conocí, me enamoré de ellas y supe que no podía elegir a una dejando a la otra. Como su familia estaba de acuerdo, me casé el mismo día que me venía. Sé que es difícil de comprender, pero antes de que hables quiero que sepas que nada de lo que digas va a hacerme cambiar de opinión-.
-Estás como una puta cabra-, me soltó y poniendo cara de angustia, dijo: -¿Cómo cojones le voy a decir a María lo que has hecho?-.

-Si usted lo prefiere-, intervino Samali,-deje que seamos nosotras quienes se lo digamos. Su mujer lo comprenderá mejor si lo oye de nuestros labios. Mi hermana y yo le explicaremos que nuestro amor es puro y que en modo alguno nos hemos visto forzadas. Haga como si no sabe nada y esta noche, buscaremos el momento mientras vienen a cenar. Usted solo debe decirle que su hermano ha aparecido en España con dos amigas-.

Viendo una salida, Javier aceptó y terminándose la copa de un trago, se despidió preguntando a qué hora era la cena:
-A las nueve les esperamos en esta, su casa-, contestó la pequeña de las dos, acompañándole hasta la puerta.
Nada más desaparecer mi hermano, las dos mujeres me preguntaron un tanto confusas porque me había inventado esa historia.
-Os quiero a las dos y según la mentalidad europea, si cuento que os conocí el día de la boda, pensarían que os he comprado-.
-Pero eso es lo que ha hecho. Pagó nuestra dote, liberándonos de un destino horrible-, preguntó extrañada Samali. -Su acción lejos de merecer reproche, le dignifica-.
-Según vuestra forma de pensar, sí. Pero según la española, nunca considerarían valido este matrimonio y os verían como algo digno de lástima-.
-Aunque no lo comprendo… entonces-, preguntó Dhara, -¿ha mentido para darnos un lugar y que nadie nos menosprecie?-.
-Así es-, respondí.
Tras recapacitar durante unos instantes, las dos hermanas sonrieron y cogiéndome del brazo, me llevaron escalera arriba.
-¿Dónde vamos?-, pregunté al ver su alegría.
-A intentar darle un hijo al mejor de los hombres-, respondieron mientras me bajaban la bragueta del pantalón.
Ni siquiera dejaron que me tumbara. Arrodillándose a mis pies, las dos hermanas compitieron con sus bocas a ver quién de las dos podía absorber más cantidad de mi pene en menos tiempo. No me cupo ninguna duda que Samali ganó, porque fue ella la que consiguió introducirse mi extensión obligando a Dhara a conformarse con mis testículos. La visión de esas dos preciosidades prostradas mientras buscaban mi placer, hizo que me excitara alcanzando una erección como pocas veces había experimentado. Ellas, al comprobar el resultado de sus caricias, como posesas, buscaron extraer el jugo de mi sexo.
Avergonzado, noté que el placer se acumulaba en mi interior y temiendo eyacular antes de tiempo, les pedí un respiro:
-Tranquilas, si seguís así, me voy a correr-.
-Eso queremos-, contestó la pequeña dejando por unos instantes sus mimos, -riegue con su simiente la boca de mi hermana, que luego ya tendrá tiempo de hacer germinar nuestros vientres-.
Su completa entrega fue la gota que colmó mi vaso y dando un suspiro, dejé que mi pene soltara la tensión que en ese momento me dominaba. Samalí aceptó la ofrenda con gozo y saboreando mi semen como si fuera un manjar, se lo bebió gimiendo de placer. Acababa de limpiar con su lengua mi última gota, cuando me vi forzado a tumbarme y desde esa posición, observé como mis dos mujeres se desnudaban sensualmente. La primera en terminar fue la pequeña que lanzándose sobre mí, restregó su delicado cuerpo contra mi piel, consiguiendo reactivar mi maltrecho pene. Ni siquiera esperó a que descansara, abriendo sus piernas, se fue empalando lentamente hasta hacerlo desaparecer en su interior.
-No es justo-, protestó su hermana, -soy la mayor y por lo tanto, debe ser a mí a quien posea en primer lugar-.
Dhara, moviendo sus caderas, le sacó la lengua y dirigiéndose a mí, dijo: -¿Verdad que me toca a mí?-.
No le contesté. No debía entrar en ese juego, por lo que, para evitar males mayores, cogí a Samali de la cintura y le dije:
-Quiero devolverte el placer-.
La muchacha se rio y pasando su pierna por encima de mi cabeza, puso su sexo en mi boca. Por mucho que lo viera, no podía acostumbrarme a su belleza y haciendo caso a lo que me pedía el cuerpo, separé sus labios y con la lengua, la penetré. Samali suspiró al ver hoyada su abertura y olvidándose de la afrenta sufrida, besó a su hermana mientras disfrutaba de mis caricias. Buscando alargar mi penetración, me concentré en el clítoris que tenía a mi alcance y con suaves mordiscos, fui torturándolo hasta oír los gemidos de su dueña. El sabor de ella recorrió mis papilas, impregnando mi paladar de un dulzor imposible de describir. De su cueva no tardó en brotar un arroyo espeso, antesala al clímax que se estaba gestando en su interior. Al notarlo, aceleré los movimientos de mi lengua, recogiendo cual cuchara el flujo que la muchacha me brindaba.
Samali frotando su sexo contra mi boca, se derritió dando gritos, consiguiendo adelantarse a su hermana en la carrera de ser la primera en correrse, tras lo cual, bajándose de mi cara, se acostó a mi lado, y cogiendo un pezón de la hermana, lo pellizcó entre sus dedos mientras me susurraba al oído:
-No se preocupe, nunca me pondré celosa de esta casquivana. Es parte de nuestro juego-, y poniendo cara de viciosa, prosiguió diciendo: -Pero si quiere castigarla por adelantarse, cuente conmigo-.
Solté una carcajada al comprender que esas dos hermanas se divertían inventando una rivalidad que no existía y lanzándole un órdago, le ordené castigara a Dhara por su osadía. Supo que estaba haciéndome partícipe de su travesura y poniéndose de pie, empezó a azotar el trasero de la pequeña mientras le recriminaba ser tan ligera de cascos. Esta al notar las nalgadas, gritó como si la estuviesen matando e incrementando el ritmo de su movimiento, cabalgó sobre mí, desbocada.
-Serás puta-, le recriminó bromeando la mayor.
-Sí, soy la puta de nuestro esposo-, contestó chillando mientras se corría. -Él sabe que me tiene con solo mirarme-.
Sus palabras hicieron que cambiando de postura la pusiera a cuatro patas y que de un solo empujón, la cabeza de mi glande chocara contra la pared de su vagina. La nueva posición prolongó su éxtasis y gimiendo, me pidió que la usara.

-Tomémosla juntos-, rogó Samali pegando su cuerpo al mío,  simulando que éramos uno, quien la poseía.
Alucinado escuché gemidos de placer a mi espalda porque,  en su fantasía, era ella quien estaba penetrando el cuerpo de su hermana. Tanta excitación hizo que pegando un grito, lanzara mi simiente en su interior de forma que si su vientre resultaba germinado seríamos tres los progenitores.

Al caer agotado, me acompañó Samali en mi caída. Apartándose hacia la izquierda, Dhara permitió que nos tumbáramos sobre las sábanas. Con una hermana a cada lado, descansé mientras pensaba en la oportunidad que ese cura me había brindado.
Los preparativos.
La tensión de las dos hermanas se fue incrementando con el paso de las horas. De un nerviosismo lógico fueron pasando a un terror patológico, producto de la necesidad de ser aceptadas. Les había contado que María, mi cuñada, era una persona importante porque ante la ausencia de mi madre, ella  había adoptado ese papel. Siendo joven, me llevaba solo diez años, me cogió siendo un crío de quince y no me soltó de debajo de sus faldas hasta que decidió que era lo suficiente maduro para valerme por mí mismo. Al yo quererla, les obligaba a llevársela a su orilla y convertirla en su defensora.
Al terminar de comer, me pidieron que me fuera de la casa porque, aunque no se atrevieran a decírmelo, comprendí que lo único que hacía era estorbar. En un principio pensé en ir a ver a un amigo pero lo reconsideré al saber que daba igual a quien fuera a ver, a cualquier de  ellos tendría que explicarle que me había casado con dos mujeres y por eso, poniendo ropa de deporte, salí a correr.
Tardé dos horas en volver. Al entrar por la puerta, me sorprendió comprobar que habían dispuesto la mesa al modo occidental y que junto a los platos, ¡había cubiertos!. A todo aquel que no haya estado en la India quizás no le resulte raro pero en ese país lo correcto es comer con las manos. Tratando de buscarle un sentido, adiviné que ese cambio se debía a las ganas de agradar y que nuestros invitados se sintieran cómodos durante la cena.
“Qué listas”, rumié para mis adentros, “se han percatado, sin necesidad de que se los dijera, que un español vería con irritación que su anfitrión metiera las manos dentro de la fuente de comida común”.
Satisfecho por su sentido común, subí a ducharme. Al no verlas por ningún lado, entendí que esas dos crías debían estar en la cocina ocupándose de que todo resultara perfecto y por eso, me metí en la ducha sin molestarlas. Acababa de terminar y estaba secándome cuando vi a  Samali mirándome desde la puerta. Curiosamente en su rostro se reflejaba un dolor enorme.
-¿Qué te pasa?, pregunté extrañado.
-¿Por qué no nos ha avisado de su llegada?, si no nos informa que está en casa, no podremos servirle como se merece-.
-Por eso no te preocupes, pensé que estabais ocupadas y preferí no molestaros-, contesté ingenuamente.
De improviso, sus ojos empezaron a poblarse de lágrimas. Y hecha un llanto, se arrodilló a mis pies diciendo:
-¿Qué hemos hecho mal para que nos castigue de esa forma?-.
-Nada-, respondí ignorando que regla había roto.
-Entonces porque nos niega el placer de ducharle. Piense que he dejado mi antigua vida atrás, con el único objetivo de cuidarle y si no puedo hacerlo, mi existencia carece de sentido-.
Asumiendo que desde su óptica la mujer tenía razón y que debía de aprender a comportarme, le acaricié la cabeza, diciendo:
-Perdona-.
-¿Puede su esposa al menos secarle?-.
-Por supuesto, pero te exijo que cuando acabes también me vistas. No querrás que tu marido reciba desnudo a sus familiares-.
-Sería imperdonable-, respondió con una sonrisa mientras cogía la toalla de mis manos, -pensaba hacerlo pero antes creo que el dueño de la casa debería castigar a su mujer-.

-¿Y qué crees que se merece?-, contesté percatándome del doble sentido de sus palabras.

-Un tigre marca a su hembra con un mordisco en el cuello mientras se aparea. Creo que con eso será suficiente para que esa malvada esposa entienda quien es su señor-, murmuró antes de con delicadeza llevarse mi sexo a la boca.
No dejé que continuara, cogiéndola entre mis brazos, volví a la habitación y la deposité sobre la cama. Con genuino deseo, fui desnudándola sin dejar de besar esos labios que me volvían loco. La mayor de mis esposas suspiró al sentir que mis dedos recorrían sus pechos y sin pedirme opinión, se arrodilló sobre las sábanas y girando su cabeza, pidió que le hiciera el amor.
Verla tan dispuesta, terminó de excitarme y poniéndome a su espalda, recorrí con mis dedos su vulva para descubrir que la humedad anegaba por completo su sexo. Ella, por su parte, al experimentar mi primera caricia, gimió, presa de deseo y forzando un contacto que necesitaba, cogió mi pene con su mano.
-Tranquila-, susurré mientras separaba sus nalgas, -voy a tomarte como te mereces-.
Comprendió que iba a desvirgarle su entrada trasera y asustada, me rogó que lo hiciera con delicadeza. Aunque no hacía falta que me lo pidiera, eso, reafirmó mi decisión de conquistar su último reducto. Recogiendo parte de su flujo con mis dedos, fui relajando su cerrado músculo con prudencia. Samali no pudo evitar que un quejido saliera de su garganta al sentir que una de mis yemas se introducía en su interior. Moviendo mi falange contra las paredes de su ano, aflojé su tensión gradualmente. Cuando comprobé que entraba y salía con facilidad, di mi siguiente paso introduciendo otro dedo en su estrecho conducto.
-Amado mío-, suspiró al sentir que lejos de ser desagradables, mis incursiones le estaban resultando placenteras.
Siempre había supuesto que era doloroso y por eso, al descubrir que su cuerpo reaccionaba con deseo, movió sus caderas demostrándome su aceptación. Como no quería hacerle más daño del necesario, seguí relajando su esfínter hasta que comprobé que se encontraba suficiente relajado y entonces llevando mi pene hasta él, introduje suavemente mi glande en su interior.
Chilló de dolor al experimentar que su entrada trasera había sido traspasada pero no hizo ningún intento de separarse, al contrario, esperó a que se rebajara su molestia para echar hacia atrás su trasero. Mi pene se introdujo lentamente en su interior de forma que pude sentir como mi extensión forzaba los pliegues de su ano al hacerlo. Contra toda lógica, el sufrimiento la estimuló y llevando su movimiento al extremo, no cejó hasta absorberlo en su totalidad.
-¿Te duele?-, pregunté.
-Sí, pero me gusta-, respondió con una pasión desconocida por mí y hecha una loca, retomó el vaivén con desenfreno.
Poco a poco ese ritmo alocado, permitió que mi sexo deambulara libre en su interior. La muchacha poseída por un salvaje frenesí, me pidió que no tuviese cuidado. Haciendo caso, usé sus pechos como apoyo y acelerando mis penetraciones, la cabalgué como si fuera una potra. Ella, totalmente descompuesta, gimió su placer e incorporándose me pidió que la castigara. Comprendí lo que deseaba y acercando mi boca a su hombro, lo mordí con fuerza. Su grito de dolor no me importó y clavando mis dientes en su carne, forcé su espalda mientras mis dedos acariciaban su excitado clítoris. El cúmulo de sensaciones hizo que su orgasmo fuera brutal y retorciéndose en mis brazos, se desmayó agotada.
Cuidadosamente la tumbé en la cama y tumbándome a mi lado, esperé a que reaccionara. Cuando lo hizo, me miró sonriendo y besándola le pregunté:
-¿Cómo estás?-.
-¡Feliz!-exclamó y poniendo cara de pícara, confesó: -Aunque me duele el cuello y el trasero-.
Comprendiendo la joya que tenía a mi lado, la abracé.
Estábamos aún tumbados cuando desde la puerta, Dhara, nos avisó que eran las ocho y que debíamos darnos prisa en vestirnos porque solo quedaba una hora para que mi hermano y su mujer hicieran su aparición. Samali se levantó al oírla y pidiéndome permiso, salió corriendo de la habitación. En cambio, la pequeña se acercó a la cama y poniendo un mohín, dijo:
-Ya que el esposo de mi hermana se ha olvidado de mí, ¿puedo ser quien le bañe?-.
Soltando una carcajada, le informé que ya lo había hecho y que no creía que necesitara otra ducha:
-Se equivoca. Después de haber hecho el amor con dos mujeres, cualquier hombre suda-.
-¿A dos?-, respondí.
-Sí, un buen marido no hace diferencias-, contestó mientras dejaba caer su vestido al suelo.
La cena.
Estaba en el salón, esperando a nuestros invitados cuando vi a parecer a las dos hermanas. Me quedé sin habla al contemplar su belleza. Comprendiendo la importancia de la visita se habían vestido con sus mejores galas, que no eran otras que los saris que les había comprado en el aeropuerto de Nueva Delhi.
-Estáis guapísimas-, les solté como piropo.
Coquetamente las muchachas me modelaron sus vestidos, dando una vuelta sobre sí mismas, lo que me dio la ocasión de volver a comprobar que me había casado con dos esplendidas mujeres. Era imposible determinar cuál era más hermosa, si Dhara o Samali. La dos individualmente me encantaban pero juntas se complementaban, volviéndome loco. No llevaba más que cuatro días con ellas y ya no me imaginaba mi vida sin su presencia.
-¿Desea tomar algo mientras espera?-, me preguntó la mayor.
-Lo que deseo ya lo he tomado, pero si insistes no me importaría repetir sobre la alfombra-, contesté cogiéndola de la cintura.
-Nuestro esposo me está tomando por tonta-, exclamó separándose de mí, -¡sabe que no tenemos tiempo!. Y  antes que lleguen, quiero pedirle dos favores-.

-¿Cuáles?-, respondí.

-Que durante la cena nos permita tutearle…-
-Hecho-
-Y que le diga a su hermano que se muestre arisco con nosotras y que en cuanto pueda nos lleve la contraria-.
-¿Y eso por qué?, ¿No sería mejor tenerlo de aliado?-.
Dhara, interviniendo, dijo alegremente:
-El futuro padre de nuestros hijos puede ser un buen hombre, pero no conoce a las mujeres. Háganos caso-.
-Vosotras sabréis-, contesté ignorando que tenían planeado.
Acababa de decirlo cuando escuchamos el timbre de la puerta. Ellas, arrastrándome, me llevaron hasta el recibidor y con una sonrisa, me pidieron que abriera. Haciéndoles caso, dejé pasar a las visitas.
Se notaba el nerviosismo de Javier, porque masculló entre dientes un saludo pero en cambio, mi cuñada me dio dos besos y regañándome, me advirtió que era la última vez que llegaba a Madrid sin avisar. Mirando a las dos muchachas, dijo divertida:
-No me vas a presentar a estas monadas-.
Al girarme, vi que empleando el saludo típico hindú, las crías mantenían sus manos unidas contra el pecho mientras lucían la mejor de sus sonrisas.
-María, te presento a Samali y a Dhara. Dos mujeres muy especiales para mí-.
-¿Mujeres?, si son unas niñas, ¡Pillín!-, contestó, y acercándose donde estaban ellas, les dio un beso.
Las hermanas sin dejar de sonreír, le devolvieron el saludo y cogiéndola del brazo, se la llevaron al salón, momento que aproveché para explicarle a mi hermano lo que me habían pedido. Al unirnos a las tres, Javier fue a saludarlas de un beso pero las hindúes se apartaron y le extendieron la mano a modo de saludo.
-El contacto físico está mal visto-, expliqué viendo su cabreo por lo que consideraba una falta de educación.
-¡Menuda gilipollez!- soltó mi hermano.
-Javier, ¡compórtate!-, le recriminó su mujer, -son diferentes costumbres-, y dirigiéndose a las dos hermanas, dijo: -Perdonarle, es un poco bruto-.
Samali, poniendo cara de angustia totalmente fingida, respondió:
-No se preocupe, estamos acostumbradas-.
Indignada con su marido, María le soltó cabreada:
-Ves, lo que has hecho. Pide perdón-.
-Disculpad-, oí decir a mi hermano.
Rompiendo el hielo, Dhara cogió a mi cuñada de la mano y dándole las gracias, dijo:
-Te has equivocado de hermano, es a Fernando al que tienes que regañar-.
-¿Por qué? ¿Qué os ha hecho este impresentable?-
-Nos dijo que eras guapa y claramente se quedó corto. Eres bellísima-.
María se sonrojó al oír el piropo, A toda mujer le encanta que admiren su belleza y más cuando el que lo hace es una muchacha tan hermosa como la pequeña de las hermanas.
“Uno a cero”, dije mentalmente siguiendo el marcador.  En los breves minutos que llevábamos se habían llevado al huerto a la esposa de mi hermano.
-¿Quieres beber algo?-, preguntó Samali.
-Un poco de vino-.
-¿Y tu marido?-.
-¡Un whisky!-, gritó desde el sillón en el que se había sentado.
María le acuchilló con la mirada y tratando de evitar que llegaran a las manos, rápidamente le puse su copa, sirviéndome yo otra. Aunque había descubierto el juego, me preocupaba el resultado.
-¿Y cómo conocisteis a mi cuñado?-, dijo intentando establecer una conversación.
-En el hospital del colegio capuchino. Todos en la aldea querían que el guapo doctor español los atendiera. No solo era por ser buen médico sino que no hacía diferencias entre castas. Como soy enfermera, cada vez que tenía que operar a una Dalit, me encargaban ayudarle en la operación -.
Fue entonces cuando comprendí porque me sonaban sus ojos, Samalí era la muchacha que atendía el quirófano, no la había reconocido porque nunca la había visto sin mascarilla. Alucinado por el descubrimiento, no dije nada.
-No comprendo-, respondió mi cuñada.
-Fernando era el único que no le importaba poner sus manos en uno de mi casta-.
-No sé qué eres-.
-Una intocable-, respondí interviniendo.
-¡Mi hermano y su sentido del deber!. Si en vez de estar jugando a salvar al mundo se hubiese quedado en España, ahora tendría plaza fija en un hospital decente-.
-¡Cállate!- le ordenó Maria, alucinada por su falta de humanidad de su marido, y dirigiéndose a las dos muchachas, preguntó: -Por lo que entiendo, ¿sois Dalits?-.
-Sí-, conteste adelantándome, -son un hermoso pueblo, injustamente tratado por milenios-.
-Pero, el sistema de castas…. ¿sigue plenamente vigente hoy en  dia?-.
-Sí, nuestro nacimiento marca en gran parte el futuro-.

-¡Salvajes!, si no llega a ser por los ingleses, seguirían quemando a las viudas-, espetó mi hermano exagerando su disgusto.

Mi cuñada sin ocultar su desazón, cogió a mi hermano del brazo y llevándolo a una esquina, le montó una bronca. Mientras tanto, acercándome a la muchacha, le dije:
-Con que eras, tú, mi ayudante-.
-Si-, respondió bajando su mirada.
-¿Y tenéis alguna otra sorpresa?-.
-Alguna hay, querido esposo-.
La vuelta de María evitó que le sonsacara a que se refería. Y aprovechando que las hermanas se llevaban a la mujer de mi hermano al comedor, me acerqué donde Javier y le dije:
-Te estás pasando-.
-¡Que va!, todo va sobre ruedas. María está enfocando su cabreo sobre mí, mientras sobreprotege a esas chavalas. ¡Has estado brillante!. No comprendía porque querías que fuera borde, pero me quito el sombrero. ¿Eres cirujano o psicólogo?, hermanito-.
-Cirujano, capullo-.
Sin más preámbulo, nos sentamos a cenar. Las hermanas habían dispuesto los sitios de manera que María quedara entre ellas dos. Sonreí al darme cuenta que lo hicieron para monopolizar su conversación. Inteligentemente, fueron encauzando a la misma hacía las forma de ver el amor en su cultura y en un momento dado, al salir el tema de los harenes de los antiguos pachás, mi hermano soltó que eso no era natural. Dhara le contestó, dirigiéndose a mi cuñada:
 -Eso es falso. En la india vemos a las personas como piezas de un puzle que se van integrando unas a otras. Por ejemplo, tú, María, por lo que nos han contado, eres como la pieza central de esta familia. Al casarte con Javier, él rellenó una de tus facetas pero, como te sobraba cariño, en cuanto viste a  Fernando y lo atrajiste a tu lado. No por ello, dejaste de querer a tu marido, tu amor era tan grande que daba para ambos-.
-Bueno-, contestó avergonzada mi cuñada, -fue fácil porque Fernando, además de un crío, era un encanto-.
-Lo ves. Fernando es igual-, intervino Samali, – En nuestra aldea, repartía su cariño a hombres y mujeres por igual. Salvó cientos de vidas y por eso cuando decidió volver a España, no tuvimos duda en acompañarle-.
Al oírlas, María se llenó de dudas y tomando un sorbo de agua, preguntó:
-¿Cuál de vosotras está enamorada de mi cuñado?-.
-Las dos-, respondieron al unísono las hermanas.
-Y ¿él?-.
-De ambas-, intervine sin saber si había actuado correctamente.
Menos mal que Samali acudió en mi ayuda.
-Déjame explicarte- dijo cogiendo la mano de la mujer que estaba perpleja, -Durante meses estuvo evitando sus sentimientos y por eso, mi hermana y yo hablamos entre nosotras y decidimos que no podíamos dejarle que se fuera-.
-Pero eso es inmoral-, exclamó mi hermano.
-Shhhhhhhh, déjalas que hablen-,  protestó su mujer que aunque estaba escandalizada, quería conocer la postura de las hermanas.
-Al igual que Javier nunca se ha puesto celoso de Fernando, yo nunca lo he hecho con Samalí-, dijo Dhara con gran acierto.
-Es diferente, Javier es mi marido y Fernando mi cuñado-.
-Sí, pero los amas a los dos-, contestó la pequeña.
-Pero es otro tipo de amor-.
-Lo mismo le ocurre a Fernando. Me quiere a mí de manera diferente que a mi hermana, pero no por eso me quiere menos-.
-Desde ese punto de vista, no tengo nada que decir pero, tú ¿qué opinas?-, me preguntó.
Tomé un buen trago de vino antes de contestar.
-Comprendo tus dudas, es más, son las mismas que yo tuve. Piensa  que era como si a un gladiador le preguntan qué prefiere si perder el brazo con el sujeta la espada o el que usa para defenderse con el escudo. Si se queda sin alguno, muere. Así me sentía yo-.
-¡Qué romántico!-, murmuró María dejando caer unas lágrimas.
-¿Romántico?, ¡Mis huevos! Este cabrón lo que quiere es beneficiarse a estas dos preciosidades. ¡Nos vamos! -, dijo mi hermano levantándose de la mesa.
-¡Siéntate inmediatamente!-, ordenó su mujer y cogiendo entre sus manos las de las dos muchachas, preguntó: -¿Qué vais a hacer?, sois conscientes que, esto, se considera amoral en España-.
-Sí, Fernando nos lo explicó, por eso, como en la India es legal, nos casamos allá-.
-¿Os habéis casado?-.
-Sí, siento no haberos avisado pero no sabía cómo ibais a actuar-, respondí con angustia.
-Pues como quieres que actuásemos-, soltó mi hermano, -con absoluta…-

-Tranquilidad-, intervino mi cuñada, -No es lo que deseábamos, pero confío en tu buen criterio y además estas dos muchachas son un primor-.

Las hermanas al oír que las aceptaba, se lanzaron a sus brazos y colmándolas de besos, le juraron que la tratarían como una madre.
-Hermana mayor-, respondió, -¡No soy tan vieja!-.
-Gracias-, respondí emocionado.
Con alegría vi que mi hermano, levantándose de la silla, las besó diciendo:
-Si habéis convencido a la arpía que tengo por mujer, no tengo nada que objetar-, y dándome un abrazo, murmuró a mi oído: -Cabronazo, ya me contarás… -.
El resto de la velada pasó sin ninguna novedad digna de ser narrada, solo os puedo decir que una vez que había desaparecida la tensión, fue muy agradable. María se lo pasó en grande metiéndose conmigo. Varias veces manifestó sus dudas acerca que fuera capaz de contentar a dos mujeres, las mismas que bien Samali o bien Dhara me defendieron alabando mi hombría. Mi hermano, por su parte, ya sin ejercer el papel de ladilla que le habíamos asignado, se comportó muy cariñoso con sus nuevas cuñadas, de manera que cuando los despedimos en la puerta, me felicitó por mi elección.
Al irse, cogí a mis esposas del brazo y sentándonos en un sillón del salón, les pedí que me explicaran que era eso de que me conocían de antes de la boda. Aunque sabía que Samali no había mentido cuando dijo que había sido mi asistente en esas operaciones, no  tenía claro si eso había tenido algo que ver con nuestra boda.
Ellas, viendo mi cara de enfado, se pusieron nerviosas antes de contestar:
-Yo también le conocía-, reconoció la pequeña casi llorando, -fui una de las alumnas que asistieron a un seminario que dio en la Universidad de enfermería-.
Me acordaba de esa clase pero al ser más de doscientas muchachas las que atestaban la sala magistral donde la impartí, realmente no me acordaba de ella. Con la mosca detrás de la oreja, me levanté a servirme un whisky. Samali, anticipándose a mi deseo, se levantó y corriendo rellenó un vaso con hielos y me lo pasó, con expresión de angustia. Cabreado no dejé que ella echara el licor y sin darles tiempo a reaccionar, les solté a bocajarro:
-Quiero saber TODA la verdad, ¡ni se os ocurra mentir!-.
Las hermanas se miraron asustadas y con lágrimas en los ojos, fue Dhara la que me contestó:
-Esposo nuestro. Todo empezó como un juego. Mi hermana me comentó que estaba ayudando a un doctor español guapísimo y al describírmelo, supe que era el mismo que había dado la conferencia-.
-¿Y?-, pregunté con un monosílabo.
La mayor de las dos, arrodillándose  a mis pies, implorando mi perdón, prosiguió diciendo:
-Al saber que a las dos nos gustaba y aprovechando que la ciudad era pequeña, cada vez que salía a un restaurante o iba a visitar a algún enfermo, decidimos seguirle. Perdónenos por no habérselo dicho, pero al verle tan a menudo, llegamos a apreciar el cariño con el que trataba a todo el mundo y sin darnos cuenta, nos enamoramos de usted… –
Dhara, acojonada, al ver que mi rostro era cada vez más cenizo, le interrumpió:
-Durante meses, al caer la noche, charlando en nuestras camas, Dhara y yo, nos masturbábamos imaginando que éramos sus esposas, de forma que el juego se convirtió en una obsesión. Un día Samali llegó llorando porque se había enterado que se volvía a España. Esa noche, mientras nos consolábamos una a la otra, decidimos que no podíamos perderle-.
-¡Y fuisteis a hablar con el padre Juan!-, afirmé al darme cuenta que todo era mentira.
-Nosotras no, convencimos a  nuestra madre para que fuera ella-, respondió la pequeña. -Mamá sabía que estábamos enamoradas y como el cura conocía su caso, aprovechó que, el mismo indeseable que la había violado, nos pretendía para pedirle que buscara el modo de mandarnos lejos-.
-¿Entonces al menos es verdad que ese cabrón quería casarse con vosotras?-, pregunté.
-Si- contestó Samali, -pero nuestro tutor se negó de plano. Como seguía existiendo el peligro que nos raptara, nuestra madre le insinuó al cura que como usted se volvía, podíamos venir en calidad de criadas a través de un matrimonio ficticio-.
-Por lo que me habéis confirmado, vosotras sabíais que mi intención no era casarme sino ayudaros-, les dije tratando de aclararme las ideas.
-Así es, amado esposo, pero esperábamos que, usted al conocernos, también se enamorara-.
-Sois una zorras, ¿sois conscientes de ello?-.
-Sí, somos conscientes-, respondieron al unísono.
-¿Y sabéis que es mi deber como marido el castigaros?-, les respondí con una sonrisa. Me habían dado un pretexto para realizar dos de mis sueños.
Al haberme dirigido a ellas como esposo y al no haber montado en cólera por el engaño, se tranquilizaron. Asumiendo que se tenían merecido un correctivo, Dhara me preguntó en qué consistiría:

-No os preocupéis, no voy a ser cruel. Ahora mismo quiero una tortilla y mañana me vais a preparar un chuletón-.

-¡Si acaba de cenar!-, soltó extrañada Samalí.
-El chuletón es para mañana, estoy cansado de tanta verdurita y demás comida para conejos. Como sé del asco que os da la carne, para comer me vais a freír un buen trozo de rica y sangrienta vaca-.
Venciendo su repugnancia, aceptaron. El castigo era doble, tenían que aguantar el olor de la fritura, sabiendo además que estarían cocinando a su animal sagrado. Si las muy cabronas habían usado la cultura local para conseguir ser mis esposas, qué menos que yo la usara para castigarlas. Y en relación a mi primer deseo, les aclaré:
-La tortilla que me apetece no está hecha de huevos, sino de coños-.
-¿No entiendo?-, respondió la pequeña.
Soltando una carcajada, expliqué el argot:
-Quiero ver como os consolabais esas noches. No me cabe duda que no solo os masturbabais, sino que os dabais placer mutuamente-.
-Amado esposo-, cayendo postrada a mis pies, Samali me confesó: -si lo hicimos, fue pensando en usted y no creo que sea correcto hacerlo, teniéndole presente-.
-Pues no creas más y actúa-, ordené poniendo su cabeza a la altura del sexo de su hermana.
Sin hacerse de rogar, fue despojando del sari a una perpleja Dhara. En su cara no solo observé confusión sino deseo, la pequeñaja se estaba excitando al pensar que iba a ser tomada en presencia y con el consentimiento de su marido.
-Déjame que te ayude-, le solté mientras le pellizcaba el pezón que había liberado.
Una vez hubo terminado, se puso en pie y dejó que su hermana, la desnudase. Para disfrutar de un mejor ángulo de visión, acerqué una silla y viendo que estaban desnudas, les pregunté a que esperaban.
-¿No vamos a la cama?-, me preguntó Samali, tapando con las manos sus pechos.
“¡Le da vergüenza!”, rumié encantado al ver el inútil intento de la muchacha y alzando la voz, les espeté: -¡No!, ¡vais a hacerlo aquí! y no te quejes, que si insistes, te obligo a tomar a tu hermana en medio de la calle-
Asustada por mi amenaza, abrazó a la morenita y totalmente abochornada, llevó sus labios a la boca de Dhara. Esta menos avergonzada, con la lengua forzó el beso y pasando su mano por el trasero de la mayor, me miró implorando instrucciones.
-Ámala como hacías cuando erais solteras y no teníais dueño. ¡No me defraudes!-,
Fueron todas las órdenes que consiguió sacarme. La pequeña vislumbró  que mis palabras tenían un doble significado: por una parte les aclaraba que no creía en su pureza, porque aunque  se me habían entregado vírgenes, sabía que sus cuerpos habían disfrutado del placer y por otra, les exigía que dieran todo de sí y que quería observar como llegaban al orgasmo. Sabiendo que era un peculiar castigo que no llevaba aparejado dolor sino sumisión, Dhara, tumbó a Samali sobre la alfombra y hablando en hindi, con la esperanza que no lo entendiera, le dijo:
 -Te quiero hermana pero amo más a nuestro marido-.
Separando las piernas de la mayor, se tumbó encima y con su boca se apoderó del pezón de la morena. Con lentitud y cariño, fue cubriendo de besos a la indefensa mujer que, dominada por la vergüenza, se dejaba hacer sin colaborar. Desde mi puesto de observación, fui testigo de cómo deslizándose por el cuerpo de Samali, la lengua de la pequeña dejaba un rastro húmedo en su camino. Las caricias se fueron acelerando poco a poco y cuando su boca estaba a escasos centímetros del sexo de su hermana, Dhara dominada por los acontecimientos y siguiendo mis instrucciones, se pellizcó los pechos mientras separaba los labios de la muchacha.
Con satisfacción, escuché el gemido quejumbroso de la abochornada Samali cuando sintió que con los dientes, su querida pariente, se apoderaba del hinchado clítoris que  escondía entre las piernas. Cerrando los ojos para no ver la invasión, involuntariamente separó las rodillas mientras sus manos intentaban arañar la alfombra. Su hermana buscó mi mirada en búsqueda de consuelo pero solo halló determinación y sin más, jugueteó con su lengua en el interior de la expuesta cueva que tenía a su disposición.
Con el ánimo de forzar aún más la vergüenza de la mayor y la sumisión de la pequeña, dije en voz alta:
-Tengo claro quien de las dos se merece mi cariño y quien mi repudio-.
Mis palabras sirvieron de acicate a Dahra que reanudando con más énfasis sus caricias, introdujo un par de dedos dentro del sexo de su hermana. No llevaba ni diez segundos sintiendo asaltado su interior cuando, con lágrimas en los ojos, Samalí me miró y con dolor reflejado en su rostro, me confesó:
-Amado, tiene razón en despreciarme, fui yo quien ideó el plan. Pero le pido que no me repudie, si lo hice fue porque anhelaba ser su esposa. He sido egoísta pero no volverá a ocurrir-.
Y levantando a Dhara, la besó mientras decía:
-Querida, nuestro marido quiere que nos amemos en su presencia, ¡hagámoslo!-.
7

Esta vez lejos de mantenerse pasiva, la mayor, tomando para sí los pechos casi adolescentes de su hermana, llevó su boca a ellos y con verdadera pasión, los fue chupando mientras  su mano izquierda se introducía calientemente en la entrepierna de su partenaire. La morenita, al sentir la pasión con la que la acariciaba, la obligó a tumbarse y poniéndose a horcajadas, puso su sexo a disposición de la madura. Esta no se hizo de rogar y mordisqueando el clítoris de su amada, consiguió sacarle los primeros suspiros de placer. Dhara, no siendo menos, con su lengua fue recogiendo el flujo que manaba del interior de la cueva de Samali mientras sus manos  se aferraban a su duro trasero.

Tengo que reconocer que me costó mantenerme al margen, mi más que excitado pene me pedía participar y dejar de ser testigo mudo de la unión de esas dos mujeres, pero comprendiendo que debían completar su castigo, me mantuve aferrado a mi silla mientras ellas se veían cada más subyugadas por el deseo. No tardé en escuchar salir de su garganta, los gemidos y sollozos de su pasión. Las muchachas olvidándose que a pocos centímetros de ellas, su marido las observaba, cambiaron de posición y entrelazando sus piernas, restregaron  sus hambrientos sexos, una contra la otra.
Contra todo pronóstico, fue Samali la primera en correrse y presa de un frenesí que daba  miedo, empezó a convulsionarse sobre la alfombra. Chocando coño contra coño, las mujeres se aparearon ante mi absorta mirada. Con la habitación inundada del olor a sexo, los chillidos de la morenita me anticiparon su clímax y derramándose sobre su hermana, obtuvo el orgasmo que le había exigido.
Cuando ya había supuesto que víctimas del cansancio ambas mujeres caerían desplomadas, la  más madura cogió a la menor y dándole la vuelta, le abrió las nalgas y sin atender a sus quejas, con la lengua exploró las rugosidades de su ano mientras le susurraba:
-Nuestro amado debe marcarte como hizo conmigo-.
Supe cuál era mi cometido y desnudándome, esperé sentado en mi silla mientras Samali preparaba a su hermana. Buscando que la experiencia fuera placentera, con sus dedos y con la ayuda del flujo que manaba del sexo de Dhara, fue relajando el inexplorado esfínter.  La pequeña presa de nuevas sensaciones no pudo evitar correrse dando sonoros gritos. Ambicionando mi perdón, la mayor de mis esposas levantó del suelo el cuerpo sudoroso de la otra y poniéndola a mi disposición, dijo entre lágrimas:
-Respetuosamente le imploro que centre su castigo en mí. Aquí tiene a su esposa, lista para ser marcada-.
Comprendí que Dhara estaba al corriente de su función cuando dándose la vuelta, cogió mi pene y acercándolo a su trasero, logró introducir la cabeza de mi glande en su interior. Aulló de dolor pero lejos de intentar separarse, forzó la penetración deslizando su cuerpo hacia atrás. Poco a poco, mi extensión fue adueñándose del estrecho conducto de su ano mientras su cuerpo se estremecía por el intenso contacto. Al completar su empalamiento, giró su cabeza y posando sus labios en los míos, me informó que estaba preparada.
Su hermana, consciente del dolor que la consumía, poniéndose de rodillas frente a ella, le pidió:
-Deja que te ayude-.
Y sin esperar mi permiso, empezó a masturbarla. La mezcla de sufrimiento y de placer provocaron que la pequeña suspirara calladamente, momento que aproveché para izar y bajar lentamente su delicada anatomía. La cría se fue relajando a la par que el malestar iba disminuyendo y tras unos minutos de lento cabalgar, tomó las riendas y rebotando sobre mi pene, buscó el placer. Desde el primer encuentro, había asumido que Dhara era una mujer fogosa pero no cotejé cuanto hasta que esa noche, la vi consumirse en una pasión desbordante mientras la empalaba.
-Estoy dispuesta-, dijo al percibir que su cuerpo mostraba signos de volverse a correr y poniendo su cuello en mi boca, me rogó que la marcara.
Mordiendo la unión con su hombro, apreté mis dientes para que la huella de su entrega permaneciera como recordatorio sobre su piel. Ella al experimentar mi violencia, dando un estremecedor grito se desparramó sobre mis piernas sin dejar de moverse. Mi propio pene no pudo soportar mas la tensión y explotando,  regó su interior con mi simiente.
Cuando me recuperé, cogí su cuerpo entre mis brazos y levantándome de la silla, susurré a su oído:
-Vamos a la cama-.
Estaba ya saliendo de la habitación y al girarme, vi que Samali, todavía arrodillada, lloraba. Dirigiéndome a ella, pregunté:
-¿Qué esperas?-.
Sin saber cómo reaccionar, la muchacha, sumida en el llanto, preguntó:
-¿También yo?-.
-Sí, también tú-, respondí, -no pienses que se me ha olvidado lo que has hecho, pero no puedo dejar a una de mis esposas tirada en la alfombra-.
Con un halo de esperanza, la morena insistió:
-¿Entonces no piensa repudiarme?-.
-Nunca fue mi intención, juré ser tu compañero eterno y cumpliré mi palabra-.
La muchacha se levantó del suelo y con una alegría contagiosa, me dio las gracias. Acercando su boca a la mía, la acaricié mientras le decía:
-Tengo toda una vida para castigarte-.
Samalí sin dejar de sonreír, asumió la amenaza y mientras me seguía por las escaleras, exclamó con tono pícaro:
-Amado esposo, en cambio yo, ¡Tengo toda una vida disfrutar de sus castigos!-.

Por respuesta, recibió con gozo un azote en su apetitoso trasero.

 

Relato erótico: “PAULA SUS AMIGAS Y MI VENGANZA” (PUBLICADO POR VALEROSO32)

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mi nombre es Charles le contare como me vengué de mi hermano y conseguí a Paula su mujer mi novia antes siempre que salía con una tía el cabrón de mi hermano se ponía en medio y me la quitaba. claro no podía competir con él con los músculos que tenía y el cuerpo que tenía me hubiera hostiado.
además, el cabrón era un enrollado se enrollaba con ellas y se las llevaba a la cama lo cual me jodía él se reía y me decía:
– esas son unas zorras ya conseguirás otras.
al final me daba igual hasta que conseguí a Paula me enamoré locamente de ella era tan dulce, tan hermosa. empezamos a salir y enseguida nos hicimos novios estábamos locos el uno por el otro.
todo iba bien hasta que llegó el momento de presentársela a mis padres mi hermano enseguida se fijó en ella e intento lo que todas seducirla:
– menuda piba tienes hermano- me dijo- me permitirás bailar con ella y me la presentaras.
yo estaba cabreado ya que le conocía bien y seguro que intentaría llevársela a la cama. antes de eso se me olvido decir al lector que Paula es rubia con unos ojos azules impresionantes un cuerpo de escándalo que quita el hipo pero muy tímida.
– claro- dijo Paula sin saber cómo era mi hermano.
yo la presente a mis padre como mi novia formal ya que estaba loco por Paula mis padres les encanto como era Paula una buena chica mujer de su casa.
– has elegido bien hijo -me dijo mi madre cuando Paula no estaba y estaba en el lavabo.
luego salto mi hermano.
– esa es una zorrita hermanito seguro que cuando pruebe la picha es igual que todas de zorras.
– ni se te ocurra meterte en medio -le dije -si haces eso te mato.
él se rio mi madre saltó:
– Paul deja a la novia de tu hermano tranquila búscate una y deja a tu hermano tranquilo.
– vamos mama es una zorra lo que pasa que se hace pasar por tímida pero seguro que la gustan tanto las poyas como a las otras y os lo demostraré -dijo mi hermano- para que veáis que tengo razón.
yo salte cabreado y mi madre me sujeto.
– has hecho bien vieja en sujetarle- dijo mi hermano- si no le rompo la cara a ese payaso de mi hermano. todas las tías son unas zorras te enteras- dijo el.
– eres un cabrón deja a Paula en paz.
mi hermano se rio y me dijo:
– me0 acostare con ella y te demostrare que es tan zorra como las otras y te daré sus bragas de prueba- y se fue antes dijo: – bien paulita -dijo mi hermano- porque no quedamos un día los tres para tomar algo.
– por mi bien -dijo Paula.
– no quiero -dije yo -quiero estar con Paula a solas.
– vamos hermanito no te vas a enfadar porque salgamos a tomar una copa juntos.
no me hizo mucha gracia pero acepte pedimos unas copas pero el cabrón de mi hermano sin yo saberlo me echo algo en la bebida y yo estaba como borracho.
-como te has podido emborrachar con dos copas.
– el cabrón de mi hermano que no aguanta nada. no te preocupes. Paula y yo nos vamos a bailar- y saco a Paula a bailar yo no podía hacer nada estaba que me caía aunque estaba consciente no podía tenerme en pie y empezó a seducirla el muy cabrón enseguida la arrimo la cebolleta y la calentó ya que para eso mi hermano es un experto ella intento apártalo muchas veces pero la entraron unos calores que la costaba contenerse.
– vamos -dijo mi hermano- dame un beso.
– que dirá tu hermano -dijo ella -yo le quiero ese
-con el pedo que tiene no se va a enterar te lo dijo yo vamos un beso pequeño en la cara.
– bueno pero solo uno.
mi hermano el muy cabrón giro la cara e hizo que ella le besara en la boca y el la morreo ella intento resistirse pero mi hermano la atrapo y empezó a besarla ella estaba como una moto Paula había estado con pocos hombres y no pudo resistirse.
yo la veía en la disco y no podía hacer nada por la droga que el cabrón me había echado en la bebida mi hermano me miraba de reojo y el muy cabrón se reía poco a poco empezó a quitarla la ropa y ella aunque intento resistirse mi hermano era un experto y enseguida la dejo sin bragas y sin sujetador solo con el vestido y empezó a besarla las tetas.
– por favor- dijo ella -no lo hagas esto no está bien -dijo ella -quiero a tu hermano te pido que pares
. pero el cabrón de mi hermano no paro siguió chupándola los pezones ella ya estaba como una moto luego la empezó a besar el chocho y eso ninguna mujer pude resistirse yo estaba llorando de la rabia al ver la impotencia con la que estaba y no podía hacer nada él se sacó la verga y se la hizo chupar.
– chupa zorra en el fondo te gusta -la dijo.
Paula que estaba como una moto ya no podía hacer y se la chupo.
– ahora te voy a follar.
aunque Paula no era virgen como dije había estado con pocos hombres y ninguna con la experiencia de mi hermano y se la metió hasta los cojones ella ya no se resistía.
– dame así cabrón fóllame más mas mas .
ella se volvía loca y el empezó a follársela a mil por hora ella se volvía loca.
– ahora te voy a dar por el culo guarra .
y ella que nunca lo había hecho
-por ahí no por favor eso tiene que doler.
– ya verás cómo te gusta – y la metió los dedos bien lubricaos y le chupo el ojete hasta que estuvo preparado y le metió toda la poya.
-así así cabrón que gusto.
– dime que eres mi puta dímelo .
-si soy tu puta cabrón.
– dime que dejaras a mi hermano por mi -dijo.
– si lo hare si seré para ti .
-chupa guarra chúpame la picha.
– me vuelves loca cabrón -dijo ella.
– y más que te voy a volver serás mía para siempre guarra y te follare a tope.
Mime hermano me llevo a casa el cabrón después dijo a mi madre que me había sentado mal la bebida y cuando me despeje vi a Paula que quería hablar conmigo .
-mira no sé cómo decirte tu hermano y yo nos hemos enamorados son cosas que pasan compréndelo.
– como lo voy a comprender si me ha drogado para estar contigo.
ella no se lo creía.
– vamos que es tu hermano.
– mi hermano es un hijo de puta se folla a todas las mujeres que puede. Paula yo te quiero -la dije- solo quiere follarte y después te dejara cuando se canse de ti.
– lo siento Charles pero quiero a tu hermano me ha pedido que me case con el.
– que no es posible.
– si no es como tú dices.
yo lloraba pero ella estaba decidida a casarse con mi hermano . mi hermano se reía.
– ves como todas las mujeres son unas putas solo basta un poco de poya y ya está.
– eres un cabrón.
– si pero tú te has quedado sin tu mujercita- se rio.
mi madre estaba enfadada pero no podía hacer nada.
– lo ves madre Paula y yo nos vamos a casar.
– eres una mala persona hijo.
– las mujeres son todas así basta un poco de poya y ya está.
yo no asistí a la boda estaba completamente destrozado conocía a l cabrón de mi hermano y sabía que era solo un juguete en sus manos pero ella estaba loca por el.
ella vino a consolarme.
– vamos eres un hombre maravilloso encontraras a otra- me dijo- se te pasara.
– yo no lo creo .
-déjale Paula -dijo mi hermano- es gilipollas no acepta que estemos enamorados- dijo mirándome y riéndose:- que le den cariño- dijo el -vamos a ser felices.
decía esto me miraba a mi riéndose:
– si le hubieras dado más poya y menos cariño ahora seria tuya y no mía como siempre. un picha floja- me dijo.
– como puedes decir eso- dijo ella.
– porque es verdad dime que eres mía- dijo el.
– soy tuya pero no me gusta que me trates así.
– eres mi puta entendido -y la cogió y delante de mí .
la hizo chuparle la poya ella se cabreo pero después cuando va el pedazo de poya de mi hermano ya no pudo resistirse y empezó a chupar como una guarra.
– ves hermanito lo puta que es. díselo di que eres mi puta.
– soy tu puta.
– lo ves eres un gilipollas hermanito.
yo salí llorando de allí y ella seguía chupando la picha a él cabrón de mi hermano.
pasaron meses y yo seguía hecho polvo por ella mis padres intentaron animarme para que me buscara otra chica ya que me hablaron que el cabrón de mi hermano había convertido a Paula en una golfa de cuidado incluso se acostaban con algunas amigas suyas los dos una vez que mi madre fue a verlos se encontraron con que estaba Paula y una amiga jodiendo y follando juntas con mi hermano se fue de casa despavorida así que yo me imaginaba algo así como me gustaría vengarme de ellos.
así que encontré una tienda y entre allí había varios libros de ciencias ocultas entre ellas de magnetismo si el lector sabe el magnetismo es parecido al hipnotismo pero con la mirada controlado la mente mientras que el hipnotismo es moviendo un objeto delante de él me gusto y me lo lleve en él ponía varias técnicas como controlar las mentes de las personas así que me lo leí de cabo a rabo y empecé a practicar con mi madre s primero no resulto pero a base de practicar y concéntrame empezó a funcionar con mi madre por supuesto cosas normales tampoco se lo dije solo la di una orden mental mirando la a los ojos.
– quiero que dejes de hacer lo que está haciendo y me laves la ropa ya.
enseguida dejo lo que estaba haciendo y se dispuso a lavarme la ropa yo estaba contentísimo se iba a enterar el hijo de puta de mi hermano y su mujercita practiqué con una compañera de escuela sin ella no saberlo y la dije .
-chúpame la poya.
le mire a los ojos y di la orden mentalmente al momento me bajo los pantalones y empezó a chuparme la picha sin el menor remordimiento. así que me acerque por la casa del cabrón de mi hermano y su puta ósea mi novia ya que estaba listo para vengarme llame y enseguida me abrió mi hermano.
estaban follado con las amigas de mi novia y con esta. menudas zorras .
– pasa que te voy a presentar eh chicas aquí está el picha floja de mi hermano.
a Paula no la hizo mucha gracia.
– tu hermano es buena persona no tú que eres un cabrón decías que me amabas y mea as convertido en tu puta como a estas.
y no te gusta cariño mira mi poya -decía mi hermano y saco su verga.
– sabes cabrón que no podemos resistirnos nos has emputecido hijo puta -dijo Paula.
– ves hermanito y tú te querías casar con esta zorra- dijo él- es una de tantas.
– basta eres un cabrón mal nacido y te vas a cagar.
– sí que me vas hacer me vas a pegar sabes que siempre te sacudo- decía el hijo de puta de mi hermano.
– no te daré otra lección metete el consolador por el culo.
– que estás loco.
– métetelo hasta las bolas.
él se quiso resistir pero le mire a los ojos y a no pudo negarse.
– que me estás haciendo cabrón te voy a matar que me pasa -pero cogió el consolador que parecía más la poya de un negro e hice que se lo metiera hasta las bolas.
pego un grito que tuvo que oírlo hasta mi madre que está en la otra punta de la ciudad.
– ahahahahahhhhhhhaaaa te matare por esto hijo puta.
tenía todo el ojete destrozado lleno de sangre no se podía sentar por lo menos en varias semanas las otras amigas se quedaron alucinadas al ver que lo que había pasado.
– que le has hecho a tu hermano- dijo Paula.
– lo que se merecía se ha roto el mismo el culo y no solo eso- le dije -vete a un club gay y quiero que te follen todos y empieces a chupar poyas .
mi hermano sin poder resistirse se dirigió al coche y se metió en el primer club gay que encontró.
– en cuento a vosotras. tu eres una zorra Paula. al final te convertiste en una puta cuando mi hermano te follo y no pudiste resistir.
– fue el el que me sedujo.
– lo sé pero tú tampoco te resistirte cuando te metió la poya en la boca los mismo que las zorras de tus amigas. mi hermano tenía razón sois todas unas putas parecéis otra cosa pero en el fondo os gusta más el rabo que a las gallina la mierda a partir de ahora seréis mis putas. así que chuparme la verga como zorras que sois. tu Nuria le comerás el chocho a Natalia y está a Paula y Paula que me chupe a mí la verga vamos zorras.
– de eso nada si crees que nos vas a obligar tu eres un picha floja como dice tu hermano.
– estas seguro.
así que mire a las tres y las di la orden ella no lo comprendían pero tenían ganas de chuparme la verga y follar conmigo las muy guarras.
– vamos comeros los chochos zorras y me conseguiréis más mujeres son putas- dije yo.
enseguida se comportaron como putas que era con mi hermano se comían unas a las otras tetas y chochos y me chupaban la verga a pares mi hermano termino con el culo roto pero le encanto saco una faceta de él que no conocía le gustaban que le dieran se convertido en un julay solo para recibir y chupar poyas. hice que se fuera con dos gay a vivir le cual le pusieron fino y termino siendo gay yo sigo con mis putas y ellas cada día me consiguen más tías a las cual follo y las controlo con la mente ya no he vuelto a enamorarme jamás y puede que me haya vuelto como mi hermano y que las tías las quiera solo para follar como el FIN

  • : concoci a paula me enamore perdidamente de ella hasta que se la presente a mis padres no queria que estuviera mi hermano porque siempre estaba detras de todas las tias que habia salido con ellas
 

Relato erótico: “Gracias al padre, estuve con la hija y con la madre” (POR GOLFO)

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Sin título1

Sin títuloLa ausencia de papeles amontonados sobre la mesa de mi despacho, engaña. Un observador poco avispado, podría suponer falta de trabajo, todo lo contrario, significa que 14 de horas de jornada han conseguido su objetivo, y que no tengo nada pendiente.
Contento, cierro la puerta de mi despacho y me dirijo hacia el ascensor. Son la 9 de la noche de un viernes, por lo que tengo todo el fin de semana por delante.
El edificio esta vacío, hace muchas horas que la actividad frenética había desaparecido, solo quedaban los guardias de seguridad y algún ejecutivo despistado. Como de costumbre, no me crucé con nadie, mi coche resaltaba en el aparcamiento. En todo el sótano, no había otro.
El sonido de la alarma al desconectarse, me dio la bienvenida. Siguiendo el ritual de siempre, abrí el maletero para guardar mi maletín, me quité la chaqueta del traje, para que no se arrugara, y me metí en el coche.
El sonido del motor, la radio encendida, el aire acondicionado puesto, ya estaba listo para comerme la noche. Durante los últimos diez años, como si de un rito se tratara, se repetía todos los viernes, ducha, cenar con un amigo y cacería. Iríamos a una discoteca, nos emborracharíamos y si hay suerte terminaría compartiendo mis sabanas con alguna solitaria, como yo.
Las luces de la calle, iluminan la noche. Los vehículos, con los que me cruzo, estan repletos de jóvenes con ganas de juerga. Al parar en un semáforo, un golf antiguo totalmente tuneado quiso picarse conmigo. Sus ocupantes, que no pasaban los veinte, al ver a un encorbatado en un deportivo, debieron pensar en el desperdicio de caballos, una piltrafa conduciendo una bestia. No les hice caso, su juventud me hacia sentir viejo, quizás en otro momento hubiere acelerado, pero no tenias ganas. Necesitaba urgentemente un whisky.
Las terrazas de la castellana, por la hora, seguían vacías. Compañía era lo que me hacía falta, por lo que decidí no parar y seguir hacia mi casa.
Mi apartamento, lejos de representar para mí, el descanso del guerrero, me resultaba una jaula de oro, de la que debía de huir lo mas rápidamente posible, además había quedado con Fernando y con dos amigas suyas, por lo que tras un regaderazo rápido, salí con dirección al restaurante.
El portero de la entrada, sonrió al verme, me conocía, o mejor dicho conocía mis propinas, solícito me abrió la puerta, ya estaban esperándome en la mesa.
-Pedro, te presento a Lucía y a Patricia
Todo era perfecto, las dos mujeres, si es que se les podía llamar así ya que hace poco tiempo que habían dejado atrás la adolescencia, eran preciosas, su charla animada, y Fer, como siempre, era el típico ser, que aún en calzoncillos seguía siendo elegante y divertido.
No habíamos pedido el postre, cuando sin mediar palabra, apareció por la puerta, una mujer y me soltó un bofetón.
¡Cerdo!, no te bastó, con lo que me hiciste a mí, que ahora quieres hacerlo con mi hija-
Estaba paralizado, aunque la mujer me resultaba familiar, no la reconocía. Fernando se levantó a sujetar a la señora, y Lucía que resultó ser la hija, salió en su defensa.
Disculpe pero no tengo ni idea de quien eres-, fue lo único que salió de mi garganta.
Soy Flavia Gil, ¿No tendrás la desvergüenza de no reconocer lo que me hiciste?-, me contestó.
Flavia Gil, el nombre no me decía nada:
Señora, durante mi vida, he hecho muchas cosas, y no la recuerdo-, la sangre me empezó a hervir, estaba seguro que estaba loca, si hubiera hecho algo tan malo me acordaría.
¡Me destrozaste la vida!-, me contestó saliendo del brazo de su hija y de su amiga.
Fernando se echó a reír, como un poseso, lo ridículo de la situación, y su risa, me contagiaron.
– ¿Quien coño, es esa bruja?, me preguntó, – ya ni te acuerdas de quien te has tirado-.
Te juro, que no sé quien es.
Pues ella, si, y te tiene ganas-, me contestó descojonado, – y no de las que te gustaría, ¿te has fijado que piernas?.
No te rías, cabrón, que esa tía está loca-, respondí mas relajado, pero a la vez intrigado por su identidad.
Decidimos pagar la cuenta, nos habían truncado nuestros planes pero no íbamos a permitir que nos jodieran la noche, por lo que nos fuimos a un tugurio a seguir bebiendo.
Estaba sonando un timbre, en mi letargo alcoholizado, conseguí levantarme de la cama. Demasiadas copas, para ser digeridas. Mi cabeza me estallaba. Mareado, con ganas de vomitar, abrí la puerta. Cual no sería mi sorpresa, al encontrarme con Lucia:
-¿Qué es lo que quieres?-, atiné a decir.
-Quiero disculparme por mi madre-, en sus ojos se veía que había llorado,-nunca te ha perdonado. Ayer me contó lo que ocurrió-.
No la dejé terminar, salí corriendo al baño. Llegué a duras penas, demasiados Ballentines para mi cuerpo. Me lavé la cara. El espejo me devolvía una imagen detestable con mis ojos enrojecidos por el esfuerzo, tenía que dejar de beber tanto, decidí, sabiendo de antemano la falsedad de mi determinación.
Lucía estaba sentada en el salón. Ilógicamente había abrigado la esperanza, que al salir, ya no estuviera. Resignado le ofrecí un café. Ella aceptó, esta maniobra me daba tiempo para pensar. Mecánicamente puse la cafetera, mientras intentaba recordar cuando había conocido a su madre, pero sobretodo, que le había hecho. No lo conseguí.
-Toma-, le dije acercándole una taza,- perdona pero por mucho que intento acordarme, realmente no sé que le hice, o si le hice algo-.
-Hermenegildo Gil-, fue toda su contestación.
Me quedé paralizado, eso había sido hace mas de 15 años, yo era un economista recién egresado de la universidad, acababa de entrar a trabajar para la empresa de auditoria americana, de la que ahora soy socio, cuando descubrí un desfalco. Al hacerlo público a mis superiores, estos abrieron una investigación. A resultas de la cual, todos los indicios, señalaban al director financiero, pero no se pudo probar. El directivo fue despedido, y nada más. Su nombre era Hermenegildo Gil.
-Yo no tuve nada que ver-, le expliqué cual había sido mi actuación en ese caso, como me separaron de la averiguación, y que solo me informaron del resultado.
-Fue mi madre, quien te puso bajo la pista, ella era la secretaría de mi padre. No te lo perdona, pero sobretodo no se lo perdona-.
-¿Su secretaria?-, por eso me sonaba su cara,- ¡Es verdad!, ahora caigo que todo empezó por un papel traspapelado, que me entregaron. Pero no se pudo demostrar nada-.
-Mi padre era inocente, nunca pudo soportar la vergüenza del despido y se suicidó un año después-, me contestó llorando.
Nunca he podido soportar ver a una mujer llorando, como acto reflejo la abracé, tratando de consolarla. E hice una de las mayores tonterías de mi vida, le prometí que investigaría yo lo sucedido, y que intentaría descubrir al culpable.
Mientras la abrazaba, pude sentir sus pechos sobre mi torso desnudo. Su dureza juvenil, así como la suavidad de su piel, empezaron a hacer mella en mi ánimo, mi mano se deslizó por su cuerpo, recreándose en su cintura. Sentí la humedad de sus lágrimas, al pegar su rostro a mi cara, sus labios se fundieron con los míos, mientras la recostaba en el sofá. Descubrí que bajo el disfraz de niña, había una mujer apasionada, sus pezones respondieron rápidamente a mis caricias, su cuerpo se restregaba al mío, buscando la complicidad de los amantes. La despojé de su camisa, mis labios se apoderaron de su aureola y mis dedos acariciaban sus piernas. Éramos dos amantes sin control.
-¡No!-, se levantó de un salto,- ¡Mi madre me mataría!-.
-Lo siento, no quise aprovecharme-, contesté avergonzado, sabiendo en mi interior que era exactamente lo que había intentado Me había dejado llevar por mi excitación, aun sabiendo que no era lo correcto.
Se estaba vistiendo, cuando cometí la segunda tontería:
-Lucía, lo que te dije antes, sobre averiguar la verdad, es cierto. Fue hace mucho, pero en nuestros almacenes, debe de seguir estando toda la documentación-.
-Gracias, quizás, mi madre esté equivocada respecto a ti-, me contestó, dejándome solo en el apartamento.
Solo, con resaca y sobreexcitado. Por segunda vez, desde que estaba despierto entré en el servicio, solo que esta vez para darme un baño.
El agua de la bañera esta hirviendo, tuve que entrar con cuidado para no quemarme. No podía dejar de pensar en Lucia. En la casualidad de nuestro encuentro, en la reacción de su madre, y en esta mañana.
Cerré los ojos, dejando, como en la canción, volar mi imaginación. Me vi amándola, acariciándola, onanismo y ensoñación mezcladas. Sentí que el agua era su piel imaginaria, liquida y templada, que recorría mi cuerpo, mi mano era su sexo, besé sus labios mordiéndome los míos, nuestros éxtasis explotaron a la vez, dejando sus rastros flotando con forma de nata.
Al llegar a la oficina, solo me crucé con el vigilante, el cual extrañado me saludó, mientras se abrochaba la chaqueta, no estaba acostumbrado a que nadie trabajara un sábado, algo urgente, debió de pensar. Lo primero, que debía de hacer era localizar el expediente, y leer el resumen de la auditoria. Fue fácil, la compañía, una multinacional, seguía siendo cliente nuestro, por lo que todos los expedientes estaban a mano. Consistía en dos cajas, repletas de papeles. Por mi experiencia, rechacé lo accesorio, concentrándome en lo esencial. Al cabo de media hora, ya me había hecho una idea, la cantidad desfalcada era enorme, y el proceso de por el cual habían sustraído ese dinero había sido un elaborado método de robo hormiga, cada transacción realizada, no iba directamente al destinatario, sino que era transferida a una cuenta donde permanecía tres días, los intereses generados que operación a operación eran mínimos, sumados eran mas de veinte millones de dólares. Luego esa cantidad, desaparecía a través de cuentas bancarias en paraísos fiscales.
La investigación, en ese punto, se topó con el secreto bancario, imperante en los años 90, pero hoy en día, debido a las nuevas legislaciones, y sobretodo gracias a internet, había posibilidad de seguir husmeando. El volumen y la complejidad de la operación, me interesó, ya no pensaba en las dos mujeres, sino, en la posibilidad de hacerme con el pastel. Me enfrasqué en el tema, las horas pasaban y cada vez que resolvía un problema aparecía otro de mayor dificultad.
Quien lo hubiera diseñado y realizado, debía de ser un genio. Me faltaban claves de acceso, por primera vez en mi vida, hice algo ilegal, utilicé las de mis clientes para romper las barreras que me iba encontrando. Cada vez me era más claro el proceso. Todo terminaba en una cuenta en las islas Cayman, y sorpresa el titular, no era otra que Lucía.
Su padre era el culpable, lo había demostrado, pero no iba a comunicar mi hallazgo a nadie, y menos a ella, hasta tener la ventaja en mi mano.
Reuní toda la información en un pendrive, y usé la destructora de documentos de la oficina para que no quedara rastro. Las cajas de los expedientes las rellené con informes de otras auditorias de la compañía. Satisfecho y con la posibilidad de ser rico, salí de la oficina.
Eran ya las ocho de la tarde, mientras comía el primer alimento sólido del día, rumié los pasos a seguir, al menos el 50% de ese dinero debía de ser mio, y sabía como hacerlo.
Cogí mi teléfono y llamé a Lucia. Le informé que tenía información, pero que debía dársela primero a su madre, por lo que la esperaba a las nueve en mi casa, ella por su parte, no debía llegar antes de las diez.
Preparé los ultimos papeles, mientras esperaba a Flavia.
Llegó puntual a la cita. En su cara, se notaba el desprecio que sentía por mí. Venía vestida con un traje de chaqueta, que resaltaban sus formas.
No la dejé, ni sentarse.
-Su marido era un ladrón y usted lo sabe-.
Por segunda vez, en menos de 24 horas, me abofeteó. De un empujón la tiré al sofá, donde había estado retozando con su hija. Me senté encima de ella, de forma que la tenía dominada.
¿Qué va a hacer?-, me preguntó asustada.
Depende de tí, si te tranquilizas, te suelto-, con la cabeza asintió, por lo que la liberé,- he descubierto todo, y lo que es mas importante, donde escondió su dinero, si llegamos a un acuerdo, se lo digo-
¿Qué es lo que quiere?-, me preguntó.
Su actitud había cambiado, ya no era la hembra indignada, sino un ave de rapiña ansiosa hacerse con la presa. Eso me enfadó, esperaba de ella que negara el saberlo, pero por su actitud supe que había acertado.
Antes de nada, me voy a vengar de ti, no me gusta que me peguen las mujeres-, y desabrochándome la bragueta, me saqué mi miembro, que ya estaba sintiendo lo que le venia, – Tiene trabajo-, le dije señalándolo.
Sorprendida, se quedó con la boca abierta, cuando se dirigía hacia aquí, en lo ultimo que podía pensar era en que iba a hacerme una mamada, pero vencí sus reparos, obligándola a arrodillarse ante mí. Su boca se abrió, engullendo toda mi extensión. Ni corto ni perezoso, me terminé de quitar el pantalón, facilitando sus maniobras. Me excitaba la situación, una mujer arrodillada cumpliendo a regañadientes. Ella aceleró sus movimientos, cuando notó que me venía el orgasmo, e intentó zafarse para no tener que tragarse mi semen. Con las dos manos sobre su cabeza, lo evité, una arcada surgio de su garganta, pero no tuvo mas remedio que bebérselo todo. Una lagrima revelaba su humillación, pero eso no la salvó que prosiguiera con mi venganza.
-Vamos a mi habitación-, como una autómata me siguió, sabía que habían sido dos veces las que me había abofeteado, y dos veces las que yo iba a hacer uso de ella, – Desnúdate-, le dije mientras yo hacia lo mismo.
Tumbado en la cama, disfruté viendo su vergüenza, luego me reconocería que no había estado con un hombre, desde que murió su marido. La hice tumbarse a mi lado, y mientras la acariciaba, le expliqué mi acuerdo.
Son 20 millones, quiero la mitad. Como están a nombre de Lucía, me voy a casar con ella, y tu vas a ser mi puta, sin que ella lo sepa: Tengo todos los papeles preparados para que ella los firme, en cuanto llegue-.
No tengo nada que decir, pero tendrás que convencer a mi hija-, me contestó.
Mis maniobras la habían acelerado, de su sexo brotaba la humedad característica de la excitación. Sus pechos ligeramente caídos todavía eran apetecibles, sin delicadeza, los pellizqué , consiguiendo hacerla gemir por el dolor y el placer. Era una hembra en celo, sus manos asieron mi pene en busca de ser penetrada. La rechacé, quería probar su cueva, pero primero debía saborearla. Mi lengua se apoderó de su clítoris, mientras seguía torturando su pezones, su sabor era penetrante, lo cual me agradó, y usándola como ariete, me introduje en ella con movimientos rápidos. Estaba fuera de sí, con sus manos sujetaba mi cabeza, de la misma forma que yo le había enseñado minutos antes, buscando que profundizara en mis caricias. Un río de flujo cayo sobre mi boca demostrándome que estaba lista. Con mi mano, recogí parte de el, para usarlo. Le di la vuelta, abriendo sus nalgas, observé mi destino, y con dos dedos relajé su oposición.

-¿Qué vas a hacer?, me preguntó preocupada.
-¿Desvirgarte, preciosa?, y de una sola empujón, vencí toda oposición, ella sintió que un hierro le partía en dos, me pidió que parara, pero yo no le hice caso, y con mis manos abiertas, empecé a golpearle sus nalgas, exigiéndole que continuara. Nunca la habían usado de esa manera, tras un primer momento de dolor y de sorpresa se dejó llevar, sorprendida se dio cuenta que le gustaba, por lo que acomodándose a mi ritmo, me pidió que eternizara ese momento, que no frenara. Cuando no pude mas, me derramé en su interior.
– Déjalo ahí- , me pidió,-quiero seguir notándolo, mientras se relaja-.
No le había gustado, le había encantado.
No, tenemos que preparar todo, para que cuando llegué tu hija, no note nada-, le dije satisfecho y riendo mientras le acariciaba su cuerpo, -¿estas de acuerdo, suegrita?.
Claro que sí, Yernito.

 

Relato erótico: “Descubriendo a Lucía (3)” (POR ALFASCORPII)

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3

Comencé mi primer día de trabajo como Lucía levantándome a las 6:30 de la mañana y siguiendo todas las rutinas que ella habría seguido. El tema del vestuario fue sencillo, pues uno de los armarios de mi vestidor estaba exclusivamente dedicado a los trajes para el trabajo. Elegí uno negro, de tejido veraniego, formado por una falda que se ajustaba perfectamente a mis caderas y muslos para cubrir hasta las rodillas, una chaqueta entallada y una blusa blanca. Para completar, unos zapatos negros, abiertos, terminados en punta y, por supuesto, con un tacón fino de casi diez centímetros. Al verme en los espejos, estos me devolvieron la imagen de una auténtica ejecutiva, un bellezón que provocaría los suspiros de sus subordinados.

El asunto del maquillaje me resultó mucho más sencillo de lo que habría esperado. Lucía apenas se maquillaba, no le hacía falta. Con un simple toque de color rojizo-terroso en mis mejillas y una pasada de pintalabios a juego, estaba lista para dar mi mejor cara.

No fui a trabajar en trasporte público, como siempre había hecho siendo Antonio, sino que cogí el coche de Lucía, un Mini Cooper prácticamente nuevo, de color crema, que podría aparcar en la plaza de garaje reservada para mí en el edificio de la empresa.

Confieso que estaba tan nervioso como el día que un chico recién licenciado, llamado Antonio, comenzó a trabajar en la empresa tres años atrás. Era como empezar en un nuevo puesto, aunque partía con la gran ventaja de atesorar en mis recuerdos toda la experiencia de mi predecesora.

Una pequeña parte de estos nervios se esfumó ante el saludo del guarda del parking.

– Buenos días, señorita Lucía –me dijo con una amplia sonrisa-, me alegro mucho de su regreso.

Todo el mundo me reconocería como Lucía, la Subdirectora de Operaciones de la empresa, y no tendría nada por lo que preocuparme salvo por hacer mi trabajo.

– Buenos días… – busqué el nombre del guarda entre los recuerdos de Lucía, pero este no apareció, ¡no lo sabía! – …Manuel – dije finalmente leyendo el nombre en su placa del pecho y devolviéndole una cálida sonrisa-. Muchas gracias, yo también me alegro de regresar

Su rostro se iluminó al escuchar su nombre en mis labios y deleitarse con mi sonrisa. La antigua Lucía habría devuelto el saludo con frialdad, sin más. Sospeché que aquel hombre tendría alguna fantasía conmigo aquel día.

Tomé el ascensor, y en lugar de marcar la primera planta, como siempre había hecho, marqué la última, la reservada a los cargos más altos de la empresa. El último piso del edificio estaba dividido, únicamente, en siete despachos independientes, un cuarto de baño y una sala de reuniones. Todas las puertas estaban cerradas y el silencio era absoluto, parecía que era la primera en llegar esa mañana. Avancé por el pasillo para llegar a mi despacho, dejando atrás a la izquierda los tres despachos de los Jefes de Sección que estaban bajo mi responsabilidad, y a la derecha, el cuarto de baño y los despachos correspondientes al Secretario de Recursos Humanos y el de su homólogo Financiero. Mi despacho estaba frente al del Subdirector Financiero y de Recursos Humanos, y contiguo al de Gerardo, el Director General. El último despacho correspondía al Presidente de la empresa, aunque rara vez lo ocupaba.

Como Antonio, sólo había estado dos veces en el despacho de Lucía. Una con mi jefe directo, y otra yo solo, ambas para preparar la reunión que acabó en accidente. Sonreí al recordar lo nervioso que había estado en la primera reunión, y lo excitado que había estado en la segunda, yo solo en aquel despacho con aquella mujer tan sexy, sin poder evitar que una y otra vez acudieran a mi mente situaciones de película porno.

La decoración era bastante minimalista, a Lucía no le gustaban las distracciones en el trabajo, por lo que a parte de los elementos típicos de un despacho para el trabajo del día a día, la única decoración consistía en una planta, una foto de sus sobrinos sobre la mesa, y los títulos y reconocimientos obtenidos enmarcados y colgados en una pared.

Dejé el maletín sobre el escritorio, aunque antes de sentarme corroboré que Gerardo no se encontraba en el despacho de al lado. Encendí el ordenador, y comencé con la lectura de correos atrasados. Poco a poco fueron llegando el resto de inquilinos de la planta, quienes al ver luz a través de la puerta de mi despacho fueron pasando por este a saludarme como un goteo que no me dejó hacer nada en media hora. Todos me dieron dos besos y expresaron cuánto se alegraban de verme allí y entera, pero aunque yo les traté con la calidez y cercanía habitual en mí, noté que ellos conservaban la prudente cordialidad y distancia que siempre habían mantenido con la antigua Lucía. Para ella, los sentimientos y vida propia de aquellas personas no tenían ningún interés, tan sólo eran compañeros de trabajo o subordinados a los que no conocía más allá de lo estrictamente profesional. Yo debía cambiar aquello.

A las 9:00 llegó Gerardo, mi jefe y el de todos.

– ¡Hola, preciosa! – dijo entrando en mi despacho y cerrando la puerta tras de sí.

– Hola, Gerardo – respondí poniéndome en pie para rodear la mesa.

– Estás tan fabulosa como siempre – añadió mirándome de arriba abajo sin pudor alguno-. ¡Cuánto me alegro de verte aquí de nuevo!.

Se acercó a mí, y en lugar de darme dos tímidos besos y apartarse como el resto había hecho, sus besos fueron cálidos en mis mejillas y sus brazos me estrecharon contra su pecho. A pesar de ser un hombre en plena cincuentena, se mantenía fuerte, y aunque gracias a los tacones yo era más alta que él, por primera vez desde que era Lucía, tuve la percepción de diferencia de peso, volumen, fuerza y delicadeza de mi cuerpo con respecto al de Antonio. Me sentí atrapada entre sus brazos, sin escapatoria posible, con su cuerpo pegado al mío envolviéndome. La incomodidad de tan íntimo abrazo se acrecentó cuando percibí cuánto se alegraba realmente de verme de nuevo. Sentí en mi entrepierna cómo algo duro se apretaba contra ella. ¡Gerardo se estaba empalmando!, ¡por Dios!.

Tras unos instantes en los que su erección era tan patente que presionaba mi pubis, Gerardo, fue plenamente consciente de la situación, y liberó su abrazo permitiéndome dar medio paso atrás pero manteniéndome sujeta por los hombros. Sentí rubor en las mejillas, aquella era la situación más embarazosa en la que me había encontrado en mi vida. Me sentía avergonzado. Mi mente heterosexual masculina trataba de asquearse al haber sentido la erección de un hombre, pero mi cuerpo femenino enviaba unas señales bien distintas a mi cerebro: me había gustado y me había excitado. Incluso podía sentir cómo el tanguita que me había puesto ese día se humedecía. Estaba terriblemente confuso, completamente paralizado.

Vi el brillo en los ojos de aquel hombre, me deseaba con todas sus fuerzas, y no pudo reprimir el impulso de intentar besarme. Volví a la realidad cuando vi su rostro acercándose al mío. Sin ser consciente de ello, unos reflejos como los que la antigua Lucía habría tenido, me salvaron de tan terrible trance. Fui más rápida que él, y justo antes de que sus labios contactaran con los míos, mi rostro giró de tal modo que pasó de largo para darme un simple beso en la mejilla, y tras eso, mi cuerpo me sorprendió con un suave movimiento felino que hizo que Gerardo soltase sus manos atenazando mis hombros sin sentir brusquedad en ello.

– Gracias, Gerardo, por hacerme sentir tan querida aquí – le dije para aliviar la tensión -. Tenía ganas de reincorporarme al trabajo y dejar la mala experiencia atrás. Yo también me alegro mucho de verte… – tira y afloja, tira y afloja, lo que Lucía llevaba haciendo durante siete años con maestría.

El jefe esbozó una sonrisa de oreja a oreja. Había conseguido que no se sintiera totalmente rechazado, y disimuladamente vi cómo el incipiente bulto de su entrepierna iba desapareciendo para volver todo a la normalidad. No pude evitar que la visión de aquel paquete me produjese cierto cosquilleo en mi interior… Pero pareció que conseguí mi objetivo, la tensión sexual entre ambos se disipó.

– Bueno – dijo él-. Como ya te escribí por mail, tómatelo con calma. Que hoy sólo sea una toma de contacto con el trabajo, no te estreses… Si quieres, luego podemos comer juntos, charlar, tomar una copa… – inconscientemente volvía al ataque.

– Muchas gracias por el ofrecimiento – respondí-, me encantaría comer contigo, pero a la salida tengo que ir a ver a alguien, y seguramente pase antes por casa para comer algo rápido –no era mentira, pues esa mañana me había levantado con el firme propósito de ir al hospital.

– Claro, claro, es viernes e imaginaba que ya tendrías tus planes. Ya tomaremos algo juntos otro día.

– “Lo que tú quieres tomar es a mí” – pensé.- Por supuesto – le dije a él-, y hoy seguro que tus niñas se alegran de que vayas a comer con ellas.

Tira y afloja, tira y afloja…

Asintiendo con la cabeza, con otra sonrisa en los labios, Gerardo se despidió para encerrarse en su despacho.

Suspiré aliviado cuando oí la puerta de su despacho, y me sentí satisfecho de mí mismo por cómo había manejado la situación, pero recordé cómo me había excitado al sentir su polla dura contra mí, y ese recuerdo hizo que volviese a sentirme excitada notando mis pezones erizados contra la suave tela del sujetador.

– ¿Pero qué coño me pasa? – me pregunté mentalmente -, ¡me ha excitado un tío!.

– Pues eso, querida – me respondí-, que ahora tienes coño y te excitan las pollas duras.

No podía creerlo, no podía ser, yo seguía siendo yo mismo, y me gustaban las mujeres. Mujeres como Raquel, mujeres como yo misma, porque ahora era una mujer…

– ¡Dios! – exclamé por dentro-, ¡me voy a volver loco!.

Respiré profundamente e intenté calmarme. Me senté en la silla y traté de controlar el ataque de pánico que me estaba entrando. Poco a poco recobré la calma, algo por lo que siempre me había caracterizado, y desterré de mi mente cualquier preocupación sobre el asunto recordando el sexo del día anterior con Raquel. Miré la pantalla del ordenador, y viendo la cantidad de correos que aún tenía que revisar y contestar, conseguí que todo volviera a su cauce.

Pasé prácticamente toda la mañana encerrado en mi despacho, recibiendo y enviando mails, hasta que a las 13:00 convoqué una reunión con los Jefes de Sección para que me pusieran al día, de primera mano, sobre las novedades de la semana de cara a empezar la siguiente.

Nos metimos los cuatro en la sala de reuniones, que aunque era demasiado grande para sólo cuatro personas, nos permitía estar más cómodos que en mi despacho, cada uno con su propio ordenador portátil y papeles. Yo me senté a un lado de la mesa, y ellos tres al otro. Por un momento me sentí como si estuviese ante un tribunal de examen, con la gran diferencia de que la examinadora, en este caso, era yo.

Era la única mujer en la sala, la única mujer de los altos cargos, y también la más joven. Rafael y Julio tendrían alrededor de 60 años, y Andrés, recién pasados los 50. Traté de hacer la reunión lo más informal posible, mostrándome dialogante y cercana a ellos, lo que rápidamente notaron. Poco a poco, la tensión que solía haber en las reuniones con su jefa se fue disipando, y la charla y el ambiente fueron distendidos, permitiendo incluso algún chiste que ninguno de ellos habría hecho con la antigua Lucía.

Me sentí muy satisfecho conmigo mismo, estaba interpretando mi papel a la perfección, de tal modo que mis subordinados seguían viendo a Lucía, su jefa, pero no como un ser estratosférico con el que no se pudiera dialogar, sino como una persona renovada, más amigable y cercana.

Me sentí tan cómodo, que cuando ya habíamos acabado lo estrictamente profesional, y sólo charlábamos, me levanté de la mesa para quitarme la chaqueta, porque a pesar del aire acondicionado, el calor del mes de Julio era patente en la sala. Al haber bajado la guardia que habitualmente mantenían con Lucía, percibí cómo los tres hombres se me quedaban mirando embobados, y eso me gustó. Sumándolo a las reacciones del guarda del parking y de Gerardo, fui plenamente consciente del gran poder que tenía sobre los hombres con mi nueva apariencia. Ante aquellos tres allí reunidos se presentaba una belleza de 30 años de edad, de larga melena azabache, ojos de un intenso color azul claro enmarcados con largas pestañas negras, labios carnosos, coloreados y muy sensuales; con un cuerpo voluptuoso en todas sus formas: generosos y redondeados pechos, estilizada cintura, anchas caderas, culito redondo y firme, largas piernas de tersos muslos… Ataviada con una entallada y ajustada camisa blanca que envolvía mis curvas como un guante, una falda negra pegada a mis piernas hasta casi las rodillas, y unos exquisitos zapatos de tacón… Entendí perfectamente sus miradas, y un nuevo sentimiento floreció en mí: me sentí coqueta.

Con la excusa de colgar la chaqueta en el perchero que había junto a la ventana tras de mí, me giré con elegancia exponiendo mi culo a sus atentas miradas. Me entretuve unos instantes, haciendo como que buscaba algo en un bolsillo de la chaqueta, y viendo a través del tenue reflejo en la ventana, cómo aquellos tres hombres devoraban mi culo con sus miradas e intercambiaban sonrisas cómplices entre ellos. Aquello me resultó divertido, me hizo sentir bien alimentando ese nuevo sentimiento de coquetería, y me entraron ganas de jugar explorando mi sensualidad. Me di cuenta que al vestirme por la mañana me había abrochado todos los botones de la camisa, como habría hecho siendo un hombre, pero ya no lo era, y tenía mucho que lucir. Disimuladamente, desabroché los dos botones superiores, abriendo un buen escote hasta la línea del sujetador y me giré con una leve sacudida de mi melena.

– ¡Qué calor! – dije con naturalidad.

Los tres hombres sonrieron, y percibí cómo sus miradas se dirigían a mi cuello y escote para apartarlas rápidamente, lo cual a mí también me hizo sonreír.

Me senté, y proseguí con la conversación, interesándome por las anécdotas que distendidamente contaban mis subordinados. Me sentí a gusto, y conocí un poco más la forma de pensar de aquellos tres. Sin duda, la postura defensiva que siempre habían mantenido frente a su jefa, había cambiado. Sin darse cuenta, para ellos, durante ese tiempo había abandonado mi rol de jefa para únicamente representar el de una mujer atractiva a la que trataban de agradar y hacer reír.

Me dejé llevar por la coquetería, me sentí más juguetona, y alimenté sus miradas reclinándome hacia delante para prestarles toda mi atención, situando mis brazos sobre la mesa y mis pechos sobre ellos. De este modo, les proporcioné unas privilegiadas vistas de mi escote, con mis grandes pechos alzándose apretados por la presión de mi cuerpo, mostrando una buena parte de su esplendor a través de la camisa abierta.

Por mucho que trataran de evitarlo, vi claramente cómo las miradas de mis interlocutores bajaban continuamente de mis ojos a mis pechos, para volver a subir como si rebotaran en ellos y volver a bajar inevitablemente. Se estaban dando un festín, y yo me estaba divirtiendo de lo lindo al sentirme tan irresistible.

De forma distraída, cogí uno de mis bolígrafos, y tras jugar con él unos instantes entre los dedos, me llevé uno de los extremos hacia mi boca. Lo apoyé sobre el labio inferior, y lo recorrí acariciándolo, entreabriendo un poco la boca para introducir en ella la punta y sujetarla con los dientes.

Ninguno de aquellos tres hombres se perdió un solo detalle de mi gesto, y por el brillo de sus ojos supe que tenían las pollas como estacas por mí, y que esa tarde-noche habría tres esposas muy satisfechas cuando sus maridos las follasen con ganas pensando en mí. Aquella idea me excitaba humedeciendo mi tanguita y poniéndome los pezones duros para marcarse ligeramente a través del sujetador y la camisa, lo cual pondría aún más duras aquellas tres pollas, tan duras como para empalarme por todos mis agujeros… y cómo me ponía eso…

– ¡Joder! – exclamé mentalmente y echándome hacia atrás -.¡Estoy pensando en pollas duras…! ¡y me estoy excitando!.

El estado de embriaguez de hormonas femeninas al que había sucumbido se disipó repentinamente. Miré el reloj, eran casi las tres de la tarde, hora de salida, así que me dio la excusa perfecta para dar por terminada la reunión y quedarme solo.

Ocultando mi batalla interna, recogí mis cosas y me despedí de los tres Jefes de Sección. Ninguno pudo levantarse de la mesa como gesto de cortesía, los tres se hicieron los remolones recogiendo los papeles para evitar que comprobase las erecciones que sabía que había provocado.

Ya ni siquiera pasé por el despacho, directamente me fui a buscar el coche. Necesitaba conducir y que el aire frío del climatizador me diese en la cara.

De camino a casa, alejé de mi mente cualquier pensamiento relacionado con el sexo, y me centré exclusivamente en lo realmente importante, mi propósito para esa tarde y que hasta ese momento había evitado: ir al hospital a “verme”.

Pasé por casa, y tras comer la ensalada que mi asistenta me había preparado, y un trozo de chocolate al que no pude renunciar al verlo en un armarito, me di una rápida pero relajante ducha de agua fría para dejar atrás todo lo acontecido esa mañana, y afrontar el trance que se me presentaba con fuerzas renovadas.

Por mucho que tratara de negarlo, la feminidad se estaba apoderando de mí, y me sentí reconfortada al entrar en el vestidor y estrenar uno de los vestidos que dos días atrás me había comprado con mi hermana. Elegí el que era un poco más largo, sin escote, como si inconscientemente mi mente se negase a repetir el juego de provocación que había iniciado en la sala de reuniones, aunque dejando la puerta abierta a la sensualidad, siendo ajustado a cada una de mis bellas formas como una segunda piel, pero con la elegancia de la insinuación en lugar de la provocación directa.

Ya en el hospital, consulté en recepción la planta y habitación en la que Antonio Sánchez Castilla se encontraba y, respirando profundamente, fui al encuentro de mi antiguo yo. Caminando por el pasillo de la décima planta, a escasos metros de la habitación indicada, el corazón me dio un vuelco cuando la puerta se abrió y por ella salieron mis padres. ¡Mis padres!. En mi afán por aceptar mi cambio de identidad y afrontar mi nueva vida, prácticamente les había desterrado de mis pensamientos para evitar el dolor y la tristeza. Y ahí me los encontré. Pasaron a mi lado sin reconocerme, y vi la tristeza en sus rostros. Me quedé paralizado, observando cómo se alejaban de mí sin saber que aquella mujer del pasillo era su hijo atrapado en un cuerpo y una vida que no eran suyos… y las lágrimas se me saltaron de los ojos. Lloré desconsoladamente, cuanto no había llorado hasta entonces, y toda persona que por allí pasó pudo ver a una mujer rota por la pérdida de un ser querido. Y así era, puesto que yo había perdido a dos: mis padres. Tuve que ir al baño, y allí terminé de desahogarme, soltando hasta la última lágrima hasta entonces reprimida. Cuando el dolor volvió a hacerse soportable, y pude recomponerme frente al espejo, volví a dirigirme hacia mi objetivo.

La habitación estaba libre, salvo por el cuerpo que yacía reposando en la cama, conectado a los aparatos que lo mantenían con vida. Ahí estaba mi verdadero cuerpo, plácidamente dormido, una carcasa vacía… La contemplación de mí mismo desde esa perspectiva, fue aún más surrealista que cuando descubrí que me había convertido en Lucía. Me sentí mareado y tuve que sentarme.

Durante una hora, me dediqué únicamente a refrescar en mi memoria aquellos rasgos que antes veía cada mañana en el espejo y que, en ese momento, me resultaban familiares pero ajenos. Hasta que una idea que ya había tenido en otro momento, acudió a mí:

– Lucía – le dije en voz alta a aquel joven dormido-, ¿estás ahí?, ¿puedes oírme?.

Por supuesto, no obtuve respuesta alguna, ni tan siquiera un indicio que alentase una mínima esperanza. Volví a hablarle:

– Lucía, ¿estás ahí dentro?. Soy… Antonio. Si es así, despierta, por favor…

Sólo el sonido de las máquinas de soporte vital interrumpían el silencio.

– Tras el accidente me desperté dentro de tu cuerpo… Siendo tú…

Seguí sin obtener respuesta o un atisbo de reacción, pero el hecho de confesar en voz alta lo que me había ocurrido, fue un desahogo que alivió parte de la carga que llevaba dentro. Y seguí hablando, relatando como si aquel cuerpo pudiese escucharme, cuanto me había ocurrido desde que desperté en una habitación de ese mismo hospital, y aquello me hizo sentir mejor.

Salí del hospital y comencé a dar vueltas por la ciudad con el coche. En mi cabeza no podía dejar de pensar en cuanto había sucedido ese día: el trabajo, mi jefe, la reunión con los Jefes de Sección, ver a mis padres, encontrar mi verdadero cuerpo sumido en un profundo sueño… Demasiadas emociones para un solo día. No quería volver a casa y seguir pensando en todo aquello, así que, puesto que aún eran las siete de la tarde y era viernes, decidí aparcar junto a un elegante pub cuya fachada me llamó la atención. Tomaría una cerveza para aplacar la sed y el calor, y me distraería observando a la clientela.

A esas horas no había mucha gente, así que pude elegir sentarme en una mesa que me permitía observar todo el local. Al momento, un camarero que aparentaba treinta y pocos años, se acercó para tomarme nota:

– Buenas tardes, señorita – dijo con una cautivadora sonrisa -, ¿qué desea tomar?.

Le observé de la cabeza a los pies, tenía buena planta, lo suficientemente buena para que mis hormonas femeninas se me dispararan gritándome que me gustaba lo que veía. Traté de rechazar su llamada.

Sonreí al camarero, y aunque mi idea inicial era la de tomarme una cerveza, de pronto cambié de opinión, me apetecía algo más fuerte, y sobre todo más dulce:

– Un ron añejo con cola, por favor.

El hombre volvió a sonreírme, estaba claro que a él también le gustaba lo que veía, y asintiendo con la cabeza se dirigió a la barra. Mientras preparaba la copa, no me quitó el ojo de encima, así que para no alentarle, me hice la distraída jugueteando con el móvil. Me trajo la copa y un pequeño cuenco con gominolas que dejó sobre la mesa.

– Cortesía de la casa – dijo guiñándome un ojo.

– Gracias – contesté buscando la cartera en el bolso -, y me cobras, por favor – añadí dándole un billete. No tenía intención de hacer más que una consumición.

El camarero recogió el billete y percibí en él que había adivinado mi intención de marcharme pronto, por lo que se mostró algo contrariado. Al traerme la vuelta, no pudo reprimir su impulso de volver a hablarme:

– Gracias, preciosa – dijo esta vez con un cálido tono de voz y perdiendo totalmente la formalidad que debía mantener con una clienta-. Si deseas algo más, aquí me tienes para servirte…

Sin duda, no se refería únicamente a servirme una bebida.

– Está bien, gracias – le contesté sin apartar la vista de la pantalla de mi móvil.

Yo nunca habría sido tan cortante, habría contestado con la misma familiaridad que él había utilizado, pero realmente mis hormonas femeninas estaban en pie de guerra, y me estaba costando un mundo sobreponerme a ellas para negar que aquel hombre me atraía.

El primer trago de la copa me resultó de lo más refrescante, estaba muerto de sed, y el dulce sabor del ron envejecido con la cola hizo las delicias de mi paladar. Antonio nunca habría pedido ese combinado, se habría tomado una cerveza, o un whisky con cola en el caso de querer algo más fuerte, pero yo ya no era Antonio, era Lucía, y estaba descubriendo que lo que me había ocurrido conllevaba cambios más profundos que lo meramente físico.

Se estaba a gusto en aquel pub, había poca gente y la música ambiental era bastante agradable, así que dando sorbos de la copa, saqué cualquier preocupación de mis pensamientos observando a la clientela mientras buscaba en eBay artículos para darme algún capricho, ya que mi nuevo sueldo me lo permitía con holgura.

Estaba tan sediento, que apuré la bebida casi sin darme cuenta, así que le hice un gesto al camarero, al cual se le iluminó el rostro cuando entendió que quería otra consumición. Me puso la copa con una amplia sonrisa, y con su cálido tono de voz me dijo:

– A esta te invito yo.

– Gracias – le dije devolviéndole la sonrisa. El alcohol había conseguido relajarme y no veía la necesidad de mostrarme antipática-, pero no es necesario…

– Gracias a ti por alegrarme la tarde. Ya sabes, para lo que necesites… – añadió guiñándome el ojo y haciéndome sentir un cosquilleo interno.

La segunda copa me duró algo más, y entre trago y trago compré en eBay algunas chucherías que se me antojaron aunque luego resultaran inútiles. Cuando terminé la copa, consulté el reloj, y vi que ya era hora de marcharse, así que me levanté sintiéndome mareada. ¡Uf!, los efectos de la bebida eran más patentes de lo que habría imaginado. Estaba claro que mi tolerancia al alcohol se había visto muy mermada al convertirme en Lucía, y no sólo me había afectado al equilibrio, sino que sentía esa sensación de euforia y bienestar propia de un principio de borrachera que me envalentonó para acercarme a la barra, y decirle unas últimas palabras a aquel atractivo camarero que me observaba con atención. Manteniendo con dificultad el equilibrio sobre los tacones, traté de caminar con toda la elegancia de la que fui capaz, y pensé: “Estos zapatos son preciosos, y estoy divina con ellos, pero van a conseguir que me mate”. Si una semana atrás me hubiesen dicho que yo era capaz de tener un pensamiento así, habría matado a quien lo hubiera dicho.

Con pasos algo más vacilantes de lo que me habría gustado, llegué hasta la barra acercándome a aquel que me sonreía ampliamente. Estaba saboreando el que fuese hacia él, disfrutando de cada uno de mis pasos mientras sus ojos marrones seguían el contoneo de mis caderas. Puse el bolso sobre la barra, y rebuscando en él, saqué la llave del coche y la cartera.

– Déjame que te pague la ssssegunda copa – dije denotando en mi habla los efectos del alcohol-, no me conocessss de nada…

El camarero me miró fijamente, y puso una mano sobre la mía para evitar que abriese la cartera. El contacto me produjo un cosquilleo.

– Ha sido una invitación personal, preciosa – dijo. Y mirando la llave del coche, con su cálido tono de voz añadió: ¿No pensarás coger el coche ahora, verdad?.

No supe contestar, realmente estaba mareado y me costaba enlazar pensamientos.

– Deberías esperar un rato a que se te bajen las copas– prosiguió-. Yo puedo salir ahora mismo y quedarme contigo hasta que estés preparada para conducir.

– Gracias – contesté sintiendo cómo el cosquilleo de mi interior se acrecentaba.

En aquel momento, mi juicio estaba tan nublado, que cualquier palabra amable era bien recibida. Estaba realmente borracha, y no sólo de alcohol…

Una nueva sonrisa, esta vez de satisfacción, se dibujó en su atractivo rostro. Intercambió unas palabras con un compañero, que me miró de arriba abajo resoplando, y salió de la barra para cogerme de un brazo e invitarme a salir.

– Vivo aquí al lado- me dijo cuando salimos al calor de la calle-. Tengo aire acondicionado y, si quieres, te invito a un café para que te ayude a despejarte.

Aquello me pareció una buena idea. En otro momento me habría opuesto diametralmente a aquella proposición. Habría pedido un taxi y me habría marchado. Pero me costaba razonar, y en mi interior deseaba quedarme con ese hombre, me sentía irremediablemente atraída hacia él y no podía resistirme a ese sentimiento.

Realmente vivía en el portal de al lado del pub en el que trabajaba, y antes de darme cuenta, ya estaba sentada en el sofá de su salón con un café con hielo entre mis manos. Me dijo su nombre, el cual olvidé casi al instante y, tras un breve titubeo, yo le dije que me llamaba Lucía. Charlamos de cosas triviales entre sorbo y sorbo de café bien cargado, y así descubrí que no era un simple camarero del pub, sino que realmente era el dueño y que había decidido servirme a mí personalmente.

Poco a poco mi embotado cerebro se fue despejando, pero no podía evitar que mis ojos le estudiasen con detenimiento. Me gustaba mucho lo que veía, y la sensación de cosquilleo de mi interior se había convertido en una profunda sensación de vacío que me obligaba a mantenerme en tensión. Él me observaba con fascinación, con sus brillantes ojos siguiendo cada línea de mi anatomía, me deseaba desde que entré por la puerta de su local.

Por fin, me despejé lo suficiente para tener la fuerza de voluntad de acabar con esa situación, por lo que me puse en pie ante él y le dije:

– Ya me encuentro bien… y… tengo que marcharme…

Mi subconsciente me traicionó, y aquello sonó mucho más dubitativo de lo que yo hubiera querido expresar. Ante mi vacilación, en lugar de expresar decepción por mis palabras, su cara denotó cuánto le excitaba, devorándome con la mirada y relamiéndose como quien está ante un manjar, y eso hizo que la sensación de vacío de mi interior fuese aún más apremiante. Me excité, sentí humedad entre mis piernas, y los pezones se me pusieron tan duros que se marcaron por debajo del ajustado vestido que llevaba. Como un acto reflejo, mis manos fueron hacia mis muslos, tirando hacia abajo de la falda que, con un balanceo de caderas, estiré para que quedase perfecta delineando mi silueta.

Ese gesto inconsciente a él le animó aún más, y observé cómo en su entrepierna se marcaba un protuberante paquete que aceleró mi lubricación y provocó que el rubor subiese hasta mis mejillas. Se levantó, y poniendo sus manos sobre mis caderas, las recorrió hasta cogerme de la cintura. Aquella caricia me dejó sin aliento.

– No te vayas… – me susurró.

Sobreponiéndose a todas las señales de mi cuerpo, mi mente masculina hizo un último alarde por tomar el control de mis actos:

– El que me hayas invitado a una copa y un café no quiere decir que me vaya a abrir de piernas para ti – le dije tratando de mantenerme firme.

– No – contestó él con su cautivadora sonrisa-. Pero el que no me hayas quitado el ojo de encima desde que entraste en el pub, sí –añadió acariciando eróticamente mi cintura.

Me quedé totalmente desarmado. En ese momento fui consciente de que tenía razón. A pesar de haber querido negarlo, y tratar de evitarlo, durante el tiempo que había pasado sentado en la mesa del pub, mis miradas habían ido una y otra vez hacia él. Sentí la boca seca, y humedecí mis labios instintivamente en un claro gesto que denotaba mi propia excitación, por lo que, de repente, sentí el contacto de sus masculinos labios en los míos y su lengua penetrando en mi boca a través de ellos. Un terremoto sacudió mi interior, entré en combustión y mi cuerpo se tensó como la cuerda de un violín. Aquellos labios apremiantes y esa lengua audaz sacudieron los pilares de mis convicciones y me volvieron loca de excitación. Me entregué a ese beso, enredando mi lengua con la suya, presionando mis jugosos labios contra los suyos, dejando que explorase mi boca mientras mis brazos rodeaban su cuello para que todo mi cuerpo se apretase contra el suyo.

Estaba duro, y su dureza me gustaba. Sentía su erección como una lanza presionándome el pubis, y eso me hacía vibrar. Sus manos se deslizaron por mi cintura y cogieron mi culo con fuerza, apretándome los glúteos y haciendo que su pértiga me punzase en la pelvis. Estaba tan excitada, que cualquier vestigio de masculinidad desapareció completamente de mí. Deseaba a ese hombre con todos mis sentidos, deseaba ver su cuerpo desnudo, oír su respiración excitada, inhalar su aroma, acariciar su dureza, saborear su piel…

El camarero invadió toda mi boca con su lengua, haciéndome sentir que lo quería dentro de mí. Recorrió mi cuerpo con sus grandes manos, acariciando la abertura del vestido en mi espalda, subiendo hasta mis poderosos pechos para presionarlos con las palmas de sus manos, con mis pezones restregándose contra la suave tela interior del sujetador. Me estaba derritiendo en sus manos, en ese momento era suya y yo quería que me poseyera.

Mis manos recorrieron su pecho y espalda, acariciando con las yemas de mis dedos sus formas. Agarré su culo con fuerza, como él había agarrado el mío, y empujé con mis caderas para que su abultadísima entrepierna se clavase contra mi vulva. Había pasado casi todo el día pensando en duros penes, y en ese momento tenía para mí una marmórea polla que anhelaba tocar e introducir dentro de mí.

Con una habilidad que me sorprendió, desabroché su pantalón haciéndolo caer mientras él se desembarazaba de los zapatos, e introduje mis manos por la cintura de su calzoncillo. “¡Oooohhhh!”, ahí estaba el objeto de mi deseo. Con su lengua haciendo diabluras en mi boca, yo cogí aquella polla con mis suaves manos. La recorrí arriba y abajo, explorando su longitud, grosor y dureza, y me encantó. Había desterrado totalmente de mí a Antonio, era como si nunca hubiese sido él y nunca hubiese tenido mi propio órgano masculino. Ahora era Lucía, y estaba descubriendo cómo a Lucía le fascinaba tener un falo entre sus manos para acariciarlo.

El dueño del pub bajó sus manos de mis pechos y me subió la falda que tan coquetamente yo me había recolocado. Mi reacción fue inmediata: mis manos soltaron su verga y me sujeté de sus hombros para que una de mis piernas abrazase su cadera atrayendo su sexo hacia el mío. Mi tanguita humedeció su calzoncillo, y su glande me presionó a través de ambas prendas, estimulándome el clítoris y haciéndome jadear.

– Te estás abriendo de piernas para mí, preciosa – me susurró al oído.

– Ni siquiera me has quitado la ropa aún – le dije invitándole, borracha de lujuria.

Tiró de mi vestido hacia arriba y, dándolo la vuelta según lo subía por mi anatomía, me lo sacó por la cabeza. Sin esperar a que se desabrochase los botones, yo hice lo mismo con su camisa, quedándonos ambos en ropa interior.

– ¡Pero qué polvazo tienes, Lucía! – me dijo comiéndome con la mirada.

– Y tú me lo vas a quitar…

La sensación de vacío en mi interior era tan apremiante, que era mi vagina quien hablaba en mi nombre. Necesitaba sentirme llena, quería tener esa polla dentro de mí, y la excitación y el deseo eran tan grandes que era lo único en lo que podía pensar.

– Date la vuelta. Quiero memorizar lo buena que estás y disfrutar ese culito prieto que me ha vuelto loco en cuanto ha entrado meneándose en el pub.

Su apelación a mi narcisismo dio justamente en la diana. Yo sabía perfectamente lo buena que estaba, tanto como para masturbarme con mi imagen en los espejos de mi vestidor, por lo que me sentí encantada de darme la vuelta para mostrarle la redondez de mi culito.

– Precioso- dijo-, el mejor culo que he tenido aquí.

– ¿Acaso los has tenido mejores en otro sitio?- le pregunté indignada.

– Puede ser… – contestó desabrochándome el sujetador-, pero nunca he tenido en mis manos unos melones tan ricos como estos- añadió cogiéndomelos desde atrás y apretándomelos con fuerza-. Tienes la mejores tetas que he visto y acariciado nunca.

La fuerza del masaje en mis pechos me hizo jadear, y sus palabras me hicieron suspirar para mojar aún más mi tanga. Apreté mi cuerpo al suyo, y sentí la longitud de su erección con mis nalgas, me cautivó sentir su excitación con esa parte de mi anatomía; quise más, y él también quería más. Se bajó el calzoncillo y sentí su duro órgano entre mis glúteos, piel con piel, y me encantó. Sus manos bajaron de mis pechos delineando mi silueta para colarse bajo la humedad de mi tanga, y acariciarme el chorreante coño.

– Ummmm – gemí gustosa.

Acarició mi vulva, impregnándose de mis cálidos fluidos, masajeándome el clítoris mientras su glande trataba de abrirse paso entre mis nalgas y chocaba contra la tira del tanga. Me tenía tan excitada, que no dudé en ponerme completamente a su merced bajándome la ropa interior mientras él extendía mis jugos hacia mi suave entrada trasera. Empujó con la cabeza de aquella polla que yo tanto ansiaba tener dentro de mí, pero no con la suficiente fuerza como para vencer la natural resistencia de mi estrecho agujerito. Sólo estaba tanteando si yo aceptaría ser dada por el culo, calentándome más y más… Yo ya no podía soportar tanta excitación, necesitaba ser penetrada ya, fuese por donde fuese, así que me agaché para soltar las trabillas de mis zapatos y bajarme de los tacones, ofreciéndole mi culo en todo su esplendor.

– ¡Joder, métemela ya! – me sorprendí pidiéndole sin incorporarme.

– Definitivamente, sí es el mejor culo que he tenido nunca – contestó.

Y arremetió con fuerza con su ariete, haciéndome sentir cómo su glande se abría paso entre mis glúteos para incidir contra mi ano. ¡Iba a ser follada por el culo porque yo lo había pedido!. Pero, ¡oh, sorpresa!, mi ojal no estaba resuelto a dejarse vencer por tan grueso invasor, así que la lubricación aplicada en la zona hizo que la punta de la verga de aquel hombre se deslizase por toda la raja hasta que finalmente encontró una abertura ansiosa por devorarla, y esta fue la entrada de mi coño, que engulló el duro miembro hasta que la pelvis de aquel macho chocó contra mi culo.

– Aaaaaahhhhhhmmmm – gemí satisfecha.

– Oooooohhhhh – gimió él.

Desde que era Lucía, mi sexo sólo había sido explorado por mis propios dedos, los de Raquel y su experta lengua, y ninguno de ellos había profundizado hasta ese nivel. Era, justamente, la sensación que mi cuerpo había estado buscando desde que sintió la polla dura de mi jefe contra él, y era una auténtica gozada que ansiaba seguir experimentando.

El camarero me dio un par de envites más, deleitándome con la dureza de su lanza abriéndome por dentro. Pero a pesar de tenerme sujeta por las caderas, puesto que yo no tenía ningún otro punto de apoyo, no conseguía penetrarme con la profundidad que a ambos nos gustaría, así que manejándome como si fuese una muñeca, con una fuerza que me resultó aún más excitante, me sacó el falo y me tumbó sobre el sofá para rápidamente ponerse encima y, ahora sí, meterme su verga a fondo, cuanto nuestro cuerpos permitieron.

– ¡¡¡Aaaaaahhhhhhh!!! – me hizo gritar.

Las sensaciones eran tan intensas, que no podía evitar emitir sonoras muestras de placer, los mismos sonidos que siempre me había excitado oír cuando era un hombre. No podía controlarlo, simplemente gemía de gusto.

Mi amante repitió su movimiento, retirándose para volver a clavármela a fondo, taladrándome el coño y golpeándome el clítoris con su pelvis, haciéndome ver las estrellas. Me aferré a su pétreo culo con las manos y apreté mis muslos contra sus caderas. Ahora que sabía lo que era ser follada por un hombre, quería experimentarlo con la máxima intensidad, que su virilidad se clavase tan dentro de mí que me hiciera sentir llena de ella.

Mirándome fijamente, aquel hombre siguió penetrándome una y otra vez con movimientos de cadera lentos pero firmes. Mi vagina envolvía su falo succionándolo como si quisiera tragárselo, con unas maravillosas y electrizantes contracciones que me hacían jadear y acompañar sus movimientos para que ese potente músculo alcanzase lo más profundo de mi ardiente gruta. El placer era incomparable, y la sensación de una pétrea polla abriéndome por dentro era indescriptible. Sus dedos se colaron en mi boca abierta, y los chupé con deleite saboreando en ellos el salado gusto de mi coñito mientras él seguía dándome empujones que consumían su leño en la hoguera de mi placer.

Mis manos recorrían su fuerte espalda atrayéndolo hacia mí para que su boca atrapase uno de mis bamboleantes pechos y succionase el erizado pezón para hacerme gritar de gusto. Estaba llegando al momento culminante, y la cabeza me daba vueltas, no ya por los efectos del alcohol, sino por las continuas embestidas de aquel macho follándome sin compasión.

El dueño del pub aceleró el ritmo, gruñendo con cada empellón, golpeando mi clítoris con su pelvis para que este vibrase con cada profunda penetración. Sacó los dedos de mi boca, soltó mi pecho, y clavando sus ojos en los míos me sujetó por los hombros para acelerar aún más el ritmo y volverme totalmente loca en un torbellino de gemidos mientras su verga latía dentro de mi licuado coñito.

Había fuego en sus ojos y, de pronto, apretó los dientes con una salvaje embestida de su cadera que me dejó sin aliento. Un gruñido animal escapó de entre sus dientes, y una abrasadora explosión inundó mis entrañas escaldándome por dentro. La violencia de su arremetida, la incrustación de su glande en las profundidades de mi vagina, el golpe seco en mi clítoris, y la ardiente sensación de su esperma derramándose dentro de mí, me hicieron llegar a la cúspide del placer. Me corrí con él, sintiendo que el mundo giraba a mi alrededor, descargando toda la tensión sexual acumulada durante el día, con mi cuerpo elevándose del sofá en un espasmo que hizo vibrar cada fibra de mi ser, y al decaer mi orgasmo y relajarme, me sentí una verdadera mujer.

Aquel que sin saberlo había dado la vuelta a todos mis prejuicios, salió de mí y se levantó para admirar mi cuerpo desnudo y sudoroso sobre el sofá. En su rostro se mostraba satisfacción, pero, aunque no lo verbalizó, en él pude leer que la satisfacción no era total. Sus ojos me revelaron que físicamente sí debía ser la mujer más atractiva que se había follado, pero el polvo que acababa de echarme no había sido, ni de lejos, el mejor de su vida.

Lo que en él percibí, me dejó una agridulce sensación. Aunque para mí la experiencia había sido increíble, sentía la necesidad de que para él también lo fuese. No por él, sino por mí, como satisfacción personal. En mi fuero interno reconocí que mi papel no había sido demasiado activo, simplemente me había dejado llevar por la situación, y esa no era mi forma de ser. Estaba segura de que aquel tipo pensaba: “Acabo de follarme a la típica tía buena, espectacular a la vista, pero sosa en la cama”.

– Necesito una ducha – dijo confirmándome mis sospechas-, si ya estás bien para conducir y quieres marcharte, lo entenderé.

Sin más, me dejó allí y se fue al cuarto de baño. Yo no podía dejar así las cosas, acababa de descubrir lo que era ser follada por un hombre, y quería más, mucho más. Ese macho había despertado en mí a la hembra salvaje que llevaba dentro, y se lo iba a demostrar.

CONTINUARÁ…

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Relato erótico: “El caballero 2” (POR AMORBOSO)

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Pasan los días y caballero y joven siguen buscando caravanas de esclavos. Al poco de salir del castillo, se les unió el antiguo soldado del padre del joven, al que llamaban “Tronco”, muy diestro con la espada y lanza. Más adelante, se les unieron dos soldados más, capturados para cargar y descargar los pesados botines y cuyo destino final era la muerte. A uno lo llamaban “Hércules” , una broma por ser delgado y desgarbado. Sin embargo, tenía una gran agilidad y destreza con la espada. Al tercero, un hombre extremadamente velludo, le llamaban “Pelao”, porque uno de los muchos señores de la zona, le pilló medio desnudo, seduciendo a su hija, pero como la cosa no había llegado a mayores y parece ser que la propia hija estaba muy de acuerdo, se limitó a castigarlo con una depilación integral a la brea y expulsándolo desnudo y pelado. Su arma favorita era un palo largo, que manejaba con destreza y con el que rompía brazos y piernas y abría cabezas con casco incluido.

No se les da mal el negocio, pues recuperaron un par de doncellas que devolvieron a sus padres y una buena cantidad de otras mujeres, que vendieron a pueblerinos solos para que se casaran con ellas.

Por supuesto que no fueron célibes ninguno. Unos más y otros menos, pudieron llevarse a alguna de las muchachas, o ya señoras, tras algún matorral para satisfacer sus deseos, además de sus visitas a las posadas donde se encontraban las mejores putas. Así descubrieron el porqué del apodo de “Tronco”. Tenía una polla, que si bien no era muy larga, tenía un buen grosor. Alguien había dicho que parecía un tronco de los que se echaban al fogón, por lo grueso y corto, y así nació el apodo.

Entre unas cosas y otras, todos llevaban la bolsa bien llena, y esto nos lleva al principio de esta historia, cuando uno de esos días decidieron gastar algunas monedas en las putas de la posada de uno de los pueblos por los que pasaron.

Empezaron por beber unas buenas jarras de cerveza, con las muchachas sentadas en sus piernas, dejando entrever sus abundantes tetas que sobresalían de sus escotes.

También metían mano bajo sus faldas, mientras ellas se hacían las vírgenes y recatadas, retirando sus manos entres risas, abrazos y besos.

Estando con este entretenimiento, llegó un soldado a toda prisa, sudoroso y cubierto de polvo, preguntando por el Conde Teodomiro y su escudero Valentín. El posadero los señaló y fue corriendo hasta ellos.

-Conde Teodomiro, me envía el Conde Loarre para contratar vuestros servicios con urgencia.

Viendo su lamentable estado, el caballero dijo:

-Estoy dispuesto a escucharte, pero no será antes de que seas bien atendido. ¡¡POSADERO, TRAED UNA JARRA DE CERVEZA PARA ESTE HOMBRE!! –Dijo levantando la voz y acercándole un taburete con el pie.

Tras un largo trago, el soldado continuó.

-Gracias, señor, realmente lo necesitaba. Mi señor, el Conde Loarre, quedó viudo y sin hijos que pudiesen dar continuidad a su título. Ahora, transcurrido el tiempo prudencial de luto, ha decidido casarse, eligiendo a Doña Petronila, la hermana del Conde Montearagón, que lleva viuda varios años ya. Esto, a la muerte del Conde Montearagón, mayor ya y también sin hijos, le permitirá anexionar sus valles al ser la viuda su heredera.

Paró para tomar otro trago y dijo el caballero.

-Lo veo muy bien, pero no se que tenemos que ver nosotros en esto, ni la urgencia.

-Veréis, mi señor, -dijo limpiándose la espuma de la boca con la manga de su uniforme- cuando la viuda se dirigía hacia el castillo de Loarre, su comitiva fue asaltada por unos maleantes o tratantes de esclavos árabes, que se la llevaron prisionera. El Conde me ha dicho que os dará dos bolsas de monedas si se la lleváis sana y salva. Os llevan dos días de ventaja, por lo que deberíais salir inmediatamente, antes de que se adentren mucho en territorio enemigo y no podáis recuperarla.

-No se hable más. –Dijo el caballero poniéndose en pie y arrojando al suelo a la mujer sentada en sus rodillas.- Salimos ahora mismo para rescatarla.

Los cinco, con un considerable bulto en sus calzones, salieron de la posada y partieron en busca de la dama.

Fueron haciendo averiguaciones, hasta que dieron con el rastro de los maleantes, y galoparon casi sin descanso durante tres días, hasta que un anochecer, vieron una hoguera a un lado del camino, todavía un poco lejos, con dos carromatos y los caballos atados a un árbol cercano.

El caballero mandó esperar escondidos y cuando ya era de noche muy cerrada, cerca del cambio de guardia, Valentín se acercó con sigilo y cortó el cuello al hombre que estaba de guardia. El gorgogeo que señalaba el final de su vida, despertó algunos de los maleantes. Inmediatamente se acercaron los demás y, tras una lucha en la que murieron siete de ellos, varios de ellos a manos de Hércules, redujeron a los ocho restantes, que arrojaron sus armas. Solamente uno de ellos quiso coger una espada y atacar nuevamente, pero una flecha en el corazón lo hizo desistir.

Revisados los carromatos, encontraron en uno a cuatro mujeres, una ya mayor, de unos 22 ó 25 años, atada y amordazada y tres jovencitas de entre 15 y 19, y el otro cargado con provisiones para el camino

La mayor, resultó Doña Petronila y las menores, las hijas de un campesino, raptadas unos días atrás, al pasar por la cabaña donde se encontraban mientras su padre y madre habían ido al pueblo a vender sus productos y comprar otros que necesitaban.

Tras atar a todos, amenazarlos de muerte si volvían a verlos y llevarse una buena parte de las provisiones, partieron hacia el castillo del Conde Loarre.

Por el camino, pasaron junto a la casa de las muchachas, cuyos padres cambiaron el llanto por alegría inmensa al recuperarlas. Como era casi de noche, el campesino insistió para que se quedasen a dormir en su casa, y empezó a dar órdenes para que sus hijas y mujer llevasen todo a al pajar de la cuadra y dejasen las camas limpias para el caballero y sus hombres.

El caballero no lo consintió y decidieron dormir ellos en el pajar. Eso si, les dieron una magnífica cena y un no menos magnífico desayuno al día siguiente, antes de partir.

Siguiendo su ruta, la viuda se agotaba sobre el caballo. Además de no haber montado nunca, era uno de los caballos de tiro de las carretas, por lo que le resultaba incómodo.

A medio día les hizo parar para descansar y comer algo, y lo hicieron a un lado del camino, pero a la dama no le gustaba estar al sol, por lo que debieron de buscar una arboleda para que estuviese a gusto.

Aprovecharon para comer algo sentados alrededor de un fuego que encendieron. Al terminar, la señora se puso en pie y con voz enérgica, dijo:

-Conde, ven conmigo. Y vosotros, vigilad que no vengan los secuestradores a recuperarme.

Cuando vio que todos no dirigíamos a la linde del bosquecillo a vigilar, dio media vuelta y se metió tras unos arbustos.

Se oyeron voces cuyo contenido no se entendía, y pronto un gran silencio con pequeños ruidos aislados.

Los soldados y el joven se habían colocado separados para así cubrir mayor zona de vigilancia. Al no ver a los demás, Valentín volvió atrás ocultándose y sin hacer ruido, hasta llegar a un lado de los arbustos donde estaban Doña Petronila y el caballero.

Sonriente, vio cómo el caballero comía el coño a la mujer, que se había desnudado, mientras ella presionaba su cabeza con una mano y frotaba los pezones con la otra.

-Ooooohhh ¡Qué lengua tienes, conde! Sigue así, así.

El joven se sacó su polla y empezó a pajearse despacio ante la excitante escena. Concentrado en ella, observó, una vez que levantó la vista, movimiento entre los arbustos que rodeaban a la pareja. Echó mano a su espada pensando que les atacaban, y ya iba a lanzar el grito de aviso, cuando vio que los que movían los arbustos eran los soldados, que a su vez estaban pajeándose mientras buscaban un mejor punto de vista.

Más tranquilo, siguió observando a la pareja.

-Mmmmmmm. Sigue, conde, me voy a correr.

-Siiii, me viene

-No pares, conde. Me corrooooooo.

Por si no había quedado claro, los movimientos de la pelvis de ella contra la boca de él, lo delataban.

El conde intentó levantarse. El joven alcanzó a ver la entrada de su coño toda brillante, con un clítoris sobresaliente y labios abiertos como una flor.

-¿Dónde vas, maricón de mierda? ¿Te he dicho que dejaras de comerme el coño?

El conde volvió a colocarse entre sus piernas para seguir dándole lengua.

-Esto está mejor. Méteme la lengua bien adentro.

-OOOOOOOh Siiii. Vas aprendiendo.

-Chúpame el clítoris.

-AAAAAAAh. Siiii. Qué gusto.

Las piernas de ella abiertas al máximo, los pies sobre la espalda del conde, su cabeza inmersa en el río de flujo y babas que manaba de su coño y que luego le contaron al joven los soldados que mejor lo veían, que se encharcaba en el suelo y ella gritando tan fuerte que hubiese atraído a todos los maleantes de varias leguas a la redonda, daban fe de lo que la dama estaba disfrutando.

-Siiii, conde, siiii. Sigue comiéndome el coñoooo, me corro otra veeeeeeez. AAAAAAAAAAAAAAH.

Cuando terminó su corrida, dio un fuerte empujón al conde, que lo hizo caer de espaldas, mientras ella se recuperaba toda abierta de piernas y pasando suavemente la mano por el coño.

-No te muevas. –Dijo cuando vio que el conde intentaba levantarse, mientras seguía con su masaje y relajación.

El conde, de frente a ese coño totalmente empapado y viendo lo que la dama estaba haciendo, cada vez se excitaba más. Tenía la polla como una piedra, a punto de reventar.

El muchacho y los soldados se habían corrido dos o tres veces, según edad y posibilidades, pero seguían dándole sin parar, sin dejar de ver la excitante escena.

Cuando la mujer se recuperó, no se lo pensó dos veces. Se levantó decidida en busca del conde, que de espaldas en el suelo y totalmente empalmado, se acariciaba la polla en busca de su merecido placer.

-¡Deja en paz esa polla de mierda que tienes que te voy a follar como nunca te han follado!

Se colocó sobre el conde, con una rodilla a cada lado y se ensartó la polla de un solo golpe. Era una polla normalita y entró con suma facilidad, pero igual hubiese dado que fuera un inmenso pollón, dado lo mojada que estaba.

Sus movimientos, parecidos a los de una posesa, iban desde un rápido movimiento atrás y adelante, alternando con otros arriba y abajo y giros circulares aplastando su clítoris contra la pelvis del conde.

-No puedo maaaás. Me corroooo. –Dijo el conde, incapaz de aguantar ante semejante ataque.

-Espera, maricón de mierda, o te corto los huevos como me dejes a medias. ¡Maldito seas! ¿No puedes aguantar ni un minuto? –Dijo ella cuando sintió la corrida del conde.

Gracias a que la polla se fue desinflando despacio y a los movimientos de ella frotando el clítoris contra él y su mano metida entre ambos, no tardó en alcanzar un nuevo orgasmo.

-AAAAAAAAAAAAhhhh.

Se levantó lo suficiente para colocar su coño sobre la boca del conde y le dijo:

-Déjamelo bien limpio, ya que no has sabido hacerme disfrutar como un hombre.

Él, con sus movimientos limitados por la posición de ella, no le quedó más remedio que meterle la lengua para limpiar la corrida, al tiempo que ella volvía a excitarse y le agarraba del pelo para presionar la cabeza contra su coño, hasta que alcanzó su último orgasmo.

En ese punto, los mirones volvieron rápidamente a sus puestos, dejando a la pareja que hiciese lo que quisiera.

Al poco, la voz del conde llamó a todos para recoger el campamento. Cuando se presentaron pudieron ver a un conde con la cara roja, que se limpiaba chorretones de lefa y fluidos.

Recogieron todo y siguieron su camino. Delante, la dama y el caballero, detrás y algo apartados, los demás. Aprovechaban la distancia para intercambiar comentarios de lo observado. Todos coincidieron en que jamás habían escuchado un lenguaje tan soez, ni siquiera en las putas que frecuentaban, mucho menos en la que se supone una gran dama.

Cabalgaron durante toda la tarde, hasta que la proximidad de la noche les obligó a levantar un nuevo campamento para dormir.

Hicieron una nueva hoguera donde prepararon la cena, que comieron sentados alrededor. Al terminar, dijo la dama:

-Dejad lo que lleváis en las manos y poneos todos de pie.

Nadie se movió, pero todos quedaron mirándola.

-¡No me habéis oído, pandilla de inútiles! ¡Todos de pie!

Dudando, dejaron lo que estaban haciendo y se pusieron todos en pie.

-Bajaos los calzones y enseñad vuestras pollas.

-Señora, no podemos hacer eso, el señor Cond…

-¡Como no saquéis vuestras pollas inmediatamente, le diré a mi futuro esposo que me habéis violado y os mandará cortar la cabeza!… o algo peor.

-…de nos matará si se entera. –Continuaba con la frase el caballero.

Con más duda que antes y con vergüenza añadida, dejaron caer sus calzones y comenzaron a mostrar sus penes, casi erectos por la situación.

La variedad debió de gustarle, pues sonrió con satisfacción. Fue dando la vuelta sopesando los atributos de cada uno. El Conde, normalita, Hércules, delgada pero muy larga, alcanzando su tamaño máximo con las manipulaciones de ella, Tronco… La extasió. La tomó con las dos manos, la pajeó un par de veces y sopesó el grueso leño con un suspiro de satisfacción. Por último, tomó la polla del Pelao, gruesa y venosa, de buen tamaño también, tras sopesarla y pajearla también, se volvió a los demás y dijo.

-¡Tú! –Dijo señalando a Valentín, al tiempo que se desnudaba- Fóllame bien con la hermosa polla que tienes y vosotros, maricones, masturbaros pero no quiero que se pierda ni una gota, el que se corra antes de que lo ordene, lo acusaré de violador, si no le corto antes los huevos. –En ese momento, tomó una de las dagas de los hombres.

Valentín se acercó a la mujer, que, de espaldas a él, se dobló por la cintura y dijo:

-Métemela por el coño, y quiero a vosotros tres –señalando a los soldados- con vuestras pollas en mis manos y boca.

-Y yo, mi señora. -Dijo el caballero.

-Tú a masturbarte. Todos iréis rotando, y al que se corra sin mi permiso, se la cortaré inmediatamente. ¡Y rápido, que estoy que ardo desde hace rato!

El joven se situó tras ella, se pajeó para asegurar su dureza y deslizó una mano por el coño de la mujer.

-¡Joder! ¡Si está ya chorreando!

-¿Eres imbécil o qué? ¿No te he dicho que llevo caliente desde hace rato? Déjate de tonterías y clávamela hasta el fondo.

El joven no dijo nada más. Dobló ligeramente sus rodillas, cogió la polla con su mano y la apuntó a la entrada del coño, para seguidamente, clavarla sin contemplaciones.

Después de la corrida de medio día, estaban preparados todos para aguantar lo que fuese necesario.

Pronto empezaron a oírse en el campamento los gemidos de placer de la dama.

-OOOOOOOhhh. SIIIIII. Qué bien follas cabrón. Sigue, sigue.

El muchacho se movía cada vez más rápido, conforme sentía el placer y el incremento de humedad de la mujer, hasta que…

-AAAAAAAAAAAAhhhh. Me corrooooo. No pareees. –Dijo ella a la vez que se corría.

El muchacho siguió dándole duro hasta que ella misma se salió, dejándolo con un palmo de narices… mejor dicho, de polla.

Segundos después, la mujer dio nuevas órdenes.

-Tú, Pelao, túmbate boca arriba en el suelo y tú Hércules, por el culo.

Acto seguido, se situó sobre el Pelao, con una pierna a cada lado y se arrodilló, metiéndose su polla (más gorda que la del joven, pero bastante más corta) en el coño. Se inclinó hacia delante para permitir que Hércules se la metiese por el culo. Este, escupió sobre su polla y en el ano de ella y empezó a clavar la punta.

Poco a poco fue metiéndola toda, hasta que su pelvis chocó con el culo de ella. Si bien no era gorda, era de gran longitud, por lo que la mujer exclamó.

-UFFF. La siento tan adentro que creo que me ha llegado hasta la garganta. – Y empezó a moverse adelante y atrás, volviendo sus gemidos al poco tiempo.

El joven aprovechó, adelantándose al Conde, para meter su polla en la boca de ella y follarla por ahí. El Conde se tuvo que conformar con una paja.

-OOOOOOOhh. Me siento llena. Me matáis de gusto, cabrones. –Dijo al poco tiempo, retirando de su boca al muchacho y soltando al Conde.

No por ello disminuyó su ritmo, al contrario, cada vez movía su cuerpo más deprisa. Los hombres no tenían que hacer nada, solo poner sus pollas.

-AAAAAAAAAAAAAhhhh.

Un nuevo orgasmo la sacudió, quedando derrengada unos segundos sobre el Pelao.

Tras reponerse, hizo colocarse a Tronco en el suelo y al joven detrás, para repetir las mismas posiciones y movimientos.

Esta vez, se arrodilló a los pies, para ensalivar bien la tremenda polla a base de lametazos, ya que le resultaba imposible meter ni siquiera la punta, para que pudiese entrarle mejor.

-Valentín, métemela por el coño hasta que esto esté listo.

El muchacho, le metió un buen trozo en el coño, pero solamente sentía los golpes en su útero, ya que era demasiado delgada para entrar después de la del Pelao.

-Pelao, sigue tú, que con este no me entero. –Dijo la mujer, abandonando por un momento su labor.

El Pelao no se hizo esperar y se la clavó de una sola vez, haciéndole soltar un nuevo gemido, pero sin dejar de ensalivar.

-MMMMMMMMM.

Él empezó a moverse con rapidez, más buscando más su placer que el de ella, pero aún sintió como se corría unos segundos antes de hacerlo él.

-MMMMMMMMMMMMM. AAAAAAAAAAAAAAh.

-OOOOOOOOOOh. SIIIII. ¡Que puta eres! Te vamos a dejar el coño y el culo reventados.

Considerando que ya estaba bien mojada, se colocó sobre ella y se la fue metiendo despacio y poco a poco.

-Jodeeeer. Me vas a reventar el coño.

Pero siguió metiéndosela mientras se acariciaba el clítoris. Solamente se oía los soplidos de ella aguantando y soltando la respiración.

-Uf, uf, uf…

Cuando la tuvo toda dentro, se quedó un rato quieta, con ella dentro, sin dejar su clítoris, hasta que se acostumbró a semejante tamaño. Luego, intentó inclinarse hacia delante, pero solo pudo hacerlo ligeramente.

-Ahora tú. –Dijo al muchacho.- Métemela rápido por el culo, que ya tienes el camino abierto.

El joven, con gran esfuerzo, consiguió meterla despacio y escupiendo reiteradas veces, hasta que chocó con su culo, momento en el que se detuvo para que ella se adaptase.

Una vez acostumbrada a ambos, volvió a moverse, solo que esta vez, era tan grande la presión en su coño que solamente se movía uno o dos centímetros, obligando al muchacho a que fuese él el que se moviese. Este, entre el grosor de su polla y la presión que le hacía la de Tronco, enseguida sintió la necesidad de correrse.

-OOOOOOOhhh. Señora, qué estrecho está esto. No voy a poder soportarlo mucho tiempo más.

-Siiiii. Sigue, cabrón, que tus huevos peligran. –Dijo ella, lo que tuvo la virtud de asustar al muchacho y hacer que se le pasasen parte de las ganas.

Por su parte Tronco, decía.

-OOOOOOhh. Señora. Es la primera vez que la meto tan adentro y tanto tiempo. Tenéis un coño magnífico.

Entonces, la abrazó contra su pecho y empezó a moverse con rapidez, metiéndola entera y sacándola casi hasta la punta.

La mujer empezó a gritar de gusto, se inició un orgasmo continuo que le hacía lanzar gritos como si la estuviesen torturando.

-AAAAAAAAAAAAAAAAGGGGGGGGG. SIIIIIIII

Fue dando todo un repertorio de gritos, cada vez más bajos en volumen, conforme se iba agotando.

Por último, cuando sintió que la llenaba el coño de leche en enorme cantidad, alcanzó otro tan fuerte que la hizo perder el sentido. Ambos quedaron inmóviles, mientras a él le bajaba la erección y ella se recuperaba.

Mientras, el muchacho, que se había quedado fuera hacía rato y viendo que no se movía, volvió a clavársela en el culo y, agarrándose a sus tetas, le dio también un fuerte mete-saca, que aún le hizo alcanzar un leve orgasmo cuando también le llenó el culo con su corrida, por el suave gemido que emitió en su desmayo.

Habían pasado varias horas desde que empezaron. La luna llena iluminaba el campamento, junto con los rescoldos de la hoguera, cuando los que estaban mirando, sintieron una daga en su cuello y una mano que tapaba su boca, mientras eran retirados hacia la oscuridad y maniatados, volviendo a caer sus captores sobre el resto que ya estaban siendo sujetados por sus compañeros.

En un momento, se vieron todos los hombres atados de pies y manos, alrededor de un árbol, sin calzones, con sus partes al aire, mientras la mujer, atada solamente de manos y desnuda, esperaba también su destino a manos de aquellos hombres.

-JA, JA, JA, JA, JA. ¿No es esta la puta hermana del Conde que capturamos hace días y que vendimos a los moros? –Decía uno que parecía el jefe.

-Pues sí. Es ella. JA, JA, JA, JA, JA.

-¡Esto si que va ha ser un buen negocio! Se la venderemos de nuevo a los comerciantes de esclavos, junto a todos estos, para que la vendan de puta y a ellos los coloquen de eunucos en algún harén. –Dijo un segundo.

-Pero antes la disfrutaremos un poco. No querréis hacer como la otra vez, que no nos dejasteis tocarla. – Dijo un tercero.

-Si, esta vez vamos a follarla hasta que nos hartemos. Solamente deberéis tener cuidado de no estropearla demasiado. Debemos venderla a buen precio. Yo empezaré. Estoy que reviento desde hace rato, de tanto verlos follar.

Pronto estuvieron todos desnudos. Eran un grupo de ocho hombres y el jefe.

Uno de ellos quedó vigilando a los hombres, mientras los demás se acercaron a la mujer para disfrutar de su cuerpo. Estuvieron durante horas dándole y corriéndose por el culo, coño y boca, mientras se bebían el vino que llevaban nuestros amigos en sus pellejos.

Cerca ya del amanecer, el que había quedado de vigilancia y que también estaba excitado, decidió disfrutar también, pero sus gustos eran distintos.

Se quitó sus calzones, sacando una polla normalita y dura. Se aproximó a Hércules y acarició su larga polla, luego pasó al Pelao y frotó la de Tronco que se encontraban uno a cada lado, diciendo.

-Mmmmm. ¡Cuánto voy a disfrutar con estas pollas!

Seguidamente, se agachó y metió en la boca un buen trozo de polla de Hércules, que intentaba zafarse con bruscos movimientos, pero sin conseguirlo.

No pudo evitar que la experta boca del maleante se la pusiese dura nuevamente. El maleante, lo separó del grupo y, sin soltar sus manos, atadas a la espalda ni sus pies, lo arrojó al suelo boca arriba algo más lejos. Con la daga en la mano y con cuidado, se acercó a Hércules diciendo:

-Vamos a ver cuanto placer eres capaz de darme. Te advierto que si haces cualquier intento de rebelión, te cortaré el cuello.

Se arrodilló, situándolo entre sus piernas y él mismo se ensartó el culo en la larga polla. Sus movimientos metiendo y sacando fueron inmediatos, dando botes sobre la polla de Hércules, que le hacían sentir fuertes dolores en la parte de los riñones que estaba en el suelo.

Levantando un poco el cuerpo, llevó sus manos atadas a esa parte, encontrando que en el suelo, semioculto por las hojas, estaba uno de los cuchillos que todos llevaban y que habían utilizado en la cena.

Siguió levantando su cuerpo para conseguir colocar bien el filo y cortar las cuerdas de sus muñecas, moviéndose los movimientos de Hércules, que, una vez suelto, contribuyó a su placer, moviéndose a buen ritmo, para ser él el que le follase el culo. No pudo evitar excitarse, por lo que no tardó en correrse en dentro del culo del maleante, el cual, al sentirlo, también alcanzó su placer, salpicando al soldado desde el estómago hasta el pelo con una serie de escupitajos de lefa.

-OOOOOOOOOOOOOOOOhhhhhhhhhh. Qué gustooooo.

Dijo el maleante mientras se corría. Fueron sus últimas palabras, ya que, aprovechando que cerró los ojos mientras se corría y que él tenía el cuerpo arqueado para clavársela bien, sacó el cuchillo y le dio un largo tajo en el cuello.

Los leves sonidos que emitió, no alertaron a nadie. Sus compañeros, casi borrachos y agotados, yacían alrededor de la mujer, todos dormidos, incluida ella.

Hércules se deshizo del cuerpo del maleante y fue junto a sus compañeros a toda velocidad para cortar sus ligaduras.

En un momento, todos se pusieron en pie y tomaron la primera espada, puñal o daga que pillaron y, sin la más mínima piedad, degollaron a los delincuentes.

Ya no pudieron dormir, por lo que, tras montar una vigilancia, se dedicaron a recoger las armas de los muertos y retirarles las bolsas de dinero que llevaban, para cargar algunos de los caballos que localizaron no muy lejos y venderlo todo en alguno de los pueblos.

Por fin, el Conde los mandó reunir un poco alejados del campamento para que no los oyese Doña Petronila si se despertaba y lanzó la pregunta en voz baja:

-¿Qué os parece esta mujer para el Conde Loarre?

-Que lo va a matar de agotamiento en dos días. –Dijo uno.

-Que va a llevar unos cuernos como un alce. –Dijo otro.

-Que va a ser el hazmerreír de todos los pueblos y condados.

-Que seguro que si tiene un heredero, no será hijo suyo.

-Que…

Todos fueron dando su opinión. El Conde volvió a preguntar:

-¿Y qué pensáis que podemos hacer?

Uno dijo:

-Yo la devolvería a los árabes.

Y todos asintieron.

Ya no se habló más. Cuando la dama despertó, desmontaron el campamento y siguieron su camino, solo que esta vez fueron dando un rodeo poco a poco, hasta volver hacia el punto donde la habían recuperado sin que ella se diese cuenta, ayudados por un cielo nublado que escondía el sol y evitaba que ella se diese cuenta,… de haber sabido orientarse.

No se habían movido mucho desde que los dejaron. Cuando les dieron alcance, los unos ataron y amordazaron a la mujer y los otros aprestaron sus armas para defenderse, pero el Conde los convenció de que iban en son de paz. Negociaron de nuevo la venta de Doña Petronila y se marcharon con nuevas bolsas de dinero y acompañados por los apagados y cada vez más lejanos gritos de la mujer.

Fueron al castillo del Conde de Montearagón para informarle del encargo del Conde de Loarre y que no había sido posible localizarla al haber perdido su rastro. El Conde se apenó mucho, pero no podía perder la oportunidad de evitar que su condado cayese en manos de cualquiera cuando falleciese, por lo que les agradeció el servicio con un par de bolsas y para que pasasen por un convento algo alejado a recoger a una sobrina lejana, que quedaba ahora como heredera, para que se casase con el Conde de Loarre y así sellar su amistad y unión.

Nuestros amigos la recogieron, la llevaron al Castillo de Loarre, donde se casó con el Conde y le dio cuatro hijos y una hija, que fueron el disfrute de su vejez y que heredaron todo a su muerte.

También los recompensó, aunque en menor medida, por sus desvelos. Luego siguieron su camino, ahora con las bolsas a rebosar de monedas, hasta encontrar la primera posada con buenas putas para empezar a gastarlas.

 

Relato erótico: “Casanova (11: Chantaje a María 2)” (POR TALIBOS)

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CASANOVA: (11ª parte)
CHANTAJE A MARÍA (2ª parte)
A la mañana siguiente desperté exultante. Abrí los ojos y me sentí completamente despejado, sin sueño y con la cabeza bien centrada. Me sentía feliz, liberado, como hacía semanas que no me encontraba. Y la razón era simple: por fin tenía a María en mis manos.
¡La muy puta! ¡Lo mal que me lo había hecho pasar! Pero todo eso se había acabado, ahora se iba a enterar de quién era yo. Me quedé un rato tumbado en la cama, imaginando mil y una cosas para hacerle a la maldita ama de llaves. Iba a follármela, a encularla, humillarla de todas las maneras posibles… Pensé tanto en ello que me excité terriblemente, así que comencé a masturbarme bajo las sábanas mientras pensaba en los castigos que iba a inflingirle a aquella zorra.
Pero no, aquello no era suficiente. Me las había hecho pasar canutas, así que chantajearla para obligarla a follar conmigo no era bastante. Necesitaba más. Quería vengarme, tenerla de verdad bajo mi control. Quería que fuera ella quien suplicara para hacérselo conmigo. ¡Eso era! ¡Menuda idea! Iba a conseguir que ella pasara por lo mismo que había pasado yo. Iba a impedir que María se acostara con nadie, para que la muy zorra se sintiera como yo tras tanto tiempo de abstinencia. Cuando acabara con ella la tendría de rodillas a mis pies, implorándome que me acostara con ella. ¡Sí!
Con esta idea tan seductora en mente me corrí. Fue la mejor paja de las últimas semanas (de las que me había hecho yo solito se entiende), con lo que me levanté de la cama aliviado y optimista. Pronto todo volvería a la normalidad.
Pero eso sí; necesitaba tiempo para perfilar mi plan, así que decidí que lo mejor aquella mañana era no toparme con María.
Y así lo hice. Desayuné con presteza y me fui al cuarto de Dickie bien temprano, para recibir mis clases matutinas. Ni que decir tiene que esa mañana no presté ninguna atención a las lecciones, enfrascado como estaba en trazar mis planes.
Y los puse en marcha.
La primera vez que me encontré con María fue a la hora del almuerzo, cuando ella ayudó a Mar a servirlo. Estábamos todos a la mesa mientras las dos criadas servían la comida.
En cierto momento alcé la vista y miré descuidadamente a María, sólo un segundo, notando, para mi regocijo, que ella se encogía levemente, nerviosa. Lo que hice entonces fue desviar la mirada, fingiendo una profunda falta de interés.
No necesitaba mirar a María para notar que aquello la había sorprendido. Sin duda esperaba un acoso brutal por mi parte. Seguro que se había pasado la noche dándole vueltas al asunto, decidiendo cómo podía librarse de mí, y ahora, de repente, resultaba que yo la ignoraba por completo.
La chica debió de ponerse aún más nerviosa, pues al servirle la sopa a mi tía derramó un poco sobre el mantel, cosa que a la perfecta María jamás le había pasado.
– Lo… lo siento – balbuceó la chica.
Un silencio sepulcral se apoderó de la mesa, sorprendido todo el mundo de que aquello hubiera pasado. ¡María derramando la sopa! ¡El fin del mundo!
– ¿Te encuentras bien? – preguntó mi madre asombrada.
– Sí, sí, señora… – respondió María – Es sólo que me he distraído.
 
Y mientras tanto, yo seguía sin prestarle atención. Me sentía muy satisfecho por dentro. ¡Había logrado poner nerviosa a la doncella de hielo! Miré disimuladamente al abuelo y vi que sonreía.
Los siguientes días transcurrieron igual. Mi plan consistía en lograr primero que se fuera poniendo cada vez más nerviosa. Cada vez que me cruzaba con ella, me limitaba a saludarla educadamente, pasando de largo junto a ella sin hacerle alusión alguna a los incidentes en el cuarto de Nicolás. Ella sabía que yo conocía su secreto y sabía también que me aprovecharía de ello, pero sin embargo, nada sucedía, lo que la descolocaba por completo.
En un ejercicio de completo autodominio, fui dejando que pasaran los días, logrando que ella se sintiera cada vez más insegura. Y les juro que no fue nada fácil. Yo sabía que bastaría con una palabra para tirarme a aquel pedazo de hembra, pero seguí resistiendo, pues no me bastaba con aquello.
Sin embargo las cosas no salieron como yo había previsto.
Conforme pasaban los días, fui notando que el nerviosismo de María no aumentaba, sino que iba desapareciendo. Cuando me encontraba con ella y le dirigía una de mis miradas de suficiencia, ella ya no se aturrullaba ni asustaba, sino que poco a poco, iba resurgiendo su orgullo, devolviéndome unas miradas que competían con las mías.
¡Mierda! Había durado poco la diversión. Debí de haberlo previsto, pues me constaba que María era una mujer muy inteligente, así que sin duda había adivinado mis intenciones.
Bueno, daba igual, ella seguía estando en mi poder, así que me decidí a iniciar la segunda fase del plan: hablar con ella.
La oportunidad no tardó en presentarse. Un día, durante la hora de la siesta, estuve ayudando a mi madre a doblar unas sábanas, mientras la mayor parte de la gente en la casa dormía. Tras acabar, mamá me pidió que buscara a María, pues tenía que hacer la lista de la compra para que Nicolás bajara al pueblo por la tarde, y eso siempre lo hacía junto con el ama de llaves.
Así que salí en busca de María, encontrándola poco después quitando el polvo en el salón. La observé subrepticiamente durante unos segundos, desde la puerta, mientras la chica pasaba el plumero por los aparadores junto a la pared.
La verdad es que era muy guapa. Llevaba el pelo recogido en un moño que mantenía su cabellera muy tirante, despejándole la frente, afilando así los rasgos de su rostro. Su tipo era fenomenal, alta, más de 1,70, con unas interminables piernas, que podía vislumbrar de rodilla para abajo, asomando bajo el borde de su falda.
María vestía una blusa blanca, bastante holgada, lo que disimulaba sus formas, pero en cambio, la falda era ajustada, de forma de tubo, cubriendo sus piernas hasta las rodillas, y con una pequeña raja en la parte trasera para permitirle caminar.
– Ehem, ehem – tosí penetrando en la estancia.
María dio un respingo, sorprendida por mi intromisión, y se dio la vuelta para mirarme. Noté cómo su expresión se endurecía al percatarse de que era yo, pero no percibí que estuviera nerviosa ni asustada, lo que me molestó un poco.
– Hola María – la saludé.
Ella ni siquiera contestó, sino que siguió mirándome fijamente.
– Creo que ha llegado el momento de que charlemos un poco – dije acercándome hacia ella mientras deslizaba una mano sobre la mesa.
– Ya me lo esperaba – respondió ella simplemente.
Su directa respuesta me descolocó un poco, pero me rehice bastante bien.
– Bien, me alegro de que comprendas la situación – continué.
Mientras hablaba, me miré los dedos, frotándolos como si me hubiera manchado al pasarlos por la mesa.
– Has dejado manchas en la mesa, te estás volviendo descuidada – dije jactanciosamente.
– No lo creo – respondió ella, muy segura de si misma.
La miré unos segundos, tratando de decidir qué estrategia seguir con ella, pero me di cuenta de que no se me ocurría qué decir. Por primera vez, me bloqueaba frente a una mujer; mi don me fallaba. No sabía qué decir. Tantas ideas, tantos planes y ahora no sabía cómo enfrentarme con ella. ¿Por qué no funcionaba mi don con ella?
– Estás muy callado – dijo ella sonriendo – ¿Qué es lo que querías?
Su aire de suficiencia me enojó. Pero ¿qué me pasaba? Si era lo más fácil del mundo. Ella estaba en mi poder, sólo tenía que tomar lo que quisiera. No importaba cómo dijera las cosas, ella sólo podía obedecer.
Con estos pensamientos, logré serenarme un poco. Decidí dejarme de rodeos y tonterías e ir directo al grano.
– Estoy seguro de que recuerdas la escenita de la otra noche.
Su expresión se endureció, poniéndose seria, lo que me produjo una íntima satisfacción.
– Veo que no dices nada, así que me lo tomaré como un sí – dije.
Ella siguió muda.
– ¿Te acuerdas o no? – dije un poco más seguro de mi mismo.
– Sí – respondió por fin.
– Bien – continué – entonces supongo que sabrás lo que viene ahora ¿no?
– Sí. Querrás follarme como has hecho con todas las demás en la casa.
¡Coño! Eso sí que no me lo esperaba. Su respuesta, directa a la yugular, me dejó pasmado un segundo, así que fue ella la que continuó.
– Hace días que te esperaba, niño. Ahora conoces mi pequeño secreto ¿no? Y sabes que me tienes en tus manos. Y sabiendo lo guarro y salido que eres, seguro que quieres acostarte conmigo ¿verdad?
María había recuperado su expresión orgullosa instantáneamente, pasando a ser ella la que controlara la situación. Seguro que pensó que podría aturrullarme atacando, pero yo me acordé del rostro lloroso de la pobre Tomasa, lo que me permitió tranquilizarme. Además, yo no estaba dispuesto a quedarme sin venganza.
– Pues no, te equivocas – respondí.
Ahora fue ella la que se quedó momentáneamente parada, lo que volvió a regocijarme interiormente.
– No te confundas – seguí – Desde luego que voy a follarte bien follada.
Un brillo de furia vibró en su mirada.
– Pero no voy a conformarme con eso.
– ¿A qué te refieres? – dijo ella.
– Verás, María. Gracias a ti, lo he pasado terriblemente mal.
– Te lo merecías – dijo con dureza.
– Sí, quizás sí – dije sentándome en una silla – Y de hecho, si el único perjudicado hubiera sido yo, probablemente lo dejaría pasar, pero es que por tu culpa una buena chica se quedó sin empleo.
– ¿Una buena chica? ¡No me hagas reír! Era una cerda torpe e incompetente, ¡ y una puta redomada…!
 
No bien hubo dicho esto, María se percató de haber cometido un error, lo leí en sus ojos.
 
– ¿Una puta? – dije yo – Vaya, es curioso, yo creía que la mayor puta de todas eras tú, pero parece que me equivocaba.
– Maldito…
– Cállate y escucha. Ahora hablo yo – ella obedeció, lo que restauró mi confianza por completo – Te acuestas con mi abuelo, te follas a Nicolás de la forma más sucia que imaginarse pueda, y encima, te las das de casta y pura ante los demás. Tomasa al menos no fingía ser lo que no es. Le gustaba estar conmigo, así que lo pasábamos bien, pero tú eres la mayor perra del mundo, porque además de zorra, eres una hipócrita, capaz de echar a una pobre chica a la calle por algo que tú estás harta de hacer.
La indignación arrasaba su rostro. Dio un paso hacia mí, con la furia brillando en sus ojos, pero yo no me amilané.
– ¿Qué vas a hacer, pegarme? Hazlo y no tardo ni un minuto en irle con el cuento a mi abuelo. Y tranquila que me creerá.
Se serenó un poco, e intentó razonar conmigo.
– De acuerdo, tienes razón. Mira Oscar – como verán ya no me llamaba niñato, ni crío – Tomasa era realmente mala como criada. Hacía mucho tiempo que quería despedirla y cuando os sorprendí así, vi la oportunidad de librarme de ella…
– Me da igual lo que digas – la interrumpí.
– Pero, escucha – insistió – Si el problema es Tomasa, estoy segura de que puedo convencer a tu abuelo de que la readmita…
– No seas estúpida – la corté nuevamente – El abuelo está deseando volver a contratarla. Según me ha dicho, el coño de Tomasa es uno de los mejores que ha probado… y yo puedo dar fe de ello.
De nuevo el brillo amenazador en su mirada. Aquello la había afectado, pero ¿por qué?
– El problema no es el abuelo, sino mis padres. ¿Crees que serás capaz de convencerlos a ellos?
– No sé – dijo dubitativa – Podría intentarlo…
– Claro, claro, podrías intentarlo, ¿y qué vas a hacer, follarte a mi padre?
La verdad es que lo dije al azar, una simple frase para zaherirla, pero un movimiento fugaz de sus ojos me demostró que no andaba muy desencaminado en mis suposiciones.
– ¿En serio que es eso? – exclamé alucinado – ¿Planeas acostarte con mi padre para convencerlo? Hazlo y le contaré a todo el mundo lo puta que eres. Lo sabrán hasta en la capital.
Ahora que las cosas iban tan bien entre mis padres, no iba a permitir que ella lo estropeara, pues aunque mi padre era un hombre muy recto en cuestión de mujeres, cualquiera sabía qué sucedería si aquella impresionante hembra se proponía seducirle.
– Bien, ¿entonces qué quieres? – dijo ella.
– Bueno, bueno, vayamos con lo que interesa. Siéntate aquí, en esa silla.
Ella obedeció lentamente.
– Bien, veamos, ¿por dónde iba? ¡Ah, sí! Tu castigo. Eres consciente de que estás en mi poder, ¿verdad?
– Sí.
– Estupendo – dije – Me alegra que lo aceptes tan serenamente. Mira, la cuestión es simple, de ahora en adelante, vas a obedecer en todo lo que te ordene, pues si no lo haces, le contaré al abuelo tus aventurillas con Nicolás, y no queremos que se entere ¿verdad?
– No – dijo ella derrotada.
– Genial, pues vamos a…
– Espera – dijo ella – Que quede claro que no voy a obedecerte en todo. Si alguna orden pone en peligro mi empleo, no voy a seguirla, pues para eso te dejo que lo cuentes todo y ya está.
Me seguía sorprendiendo su actitud, fría y calculadora ante la potencialmente peligrosa situación que se le presentaba, pero decidí que si aceptaba seguirme la corriente, bien podía hacerle esa pequeña concesión.
– Tranquila, eso es razonable. No quiero matar a la gallina de los huevos de oro. Pero espero que comprendas que mis órdenes serán en su mayoría… de índole sexual, así que si eso es un problema…
– No, no lo es.
¡Coño! Nuevamente su taxativa respuesta me descolocaba un tanto, pero si estaba tan dispuesta…
– Estupendo. Y ahora esclava, ¿para qué perder más tiempo?
Ella cerró los ojos y suspiró, consciente de lo que se le avecinaba, mentalizándose para afrontar el reto.
– ¿Qué quieres que haga? – dijo.
– Veamos… – dije mirándola de arriba abajo – Quítate las bragas.
Yo esperaba resistencia, un no, una protesta, pero no sucedió nada de eso. Ella simplemente se aprestó a obedecer. Aquello me decepcionó un poco, pues esperaba un poco de lucha.
María dejó el plumero en el suelo y retiró la silla hacia atrás, poniéndose en pié. Inclinándose, agarró los bordes de su falda y poco a poco, fue enrollándolos hacia arriba, pues al ser una prenda ajustada, no podía simplemente meter las manos por debajo.
A medida que la falda subía, sus espectaculares piernas iban revelándose. Enfundadas en unas suaves medias de color beige, su forma y torneado se me antojaban enloquecedoramente perfectos. La falda subía lentamente y cada vez podía contemplar una porción mayor de los dos monumentos que eran sus muslos.
El espectáculo acababa de empezar, pero la larga abstinencia hacía mella en mí, por lo que a esas alturas yo disfrutaba ya de una erección de campeonato, con los ojos clavados en las piernas de aquella zorra.
Ella siguió enrollando la falda, hasta que apareció su liguero, un prenda fina que sujetaba sus medias, pues por supuesto, aquel pedazo de mujer no iba a usar simples ligas.
Madre mía cómo estaba, me iba a correr en los pantalones sólo de mirar aquel improvisado striptease, cuando por fin apareció el borde de su ropa interior, unas delicadas braguitas de color negro.
María subió la falda un poco más, dejándola por completo enrollada en su cintura. Deslizó sus dedos bajo la cinturilla de la prenda, dispuesta a bajárselas, pero yo la detuve.
– Bonita lencería – dije – ¿Es que esperabas a alguien?
– Eso no te incumbe.
– ¿Cómo que no? Olvidas nuestro acuerdo, y no creo que contestarme a eso ponga en peligro tu empleo.
Ella aún tardó un par de segundos en responder.
– Esta tarde voy a acompañar a Nicolás al pueblo – dijo por fin.
– Vaya, vaya. Y allí vais a follar otro poco ¿eh?
– Sí.
– ¿En el pueblo?
– No, en el coche. Conocemos un recodo en el camino donde podemos esconder el coche.
– Ya veo, un polvo campestre…
– Sí – dijo ella riendo un poco.
¡Coño! La situación parecía estar empezando a gustarle, y no era eso lo que yo pretendía.
– De acuerdo, sigue – concluí.
Las bragas se deslizaron seductoramente por los torneados muslos, descubriendo el hermosísimo monte de Venus que tan de cerca vi días atrás. Me quedé sin palabras, pues me pareció mucho más bonito de lo que recordaba. Tuve que recurrir a toda mi fuerza de voluntad para no abalanzarme sobre él y devorarlo.
– Muy bonito – dije cuando ella terminó de sacarse las bragas de los tobillos – ¿Te lo afeitas?
Ella miró hacia abajo, hacia su coño, lo que provocó un ramalazo de excitación en mi pene.
– No – dijo sacudiendo la cabeza – Es que no me crece mucho vello.
Aquello confirmaba mis sospechas. ¡Joder, qué pedazo de chocho! Tragué saliva, pues la boca se me había secado, y palmeando sobre la mesa, dije:
– Siéntate aquí.
Ella se aproximó a la mesa, mientras mis ojos quedaban prendados de aquel hermoso coño. Podía notar cómo los labios frotaban el uno contra el otro mientras su dueña caminaba. Llegó hasta el borde, que era un poco alto para ella, así que, dando un saltito, se sentó justo al borde.
– Túmbate – acerté a decir.
Ella obedeció sin rechistar, deslizando la espalda por la pulida superficie, hasta que su cuerpo quedó extendido sobre la mesa, de forma que tan sólo sus pies asomaban por el borde. Yo me puse de pié y me coloqué junto a ella. Acerqué mi rostro hacia la entrepierna de la chica, con los ojos fijos en su delicioso tesoro. Pegué la nariz y aspiré el embriagador aroma, dándole mentalmente las gracias a Dios por haber puesto mujeres en la Tierra.
Temblorosamente, tratando de sosegarme para evitar una descarga en mis calzoncillos, posé mi mano en su vagina. Lentamente, palpé la zona, sintiendo el sedoso tacto de su vello en las yemas de mis dedos. Con cuidado, introduje un dedo entre los labios, separándolos un poco, explorando, pero sin llegar a penetrarla.
– Umm – siseó ella.
Bien, le gustaba. Eso era bueno. Pero entonces, ella me interrumpió.
– Oscar, la puerta está abierta.
¡Coño! Tenía razón. A esas horas era poco probable que hubiera nadie despierto, pero mamá esperaba a María y si venía a investigar…
Con rapidez, corrí hacia la puerta, notando cómo mi erecta polla frotaba contra mis pantalones y la cerré, regresando junto a María con presteza.
– Vaya, parece que tienes prisa – dijo ella sonriendo.
Su comentario jocoso me devolvió un poco a la realidad. Pero ¿qué estaba haciendo? ¿Qué me pasaba? ¿Me había olvidado de lo que me había hecho, de Tomasa, de todo? ¿La mera visión de un coño bastaba para hacerme perder la cabeza? ¡ De eso nada!
Bruscamente, hundí cuatro dedos en el coño de María.
– ¡Ay! – exclamó ella sorprendida.
– Shisst. Calla –dije.
Y empecé a masturbarla con rudeza.
Al principio, su coño protestó por la súbita intromisión, y yo percibía que el tratamiento no le gustaba demasiado. Mejor.
Yo metía y sacaba mis dedos con fuerza, engarfiándolos dentro del coño de María, abriéndolo, dilatándolo, para que poco a poco fuese mojándose.
Mi mano se hundía casi entera en el interior de la chica, que lentamente, comenzaba a dar muestras de ir disfrutando de aquello. No importaba lo rudo que yo fuera, aquella zorra lo pasaba bien de todos modos.
– ¿E… es nece… sario que seas tan… tan bestia? – jadeó.
– Cállate – le espeté – no te he dicho que hables.
Aquello era demasiado para mí, precisaba alivio y rápido, pues si me corría en los pantalones, sería una humillación frente a ella.
Sin desclavarle los dedos del coño, trepé como pude encima de la mesa, arrodillándome junto a ella.
– Sácala – dije.
Ella, sin perder un segundo, llevó sus manos a mi entrepierna y forcejeó con los botones de mi pantalón, pues mi polla estaba tan dura que mantenía tensa la tela, dificultando sus maniobras. Además, estaba el hecho de que yo no paraba de pajearla con violencia, llegando incluso a zarandear su cuerpo, lo que no facilitaba su tarea. Pero ella era una chica muy mañosa, así que por fin logró extraer mi pene de su encierro, y empuñándolo, comenzó a pajearme con destreza.
Madre mía, cómo lo hacía de bien. Bastaron unas cuantas sacudidas de su mano para hacerme sentir en el cielo, perdí la cabeza, el ritmo de la paja que le hacía se dulcificó…
Pero no, yo no iba a permitir que ella ganara ese asalto.
– ¿Quién te ha dicho que me lo hagas con la mano? ¡Chúpamela! – dije empujando mis caderas hacia su cara.
Pues ni siquiera aquello alteró a María. Incorporándose sobre un brazo, sujetó con firmeza mi rabo con su otra mano y la engulló de un tirón. El paraíso.
Su boca se deslizaba sobre mi enardecido falo, chupándolo, lamiéndolo, mojándolo… y todo a la vez. Su boca parecía la fuente de todos los placeres, y yo los estaba disfrutando al máximo. Sus labios parecían estar más calientes que el resto de su boca, por lo que era maravilloso sentirlos deslizarse sobre mi tronco, sus dientes se notaban de vez en cuando, jugueteando dulcemente sobre mi glande, su mano acariciaba mi escroto con habilidad, manoseando mis pelotas, jugando con ellas… Era el éxtasis.
Y fue precisamente el éxtasis lo que no tardé ni un minuto en alcanzar. Demasiada excitación, demasiadas emociones, demasiada abstinencia… Y exploté. Sin avisar, sin gritar, sin aullar… Una profunda laxitud se apoderó de mí. Mi intención era de haber sujetado la cabeza de aquella zorra contra mi ingle, para correrme bien dentro de su garganta, pero no tenía fuerzas para ello, y además, no era necesario, pues la muy puta, supongo que deseosa de complacerme para suavizar el castigo, no se despegó ni un milímetro de mi polla, por lo que me corrí directamente en su boca.
Podía notar cómo su garganta iba tragando mi semen, lo que contribuía a excitarme más y a acentuar la fuerza del orgasmo. Me corrí durante casi un minuto, en una de las avenidas más espectaculares de mi vida. Mis cojones se vaciaron por completo, deseosos de obtener alivio tras tanto tiempo de pajas. Sí, aquello era lo mío.
Finalmente, su boca liberó mi menguante pene. Un fino hilillo de semen o de saliva, o de la mezcla de ambos quedó prendido entre su boca y mi polla, lo que envió descargas de placer a mi aturdida mente. La muy puta acercó de nuevo su boca a la base de mi polla y, deslizando su lengua desde abajo hasta la punta, la limpió de los últimos restos de la aventurilla.
– ¿Qué? – dijo sonriente – ¿Te gustó?
– Ha sido increíble – respondí sin pensar.
– Me alegro – respondió ella.
Y entonces lo comprendí. Aquella mujer era una diosa, una máquina de follar y ella lo sabía. Su intención era seducirme, hacerme olvidar lo sucedido, perdonar y santas pascuas. Pero no, yo no iba a permitirlo.
– Eres impresionante – dije siguiéndole el juego – Siento haber terminado tan pronto.
– No te preocupes – dijo ella comprensiva – Es normal, después del mesecito que llevas…
– Sí es cierto. Pero espera – dije pues ella empezaba a incorporarse – Ahora tengo que devolverte el favor.
– No, si no es necesario.
– Vamos María, verás como te gusta – dije empujándola suavemente por un hombro.
Ella no se resistió y permitió que la tumbara de nuevo sobre la mesa. Yo, muy despacio, deslicé mi mano desde su hombro hacia su pecho, donde me detuve unos instantes, amasando y palpando sus senos por encima de la ropa. Magníficos.
Mi mano siguió su viaje hacia el sur, deslizándose sobre su estómago y su pelvis hasta alcanzar de nuevo su destino. Con delicadeza, muy lejos de la brusquedad de antes, mis dedos separaron levemente los labios vaginales de María, y, con dulzura, hundí un par de ellos en su interior.
– Ummmm – siseó la chica.
Esta vez pretendía hacerlo bien. Qué digo bien, mi intención era hacerle la mejor paja de mi vida. Y me apliqué a ello.
Moví mis dedos lentamente, separándolos a la vez para aumentar el frotamiento y el placer. Palpé el interior de las paredes vaginales de María, notando cómo sus músculos se tensaban y se amoldaban para recibir a los intrusos que invadían su intimidad.
La sensación sobre mis apéndices era de calor extremo, su coño se ponía al rojo, y, por supuesto, de humedad cada vez mayor.
Y es que esta vez María sí que estaba disfrutando al máximo de mis habilidades. Ella, confiada en haber logrado convencerme, de haber logrado seducirme, simplemente se abandonó a mis caricias, relajándose y dedicándose a disfrutar del momento. Su cuerpo se retorcía como una culebra, agitándose sobre la mesa, mientras de su garganta comenzaban a surgir lujuriosos gemidos, cada vez más profundos, cada vez más sinceros.
Ya la tenía donde yo quería, disfrutando como la zorra que era. Pues se iba a enterar.
– ¿Lo hago bien? – susurré.
– Uummm. Síiiiii. Dios, si hubiera sabido que eras tan buenoOOOO…
Dio un gritito cuando clavé un tercer dedo, ahora un poquito más fuerte.
– ¿Te ha dolido?
– Nooo. Sigue, sigueeee – dijo llevando las manos a sus pechos y comenzando a estrujarlos.
– ¡Joder, cómo se pone! – pensé.
Aún seguí unos minutos más, aplicándole todo mi arte y habilidad. Acerqué mi otra mano a su cueva, pero ésta la utilicé para estimular su clítoris, duro y palpitante, lo que la llevó a un nivel superior de excitación.
– ¡Dios! ¡Qué bueno! ¡Qué BUENOOOOOO! – gemía la muy puta.
Era el momento.
– María – dije.
– ¿Ummm? – respondió ella.
– Verás, me da la impresión de que piensas que el problemilla entre nosotros ya se ha solucionado.
– ¿Y no es así? -dijo ella sonriendo.
 
Mientras decía esto, estiró su mano y la llevó hasta mi polla, que aún seguía por fuera del pantalón y que comenzaba a recobrar su postura orgullosa, y comenzó a acariciarla. Yo la dejé obrar.
– Pues no, cariño – dije sin dejar de masturbarla – No ha cambiado en absoluto.
– Per… ¡AAHHHH! – protestó ella, pero ahogué su queja clavándole los dedos un poquito más duro.
– No hables, nena, que no te he dado permiso. Mira, María, me has demostrado que eres una auténtica maravilla en la cama, y mucho más que me vas a demostrar, pero de olvidar todo lo que me has hecho, nada. Aún tienes que pagar.
María me miró con un brillo de furia en la mirada. Se veía que deseaba protestar, levantarse y marcharse, pues su plan había fallado. Pero su cuerpo, recibiendo mis enloquecedoras caricias, disfrutando de un placer tan intenso, no le permitía moverse. Era mía.
– Así que, te daré tus primeras instrucciones – dije sin dejar de masturbarla – Son bastante sencillas. Nada de sexo hasta que yo te dé permiso.
– ¿Qué? – dijo ella sorprendida.
– Que no vas a follar más hasta que yo te diga que puedes hacerlo. No me importa quién te lo pida, mi abuelo, Nico, tus otros amantes… Me da igual. Para empezar, esta tarde no vas a ir con Nico al pueblo. Cuando mi madre le dé la lista de la compra, tú, en vez de decir que tienes recados que hacer, te callarás. Y si te dicen que vayas, dirás que no puedes, que te encuentras mal. ¿De acuerdo? – dije penetrándola bien hondo con mis dedos.
– S…sí – acertó a decir.
– Bien, y estarás así hasta que yo quiera. ¿Vale?
Ella asintió con la cabeza, manteniendo los ojos cerrados. María me odiaba intensamente en ese momento pero ¡qué placer le estaba dando!
– Pero, qué… Uffff. ¿Qué es lo que pretendes? – siseó ella.
– Que ¿qué pretendo? Verás, maldita furcia, quiero que pases por lo mismo que yo, a alguien a quien le gusta tanto el sexo como a ti, quitárselo es el peor castigo. Cuando acabe contigo, me suplicarás que te folle, porque será la única forma de tener una polla enterrada en el coño ¿entiendes?
No respondió, se limitó a mirarme con ojos llameantes.
– Seguro que sí. Anda, relájate y disfruta de esto, pues es tu último orgasmo en mucho tiempo.
Diciendo esto volví a aplicarme en pajearla, poniendo toda mi habilidad en ello. Mientras los dedos de una mano la horadaban con dulzura, los de la otra jugueteaban con su clítoris, estrujándolo y retorciéndolo, provocando espasmos de placer en su dueña.
El momento del clímax se avecinaba, su coño ya era un charco de fluidos que resbalaban manchando la mesa; María alzaba inconscientemente la pelvis, para que mis dedos la penetraran mejor. Estaba a punto de caramelo, así que, súbitamente, paré.
Mis manos abandonaron su presa de pronto, y de un saltito me bajé de la mesa. Con algunas dificultades, logré volver a enfundar mi polla en el pantalón y abrocharlo, dejando a la vista un bulto bien notable.
– Pero, ¿qué haces? – exclamó María.
La miré. Estaba medio incorporada, con la falda enrollada en la cintura y el coño chorreando sobre la mesa. Se había abierto algunos botones de la blusa y por el hueco se veía un apetitoso canalillo. Respiré hondo y tragué saliva, reuniendo fuerzas para no abalanzarme y follármela.
– He pensado que ya está. No me apetece seguir jugando por ahora – dije.
– Pero…
– Pero nada. Me voy, y no olvides lo que te he dicho. Nada de follar.
– ¡Maldito cabrón!
– Sí, sí, lo que tu quieras.
Entonces ella, dando un bufido, se dispuso a hacer lo que yo esperaba. Llevó una mano hasta su coño, dispuesta a terminar el trabajo que yo había empezado.
– ¡Ah, no, preciosa! – exclamé acercándome y sujetando su inquieta mano – ¡Nada de eso!
– ¿Cómo? – dijo ella, incrédula.
– Vamos, María, no pensarás que tu castigo iba a ser duro si te permitiera aliviarte tú solita ¿no?
– Serás…
– Mira, niña, durante una buena temporada, olvídate de orgasmos ¿entiendes? – dije apartando su mano del palpitante coño – Y ahora, vas a ser una buena chica, te vistes y te vas a ver a mi madre, que hace rato que te espera en la cocina para hacer la lista de la compra.
– ¡¿QUÉ?!
El brillo de alarma en su mirada me regocijó intensamente.
– ¡Será una broma! – bufó.
– ¡Oh! Me temo que no, querida. Yo vine a buscarte enviado por mi madre, pero como te vi tan solita…
– ¡Hijo de puta! – aulló María mientras deslizaba su culo por la mesa para bajarse.
Se puso en pié de un saltito, empezando a componer sus ropas a toda velocidad, mientras no paraba de lanzarme improperios. Yo reía.
Se inclinó para recoger sus bragas, pero yo fui más rápido y se las arrebaté.
– ¡Dámelas! – siseó.
– No. He pensado que de ahora en adelante irás siempre sin bragas, y lo mejor es que empieces ahora.
Dirigí mis ojos a su entrepierna, constatando que sus jugos resbalaban por la cara interna de sus muslos. Perfecto.
– María, debes tener en cuenta que comprobaré que vas con el coño al aire muy a menudo, y si descubro que me desobedeces…
– Maldito cabrón – susurró con fuego en la mirada.
– Sí, sí, eso ya lo has dicho. Otra cosa. Te repito que nada de sexo, y eso incluye el tocarte tú solita. Seguro que piensas que podrás hacerlo a escondidas, cuando yo no te pueda ver, y probablemente es verdad, pero no olvides que en esta casa tengo muchas… amigas, las cuales no te aprecian demasiado, o sea que si me entero que desobedeces… – esto último era un farol, pues de momento yo no pensaba contarle a nadie la situación, y menos a las criadas que detestaban a María.
Ella no dijo nada, pero si las miradas matasen…
– Bueno, me voy, que tienes que hablar con mamá. ¡Ah! Por cierto María, no olvides limpiar la mesa, pues has dejado un rastro de jugos al arrastrarte por encima. Parece que ha pasado por ahí un caracol gigante.
Y me fui riendo. El primer paso estaba dado.
Aunque claro, había algunos problemillas, el primero de los cuales era mi estado de excitación. ¡Qué remedio! Una vez hube cerrado la puerta del salón tras de mí, volé hasta el cuarto de baño y allí me casqué una fenomenal paja, con las bragas de María pegadas a la cara. Fue muy decepcionante, pero menos da una piedra.
La verdad es que me hubiera gustado echar un vistazo en la cocina, para ver cómo la temblorosa María explicaba su tardanza a mi madre, pero necesitaba aliviarme y rápido. Además, si mi madre me pillaba por allí, empalmado perdido y con María sofocada… no iba a tardar mucho en sumar dos y dos.
Bueno, ahora venían el segundo paso y el tercero.
Fui en busca del abuelo y le conté con pelos y señales lo sucedido. El hombre no paró de reír ni un momento, felicitándome por haber sabido llevar tan bien la situación, y es que “María es un hueso duro de roer”, me dijo.
Con esto conseguí que el abuelo dejara a María en paz durante un tiempo, porque claro, si él requería sus “servicios”, ella no podría negarse ante el jefe, con lo que mi plan se iba al garete.
Después de esta reunión, tuve que ir a clase, ya saben. Eterna tarde sentado a solas en una silla mientras Dickie instruía a Marina y mis primas. Horrible.
Aún me quedaba alguien con quien hablar. ¿Quién? Las criadas, claro. Esto no era necesario para mi plan, pero yo quería recuperar un poco del terreno perdido con ellas tras el incidente de Tomasa.
Fui encontrándome con ellas una a una, convenciéndolas primero de todo de que sólo quería hablar (más de una huía de mí despavorida, temerosa de que intentara seducirla y terminar así como Tomasa).
Bueno, pues como pude, fui hablando con todas ellas. Básicamente, lo que les dije a todas era que no se preocuparan, que las aguas pronto iban a volver a su cauce. Les prometí que no iba a intentar nada con ellas hasta que la cosa estuviera controlada y no hubiera riesgo de nuevos despidos. Insinué que pronto lograría hacérmelo también con María, así que cuando ella pasara a engrosar la lista de mis conquistas, ya no habría peligro de que denunciara a ninguna de ellas si la pillaban conmigo. Además, les ofrecí una prueba de que la cosa iba mejorando. Les dije que a partir del día siguiente iban a notar cómo la intratable María suavizaba mucho su carácter con ellas. Iba a ser una jefa modelo.
Como quiera que alguna se resistía a creerme, les aseguré además que iba a conseguir que readmitieran a Tomasa, pero que para eso aún quedaba algún tiempo. Loli llegó incluso a susurrarme que si lo lograba “iba a chupármela hasta dejarme seco”. Ni que decir tiene que el escalofrío que recorrió mi espalda casi me hace caerme de culo.
Bueno, pues ya estaba todo dispuesto para la función. El escenario listo, los actores preparados y la actriz principal… encadenada.
No voy a aburrirles contando pormenorizadamente los días que siguieron, pero, si me conocen un poco a través de mis escritos, no les costará mucho imaginarse las órdenes que administré a María a partir de entonces. Piensen en tocamientos a hurtadillas, inspecciones bajo su ropa para comprobar si no llevaba bragas… y todo tipo de barrabasadas. Eso sí, en ningún momento intenté follármela (creo que la inconmensurable fuerza de voluntad que exhibí en ese periodo sirvió para forjar mi carácter, y convertirme así en un hombre de voluntad de acero). Es broma.
Lo que voy a hacer es narrarles algunos episodios concretos, los mejores a mi juicio, los más excitantes o significativos. Sigan leyendo.
Empezaré por ejemplo a la mañana siguiente. Me levanté bien temprano, mucho antes de lo habitual, y tras asearme y vestirme, bajé disparado para tratar de encontrarme con María. Llevé sus bragas conmigo, escondidas en un bolsillo del pantalón.
La hallé en la cocina, hablando con Luisa del menú del día. Al entrar yo en la cocina, Luisa quedaba de espaldas a mí, pero María sí me vio, así que simplemente hice un gesto con la mano, indicándole que me siguiera.
La esperé fuera de la cocina, y poco después María se reunía conmigo con cara de pocos amigos.
– Buenos días María – le dije sonriendo de oreja a oreja.
– Buenos días – respondió ella con sequedad.
– ¿Has dormido bien?
Ella me miró con furia.
– Ya, ya supongo que llevabas un calentón de aquí te espero ¿verdad?
No respondió.
– Contesta – insistí.
– Sí – aceptó ella al fin.
– Pues te jodes – respondí triunfante – A ver si así aprendes.
Pareció ir a decirme algo, un insulto sin duda, pero se lo pensó mejor y calló.
– Bueno, bueno, veamos si has obedecido – continué – Súbete la falda.
Esa mañana llevaba un vestido floreado, de una sola pieza, con la falda por debajo de la rodilla.
– No, aquí pueden vernos – dijo ella simplemente.
Miré a mi alrededor, sorprendido. Ella tenía razón, estábamos en medio del pasillo, cerca de la cocina. Seguro que alguien pasaba en menos de un minuto. La verdad es que la falta de sexo unida al poder que poseía sobre aquella mujer, hacían que la excitación nublase mis sentidos. Y eso era peligroso.
– Tienes razón, ven conmigo – dije.
La guié hasta el cuarto de las bañeras, el mismo donde tan bien lo pasé con Mar y Dickie. Entramos y cerré la puerta.
– Venga, hazlo – ordené.
Ni una queja, ni una protesta. María se volvió hacia mí, se inclinó para agarrar el borde de su vestido e, incorporándose, subió la parte delantera de la falda, dejando su coño al descubierto.
Había obedecido.
Efectivamente, el ama de llaves iba sin bragas. Mis ojos fueron directos al área de conflicto, viendo una vez más aquel maravilloso coño con el que la naturaleza había bendecido a aquella mujer.
Sin pensar, me arrodillé frente a ella, examinándolo a conciencia. Exploré la zona con mis dedos, constatando que los labios externos estaban ligeramente hinchados y enrojecidos. Comprendía que María me había obedecido en todo, y que aún no había obtenido alivio alguno, por lo que aún se notaban restos de la excitación del día anterior. Olía a hembra caliente.
Llevé mi mano a su raja y la recorrí con mis dedos, notando cierta humedad. Mientras lo hacía, María tembló ligeramente, sus rodillas flaquearon, tambaleándose un poco. Sonreí.
– Bueno – dije – veo que sigues caliente.
Ella no respondió.
– María, a partir de ahora quiero que siempre que te pregunte algo respondas al instante ¿de acuerdo? – dije con sequedad.
– Sí, sigo excitada – respondió.
– Buena chica. Y dime ¿te tocaste anoche?
– No.
– Y tampoco fuiste con Nico al pueblo ¿verdad?
– No.
– ¿Le molestó?
– Bastante – dijo María – Me costó convencerle de que no pensaba ir con él.
– Lo siento por “él” – dije remarcando el “él”.
Entonces se me ocurrió una idea sibilina.
– Espera un minuto – dije – No te muevas ni un milímetro.
Con rapidez, abrí la puerta y salí, dejando allí a María con la falda subida. Fui a la cocina, donde por suerte, no me encontré con nadie. Entré a la despensa y… ¡Premio! Encontré un par de pepinos, uno de notables dimensiones y otro más pequeño, que metí en la cinturilla de mi pantalón, a la espalda, tapándolos con el faldón de la camisa. Cogí también una galleta (como desayuno) por si me encontraba con alguien al salir y volví disparado al baño.
Abrí la puerta, y para mi excitación, me encontré con que María seguía allí, con el borde de la falda subido y el coño al aire, esperándome.
– Buena chica – dije cerrando la puerta – Si sigues así de obediente nos llevaremos bien.
Ella me miró enfadada, pero, por un segundo, sus ojos se desviaron un poquito, hacia mi entrepierna. Fue entonces cuando me di cuenta de que me había empalmado. Últimamente y ante la falta de alivio, aquel era mi estado habitual, así que ya ni me enteraba. De todas formas, me gustó que ella lo notara.
– María – le dije – Estoy satisfecho de que me hayas obedecido en todo. Te has portado bien. Y he decidido… bueno, darte un respiro.
Ella me miró un poco confusa.
– Como has sido buena chica, voy a dejar que te alivies un poco la calentura.
– ¿Qué? – preguntó dubitativa.
– Puedes terminar la paja de ayer – concedí, magnánimo.
No respondió.
– María, creo que lo menos que puedes hacer es darme las gracias ¿no?
Sus ojos echaron fuego. Por un segundo temí que me pegara o algo así, echándolo todo a perder, pero se controló, y con expresión dura, logró desgajar un simple…
– Gracias.
– Bien – dije aliviado – Ven conmigo.
La guié hasta el borde de la bañera en que Dickie me hizo mi primera cubana. Rápidamente, despejé el poyete de jabones y esponjas y le indiqué que se sentara. María me había seguido, con la falda aún levantada, pues yo no le había dicho que la bajara. Me gustó que fuera tan obediente.
– Siéntate.
Ella obedeció, sentándose en el poyete. Por el ritmo de su respiración, comprendí que estaba excitada.
– Abre más las piernas – dije.
Así lo hizo, separando los muslos al máximo, abriéndose el coño.
Nos quedamos así unos segundos, mirándola yo embobado. Sacudí la cabeza, aclarando mis ideas y proseguí.
– Vamos, empieza – dije.
De nuevo sin protestas o quejas. María como mujer inteligente, era consciente de que, de momento, lo mejor para ella era seguirme la corriente, así que simplemente lo hizo.
Llevó sus manos a su coño y, separándose los labios con una mano, comenzó a frotárselo con la otra, describiendo lentos círculos con sus dedos sobre su vagina, acariciando lentamente su clítoris, para ir poniéndose a tono. Y a mí también.
¡Qué mujer! Yo la miraba atontado, luchando contra mis instintos que me gritaban que sólo tenía que cogerla y tomar de ella lo que quisiera, pero mi mente decía que no, que entonces ganaría ella, que yo había prometido que iba a suplicarme que me la follara. Y aguanté.
Estuvo así un par de minutos, estimulándose despacito. Su coño se mojaba poco a poco. Ella gemía enloquecedoramente, porque lo pasaba bien, pero también tratando de excitarme a mí, de llevarme a su terreno, y yo me resistía. Pero no demasiado.
Por fin, no aguantando más, se enterró un par de dedos en el chocho, penetrándose tan profundo como pudo. Era lo que yo esperaba.
– Espera – dije sujetando su mano.
Ella abrió los ojos, sorprendida, y yo detecté un brillo de rabia en ellos, pues pensó que de nuevo planeaba dejarla a medias. Pero no era así.
– He pensado que tus dedos son demasiado pequeños para satisfacerte – dije sonriendo.
– Me bastan – respondió María extrañada, sabedora de que yo planeaba alguna diablura.
– Sí, lo supongo, pero estando acostumbrada a meterte cosas tan enormes como la de Nico, estoy seguro de que esto te sabrá a poco…
Y diciendo esto saqué el pepino grande. Ella comprendió instantáneamente mis intenciones.
– Cabrón – me espetó.
– Sí, sí, eso ya me lo has dicho. Ahora si haces el favor… – dije tendiéndole el pepino.
Ella me lo arrebató de un tirón, enfadada. Se puso en pié y caminó hacia un lado de la habitación. Yo iba a decirle que parara, pero noté que no iba hacia la puerta, sino que se dirigía a la jarra del agua. Vertió un poco en una palangana, y enjuagó el pepino, regresando a su posición original: despatarrada sobre el poyete.
– Vaya, vaya – dije divertido – veo que no es la primera vez que juegas a esto…
– Vete a la mierda – dijo enojada.
– Uy, uy, uy, niña. ¡Qué vocabulario! ¡Y yo que te tenía por una señorita bien educada!
– Cabrón.
– Te repites, querida. Ahora cállate y métete eso en el coño.
Vencida, María no pudo sino obedecer. Separó las piernas al máximo, y abriéndose bien el coño con una mano, apoyó el pepino a la entrada de su gruta… y empujó.
¡Qué pasada! Ver aquel pedazo de hortaliza desaparecer en el espléndido chocho de aquella mujer fue una de las experiencias que marcaron mi juventud. ¡Pero qué puta era!
– ¡Aaahhhhh! – resopló María.
Por mucho autocontrol que tuviera, aquello le había gustado, lo percibí. Lentamente, comenzó a meter y sacar el pepino de su interior, disfrutando hasta el último centímetro. Yo estaba a cien.
Mientras María se masturbaba, yo me acordaba de Marta, y de que me había contado que se rompió el virgo haciendo lo mismo que María (lo que me brindó la idea para aquel numerito). La chica se metía el improvisado consolador cada vez más deprisa, más adentro, gimiendo y jadeando desesperada. Su coño estaba dilatado al máximo, así que ya no era necesario mantener separados los labios con su mano, así que la llevó hasta sus pechos, estrujándoselos por encima de la ropa.
Y claro, yo a punto de reventar. Aunque no era mi intención, todo aquello era demasiado para mí, por lo que no tuve más remedio que sacármela y empezar a masturbarme.
María incrementaba cada vez más el ritmo del pepino, y yo hacía otro tanto con mi mano. Mi deseo era no pedirle nada a ella, mostrarme indiferente a sus encantos, pero era pedir demasiado. Tener a aquella mujer allí…
Dejé de pajearme y agarré la mano que había prendido en sus pechos. Ella me miró mientras yo arrastraba su mano hacia mi erección. Me comprendió perfectamente.
Sin dejar de clavarse el pepino, procedió a pajearme a mí a la vez, masturbándonos a ambos. Yo me dejé hacer, sin pensar, sólo sintiendo placer. Y me corrí. No duré ni un minuto.
Mi polla vomitó su carga, que empapó la mano de María que seguía agitándose sobre mi miembro. La lefa se escurría entre sus dedos, lubricando mi polla, cayendo al suelo. Una buena corrida.
María aún duró un poco más. El frenesí pareció apoderarse de ella, metiéndose el pepino a toda velocidad, sin dejar por ello de acariciarme a mí. Era una máquina.
Por fin, el orgasmo la alcanzó, fuerte, intenso, húmedo.
– ¡AAAAHHHHHHH! ¡DIOSSSSSSS! ¡POR FIN! – gemía.
Poco a poco, la laxitud se apoderó de ella. Se quedó sentada en el poyete, jadeando, y sus manos liberaron a sus prisioneros, una a mi polla, y la otra al pepino.
Mi picha iba poco a poco perdiendo su vigor, aceptablemente satisfecha por primera vez en bastante tiempo. Mientras, el coño de María fue cerrándose un poco, con lo que el pepino fue deslizándose lentamente hacia fuera, empapado por los flujos de María, hasta que su cuerpo lo expulsó por completo, cayendo al suelo con un ruido sordo.
Yo me recobré un poco, dispuesto a dar el siguiente paso en mi plan. Me guardé el miembro en los pantalones, arreglando un poco mi ropa. María seguía tratando de recuperar el ritmo normal de respiración, recuperándose poco a poco. Me agaché frente a ella, apoyando las manos en su regazo, simulando interesarme por su estado.
– ¿Estás bien? – pregunté dulcemente.
– Sí – articuló ella.
– Bien. Oye, ha sido una pasada. Eres increíble.
María esbozó una sonrisilla tonta. Yo, mientras, aprovechaba para acariciarle los muslos con las manos, amasándolos como quien no quiere la cosa.
– Estás buenísima – dije – La más buena de la casa.
– Gracias – dijo ella con sinceridad.
Por primera vez logré conectar con María. Podría haber seguido por ahí, pero no era lo que yo quería.
– Me encanta tu coño – dije plantando una mano sobre él y acariciándolo.
– Gracias – repitió ella, dubitativa.
– Sí, es precioso.
Mientras hablaba, hacía cada vez más intensas mis caricias, más intimas. Seguro que ella pensó que ya me tenía en el bote, pues poco a poco, fue abriendo de nuevo sus muslos, ofreciéndome así su tesoro. Para poner fin así a nuestras hostilidades. Pero de eso nada.
– Oye – le dije – Se me ha ocurrido una idea.
– ¿Cuál?
– Cierra los ojos.
Ella me hizo caso, de nuevo con la sonrisilla tonta. Creía que había ganado.
Rápidamente, saqué el otro pepino y lo acerqué a su vagina. Con delicadeza, estimulándola, separé de nuevo sus labios, sintiendo como su aroma a mujer invadía de nuevo mis fosas nasales. Con destreza, coloqué el pepino a su entrada y se lo clavé.
– ¡AAAAHHH! – gritó ella, sorprendida – ¿Pero, qué haces?
– ¿Yo? Lo que me apetece – sentencié.
Entonces ella comprendió que nada había cambiado. La situación no había variado un ápice. De nuevo sus ojos llamearon.
– Se me ha ocurrido que vas a pasarte el resto del día con esto enterrado en el coño – dije mientras empujaba lo más que podía el pepino en su interior.
– ¡AAAHHH! ¿Qu- Qué? – logró balbucear ella, sorprendida por la súbita intrusión.
– Que te ordeno que pases el día con este amiguito dentro, para ver cómo te lo pasas y eso.
– Eso… eso es imposible… ¡Uff! – resopló ella.
– Bueno, ya lo veremos – dije poniéndome en pié – Y para que veas que no soy tan malo, te permito que durante el día de hoy lleves bragas.
Mientras decía esto saqué sus bragas del bolsillo y se las arrojé a la cara, triunfante.
– Vamos ponte en pié.
Ella obedeció tambaleándose. Yo sujeté el borde de su falda para que no se bajase y me tapara así el espectáculo. Por un instante, su cuerpo pareció ir a expulsar al intruso, pero yo le ordené que se lo colocara bien.
María se metió dos dedos dentro, empujando claramente el émbolo vegetal hacia arriba, todo lo adentro que pudo. Después trató de agacharse para ponerse las bragas, pero claro, con aquello dentro no podía, así que me agaché y fui yo quien se las puso.
– Buena chica – dije acariciándole el rostro – Tú y yo vamos a pasarlo muy bien.
– Hijo de puta – siseó ella.
– Venga, no me digas esas cosas. Con lo bien que te lo he hecho pasar… Y todo lo que nos queda…
– Maldito…
– Y ahora escúchame – la interrumpí – las órdenes no han cambiado. Así que ya sabes lo que tienes que hacer ¿verdad?
– …….
– Te he hecho una pregunta, María – dije severamente.
– Sí, lo sé – acertó a decir.
– Bien. Vamos chica, que tú te has metido cosas mucho mayores. Ese amiguito es minúsculo.
– Sí, pero nunca he andado con una dentro – dijo ella con un resto de orgullo.
– Bueno, pues algo aprenderás.
Dios, era tan excitante ejercer tanto poder sobre una persona.
– Otra cosa María. Quiero que a partir de ahora trates a las empleadas con educación. Emplearás con ellas tus mejores maneras. Te comportarás como una persona y no como una perra sin entrañas ¿de acuerdo?
Ella asintió con la cabeza.
– Bueno, pues nada más, eso es todo lo que tienes que hacer hoy. No ha sido tan duro ¿eh?
Ella alzó la mirada y vi el brillo de las lágrimas en sus ojos. Sentí pena y estuve a punto de dejarlo correr, pero no ¿acaso no había llorado Tomasa también? Aún así, le ofrecí una salida.
– Estás jodida ¿eh? – dije – esto no es lo que habías planeado ¿verdad?
Sin respuesta.
– Pídemelo – sentencié.
– ¿Qué? – dijo ella, confusa.
– Pídemelo. Dime que te folle. Que estás deseando que te la clave, que a partir de ahora vas a ser mi amante, una más, que harás todo lo posible por devolverle el trabajo a Tomasa y te dejaré en paz.
Palabras equivocadas, pues volvieron a encender el fuego de su orgullo. Demasiado pronto.
– Y una mierda – dijo ella apretando los dientes – Niñato de mierda, me tienes bien cogida, no sabes tú cuanto, pero si te crees que vas a poder conmigo…
Se incorporó por completo, arrancando de un tirón su falda de mis manos. Se compuso como pudo el vestido y dijo:
– Si el señorito no ordena nada más…
¡Mierda! Oportunidad fallida. Bueno, habría otras.
– No. Márchate y recuerda lo que te he dicho.
– No te preocupes, seré amable con todas.
Cojeando casi imperceptiblemente, María salió del baño, con aquel pepino bien hundido en sus entrañas. Bien, había sido una mañana bastante productiva y, sin duda, habría otras.
Por desgracia, a continuación venían las clases, así que la mañana se me hizo eterna. Cuando llegó la hora de comer, salí del aula como una exhalación, deseoso de ver el estado en que se encontraba María.
La familia se reunió en torno a la mesa, charlando en espera del almuerzo. Por fin, aparecieron María y Vito, para servir la sopa. Mis ojos fueron directamente hacia el ama de llaves, comprobando su estado. Estaba matadora.
Su rostro, habitualmente serio y sobrio, estaba completamente arrebolado y sudoroso. Su caminar era pesado, lento, aunque ya no cojeaba (su coño se acostumbraba pronto a lo que fuera). Se la veía un poco dubitativa, insegura, hasta el punto de que le preguntaron si se encontraba bien, contestando ella que sí, que simplemente no había dormido bien.
Mi abuelo me miró, interrogador, y yo le respondí con un gesto que se lo contaría más tarde. La conversación se reanudó, y yo aproveché que María se colocaba a mi lado para servirme la sopa, para disimuladamente, deslizar mi mano por detrás de ella, apretando su prieto trasero por encima de la falda. Ella dio un respingo, pero sólo mi abuelo, pendiente de la situación notó lo que pasaba. Se reía.
Ese día no pasó nada más. Tras almorzar la busqué y le dije que podía librarse ya del pepino, que para ser la primera vez ya estaba bien. Creo que lo hice porque sentía un poco de remordimiento, pero no demasiado. Ese día la dejé tranquila, pero ya maquinaba planes para los siguientes.
Pasaron unos días de experiencias similares y humillaciones varias, pero María no daba su brazo a torcer, obedeciéndome en todo, sin perder ni un ápice de orgullo. La verdad, es que aquello ponía muy en jaque mi propia resistencia, pues me costaba muchísimo resistirme a la tentación de tirármela y acabar con todo de una vez. Pero aguanté.
Nuestra relación se volvía por fuerza monótona, porque claro, había un límite en las cosas que podía hacerle, ya que por un lado no estábamos solos en la casa (con el enorme riesgo de que nos pillaran) y por otro yo no quería follármela. Así que ya estaba un poco harto de mandarle más o menos lo mismo siempre. Necesitaba ideas nuevas. Y la solución llegó de fuera.
Una noche, Andrea volvió a enfermar del estómago. Si recuerdan en un capítulo anterior ya mencioné que sufría de dolores de vez en cuando. Pero esta vez fue un poco más intenso de lo habitual, por lo que tía Laura decidió que lo mejor era llamar al médico, Don Tomás, así que, por la mañana, enviaron a Nicolás con el coche en su busca.
Don Tomás era un vejete muy simpático, que desde siempre se había encargado de las enfermedades de la familia, por lo que todos teníamos una gran confianza con él. Era bastante amigo de mi abuelo, e incluso había pasado en casa alguna Nochebuena.
Pues bien, el hombre llegó más o menos a mediodía, traído por Nico. Como hacía calor, el pobre hombre venía todo sudado, así que el abuelo le invitó a tomarse una limonada en el salón.
Yo también andaba por allí, pues por fortuna, Dickie había comentado que también deseaba consultarle unas cosas al doctor, algo acerca de un dolor en el cuello o no sé qué, así que la clase matutina se había interrumpido.
Y precisamente de eso estaban hablando en el salón cuando hice un interesante descubrimiento.
Yo estaba sentado en una silla, sorbiendo mi limonada con desgana y pensando en qué hacer con María, cuando Dickie le comentó a Don Tomás si podría recetarle algo para el dolor muscular. El hombre contestó que por supuesto, pero que lo mejor sería examinarla para descubrir la causa de la molestia.
Entonces me di cuenta. Los ojos del buen doctor brillaban, mientras miraba con expresión extraña a mi institutriz. Ella no lo notó, pero yo capté perfectamente el mensaje. La perspectiva que se le presentaba al viejo de revisar a semejante hembra era sin duda magnífica. ¡Vaya con Don Tomás! Iba a resultar que también era un viejo verde. Pues yo iba a suministrarle suficiente material para una buena temporada.
Con disimulo, dejé mi vaso encima de la mesa y salí del salón, yendo disparado en busca de María. La encontré quitando el polvo de la entrada, hermosa como siempre. Se volvió al oír mis pasos, y pude notar en su expresión que estaba un poquito demacrada. Mi tratamiento iba surtiendo efecto.
– Dime – dijo directamente.
– Buenos días – respondí sonriente.
– Déjate de tonterías – respondió secamente – ¿Qué quieres que haga?
A pesar de la situación en que nos encontrábamos, aún no había logrado que me hablara con el respeto debido. Si se lo ordenaba directamente, ella obedecía, pero enseguida volvía a tratarme con descaro, lo que me molestaba profundamente.
– ¿Llevas bragas? – dije dejándolo pasar.
– Sabes que no.
– A ver, a ver…
Me arrodillé en el suelo y miré por debajo de su falda, constatando que decía la verdad.
– No seas estúpido – dijo ella apartándose – Aquí en medio nos van a ver.
Me levanté de un salto y dije fríamente.
– Mira, puta, estoy harto de que me hables en ese tono. Desde luego, esa actitud no te ayuda en nuestro “problemilla”.
– Lo siento – dijo un poco más calmada.
– Bien. Yo no te pido que me llames amo ni nada por el estilo, pero tengo un nombre.
María asintió con la cabeza.
– De acuerdo, Oscar. ¿Qué quieres que haga?
– Así está mejor.
– Estupendo – dijo cansinamente.
– Hoy vamos a probar una cosa nueva.
En su expresión noté leves signos de preocupación, porque si yo quería hacer algo nuevo… que Dios la pillara confesada.
– ¿El qué? – preguntó por fin.
– Verás, hoy ha venido Don Tomás a ver a mi prima…
– Sí, lo sé.
– Pues bien, he notado que él muestra un profundo interés por su trabajo, curar gente y eso, especialmente a mujeres, y he pensado que podría… curarte a ti.
– Entiendo.
Esa era la ventaja de tratar con una mente tan sucia como la mía; las palabras sobraban.
– Y supongo que tú no te perderás detalle – dijo María.
– Por supuesto – contesté – Llévale a tu cuarto y yo me esconderé en tu armario.
– ¿Y hasta donde debo llegar?
– Ya conoces mis órdenes, nada de follar. Es más, sería interesante ver hasta donde eres capaz de excitar a un hombre sin tocarle.
Ella simplemente sonrió.
Una hora después yo esperaba nerviosamente escondido en el armario de María, sentado sobre un montón de ropa. Por fin, la puerta se abrió, y dos voces conocidas penetraron en la estancia.
– …Y dice usted que tiene sofocos – resonó la voz de Don Tomás.
– Sí, sí, doctor. Últimamente me canso más de lo habitual, y siento unos calores… – dijo María.
Finalmente, penetraron en mi campo de visión, que abarcaba el centro de la habitación y la cama.
– Siéntese, que voy a reconocerla – dijo Don Tomás.
María, hábilmente, se sentó en el lado de la cama más cercano al armario, de forma que ella quedara de frente a mí y el médico de espaldas, mejorando así la visión, y disminuyendo el riesgo de ser atrapado.
El doctor dejó su maletín en la cama, junto a la mujer y lo abrió rebuscando dentro. Poco después sacó un estetoscopio, de esos antiguos.
– Abra la boca – dijo, inclinándose sobre María.
– AAHHHHH.
– Bien, la garganta no está inflamada – concluyó el doctor.
Se enchufó un extremo del estetoscopio en la oreja (los de entonces no eran como los modernos, sino que eran para un único oído) y apoyó el otro extremo en el pecho de María, sobre el esternón más o menos.
– Diga treinta y tres – dijo el médico sin dejar de escuchar por el aparatito.
– Treinta y tres – respondió la chica.
El médico se incorporó y examinó el estetoscopio, dándole unos golpecitos. Después volvió a intentar escuchar el corazón de la mujer. Yo comprendí sus intenciones y María también.
– ¿Pasa algo? – preguntó el ama de llaves con voz inocente.
– No sé, este viejo trasto – respondió Don Tomás, volviendo a golpear el aparato – Suena muy apagado.
– ¿Y qué hacemos? – indagó María poniéndoselo en bandeja.
– Podríamos… Bueno… – balbuceó el buen doctor – Es que con la ropa y eso…
– ¡Ah! Entiendo – dijo ella con su mejor voz de despistada – No se preocupe. Como usted es médico…
Y procedió a desabrochar los botones superiores de su blusa. Enseguida su majestuoso canalillo quedó expuesto, mostrándose por la abertura de su camisa el borde de su negro sostén, que tapaba los pechos hasta la mitad, dejando la parte superior visible.
– ¿Así está bien? – preguntó María separando todavía más los bordes de su camisa.
El médico estaba de espaldas a mí, con lo que no le veía la cara, pero apuesto a que lo ojos se le salían de las órbitas.
– Sí… sí… – balbuceó – Pe… perfecto.
 

 

Se inclinó y apoyó de nuevo el aparatito en el pecho de María.
– ¡Ayyy! – se quejó ella.
– ¿Qué sucede? – exclamó el doctor.
– Es que… – gimió María con voz de tonta – Está muy frío…
– ¡Oh! Lo siento.
El buen doctor apartó el estetoscopio del pecho de María, y procedió a echarle el aliento, para calentarlo.
– ¿Así está mejor? – preguntó reanudando el “reconocimiento”.
– Sí – dijo María melosamente – Está calentito…
El médico, siguió, auscultando a la mujer, colocando el estetoscopio en diferentes posiciones, hasta que finalmente, lo colocó directamente sobre la parte desnuda de una teta.
– ¡DOCTOR! – dijo María simulando sorpresa.
– Perdone, pero es que es necesario para el reconocimiento… – dijo él apartándose torpemente.
María lo miró unos instantes, como si fuera una auténtica dama sopesando la verdad en las palabras del médico. Decidió “creerle”.
– Ah, bueno. Si es necesario… Disculpe – dijo la zorra por fin.
Don Tomás no dijo nada, simplemente se inclinó y volvió a apoyar el estetoscopio sobre el pecho izquierdo de la chica, para oír mejor su corazón.
El reconocimiento duró un par de minutos más, moviendo el afortunado aparatito por varios sitios más del seno. Bueno, moviéndolo no, más bien deslizándolo sobre el pecho, recorriéndolo centímetro a centímetro con el estetoscopio.
Yo notaba que el médico temblaba un poco, nervioso por el panorama que se le presentaba; sin embargo, dada mi posición, no noté que el muy ladino había empezado a rozar levemente la teta de María con sus dedos, aprovechando los desplazamientos del estetoscopio. Obviamente, María sí lo notaba, y decidió hacerse la tímida.
– Doctor – dijo de pronto – Tenga usted cuidado, que me está rozando con lo dedos…
Pareció como si le dieran un calambrazo a Don Tomás, que se incorporó de golpe.
– Disculpe… – balbuceó – No me di cuenta. Es que estoy tan torpe…
Ahora temblaba visiblemente.
– No se preocupe, por Dios – dijo María siguiendo con su actuación – Que es usted médico. No pasa nada.
Aquello tranquilizó un poco a Don Tomás, que decidió continuar con la consulta.
– Si no le importa, ahora la auscultaré por la espalda. Vuélvase, por favor… y descúbrase la espalda.
Y María lo hizo. Con un gesto perfectamente estudiado, giró el tronco, deslizando una de sus piernas sobre el colchón, de forma que quedaba medio girada. Así, una de sus piernas quedaba sobre la cama, mientras la otra, estirada, permanecía apoyada en el suelo. Con esto, lo que la muy puta consiguió fue que la falda se le subiera unos centímetros, quedándole a medio muslo. El corazón del doctor (y el mío también), dio un vuelco al contemplar el magnífico muslamen.
Fue entonces cuando me di cuenta de mi propio estado de excitación. La escenita estaba poniéndome terriblemente a tono, así que decidí aliviarme un poco. Me saqué la picha del pantalón y comencé una lenta paja, para no hacer ruido, mientras procuraba no perderme detalle del espectáculo.
Y María siguió destrozando al viejo. Una vez de espaldas, y sin esperar instrucciones, simplemente dejó que su blusa se deslizara hacia atrás, quedando sólo el sostén de cintura para arriba. Castamente, giró el torso por completo, quedando completamente de espaldas al doctor, para que éste “no viera nada” y se cubrió los senos con los brazos. Al quedar completamente de espaldas, tuvo que estirar mucho la pierna, con lo que la falda se le subió todavía más.
– ¿Está bien así? – preguntó “inocentemente” María.
El médico tardó unos segundos antes de contestar con voz ahogada:
– Sí, sí…
Don Tomás se acercó a María y se sentó tras ella, procediendo a auscultarla desde atrás. El médico, obviamente, se sentó más cerca de ella de lo recomendable, pero la verdad es que no se lo reprocho. Estaba buenísima.
– Voy a comprobar si hay algún problema en la columna – dijo tras escuchar los latidos de la chica durante un rato.
– ¿Por qué, doctor? – dijo María – Si no me duele la espalda….
– Es que… – respondió el médico buscando una excusa – Verás María, si tienes un problema de cervicales, puede producirte dolores de cabeza y sofocos.
– ¡Ah!, entiendo.
– Mira al frente.
Buena excusa. El viejo verde dejó a un lado el estetoscopio y apoyó sus deseosas manos en la blanca piel del ama de llaves, comenzando a recorrer su columna.
– Pe… perdone – dijo el muy bribón – Me estorba el…
María ni le dejó acabar.
– No se preocupe, suéltelo.
Al borde del infarto, las temblorosas manos de Don Tomás agarraron el broche del sujetador, forcejeando torpemente por abrirlo. Como quiera que no lo lograba, María intervino.
– Espere, déjeme a mí.
Las manos de la mujer se deslizaron hacia atrás y, hábilmente, abrieron el broche. Con una mano se desprendió del sostén mientras que con el otro brazo se tapaba los pechos. Desde mi posición, logré durante un segundo ver los senos de María completamente desnudos, así que el viejo seguro que obtuvo un mejor panorama.
María le alargó el sujetador a Don Tomás, diciéndole:
– Tome, póngalo por ahí que es muy caro.
Y se volvió de espaldas.
Don Tomás, con medio síncope, cogió la prenda de delicada lencería y tras mirarla tembloroso un segundo, la dejó sobre el colchón, junto a la blusa de la mujer.
Por fin, y con María totalmente desnuda de cintura para arriba, Don Tomás comenzó a examinar cuidadosamente la columna de la chica.
– Ummm – siseó María de pronto – Sus manos son muy ásperas…
– Lo… lo siento – balbuceó el médico.
– No, no… Si me gusta… Es muy agradable…
La voz de la muy puta hubiera derretido hasta las piedras.
– Mi… mira al frente – dijo Don Tomás – La columna debe estar recta…
– ¡Oh! Perdone.
Siguió Don Tomás examinando concienzudamente la columna de María, deteniéndose en cada vértebra, cuando por fin, no pudiendo más, llevó una de sus manos hasta su propia entrepierna, comenzando a frotar su notoria erección por encima del pantalón.
María lo percibió enseguida, pero le dejó jugar un rato más, manteniendo la vista al frente. El médico aprovechaba la coyuntura para echar discretos vistazos al costado de la chica, para ver las partes de su piel que no cubrían los brazos, sin dejar por supuesto de frotar su propia “piel”.
Como quiera que cada vez se inclinaba más para tratar de ver las tetas de la chica y que cada vez se daba restregones más vigorosos, María decidió darle un pequeño susto. Se volvió bruscamente, mientras preguntaba:
– ¿Está usted bien, Don Tomás? Hace unos ruidos muy raros…
Con una agilidad impropia de alguien de su edad, Don Tomás se puso derecho, soltándose el nabo inmediatamente.
– Sí, sí, querida… No me pasa nada – pudo decir.
– ¡Oh!, bien – dijo María volviéndose de espaldas de nuevo.
El susto había sido grande, así que durante un buen rato, el doctor se portó razonablemente bien, dedicándose sólo al examen médico de la chica. Pero claro, eso no era lo que ella deseaba, así que tomó cartas en el asunto.
– Ummm – gimió de pronto María, volviendo a la estrategia anterior – Me gusta mucho el tacto de sus manos.
– ¿E… en serio?
– Sí… – dijo ella melosamente – Oiga, Don Tomás…
– Dime, niña.
– Apuesto a que usted… siendo médico…
– ¿Sí? – preguntó el sudoroso viejo.
– Es que me da un poco de vergüenza…
– Vamos, niña, no seas tonta. Que soy médico… – dijo Don Tomás muy interesado.
– Verá, es que, cuando era pequeña, mi padre me daba unos magníficos masajes en los hombros, y desde que murió… Y sus manos me recuerdan a las suyas…
– Entiendo – dijo el viejo muy contento – Y quieres que yo te dé un masajito ¿no?
– Me da tanta vergüenza – dijo María cubriéndose el rostro con las manos.
Y claro, al hacerlo, sus tetas bambolearon al aire, con lo que el médico casi se parte el cuello de tanto estirarlo para no perderse detalle.
– ¿Lo… lo haría? – preguntó María.
– Claro, niña, claro.
Don Tomás se retrepó sobre la cama, acercándose todavía más a la criada, y posó sus manos en sus hombros, comenzando a masajearla.
– Ummmmm – suspiró la criada – Asíiiiii. Muy Biennnnnn.
El médico, arrodillado tras la chica, le propinaba un nervioso masaje en los hombros, que de seguro no era demasiado disfrutado por ella, aunque nadie lo hubiera dicho por el volumen de sus gemidos.
– ¡OOHHHHH! ¡SÍIIIIII! ¡POR AHÍ, DOCTOR, POR AHÍIIII! – gemía la muy puta.
Con eso, lo que conseguía era poner cada vez más nervioso al doctor y… envalentonarlo un poco.
Lo que hizo el tipejo fue aprovechar que estaba de rodillas sobre el colchón, justo detrás de María, para, simplemente, echar el trasero hacia delante, apoyando así su erección sobre la desnuda espalda de la chica. Estaba en el cielo.
Así siguieron durante un minuto, con el bulto en los pantalones del viejo apretado contra el ama de llaves, y sin dejar de darle el torpe masaje. Ella no se quejaba en absoluto, y de su boca sólo surgían los gemidos y suspiros que, aparentemente, le provocaban las manos del doctor.
Era tan buena actriz, que la verdad es que aún hoy día dudo entre si estaba interpretando o se lo estaba pasando realmente bien. Puede que las dos cosas.
Mientras, el buen doctor enloquecía cada vez más, por lo que dejó de simplemente apoyar su nabo contra la chica, y empezó a deslizarlo contra ella, moviendo la cintura arriba y abajo. Aquello ya era demasiado para María, que no podía seguir fingiendo que no se daba cuenta de nada.
– ¿Qué es esa cosa tan dura doctor? – preguntó con su mejor voz de niña mala.
– Urgllg – balbuceó el viejo – Na… nada, el estetoscopio que se ha enganchado.
Decepcionado, el médico no tuvo más remedio que apartar su pelvis de la chica, continuando con el masaje. Y ella reanudó sus gemidos.
– Así, Don Tomás… Así… – parecía que se la estuvieran follando.
Pero entonces, María decidió que ya era suficiente, así que atacó a fondo.
– ¡Ay, Dios mío, doctor! – exclamó de pronto.
– ¿Qué… qué le pasa María? – preguntó Don Tomás, preocupado.
– Mire, mire cómo estoy. Estoy sudando, ya me vuelven los sofocos.
La muy ladina se dejó caer hacia atrás, como si estuviera mareada, apoyando su espalda contra el pecho del viejo. A la vez llevó el dorso de una de sus manos hasta su frente, como si le hubiera dado un vahído y la otra también dejó de tapar sus senos.
El pobre médico, aturrullado, sólo acertó a sujetarla y ayudarla a tumbarse sobre la cama, quedando arrodillado junto a ella, encontrándose entonces con una mujer medio desnuda, aparentemente desmayada.
– ¡Santa María Madre de Dios! – exclamó Don Tomás.
Y no era para menos. Al echarse para atrás, la falda de María se había subido todavía más, y bastaba un leve vistazo (que el buen doctor no tardó en echar) para comprobar que iba sin bragas. Y su pechuga, allí descubierta, magnífica, con los sonrosados pezones apuntando al techo. Demasiado para cualquier hombre y más para aquel pobre viejo.
Justo en ese instante, alcancé el clímax y me corrí como un burro. Cogí un trapo del armario, un camisón de María creo, y limpié con él la corrida, empapándolo de leche. Por desgracia, no pude reprimir un gemido de placer en el instante cumbre y sin duda, Don Tomás lo oyó, pues miró con expresión de terror hacia el armario.
Pero María acudió al rescate, simulando que volvía en sí tras el desmayo.
– Ay, doctor – gimió – ¿Ve usted lo que me pasa? Estos calores, estos sofocos por qué me pasan?
Y entonces ejecutó una magistral maniobra. Apartó la mano que había sobre su frente, como si fuese a dejarla reposar en el colchón, pero al moverla, se “equivocó” de sitio, y su manita fue a aterrizar directamente sobre el hinchado miembro del despistado viejo. Y fue demasiado.
– ¡Uggg! ¡Oh, Dios! – exclamó Don Tomás.
El cuerpo del pobre hombre se combó, inclinándose hacia delante. Tanto María, que se incorporó asustada, como yo mismo pensamos que al desgraciado le había dado un infarto. Pero no, simplemente se había corrido en los pantalones.
– Dios, Dios – repetía el matasanos.
María, sonriente, miró hacia el armario y guiñó un ojo. Yo sonreí en la oscuridad.
– ¿Está usted bien? – dijo por fin María, ayudando a incorporarse al viejo.
El desafortunado hombre (o quizás afortunado) se puso derecho, quedando de rodillas sobre el colchón, justo para encontrarse de frente con las magníficas tetas de María, que había olvidado taparlas.
– ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! – repetía Don Tomás, que volvió a hundir el rostro en el colchón.
– ¡Don Tomás! – exclamó María escandalizada – ¿Es “eso” lo que le pasa? ¡Oh, Dios mío! ¡Y yo que pensaba…! ¿Cómo se atreve?
María no quería jugar más, y ahora iba a librarse de Don Tomás por la vía rápida.
– ¿Q… qué? – balbuceó el médico levantando un poco la cabeza.
– ¡No me mire! – gritó María cubriéndose los senos con su blusa.
– ¿Qué? – repitió el médico.
– ¡Y pensar que le he dejado reconocerme! ¡QUE ME HA VISTO DESNUDA! Yo confiaba en… y mientras usted… usted… ¡HA MANCHADO LOS PANTALONES! ¡LÁRGUESE DE AQUÍ! ¡SINVERGÜENZA! ¡VIEJO VERDE!
Mientras le gritaba, María azotaba al pobre viejo con lo primero que pilló, que resultó ser su propio sujetador. Don Tomás, anonadado, se bajó como pudo de la cama, recogiendo sus cosas. El pobrecillo no comprendía nada de lo que pasaba.
Azorado, y caminando con las piernas abiertas por la mancha en sus calzoncillos, salió del cuarto.
Segundos después, escuché desde el armario que la puerta volvía a abrirse, y la vocecilla del médico preguntó:
– Disculpe… ¿Podría recoger mi estetoscopio?
– ¡LÁRGUESE! – aulló María.
Y la puerta se cerró.
– Ya puedes salir – dijo María – Ése no vuelve.
Yo obedecí y entré al cuarto, encontrándome con María sentada sobre su cama. Aunque se había bajado la falda, sus tetas seguían desnudas. Para resistir la tentación, dediqué unos segundos a estirar los músculos, atrofiados tras permanecer tanto rato dentro del armario.
– ¿A qué ha venido todo eso? – pregunté.
– ¿El qué? ¿Los gritos?
– Sí.
La tía me hablaba sin ningún pudor, con las tetas al aire, como si fuera lo más normal del mundo. ¡Qué mujer!
– Pues porque iba a pillarte. Yo te oí y creo que él también, así que tenía que hacer que se fuera rápido. ¿Qué hacías que no te podías quedar callado?
– Me estaba haciendo una paja – respondí secamente.
– Lo imaginaba.
– Por cierto, hay un camisón ahí dentro un poco… pegajoso.
– Serás cabrón – dijo ella enfadada.
Yo me encogí de hombros.
– Por cierto, has estado magnífica – le dije.
– ¿Por eso? Vamos, ha sido un juego de niños. Don Tomás es el médico de la familia, y todas sabemos que es un poco viejo verde. Le encanta venir a tratar enfermos a esta casa.
– Le comprendo. Oye, ¿qué vas a hacer con el cacharro ese? – le dije señalando al estetoscopio.
Ella lo cogió y se quedó mirándolo unos instantes.
– Me lo quedo de recuerdo – dijo.
Nos quedamos callados unos instantes. Ése hubiera sido un buen momento para enterrar el hacha de guerra. Hubieran bastado unas pocas palabras amables para haber acabado en la cama con ella y haber hecho las paces. Pero mi orgullo se impuso.
– Bueno – dije – Hoy te has portado muy bien. Ha sido excitante.
Ella no dijo nada.
– Creo que por hoy te dejaré tranquila.
Y me fui. Seguro que muchos pensarán que estaba loco, y no les faltará razón; pero el caso es que fue lo que hice.
Pasé a ver al abuelo, pero resultó que estaba en su despacho con Don Tomás, tomando un coñac y hablando de sus pacientes. Me hubiera gustado espiar un poco, pero como la puerta estaba abierta, sólo pude pasar por delante, captando sólo algunas palabras, que fueron: “Loca” y “una buena polla”. A buen entendedor, pocas palabras bastan.
En los días siguientes dejé bastante tranquila a María, en parte porque me encontraba razonablemente satisfecho y en parte porque era el periodo de exámenes en la clase de Dickie, así que tenía que estudiar.
Pero días después observé (espié más bien) un curioso incidente, que me demostró hasta qué punto me obedecía María.
Fue un día entre semana, después de almorzar, justo en el día que tenían libre tanto Mar como Loli. Como faltaba personal, María tenía que trabajar más de lo habitual, y en ese momento estaba en la cocina, cosiendo unas sábanas creo recordar.
Yo iba en su busca, sabedor de que a esas horas casi todo el mundo hacía la siesta, para reanudar nuestros juegos. Pero al bajar la escalera me encontré con que Nico atravesaba el recibidor en dirección a la cocina. Él no me vio, y su expresión seria me picó la curiosidad. Así que le seguí.
Me escondí en el pasillo, asomándome con cuidado a la cocina. María estaba sentada a la mesa y Nicolás de pié, detrás de ella. Si el hombre alzaba la vista, me vería, pero estaba muy concentrado en el ama de llaves, así que me arriesgué.
– Se puede saber qué te pasa – preguntaba Nico.
– Nada, ya te he dicho que ahora no puede ser.
– Pero, ¿por qué?
– Déjame tranquila.
– Pero, hace más de dos semanas que no vienes por mi cuarto. Me esquivas… ¿Qué sucede?
María seguía cosiendo, sin volverse a mirar a su interlocutor, evitando mirarle.
– No puedo decírtelo.
– ¿Te lo ha ordenado el señor? – preguntó él.
– ¡NO! Él no sabe nada de lo nuestro, y así debe seguir.
– ¡Qué ilusa! – pensé.
– Pues entonces no lo entiendo – dijo Nico, confuso.
Tras decir esto, Nico se abalanzó desde atrás sobre María, agarrándole un seno con una mano y besándola en el cuello con pasión. Pero María se retorció como una gata, zafándose de él y apartándolo de si. Nico estaba muy enfadado.
– Mira, mujer. Sabes que me gustas mucho, eres la más bella de esta casa, al menos de entre las que están a mi alcance, y eso es decir mucho. Te deseo y sé que tú deseas esto – exclamó Nico.
Mientras hablaba, agarró la muñeca de María, y la obligó a volverse hacia él. Tirando, llevó la mano de la mujer hasta su entrepierna, donde se veía un bulto monstruoso. María tironeó, pero el hombre era mucho más fuerte y no soltó su presa, obligándola a mantener la mano apretada contra su erección. Segundos después, comenzó a frotar la mano de María a lo largo del leño, haciéndose una paja sobre la ropa. María, como hipnotizada, no tardó en engarfiar sus dedos sobre la gargantuesca polla, describiendo su monumental contorno, continuando la paja ella solita cuando Nico liberó su mano.
– ¿Lo ves? – dijo Nico sonriente – No puedes vivir sin ella…
Aquello pareció sacar a María de su trance.
– ¡NO! – exclamó.
Y soltó el enorme nabo volviéndose de espaldas al aturdido hombre. En su expresión se veía desesperación. Claro, llevaba ya casi dos semanas sin meterse nada en el coño (si descontamos alguna afortunada hortaliza) y aquello era demasiado para ella.
– ¡Maldita sea! – exclamó Nico golpeando con el puño la pared.
Entonces cambió de táctica. Se apartó de María, yéndose al fondo de la cocina. Ella trató de continuar cosiendo, pero se notaba nerviosa por no saber qué hacía el hombre detrás de ella, por lo que echaba frecuentes miradas de reojo hacia atrás.
Por fin, Nico logró su objetivo, que no era otro que liberar su monumental verga del encierro del pantalón, tarea nada fácil creánme.
Entonces avanzó hacia María, con la polla enarbolada como si fuese una lanza que avanzaba hacia la espalda de la desprevenida joven. María estaba sentada en una silla baja, de forma que cuando Nico acercó su pelvis hacia ella, su rabo apareció justo sobre el hombro de la chica, como si fuera un costalero de Semana Santa. Ella miró hacia el lado, y se encontró de bruces con el más poderoso objeto de sus fantasías.
– ¡DIOS MÍO! – exclamó con los ojos como platos.
– ¿Te gusta? ¿eh? – dijo Nico, triunfante – Ya sabes lo que quiero.
Pero la fuerza de voluntad de María era inmensa. No estaba dispuesta a correr ningún riesgo, así que se levantó de la silla, apartándose del monstruoso trozo.
– ¡NO! ¡Te he dicho que no!
Nico pareció dolido y apesadumbrado.
– Está bien – dijo – Pero que sepas que no quiero volver a tenerte en mi cama. Se acabó.
María se veía triste y compungida.
– Lo siento, Nicolás, no puede ser. Si me metes eso… lo notará – dijo un poco ida.
– ¿Quién? – exclamó él dando un paso hacia ella, con la bamboleante monstruosidad en ristre.
– ¡Aparta eso de mí! – aulló María mirando hacia un lado.
Aquello bastó para Nico. Con tristeza, procedió a la complicadísima tarea de enfundar su espada en los pantalones. No sé ni cómo lo hizo, creo que metiéndola en una pernera junto a una pierna. Tardó un buen rato, pero María no alzó la mirada hacia él ni una vez.
– Adiós – dijo él tras conseguirlo.
María no contestó. Se la veía muy triste, apesadumbrada. Me conmovió. Pensé que aquello era demasiada pena para tratarse de un simple amante ocasional, y pensé (erróneamente, pero esa es otra historia) que quizás María estaba enamorada de Nico. Y me conmoví. Y sentí remordimientos. Y me dije que ya era hora de solucionar el problema.
La pega fue que me paré a pensar demasiado rato, y claro, al salir Nico se encontró conmigo.
Se quedó paralizado, con una expresión de pánico en el rostro al comprender que yo acababa de presenciar toda la escenita. Salió disparado sin decir nada, mientras yo no atinaba a reaccionar. Por fin, me puse en marcha y salí tras él, comprobando antes que María no se había dado cuenta de nuestro encuentro.
Le alcancé en la calle, pero Nico no paraba, así que tuve que correr.
– ¡Nico, coño, para ya! – exclamé poniéndome frente a él.
– No, Oscar déjame, me da mucha vergüenza que me hayas visto.
– ¿Visto el qué? ¿Que te daban calabazas? ¿Que tienes una polla como un caballo?
Era la primera vez desde que nos conocíamos (toda mi vida vaya) que Nico me escuchaba ese lenguaje, por lo que se quedó parado por la sorpresa.
– Vamos, tranquilo – continué – Vamos a hablar.
La charla que siguió tiene una importancia tangencial en la historia, y desde luego no hubo nada de sexo en ella, por lo que les ahorraré los detalles. Básicamente, me disculpé por lo sucedido y le aseguré que nadie sabría nada por mí de aquello. También le dije que ya sabía que se acostaba con alguna criada, “como cualquier hombre”, y que él sabía que yo lo hacía también. Y tan amigos.
Lo que hice fue comprobar si él había notado que yo era ese misterioso “él” que mantenía a María lejos de su verg… digo de sus garras. En su situación, y sabiendo lo que sabía, cualquiera podía sumar dos y dos, pero Nico no era demasiado inteligente, así que constaté que no sabía nada.
Tras hablar con él, fui disparado a buscar al abuelo y se lo conté todo (bueno la escena de Nico en la cocina no). Le dije que ya había torturado a María bastante, y que era hora ya de intentar que Tomasa recuperara su empleo, para quedar de nuevo en paz. Él me dijo que ya había hablado con mi madre, que ella estaba de acuerdo y que estaba intentando convencer a papá.
Un par de días más tarde, el abuelo anunció que había citado a Tomasa por la tarde, para tratar de su vuelta al trabajo. Mi padre no dijo nada, pues tenía una expresión de absoluta felicidad en el rostro, signo evidente del tratamiento que mamá le había aplicado la noche anterior para convencerlo.
Y por fin llegó la tarde. Yo estaba inexplicablemente nervioso, inquieto, aunque a priori no hubiera ninguna razón para ello, pues todo parecía estar arreglado ya. Os juro que en mi mente no había ningún pensamiento de índole sexual, no tenía ningún plan para aquella tarde. Sólo pretendía que Tomasa volviera con nosotros y no se me cruzaba por la imaginación hacer algo que pudiera volver a poner en peligro su empleo. Pero la cosa no salió así.
La muchacha llegó sobre las cinco de la tarde y se reunió con mi abuelo, María y mi madre en el despacho del viejo. Mi padre no estuvo presente, pues alegó que tenía unos asuntillos que resolver en la fábrica, supongo que no sabía muy bien cómo afrontar la situación.
No sé de qué hablaron, pues no tuve oportunidad de espiar, ya que a esa hora tenía mis clases con Dickie y las chicas. Esa tarde noté que ellas me dirigían miradas inquietas, sabedoras de que Tomasa, la chica con la que me habían sorprendido en la cama, volvía a la casa.
Fue una tarde extraña, calurosa y aburrida, allí metido sin posibilidad de saber lo que sucedía fuera y deseando saber qué pasaba.
Por fin, a las siete de la tarde Dickie nos liberó, y yo salí pitando de clase para ver qué había pasado con Tomasa. Me encontré con el abuelo, que me dijo que todo había salido bien y que la muchacha volvía al servicio.
La sensación de alivio que experimenté fue indescriptible. Por fin las aguas volvían a su cauce. Yo sabía todo lo que eso representaba para mí, pues a partir de ahora las criadas, viendo que yo había cumplido mi palabra, volverían a estar a mi alcance. Las puertas del paraíso volvían a abrirse.
El abuelo me dijo que Nicolás había llevado de regreso a Tomasa al pueblo, para que fuera a recoger sus cosas y poder así instalarse en su antiguo cuarto, así que no pude saludar a la chica.
El abuelo me preguntó que qué había decidido hacer con María, y yo le dije que iba a dejarlo correr, que ya había sufrido bastante. Me bastaba con que María se disculpara con Tomasa y santas pascuas.
El abuelo se encogió de hombros, sabiendo que, de haber querido yo, aún podría haberle sacado mucho jugo a la situación con María.
– Es tu decisión – me dijo.
Y es que yo, en esos momentos creía que María sentía algo por Nicolás, y que lo estaban pasando los dos muy mal por mi causa, lo que me producía remordimientos.
El tiempo demostró que yo estaba muy equivocado, pero la verdad es que, en vista a como salió todo, no me arrepiento de nada.
Me fui en busca de María y la encontré precisamente en el dormitorio de Tomasa, adecentándolo un poco para que su antigua ocupante volviera a instalarse.
– Hola – la saludé.
Ella se volvió como un resorte, nerviosa, pues últimamente cada vez que la sorprendía a solas, ella acababa teniendo que montar algún numerito. Pero esa vez no.
– Veo que ya sabes que vuelve Tomasa – dije.
– Sí – respondió ella reanudando sus tareas.
– Bien, pues quiero darte otra orden.
La verdad es que en ese instante no pensé que la elección de mis palabras fuera importante, simplemente hablé a María como lo hacía siempre últimamente.
– Dime.
– Esta noche, tras la cena, nos veremos en el salón, cuando la gente se haya acostado.
– ¿Para qué?
– Quiero que te disculpes debidamente con Tomasa.
– De acuerdo.
– Cuando ella vuelva del pueblo, encárgate tú de citarla en el salón, pues de mí no se fiaría – le dije.
– ¿A las once te va bien? – preguntó ella.
– Perfecto.
Y me fui. Sin decir nada más, sin añadir palabra, con la única intención de que María pidiera perdón a Tomasa por despedirla. Pero claro, en la situación en que María y yo nos encontrábamos, mis palabras eran ambiguas cuando menos, y ella se las tomó por el lado habitual por ese entonces.
El resto de la tarde me la pasé vagando por la casa, pues recuerden que el castigo me impedía salir. Me crucé con varias de las criadas, que me lanzaban miraditas cómplices. Loli llegó incluso a lamerse sensualmente los labios mientras me guiñaba un ojo.
Pero claro, con mi madre y mi tía andando por allí… Nada de nada, que faltaba poco para cumplir el castigo y no iba a cagarla ahora.
Nicolás regresó poco antes de cenar. Sólo logré ver fugazmente a Tomasa, por una ventana, pero no logré reunir suficiente presencia de ánimo para acercarme a saludarla delante de todo el mundo. Si lo hacía, todos estarían pensando en lo que hicimos y eso me cortaba mucho.
Pude notar que la chica debía estar pensando más o menos lo mismo, pues se la veía muy avergonzada y aturrullada (más de lo habitual quiero decir).
Por fin, poco antes de las once, abandoné mi cuarto, vestido con mi ropa normal, ni siquiera me había puesto el pijama. Mi familia se había retirado hacía poco, seguramente estaban aún despiertos, pero a mí me daba igual, pues no pensaba hacer nada “malo”. Craso error.
Me encontré con la puerta del salón cerrada. La abrí y entré. La estancia estaba iluminada por un candelabro y dos quinqués, así que había luz más que suficiente. Y allí, temblorosa y asustada, estaba Tomasa, esperando, sentada en una silla.
– Hola – dije simplemente.
– Buenas noches, señorito – respondió ella, levantándose.
– Siéntate Tomasa, por favor.
Yo acerqué una silla a la suya y nos sentamos los dos.
– Señorito, yo… – empezó ella, muy nerviosa.
– Shssss. Tomasa, tranquila – dije tomando una de sus manos con las mías – Te he citado aquí para pedirte disculpas por lo que pasó.
– ¿Disculpas? – dijo sorprendida – ¿Usted a mí? ¡Por Dios, señorito!
– Tomasa, por favor, llámame Oscar…
– No puedo… ¡Me despedirían!
– Bueno, pues al menos hazlo cuando estemos a solas.
– No sé…
– Hazlo. Es una orden – dije bromeando.
– De acuerdo, señorito… digo Oscar.
– Vale, vale.
Me quedé callado un segundo, mirándola. Estaba preciosa. Llevaba el que sin duda era su mejor vestido, uno blanco, estampado de lirios, un poco viejo ya. Era lógico que lo usara el día en que iba a reunirse con su jefe para tratar de recuperar su empleo.
– Estás muy guapa – le dije.
– No empiece, por favor… – dijo ella apartando la mirada.
– Tienes razón – dije sonriendo – Así fue como empezó la otra vez.
– Sí.
– Tomasa, no sabes cuánto siento lo que pasó. No sé, perdí la cabeza y nos pillaron por mi culpa. No pensé en las consecuencias, que a ti te despedirían…
– No siga, por favor… Usted no tuvo la culpa de nada. Yo soy mayor que usted y debí pararle los pies. Usted es…
Ahí la detuve.
– Espero que no vayas a decir que soy sólo un crío – dije.
– No, no. Usted es MUY HOMBRE.
Aquello me gustó.
– Iba a decir que es demasiado inocente. Usted no sabe las cosas que he hecho. Yo sabía a qué estaba jugando usted y le dejé hacer… Me sentía guapa, deseada…
– Porque lo eres – le dije – Y sabes que tengo razón, la culpa fue mía. Al fin y al cabo, a mí no iba a pasarme nada malo, pero a ti…
– Pero yo era la mayor. Tú estás en una edad que…
– Mira, dejémoslo en que fue culpa de los dos – concluí.
– De acuerdo – dijo ella sonriendo, más tranquila.
Callamos unos segundos, hasta que Tomasa rompió el silencio.
– Señorito, digo Oscar. Lo que quisiera saber es cómo es posible que hayan vuelto a contratarme.
Iba a responder, pero se me adelantaron.
– A eso creo que debo responder yo – resonó la voz de María.
El ama de llaves había entrado al salón sin que ni Tomasa ni yo nos diésemos cuenta. Pude notar que Tomasa se tensaba visiblemente, asustada por la presencia de la mujer que le costó el trabajo. Llevada por el hábito, la pobre chica se puso en pié, haciendo una pequeña reverencia ante su jefa. Después se quedó mirando al suelo, avergonzada.
María cerró la puerta tras de sí y se acercó a nosotros. Estaba tan bella como siempre, con su cabello recogido atrás y vestida con blusa y falda oscuras.
– Bueno, aquí estamos los tres de nuevo – dijo María.
Yo me sentía un poco violento por la situación, aunque sabía que lo tenía todo bajo control. Pero lo mío no era nada al lado de Tomasa, que temblaba como un flan, aturrullada por la imponente presencia del ama de llaves.
María, por supuesto, siempre dueña de si, parecía ser la única cómoda en aquel cuarto, controlando por completo la situación, como si todo lo sucedido hubiera obedecido a un plan de ella.
– Se… señorita María… Bu… buenas noches – balbuceó Tomasa.
– Buenas noches, Tomasa. ¿Cómo estás? – dijo el ama de llaves.
– Bi… bien, señorita. Y quería agradecerle…
– Calla – la interrumpió María – No me des las gracias.
Tomasa se calló, muy cortada. Pensé en intervenir, pero María siguió hablando.
– Nos hemos reunido aquí para que yo pudiera pedirte “disculpas”.
Algo en el tono con que dijo “disculpas” me hizo sospechar que allí no todo era tan normal como parecía.
– ¿Cómo? – dijo Tomasa, alucinada.
– Tomasa, deseo pedirte perdón por la forma en que te traté. Tu comportamiento merecía sin duda un castigo y una reprimenda, pero yo me mostré deliberadamente cruel, y eso no tiene justificación.
Vaya, la cosa iba bien.
– Pe… pero… – articuló Tomasa.
– Sabes que nunca he estado del todo satisfecha con tu trabajo, así que vi en aquel momento la oportunidad de despedirte, pero lo hice por motivos equivocados. Como todos sabemos, esta casa es “especial”, y fue hipócrita por mi parte tratarte de aquel modo.
Hasta yo estaba alucinando. María, por primera vez, me parecía un verdadero ser humano. Estaba ofreciendo una disculpa en toda regla.
– Y últimamente me han hecho comprender – continuó María mirándome de reojo – que mi comportamiento fue inaceptable, así que, como me han ordenado, te ofrezco mis más sinceras y profundas “disculpas”.
Entonces, para mi inmensa sorpresa, María se abalanzó sobre Tomasa y pegó con fuerza sus labios a los de la aturdida chica, que, al igual que yo, no se podía creer lo que estaba sucediendo.
Pude notar cómo María, usaba su lengua con habilidad para separar los labios de la criada e introducirse en su boca, dándole un beso francés de alta escuela. La pobre Tomasa, petrificada, con los brazos colgando a sus costados, no pudo ni reaccionar, dejándose morrear como una muñeca rota.
Yo, por un ínfimo y estúpido instante, estuve a punto de intervenir y pararlo todo, pero afortunadamente mi lascivia acudió en mi ayuda y me detuvo, pues de pronto, el plan de María para esa noche me parecía mucho más interesante que el mío; así que me quedé callado, mirándolas extasiado.
Tomasa por fin reaccionó un poco, tratando de apartarse, pero María colocó una de sus manos tras la nuca de la chica, impidiendo que sus bocas se separaran. Entonces María decidió acentuar sus disculpas y llevó su mano libre a la entrepierna de Tomasa, donde apretó con fuerza, frotando y acariciando los bajos de la criada con notable habilidad.
– Ummmm – gimoteaba Tomasa, no sé si quejándose o disfrutando.
El beso duró más de un minuto, hasta que súbitamente, María liberó a Tomasa. Se quedó mirando un segundo a la aturdida chica, que no acertó más que a mirar con los ojos muy abiertos a la dominante mujer. Entonces María tomó a la criada de una muñeca, atrayéndola suavemente hacia la mesa. Yo, disfrutando por primera vez del amor lésbico, no atinaba a hacer nada, pero mi pene, dura barra en mi pantalón, tenía ideas propias sobre el asunto.
– No, no – balbuceaba Tomasa, tratando de oponerse débilmente.
Bueno, ella diría que no, pero la verdad es que sus pies se dirigían hacia la mesa sin oponer mucha resistencia. Cuando estuvieron junto a ella, María posó sus manos sobe los hombros de la muchacha y la empujó suavemente hacia atrás, haciéndola subirse a la mesa y tumbarse sobre ella, emulando la postura que practicamos ella y yo un par de semanas antes al comienzo de nuestra “relación”.
Tomasa no se oponía demasiado, supongo que aturdida por el devenir de los sucesos, o porque le apetecía una buena enjabonadita. Quedó tumbada sobre el tablero de la mesa desde las rodillas hacia arriba, quedando sus piernas colgando del borde. María, al parecer bastante ducha en estas lides, no tardó ni un segundo en subirle la falda a Tomasa hasta la cintura, descubriendo las prietas carnes de la chica. La pobre llevaba ese día unas braguitas negras bastante elegantes, seguramente por el mismo motivo por el que se había puesto su mejor vestido, porque claro, en una entrevista con mi abuelo…
María metió entonces sus dedos bajo el borde de las bragas de Tomasa, deslizándolas muy despacio por sus piernas, dejando al descubierto el tesoro de la joven. ¡Y qué tesoro! Desde mi posición, se veía ligeramente abierto, brillante, húmedo, apetitoso. Pensé en apartar a María y ponerme yo, pero era mejor esperar.
María me dirigió entonces una mirada enigmática y lentamente se fue volviendo y aproximando el rostro al coño de Tomasa. Supongo que todos han visto películas de vampiros en los que el chupasangre mira a la cámara y abre mucho la boca enseñado los colmillos, y muy lentamente se va volviendo para hundir los dientes en el cuello de su víctima. Pues así fue como lo hizo María, sólo que no tenía colmillos afilados y en vez de morder en el cuello… le comió el coño.
Esto de los vampiros les parecerá una gilipollez, pero lo cierto es que muchos años después, cuando tuve la oportunidad de ir al cine y vi una de estas escenas, me acordé vivamente de la noche con Tomasa y María, y es por eso que las pelis de vampiros siempre me han parecido muy eróticas.
Bueno, volvamos al tema. María hundió lentamente la cara entre los muslos de la criada, que por muy nerviosa que estuviera, los había separado ampliamente para facilitarle la tarea. En cuanto la boca del ama de llaves se posó sobre su coño, la espalda de Tomasa se curvó, señal inequívoca de que un monumental espasmo de placer la había atravesado.
La postura de las dos mujeres no podía ser más erótica, Tomasa, sobre la mesa, despatarrada, dejándose hacer, y María, de pié, con el cuerpo doblado por la cintura como si fuese una L, con el rostro hundido entre sus piernas. ¡Alabado sea Dios!
María procedió a aplicar todo su arte en comerle el coño a Tomasa. Yo podía ver cómo su lengua se deslizaba como una serpiente por la raja de la joven, estimulando hábilmente por todas partes. De vez en cuando subía y describía círculos alrededor del clítoris, que se veía cada vez más duro y erguido, aunque en seguida volvía a deslizarse hacia abajo, para seguir chupando los jugos de la hembra. Colocó María entonces una mano sobre el chocho de Tomasa, y separando los dedos índice y corazón, atrapó el clítoris de la chica en medio, como si fueran unas tijeras, estimulándolo así a la vez que le chupaba el chocho.
La otra mano no tardó en acompañar a la primera, hundiendo un par de dedos en la gruta de Tomasa, en busca de no sé qué secreto.
Los gemidos de Tomasa sonaban ahogados, y es que la chica se había cubierto el rostro con las manos, como si no quisiera ver aquello. Sí, sí, mucha vergüenza le daría, pero se lo estaba pasando en grande.
¿Y yo? Alucinando. Miles de pensamientos pasaban a toda velocidad por mi mente. ¿Me la follo? ¿Miro? ¿Me pajeo? ¿Se la meto en la boca a Tomasa? ¿Me da un infarto?
Respiré hondo, tratando de serenarme, y lo logré un poco. María, levantó entonces su rostro del chocho que se estaba comiendo y se volvió hacia mí, sin parar de estimular a Tomasa con las manos y me miró, con una expresión indescifrable en el rostro. ¿Extrañeza? ¿Invitación?
Entonces lo comprendí todo. Tantos juegos, tanto tira y afloja, tantos chantajes… María había decidido ponerle fin en ese preciso momento, y yo le había dado la clave. Le había dicho que iba a conseguir que ella me suplicara que me la follara, y que todo acabaría cuando eso sucediera; y estaba tratando de provocarme, para que me la tirara por fin y poner así las tablas en nuestra partida.
Pero eso no podía ser, así ganaría ella. Tanto sufrimiento en estos dos meses, tantos planes… ¡Para nada! Si me la follaba… ¡Ganaría ella! Y eso era algo que nunca me había pasado con una mujer. Seguro que todos ustedes dirán que soy gilipollas, y no les falta razón, pero en aquel momento, tras dos duros meses de castigo, aquel pensamiento me paralizaba.
María entretanto, había reanudado sus ejercicios orales, logrando, a juzgar al menos por el volumen de los gemidos de Tomasa, que la chica se corriera de una vez. Pero eso no detuvo al ama de llaves que, dispuesta a follar conmigo, ni siquiera paró para que la criada disfrutara en paz de su orgasmo, sino que redobló sus esfuerzos masturbatorios sobre el torturado coño de la chica, llevándola a inexplorados territorios de placer.
Aquello era demasiado para mí, mi cuerpo, mi instinto, mi ser, mi polla, me arrastraban irremediablemente hacia las dos mujeres, pero mi mente aún se resistía, en franca minoría, pero firme aún. Pero entonces María, como si fuese capaz de leer mis pensamientos, me dio un último empujón.
Llevó una de sus manos hacia atrás, y tirando lentamente, subió su propia falda hasta recogerla sobre su espalda, mostrando la maravilla de la naturaleza que conformaba su cuerpo. Sus piernas iban enfundadas en unas medias negras muy finas, sujetadas por un excitante liguero del mismo color. Y claro, siendo María una chica obediente, iba sin bragas por lo que su magnífico trasero se mostró en todo su esplendor. Para rematar la faena, la muy puta separó levemente los muslos, permitiéndome ver desde atrás los hinchados labios de su coño.
– ¡ A – LA – MIER- DA! – pensé.
Y ya no resistí más. Como un loco, me lancé contra aquellas medias lunas perfectas, agarrándolas como pude con mis manos, besándolas, lamiéndolas, amasándolas. Mis dedos volaban inquietos por todas partes, perdiéndose entre sus muslos y hurgando entre sus labios vaginales, donde encontraron un enloquecedor encharcamiento. Yo chupaba, tocaba, pellizcaba, mordía, pero la dueña de aquel culo no profirió ni una queja, sino que siguió suministrándole placer a la afortunada chica readmitida.
Como loco, logré desabrochar mis pantalones y bajármelos hasta los tobillos, apareciendo mi rezumante picha, erecta al máximo, dolorosamente dura, sabedora al parecer de que por fin, tras dos largos meses, iba a volver a hundirse en una palpitante vagina.
En otras circunstancias me hubiera encantado propinarle a María el mismo tratamiento que ella aplicaba a Tomasa, pero ya no aguantaba más. Me coloqué detrás de María, la apoyé una mano en sus caderas, agarré mi polla con la otra mano… Y me di cuenta de que era demasiado bajito.
Me dieron ganas de gritar. Pero era lógico, María medía como 1,70, y me sacaba casi 30 centímetros. Mi polla no estaba mal, pero me hubiera hecho falta la de Nicolás para meterle un trozo suficiente a aquella puta. Claro que podía hacerlas cambiar de postura, pero aquella posición me tenía excitadísimo, y deseaba tomarla así.
Pero no había problema, acerqué una silla al trasero de María, que había alzado el rostro, mirando curiosa y divertida mis maniobras. Me arrodillé sobre la silla y ahora sí, aunque en equilibrio precario, su chocho quedaba a la altura idónea.
– Buena idea – susurró con voz húmeda María, antes de volver a sumergirse en el charco de Tomasa.
– Estupendo, me alegra que te guste – estuve a punto de decir.
Pero en vez de decir tonterías, afirmé mi glande a la entrada del chocho del ama de llaves y muy suavemente… se la metí.
Los ángeles entonaron un ¡Aleluya!, por fin la vida volvía a tener sentido. Yo había nacido para aquello… Y María también. ¡Madre mía! ¡Cómo apretaba aquel coño! Era increíble que un agujero capaz de meterse algo como lo de Nicolás, fuera capaz de estrecharse lo suficiente como para ceñir mi pene de 12 años (por muy desarrollado que estuviera).
¡Cómo follaba la tía! Os juro que yo no percibía movimientos fuertes de su cuerpo, ella seguía dedicada al sexo oral, pero dentro de su coño… ¡una tormenta! Sus jugos empapaban mi rabo, permitiéndolo deslizarse con facilidad, pero a la vez todos los músculos se movían, apretando y ciñendo hasta derretirme de placer.
Desde esa postura hubiera deseado prenderme de los melones de María, pero dada mi corta estatura, hubiera tenido que inclinarme demasiado, cosa peligrosa allí, encima de la silla, así que tuve que conformarme con sobar sus prietas nalgas, usando sus caderas como asidero para marcar el ritmo de la follada.
Y mientras Tomasa, apartadas las manos ya de su rostro y dedicadas a juguetear con el pelo de María, alcanzó un nuevo orgasmo, que la hizo gritar y gemir desesperada.
– ¡AAAAHHHHH! ¡DIOOOOOSSS! ¡SÍIIIIIIIII! – gritaba.
Desde luego si nos pillaban, nos mataban a los tres, pero eso ni se me pasó por la cabeza, así que seguí bombeando. Llevé una de mis manos por delante de la cintura de María, tocando su coño, palpando mi propia polla y notando cómo se hundía una y otra vez en aquel glorioso coño. El éxtasis.
Y estallé. Me corrí como un animal, creo que nunca antes lo hice de forma tan intensa y abundante. Creo que incluso grité, pero no estoy seguro, pues los oídos me zumbaban y yo no prestaba atención a nada más que a mi esencia que se derramaba por completo dentro de aquella mujer.
Por desgracia, aquella espectacular avenida hizo que moviera un poco el cuerpo, con lo que perdí el equilibrio sobre la silla. Afortunadamente, logré sujetarme (al culo de María) y no me caí, pero mi polla se salió de aquella maravillosa funda, yendo mis últimos lechazos a estrellarse contra la parte trasera de los muslos de María, en vez de derramarse en lo más profundo de su coño como era mi intención.
Nos quedamos así los tres, sin movernos, respirando agitadamente, tratando de recuperarnos. Me di cuenta entonces de que a pesar del formidable polvo que acababa de pegar, mi polla seguía enhiesta, latiendo en busca de hundirse de nuevo en una mujer.
Un poco agarrotado, me bajé de la silla y me senté, aun respirando con dificultad. María, se levantó entonces como un resorte, poniéndose en pié, con lo que la falda se le deslizó cubriendo sus piernas; se la veía sudorosa y cansada.
– Bueno, ya me he “disculpado” – dijo entonces.
Yo la miré, increíblemente hermosa, y respirando hondo, logré responderle.
– María, yo… No esperaba esto.
– ¿No? Me dijiste que me disculpara y lo he hecho.
– Sí, pero yo me refería tan sólo a…
– Bueno, da igual – me interrumpió – Lo hecho, hecho está. Ahora me voy. Podéis continuar la fiesta solos, veo que aún tienes ganas de marcha.
Al decir esto apuntó con su barbilla hacia mi erección.
– María – dije entonces un poco más sereno – Tienes razón. Ya estamos en paz. Se acabó todo.
– Bien.
– Pero te pido, si lo has pasado bien… Que te quedes con nosotros.
– Sí, por favor – resonó la vocecilla de Tomasa, sorprendiéndonos a ambos.
María nos miró, primero a uno y después a otro.
– Creo, que no –dijo.
– Vamos María – continué – Lo de esta noche ha sido increíble, y aún puede mejorar.
Tomasa asentía vigorosamente, aún medio despatarrada sobre la mesa, con el coño rezumando jugos.
– ¿Ves? Tomasa quiere devolverte el favor – dije guiñando un ojo.
María se rió un poco.
– Eres un cabrón – dijo sonriente – Después de como me has tratado…
– Es cierto. Pero también lo es que todo lo empezaste tú. Dime, si hubieras estado en mi lugar, ¿qué habrías hecho?
Se lo pensó unos segundos, antes de encogerse de hombros y contestar:
– No lo sé. Supongo que lo mismo.
– Y no me negarás que lo hemos pasado bien… – dije zalamero.
– No te pases.
– ¡Venga ya! El día con Don Tomás fue divertido ¿o no?
– Bueno… – dijo ella, riéndose.
Entonces sucedió algo inesperado. Tomasa, sin que nos diéramos cuenta, se había deslizado hasta quedar sentada al borde, justo a la espalda de María. Entonces, rodeó a la mujer con sus brazos colocando una de sus manos sobre los pechos del ama de llaves y deslizando la otra hasta su entrepierna, donde apretó con fuerza, repitiendo el proceso que María le había aplicado a ella al comienzo de la velada.
– ¡AAHHH! – gimió María encogiéndose, a medias entre el placer y la sorpresa.
Aquel ataque, totalmente inesperado al provenir de la tímida Tomasa, acabó de vencer la resistencia de María, la cual no olviden llevaba bastante tiempo sin hincarse nada en el coño.
– Vamos señorita María – susurraba Tomasa – Que esto no está aún satisfecho.
Mientras decía esto, Tomasa clavaba con mayor fuerza sus dedos en la entrepierna de María, mientras delicadamente, la besaba en el cuello y en las orejas. María, rendida por fin, volvió el cuello para volver a fundirse en un tórrido beso con la criada.
Tomasa volvió a deslizarse hacia atrás, sentada sobre la mesa, obligando a María, prendida de sus labios, a subirse también sobre el tablero. Así que, finalmente, Tomasa quedó sentada casi al borde opuesto de la mesa, con las piernas separadas, y en medio, María tumbada sobre la mesa, medio vuelta hacia la criada y morreándose con ella.
En esa postura, me subí junto con ellas, subiéndole de paso la falda a María hasta la cintura. Y sin zarandajas, se la volví a clavar.
Dios qué placer. Mi polla aún estaba un tanto escocida por el anterior orgasmo, pero respondió magníficamente. Me hundí en María como un cuchillo en mantequilla, haciéndola gemir de placer contra la boca de Tomasa.
Ésta, muy hábilmente, había llevado su manos hasta el busto de María, y había comenzado a desabotonarle la blusa. Aquella noche, María tampoco usaba sujetador, supongo que era un recurso más dentro de su plan, así que me encontré frente a frente con sus cautivadores senos, en medio de los cuales hundí mi rostro.
Yo follaba y follaba, con las manos apoyadas sobre la mesa para mantener mi torso erguido y poder seguir así paladeando aquellos deliciosos manjares. Mientras, Tomasa seguí prendida a los labios de la otra mujer, intercambiando saliva con pasión. La mano de María se había aferrado a la nuca de la criada, acariciándola, haciendo que sus bocas estuvieran más unidas. Mientras, Tomasa deslizó una mano entre nuestros cuerpos, llevándola hasta el coño de María, acariciando allí tanto mi polla como el chocho de la mujer.
¡Qué maravilla! Por fin, entre Tomasa y yo logramos llevar a María al clímax. Sus muslos apretaron sobre mis caderas y sus ojos se abrieron como platos, mientras la lengua de

Tomasa seguía hundida en su garganta, impidiéndole gritar a los cuatro vientos el placer que sentía.

– Urglglglggg – gorgoteaba María contra la boca de la otra.
Y yo redoblaba mis culetazos, dispuesto a que aquella fuera la mejor corrida en la vida de la chica, dispuesto a perdonar y pidiendo perdón, follando como nunca antes.
No puedo asegurarlo, pero María tuvo dos o tres orgasmos encadenados. O quizás fue uno solo, de duración extra larga. Lo cierto es que estuvo al menos cinco minutos completamente tensa, gimiendo y retorciéndose en espasmos de incontrolable placer.
Así hasta que yo alcancé mi propio clímax.
En esta ocasión yo no tenía la cabeza tan ida, controlaba un poco más, así que segundos antes de la avenida, la saqué de dentro del coño, y colocándola en medio de los labios vaginales, la froté repetidas veces hasta que me corrí, empapando la pelvis y la barriga de María. Tomasa por su parte, se dedicó a extender los restos de mi lechada por todo el cuerpo del ama de llaves, deslizando su mano como si estuviese dándole friegas, poniéndola perdida de semen.
Me derrumbé sobre María, agotado pero feliz, después de uno de los mejores polvos de mi vida. María también estaba exhausta, y derrumbada a su vez sobre Tomasa, trataba de recuperar el resuello. Tomasa, por su parte, nos acariciaba a ambos con sus manos, deslizando una por mi pelo en mi caso, y la otra sobre los senos de María.
Permanecimos así un rato, sin hablar, sintiendo el calor de la piel los unos de los otros.
– Levántate un poco, Oscar – dijo María rompiendo la magia – se me está durmiendo una pierna.
Como pude, le hice caso, rodando hacia un lado y quedando casi al borde de la enorme mesa.
– ¡Dios mío! – exclamé – Tantas veces que he comido en esta mesa. ¡Y no me había dado cuenta de que es la puerta del cielo!
Las dos mujeres rieron.
– Tranquilo – dijo María – Yo ya la había probado antes.
– Y yo – añadió Tomasa.
Ahora reímos los tres.
Con torpeza, María se deslizó hacia el lado opuesto y se bajó de la mesa.
– Me habéis puesto perdida – dijo pasándose una mano por el vientre.
– Lo siento – dije echándome hacia el centro, ocupando el espacio liberado por María.
Tomasa gateó sobre la mesa hasta quedar a mi lado, tumbándose con la cabeza en mis pies. Como quien no quiere la cosa, llevó una mano hasta mi entrepierna y comenzó a acariciarme.
– Dígame, señorito – dijo con voz sensual – ¿Cree usted que su amiguito despertará?
– Sigue así y lo comprobarás – respondí yo, que ya empezaba a sentir lo ramalazos de la resurrección de mi pene.
– ¡Cómo sois! – dijo María, sentándose en una silla.
Tomasa no tardó ni un minuto en lograr aumentar el volumen de mi picha unos centímetros. En cuanto estuvo un poco morcillona, se la metió entera en la boca, para terminar el trabajo. Yo, mientras, comencé a juguetear con mis dedos entre el vello del chocho de la chica, dispuesto a practicar un 69 en condiciones.
Pero entonces se acercó María y se prendió de mis labios, metiéndome la lengua hasta el fondo y acariciando mi pecho. Aquello era el paraíso, con aquellos dos monumentos prendidos de mí.
Entonces María separó sus labios de los míos, y de un saltito se subió de nuevo a la mesa, quedando de rodillas junto a mí.
– He escuchado que eres un genio con la boca – dijo con lascivia.
– Bueno… – dije yo.
– Demuéstralo.
– Chup. Chup – decía Tomasa.
Alzó una pierna y la pasó sobre mi rostro, de espaldas a Tomasa. La oscuridad nubló mi vista, pues mi cara quedó bajo su falda, pero yo no necesitaba ver para encontrarle el coño. Y vaya si lo hice.
Hundí deseoso mi cara entre sus muslos, dispuesto a aplicarle todo mi arte. María no se dejó caer por completo, para no aplastarme, pero se mantenía a la distancia justa para ofrecerme su chocho por completo. El poderoso aroma de hembra en celo penetró en mis fosas nasales y contribuyó a facilitar el trabajo de Tomasa, que había obtenido ya una magnífica erección que seguía mamando para mi placer.
El sabor, salado y fuerte, delicioso, turbó mis sentidos por completo. Me daba todo igual, hubiera muerto allí debajo, y no se crean que no había riesgo, pues costaba mucho respirar, pero me daba lo mismo. Chupé, exploré, comí, bebí. Me apliqué al máximo. Y todo con la boca, pues mis manos habían quedado fuera de la falda de María, y sus piernas me impedían meterlas, así que tuve que conformarme con llevarlas a su trasero y estrujarlo por encima de la falda.
Mientras, Tomasa decidió que mi trozo estaba suficientemente duro, y aunque no lo vi, no me costó adivinar lo que estaba haciendo. Se subió a horcajadas sobre mí, y agarrando mi falo, lo apuntó a la entrada de su coño y se clavó, comenzando a cabalgarme lentamente.
La octava maravilla del mundo, sin duda. Yo creí que iba a reventar de placer. No se le puede pedir más a la vida. Las caderas de Tomasa se movían cadenciosamente sobre mi polla, mientras que las de María bailaban sobre mi cara, disfrutando al máximo de los lametones que yo le propinaba.
– ¡OH, DIOS! – gemía María.
– ES bueno, ¿eh? – oí susurrar a Tomasa.
– ¡ES INCREÍBLE!
– Pues por aquí tampoco va nada ¡MAAAAAAAAAL! – aulló Tomasa, incrementando el ritmo de la cabalgada.
María se corrió sobre mi cara, aullando como posesa.
– ¡SÍIIIIIII! ¡OH, MAMÁ! ¡SÍIIIIIIIIIIIIIIIII! ¡SI LO HUBIERA SABIDO ANTEEEES!
Madre mía. Mi boca, mi nariz se inundaron de jugos de aquella hembra. No podía respirar, me ahogaba.
No es broma, tenía la boca completamente llena de coño y de fluidos, cuando me quise dar cuenta me estaba ahogando de de verdad. Como pude, empujé hacia atrás a María, que cayó sentada sobre mi pecho. La mujer, que comprendió lo que pasaba, apartó su falda de mi cara, pudiendo yo por fin respirar.
– Lo siento – dijo divertida.
– No… cof… cof… – tosí – No es nada.
Mientras, Tomasa seguía cabalgando, habiéndose corrido al menos una vez más. Miré hacia arriba y vi que las manos de la criada se habían prendido desde atrás de las tetas de María, que eran amasadas sensualmente. María dijo entonces:
– ¿Te has corrido ya? – dirigiéndose a Tomasa.
La criada asintió vigorosamente con la cabeza.
– Pues vamos a cambiar, que quiero un poco más de polla.
Ambas mujeres intercambiaron sus posiciones, Tomasa sobre mi cara y María sobre mi polla, sólo que esta vez, quedaron frente a frente, teniendo yo un panorama del trasero de Tomasa y su espalda.
– ¿Te ha gustado? – le dije a María.
– Sí, mucho – respondió ella con los ojos brillantes.
– Coma y calle, señorito – dijo Tomasa, apretando de repente su coño contra mi boca.
Y yo obedecí. ¡Ala! ¡Otro coño para comer! Tras dos meses de régimen… ahora un festín. Y debí comérmelo maravillosamente, pues Tomasa se corrió en menos de un minuto.
– Este niño es increíble – gemía Tomasa.
– Sí… ¡AAHH! Sí que lo es – respondía María.
– Señorita… después de esto… Seremos más amigas ¿no?
– Las mejores… ¡OH DIOS! Las mejores amigas del mundo.
Increíble, las mujeres son capaces de ponerse a hablar hasta en los momentos más insospechados.
No sé cómo duré tanto, supongo que estaba un poco cansado, pero todo tiene que llegar, así que cuando noté que me corría, traté de avisar a las chicas.
– UMMFMFMMFFF – farfullé contra el coño de Tomasa.
– Creo que va a correrse – dijo la susodicha.
– Oh – dijo María descabalgándome.
Noté el trasero de María sentándose sobre mis muslos, dejando a mi pobre polla al borde del orgasmo.
– Espera, déjame a mí – dijo entonces Tomasa.
Noté cómo una mano se apoderaba de mi instrumento y lo pajeaba hábilmente, provocando por fin aquello que se avecinaba. Mi corrida. Tomasa descabalgó entonces mi cara, quedando de rodillas junto a mí, sin dejar de pajearme mientras me corría. Alcé la vista y vi que la hacendosa chica no sólo se ocupaba de mí, sino que su otra mano masturbaba a María, acabando por llevarla también al clímax. La ostia.
Esta vez nos pusimos perdidos los tres de semen, aunque la corrida no fue tan espectacular como las anteriores, claro. Por fin, absolutamente derrengados, nos tumbamos los tres sobre la mesa, yo en el centro, con las cabezas de ambas mujeres sobre mi pecho.
Así estuvimos un buen rato, disfrutando del calor de nuestros cuerpos. Nos relajamos tanto que me dormí. Afortunadamente, la siempre responsable María me despertó ya de madrugada, por lo que trabajosamente y tras recoger un poco el salón, regresamos a nuestros cuartos.
Eso sí, antes de irme, propiné a cada chica un lujurioso beso de tornillo, último recuerdo de aquella mágica noche.
Por la mañana desperté derrengado. Me costó Dios y ayuda levantarme y bajar a desayunar. Estaba un poco preocupado por si alguien había notado algo, pero nadie dijo nada. No olvidemos que en aquella casa, los ruidos nocturnos eran habituales.
Pasaron un par de días en los que era yo el que rehuía a las mujeres, temeroso de no ser capaz de dar la talla después de la monumental orgía de aquella noche.
Pero entonces, por fin, se produjo el hecho que yo más esperaba. Mi madre me comunicó que acababan de cumplirse los dos meses de castigo.
Era libre de nuevo.
Continuará.
TALIBOS
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