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SINOPSIS:
Unos disturbios en el barrio de Totenham cambiaron su vida, aunque Jaime Ortega no se entró hasta diez años después cuando a raíz de un desdichado accidente le informaron de la muerte de Elizabeth Ellis, la madre de un hijo cuya existencia desconocía.
Tras el impacto inicial de saber que era padre decide reclamar la patria potestad, dando inicio a una encarnizada guerra con Lady Mary y Lady Margaret Ellis, abuela y tía del chaval. Desde el principio, su enemistad con la menor de las dos fue tan evidente que Jaime buscó la amistad de la madre y mas cuando descubre que esa cincuentona posee una sexualidad desaforada.
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Para que podías echarle un vistazo, os anexo los TRES primeros capítulos:
Esa tarde de agosto bien podría haber sido como cualquier otra, si no llega a ser por los disturbios que sacudían Londres y más concretamente el barrio de Tottenham donde vivía. Acostumbrado a una vida apacible en su Madrid natal, Jaime Ortega jamás había sentido tanto miedo. La orgía de violencia que recorría las calles le había hecho encerrarse en su apartamento al temer que su color de piel le hiciera objeto de las iras de los manifestantes.
Los disturbios habían empezado a raíz de la muerte de un haitiano de raza negra a manos de la policía y mientras las autoridades consideraban el hecho como algo fortuito, sus paisanos la consideraban un asesinato racista y por ello clamaban justicia. Tal y como suele suceder en ese tipo de tumultos, una vez prendida la mecha, los elementos más extremistas aprovecharon la circunstancia y convirtieron esa justa protesta, en una espiral de sangre y fuego que amenazaba la vida y el patrimonio de muchos inocentes.
Desde la seguridad de su ventana, observó como la turba no contenta con romper escaparates y quemar los automóviles aparcados en las aceras, se había lanzado a atacar a la única patrulla que se había atrevido a salir a recorrer ese distrito.
―Se va a armar― exclamó al ver que habían cercado a un policía y que el agente había sacado su pistola, temiendo por su vida.
El sonido de un tiro retumbó en sus oídos justo en el momento en que descubría a una mujer blanca intentando entrar en un edificio cercano. Durante unos segundos dudó que hacer, pero comportándose como un cretino irresponsable, decidió ofrecerle su ayuda a pesar de que con ello ponía en peligro su propia vida.
Bajando los escalones de dos en dos, llegó a la puerta y abriéndola, llamó a la mujer que seguía intentando abrir la suya. Era tal el estruendo que producían los manifestantes al gritar que fue imposible que le oyera y cometiendo por segunda vez una tontería, salió por ella mientras a su alrededor se sucedían las carreras y las cargas policiales.
La desconocida estaba tan nerviosa que al verle llegar pensó que la iba a asaltar y como acto reflejo se puso a pegarle con el bolso. Viendo que la turba se acercaba peligrosamente donde estaban, tomó una decisión desesperada y sin medir las consecuencias, se la echó al hombro y salió corriendo de vuelta hacia su portal.
Como no podía ser de otra forma, la mujer protestó y durante el trayecto, intentó zafarse, pero no lo consiguió y por ello al depositarla en el suelo, empezó a gritar como una loca, suponiendo quizás que iba a violarla.
«¡Esto me ocurre por imbécil!», pensó y mientras se daba la vuelta para subir a su piso, le dijo a la desconocida: ―Será mejor que espere a que se vaya esa gente antes de salir― tras lo cual se metió en el ascensor.
Fue entonces cuando esa mujer cayó en la cuenta de que no era un asaltante sino un benefactor y muerta de vergüenza, le dio las gracias por sacarla de la calle.
Jaime ni siquiera se había dignado en contestar, pero de reojo vio que un grupo de violentos estaban intentando entrar en su edificio y sin pensárselo dos veces, tiró del brazo de la desconocida y la metió en el ascensor, justo en el instante en que la puerta caía hecha añicos.
Sin dirigirle la palabra al llegar a su piso y tras cerrar con llave, aseguró la puerta poniendo una barra de hierro para hacer palanca mientras a su lado la mujer permanecía tan callada como asustada.
―Hay que llamar a la policía― dijo considerando que esa barrera no aguantaría mucho si esos energúmenos decidían forzarla.
Desgraciadamente el número de emergencia estaba totalmente saturado y a pesar de los múltiples intentos para comunicar la precaria situación en la que se encontraban, solo consiguió dejar un recado en el contestador.
«¡Mierda! ¡Ya están aquí!», masculló entre dientes al escuchar voces en el pasillo y haciendo una seña, rogó a la aterrada mujer que mantuviese silencio. Ésta le hizo caso y durante cerca de cinco minutos, ninguno de los dos emitió ruido alguno que pudiese llamar la atención de los alborotadores.
Eso le permitió observarla sin que se sintiera intimidada:
«Es casi una niña», sentenció valorando el desmesurado pecho con el que la naturaleza había dotado a esa mujer y solo cuando ya no escuchaba ruido alguno, se atrevió a ofrecerle un café.
―Mejor un té― respondió casi susurrando.
Acostumbrado a los diferentes acentos de Inglaterra, Jaime comprendió que esa rubia pertenecía a la clase alta por el modo en que entonaba sus palabras y eso le sorprendió porque ese barrio era de clase obrera.
«¿Qué cojones estará haciendo aquí?», pensó, pero asumiendo que tendría tiempo de enterarse, decidió no preguntar y calentar el agua con el que hacer la infusión que le había pedido.
―Te debo una disculpa.
―No te preocupes― replicó mientras disimuladamente admiraba el trasero de su invitada, cuyo pantalón no conseguía ocultar el magnífico culo que escondía en su interior.
Sabiendo que pasaría junto a esa preciosidad unas cuantas horas antes que la policía consiguiera reestablecer el orden, se puso nervioso y al poner en sus manos el té, se presentó. Por un momento, la cría dudó si decirle su nombre y cuando finalmente le dijo que se llamaba Liz, bromeando con ella, Jaime le contestó:
―Estás en mi casa y en español tu nombre es Isabel.
Esta al captar que estaba de guasa, le replicó:
―Estamos en Inglaterra y por lo tanto seré yo quien te llame James.
Que optara por la vertiente formal de su nombre en vez de elegir la de Jimmy, confirmó sus sospechas de que su invitada era una pija.
El griterío proveniente del pasillo les alertó nuevamente de la proximidad de esos matones. Durante un instante se quedaron mirándose sin saber cómo actuar ni qué hacer.
―Acompáñame― susurró a la muchacha al escuchar que los alborotadores estaban tirando la puerta de un piso vecino.
No tuvo que repetir su sugerencia, Isabel temiendo por su propia seguridad le siguió hasta su cuarto y solo cuando le vio abrir la ventana, preguntó por sus intenciones.
―Estoy buscando una vía de escape por si esos cabrones consiguen entrar― contestó mientras comprobaba que fuera posible alcanzar la escalera de emergencia.
Afortunadamente, el acceso era sencillo y previendo que debía hacer algo para tener tiempo de reacción en caso necesario, atrancó con muebles la puerta de la habitación.
―Esto resistirá al menos un par de minutos― satisfecho comentó tras comprobar su resistencia y más tranquilo, se sentó en una silla mientras le ofrecía a Liz que tomara asiento sobre la cama.
Temporalmente a salvo, la muchacha se echó a llorar y por ello le pidió que se callara porque no era conveniente hacer ruido. Los propios nervios de la rubia provocaron que, en vez de obedecer, incrementara el volumen de sus lloros. Temiendo que la turba los escuchara, no le quedó otra que soltarle un tortazo para que se tranquilizara.
Liz enmudeció por la sorpresa y fue entonces cuando Jaime aprovechó para decirle al oído mientras la abrazaba:
―Perdona, pero estabas llamando la atención. Tenemos que permanecer en silencio.
Acariciando su mejilla con la mano, insistió en la necesidad de estar callados. Ella comprendió que había hecho lo correcto y levantando su mirada, dijo en voz baja que lo sentía y que no volvería a dejarse llevar por la histeria. Incomprensiblemente, ese guantazo había disuelto todos sus recelos y buscó el contacto con ese desconocido apoyando la cabeza sobre su pecho.
Jaime palideció porque contra su voluntad el olor de esa mujer provocó que sus hormonas se pusieran en funcionamiento mientras en su interior comenzaba a florecer una atracción brutal por ella. Solo haciendo un verdadero esfuerzo, consiguió repeler las ganas de besarla. Eso sí, lo que no pudo fue que bajo el pantalón su pene despertara y luciera una erección que, afortunadamente, pasó desapercibida.
―Deberías intentar dormir. La noche será larga― susurró en su oído mientras delicadamente la tumbaba sobre las sábanas.
Sus palabras lejos de tranquilizar a la
muchacha incrementaron sus temores y cuando quiso separarse de ella, con
lágrimas en los ojos, Liz le pidió que siguiera abrazándola. Jaime,
avergonzado, disimuló como pudo el bulto de su entrepierna y se tumbó junto a
ella…
Durante más de dos horas, permanecieron abrazados, pero no pudieron descansar al temer que en cualquier momento la turba volviera y que para salvar sus vidas tuvieran que huir de su momentáneo refugio. Quizás la más nerviosa era Liz, no en vano era consciente que, de caer en manos de esos sujetos, su destino no sería halagüeño. En el mejor de los casos la matarían por ser blanca y en el peor, ¡también!, pero tras usarla para satisfacer sus más oscuros apetitos.
«Esos malditos me violarían», meditó mientras agradecía a Dios haber encontrado a un hombre como Jaime que no la veía como un pedazo de carne.
Lo que esa mujer desconocía era que en ese preciso instante el hombre, entre cuyos brazos se había cobijado, estaba haciendo verdaderos esfuerzos por no excitarse nuevamente ya que, por la postura, tenía una visión casi completa de su escote y estaba seguro de que a poco que ella se moviera iba a dejar uno de sus pezones al descubierto.
En un momento dado, la joven apoyó su cabeza en el pecho de su compañero de infortunio y llorando desconsolada, se pegó a Jaime buscando consuelo mientras éste se afanaba en arrullarla. La ausencia de actividad permitió que poco a poco Liz fuera calmándose hasta que contra todo pronóstico cayó profundamente dormida. Lo malo fue que tal y como estaba abrazada, su benefactor no podía moverse sin correr el riesgo de despertarla.
Al sentir la suave piel del muslo de la chavala rozando el suyo, se empezó a poner nervioso, imaginando que no tardaría en darse cuenta del tamaño que nuevamente había alcanzado su pene.
«Si se despierta, va a notar que estoy empalmado», pensó al sentir la presión que involuntariamente ejercía la vulva de la muchacha sobre su erección.
A la desesperada intentó cambiar de postura, pero la rubia no le dejó separarse e instintivamente buscó su contacto provocando con ello que el hierro ardiente, en que se había convertido ya la virilidad de Jaime se incrustara irremediablemente entre sus pliegues.
«No puede ser», se lamentó este al sentir el calor que manaba del sexo de la desconocida y que, debido a ello, de forma lenta pero inexorable su miembro había alcanzado su máximo tamaño.
Si antes sentía que le iba a resultar difícil no excitarse, ahora sabía que era imposible y resignado, tuvo que hacerse a la idea que ese suplicio se iba a prolongar todo el resto de la tarde o al menos hasta que esa cría se despertara.
La situación no hacía más que empeorar porque cuando Jaime intentaba alejarse del cuerpo de la muchacha, ella se pegaba más a él encajando su pene más en su interior. Si no llega a ser inconcebible, Jaime hubiera afirmado que lo estaba haciendo a propósito y no pudiendo hacer nada por evitar empalmarse, acabó por quedarse dormido abrazado a ella.
Liz se percató en seguida de que su benefactor se había quedado dormido y a pesar de que le seguía extrañando que no hiciera ningún intento por aprovecharse de ella, tuvo que reconocer que estaba disfrutando de la dulce presión que esa miembro totalmente tieso ejercía sobre su clítoris.
«¿No me encontrará lo suficientemente atractiva para dar ese paso?», se preguntaba mientras trataba de contener la tentación de moverse.
Acostumbrada a que los hombres babearan por ella, le resultaba raro y excitante que ese extranjero no hubiese aprovechado que supuestamente estaba dormida para meterla mano y más aún cuando ella tenía claro que le costaría rechazar al dueño de semejante aparato.
«Algo así no se encuentra todos los días», dijo para sí mientras inconscientemente movía sus caderas intentando calmar su creciente calentura.
Para su desgracia, ese movimiento incrementó exponencialmente el deseo que sentía y antes que pudiera evitarlo, sintió que su coño se anegaba.
«Voy a mojarle el pantalón», temió al sentir que la humedad desbordaba los límites de sus pliegues y empapaba ya el leggings que llevaba puesto.
La razón le pedía que se separara de él, pero su naturaleza fogosa que tanto le había costado ocultar la azuzaba a seguir disfrutando del roce de ese enorme tronco.
«Dios, ¡qué bruta me tiene!», sollozó en silencio mientras movía lentamente su sexo sobre la verga del desconocido.
Se sentía una enferma, pero por mucho que quería dejar de restregarse contra él, no podía. Tras seis meses sin novio, esa hermosa polla era una tentación irresistible.
«Debe tenerla llena de venas», dijo para sí mientras en su mente, imaginaba que se agachaba y devoraba la virilidad que se escondía entre sus piernas.
La mera idea de que algún día pudiera observar esa belleza al natural le azuzó a incrementar la presión con la que estrujaba ese falo contra su sexo y antes de darse cuenta de lo que se avecinaba, sufrió los embates de un silencioso, pero igualmente placentero orgasmo.
«No me puedo creer que me haya corrido», pensó lamentándolo únicamente por lo que Jaime pudiese pensar de ella, «creerá que soy una fulana».
Tal y como había temido, al sentir que tenía el pantalón mojado, el hombre se despertó, pero, por suerte para la rubia que seguía haciéndose la dormida, pensó que la mancha de su pantalón se debía a la revolución hormonal que Liz había provocado en él y que su presencia era resultado de que, en mitad de un sueño, había eyaculado sobre su calzón.
«¡Qué vergüenza!», exclamó mentalmente
mientras se escabullía hacia el baño, «solo espero que Liz siga dormida hasta
que se le seque la ropa» …
Llevaba disimulando más de media hora, cuando de pronto escuchó su teléfono sonar y temiendo que atrajera la atención de los violentos, Jaime se levantó asustando a cogerlo.
No pudo evitar emitir un suspiro de alivio al enterarse que era la policía londinense devolviendo su llamada. La alegría le duró poco porque tras preguntarle su nombre y el de todos los que estuvieran con él en la casa, la telefonista le comunicó que deberían mantener la calma y seguir encerrados porque les estaba resultando difícil reinstaurar el orden.
― ¿Sabe lo que me está pidiendo? ― exclamó acojonado― ¿Es consciente de lo que le ocurriría a la muchacha que está conmigo si cae en manos de esa chusma? ¡Joder! ¡Es una rubia preciosa! ¡La violarían antes de matarnos! ¡Necesito que la saquen de aquí!
La empleada intentó tranquilizarlo, pero lo único que consiguió fue enfadarlo más hasta que viendo que no iba a conseguir nada, se despidió de él diciendo que le mandaría ayuda lo más rápido que pudiera.
― ¿Qué te han dicho? ― Liz preguntó desde la cama.
―En pocas palabras, que tenemos que buscarnos la vida. La situación debe ser peor de lo que pensábamos porque según esa inútil, la policía no puede hacer nada por nosotros― contestó mientras repasaba sus opciones.
No tuvo que esforzarse mucho para comprender que básicamente solo tenía una alternativa y era atrincherarse en ese cuarto hasta que llegara la ayuda porque la idea de subir a la azotea era todavía mas arriesgado que quedarse ahí. Habiendo decidido que permanecerían ahí, se planteó temas mas mundanos como la comida. Como lo poco que tenía en la casa, estaba en la cocina, no quedaba más alternativa que retirar momentáneamente los muebles que había colocado en la puerta para ir por las provisiones.
Tras explicárselo a la mujer, comenzó a desmontar la improvisada barrera intentando no hacer ruido para no alertar a nadie de su presencia. A los cinco minutos y después de haber recolectado comida para un par de días, volvió a colocarla en su posición original mientras Liz le observaba sin perder detalle.
― ¿Tienes hambre? ― preguntó pensando que el interés de la chavala se debía a su estómago vacío.
Sonriendo, contestó:
― ¿Realmente me ves preciosa o solo lo decías para conseguir ayuda?
Jaime tardó unos segundos en caer en que hablaba de su conversación con la policía y sin ganas de reconocer que la hallaba sumamente atractiva, insistió en sí quería algo de comer. La rubia soltó una carcajada al percatarse de la incomodidad que había provocado en él y queriendo profundizar en la brecha que había descubierto, se acercó:
―No me has contestado… ¿te parezco bonita?
Esa pregunta le pareció de lo mas inoportuna y con voz seria, le recordó la difícil situación en la que estaban y que debían de concentrarse en sobrevivir. La sensatez de Jaime alentó el carácter travieso de Liz y sin medir las consecuencias, lo miró en plan coqueto mientras se pegaba a él.
― ¿Qué coño haces? ― preguntó más excitado que molesto al sentir la presión que la entrepierna de la rubia ejercía contra su sexo.
Sin dejar de frotarse contra él, sonriendo contestó:
―Agradecerte el haberme salvado.
Liz al comprobar que sus maniobras estaban levantando y de qué forma el miembro del joven, se vio dominada por el deseo. Sin pedir su opinión, se arrodilló ante él y llevando las manos a su bragueta, lo liberó de su encierro. No contenta con ello, se puso a lamer el pene mientras comenzaba a juguetear con sus testículos.
La maestría de la rubia haciéndole esa inesperada mamada le tenía impresionado y por ello no opuso resistencia cuando con un suave empujón, le obligó a sentarse sobre la cama.
― ¡Qué ganas tenía de conocerte! – comentó mirando la erección y acercando su cara a ella, comenzó a restregarla contra sus mejillas.
Momentáneamente, el joven se olvidó del peligro en que se hallaban y no hizo ningún intento por pararla cuando sacó la lengua y se puso a recorrer con ella los bordes de su glande. Es más, dejándose llevar, separó sus rodillas y acomodándome sobre el colchón, la dejó continuar. Liz al advertir que no ponía ninguna pega a sus maniobras, lo miró sonriendo y besando su pene, le empezó a masturbar.
Jaime no dudó en protestar al sentir que usaba las manos en vez de los labios, pero la chavala haciendo caso omiso a su queja, incrementó la velocidad de la paja mientras le decía que le diera de beber porque tenía sed. Nunca se esperó que una niña bien le hiciera semejante petición y menos que llevando la mano que le sobraba entre sus propias piernas, la rubia cogiera su clítoris entre los dedos y lo empezara a torturar.
Por eso no supo que decir cuando observó a esa preciosidad postrada ante él mientras masturbaba a ambos y menos cuando sin necesidad de que él interviniera, Liz se vio sacudida por un brutal orgasmo y poseída por una extraña necesidad, le gritó de viva voz:
― ¡Córrete en mi boca!
Acogiendo como propio el deseo de esa mujer, descargó casi de inmediato en su interior la presión que acumulaban sus huevos mientras, pegando un grito de alegría, la rubia intentaba no desperdiciar ni una gota de la simiente que estaba vertiendo en su garganta.
Para su deleite, en cuanto terminó de ordeñar su miembro, esa mujer se le volvió a sorprender porque decidida a someterlo, se sentó encima de sus rodillas.
― ¡Espero que te gusten! ― exclamó con los pechos a escasos centímetros de su cara y antes que pudiera hacer algo por evitarlo, se bajó los tirantes del sujetador y con una sonrisa en los labios, lo miró mientras iba liberando sus senos.
Aunque los había visto a través de su escote, tuvo que admitir que en vivo y en directo sus pezones eran aún más maravillosos. Grandes y de un color rosado claro, estaban claramente excitados cuando forzando su entrega, esa mujer rozó con ellos los labios de Jaime sin dejar de ronronear.
A pesar de que lo que realmente le apetecía era abrir la boca para con los dientes apoderarse de esas bellezas, Jaime prefirió seguir quieto como si esa demostración no fuera con él, temiendo quizás que, si colaboraba con ella, la rubia perdiera su interés en él.
Esa ausencia de reacción, lejos de molestarla, fue incrementando poco a poco su calentura y hundiendo la cara del hombre entre sus pechos, maulló en su oreja:
―Necesito que me folles.
Para entonces su pene había recuperado la entereza, presionando la entrepierna de la rubia, la cual, imprimiendo a sus caderas un suave movimiento, empezó a frotar su sexo contra él mientras incrustaba el glande del muchacho entre los pliegues de su vulva. Solo la barrera que representaban sus bragas impidió que la penetrara.
― ¡Me encanta que te hagas el duro! ― rezongó mientras se retorcía al sentir cada vez más mojado el coño y moviendo su pelvis de arriba y a abajo a una velocidad pasmosa, le avisó que estaba a punto de correrse.
Jaime no la creyó porque no en vano hacía menos de tres minutos que se había corrido y por eso pensó que estaba actuando cuando sus débiles gemidos se convirtieron en aullidos de pasión.
En otro momento no hubiera soportado esa tortura y hubiese liberado su tensión follándosela, pero sabiendo que podían oírlos, le tapó la boca con las manos mientras esa loca se corría.
― ¡Dios! ― intentó gritar al sentir que su sexo vibraba dejando salir su placer: ― ¡Me estás matando!
―Quieres callarte y quedarte quieta, nos vas a descubrir― le chilló molesto.
A pesar de su queja, la rubia siguió frotando su pubis contra él durante un par de minutos hasta que dejándose caer sobre su pecho se quedó cómo en trance mientras la mente de Jaime se sumía en el caos. Aunque estaba orgulloso por haber sabido mantener el tipo y no entregarse a la lujuria, le cabreaba pensar que había perdido la oportunidad de tirarse a esa monada y mas cuando viéndola desnuda a su lado, no podía hacer otra cosa que observar el dibujo con forma de corazón que llevaba tatuado en mitad de la nalga.
Para su desesperación poco le duró la tranquilidad ya que en cuanto hubo descansado unos minutos, esa inconsciente le soltó:
―Todavía no me has follado.
Trató de hacerle ver que era una locura, pero ella, poniendo cara de zorrón, se quitó el tanga y sentándose a horcajadas sobre él, comenzó a empalarse lentamente. La parsimonia con la que lo hizo permitió a Jaime disfrutar del modo en que su extensión iba rozando y superando cada uno de los pliegues de esa cueva que le recibía empapada.
― ¡Qué estrecha eres! ― murmuró al sentir cómo iba envolviendo su tallo y cómo dulcemente lo presionaba.
Entregada a su lujuria, Liz no cejó hasta que el glande de su momentánea pareja tropezó con la pared de su vagina y sus huevos golpearon su trasero. Entonces y solo entonces se empezó a mover lentamente sobre él sin dejar gemir al hacerlo.
Sus sollozos recordaron a Jaime el sonido de un cachorro llamando a su madre, suave pero insistente. Y olvidando cualquier rastro de cordura, apoderándose de sus pezones, los empezó a pellizcar entre los dedos.
―Cabrón, no pares― Liz murmuró al sentir como los torturaba estirándolos cruelmente para llevarlos a su boca y gritó su excitación nada más notar la lengua de su benefactor jugueteando con su aureola.
La niña tímida había desaparecido totalmente, y en su lugar apareció una hembra ansiosa de ser tomada que, habiendo resbalar su cuerpo contra él, intentaba incrementar su calentura.
La cueva de la muchacha se anegó totalmente, empapando las piernas de Jaime con su flujo al sentir que los dientes de él se hundían en la piel de sus pechos mientras con las manos se afianzaba en su trasero.
―Córrete por favor― berreó de placer, demostrando que estaba disfrutando y mucho.
Jaime supo que no iba a poder aguantar mucho más, y apoyando sus manos en los hombros de la joven forzó la profundidad de su cuchillada mientras se licuaba en su interior.
Las intensas detonaciones de su pene llenaron de blanca semilla la vagina de la muchacha y juntos cabalgaron hacia el clímax. Pero justo cuando agotado y satisfecho, Jaime besaba por primera vez a Liz, la habitación pareció estallar en mil pedazos.
Todavía seguían abrazados cuando una horda de encapuchados entró en la habitación, atravesando la puerta.
― ¿Quiénes son? ― queriendo proteger a Liz, Jaime preguntó.
El que debía ser el líder, ni siquiera se dignó en contestar y dirigiéndose a la muchacha que parecía menos nerviosa que su acompañante, comentó:
―Su padre desea que nos acompañe. ¡Este barrio no es seguro para usted!
Aunque literalmente era una propuesta,
en realidad era una orden. Sin esperar que la chavala reaccionara, tiraron de
ella y tal y como llegaron desaparecieron de allí. Jaime intentó evitarlo, pero
lo único que consiguió fue que la culata del arma de uno de esos desconocidos
le rompiera un par de muelas…
“Si yo tuviese una esposa tan impresionante, no me importaría dejar todo e irme al fin del mundo con ella”, pensé recordando a Lidia, su mujer.
El pobre muchacho al enterarse que ese culito era Nuria, la madre de Julio y dueña de ese lugar, le pidió perdón pero totalmente abochornado por su falta de tacto, hizo las maletas y volvió a Madrid con el rabo entre las piernas.
Imaginaros mi cara, solo el dolor que se reflejaba en sus ojos evitó que creyera que era broma y pensara que me estaba tomando el pelo. Viendo mi estupor, me pidió que le acercara un timbre y sin darme oportunidad a preguntar para que lo quería, lo tocó.
Queriendo colaborar apoyé mis manos en la pared y abrí las piernas, dejando libre todo mi cuerpo a sus maniobras. La confirmación de que iba a cumplir mis deseos vino al advertir la humedad de su lengua recorriendo mi piel, mientras se apoderaba de mi pene.
El tono con el que me contestó me hizo saber que estaba diciendo la verdad y por eso sin pedirle opinión, introduje dos dedos dentro de su coño y bien embadurnados con su flujo, comencé a relajar su esfínter.
El brillo de sus ojos me reveló que estaba excitada pero también que por alguna razón se había visto impelida a quedarse al margen mientras sodomizaba a su suegra. Decidido a averiguar qué es lo que la había detenido, preferí no hacerlo en ese instante y por eso le pregunté por su marido.
Desde el sofá me estaba perdiéndome gran parte de la escena, por lo que cambié de lugar y me senté en una silla bastante cómoda ubicada junto a la puerta, desde donde podía observarlas en todo su esplendor sin perder detalle de los acontecimientos.
Os juro que aunque había sido testigo del estreno lésbico de al menos media docena de sumisas, la forma tan dulce con la que Nuria le hacía el amor me dejó impactado. Fue entonces la rubia, inmersa y dominada por la lujuria, no pudo resistir más y tomando la delicada mano de su nuera, la llevó hacia su sexo y sin parar a preguntarme mi opinión, le dijo que ahora ella tenía que devolver ese placer.
Ya satisfecho, me tumbé en la cama. Nuria, abrazándome, se pegó a mi cuerpo dándome las gracias en nombre de las dos por el placer que les había regalado. Como podréis comprender me dejé mimar por esa cuarentona mientras su nuera yacía desmayada a nuestros pies. Aprovechando su indisposición, pregunté a la madura como era su hijo.
Aunque Paulina llevaba años siendo mi abogada, nunca pensé en que llegaría un día en el que la tendría tumbada en mi cama desnuda mientras le comía el culo sin parar. Es más para mí, esa mujer era inaccesible y no solo porque era mayor que yo sino porque en teoría estaba felizmente casada.
Rubia de peluquería y grandes pechos, era una gozada verla durante los juicios defendiendo con vehemencia a mi empresa. Profesional de bandera, se preparaba los asuntos con tal profundidad que nunca habíamos perdido un juicio teniéndola a ella como letrada.
Por todo ello, cuando me llegó la citación para presentarme en un juzgado de Asturias, descolgué el teléfono y la llamé. Como era habitual en ella, me pidió que le mandara toda la información que tenía sobre el asunto, comprometiéndose a revisarla. Así lo hizo, al día siguiente me llamó diciendo que no me preocupara porque según su opinión la razón era nuestra y lo que era más importante, que sería fácil de demostrar.
Como el juicio estaba programado pasados dos meses, me olvidé del tema dejándolo relegado para el futuro…
La preparación del juicio.
Una semana antes de la fecha en cuestión quedé con ella en su oficina un viernes a las tres. Como Paulina tenía programado irse de fin de semana, me sorprendió que me recibiera vestida de manera informal. Acostumbrado a verla siempre de traje de chaqueta, fue una novedad verla con una blusa totalmente pegada y con minifalda. Fue entonces cuando realmente me percaté que además de ser una profesional sería, mi abogada era una mujer con dos tetas y un culo espectaculares.
« ¡Qué calladito se lo tenía!», pensé mientras disimuladamente examinaba a conciencia la maravillosa anatomía que acababa de descubrir.
Mirándola sus piernas de reojo, confirmé que esa cuarentona hacía ejercicio en sus horas libres porque si no era imposible que a su edad tuviese esos muslos tan impresionantes.
«Está buena la cabrona», sentencié y tratando de concentrarme en el juicio, me puse a repasar con ella los papeles que iba a presentar al juez.
Nuevamente comprendí que Paulina había hecho un buen trabajo al ordenar cronológicamente toda la información que le había pasado de forma que a cualquier extraño le quedaría clara mi inocencia así como la mala fe del que me demandaba.
Ya casi habíamos acabado la reunión cuando esa abogada recibió una llamada personal en su móvil. Sé que era personal porque se levantó de la mesa y dirigiéndose a un rincón, contestó en voz baja. Supuse que era su marido quien la llamaba al notar que su voz adoptaba un tono meloso y sensual que nada tenía que ver con el serio y profesional con el que se dirigía a mí.
Curiosamente esa ave de presa que devoraba a sus adversarios en un abrir y cerrar de ojos, se comportó como una muñequita coqueta y vanidosa durante la conversación. Y lo que es más importante o al menos más me impactó, la charla debió bordear algo erótico porque al colgar y volver a la mesa, ¡tenía los pitones duros como piedras!
Incapaz de retirar los ojos de esos pezones erectos que la blusa no pudo disimular, me quedé alucinado por no haberme dado cuenta nunca de los melones que mi abogada atesoraba.
«¡Menudo tetamen!», exclamé mentalmente mientras terminábamos con los últimos flecos del asunto, tras lo cual, me acompañó a la puerta.
Ya nos estábamos despidiendo y esperaba al ascensor, cuando al abrirse salió su marido. Este, después de los saludos de rigor y mientras yo le sustituía en su interior, le pidió perdón por no haberla llamado aduciendo que tenía su móvil sin batería.
-No te preocupes- contestó mi abogada y diciéndome adiós con su mano, le acompañó de vuelta a su oficina.
La inocente disculpa de ese hombre me reveló que no había sido él la persona con la que Paulina había estado hablando, pero también me hizo sospechar que esa rubia tenía un amante.
« ¡No puede ser!», mascullé entre dientes al no tener certeza de su infidelidad, «Paulina es una mujer seria».
Aun así, al llegar a casa, tuve que pajearme al imaginar que esa rubia madura llegaba a mi habitación y ponía a mi disposición esas dos ubres…
Tras el juicio, perdemos nuestro vuelo.
El día del juicio teníamos reservado el primer vuelo que salía de Madrid rumbo a Oviedo para que nos diera tiempo a llegar con la suficiente antelación. Nuestra idea es que después del juicio, nos fuéramos a comer para saliendo del restaurant coger el avión de vuelta sobre las ocho de la noche.
Por eso, eran cerca de las siete cuando nos encontramos en el aeropuerto. Estaba imprimiendo nuestras tarjetas de embarque cuando la vi llegar con su maletín de abogado corriendo por los pasillos.
-No hace falta que corras- comenté divertido al ver su agobio por su tardanza: -Está lloviendo a mares en Asturias y nuestro vuelo sale con retraso.
-¿Cuánto?- preguntó angustiada pensando que íbamos a faltar a la celebración del juicio.
-Es solo media hora. ¡Llegamos sin problema!- contesté tranquilizándola.
Mis palabras la alegraron y regalándome una sonrisa, me insinuó si la invitaba a desayunar al preguntar dónde podíamos tomar un café. Camino de la cafetería, observé disimuladamente el vaporoso vestido que se había puesto Paulina mientras pensaba en lo buena que estaba. Me resultaba curioso que no habiéndome fijado en ella como mujer durante años, ahora desde que descubrí que era infiel a su marido, mi abogada se hubiese convertido en una obsesión. Cabreado conmigo mismo, intenté dejar de admirar su belleza pero me resultó imposible, una y otra vez desviaba la mirada hacia el profundo canalillo de su escote.
« ¡Tiene unas tetas de lujo!», sentencié molesto por mi poca fuerza de voluntad.
Si la rubia se percató de la naturaleza de mis miradas, no lo demostró porque en cuanto se sentó en la mesa, se puso a repasar conmigo el juicio sin que nada en su actitud me hiciera intuir que se había dado cuenta que su cliente babeaba con su delantera. Por mi parte, me forcé a reprimir las ganas que tenía de hundir mi cara entre esos dos portentos y mecánicamente fui contestando sus dudas y preguntas.
Acabábamos de terminar ese repaso cuando mirando el reloj, me informó que teníamos que irnos. Sin esperar a que yo recogiera mis cosas, Paulina salió rumbo a la puerta de embarque. Al seguirla por la terminal, el sensual movimiento de su pandero me absorbió y totalmente hipnotizado por su vaivén, mantuve mis ojos fijos en esa maravilla temiendo a cada instante que mi abogada se diera la vuelta y descubriera la atracción que sentía por ella. Con sus nalgas duras y su culo con forma de corazón impreso en mi mente, entregué a la azafata mi billete mientras usaba mi chaqueta para tapar el apetito que crecía sin control bajo mi pantalón.
Ya en el avión, la rubia se dejó caer en su asiento sin advertir que la falda de su vestido se le había recogido dejando al aire una buena porción de sus muslos. Al percatarme mi lado caballeroso se despertó y señalándoselo a mi abogada, ésta los cubrió sonriendo y sin darle importancia.
« ¡Hay que joderse! ¡Qué patas!», exclamé mentalmente sabiendo que quizás nunca tuviera otra oportunidad de contemplar esas maravillas.
Os confieso que durante los siguientes cuarenta y cinco minutos que tarda ese trayecto, me quedé con los ojos cerrados, intentando de ese modo no volver a echar una ojeada a mi acompañante. Era demasiada buena como profesional para perderla por una calentura.
Al llegar a nuestro destino, nos dirigimos directamente a los juzgados. Una vez allí Paulina, la abogada, tomó el mando y comportándose como una fiera machacó a su oponente mientras desde el estrado, yo babeaba imaginando que mordía esos labios y me follaba esa boca con mi lengua. Confieso con vergüenza que para entonces me daba lo mismo el discurrir del juicio y solo pensaba en cómo hacerle para conseguir meter mi cara entre sus tetas.
Como no podía ser de otra forma, la rubia al terminar su alegato contra el juez estaba radiante pero al mirarme sonriendo descubrí que estaba excitada y que bajo la toga, sus pezones la delataban.
« ¡Coño! ¡Le pone cachonda ganar juicios!», sentencié maravillado.
Ese descubrimiento provocó que como un resorte, mi verga se alzara hambrienta entre mis piernas y solo la tardanza del inútil del abogado de la otra parte en sus conclusiones permitió que al levantarme no exhibiera a todos mis mástil tieso. La razón de esa repentina emoción fue que caí en la cuenta que quizás alagándola su trabajo, podría llevar a cabo mi propio sueño.
Con ello rondando en mi mente, salí con ella hacia el restaurante. La futura víctima de mi lujuria se mostraba feliz con su triunfo y por eso nada más sentarse en la mesa, llamó al camarero y le pidió una botella de champagne. Junto a ella, ilusionado pensé que con alcohol en su cuerpo sería más sencillo el seducirla y por eso en cuanto el empleado sirvió nuestras copas, brindé con ella diciendo:
-Por la mejor y más bella de las abogadas.
Como si fuera algo pactado entre nosotros, Paulina apuró su copa de un trago y pidió que se la rellenaran antes de contestar muerta de risa:
-Con una de las mejores basta.
Su cara reflejó su satisfacción por el piropo y eso me permitió insistir diciendo:
-De eso nada, no te imaginas lo impresionante que te ves frente al juez, ¡hasta el demandante te miró babeando!
-Exageras- respondió ruborizada pero deseosa que siguiera alagando su profesionalidad.
Por ello, incité su vanidad con otro nuevo piropo:
-¡Qué voy a exagerar! Tenías que haberte fijado en cómo te comía con los ojos mientras machacabas su demanda con tu elocuencia- la involuntaria irrupción de sus areolas en su camisa me informó que iba por el buen camino y brindando con ella nuevamente mientras observaba unas gotas de sudor recorriendo su escote, terminé diciendo: -Hasta yo que debía estar acostumbrado al conocerte, me quedé maravillado con tu forma de defender mis intereses.
Mis palabras y ese furtivo repaso a sus pechos la pusieron colorada pero también despertó algo en su interior y reponiéndose al instante, en plan coqueta, preguntó:
-¿Solo te quedaste maravillado con eso?
Dudé si usar esa pregunta para iniciar mi ataque pero creyendo que era el momento, cuidando mis palabras le solté:
-¿Quieres saber la verdad?- y haciendo un inciso, susurré posando mi mano sobre las suyas: -Siempre me has parecido una mujer bellísima pero subida al estrado me recordaste a la diosa de la justicia.
Mi exagerado piropo le hizo sonrojarse nuevamente y ya interesada en saber mi opinión real sobre ella, insistió:
-¿En serio te parezco bella? Soy mayor que tú y encima estoy casada.
El brillo de sus ojos me dio los ánimos de contestar:
-Durante años te había admirado en silencio, pensando que jamás podría siquiera soñar en que te fijaras en mí. Para mí eras inaccesible y por eso nunca te había dicho nada- indirectamente le estaba diciendo que algo había cambiado y por eso me atrevía a confesárselo pero queriendo que fuera ella quien lo preguntara rellene su copa con más champagne y brinde con ella, diciendo: ¡Por la más impresionante abogada que conozco!
Partiéndose de risa brindó pero tras dar un sorbo a su bebida, su curiosidad le hizo preguntarme que era lo que había cambiado para que me atreviera a confesar mi atracción por ella.
-Prométeme que no te vas a enfadar cuando te lo cuente- contesté manteniendo mi mirada fija en la suya. Agachando su cabeza, respondió en silencio que sí y sin nada más que perder con excepción de una buena letrada, confesé: – El otro día en tu despacho una llamada te excitó y tus pezones involuntariamente se pusieron duros. Te juro que creí que era tu marido diciéndote guarradas al oído y sentí celos por no ser yo. Pero al salir y encontrarme con él, comprendí que quien te había puesto así era tu amante.
Mi confesión elevó el rubor de sus mejillas y vaciando su copa, me pidió que se la rellenara mientras trataba de cambiar de tema hablando de lo mucho que llovía en el exterior. Sabiendo que una vez había descubierto el imán que sentía por ella no podía dejarla escapar, acerqué mi boca a la suya y suavemente la besé mientras le decía:
-Te deseo.
Durante unos instantes, Paulina dejó que mi lengua jugueteara con la suya en el interior de su boca, tras lo cual, levantándose de la mesa, me soltó:
-Vámonos, me he quedado sin hambre.
Os confieso que al oír a mi abogada se me cayó el alma a los pies y dejando el dinero de la cuenta sobre la mesa salí corriendo tras ella. Ya en la calle me esperaba con gesto serio. Acercándome a ella, estaba a punto de pedirle perdón cuando fijando su vista en mis ojos, me soltó:
-No se lo puedes contar a nadie. Nadie debe saberlo.
Sin saber a qué se refería, le juré que no lo haría. Y entonces dejándome boquiabierto, señaló un hotel que había en la esquina, diciendo:
-Vamos a registrarnos.
No creyendo todavía que se fuera a hacer realidad mi sueño, pedí una habitación y entregué mis papeles mientras la rubia disimulaba esperando en el hall. Habiendo firmado ya, me uní con Paulina que aprovechando que se había abierto la puerta se había metido en el ascensor. La presencia de otra pareja no permitió que habláramos de lo que iba a ocurrir y por eso estaba totalmente cortado al abrir la habitación.
Ni siquiera había cerrado a puerta cuando Paulina saltó sobre mí y empezó a besarme con una calentura tal que parecía que ya quería sentir mi pene en su interior. Comprendiendo que para ella excitante acostarse conmigo, decidí aprovechar la oportunidad y disfrutar de esa mujer. Respondiendo a su pasión, llevé mis manos hasta su culo y me puse a magrearlo mientras con mi boca intentaba desabrochar los botones de su blusa. Ella al sentir mis dientes cerca de su escote, riendo me soltó:
Mis palabras elevaron su calentura justo cuando ya había conseguido liberar sus pechos y por eso pegó un gemido al notar un suave mordisco en un pezón mientras mi mano se introducía por debajo de su braga. Con mis dedos recorrí los duros cachetes que formaban su culo al tiempo que haciéndome fuerte en uno de sus senos, empezaba a mamar. Mi abogada al experimentar ese doble ataque aulló:
Al escucharla no solo la obedecí sino que sobreactuando forcé con una de mis yemas su ojete mientras estrujaba sus dos nalgotas. Paulina no se esperaba esa intrusión pero lejos de quejarse se puso a dar lametazos a mi cara mientras me decía:
Su entrega era tal que comprendí que a esa rubia le ponía el sexo duro y por eso dándole la vuelta, le bajé el tanga y con su trasero ya desnudo, apreté mis dientes contra su grupa dejando mi mordisco bien marcado sobre su piel.
Su tono lujurioso me impulsó a darle un par de azotes en cada una de sus ancas mientras le decía:
Moviendo sus caderas de un modo sensual, Paulina me informó taxativamente que estaba encantada con la idea que la tomara por atrás y por eso, separando sus dos nalgas con mis manos, hundí mi lengua en su ojete mientras le pedía que se masturbara al mismo tiempo.
Al conocer de sus labios que su marido apenas le había dado por ahí y usando mi húmedo apéndice como instrumento, jugué con los músculos circulares de su esfínter con mayor énfasis. El sabor agrio de su culo lejos de molestarme, me excitó y por eso follándola más profundamente, solté una carcajada diciendo:
Fue entonces cuando mi abogada chilló:
Esa confesión me hizo gracia y por eso te contesté:
La sorpresa no le dejó reaccionar cuando tirándola sobre el colchón, la cogí de su rubio pelo y sin darle tiempo, la ensarté violentamente de un solo empujón. Paulina protestó por la violencia de mi asalto pero no hizo ningún intento de quitarse el mango que llenaba brutalmente su pandero, al contrario cuando ya llevaba unos segundos siendo sodomizada por mí, me soltó:
Su entrega me permitió usar mi pene para machacar sin pausa su trasero mientras me agarraba de sus pechos para comenzar a cabalgar sobre ese culo soñado mientras me reía de sus sollozos.
Aunque no necesitaba su permiso, me complació escuchar que estaba cachonda y tratando de dar todo el morbo posible a mis palabras, susurré en su oído:
Ese insulto junto con la certeza que estaba disfrutando al ponerle los cuernos hizo que su cuerpo entrara en ebullición y sin que yo se lo tuviera que exigir, llevó su mano hasta su sexo y mientras mi miembro campeaba libremente por su entrada trasera, se puso a masturbar con una fiereza brutal. Sus gemidos se debían escuchar desde el pasillo y gozando con mi pene destrozando su ojete, se dio la vuelta con la cara sudada y sonriendo, me dijo:
– ¿Te gusta encularme?
– ¿Tú qué crees?- respondí incrementando la velocidad con el que castigaba una y otra vez su cuerpo.
La facilidad con la que la empalaba me hizo conocer que esa puta había hecho uso de su culo mas veces de lo que decía y por eso me lancé en un galope desenfrenado buscando mi placer al tiempo que ella se estremecía debajo de mí. La lujuria de ambos era tal que en ese instante comencé a arrear a mi montura con una serie de duros azotes sobre sus nalgas mientras ella no paraba de rogar que no parara.
Los berridos que salieron de su garganta al ser vapuleada fueron la gota que hizo que mi cuerpo colapsara y derramando mi semen en el interior de sus intestinos, me corrí. Paulina al sentir su trasero bañado, se unió a mí aullando de placer.
Una vez había vaciado mis huevos, me dejé caer sobre ella abrazándola. Mi abogada todavía empalada por mi verga, dejó que mis brazos la acogieran entre ellos y luciendo una sonrisa, me soltó:
Sorprendido, miré el reloj y al ver que todavía nos quedaba tiempo para llegar al aeropuerto, comprendí lo que realmente la rubia quería decir y soltando una carcajada, respondí:
Muerta de risa, contestó:
Su descaro me hizo reír y recordando que todavía no había hecho uso de su coño, llevé una de mis manos a su entrepierna mientras con la otra, pellizcaba sus pezones. La rubia al experimentar esa doble ofensiva, maulló de gozo y pegó su culo a mi pene intentando reanimarlo. Separando sus cachetes, se lo incrustó en la raja y meneando su trasero, comenzó a pajearme mientras yo hacía lo propio con ella. Cuando notó que mi verga ya había consguido alcanzar su extensión máxima, poniendo tono de puta, me preguntó:
Desnudos como estábamos, esa pregunta era al menos extraña y eso me llevó a suponer que quería que la calentara de algún modo. y por ello mientras seguía torturando su clítoris acerqué mi boca a su oído y le susurré:
Al escucharme, dio un prolongado suspiro y retorciéndose sobre las sábanas insistió:
El gemido que salió de su garganta me informó que iba por buen camino y que lo que Paulina necesitaba era que la estimulara tanto física como verbalmente. Por ello, mordiendo su oreja, dije en voz baja:
Nada más oírlo, mi abogada se corrió nuevamente formando con su flujo un gran charco sobre el colchón. Habiendo resuelto mis dudas, retorcí una de sus aureolas diciendo:
Mi enésimo insulto la molestó y levantándose de la cama se empezó a vestir mientras me decía que me había pasado. Su enfado lejos de tranquilizarme, me excitó y viendo que quería marcharse, la perseguí hasta la puerta. Una vez allí, la lancé contra la pared y aprovechando su sorpresa, la besé metiendo mi lengua hasta el fondo de su boca mientras le estrujaba su culo con mis manos. La pasión con la ella reaccionó, me hizo saber que le excitaba mi violencia y mientras Paulina intentaba que llevar mi pene hasta su coño, le grité:
Fue entonces cuando mordiéndose los labios, la rubia me contestó:
Envalentonado por el rubor que cubría sus mejillas al confesarlo, le pregunté mientras hundía mi verga entre los pliegues de tu sexo:
– Son folladas por su macho- respondió gritando mientras ponía sus dos esplendidas peras al alcance de mi boca.
Siguiendo tanto mis deseos como los suyos. Comencé a moverme con mi pene golpeando la pared de su vagina mientras me la tiraba con su espalda presionando la misma puerta que quiso cruzar al huir de la evidencia que era mi zorrita. Los aullidos de placer con los que me regaló azuzaron el morbo que sentía por estar tirándome a esa madura y recreándome en sus tetas, usé mis dientes para mordisquearlas.
«Esta zorrita está excitada», pensé mientras intentaba dar cauce a su excitación mamando de sus pechos sin parar al tiempo que con mi pene recorro una y otras vez el interior de su vagina. Un renovado chillido por su parte, hizo que sacando la lengua, lamiera su cara, sus mejillas y su boca dejando el olor de mi saliva sobre su rostro.
Sus palabras despertaron mi lado perverso y deleitándome en su confesión, la obligué a abrir su boca. Al hacerlo dejé que mis babas cayeran dentro de ella mientras Paulina se sorprendía al notar que mi salivazo había mojado aún más su coño.
– A una hembra se la marca- respondí y antes que me respondiera llevé mi boca nuevamente a su cuello con la intención de dejarte un chupetón.
En ese momento me sorprendes al ponerte de rodillas y decirme con voz sensual:
Al escuchar su entrega, solté una carcajada y metiendo un dedo en su culo, la llevé ensartada con él hasta la cama. Una vez allí, la dejé un instante esperando y volví sobre mis pasos para dejar la puerta de la habitación entre abierta. Al verlo la rubia, me preguntó el por qué. Muerto de risa, cojí el teléfono y llamando a la cocina del hotel, pedí que nos subieran unos sándwiches.
Descojonado, le contesté que el pedido es una excusa para que el camarero vea lo puta que es mi abogada mientras salta sobre mi verga. La sola idea que el empleado del hotel la viera follando, la puso cachonda y como una posesa se puso a lamerme la polla para que cuando llegara nos pillara con sus tetas botando sobre mi mientras se empalaba con mi miembro. A los cinco minutos, escuchamos que el muchacho tocaba la puerta. Fue entonces cuando acoplándose sobre mí y usando mi verga como silla de montar, la abogada le dio permiso para entrar.
Ni que decir tiene que el crio se quedó acojonado con la escena y solo al cabo de unos segundos pudo reaccionar, trayendo hasta la cama la cuenta para que se la firmara. Queriendo forzar su calentura, dije al empleado que quería pagar con mi tarjeta y que la agarrara de mi cartera.
Totalmente cortado, el muchacho respondió sin dejar de observar el movimiento de las pechugas de mi acompañante:
-¿Dónde la tiene?
Muerto de risa, contesté que estaban bajo las bragas chorreadas de la puta a la que me estaba follando. El tipo rojo como un tomate, las cogió con dos dedos y al hacerlo le llegó el aroma a hembra que manaba de ellas. Los gritos de Paulina al saberse observada, así como el modo tan brutal con el que se empalaba, le hicieron preguntar mientras me pasaba el bolígrafo:
Soltando una carcajada, firmé la nota sin acceder a su deseos pero poniendo en su mano una buena propina, Al verlo salir girándose continuamente para fijar en su retina la imagen del vaivén de sus pechos, descojonada me soltó:
Esa salida me hizo gracia y por eso la tumbé sobre las sabanas y sin pedirle opinión, agarré dos de mis corbatas y la até al cabecero con ellas. Muerta de risa y excitada, se reía mientras me preguntaba qué iba a hacerle. La indefensión y saber que la puerta seguía abierta de forma que cualquiera que pasara por el pasillo, la vería en pelotas y atada sobre el colchón, la excitó y más cuando me vio llegar del baño con una maquinilla de afeitar y un bote de espuma en la otra mano.
Sin hacerla caso, esparcí la espuma por su sexo y mientras le acariciaba su clítoris mojado, susurré en su oido:
-Te voy a afeitar ese coño peludo que tienes. A ver que le dices a tu marido cuando vea que lo tienes depilado como una puta.
Exagerando su reacción, intentó liberarse de sus ataduras mientras me rogaba que no lo hiciera. Obviando sus quejas, cogí la guillete y comencé a retirar el antiestético pelo púbico de su coño. Los chillidos de la mujer menguaron a la par que retiraba una porción de la crema de su vulva y con ello, una parte del bosque que cubría su chocho. No queriendo que se enfriara esa puta, le fui dando unos lametazos consoladores sobre cada fracción afeitada, consiguiendo de esa forma que de su garganta brotaran gemidos de placer.
Poco a poco, las maniobras sobre su sexo, hicieron que este se encharcara y sabiéndola indefensa, seguí arrasando con el rubio vello que enmascaraba ese coño.
Su calentura y la imposibilidad de moverse, hizo que la rubia meneando sus caderas me pidieras que la follara pero haciendo oídos sordos a sus deseos, pacientemente terminé de afeitarle el coño y tomando mi móvil, lo fotografié repetidamente mientras le amenazaba con mandar esas imágenes al cornudo de su marido. Sus gemidos se hicieron gritos cuando cogiendo mi pene, se lo incrusté a su máxima potencia, diciendo:
La cara de mi abogada fue un indicio del morbo que le daba ser inmortalizada con mi aparato en su interior y por ello comencé a menearlo sacando y metiéndolo mientras le pellizcaba las tetas. Su expresión de placer indujo a liberar una de sus manos y voltearla sobre el colchón, tras lo cual, la volví a atar mientras le decía:
Mi abogada tan elocuente otras veces, no respondió y comprendiendo que con su silencio me daba el permiso que necesitaba, le separé las dos nalgas con mis manos y acercando mi glande a su ojete, apunté y de un solo empellón se lo clavé hasta el fondo. Su grito se debió de oír hasta la recepción del hotel pero no por ello me compadecí de ella y sin dejar que se acostumbrara a tenerlo campeando en sus intestinos, machaqué sin pausa ese culo mientras la rubia me pedía que cerrara la puerta.
El dolor y el placer se mezclaron en su mente mientras temía que en cualquier momento alguien entrara por la puerta, alertado por el volumen de los gritos que ella misma emitía. Después me reconoció que en esos instantes, todo su ser combatía la sensación de sentirse feliz al ser usada como hembra. Durante toda su vida, ella había luchado por hacerse un hueco y de pronto al experimentar el estar indefensa y sometida a mí, había disfrutado como nunca.
Ajeno al discurrir de los pensamientos de la rubia, seguí solazándome en ese trasero y llevando mis manos hasta sus hombros, me afiancé en ellos para incrementar el ritmo con el que la sodomizaba. La nueva postura hizo que la rubia rugiera de placer y dejándose caer sobre el colchón, llegó a su enésimo orgasmo al mismo tiempo que mi pene descargaba su cargamento en el interior de su culo. Paulina al notar mi explosión en su interior, meneó sus caderas de arriba abajo para ordeñar mi miembro mientras ella disfrutaba como la perra infiel que era de cada una de gotas de mi lefa templando su trasero.
Agotado, me deslicé sobre ella y forzando sus labios con mi lengua, jugueteé con la suya mientras con mis manos estrujaba las dos maravillosas tetas que la naturaleza le había dotado. Su respuesta rápida y pasional me informó que no estaba molesta y que a partir de ese día, Paulina sería mi abogada, mi puta y mi hembra aunque al terminar el día durmiera con el cornudo de su marido….
Para comentarios, también tenéis mi email:
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Cassandra tomó la verga del viejo, su suave manita se enrolló en la base del venudo aparato, instantáneamente este cochino palo volvió a babear lubricante del puro gusto, Cassandra podía sentir el pulso del viejo proveniente de la venuda palanca, no pudo evitar relamerse los labios al ver semejante trozo, pareciera como si sus glándulas salivales se estimularan con la visión de la poderosa herramienta pues su boquita se inundó en saliva, volteó a ver hacia la pantalla y vio a la actriz escupiéndola, así que procedió a hacer lo mismo, arrojó un escupitajo (pensó que para eso se ensalivó su boca) a muy corta distancia y atinó al glande y con uno de sus deditos esparcía la saliva finamente por toda la cabeza mientras la revolvía con el lubricante que salía a raudales, entonces preguntó a su longevo mentor.
Poco después de estar realizando esa labor la nariz de Cassandra comenzó a congestionarse, como si se fuera a enfermar respiratoriamente, además sus hermosos ojitos comenzaron a empañarse para después cada uno dejar rodar una lágrima por sus mejillas, no porque se sintiera humillada, sino por la falta de experiencia y el no saber medir el espacio dentro de su boca con respecto al largo del miembro, aun así Cassandra seguía emocionada por lo que estaba realizando y ponía todo su empeño, era la primera mamada que le hacía a un hombre y debía de hacerla lo mejor posible y mas por lo buen amante que se había comportado el viejo, ahora si comprobaba por ella misma lo que era chupar una verga, y ya no tenía porque escuchar a aquellas compañeras suyas que se daban aires de expertas a la hora de platicar temas sexuales.
Casi al instante la nena comenzó a sudar de todo su cuerpo, más que cuando practicaba voli, el viejo entonces prosiguió a avanzar por esa apretadísima cavidad, el conducto vaginal estaba tan estrecho que casi se podía escuchar los sonidos húmedos y los movimientos contractorios y rechinantes de la verga friccionándose en las paredes vaginales y que indicaban el acoplamiento coital llevándose a cabo, el espacio no era lo suficiente como para que su verga se desplazara libremente, sin embargo él se negaba a desistir, ya había llegado tan lejos estando a escasos centímetros de la gloria absoluta como para dejarlo así y quedarse con esa calentura y posiblemente el día de mañana un intenso dolor de huevos.
Don Marce retiró su erecta verga de la vagina de Cassandra muy lentamente, al salir, su aparato venia completamente ensangrentado, lo que corroborara la pérdida de la virginidad de la niña, virginidad que había sido robada por un viejo lujurioso a base de una falsa amistad, un viejo que solo se la quería tirar y que gracias a su paciencia y haber sabido aprovechar las debilidades de la nena y aventajarse de uno de los tantos momentos en que Cassandra andaba caliente ahora lo había conseguido, mientras tanto Cassandra respiraba entrecortadamente, parecía como si se hubiera quedado dormida, sus amamantables senos se elevaban majestuosos en cada una de sus respiraciones, el viejo la veía y sacaba su lengua muy vulgarmente para después chupar cada una de las enormes colinas como un desesperado.
regresar?” desnuda, desorientada y muy, muy sonrojada, la adolorida jovencita se fue quedando dormida, cual princesa que ha caído en un maligno hechizo, ni que decir del estado físico con el que se despertaría la mañana siguiente, afortunadamente para ella mañana sería sábado, tendría dos días para reponerse.
Aprovechando que dentro de mi organización había empresas de diferentes ramos, mandé al departamento de recursos humanos que me buscaran personal con las siguientes características:
Por lo visto, la tal Marina no solo tenía un coeficiente de inteligencia de genio y una de las mejores cabezas universitarias del país, sino según decían los papeles, tenía suficientes razones para odiarme, porque tanto su padre como sus tíos, se vieron en la calle al cerrar una empresa, “Metalúrgica del Pisuerga”, que era de mi propiedad.
-Sería bienvenida- contestó la celestina, acostumbrada a las diversas perversiones de sus clientes- como usted sabe intentaré acercarme lo más posible a sus gusto.
A partir de ese momento, no la traté como a una mujer a la que había alquilado sino como a una muchacha que hubiera conocido en un bar. Curiosamente, la charla con ella resultó divertidísima y tras unas cuantas rondas, ya habíamos entrado en confianza y bajando su mirada, intentó averiguar quién era la muchacha a la que tanto se parecía:
Agotado, me tumbé junto a ella en la cama. La mujer, olvidándose que era solo un cliente, se acurrucó sobre mi pecho y se quedó dormida. Aproveché ese momento de calma para pensar. La dulzura de esa cría me había hecho replantearme el órdago que había lanzado esa tarde y por vez primera pensé en no acudir a mi cita.
Creo que solo se tomó en serio mi información cuando Julio se acercó a preguntarle si ya se iban y decirle que tenía que explicarle las implicaciones del expediente de despido colectivo y cuál era la actitud de los sindicatos. Su semblante, que hasta ese momento se había mantenido impertérrito, se tornó blancuzco y dejándole con la palabra en la boca, salió corriendo detrás de mí.
Sinopsis:
Julia, una joven estudiante de derecho, se entera que el más prestigioso bufete de abogados de Barcelona anda contratando becarios. Decidida a no perder esa oportunidad, se presenta en sus oficinas y gracias al escote que lucía, consigue que Albert Roser, el fundador de ese despacho, la contrate como su asistente.
La muchacha es consciente de las miradas nada profesionales de ese maduro, pero eso no la hace cambiar de opinión porque en su interior se siente alagada y excitada. No en vano, desde niña, se ha visto atraída por los hombres entrados en años y con corbata.
A partir de ahí, SE SUMERGE en una espiral de sexo.
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Para que podías echarle un vistazo, os anexo EL PRIMER CAPÍTULO:
INTRODUCCIÓN.
El inicio de esta historia se desarrolla en el piso treinta y seis de la torre Agbar, el rascacielos más famoso de Barcelona, dentro de uno de los bufetes de abogados más importante de todo el estado. Josep Lluís Cañizares, uno de sus socios llevaba todo el día estudiando una denuncia contra uno de sus clientes y por mucho que intentaba encontrar una vía con la que este saliera inmune, le estaba resultando imposible. Por ello desesperado, decide ir a ver a su jefe. Como tantas veces al entrar en su despacho comprobó que enfrascado en sus propios asuntos y que por ello no le hacía caso:
―Albert, el pleito de la farmacéutica no hay por dónde cogerlo. Son culpables y sería un milagro que no les condenaran.
Su superior, un hombre de cincuenta años y acostumbrado a lidiar con problemas, levantó su mirada y pidió que le explicara el porqué.
Josep era el más joven de los socios del despacho y sabía que su puesto seguía en el alero. Cualquier tropezón haría peligrar su carrera y por eso tomando asiento, detalló las evidencias con las que tendrían que lidiar en el juicio.
Después de diez minutos de explicación, el cincuentón se ajustó la corbata al cuello y de muy mal humor, soltó:
―Serán imbéciles, ¡cómo es posible que hayan sido tan ineptos de dejar pruebas de ese vertido!
La rotundidad de los indicios haría que el caso tuviera un desenlace previsible y funesto. Su colaborador tenía razón. ¡Era casi imposible que su cliente se librara de una multimillonaria multa!
― ¿Qué hacemos? Se lo decimos y que intenten pactar un acuerdo.
Albert Roser, tras meditar durante unos minutos, aclaró su voz y respondió:
―No es planteable por sus consecuencias legales. Además de la multa, todo el consejo terminaría en la cárcel. ¡Hay que buscar otra solución! ¡Esa compañía es nuestra mayor fuente de ingresos!
Fue entonces cuando medio en broma, su subalterno respondió:
―Como no compremos al fiscal, ¡estamos jodidos!
Sus palabras lejos de caer en saco roto hacen vislumbrar una solución en su jefe y soltando una carcajada, respondió:
―Déjame pensar, seguro que ese idealista tiene un punto débil. En cuanto lo averigüe, ¡el fiscal es nuestro!
Mientras eso ocurría, a ocho kilómetros de allí, Julia Bruguera, una joven estudiante de último curso, estaba jugando al tenis en el Real con una amiga. Para ella, ese selecto club era un lujo porque no se lo podía permitir al no tener trabajo ni visas de conseguirlo. Por eso cada vez que Alicia la invitaba, dejaba todo y la acompañaba.
No llevaban ni cinco minutos peloteando cuando sin darle importancia, la rubia comentó:
―Por cierto, mi padre me ha contado que en un bufete andan buscando una becaria para que trabaje con ellos.
― ¿Cuál? ― preguntó la morena francamente interesada.
―Si te digo la verdad no lo sé, pero espera que le pregunto.
Tras lo cual, cogiendo su móvil, llamó a su viejo. Julia esperó expectante mientras su amiga tomaba nota del nombre y de la dirección.
―Se llama Roser y asociados, están en la Torre Agbar.
Al escuchar de boca de Alicia que el despacho que andaba buscando abogadas en prácticas era ese dijo a su amiga que se acababa de acordar que tenía una cita y poniéndose una camisa, se fue directamente a casa para cambiarse.
«Ese puesto tiene que ser mío», sentenció y sin dejar de pensar en las oportunidades que ese puesto le brindaría para un futuro, tomó la Diagonal.
Veinte minutos después estaba aparcando frente a su casa en un barrio de Esplugas de Llobregat. Ya en su piso, sacó de su armario el único traje de chaqueta que tenía al saber que la vestimenta era importante en todas las entrevistas.
«Ese lugar debe estar lleno de ejecutivos con corbata», se dijo mientras involuntariamente se excitaba al pensar en todos esos expertos abogados con sus trajes.
Mientras se retocaba frente al espejo, la morena advirtió que se le notaban los pezones a través de la tela y por un momento dudó si cambiarse, pero desechó esa idea al imaginarse a su entrevistador entusiasmado mirándola los pechos.
«Joder, estoy bruta», reconoció mientras salía rumbo a ese despacho.
El tráfico estaba imposible esa mañana y por eso no fue hasta una hora después cuando se vio frente al imponente edificio.
«¡Quiero trabajar aquí!», pensó al entrar al Hall y comprobar que estaba repleto de ejecutivos.
Sabiendo que si se quedaba ahí observando a los miembros de esa tribu iba a volver su calentura, buscó un ascensor y tras marcar el piso donde iba, se plantó frente a la recepcionista. La mujer habituada a que aparecieran por ahí todo tipo de personas, la miró de arriba abajo y le preguntó que deseaba:
―Vengo por el empleo de becaria.
Educadamente, sonrió y le respondió:
―Señorita, siento decirle que ya no está disponible.
El suelo se desmoronó bajo sus pies al ver sus esperanzas hundidas. Durante unos segundos estuvo a punto de llorar, pero sacando fuerzas de su interior, rogó a la cuarentona que al menos la recibiera alguien de recursos humanos para poder darle su “ridiculum vitae”.
Por fortuna, justo en ese momento pasaba uno de los miembros del bufete que habiendo oído la conversación se paró y preguntó que pasaba:
―Una amiga me dijo esta mañana que tenían un puesto en prácticas, pero por lo visto llego tarde.
El socio le echó una mirada rápida y tras admirar la belleza de sus piernas y el sugerente escote que lucía, le pidió que pasara a su despacho.
― ¿Disculpe? ― preguntó la muchacha sin entender a que venía esa invitación.
― ¿No has venido por un trabajo? ― respondió― El de becaria está ocupado, pero no el de una asistente que me ayude con todo el papeleo ― y tomando acomodo en su sillón, hizo que la morena se sentara frente a él.
Mientras Julia no se podía creer su suerte, Albert Roser cogió el curriculum y lo empezó a leer sin dejar de echar con disimulo una ojeada a la cintura de avispa de la cría:
―Veo que tienes poca experiencia.
La morena se sintió desfallecer, pero como necesitaba el trabajo contestó:
―Realmente no tengo ninguna, pero ganas no me faltan y sé que podría compatibilizar el puesto que me ofrece con el máster que estoy terminando…― nada más decirlo se dio cuenta que había metido la pata y consciente de las miradas de ese maduro cambió su postura con un cruce de piernas para que ese tipo pudiera admirar la tersura de sus pantorrillas mientras rectificaba diciendo: ―…no tengo problema de horario y estoy dispuesta a trabajar duro todas las horas que hagan falta.
Albert embelesado por las piernas que tan claramente esa muchacha exhibía respondió:
―No pagamos mucho y exigimos plena dedicación.
―No hay problema― replicó la joven mientras con descaro separaba sus rodillas en un intento de convencer a su entrevistador regalando la visión de gran parte de sus muslos ―mis padres me pagan el piso y gasto poco.
Aunque realmente no la necesitaba el cincuentón decidió que si bien esa preciosidad puede que no sirviera como abogada al menos decoraría la oficina con su belleza y si como parecía encima se mostraba tan dispuesta, pudiera ser que al final sacara en claro un par de revolcones en la cama.
Por eso sin pensar en las consecuencias, respondió:
―Mañana te quiero aquí a las ocho.
Sorprendida por lo fácil que le había resultado el conseguir el puesto, Julia le dedicó una seductora sonrisa y tras despedirse de su nuevo jefe, moviendo su trasero salió del despacho.
Al despedirla, Roser se quedó mirando esas dos nalgas bien paradas y duras producto de gimnasio y mientras intentaba concentrarse en los papeles, no pudo dejar de pensar en cómo sería la cría como amante:
― ¡Está buena la condenada!
Ya sin testigos, cogió el teléfono e hizo una serie de llamadas preguntando por el fiscal, pero no fue hasta la séptima cuando un amigo le insinuó que ese tipo estaba secretamente enamorado de la secretaria de un magistrado del Tribunal Superior de Justicia. Esa confidencia dicha de pasada despertó sus alertas y queriendo saber más del asunto, preguntó quién era esa mujer:
―Marián Antúnez. ¬
Al escuchar el nombre le vino a la mente la espléndida figura de esa pelirroja. Durante años cada vez que la había ido a ver a su jefe, había babeado al observar el estupendo culo de su ayudante. Las malas lenguas decían que era corrupta pero como nunca había tenido ningún motivo para comprobarlo, no tenía constancia de si era cierto.
«Tengo que hablar con ella», se dijo y tomando el toro por los cuernos, llamó al tribunal en el que trabajaba y directamente la invitó a comer.
La mujer acostumbrada a todo tipo de enjuagues comprendió que ese abogado quería proponerle algo y por eso en vez de aceptar una comida prefirió que fuera una cena. Su interlocutor aceptó de inmediato y quedaron para esa misma noche.
Al colgar, Albert sonrió satisfecho porque estaba seguro de que un buen fajo de billetes haría que ese bombón obligara a su enamorado a plegarse a los intereses de la farmacéutica….
CAPÍTULO 1
Con un sentimiento ambiguo Julia llegó a su apartamento. Por una parte, estaba contenta e ilusionada por haber conseguido un trabajo, pero por otra se sentía sucia por el modo en que lo había conseguido. Sabía que su futuro jefe no se había decantado por ella gracias a sus notas y que el verdadero motivo por el que le había ofrecido el puesto era por el exhibicionismo que demostró mientras la entrevistaba.
«No me quedaba más remedio», se disculpó a sí misma por usar ese tipo de armas, «pero una vez allí podré convencerle de que no soy solo una cara bonita».
Al recordar cómo se le había insinuado y la mirada de ese maduro recorriendo sus muslos mientras trataba de disimular conversando con ella, avivó el ardor que sentía entre las piernas desde entonces.
«Joder, ¡cómo ando!» se lamentó reconociendo de esa manera la calentura que experimentó al sentir los ojos de ese cincuentón fijos entre sus patas. Y no era para menos porque sabía que era algo que no podía controlar. Cuando sentía que un hombre la devoraba con la mirada, sus hormonas entraban en ebullición e invariablemente su coño se mojaba.
«Necesito una ducha», se dijo al sentir que nuevamente entre sus piernas crecía su turbación.
En un intento por sofocar ese incendio, se quitó el traje que llevaba y ya desnuda, abrió el grifo para que se templara mientras en el espejo comprobaba que, a pesar de sus esfuerzos, llevaba los pezones erizados.
«Tengo que aprender a controlarme», pensó molesta al meterse en la ducha y tener que aceptar mientras el agua caía por sus pechos que no podía dejar de pensar en ese tipo que sin ser un don Juan la había puesto tan caliente.
Reteniendo las ganas de tocarse, se lavó el pelo tratando de hacer memoria de la primera vez que se sintió atraída por alguien como él.
«Fue en clase de filosofía del derecho mientras don Arturo nos explicaba que el monopolio de la violencia era una de las características de los estados modernos», concluyó mientras rememora que estaba embobada oyéndole cuando de pronto empezó a sentir por ese enclenque una brutal atracción que la dejó paralizada.
«Joder, ¡cómo me puse!», sonriendo recordó su sorpresa al sentir que le faltaba la respiración mientras el catedrático explicaba a sus alumnos los enunciados de Max Weber y como entre sus piernas comenzó a sentir una desazón tan enorme que solo pudo calmarla en el baño y tras dos pajas.
Esperando que la mascarilla hiciera su efecto, cogió la esponja y echándole jabón, comenzó a frotar su cuerpo mientras a su mente le venía la conversación que había tenido con un amigo que estudiaba psicología. El cual, tras explicarle su problema, sentando cátedra sentenció que sufría una variante rara del síndrome de Stendhal por la que, en vez de verse afectada por la belleza artística, ella se veía obnubilada por los discursos inteligentes.
El olor a vainilla que desprendía su gel favorito no colaboró en tranquilizarla y con una excitación renovada, se dio cuenta que involuntariamente estaba pellizcándose los pezones en vez de enjabonarlos.
―Buff― exclamó en la soledad de la ducha al no poder controlar sus dedos que traicionándola estaban presionando duramente las negras areolas que decoraban sus pechos.
Incapaz de contenerse, tiró de su pezón derecho mientras dejaba caer su mano entre sus piernas. Mirándose en el espejo semi empañado, vio cómo dos de sus yemas separaban los pliegues de su coño y buscaban entre ellos, el pequeño montículo que formaba su clítoris erecto.
La imagen la terminó de alterar y subiendo una pierna al borde de la bañera, concentró sus caricias en ese lugar sabiendo que una vez lanzada no podría parar.
«¡Dios!», gimió descompuesta al sentir como sus dedos se ponían a torturar el hinchado botón con una velocidad creciente.
Temiendo llegar antes de tiempo, salió de la ducha, se puso el albornoz y casi si secarse se tumbó en la cama donde le esperaba su amante más fiel.
― ¿Qué haría sin ti? ― preguntó al enorme vibrador de su mesilla.
Tomándolo entre sus manos, lo acercó hasta su boca y sacando su lengua empezó a recorrer las abultadas venas con las que el fabricante de ese pene de plástico imitaba las de un pene real.
―Te quiero mucho, mi amor― le dijo viendo que ya estaba lo suficientemente lubricado con su saliva para que al terminar no tuviese su coño escocido.
Separando sus piernas, jugueteó con esa polla sobre su clítoris mientras se preguntaba si su jefe tendría algo parecido. Soñando que era así, cerró sus ojos y se puso a imaginar que al día siguiente era el glande de ese maduro el que en ese momento estaba presionando por entrar dentro de ella.
― Jefe, soy suya― gritó en voz alta al irse incrustando lentamente esa larga y gruesa imitación en su interior.
La lentitud con la que lo hizo le permitió notar como los labios de su vulva se veían forzados por el consolador y como tantas veces, esperó a tenerlo embutido para encenderlo y sentir así la dulce vibración tomando posesión de ella como su feudo. En su mente no era ella la que daba vida al enorme trabuco, sino que era el ejecutivo el que lo hacía moviendo sus caderas de adelante para atrás.
No pudo más que incrementar la velocidad con la que se empalaba al escuchar desde su sexo el chapoteo que su querido amante producía cada vez que lo hundía entre sus piernas y con un primer gemido, dejó claras sus intenciones de llegar hasta el final.
«Llevo meses sin sentirme tan perra», pensó para sí al imaginarse que su futuro jefe se apoderaba de sus pechos y mientras se regalaba un buen pellizco, lamentó haber dejado en el cajón las pinzas con las que en ocasiones especiales castigaba sus pezones.
―Estoy en celo― murmuró al sentir que su cuerpo temblaba saturado de hormonas y mordiéndose los labios, incrementó el ritmo con el que su amado acuchillaba su interior.
―Joder, ¡qué gusto! ― sollozó con los ojos cerrados al imaginar al maduro derramando su simiente por su vagina y con esa imagen en el cerebro se corrió…
CAPÍTULO 2
Mientras dejaba su flamante Bentley en manos del aparcacoches, Albert Roser dudó al ver la suntuosidad del edificio modernista donde desde hacía un par de décadas estaba ese restaurant, si no se había equivocado al elegir el Windsor para esa cita. Porque no en vano además de saber que al menos tendría que desprenderse de un par de cientos de euros, el ambiente romántico de su terraza podía ser malinterpretado por esa mujer y creyera que sus intenciones eran otras.
Pero tras sentarse en una mesa al borde de la Carrer de Còrsega, decidió que, si llegaba el caso, haría el esfuerzo de acostarse con ese monumento de rizada melena roja:
«Lo que sea por el bien de mi cliente», hipócritamente resolvió pidiendo a Jordi León, el sommelier, que le aconsejara un vino.
― ¿Ha probado lo último de Molí Dels Capellans? Su Trepat del 2014 es excepcional.
―No y viniendo de usted, ese caldo debe ser algo digno de probar― estaba diciendo cuando su acompañante hizo su aparición a través de la puerta.
La recordaba atractiva pero esa noche la señorita Antúnez le pareció una diosa. Enfundada en un vestido de encaje casi trasparente y adornada con joyas que harían palidecer a más de una, era impresionante. Y como buen observador, el delicado tejido completamente entallado a su cintura realzaba su atractivo dotándolo de un aspecto seductor que no le pasó inadvertido.
«Joder, ¡qué buena está!», murmuró mientras se levantaba a saludarla, «no me extraña que ese cretino esté colado. ¡Es preciosa!».
La pelirroja consciente de efecto que producía en el abogado y que los ojos de su cita no podían dejar de auscultar cada centímetro de su cuerpo, sonrió y con una sensualidad estudiada, se acercó y lo besó en la mejilla mientras le agradecía la invitación.
―Las gracias te las debería dar yo… no todos los días tengo el lujo de cenar con una belleza.
Bajando la mirada como si realmente se sintiera avergonzada, respondió:
―Exagera, aunque siempre es agradable escuchar un piropo de alguien como tú.
Aunque por sus palabras nada podía hacer suponer lo zorra que era, Albert supo que esa la mujer descaradamente se estaba exhibiendo ante él. No era solo que llevase un escote exagerado, era ella misma y como se comportaba. Por ejemplo, al colocarse la servilleta sobre las piernas, se agachó de manera que le regaló un magnifico ángulo desde el que contemplar su pecho en todo su esplendor.
Era como si disfrutara, sintiéndose admirada. En su actitud creyó incluso descubrir que ella misma se estaba excitando al reparar que bajo su pantalón crecía un apetito sin control.
«Tengo que tener cuidado con esta arpía», Albert se repitió para que no se le olvidara el motivo por el que estaba ahí.
Del otro lado de la mesa, Marián estaba dudando que le gustaba más, si la magnífica merluza de pincho con asado de alcachofas que estaba sobre su plato o la cara de merluzo con la que ese alto ejecutivo la devoraba con los ojos y como no lo tenía claro, decidió preguntar por la razón de esa cena.
El cincuentón no se esperaba ese cambio de tema y más cortado de lo que le gustaría estar, contestó:
― ¿Extraoficialmente?
―Por supuesto― con tono dulce respondió mientras anudaba uno de sus dedos en su melena.
―Suponga que tengo un cliente al que un joven fiscal está metiendo en problemas y me entero casualmente de que ese idealista está secretamente enamorado de una mujer tan atractiva como ambiciosa.
Esa descripción no molestó a la pelirroja, la cual tampoco necesitó que le dijera el nombre de ese admirador para saber que estaba hablando de Pedro y mirando a los ojos a su interlocutor, contestó:
―Hipotéticamente hablando, si esa dama estuviera dispuesta a ayudar a su cliente, ¿qué tendría que hacer? Y ¿qué recibiría a cambio?
La franqueza con la que directamente se ofrecía a colaborar a cambio de dinero le confirmó que no era la primera vez que esa belleza participaba en ese tipo de acuerdos y tal y como había hecho ella, el abogado midió sus palabras al contestar:
― ¿Te he contado lo común que es que en un juzgado desaparezcan las pruebas? Conozco un caso en el que una caja llena de muestras de agua desapareció del despacho de un fiscal y cuando la parte defensora pidió un contraanálisis, se desestimó todo el expediente por la imposibilidad de contrastar los resultados del fiscal.
Habiendo lanzado el mensaje, Albert se puso a comer mientras su pareja hacía cálculos porque con solo esa información había averiguado de qué teman se trataba porque no en vano la última noche que había follado con Pedro, ese encanto no había parado de hablar de la multa que le iba a caer a una farmacéutica francesa.
«Una comisión lógica es del cinco por ciento y sobre veinte millones, estaríamos hablando de un kilo», pensó mientras producto de su avaricia los pezones se le ponían erectos bajo la tela.
Como buena negociadora, dejó transcurrir los minutos sabiendo que la espera empezaría a poner nerviosa a su contraparte y ya en el postre, tomando la mano de Albert entre las suyas, comentó:
―Sabes cariño, ayer estuve viendo en internet un apartamento en las Ramblas. Era precioso, luminoso y con unos ventanales enormes. Lo único malo era el precio, el dueño quería dos cientos mil de arras y otros ochocientos al firmar la escritura.
―Me parece un poco caro― respondió el abogado intentando negociar.
Entonces ante su sorpresa, la estupenda pelirroja le cogió la mano y poniéndola sobre sus piernas desnudas, con cara de putón desorejado, contestó:
―Ya sabes el boom inmobiliario, lo único bueno es que en la oferta se incluía la cama y no te haces una idea de lo maravillosa y suave que es.
―Lo supongo― contestó con su pene totalmente erecto al sentir la tersura del muslo que estaba acariciando y mientras intentaba calmar la comezón que tenía, llamó al camarero y le pidió una botella de cava con el que brindar.
Haciéndose la tonta y mientras separaba las rodillas dando mayores facilidades a los dedos que recorrían su piel rumbo a su sexo, preguntó que celebraban.
― ¿Necesitamos un motivo? Pues imaginemos que consigues el dinero― y levantando su copa, exclamó: ― ¡Por tu nueva casa!
Marián sonrió al oír ese brindis y cerrando el acuerdo con un beso en los labios, permitió que las yemas de ese cincuentón tomaran al asalto el fortín que escondía entre las piernas.
Durante un minuto, la pelirroja disfrutó del modo en que Albert la masturbaba en público hasta que sintiendo que faltaba poco para que se corriera, decidió que era suficiente anticipo y retirando la mano del abogado, le dijo que esperaba noticias suyas tras lo cual y sin mirar atrás desapareció por la puerta.
«¡Será puta!» murmuró entre dientes el cincuentón mientras pedía una copa para dar tiempo a que el bulto de su pantalón no fuera tan evidente.
Saboreando el whisky de malta comprendió que a pesar de ese abrupto final la noche había resultado un éxito porque podía asegurar a su cliente una sentencia favorable a sus intereses siempre y cuando se aviniera a pagar dos millones de euros.
«Uno para mí y otro para esa zorra», se dijo mientras se imaginaba sodomizando a la pelirroja en un hotel. Lo malo fue que, al hacerlo, su calentura lejos de amainar se incrementó y pidiendo la cuenta, decidió que al salir iba a ir al burdel de siempre donde una putita conseguiría apaciguar su incendio.
Veinte minutos después, estaba entrando en el discreto chalé convertido en tugurio. La madame, Alba “la extremeña”, lo recibió con unos abrazos reservados solo para los grandes clientes y sin que tuviera que pedir, mandó a la camarera que le pusiera un Macallan.
Apenas había acomodado su trasero cuando las putas empezaron a desfilar frente a él. Albert, conocedor experimentado de ese ambiente, decidió esperar a que todas las mujeres hubiesen modelado para tomar una decisión. Por su presencia pasaron rubias, morenas y pelirrojas, españolas y extranjeras, jóvenes y maduras, pero por mucho que miraba, no conseguía que ninguna de esas bellezas le motivara.
«Hoy necesito algo especial», se dijo sabiendo que, si al final no elegía a ninguna, vendría la dueña del lupanar a ofrecerle su ayuda.
Como había previsto, “la extremeña” al ver que no estaba satisfecho con el ganado, se acercó y como una enóloga aconsejando a un cliente sobre un cava, le preguntó qué era lo que esa noche necesitaba.
El abogado le confesó la calentura que llevaba y el motivo de esta.
―Necesita desahogarse― sentenció la madame y sin cortarse un pelo, preguntó: ¿le apetece un culo al que castigar? La chica en sí no es gran cosa, me la ha mandado un amigo para que le ponga tetas y la enseñe.
― ¿Es plana?
―Como una tabla y aunque apenas la he probado, puedo decirle que es una perra con mucho futuro. Según su dueño, ¡acepta de todo!
―Tráela para ver si es lo que ando buscando.
―No se va a arrepentir― respondió la extremeña, dejándole con un par de exuberantes putas para que le hicieran compañía mientras tanto.
A los cinco minutos, la madame apareció por la puerta con una castaña de pelo largo que en un principio le repelió. Delgada, sin culo ni tetas parecía un espantapájaros.
Estaba a punto de rechazar la sugerencia cuando se percató que, con esas gafas rojas, la aprendiz le recordaba a una jueza con la que había tenido varios fracasos.
«Parecen gemelas», dijo para sí mientras volvía a florecer en él el odio que sentía por la magistrada.
Mientras tanto, la puta permanecía de pie sin ser capaz de siquiera levantar la mirada. La vergüenza que demostraba enfadó a la dueña del lupanar. Sin importarle la presencia del cliente y a modo de reprimenda, descargó sobre su culo un sonoro y doloroso azote.
―Sonríe, puta.
La novata sin nombre intentó sonreír, pero lo único que consiguió fue que en su cara se formara una extraña mueca. Ese gesto debería haber ahuyentado a cualquier interesado. Pero ese no fue así en el caso del cincuentón porque su pene reaccionó como un resorte al ver que, tras el castigo, los negros pezones de la fea aquella lucían totalmente erizados.
―Me la quedo― sonriendo informó a la dueña― pero necesitaría una habitación discreta.
―Por eso no se preocupe, tenemos una insonorizada― y dirigiéndose a la castaña, le ordenó que llevara al cliente a la numero seis.
Una zorra con experiencia se hubiese colgado del hombre que había pagado por ella, pero demostrando nuevamente que era una novata, se adelantó permitiendo que el abogado examinara su exiguo culo.
«Apenas tiene donde agarrar, mejor», relamiéndose reconoció porque su víctima así sufriría más.
Ya en el cuarto que le habían asignado, fue realmente la primera vez que se puso a examinar la mercancía y tras una decepción inicial al observar el bosque frondoso que tenía por coño, vio el cielo al separarle las nalgas y descubrir un rosado e incólume agujero.
«Esto no me lo esperaba», reconoció mientras introducía bruscamente una de sus yemas en el interior de ese ojete.
El grito de la novata confirmó sus sospechas y sin retirar su dedo, le soltó un primer mandoble con el ánimo de relajar a la castaña y que no estuviera tan tensa.
La actitud sumisa del monigote aquél lo envalentonó y añadiendo una segunda yema, siguió jugando con él mientras la muchacha se dejaba hacer consciente de no poder negarse.
―Ábrete de piernas― totalmente excitado el cincuentón exigió.
Las rodillas de la mujer se separaron para permitir las maniobras del cliente, el cual usando su otra mano bruscamente le introdujo dos dedos en su sexo y de esa forma descubrió que la que creía una mojigata, estaba disfrutando al comprobar que su cueva estaba empapada con el flujo que manaba de su interior.
El pene de Albert ya le pedía acción y por ello dándola la vuelta, le exigió una mamada. En silencio, la castaña se arrodilló y abriendo la bragueta, liberó la extensión del abogado.
Este satisfecho se sentó en el sofá y abriendo las piernas, la ordenó que se acercara. La muchacha con lágrimas en los ojos y de rodillas, se acercó a él con la mirada resplandeciente. El cincuentón supo de esa forma que iba a ser una buena mamada aún antes de sentir como la boca de la fulana engullía su pene.
Tal como vaticinó, era una verdadera experta. Su lengua se entretuvo un instante divirtiéndose con el orificio del glande, antes de lanzarse como una posesa a chupar y morder su capullo, mientras las manos acariciaban los testículos del cliente.
La reacción de este no se hizo esperar y alzándola de los brazos la sentó sobre sus piernas, ordenando a la castaña que fuera ella quien se empalara. La oculta cueva entre tanto pelo le recibió fácilmente demostrando que la novata estaba totalmente lubricada por la excitación que sentía en su interior.
Como no sabía ni quería saber su nombre, llamándola puta, le ordenó que se moviera. El insulto provocó que esa apocada e insípida mujer se volviera loca y para sorpresa de Albert, le rogara que siguiera humillándola mientras sus caderas se movían rítmicamente.
«¡Joder con la fulana!», pensó el abogado a sentir que la castaña había convertido los músculos de su chocho en una extractora de esperma que lo estaba ordeñando.
Ya sobrecalentado, desgarró el picardías que llevaba puesto, dejando al descubierto unos pechos que daban pena, pero cuyos pezones le miraban inhiestos deseando ser mordidos. Cruelmente tomó posesión de ellos con los dientes hasta hacerla daño mientras que con un azote la obligaba a acelerar sus movimientos.
―Gallo desplumado, ¡muévete o tendré que obligarte! ― le dijo al oído.
Demostrando lo mucho que le ponía la humillación, su sexo era todo líquido cuando, con la respiración entrecortada por el placer, obedeció moviendo sus caderas.
―Así me gustan las putas, calladas y obedientes― le susurró mientras con los dedos pellizcaba cruelmente sus pezones.
Satisfecho por la ausencia de respuesta, premió a la fulana con una tanda de azotes en el trasero mientras ella no dejaba de gritar de dolor y excitación.
Hasta entonces todo discurría según Albert deseaba, pero cuando la informó que la iba romper el culo, la castaña intentó huir de la habitación y eso le enervó todavía más.
Con lujo de violencia la agarró y la lanzó en la cama. La novata completamente aterrorizada no pudo evitar que su cliente cogiera su corbata y con ella atara sus muñecas mientras fuera de sí le gritaba:
―Te voy a enseñar quien manda.
La ira reflejada en los ojos de ese cincuentón provocó que histérica se riera y eso empeoró las cosas porque llevándola hasta el cabecero, este la inmovilizó anudando un extremo de esa prenda a una de sus barras.
Albert ya no era Albert sino un ser sediento de sangre porque para él esa mujer aglutinaba a todas las que en algún momento lo habían despreciado o causado algún mal.
Por ello sin preparar su trasero, le separó las nalgas, apuntó con su escote y de un solo embiste, la empaló brutalmente. Los chillidos de dolor que surgieron de la garganta de su acompañante le sonaron a música celestial y azuzado por esa seductora melodía, no paró de insultarla y de azotarla con la mano abierta.
Su víctima creyó que iba a morir en manos de ese ejecutivo y sabiendo que si quejaba iba a encabronar a ese maldito, con lágrimas en los ojos, tuvo que soportar que continuara esa locura. Para entonces el abogado la había empezado a cabalgar agarrado de sus pechos y aunque sabía la barbaridad que estaba haciendo, lejos de calmarlo, eso lo estimulaba.
Es más, al sentir que un brutal orgasmo se aproximaba, incrementó la velocidad de su ataque hasta inundando todo su intestino, eyaculó dentro de ella. Sus gemidos de placer y los gritos de dolor del mamarracho se unieron en una sinfonía perfecta que al final consiguió apaciguar a la bestia.
Por eso al sacar su miembro cubierto de sangre y mierda, se sintió satisfecho y dejando el dinero sobre la mesilla se fue mientras la puta lloraba, rota por la mitad, sobre la cama.
Ya en su coche, recordó descojonado que además de no saber su nombre, tampoco la había oído hablar:
―A esto se le llama una noche perfecta. ¡Una zorra callada y obediente!
SINOPSIS
Louise Riverside y Fernando Neira unen nuevamente sus talentos para contarnos una historia de seres fantásticos y dioses ambientada en la Inglaterra de nuestros días y donde Manuel Parejo, un ex seminarista, llega a la universidad de Cambridge a cursar estudios de posgrado sin saber que vería zarandeadas sus creencias.
Una vez entre los muros de esa prestigiosa institución, la presencia de Naya, una compañera de residencia, le hará conocer por primera vez el amor y el deseo físico al hacerse su novia. Cuando todavía no se había repuesto de que una mujer lo mire como hombre, una de sus profesoras se muestra interesada por él.
Novicio en esas lides después de una vida monacal, nuestro protagonista descubre que su súbito atractivo se debe a Bhagavati, la diosa en la que cree su amada, y tratando de conciliar su religión con lo que le está pasando, busca en compañía de esas dos bellezas una explicación.
Todo se complica cuando entra en su vida Akina, una monada oriental…
Bájatelo pinchando en el banner o en el siguiente enlace:
Para que podías echarle un vistazo, os anexo los TRES primeros capítulos:
Una mañana fría de otoño y con mi maleta a cuestas, planté mis pies en el patio principal del Trinity College. La magnificencia de ese lugar hacía más patente mi provincianismo y consciente de mis carencias, observé la estatua de Enrique VIII que presidía su gran puerta. No pude más que sonreír al ver la afrenta que unos estudiantes del siglo XIX habían hecho al sustituir su cetro por la pata de una silla, afrenta que el rector de entonces había dejado estar por sus evidentes simpatías republicanas y cuyos sucesores tampoco habían repuesto al considerarlo parte de la historia de la universidad.
«La ciencia por encima de la política», medité mientras buscaba en el mapa donde estaba la secretaría para registrar mi llegada y que me asignaran una residencia donde vivir mientras durara mi estancia en esa ciudad. Entre mis virtudes no estaba ni está el ubicarme y hastiado de mi falta de orientación, pedí ayuda a un grupo de estudiantes que aprovechando una resolana tomaban el sol entre esos muros.
―Admisiones está en el área oeste― contestó escuetamente uno de ellos.
La fortuna quiso que me la señalara con su dedo porque de no ser así su información me hubiese resultado completamente inservible y dando las gracias, me dirigí con mi equipaje a ese lugar.
«¿Qué coño hago aquí?», me dije apabullado por sus paredes de piedra negra mientras deseaba nunca haber salido del pueblo perdido en mitad de Palencia donde había nacido y donde todavía vivían mis padres.
Era y me sabía pueblerino. Por eso todavía no comprendía el haber aceptado la oferta de esa universidad para estudiar el master en ciencias aplicadas que impartía, cuando apenas había salido de mi provincia un par de veces.
«Fue mi viejo el que me empujó a aceptar», pensé parcialmente agradecido pero aterrorizado.
Y es que a pesar de no haber terminado primaria y ser un próspero agricultor que hubiese deseado que me ocupara de sus tierras, al llegar a la adolescencia me envió al seminario menor donde su hermano cura era profesor para que me educara.
―Los agustinos tienen el mejor colegio de la provincia y el saber es la mejor herencia que te puedo dar― recuerdo que decidió contra la voluntad de mi madre, aunque en su interior temía que me convirtiera en sacerdote.
De mi estancia allí guardo, además de mis mejores amigos, un grato recuerdo y reconozco que fui feliz a pesar de la escasa calefacción y de las maratonianas jornadas en las que no solo me obligaron a estudiar las asignaturas de secundaria y de bachillerato, sino también teología, latín y griego por si al final tenía vocación de servicio y seguía mis estudios en el seminario episcopal.
El sacerdocio me tentó, pero mi verdadero amor eran las ciencias. A mitad del último curso mi tío, que para entonces era el director, en una dura conversación me informó que no contaban conmigo porque sabían que nunca me realizaría como persona tras la sotana negra de un fraile agustino.
―Tu mundo está ahí fuera. Tienes un cerebro privilegiado, pero Dios no te ha llamado a su servicio. Es menor que vayas a la universidad. La iglesia necesita seglares doctos y con fe que sepan compaginar la ciencia con sus enseñanzas― fue el resumen de esa charla en la que hablando en plata me echó de la orden en la que me había educado.
Confieso que caí en una especie de depresión al no saber qué iba a ser de mi vida. Había planeado estudiar una carrera bajo el paraguas de San Agustín y tuvo que ser nuevamente mi viejo el que me impulsara a seguir, al decirme lo que ya sabía:
―Hijo, mi hermano tiene razón y no solo por tu predilección por la física. O crees que no me he dado cuenta de cómo miras a las mozas. El celibato no está hecho para ti. Termina tus estudios, búscate una novia, cásate y sé feliz.
Los siguientes cuatro años los pasé levantando la mirada de los libros solamente para hacer ejercicio. Actuando de anacoreta, mi rutina fue ir a clase, explotarme en el gimnasio y la mesa del colegio mayor donde estudiaba hasta altas horas de la noche. Tanta dedicación rindió sus frutos. Con veintidós años y número uno en las carreras de física y química, me convertí en profesor asociado de la universidad palentina.
Reconozco que estaba cómodo en ese puesto. Mi vida era sencilla y mis gastos mínimos. Aunque estaba mal pagado, conseguí ahorrar y tras tres años de docente, comprendí que debía dar un salto y hacer un master o un doctorado. Asumiendo que mi curriculum era estupendo, escribí a las universidades más prestigiosas de Europa, aunque en mi interior temiera que al final acabaría como doctor de alguna institución española. Para mi sorpresa, el Trinity College se mostró interesado y me ofreció una beca parcial para estudiar ahí. Beca a la que sumando mis ahorros me permitía vivir modestamente mientras durara.
― ¿Your name? ― escuché que me decían, sacándome de la ensoñación.
―Manuel Parejo― contesté mientras extendía a la secretaria una carpeta con mi inscripción.
La funcionaria revisó los documentos y tras echar un vistazo a mi solicitud en el ordenador, me informó que el departamento de admisiones me había buscado alojamiento en el Angel Court. Confieso que me alegró oírlo al saber que esa residencia estaba ubicada a espaldas del edificio donde me encontraba, pero más aún cuando me recalcó que habían tomado en cuenta mi petición de compartir la habitación con otra persona.
«Me ahorro una pasta», suspiré dadas las exorbitantes tarifas semanales que una individual supondría para mi maltrecha economía y firmando la retahíla de papeles que me puso enfrente, salí campante hacía mi nueva morada. Los quinientos metros de caminata no menguaron en absoluto mi ilusión y por ello al llegar frente a esa hospedería no me importó que sus muros fueran de ladrillo ni lo deteriorado de su aspecto.
«Espero que mi compañero de cuarto sea discreto y que no monte juergas todas las noches», me dije recordando la fama de bebedores empedernidos de los ingleses.
Al entrar en el que sería mi hogar durante los siguientes años, me alegró comprobar que su interior sin ser lujoso era suficiente y ya con la llave en mi mano, me dirigí hacía mi habitación. Abriendo su puerta, descubrí que no había nadie en su interior y como sobre una de las camas había un portátil, me apropié de la que estaba libre. Estaba todavía desempacando la ropa cuando un ruido me hizo girar y me encontré cara a cara con una especie de neandertal de dos metros.
― ¿Manuel? – al ver que asentía, se presentó como Hans Bülter con un marcado acento alemán.
El animal aquel resultó ser un tipo encantador que me ayudó a colocar las exiguas pertenencias que había traído en las baldas de mi armario y no contentó con ello, me animó a acompañarlo al “lunch” para así presentarme al resto de los estudiantes allí alojados. Aunque no me apetecía nada, comprendí que no debía ser huraño y accediendo a su invitación, le seguí hasta el restaurante de la residencia. Ahí comprobé que no desentonaría entre esos “nerds” cuando, tras las pertinentes presentaciones, la conversación rápidamente se centró en la última publicación de Nature donde incluían entre los diez investigadores más importantes de nuestros días al polémico científico chino He Jiankui.
―Es una vergüenza― alzando su voz mi compañero señaló: ―Ese capullo se cree Dios. Me parece que, en vez de ser alabado, debía ser enjuiciado por atreverse a modificar los genes de unos bebés con el único objeto de su gloria personal.
Esa posición era la mía debido en gran parte a mis creencias religiosas, pero asumiendo que al ser nuevo era mejor mantener un perfil plano, me quedé callado observando. La gran mayoría de los contertulios opinaba diferente y creía que la ciencia debía de progresar sin que las cuestiones morales fueran un parapeto. Ese pensamiento tan en boga en nuestro siglo me causaba resquemor al saber que sin ese freno y llevándolo hasta el extremo, la ciencia genética podía crear los perversos instrumentos que dividieran a la humanidad entre hombres y superhombres.
Estaba a punto de intervenir cuando Naya Prabhu, una monada de origen hindú señaló ese peligro y puso de ejemplo el sistema de castas tan presente todavía en su país.
―Si siendo genéticamente iguales existen esas barreras sociales, imaginaos lo que ocurriría si los ricos pudiesen encargar bajo carta su descendencia. Olvidaros de que solo pidieran hijos libres de enfermedades hereditarias, exigirían que fueran más inteligentes, más guapos y fuertes que los demás.
La certeza de ese planteamiento y la intensidad con la que lo expuso hizo dudar a muchos, pero ese no era mi caso dado que concordaba con ella y mientras el resto de los ahí reunidos se lanzaba a discutirlo, yo me dediqué a observarla totalmente embobado:
«Es preciosa», me dije recorriendo con la mirada su pequeño pero atractivo cuerpo. Y no era para menos, dotada por la naturaleza de unos atributos visibles a pesar del recatado Sari que llevaba puesto, lo más impresionante de ella eran los ojos negros que dotaban a sus rasgos de una profundidad que jamás había visto.
Ajena al minucioso examen al que la estaba sometiendo, la joven defendió sus ideas con brillantez y mientras yo caía metafóricamente a sus pies, al cabo de unos minutos inclinó el sentir mayoritario hacia sus posiciones.
― ¿Tú qué opinas? ― mirándome preguntó al ser el único que no había hablado.
Acomodando mis ideas, contesté:
―No seré yo el que demonice las investigaciones tendentes a descubrir y emplear los genes con el objeto de prevenir enfermedades. Pero coincido contigo en que habría que legislar para impedir que en nombre de la ciencia se acepte como ético el eugenismo. Considero un peligro que se utilice el genoma como medio para crear o mejorar las razas porque eso conllevaría una dictadura como nunca se ha visto en la historia de la humanidad. Nunca estuve de acuerdo con la sofocracía, el gobierno de los sabios que pregonaba Platón y menos lo estaría con el poder que adquirirían esos superhombres genéticamente modificados sobre el resto de los humanos.
―Perdona Manuel, ¿cuál es tu especialidad? Creía que habías dicho que eras físico― dijo alucinada al escuchar que incluía a ese filósofo griego en mi exposición.
Habituado a que la gente se extrañase con mis conocimientos más allá de las ciencias, repliqué muerto de risa:
―Soy físico y químico, pero me considero ante todo enciclopédico y no limito mi saber a ninguna materia… todas me interesan.
El respeto que intuí en su mirada me hizo ruborizar y volviendo a mi mutismo inicial permanecí al margen de la discusión hasta que el camarero con la comida la dio por terminada y los hambrientos se lanzaron sobre sus viandas como si realmente estuviesen buenas, cuando en la realidad parecían elaboradas por un cocinero militar.
«Es comida cutre de rancho», aludiendo a la que antiguamente servían en la mili, pensé haciendo verdaderos esfuerzos por tragar el mejunje que tenía en mi plato.
Supe que no era el único que pensaba que estaba asqueroso cuando la hindú me insinuó que le gustaría otro día ir conmigo a comer a otro sitio y así seguir con la conversación. Colorado hasta decir basta, accedí a acompañarla el viernes después de clase a un restaurante mientras mi mente no asimilaba que una mujer como aquella deseara conocerme mejor.
Su propuesta no pasó desapercibida a Hans y aprovechando que la morena se levantaba por agua, me susurró al oído que parecía que había impresionado a Sor Naya.
― ¿Es monja? ― pregunté alucinado por el pequeño porcentaje de sus compatriotas que eran cristianos.
―No― desternillado respondió el teutón: ―La llamamos así porque nadie ha conseguido acercarse a ella más allá de lo académico. Consiente de su belleza, alza una muralla infranqueable ante el ataque de cualquier incauto que intente algo romántico con ella.
Engullendo otro trozo de ese potingue, me quedé pensando en mí y en mi reluctancia a todo lo sentimental:
«En lo físico no le llego a los zapatos, pero en lo raro seguro que la gano», murmuré entre dientes sin reconocer a mi nuevo amigo que con veinticinco años jamás había estado con una mujer…
Esa misma tarde, todos los recién ingresados en esa universidad teníamos un acto con el rector, o como le llaman ahí con el Master, que actualmente desempeñaba Sally Davies una eminencia en medicina. Sabiendo que estaban también invitados el resto de los alumnos, pregunté a Hans si me acompañaba:
―Ese coñazo solo lo soportan los nuevos por obligación y los interesados en quedarse como profesores en un futuro, por interés. Como todavía no hemos empezado las clases, si quieres te espero en el pub― declinando el ofrecimiento, el enorme rubio contestó.
Solo y con un cuaderno bajo el brazo, me encaminé hacia el salón de actos. Para mi sorpresa éramos apenas una treintena los ingenuos que nos habíamos reunido ahí para escuchar las palabras de bienvenida de esa mujer. Mi timidez me hizo sentarme en quinta fila sin nadie a mi alrededor y desde ahí reparé en que al igual que yo, la gente se había distribuido por los asientos sin formar grupos.
«Se nota que son nuevos», me dije al no ver a nadie charlando.
Acababa de abrir mi cuaderno cuando vi que Naya entraba y que, tras dar un vistazo a la concurrencia, se dirigía hacia mí. No me había repuesto de ello cuando me preguntó si podía sentarse a mi lado.
―Por supuesto― respondí levantándome.
A la recién llegada le hizo gracia mi reacción y posando su mano brevemente en la mía, rogó que tomara asiento luciendo una sonrisa que hizo palpitar aceleradamente mi corazón. Con el recuerdo de sus dedos ardiendo en mi palma, me senté y miré hacia el estrado temiendo que si la miraba esa monada advirtiera la atracción que sentía por ella.
―Cuéntame, ¿qué posgrado vas a cursar? ― perturbando el poco entendimiento que me quedaba, quiso saber.
―Un master en Ciencias aplicadas, pero exactamente hasta que no conozca a mi tutor no sé en qué― reconocí.
― ¿Quién va a ser el profesor que te dirija? ― insistió interesada.
―Harry Bell― respondí mientras evitaba mirarla a los ojos al saber que corría el riesgo de hundirme en ellos.
Mi respuesta le hizo gracia y mientras el grueso de los profesores entraba en el salón, acercó su cara a mi oreja y me susurró que entonces no veríamos a menudo ya que ese catedrático la había nombrado su ayudante. No supe discernir si eso era una buena noticia o por el contrario funesta al oler el aroma que desprendía y que reconocí como jabón de niños. Asumiendo que venía recién duchada, no pude más que visualizarla desnuda bajo el agua y por vez primera en muchos meses, esa imagen me excitó.
―Siempre es bueno conocer a alguien― contesté temblando como un flan.
Mi nerviosismo no le pasó inadvertido y no queriendo incomodar, se quedó callada el resto del acto. Eso me permitió atender a la rectora y reconozco que me interesó su charla porque haciendo un homenaje a su antecesor Sir Gregory Winter, tras los típicos saludos, centró su discurso en la evolución del estudio de los anticuerpos en la medicina. Siempre me había gustado la forma en que nuestro cuerpo reaccionaba a los patógenos externos, por ello entusiasmado atendí y disfruté del novedoso planteamiento que el antiguo rector había plasmado en sus escritos.
Al terminar la muchacha me preguntó que me había parecido esa conferencia.
―Solo alguien muy inteligente es capaz de resumir en media hora la obra de toda una vida― respondí realmente impresionado por el análisis realizado por la señora Davies.
―A mí también me maravilla esa mujer― confesó para a continuación decirme si me apetecía un café.
Dudé si aceptar ya que había quedado con Hans, pero al enterarme que íbamos al pub donde sin lugar a equivocarme ese alemán llevaría unas cuantas pintas de cerveza me quedé sin excusas y accedí.
Al llegar al local el destino quiso que mi compañero estuviera enfrascado en una partida de dardos y desconociendo cuál era su mesa, nos sentamos en la única vacía donde ella se pidió una coca cola y yo un café.
― ¿Qué hace un español tan lejos del sol? ― me preguntó a modo de entrada.
―Morirme de frio― haciendo aspavientos de que estaba helado, repliqué.
―Te comprendo. Aunque llevo cinco años aquí, todavía no me he acostumbrado a su cielo encapotado ni a su permanente llovizna― dijo quejándose también ella del clima inglés.
Esa confidencia me permitió imitarla:
― ¿Qué hace una hindú tan lejos de casa?
―Huir de mis padres― riendo contestó: ― En la India, me sentía encorsetada por mi etnia y no me quedó más remedio que venir a Gran Bretaña.
Algo me dijo que esa mujer debía de pertenecer a una de las castas privilegiadas y metiéndome en donde no me llamaban pregunté si era chartria o vaishia. Mi pregunta la cogió desprevenida y en vez de contestar, me dijo cómo era posible que las conociera.
―Ya sabes, soy una enciclopedia andante― recordando la conversación en la que nos habíamos conocido, respondí.
―Pues te equivocas completamente― riendo encantadoramente comentó: ―Soy Nair.
― ¡Una adoradora de serpientes! ― exclamé sin poder contener mi lengua haciendo referencia a que ese minúsculo grupo adoraba como guardiana de su clan al reptil que los católicos identifican con el pecado original.
Mi exabrupto no la molestó y riendo me reconoció que era así, pero que no me preocupara dado que estaba prohibido el tener cualquier tipo de animal en la residencia y que en su familia llevaban generaciones sin practicar el Sambandam.
―Ahí me has pillado, no sé qué es― confesé atolondrado al ver su pícara mirada.
―Mi estimado amigo reconoce su ignorancia― resaltó y sin dejar de sonreír, me explicó que era un tipo de matrimonio informal por el cual las mujeres de su etnia tenían permitido tener varios maridos: ―Los ingleses lo prohibieron, pero aun así en el campo se sigue haciendo.
Esa información cuadraba con lo que sabía de ellos y dado que eran de las pocas sociedades donde se regían por matriarcados y donde la mujer era la que daba el linaje, solo se me ocurrió decir que llegado el momento no me importaría que mis hijos se apellidaran como ella. Me arrepentí nada más decirlo. Pero Naya en vez de tomárselo en plan tremendo, con sus mejillas coloradas, me respondió que todavía era pronto para una oferta como esa y que, de ir en serio, antes de nada, debía de recibir la aceptación de su gurú.
Juro que no sabía dónde meterme al darme cuenta de que en mi desconocimiento había propuesto matrimonio a esa preciosidad el mismo día en que nos había conocido y lo que era más importante, que no había rechazado de plano la idea.
―Dime cuándo y dónde me vas a presentar a tu maestro espiritual― lanzando un órdago a la grande musité no muy seguro de su respuesta
―Para aceptar ser tu premika, debo conocerte antes― con rubor dibujado en su cara, respondió mientras tomaba mi mano.
Alucinando por ese gesto, reservado únicamente a los más cercanos de la familia o a los novios en su educación, supe que no le desagradaba la idea y al contrario de lo que hubiese hecho con una occidental, me abstuve de besarla y únicamente entrelacé mis dedos en los suyos.
― ¿Sabes que en mi pueblo todo el mundo supondría que estamos prometidos si nos ven así? ― insistió sin soltarme.
― ¿Te importa?
―No. Al contrario, me gusta― con una coquetería innata, susurró y mientras miraba mi reacción, prosiguió: ―Es la primera vez que a un hombre lo siento tan cercano.
Nuevamente me dieron ganas de unir mis labios a los suyos y solo el conocer lo impúdica que resultaba esa costumbre para los hindúes, evitó que la besara. En su lugar, retiré la mano y llevándola a su mejilla, la acaricié sin prever que ese honesto mimo provocara su turbación y me dijera que no eran decente que dos novios se mostraran tan cariñosos en público.
Me quedé petrificado al comprender que ya se consideraba mi novia, pero aún mucho más al observar bajo su sari que dos pequeños montículos la delataban y que lejos de molestarla, con ese mimo se había excitado. Por eso regalándole una última caricia, le pedí permiso para volverla hacer cuando estuviésemos solos.
―No tengo que darte lo que ya es tuyo― musitó con una mezcla de alegría y de vergüenza mientras me tomaba nuevamente de la mano.
En ese momento, Hans llegó quejándose de lo tramposos que eran los ingleses y preguntando si quería algo de beber. Dando su lugar a Naya, la dije si tenía prohibido el alcohol. Al contestar que no, pedí un whisky.
― ¿No vas a pedir otro para tu adorada fiance? ― usando la denominación francesa que los británicos habían adoptado como propia, comentó.
El gigantón se dio la vuelta al oírla y viendo que tenía sus dedos entre los míos, soltó una carcajada diciendo:
―No me puedo creer que, en unas pocas horas, Manuel haya conseguido los que los demás llevábamos intentando desde que llegaste a la pérfida Albión.
―Tuvo que llegar un caballero y no un patán― desternillada de risa, alzó orgullosamente nuestras manos dejando de manifiesto que no le importaba que su círculo cercano supiera lo nuestro.
Hans en vez de quejarse por el insulto, se rio y me rogó que nunca le pidiera que le presentara a su hermana dado mi éxito con las féminas.
―Puedes hacerlo, Manuel sabe de lo que es capaz una Nair celosa si siente que ha sido traicionada.
No tuvo que decir nada más, con eso bastaba. Sabía por los libros de historia lo belicoso que había sido su pueblo durante la conquista de la India por los británicos y que estos solo habían conseguido apaciguarlos al incorporar a todos los hombres de su etnia al ejército inglés. Pero por si no me había quedado claro, Naya acercó sus labios a mi oído y me dijo:
―No me gustaría que en un futuro no pudieses darme descendencia.
Con mis huevos encogidos tras esa nada sutil amenaza, contesté que no se preocupara al ser yo hombre de una sola mujer. Su cara se iluminó al escucharlo y cerrando mi boca con un dedo, me informó que mientras nos íbamos conociendo tenía prohibido intimar con otra.
El que usara el verbo intimar y no coquetear reveló que se refería sexualmente y sin reconocer que era virgen, le prometí no hacerlo asumiendo que, si en veinticinco años nunca había estado en la cama con una mujer, era imposible que bajo la estricta supervisión que suponía iba a efectuar sobre mí lo hiciera.
Posando su cabeza en mi hombro, susurró:
―Estoy deseando que nos quedemos solos y así volver a sentir tus yemas recorriendo mi mejilla.
Lamenté haber pedido las copas, por lo mucho que me apetecía hacerlo…
Ya en la residencia, la acompañé hasta su puerta y viendo que no había nadie por los pasillos, tímidamente la abracé. Naya no solo se dejó rodear entre mis brazos sino poniendo su cara en mi pecho, se pegó a mí con fuerza mientras me decía que no pensara nada malo de ella, pero que necesitaba sentir mi contacto. Confieso que no supe cómo actuar cuando de repente noté que, sin levantar su cara, comenzaba sutilmente a restregar su cuerpo contra el mío.
―Soy inmensamente feliz de haber sido la primera en advertir la mirada honesta que se escondía tras tus gafas― murmuró mencionando mi miopía.
La actitud de la hindú me sorprendió y más cuando descaradamente buscó mi excitación frotando mi entrepierna con su sexo. Quizás por eso, bajé mi mano por su espalda:
―Un hombre no puede tocar a una mujer hasta que su gurú se lo permita― me rogó mientras ella intentaba incrementar mi incipiente erección con lentos pero constantes movimientos de su cadera.
Anonadado porque esa ley no le afectara a ella, únicamente murmuré que, si seguía rozando así mi virilidad, terminaría corriéndome.
―Eso quiero y anhelo― replicó con su respiración entrecortada prueba irrebatible de que también ella se estaba viendo afectada por esas imprevistas, pero deseadas, maniobras.
―Estás loca― susurré mientras le acariciaba la mejilla al saber que era lo único que no me estaba vedado.
Al sentir mis yemas recorriendo su cara, sollozó y con más fuerza, restregó su pubis contra mi dureza mientras me imploraba que no fuera flor de un día y que al día siguiente ella siguiera siendo mi premika.
―Eres todo lo que un hombre puede desear― con sinceridad contesté al percatarme de los sentimientos que esa monada hacía aflorar en mí sin importarme que ese nombre solo se pudiera usar con los ya comprometidos.
Mis palabras la azuzaron más si cabe. Mirando a su alrededor, descubrió una silla y me obligó a sentarme en ella.
― ¿Qué vas a hacer? ― pregunté al ver que se subía a horcajadas sobre mí.
―Satisfacer a mi amado novio y que esta noche solo sueñe conmigo― declaró mientras hacía resbalar mi pene entre sus piernas.
Esa posición hizo que, a pesar del sari, sus pechos rebotaran contra mi cara y deseando hundirla entre ellos, comprendí que si lo hacía ella lo vería como una perversión y por ello preferí cerrar los ojos.
―Diosa escucha a tu hija y permite que este hombre sea digno de ti― escuché que rezaba mientras seguía masturbándonos a ambos sin que yo pudiese hacer nada por favorecerlo.
De improviso, Naya se corrió dando un largo y prolongado gemido.
―Gracias, Devi por apiadarte de tu sierva― rugió mientras su placer se filtraba a través de la tela mojando mis pantalones. Tras lo cual y sin importarle mi erección, riendo se bajó de la silla y desde la puerta de su habitación, dijo que me vería al día siguiente al tiempo que me lanzaba un beso con la mano.
Con un cabreo de narices y un calentón de las mismas proporciones llegué al cuarto que compartía con el teutón. Este al verme entrar, me atosigó a preguntas respecto a mi secreto porque en su vida había visto algo igual.
―No te entiendo – respondí.
Creyendo que mi respuesta era una forma de salir por la tangente, Hans rectificó y directamente me preguntó si la había hipnotizado. Al comprender que podía ir en serio, me escandalicé y con ganas de partirle la cara a pesar de su tamaño, repliqué que si me creía tan inmoral de hacer algo así.
―Perdona, pero es que jamás había visto un cambio así en una persona. Conociendo la mala leche con la que reaccionaba cuando alguien tonteaba con ella, hicimos apuestas al terminar de comer sobre si antes del fin de semana te iba a dar una cachetada o por el contrario se iba a mostrar magnánima y solo te montaría un escándalo.
― ¿Tú por cuál apostaste?
―Por el bofetón― descojonado respondió.
― ¿Nadie creyó en mí?
Sonriendo, contestó a mi pregunta:
―Si tu madre hubiese conocido a Naya antes que tú, tampoco ella hubiese apostado por ti.
― ¿Tan borde era con sus pretendientes? ― insistí sin reconocer en la mujer que describía a la dulzura hecha carne que para mí representaba Naya.
―La obsidiana siendo el material más filoso del mundo natural, es una aprendiz al lado tu novia en lo que respecta a dar cortes.
―Exageras― mascullé totalmente incrédulo.
―No lo hago. Si quieres mañana te presento a Pierre, un francés al que le lanzó un cubo de agua por encima por decirle lo guapa que estaba una mañana. O a John, uno de sus compañeros al que ridiculizó en mitad de la clase tras cometer el pecado de regalarle una rosa roja el día de San Valentín. Lo creas o no tu preciosa novia sacaba las uñas y arañaba en cuanto sentía que invadían su espacio… No comprendí que te invitara a comer cuando por menos ella hubiera saltado al cuello del que se lo propusiera, pero menos aún su cara de alegría en el pub cuando os vi haciendo manitas.
Admitiendo que nada ganaba al mentir, supe que esas anécdotas eran ciertas y eso me hacía más difícil el comprender tanto su comportamiento como el mío propio. Si ella había evitado cualquier acercamiento antes de conocerme, mi caso era todavía más extraño. No solo no había coqueteado con ninguna, sino que había hecho todo lo posible para que no lo hicieran conmigo hasta llegar ella.
«He permanecido encerrado en mi caparazón», me dije mientras rememoraba las caricias que habíamos compartido y que chocaban frontalmente con lo aprendido en el seminario.
Temblando de miedo al sentir que estaba traicionando mis creencias, hallé consuelo en una reflexión de su santo fundador:
“Ama y haz lo que quieras. Si guardas silencio, hazlo por amor; si gritas, hazlo por amor; si corriges, corrige por amor; si perdonas, perdona por amor; si la raíz es el amor profundo, de tal raíz no se pueden conseguir sino cosas buenas”.
Con esas frases en la mente, me fui a la cama y cerrando los ojos intenté dormir. Por extraño que parezca después de tantas emociones, no tardé en conciliar el sueño, pero fue una vana ilusión ya que en seguida mi cerebro me jugó una mala pasada y me vi soñando con una serpiente que se acercaba a mí.
Curiosamente no sentí miedo mientras observaba cómo se iba enroscando en mi cuerpo. Su tacto suave me recordó a Naya y quizás por ello, sentí su mortal abrazo como algo deseable sin importarme que al presionar mi pecho me estuviese asfixiando.
― ¡Diosa! ― murmuré entre sueños rememorando el grito de la hindú al correrse.
El aire comenzó a fluir en mis pulmones al invocarla mientras sus anillos dejaban de comprimirme y como si estuviera dotada de manos, la deidad me comenzó a acariciar. Contra mi voluntad, el roce de su piel despertó mi miembro dormido.
―Mi heraldo― escuché que siseando me decía acercando su cabeza a mi cara.
La voz del reptil era la de Naya y sin comprender lo que ocurría, fui testigo de su transformación. Las verdes pupilas de la serpiente se fueron oscureciendo y alargándose adoptaron una forma humana que no recocí. Fue al menguar su mandíbula mientras sus pómulos crecían cuando las semejanzas me hicieron saber que me hallaba ante ella.
―Ámame – me exigió.
Sin importarme que su cuerpo siguiera siendo el de un reptil, comencé a recorrer sus anillos con mis dedos para descubrir que ahí donde la tocaba, las escamas desaparecían convirtiéndose en piel.
―Tómame― insistió mientras ante mi asombro le empezaron a crecer unos diminutos brazos, brazos con los sin esperar a alcanzar su tamaño, me acariciaron el pecho.
La dulzura de ese ser, mitad serpiente mitad mujer, al tocarme me terminó de excitar y cuando de su cuerpo brotaron dos duros y oscuros pechos, llevé mi boca a ellos.
―Adórame― silbó la diosa al ver que mamaba de ella.
Como su más ferviente lacayo, sentí que mi deber era amarla y con más ahínco lacté de esos senos que en mi mente eran los de mi premika.
―Soy Bhagavati, no mi sacerdotisa― revelando quien era, murmuró mientras su lengua bífida jugaba en mi oreja.
Aunque nunca había oído su nombre, comprendí que me hallaba frente a la deidad que los Nair veneraban y sintiéndola como algo mío, busqué en ella los besos que Naya me había vetado. Al contrario que la hindú, la diosa no rehuyó mis labios y mientras la besaba, noté cómo se abría un orificio en uno de sus anillos y cómo ese mitológico ser introducía mi pene en él.
El sueño se convirtió en pesadilla al desaparecer la parte humana y verme amando únicamente a la serpiente.
―Por favor― grité aterrorizado con ese acto contra natura.
Las risas del ofidio resonaron en mi cerebro mientras esparcía mi simiente en su interior…
Como otros muchos, llevaba cinco años trabajando en una gran empresa y aunque entré pensando que en una estructura tan grande tendría oportunidad de escalar posiciones, la realidad es que no lo había conseguido y seguía siendo un gerentillo de un área pequeña de ese monstruo.
A través de ese tiempo, muchos habían sido mis jefes y mientras a ellos les veía subir peldaños en la compañía, yo en cambio me había quedado estancado en mi trabajo. Aunque no me podía quejar porque además de tener un sueldo aceptable, al tener dominado mis dominios eso me permitía disponer de mucho tiempo de ocio y era raro el mes donde no me tomaba unos días libres, para golfear fuera de Madrid.
Como mi trabajo salía a tiempo y mi sección no daba problemas, ningún superior se quejó de mí pero tampoco me promocionaron cuando consiguieron un ascenso. La realidad es que nunca me importó porque desde ese rincón podía hacer lo que me viniera en gana.
Para bien o para mal, todo cambió hace seis meses cuando a Don Joaquín, mi jefe durante dos años, lo promocionaron como jefe regional y trajeron a una enchufada. Fue entonces cuando caí en manos de Aurora, una zorra recién salida de la carrera que queriendo comerse el mundo, puso patas arriba todo el departamento. A partir de entonces, mi idílica vida de cuasi funcionario quedó trastocada sin remedio.
Todavía recuerdo el día que apareció por la oficina esa rubia. Embutida en un conjunto gris, me pareció una monja sin personalidad que jamás pondría en cuestión lo poco que trabajaba. Lo cierto es que no tardé en comprender que esa mujer me iba a hacer la vida imposible porque no llevaba una semana trabajando bajo sus órdenes cuando tras llamarme a su despacho, me informó que había visto los resultados de los últimos años y había descubierto que la única sección que mantenía un crecimiento constante era la mía. Creyendo que al saber que conmigo al mando se podía olvidar de esa línea de productos, muy ufano le solté:
-Gracias, mi gente y yo sabemos lo que nos traemos entre manos. Si confías en nosotros, podrás ocuparte de los demás problemas.
Fue entonces cuando esa jovencita de ojos verdes, contestó:
-Lo sé. Por eso he decidido que me ayudes y he decidido que seas mi segundo.
Su propuesta me dejó helado porque eso significaba decir adiós a mi pequeño paraíso y tener que trabajar en serio. Tratando de escaquearme de esa responsabilidad no deseada, señalé otros candidatos más cualificados para desempeñar esa labor pero ella tras escucharme lo único que dijo fue que agradecía mi franqueza pero que su decisión era firme y que a partir de ese instante, yo era el subdirector.
«¡Me cago en la puta! ¡Esta niña me va a hacer currar!», pensé mientras hipócritamente agradecía la confianza que depositaba en mí.
Mis temores no tardaron en ser realidad porque mientras en mi antiguo puesto era raro el día que no salía a la seis, a partir de que Aurora hiciera su aparición, mi horario se convirtió en todo menos normal. Entraba a las ocho de la mañana y esa lunática del trabajo me tenía esclavizado codo con codo con ella hasta pasadas las nueve. Obsesionada con los resultados, diariamente repasábamos los informes de las distintas secciones y no permitía que me fuera hasta que, entre los dos, tomábamos las actuaciones pertinentes para solucionar los problemas.
Para que os hagáis una idea tuve que dejar los dardos y mis partidas de mus en el bar de enfrente porque ese engendro que el demonio había mandado para torturarme solo confiaba en mi criterio y queriéndome en todo momento a su disposición, hacía imposible que, como me había acostumbrado, me tomara tres tardes libres a la semana. Os juro que aunque mi sueldo casi se dobló echaba de menos a mis antiguos jefes y también os reconozco que varias veces pensé en dimitir pero la crisis económica que asolaba España, me lo impidió.
Como sostiene Murphy, todo es susceptible de empeorar y eso ocurrió cuando una tarde casi a las ocho me cazó con el maletín en la mano y me pidió que la ayudara a revisar un expediente que había llegado a sus manos solo media hora antes.
«¡Maldita psicópata! ¡Eso lo podemos ver mañana!», exclamé mentalmente. Hundido en la miseria porque había quedado con una morenaza que pensaba follarme, tuve que dejar mis cosas en una silla y reunirme con ella para releer esa documentación recién llegada. Para colmo rápidamente descubrí que esa mujer tenía razón para estar preocupada porque según ese informe, teníamos un boquete de varios millones dejado por mi antiguo jefe y el cual si no conseguíamos demostrar, iba a ser adjudicado a nosotros.
-Comprendes ahora porqué te pedí que me ayudaras- dijo casi llorando al saber que todo apuntaba a que ese desfalco había sido realizado bajo su mandato.
Por vez primera vi que tras esa fachada hierática se escondía una niña y compadeciéndome de ella, me puse manos a la obra para intentar resolver ese meollo. Totalmente conmocionada, Aurora solo pudo permanecer sentada a mi lado mientras yo, aprovechando los conocimientos adquiridos durante años del sistema informático de la compañía, buscaba en el servidor las pruebas que descargaran la culpa de ella y se la adjudicara al verdadero culpable.
«¡Será cabrón!», mascullé entre dientes cuando después de una hora, no había conseguido encontrar nada. El viejo zorro de D. Joaquín había sabido ocultar su estafa bajo una maraña de asientos contables que imposibilitaban sacarlo a la luz. Únicamente el convencimiento que tenía de la inocencia de esa cría me hizo seguir husmeando entre datos hasta que ya bien entrada la madrugada descubrí el rastro de sus maniobras.
-¡Te pillé! ¡Hijo de puta!- grité al tirar de la madeja y demostrar que la muchacha nada tenía que ver con ese delito.
Mi grito hizo despertar de su letargo a mi jefa que al oírme se apresuró a pedir que le explicara qué era lo que había encontrado. Satisfecho pero no conforme todavía, no le hice caso y me puse a imprimir los documentos que nos exculpaban. Solo cuando tenía una copia en impresa, me tomé mi tiempo para contarle cómo había desenmascarado la trama. Durante cinco minutos, Aurora permaneció atenta escuchando mi perorata y al terminar con una sonrisa, dijo:
-¡Me has salvado la vida!
Tras lo cual y antes que pudiese hacer nada por evitarlo, me besó pegando su cuerpo al mío. Al sentir sus pechos juveniles, me dejé llevar y respondí con pasión a sus besos hasta que recuperando la cordura, mi jefa se separó de mí y recogiendo los papeles, se despidió de mí diciendo:
-Sabré agradecer lo que has hecho por mí.
Asustado por mi calentura, me la quedé mirando mientras se iba y fue en ese momento cuando valoré por primera vez que esa universitaria tenía un culo de ensueño.
«¡La he cagado!», pensé dando por hecho que al día siguiente esa mujer me iba a echar en cara el haber abusado de su momentánea debilidad….
Al día siguiente y habiendo dormido solo un par de horas, llegué a la oficina destrozado y por eso no me hizo ni puñetera gracia que mi jefa me pidiera que la acompañara a ver al “puto bwana”, al “gran caca grande”, al “sumo pontífice”, que no era otro más que el máximo dirigente de la compañía.
Agotado y sin afeitar, intenté zafarme diciéndola que estaba hecho una piltrafa pero entonces y mientras disimuladamente acariciaba mi trasero, la rubia riendo contestó:
-Yo te veo guapísimo.
Su desfachatez me paralizó y por eso no pude negarme a seguir sus pasos rumbo al trigésimo piso donde se encontraba el despacho de ese mandamás. Jamás en mi vida había soñado con subir a esa planta y menos que Don Arturo hiciera un hueco en su agenda para recibirme. En cambio, Aurora parecía estar habituada a moverse en esas altas esferas porque nada más salir del ascensor, se dirigió a la secretaria del tipo y le dio su nombre.
La respuesta de esa agria cuarentona me dejó aún más desconcertado porque luciendo una sonrisa de oreja a oreja, contestó:
-Su padre le está esperando.
En un primer momento creí que había oído mal porque el apellido del tipo que íbamos a ver era Talabante mientras que el de mi jefa era Ibáñez. El saludo del sesentón incrementó mi zozobra porque plantándole un par de besos en la mejilla, la recibió diciendo:
-Hija, ¿qué es eso tan importante de lo que querías hablarme?
-Papá, ¿recuerdas que te conté que había algo que no me cuadraba en la división donde trabajo?
El viejo afirmó perezosamente con la cabeza. Ese breve gesto que a mí me hubiese aterrorizado, la rubia se lo tomó como un permiso para seguir hablando:
-Te presento a Andrés, mi segundo. Juntos hemos descubierto un desfalco millonario en las cuentas.
Don Arturo abrió los ojos y ya interesado, pidió a Aurora que se explicase pero ella me pasó la palabra diciendo:
-Mejor que te lo explique Andrés que es el que realmente sabe cómo se ha llevado a cabo.
Sin modo de escabullirme, empecé a explicar la forma en la que habían ocultado al departamento de auditoria el desvío de fondos pero entonces ese zorro me paró en seco y tomando el teléfono ordenó al director administrativo que subiera. Ya presente, tuve que reiniciar mi exposición pero esta vez con todo lujo de detalles al tiempo que contestaba las preguntas de los dos financieros. Durante dos horas aguanté ese interrogatorio y no fue hasta que el gran jefe descargó su cólera sobre su subalterno por no haberlo detectado cuando pude descansar.
Aurora viendo que no hacíamos falta, pidió permiso a Don Arturo para volver a nuestros quehaceres y por eso salimos del despacho casi sin hacer ruido. Cabizbajo por no tenerlas todas conmigo al sentirme engañado por esa “espía”, la seguí hasta el ascensor. Mi jefa espero a que se cerraran las puertas para decirme:
-Has estado magnífico.
Tras lo cual se lanzó sobre mí y sin importarle que alguien nos viera, me comenzó a besar restregando su cuerpo contra el mío. Pero al contrario que la primera vez, sus labios me supieron a burla y separándola de mí, le dije:
-¿La niña pija se aburre tanto que me ha elegido como su mascota?
El desprecio con el que imprimí a mis palabras hizo mella en Aurora que comprendiendo que no me había gustado enterarme así que era la heredera de todo ese tinglado, casi llorando, contestó:
-Siento no haberte contado quien era pero no quería que la gente pensara que me habían dado ese puesto por ser su hija. ¡Sabes y te consta que soy excelente en mi trabajo!
Indignado al sentirme usado, me la quedé mirando y queriendo humillarla, llevé mis manos hasta sus pechos y respondí:
-Lo único que sé es que estás buena- tras lo cual y aprovechando que se había abierto el ascensor salí rumbo a mi oficina donde me encerré durante el resto del día…
Todo cambia ¿para bien?
Como resultado de nuestro informe, Aurora sustituyó a Don Joaquin al frente de la delegación regional y a mí con ella. Mi promoción incluyó un nuevo despacho, el cual a mi pesar estaba pegado al de mi jefa, de forma que a través de los cristales esa criatura del infierno podía controlar mis movimientos.
«No voy a poder ni moverme», me quejé al comprobar las cristaleras que formaban la división entre los dos cubículos. Si ya de por sí era incómodo, más lo fue comprobar que existía un acceso directo entre ellos que permanentemente la rubia mantenía abierto. «Va a escuchar hasta si me tiro un pedo».
Decidido a no dar pie a que pensara que me sentía atraído por ella, intenté mantener un trato frío con esa mujer pero me resultó imposible porque desde un principio Aurora hizo todo lo posible porque así no fuera. Lo primero que cambió fue su forma de vestir, dejando en el armario las faldas largas y las chaquetas holgadas, comenzó a usar minifaldas y suéteres pegados.
«Lo hace a propósito», protesté en mi interior al verificar lo difícil que me resultaba apartar la mirada de su cuerpo. Si con anterioridad a la noche en que salvé su prestigio nunca me había fijado en ella, en esos días no podía de mirar de reojo lo buena que estaba.
Dotada por la naturaleza con unos pechos perfectos, me costaba un verdadero sacrificio no babear al observar el canalillo que se formaba entre ellos, pero lo que realmente me traía jodido era ese culo en forma de corazón y esas piernas largas y contorneadas.
Mi jefa que sabía los efectos que su belleza causaba en mí y buscando romper la actitud profesional que trataba de mantener, no perdía oportunidad de exhibirse a través de la cristalera. Conociendo que lo mejor de su anatomía era su trasero, la muchacha solía regalarme con una exhibición del mismo tirando papeles, bolígrafos o lo que se le ocurriera al suelo para que al recogerlos torturarme con lo que me estaba perdiendo.
«Tiene un buen polvo», tuve que reconocer un día cuando al contemplarla hablando por teléfono puso sus pies descalzos sobre la mesa y sus encantos hicieron despertar de su letargo a mi pene.
Sufrí es sutil acoso durante dos semanas pero viendo que no disminuía la brecha que nos separaba, Aurora decidió dar otro paso. El primer síntoma que había zanjado incrementar la presión sobre mí fue cuando aprovechando que le estaba mostrando un informe, esa zorrita posó sus pechos sobre mi hombro mientras disimulaba haciendo que leía esos papeles. Reconozco que al sentir esas dos maravillas me excitó pero lo que realmente me volvió loco fue oler el aroma de su perfume mientras escuchaba su respiración al lado de mi oído.
«Aguanta, ¡no te excites!», tuve que repetir mentalmente al notar que bajo mi pantalón crecía sin control una brutal erección. Para mi desgracia, la arpía se percató del bulto de mi bragueta y mordiéndome la oreja, preguntó que le ocurría a mi pajarito.
No sé qué fue peor, si la traición de mis neuronas al rojo vivo o la vergüenza que sentí al tener que aguantar su burla. Lo cierto es que cabreado hasta la medula, le pedí que dejara de tontear conmigo pero entonces sonriendo, mi jefa me contestó:
-Andres, lo quieras o no, ¡vas a ser mío!
Tras lo cual y ratificando con hechos sus palabras, pasó su mano por mi entrepierna antes de volver a su despacho. La breve caricia de sus dedos hizo saltar por los aires mi indiferencia e involuntariamente un gemido de deseo surgió de mi garganta. Gemido que ella aprovechó para decirme desde la puerta:
-No tengo prisa.
Lo cerca que había estado de caer en su telaraña me hizo levantarme de mi asiento y salir a tomarme un café mientras intentaba borrar la sensación que esas dos tetas habían dejado en mi mente.
No habiéndolo conseguido, al volver a mi cubículo me encontré un mensaje de mi jefa en mi correo. Al abrirlo, me topé con una sensual foto de Aurora en la que aparecía totalmente desnuda pero tapándose los pechos y su coño con las manos. Alucinado por el grado de persecución al que me tenía sometido, lo peor fue leer el texto:
-Me tienes a tu disposición, solo tienes que pedirlo.
Cabreado decidí responder y sin meditar las consecuencias, contesté a su email diciendo:
-¿Cuánto cobras? Si es muy caro, no vales la pena.
Al mandárselo, me quedé observando su reacción. Esperaba que ese nada velado insulto la cabreara y diese por olvidada su obsesión por mí. Tal y como esperaba, al leer mi mensaje se enfadó pero lo que jamás había previsto es que acto seguido cruzara la separación entre nuestros dos despachos y que tras bajar las persianas para que nadie pudiese verla, me dijera:
-¡Nunca en tu vida has tenido una mujer como yo!- tras lo cual, se despojó de su ropa y quedándose en ropa interior, insistió diciendo: -¡Soy todo lo que puedes desear!
Confieso que me quedé anonadado al comprobar in situ que ese cerebrito tenía un cuerpo de revista y que lejos de perder erotismo sin ropa, semidesnuda era todavía más irresistible. Con la boca abierta de par en par, fui testigo de cómo esa bruja se volvía a vestir y de cómo sin despedirse salía hecha una furia de mi despacho rumbo a la calle.
El dolor que leí en su cara, me hizo reaccionar y tras unos segundos de confusión, salí corriendo en su busca. La alcancé en el ascensor justo cuando se cerraban las puertas y sin mediar palabra, la besé. Aurora intentó rechazar mis besos pero al notar que mi lengua forzando sus labios, cambió de actitud y respondió a mi pasión con una lujuria infinita. Su entrega provocó que mi pene se alzara y ella al sentir la presión del mismo contra su sexo, no solo no se quejó sino que comenzó a restregarlo contra su entrepierna. Os juro que si no llega a abrirse en ese momento el ascensor, mi calentura me hubiese obligado a hacerle el amor allí mismo. Pero la presencia de un grupo de oficinistas mirando nuestra lujuria hizo que nos separáramos.
Aurora, satisfecha por mi claudicación, rompió el encanto de ese instante al reírse de mí diciendo:
-Sabía que no podrías soportar mis lágrimas. Reconócelo, ¡estás colado por mí!
El tono chulesco de mi jefa me enervó y para no romperle la cara de un guantazo, preferí irme del edificio mientras escuchaba que cabreada me pedía que no me fuera.
«No debí confiar en ella, ¡esa zorra me ha manipulado!», sentencié al recorrer la acera en un intento de olvidar su afrenta y tranquilizarme.
Sin ganas de volver a mi oficina, directamente me fui a casa. Saberme objeto de su caprichoso carácter y el convencimiento que una vez me hubiese domesticado, Aurora me tiraría como a un kleenex usado, no me permitía ni pensar. Todas las células de mi cuerpo me incitaban a ceder ante ella mientras mis neuronas intentaban hacerme entrar en razón y rechazarla por completo.
Intenté combatir el calor que nublaba mi mente con un ducha pero en la soledad de mi baño, el recuerdo de esa rubia, de la majestuosidad de sus pechos pero sobre todo la perfección de sus nalgas hicieron que contra mi voluntad me volviera a excitar. Inconscientemente en mi imaginación me puse a desnudarla mientras el chorro de la ducha caía por mi cuerpo. Como en el ascensor, Aurora se contagió de mi pasión y ya desnuda se metió conmigo bajo el agua. En mi cerebro al ver y sentir sus pechos mojados fue demasiado para mí y por eso no pude evitar soñar que hundía mi cara entre sus tetas. Mi Jefa al sentir mi lengua recorriendo sus pezones, gimió de placer mientras con sus manos se hacía con mi miembro.
-¡Dios como la deseo!- exclamé creyendo que eran sus dedos los que empezaban a pajear arriba y abajo mi verga ya erecta.
Entonces esa imaginaria mujer se dio la vuelta y separando sus nalgas con sus dedos, me tentó con su culo diciendo:
-¿Te apetece rompérmelo?
En mi fantasía, caí rendido ante tanta ese bello trasero e hincando mis rodillas sobre la ducha, usé mi lengua para recorrer los bordes de su ano. Aurora al experimentar esa húmeda caricia en su esfínter, ahogó un grito y llevando una mano a su coño, empezó a masturbarse. Urgido por dar uso a ese culo, metí toda mi lengua dentro y como si fuera un micro pene, empecé a follar a mi jefa con ella.
-¡Sigue cabrón!- chilló en mi mente al sentir esa incursión.
Estimulado por su insulto, llevé uno de mis dedos hasta su esfínter e insertándolo dentro de ella, comencé a relajarlo. El gruñido con el que esa zorra contestó a mi maniobra, me informó que le estaba gustando y metiendo lo hasta el fondo, comencé a sacarlo mientras la rubia se derretía dando gritos.
-¡Fóllame! ¡Lo necesito!- chilló descompuesta al tiempo que se apoyaba en los azulejos de la ducha.
La urgencia de esa imaginaria mujer me hizo olvidar toda precaución y ya dominado por la lujuria, con lentitud forcé por vez primera ese culo con mi miembro. El culo de mi jefa absorbió centímetro a centímetro mi verga y solo cuando la rubia comprobó que la había incrustado por completo, aulló diciendo:
-¡Empieza de una puta vez!
Su actitud me sacó de quicio y sin avisarla empecé a mover mis caderas, deslizando mi miembro por sus intestinos. La presión que ejercía su ojete en un principio, se fue diluyendo por lo que aceleré mis penetraciones sin importarme que le doliera. La rubia al notarlo, se quejó pero en vez de compadecerme de ella, le solté:
-¡Cállate y disfruta! ¡So puta!
Que su empleado la insultara, le cabreó y tratando de zafarse de esa cuasi violación, me exigió que se la sacara. Pero entonces hice caso omiso a sus deseos y recreándome en mi indisciplina, di comienzo a un loco galope sobre su duro trasero.
-¡Me haces daño!- rugió al experimentar como forzaba su esfínter con el brutal modo con el que la estaba empalando.
Vengando todas sus afrentas, recalqué mi acción soltando un duro azote en una de sus nalgas. Ese azote la hizo reaccionar y contra pronóstico, mi jefa empezó a gozar entre gemidos.
-¡Dame otro!- chilló alborozada al disfrutar del escozor de esa caricia.
Recordando su engaño y la manipulación que había sido objeto, decidí seguir castigando su trasero y a base de sonoras nalgadas, marqué el ritmo con el que me la follaba. Dominada por la lujuria, la rubia gozó de cada azote porque sabía que acto seguido vendría una nueva estocada de mi verga. Comportándose como la zorra que era, me pidió que siguiera usando su culo mientras con sus dedos no dejaba de masturbarse. La suma del triple estimulo, las palmadas, mi pene en su culo y sus yemas torturando su clítoris, terminaron por calentarla y convulsionando bajo la ducha, me informó que se corría.
-¡Córrete dentro de mí!
Oír que me pedía que anegara con mi semen el interior de su culo, fue la gota que derramó el vaso y acelerando aún más la velocidad de mis embistes, dejé que mi pene explotara en sus intestinos…
Estaba todavía recuperándome cuando de improviso comenzó a sonar mi móvil, molesto por esa interrupción, salí de la ducha y poniéndome una toalla fui a ver quién era. No me costó reconocer qué me llamaban del trabajo y creyendo que sería Aurora, dudé en descolgar. Finalmente la cordura imperó y contesté.
-Soy Lucia Santos, la secretaria de Don Arturo- dijo mi interlocutora al otro lado del teléfono. –Le llamo para informarle que el jefe me ha pedido que quiere verle en la fiesta que da esta noche en su casa.
Cómo comprenderéis supe de inmediato quien realmente me quería ver en ese festejo pero como no podía hacerle un feo a ese hombre, únicamente pregunté a qué hora y cómo debía ir vestido.
-A las nueve y de etiqueta- respondió la cuarentona tras lo cual colgó sin despedirse.
Sabiendo que es una encerrona, voy a la fiesta.
En ese momento agradecí saber que uno de mis primos tenía un smoking de mi tamaño y sin soltar el móvil, lo llamé para que me lo prestara. Como vivía cerca tuve tiempo de ir por él y de prepararme para la evidente encerrona de esa arpía.
«No debes seguirle el juego», repetí continuamente mientras anudaba la pajarita alrededor de mi cuello al sentir que lo que realmente estaba anudando era la soga con la que Aurora iba a ejecutarme.
Al no hacer asistido nunca a una fiesta de la alta sociedad, excesivamente toqué el timbre de la mansión donde vivía tanto Don Arturo como mi jefa. Lo que no me esperaba fue que fuera la propia rubia quien me abriera la puerta y menos que al verme de pie en el porche de su casa sorprendida me soltara:
-¿Qué coño haces aquí?
La expresión de su rostro me dejó confundido y por vez primera sospeché que ella no tenía nada que ver con el tema. Por otra parte también tardé en responder porque sin querer mis ojos recorrieron su cuerpo enfundado en un impresionante traje negro de raso. Ver a esa hermosura con su metro setenta y cuervas de escándalo, me había impactado y balbuceando le expliqué que su viejo a través de su secretaría me había invitado.
-Pues no puedes quedarte- me soltó todavía cabreada por la forma que después de besarla la había dejado plantada y me hubiera ido si no llega a ser porque en ese instante Don Arturo hizo su aparición y cogiéndome del brazo me introdujo dentro de su chalet.
Como no conocía a nadie, ejerciendo de anfitrión el gran jefazo me fue presentando a los presentes, dándome una importancia que a todas luces no me merecía. La incomodidad que sentí en ese momento, se fue diluyendo con el paso del tiempo y poco a poco fue cogiendo confianza, entablé conversación con varios de los miembros de tan selecta fiesta mientras buscaba a mi alrededor al ogro rubio de Aurora.
«¿Dónde se habrá metido?», me pregunté al cabo de un rato de no verla. Su cabreo y su desaparición no cuadraban con la idea de la encerrona.
Todavía me confundió más el hecho que a la hora de tomar asiento, me sentaran a la derecha del viejo mientras su hija lo hacía en otra mesa.
«No entiendo nada», mascullé al verlo.
Durante la cena, tuve un montón de trabajo al tener que responder un montón de preguntas sobre la empresa que sin parar me hizo Don Arturo. Afortunadamente, conocía bien los entresijos de la compañía y pensando que al día siguiente esa zorra me iba a despedir, fui sincero y le conté errores que veía y que a buen seguro sus subalternos nunca le habían expresado. Curiosamente mi franqueza fue del gusto de ese hombre de negocios y ganándome un respeto que hasta entonces no tenía, pasó a preguntarme sobre mi vida.
Mientras le explicaba donde había estudiado y a qué se dedicaban mis padres, desde la mesa de al lado escuché las risas de Aurora y de reojo observé cómo tonteaba con uno de sus acompañantes. Mi examen no le pasó desapercibido a su viejo que riendo a carcajadas, intentó sonsacar que tenía con su chavala.
-Nada, es solo mi jefa- respondí sin poder apartar mis ojos de ella al percatarme que el tipo en cuestión había pasado la mano por su cintura.
Descojonado al ver los celos reflejados en mis ojos, ese astuto financiero me soltó señalando a la rubia:
-Esa que ves ahí, no es ella. Está actuando para sacarte de las casillas. La conozco bien y desde que vi su mirada mientras nos contabas el desfalco en mi despacho, supe que sentía algo por ti.
Esa confidencia me perturbó porque en cierta forma el sesentón estaba dando su conformidad a nuestra supuesta relación y por eso durante el resto de la cena me quedé callado pero al terminar y dar inicio el baile, Don Arturo sin pedirme opinión llamó a su hija y le pidió que bailara conmigo. En un principio, se negó pero ante la insistencia de su padre me tomó de la mano y me llevó hasta la pista.
Una vez allí, me impresionó verla desenvolverse al ritmo de la música porque no solo era una experta bailando sino porque sus curvas de infarto dentro de ese vestido escotado eran una tortura. Cayéndoseme la baba, observé cómo sus senos seguían el ritmo de la música y por mucho que me esforcé en dejar de mirarlos, continuamente mis ojos volvían a su canalillo.
Mi calentura se exacerbó hasta límites insospechados cuando dieron inicio las lentas. No deseando bailar pegado a ella, le pedí volver a la mesa con su padre pero ella se negó y tomándome de la cintura empezó a bailar. Al notar sus pechos clavándose en mi camisa y sus caderas restregándose contra mí, sentí que no iba a poder soportar mucho sin que mi excitación hiciera su aparición bajo mi bragueta. Tratando de evitarlo, me separé de Aurora pero al notarlo, comprendió mis razones, Satisfecha al descubrir una debilidad en mí, se pegó aún más y sin que nadie se diera cuenta rozó con sus dedos mi extensión mientras me preguntaba:
-¿Qué tanto hablabas con mi padre?
-De lo puta que es su hija- respondí mientras una descarga eléctrica recorría mi cuerpo y retiraba su mano de mi entrepierna.
Sabiendo que mi insulto tendría respuesta preferí que no fuera en medio de la pista y por eso sin darle tiempo a reaccionar, la llevé hasta el baño. Al cerrar la puerta, la ira acumulada la hizo intentar darme un tortazo pero previéndolo, paré su golpe y cogiendo su cabeza, la besé. Durante unos segundos pataleó e intentó zafarse de mi beso pero sujetándola, evité que huyera hasta que rindiéndose a lo inevitable, respondió con pasión a mi lengua y sin mediar palabra, como una perturbada comenzó a desabrocharme el pantalón y sacando mi miembro, quiso volver a mamármelo. Pero decidido a que supiera quien mandaba, no se lo permití y girándola sobre el lavabo, le bajé las bragas y cogiendo mi verga, la ensarté violentamente.
Aurora gritó al experimentar quizás por primera vez que alguien le mandaba y facilitando mis maniobras, movió sus caderas mientras gemía de placer. De pie y apoyando sus manos para no caerse, mi jefa se dejó follar disfrutando de cada acometida. Si en un principio, mi pene se encontró con que su coño estaba casi seco, tras unas breves envestidas, este campeó libremente mientras ella se derretía a base de pollazos.
Olvidando donde estaba y que los demás asistentes a la fiesta podían oírla, esa niña mimada se corrió dando gritos cuando yo apenas acababa de empezar. Tras lo cual, encadenó un orgasmo tras otro mientras me rogaba que no parara de hacerla mía. Como bien imagináis, la hice caso e incrementando mi ritmo conseguí convertir su sexo en un frontón donde no dejaban de rebotar mis huevos.
-¡Dios mío!- aulló al sentirlo y ya totalmente entregada, rugía descompuesta cada vez que mi mi pene se incrustaba hasta el fondo de su vagina.
El ardor que había tomado posesión de su cuerpo, me permitió seguirla penetrando con mayor intensidad hasta que dominada por el placer se desplomó sobre el lavabo mientras toda ella se estremecía, presa de la lujuria. Habiendo compensado sus afrentas, me dejé llevar y llenando su aristócrata conducto con mi semen, me corrí sonoramente mientras ella sufría los estertores de su orgasmo.
Agotado, me senté en el wáter y fijándome en ella, observé que mi jefa sonreía con los ojos cerrados. “La fierecilla está domada” pensé erróneamente creyendo que había dejado atrás sus ínfulas de niña bien. Pero entonces, abrió sus parpados y mirándome fijamente, me dijo:
-Se nota que mi padre te ha ofrecido algo. ¿Qué te ofreció por hacerme caso? ¿Un puesto?
-¡Eres idiota!- contesté indignado porque creyera que su viejo me había comprado. Sin esperar a que terminara de acomodar su ropa, la saqué arrastrándola del brazo y llevándola donde Don Arturo, le entregué a su hija diciendo: -¡Dimito! ¡Aguántela usted que yo no puedo!
Tras lo cual saliendo de la mansión, cogí mi coche y sin nada mejor que hacer, me fui a ahogar las penas en un bar cerca de mi casa, pero ni la presencia de unos amigos ni el whisky que me pedí, consiguieron hacerme olvidar a Aurora. Cuanto más lo pensaba, mayor era mi cabreo al darme cuenta que estaba colado por esa mujer y sabiendo que había tomado la decisión correcta al renunciar a mi trabajo, saber que no volvería a verla me impidió hasta beber y tras dos horas, removiendo mi copa volví a casa.
Al salir del lugar tuve que agenciarme un paraguas porque estaba lloviendo, quizás por eso no me percaté de su presencia. Estaba abriendo mi portal, cuando escuché desde un rincón:
-Perdóname, lo siento. Fui una tonta al creer que mi padre te había convencido.
Al girarme para soltarle una fresca, la vi empapada, borracha y semidesnuda. Su vestido mojado se transparentaba dándole un aspecto todavía más desvalido. Compadeciéndome de ella, la tomé en mis brazos y cargando con ella, entré en el edificio. Aurora al sentir que la cargaba, posó su cabeza sobre mi pecho y llorando me pidió que la dejara quedarse conmigo esa noche.
Todavía no sé lo que me empujó a contestar:
-Si te quedas hoy, tendrás que quedarte para siempre.
Mis palabras la sorprendieron pero tras pensárselo unos segundos, levantó su mirada y con una sonrisa que no pudo enmascarar sus lágrimas, respondió:
-Mañana traigo mis maletas.