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Relato erótico: “Mi tímida e inocente amiga me entregó su culo” (POR GOLFO)

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La amiga tímida.

Conocía o creía conocer a Paula desde hace quince años. Compañeros de pandilla desde la adolescencia, habíamos mantenido el contacto durante todo ese tiempo y por el aquel entonces la consideraba una de mis mejores amigas, a pesar de su timidez innata. Para que os hagáis una idea, era tan apocada en tema de hombres que, en ese lapso, no la había conocido un novio o pareja. La mitad de los amigos decían que era lesbiana mientras la otra mitad, entre los que me incluyo, la considerábamos asexuada.
Físicamente era guapetona pero su carácter la hacía invisible a los ojos de todo el mundo. Yo mismo tengo que reconocer que jamás me había fijado en ella como mujer. Como mucho alguna noche con copas había dudado entre tomarme otra o intentar ligármela, pero siempre había ganado el alcohol. Su manía de llevar ropa holgada y el hecho que soliera peinarse con coleta, provocó que en nunca hubiese valorado lo que se escondía tras esa fachada.
Todo cambio cuando a raíz que mi novia me dejara, le comenté a Paula que no sabía qué hacer con los billetes que había comprado para irme de viaje a Mallorca con ella:
-Si los vas a perder, ¡usémoslos!- me comentó.
-¿Tú y yo?- pregunté extrañado por la sugerencia.
-Claro. A mí me quedan unos días de vacaciones y es una pena que se desaprovechen.
Su idea me pareció alocada porque tendríamos que compartir no solo habitación sino también la cama. Al explicárselo, soltando una carcajada, contestó:
-¿Tienes miedo que te viole?
Su burrada diluyó mis reparos y cerrando el acuerdo con una copa, quedé con ella en ir juntos.
El aeropuerto.
Habíamos quedado la mañana que salía nuestro vuelo directamente en Barajas, el aeropuerto de Madrid. Como yo era quien llevaba los billetes decidí llegar antes de la hora, de manera que cuando Paula llegó apenas faltaban dos personas para poder facturar. Cuando me saludó, os confieso que tuve que mirarla dos veces para darme cuenta que era ella, puesto que parecía otra. Sus ropas holgadas y asexuadas habían desaparecido y ese día, Paula lucía un vestido totalmente pegado cuyo escote magnificaba el tamaño de sus pechos.
Debí de quedarme babeando al mirarla y ella en vez de echármelo en cara, se rio de mí diciendo:
-¿Qué te pasa? ¿Me encuentras algo raro?
Por supuesto que le encontraba algo raro. Después de años siendo amigos, me acababa de dar cuenta que tenía tetas y ¡menudo par!
«¡Cómo es posible que nunca me hubiese fijado!», pensé mientras no dejaba de recorrer esas dos maravillas con mi mirada. Absorto en el cañón del Colorado que se formaba entre sus pechos, no me percaté del ridículo que estaba haciendo hasta que ella en plan de guasa, me soltó:
-Me las vas a desgastar de tanto mirarlas.
-Perdona- respondí abochornado. Tras lo cual y mientras entregaba los billetes a la empleada, tuve que hacer verdaderos esfuerzos para retirar mis ojos de sus tetas.
Seguía sin creérmelo: ¡Paula, mi conocida de tantos años, era una mujer de bandera!
«Joder, ¡está buenísima!», exclamé mentalmente cuando habiendo facturado, ella se adelantó por el pasillo dejándome disfrutar del fantástico culo que también había conseguido ocultar durante ese tiempo.
Mi alucine se incrementó al ver el movimiento acompasado que estaba imprimiendo a sus nalgas.
«¡Quien las pillara!», sentencié excitado.
Aunque siempre había sabido que era guapa, al verla por primera vez arreglada me di cuenta de lo que me había perdido. Mi sorpresa lejos de amortiguarse al llegar a la sala de espera, se multiplicó cuando en plan sensual y luciendo su escote, me pidió que le trajera una coca-cola.
«¡Me la han cambiado!», mascullé al percatarme que había usado un arma típicamente femenina: «¡está coqueteando conmigo!».
Sin haber asimilado mi asombro, compré la bebida y al volver a donde ella estaba, descubrí que un tipo estaba hablando con ella. Reconozco que no me hizo ni puñetera gracia y acercándome a ellos, le di la botella.
-Gracias, cariño- susurró en mi oído.
De por sí que me llamara así era extraño, aún más que al hacerlo me agarrara de la cintura y pegara su cuerpo al mío. El sujeto debió suponer que era su pareja ya que inmediatamente se despidió dejándonos solos. Curiosamente, Paula no quitó su mano de mi talle sino que siguió con ella acariciando mi espalda mientras se bebía la coca-cola.
-¿Qué haces?- pregunté tan intrigado como excitado por la actitud de mi conocida.
-Quería hacerle ver a ese don juan de poca monta que tengo novio.
Su respuesta en vez de explicar su conducta, incrementó mis dudas porque aunque ya había pasado “el peligro”, Paula seguía aplastando sus pechugas contra mi pecho. Desgraciadamente para mí, mi pene a veces tiene vida propia y me traiciona en los peores momentos. Ese fue uno de ellos porque al bajar la mirada, creí descubrir el inicio de uno de sus pezones y el muy capullo, sin importarle mi opinión, reaccionó con una erección de caballo.
Sé que notó el bulto bajo mi pantalón porque, aunque parezca una fantasmada y no sea creíble, en vez de reírse de mí, montar un escándalo o separarse, Paula me miró y restregando su cuerpo contra ese fardo, comentó en plan putona:
-No sabía que calzabas tan grande.
Indignado, contesté:
-Ni yo que tenías un polvazo.
Mi burrada no la molestó en absoluto y aprovechando que teníamos que pasar al avión, me dijo con una sonrisa en su boca:
-¿Solo uno?

El avión.
Camino a mi asiento, mi cabeza daba mil vueltas a la transformación de Paula. No podía comprender como la tímida amiga de tantos años se estaba comportando así:
«¡Cualquiera diría que quiere seducirme!», medité mientras me sentaba a su lado.
No acababa de aposentar mi trasero cuando escuché a esa morena decirme que quería pedirme un favor.
-¿Cuál? – pregunté.
-Como sabes nunca he tenido pareja. ¿Te importaría fingir ser mi novio durante este viaje?- contestó mientras me miraba fijamente con sus verdes ojos.
-¿Vas en serio?- dije anonadado por su capricho.
-Totalmente- respondió y reafirmando su deseo con hechos, acercó su boca a la mía y me besó.
A pesar de no haberlo previsto, al sentir sus labios, respondí con pasión y abrazándola, profundicé su beso metiendo mi lengua dentro de su boca, jugando con la suya. Dando un espectáculo gratis a los presentes, nos besamos con lujuria durante cerca de un minuto hasta que la azafata nos informó que debíamos abrocharnos nuestros cinturones.
Cortado, me separé de ella y obedecí a la empleada de la aerolínea. Nada más terminar de hacerlo, Paula cogió mi mano y poniéndola en su pierna, apoyó su cara en mi hombro, diciendo tiernamente:
-Gracias.
Ni que decir tiene que para entonces todas mis neuronas estaban confusas:
“¡Paula me había puesto cachondo!”.
Si alguien me hubiese dicho el día anterior que eso me iba a ocurrir, sin duda lo hubiese negado y hasta hubiera apostado en contra.
«¿Qué busca en mí?», pensé mientras involuntariamente comenzaba a acariciar su muslo con mis dedos.
La suavidad de su piel y su falta de reacción permitieron que ese roce fuera subiendo poco a poco por su pierna hasta que me topé con el encaje de su vestido. Fue entonces cuando caí en la cuenta de lo que estaba haciendo y bastante alucinado, retiré mi mano.
-Sigue, por favor. Me está gustando- escuché que ronroneaba mi compañera de viaje en voz baja.
Al girarme, observé que la expresión de su rostro traslucía un deseo evidente. No sé si hubiese tenido el valor de continuar sino llega ella a coger nuevamente mi mano y ponérsela otra vez sobre su muslo.
-Hasta que volvamos a Madrid, soy toda tuya- insistió con tono meloso.
En silencio, reanudé mis caricias pero esta vez conscientemente. Por ello cuando esa morena separó sus rodillas, comprendí que me daba permiso para profundizar la temperatura de ese toqueteo y sin pensármelo dos veces, inicié un lento recorrido por el interior de sus piernas.
-No pares- susurró al sentir que mis yemas se dirigían hacia su sexo.
La entrega de la que estaba haciendo gala, azuzó mi calentura y ya sin pudor alguno, aceleré el paso llegando hasta el inicio de sus bragas.
-Umm- gimió calladamente y afianzando su determinación de que la tocara, se subió disimuladamente la falda permitiéndome admirar el coqueto tanga que llevaba.
-¿Estás cachonda?- sentencié mordiéndole la oreja mientras una de mis yemas frotaba levemente sus pliegues por encima de la tela.
-Sí- sollozó al tiempo que tapaba lo que ocurría entre sus piernas con una manta de viaje.
Sin llegármelo a creer, localicé su clítoris y lo empecé a estimular con delicadeza. Mis maniobras sobre ese botón ya erecto tuvieron un rápido efecto y fui testigo de cómo su vulva se iba humedeciendo mientras mi amiga no dejaba de suspirar sin parar.
«¡Está bruta!», sentencié al percatarme que bajo su vestido sus pezones se le había puesto duros.
Ya envalentonado, deslicé mi yema bajo sus bragas y me encontré, frente a frente y sin frontera alguna, con que Paula ya tenía el coño totalmente encharcado.
-¡Dios!- aulló mordiendo sus labios al sentir mi dedo haciéndose dueño de su entrepierna.
Para entonces, la calentura de la muchacha era tal que instintivamente abría y cerraba sus muslos siguiendo el ritmo de mis caricias.
-Me vuelves loca- sollozó descompuesta sabiendo que pronto iba a ser presa del orgasmo y con la respiración entrecortada, cerró los ojos en un intento de alargar lo inevitable.
Para entonces la humedad que manaba de su interior y su excitación eran incuestionables. Al reparar en ambas, decidí dar un paso más y usando dos dedos, pellizqué sutilmente el pequeño y duro montículo formado entre esos mojados labios.
-Joder, ¡vas a hacer que me corra!- murmuró fuera de sí y reacomodándose en el asiento, separó aún más sus piernas.
Ese movimiento era una clara invitación a apoderarme definitivamente de su chocho y obedeciendo a sus deseos, metí una de mis yemas en su interior mientras seguía torturando con el resto de los dedos su ya hinchado clítoris.
-Estoy a punto- Paula reconoció al experimentar el continuo vaivén con el que la estaba regalando.
Su confesión me incitó a descaradamente usar mis dedos para follármela y metiendo y sacando dos de ellos de su estrecho conducto, llevé a la morena al borde del placer.
-¡Llevaba años soñando con esto!- clamó mientras su cuerpo explotaba.
El gozo que recorría su mente tuvo su demostración más patente en el enorme caudal de flujo que de improviso empezó a manar de entre sus pliegues y convulsionando de dicha, se dejó llevar por el placer mientras presionaba con ambas manos sobre la mía en un intento de acrecentar y su orgasmo.
Aunque nadie en el avión se percató de lo que ocurría en nuestros asientos, fue tan brutal el clímax que asoló su cuerpo que en mi mente temí que nos montaran un escándalo. Afortunadamente, no hubo quejas. Con ella totalmente espatarrada y retorciéndose presa del placer, me di el lujo de meter mi otra mano por su escote.
Paula al notar su pezón entre mis yemas mientras su coño seguía siendo torturado, no pudo aguantar más y casi llorando, me rogó que parara.
-Tú empezaste- comenté en plan cabrón al mismo tiempo que aceleraba el modo en que la estaba masturbando.
Os reconozco que mi idea era llevarla hasta la locura y aprovechar su excitación para forzarla a ir al baño y allí poseerla pero cuando estaba más obcecado en esa idea, escuché que me decía:
-Es la primera vez que alguien me toca. Ten piedad de mí y déjame descansar.
Sus palabras me hicieron comprender que no mentía y que con toda seguridad:
¡Paula seguía siendo virgen!
Asustado, hice caso a su petición y dejando en paz a esa muchacha, me sumí en un mutismo culpable.
«No puede ser: ¡Tiene casi treinta años!», exclamé en mi interior sintiéndome una piltrafa por haber abusado de ella.
Mi amiga malinterpretó mi silencio y creyendo que rechazaba lo sucedido, se echó a llorar tapando su rostro con ambas manos. El dolor de sus llantos, me enterneció pero también incrementó mi culpa. Tratando de consolarla, mesé sus cabellos mientras la preguntaba porque lloraba.
-Soy un desastre- lloriqueó – creía que comportándome como una putona, te fijarías en mí.
Sin saber que decir, decidí actuar y levantando su barbilla, la besé en la boca recorriendo con mi lengua sus labios. Los gimoteos de Paula cesaron al notar esa caricia y aprovechando la pausa, le dije tiernamente:
-Nunca he pensado que eso y si nunca me había fijado, fue porque creía que no te gustaba.
-¡Llevo enamorada años de ti!- sollozó dando inicio a una nueva serie de llantos.
Mientras a mi lado Paula se desahogaba en lágrimas, no pude dejar de pensar en el significado de sus palabras. De ser cierto, esa monada, mi mejor amiga había llevado en silencio el sufrimiento de sentirse rechazada por mí y cuando le comenté lo de los billetes, vio la oportunidad de sacarlo a la luz.
«Pobrecilla», medité, «lo que debe de haber pensado cada vez que le presentaba una nueva conquista».
Asumiendo que sin saberlo la había hecho padecer un dolor no deseado, comprendí que al menos debía darle una oportunidad y acariciando una de sus mejillas, le pregunté:
-¿Quieres salir conmigo? ¿Quieres ser mi novia?
-Ya sabes que sí, te lo pedí yo antes.
Haciendo a un lado mis dudas, insistí diciendo:
-Tú me pediste durante este viaje, yo quiero que sea sin límite de tiempo.
-¿Estás seguro?- murmuró entre dientes.
-Por supuesto, princesa. Ahora que te he descubierto, ¡no pienso dejarte escapar!
Tras la sorpresa inicial, su rostro se iluminó y con una sonrisa de oreja a oreja, contestó:
-Siempre he sabido que terminaría siendo tuya- tras lo cual me abrazó y tiernamente depositó un casto beso en mis labios.
Os confieso que su alegría me aterrorizó y mientras la besaba, no pude dejar de preguntarme si sabía dónde me había metido…
El taxi.
Durante el resto del viaje, Paula se comportó como una mujer enamorada y cuando el avión aterrizó, parecía encantada al ir abriendo camino abrazada a mí.
«¡Qué pegajosa!», protesté en mi interior al experimentar el notorio acoso de sus mimos. No en vano parecía una lapa, con su mano alrededor de mi cintura, la presión que ejercía me hacía imposible casi caminar.
Suponiendo que era momentáneamente, no dije nada cuando al entrar en el taxi esa morena se sentó sobre mis rodillas mientras le decía al conductor donde queríamos ir.
-Se nota que son recién casados- dijo el taxista -¿han venido de luna de miel?
Muerto de vergüenza, me callé y fue entonces cuando realmente se me erizaron todos los vellos de mi cuerpo al escuchar a mi recién estrenada novia decir:
-Sí. ¿Tanto se nos nota?
-Un poco- muerto de risa contestó.
Cuando ya creía que nada podía aumentar mi turbación, Paula le soltó:
-Aunque no sé porque hemos cogido un avión, al fin de cuentas, no pensamos salir de la habitación.
El propietario del vehículo creyendo que era en plan de guasa, se permitió la familiaridad de avisar que con tanta insistencia podría quedarse embarazada. La morena al oírlo, soltó una carcajada para acto seguido preguntarme:
-¿No te gustaría que te hiciera papá?
Os juro que estuve a punto de tirarla de mis piernas al escuchar esa sugerencia pero no queriendo dar la nota, contesté:
-Sería bueno, esperar un poco.
Mis palabras cayeron como un obús en ella y dos lágrimas hicieron su aparición en sus ojos mientras se quejaba:
-Creía que me querías.
Temiendo por primera vez, haber metido la pata al ceder a sus deseos, quise tranquilizarla diciendo:
-Y te quiero. Lo único que te digo es que somos jóvenes y primero debemos disfrutar de nosotros.
-¿Me lo juras?- insistió ya menos alterada.
-Te lo juro- respondí.
Al oírme, su tristeza se transmutó en felicidad y ante mi asombro, noté que dejaba caer su mano sobre mi pantalón. Sin importarle la presencia del taxista, esa morena que suponía asexuada hasta hace dos horas, se dedicó a acariciar sin disimulo mi miembro. Sus magreos provocaron una brutal erección entre mis piernas. Totalmente cortado, retiré su mano mientras le decía al oído:
-Espera a que lleguemos a la habitación.
Pero entonces, poniendo cara de zorrón desorejado, me contestó:
-Quiero masturbarte, aquí en el taxi- y antes que pudiera hacer nada, bajó mi bragueta sacando al exterior mi endurecido tallo.
Al estar sobre mis rodillas, su postura impedía al conductor ver sus maniobras pero eso no fue óbice para que yo estuviera avergonzado. En cambio, Paula parecía estar en su salsa y al extraer mi pene se dio el lujo de echarle un buen vistazo antes de susurrar:
-Es tan bonito como me había imaginado.
Que se refiriera con ese término, “bonito”, a mi miembro me tenía confundido y mientras trataba de reacomodar mis ideas, mi “novia” comenzó a pajearme lentamente.
-¿Te gusta que tu mujercita sea tan putita?- comentó al mismo tiempo que con sus dientes mordía sensualmente el lóbulo de mi oreja.
Esa triple estimulación, la paja, el mordisco y el morbo de tener público hicieron que mis reparos se fueran diluyendo al ritmo con el que jalaba arriba y abajo mi sexo.
-Cómo no pares, te voy a manchar el vestido- reconocí previendo lo inevitable.
Lo que nunca me imaginé fue que esa mujer me contestara:
-Tienes razón, sería un desperdicio. Te dejo tranquilo si me prometes dejar que te la chupe cuando estemos los dos solos.
La promesa que escuché de sus labios estuvo a punto de provocar que me corriera antes de tiempo pero, por suerte, Paula se dio prisa en meter mi miembro nuevamente bajo el pantalón. De no ser así, hubiera explotado allí mismo.
-Recuerda, ¡me lo has prometido!- susurró satisfecha y dejando de manifiesto que de asexuada nada de nada, me dio un lengüetazo en la oreja.

El hotel.
Ya en la recepción del hotel, no podía dejar de repasar la incongruencia que suponía que una mujer que en teoría era virgen, fuera tan lanzada.
«No comprendo», porfié, «si nunca la han tocado y menos follado, ¿por qué se comporta así?».
De ser cierto, no me cuadraba esa pose de zorra. Una mujer que mantuviese su himen intacto no se comportaría así. Es mas solo las mas calenturientas se atreverían a lo que Paula daba por sentado. Lo contrario tampoco encajaba. Si esa mujer tenía la vasta experiencia que parecía tener, había dos hechos que eran al menos raros. El primero cuando y con quien: en los quince años de amistad, jamás le había conocido una pareja. Y el segundo, porque me había pedido que parara aduciendo que era su primera vez.
De estar mintiendo, la única explicación que me venía era que quería usar su supuesta virginidad para conquistarme. De ser verdad, solo una hiper sexualidad reprimida lo explicaba.
Mientras nos registrábamos, pude sentir su mirada fija en mí. Os confieso que su expresión de deseo puro, me estaba poniendo nervioso y de haber sido conocedor de lo hambrienta que estaba, nunca hubiese subido confiado hasta la habitación.
Nunca me esperé que esa modosa mujer, me metiera casi a empujones al cuarto y que nada más cerrar la puerta, se arrodillara a mis pies.
-¡Te deseo!- gritó y actuando como una posesa, me abrió la bragueta.
-Tranquila- susurré al ver su urgencia pero Paula, sacando mi pene de su encierro, se lo metió de un golpe hasta el fondo de su garganta.
La velocidad en que se estaban desarrollando los acontecimientos no me dieron ni tiempo de prepararme. Menos mal que junto a nosotros había una silla ya que para no perder el equilibrio, tuve que sentarme en ella mientras la morena comenzaba la que según ella era la primera felación de su vida. Si creéis que se mostró indecisa, os equivocáis de plano porque una vez se había metido mi verga en su boca, puso todo su empeño en hacerlo con pasión yo la miraba alucinado.
A pesar de algunos titubeos iniciales, no me quedó duda de que si no estaba acostumbrada a hacerlo, era una mamona innata. La maestría y el ritmo que imprimió hacían de esa mamada la mejor que me habían dado.
«¡Es una maquina!», sentencié al disfrutar del modo en que metía y sacaba mi fuste de su garganta. Buscando que derramara mi semen como si de ello dependiera su vida, usó una de sus manos para acariciarme los testículos mientras metía la otra dentro de sus bragas.
-¡Cómo necesitaba sentir esto!- chilló de placer al experimentar la tortura de sus dedos sobre su clítoris.
Tanta lujuria provocó que en poco tiempo llegara hasta mis papilas el olor a hembra hambrienta que manaba de su sexo. Al inhalar su aroma se elevó la temperatura de mis sentidos hasta unos extremos tales que sin poderme retener me vacié en su boca. Paula, al notar mi explosión de semen, se volvió loca y gritando descompuesta, bañó su cara con los blancos chorros que manaban de mi pene mientras se corría.
Impresionado por la forma que se había corrido, supuse que después se habría tranquilizado pero me equivoqué porque tras unos segundos, la vi levantarse y poniéndose frente a mí, empezó a recoger con sus dedos mi simiente. Con ellos bien impregnados, se los llevó a la boca y sacando la lengua, los devoró mientras me decía:
-No me mires así. Llevo soñando con hacerte una mamada desde que te conozco.
Tras lo cual, se dedicó a limpiar a base de lengüetazos los restos de lefa hasta que ya saciada, se acercó y sentándose sobre mis rodillas, me pidió perdón por lo sucedido.

-No te entiendo- respondí al no tener ni idea de porque la tenía que perdonar.
Inexplicablemente, mi amiga se echó a llorar y hundiendo su cara en mi pecho, me rogó que no la considerara una puta por lo que había hecho.
-No pienso así de ti pero te reconozco que me tienes confundido- le dije al tiempo que acariciaba su melena con mis manos
Paula, sin dejar de sollozar, era incapaz de tranquilizarse. Durante unos minutos permanecimos allí sentados, hasta que viéndola más le pedí que me explicara cuál era su problema. Aun así le costó otro rato para calmarse, tras lo cual con el rímel corrido y con la voz entrecogida, me narró como desde que era niña sabía que tenía una sexualidad desaforada y que huyendo de lo que significaba, había rechazado a todos los hombres que le habían propuesto salir.
-¿Me estás diciendo que no has estado con nadie?- pregunté.
Con gesto adolorido y avergonzado, me contestó que así era y que la única forma que había tenido de controlar esa fogosidad había sido viendo películas porno. Si ya de por sí esa confesión era dura, para Paula debió serlo más, reconocer que al terminar soñaba que era yo el protagonista masculino y ella la femenina de esas aberraciones.
Soltando una carcajada, le dije tratando de quitar hierro al asunto:
-Entonces en tus sueños, ya nos hemos acostado infinidad de veces.
Su cara de alegría al comprender que aceptaba su trauma sin escandalizarme fue increíble y poniendo una sonrisa de oreja a oreja, me lo agradeció diciendo:
-No te imaginas las cosas que me has hecho hacer.
La expresión pícara de su cara y el tono meloso de su voz me hizo ser osado y dándole un tierno beso en los labios, le pedí que me contara con qué había fantaseado.
-Con todo- respondió mirando al suelo.
Su respuesta despertó todas mis neuronas y asumiendo que era un diamante en bruto que tendría que pulir, la cogí en mis brazos y con ella a cuestas, me acerqué hasta la cama. Una vez allí, la deposité sobre las sábanas y susurré en su oído:
-Quiero ver cómo te desnudas.
Con júbilo, Paula aceptó embelesada y haciendo como si se desperezaba, estiró sus brazos dejándome comprobar que era una preciosidad, dotada por la naturaleza de unos pechos primorosos. El vestido que pronto se quitaría no podía ocultar que estaban adornados con dos enormes pezones dignos de mordisquear. Para colmo, si sus senos eran dignos de adorados, al levantarse del colchón, me resultó evidente que su cintura daba paso a un impresionante culo en forma de corazón.
-¿A qué esperas?- dije metiéndola prisa, porque para entonces tenía que admitir que me urgía perderme entre sus piernas.
Mi amiga, haciendo uso de una coquetería que no conocía, dejó caer su vestido al suelo lentamente. La parsimonia y el erotismo de sus movimientos aceleraron el ritmo de mi corazón y por eso casi me desmayo al ver por primera vez su cuerpo desnudo:
-Eres preciosa- declaré onhibilado.
A sus treinta años, Paula estaba en la cima de su belleza, sin que la edad hubiera conseguido aminorar ni un ápice de ella. Sin dejar de mirar su desnudez, me quité la chaqueta. Ella, esa niña hecha mujer, suspiró de deseo al ver que empezaba a desabrochar los botones de mi camisa.
-Me vas a desgastar- comenté usando sus mismas palabras al advertir el deseo que traslucía al disfrutar de mi striptease.
Excitada por lo que estaba viendo, tuvo que hacer un esfuerzo para quedarse quieta mirando, cuando lo que le apetecía era acercarse a mí.
-Tócate para mí- le ordené con dulzura al quitarme la camisa y quedarme semidesnudo.
Paula no se hizo de rogar y volviendo a la cama, separó sus piernas. Sin dejar de observar cómo me deshacía del cinturón, se empezó a masturbar. La seguridad que en pocos minutos iba a tener en mi poder a ese monumento, me excitó en demasía y bajándome la bragueta, busqué incrementar la lujuria de la mujer.
Tal y como me había confesado, Paula jamás había visto desnudo a un hombre y por eso, al disfrutar de la visión que le estaba dando, llevó una de sus manos a su pecho y lo pellizcó a la par que imprimía a su clítoris una tortura salvaje.
-Te gusta verme en pelotas, ¿verdad?- susurré mientras dejaba deslizar mi pantalón.
La mujer no pudo más y chillando se corrió sin hacer falta que la tocase. Ver a su cuerpo cediendo al deseo de un modo tan brutal, fue el aliciente que necesitaba para sentirme su dueño y terminando de desnudarme, me uní a ella en la cama.
-Hazme el amor- rogó al sentir mis caricias creyendo que iba a poseerla de inmediato.
-Todavía no estás lista- dije rehuyendo el contacto de sus manos.
Incapaz de superar la excitación que la dominaba, al comprobar que le separaba las rodillas la mujer gritó.
-Tenemos toda la noche- murmuré en su oído mientras miraba de reojo su entrepierna.
El sexo de la muchacha brillaba encharcado de flujo, expandiendo nuevamente el aroma a hembra en celo por la habitación. Ralentizando mis maniobras, cogí una de sus piernas y con la lengua fui recorriendo centímetro a centímetro la distancia que me separaba de su pubis.
-Eres malo- aulló presa de la lujuria.
Me divirtió advertir que Paula se retorcía sobre las sábanas ante mi avance y por ello cuando todavía no había llegado a apoderarme de los labios de su sexo, retrocedí sobre mis pasos y comencé nuevamente por su pie.
-Necesito que me lo hagas- chilló como descosida por el placer que le estaba obsequiando -¡fóllame!- imploró con el sudor recorriendo su piel.
-Todavía no estas lista- insistí acrecentando su deseo.
Haciendo caso omiso a sus ruegos, recorrí con parsimonia sus muslos y al llegar a su sexo, bordeé con la lengua los bordes de su clítoris.
-No pares- maulló al sentir que me apoderaba de sus pliegues a base de lengüetazos.
Su urgencia se hizo todavía más patente cuando tomé entre los dientes su ardiente botón y a base de ligeros mordiscos incrementé la temperatura de esa mujer. La cual, moviendo sus caderas, buscó apaciguar el fuego que la consumía. Sin darle ni un segundo de tregua, introduje una de mis yemas en su cueva y dotándole de un suave giro, conseguí que su cuerpo explotara con un dulce orgasmo. Pero esta vez, no me pidió que parara cuando de su sexo empezó a manar una ingente cantidad de flujo.
-Sigue, estoy en el cielo- confirmó mientras no dejaba de retorcerse.
Muerto de risa al oírla le solté:
-Cariño, no estás en el cielo, ¡estás en celo!
Su respiración entrecortada le impidió contestarme y separando aún más sus piernas, me informó con la mirada que siguiera. Para entonces la tremenda erección de mi pene era una muestra clara de mis ganas de tomarla pero sabiendo que debía ser cuidadoso, me obligué a mí mismo a dejarlo para más tarde.
En vez de follármela directamente, acerqué mi glande hasta su sexo y me puse a jugar con su botón con él. Paula al sentir la cabeza dura de mi miembro rozando su entrada, creyó que había llegado el momento y con voz temerosa, me preguntó si le iba a doler.
-Un poco- respondí mientras suavemente iba introduciéndolo dentro de su inexplorado sexo.
Sin títuloNo tardó mi verga en topar contra su himen. Sabiendo de qué se trataba esa barrera, con un movimiento de caderas sobrepasé esa barrera. Durante un segundo, Paula puso cara de dolor pero era tanta la lubricación de su conducto que rápidamente mi miembro se deslizó por él hasta chocar contra la pared de su vagina.
-¡Por fin!- chilló satisfecha a pesar del daño que acababa de producir en su interior.
La certeza de que era algo que llevaba deseando me dio la fortaleza de ánimo para ser capaz de esperar a que se acostumbrara a esa incursión. Paula se repuso rápidamente y violentando mi penetración con un movimiento de sus caderas, volvió a correrse sin necesidad que yo hiciera nada más.
Todo mi ser me pedía que acelerara la cadencia de mis movimientos pero mi cerebro puso la cordura y por eso durante unos minutos seguí estimulando con suavidad su conducto. La lentitud de mis penetraciones la llevaron a un estado de locura y mientras me decía casi gritando que yo era su dueño, clavó sus uñas en mi trasero.
-¡Úsame!- bramó descompuesta al notar que el orgasmo se prolongaba en el tiempo.
Deseando complacerla, la agarré de los hombros e incrementé la velocidad de mis embestidas.
-Más fuerte- gritó con su respiración entrecortada.
Obedeciendo de cierta manera, le di la vuelta y poniéndola a cuatro patas, de un solo empujón se lo clavé hasta el fondo. Como si hubiese esperado ese momento y para ella fuese una especie de banderazo de salida, fue entonces cuando se desató la verdadera Paula y a base de gritos, me pidió que la tomara sin compasión. No tuvo que repetir su pedido y asiéndome de sus pechos, comencé a cabalgarla salvajemente. Sus gemidos se convirtieron en alaridos al poco de verse penetrada y cayendo sobre la almohada, se puso a disfrutar de cada penetración.
Os juro que por sus gritos parecía que la estaba matando y eso lejos de cortarme, azuzó mi lujuria y aumentando el compás de mis incursiones, me dediqué a asolar todas sus defensas mientras a mi víctima le costaba hasta respirar. Sometida a la pasión, le volvió loca que cogiendo su melena la azuzara con ellas a moverse más. Para el aquel entonces, el flujo que manaba de su sexo la habían empapado los muslos y su rostro comentaba a notar los efectos del cansancio.
El cúmulo de estímulos hicieron que no pudiera soportar más la excitación y dando un berrido, le informé de la cercanía de mi orgasmo. Mi confesión la sirvió de acicate y convirtiendo sus caderas en una máquina de ordeñar, agitó su trasero como si buscara apagar su fuego interior con mi semen. La tensión acumulada en mis huevos se derramó regando su vagina de mi simiente mientras ella no dejaba de gritar por el placer que había sentido.
Ya agotado, me desplomé a su lado y durante unos minutos, descansé abrazado a ella mientras pensaba en cómo había cambiado nuestra relación en tan pocas horas. No en vano, esa mañana me había despertado considerándola mi mejor y asexuada amiga pero ahora sabía a ciencia cierta que esa timidez era pura fachada y que Paula era una mujer ardiente.
Todavía pensando en ello, la interrogué sobre lo que había sentido:
-Ha sido maravilloso- contestó con una sonrisa en los labios – nunca pensé que era posible experimentar tanto placer.
Pero lo que realmente culminó mi encoñamiento fue su respuesta cuando dando un azote a su trasero, le pregunté qué otra fantasía le apetecía cumplir antes de irnos a cenar. Con una carcajada, me soltó:
-Todavía te falta probar mi culito.


Relato erótico: “EL HOSPITAL DEL VICIO” (PUBLICADO POR VALEROSO32)

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siempre me había gustado ser policía hasta que me hice inspector y me mandaron aquel dichoso hospital. habían ocurrido varios asesinatos y me introdujeron como paciente mis superiores para que investigara aquel no era un hospital normal ya que estuve un tiempo y vi como las enfermeras parecían putas con los pacientes aprovechaban para chuparles sus vergas o follárselos.
empecé a investigar y me metí en un cuarto privado cuando oí una conversación:
– así doctor hasta los huevos métamela toda la quiero toda. fóllenos a mí y a Miriam somos sus putas.
vi y la escena me quede alucinado el doctor se la estaba follando a la enfermera mientras la otra la comía el chocho a su amiga salí de la habitación y me metí en otro cuarto pero vi otra cosa de lo mismo una enfermera le chupaba la verga a un viejo y decía:
– que rica verga tienes dame rabo.
follaban allí todos como perros incluso los pacientes. vi un paciente coger a una enfermera y acercar la verga para que se la chupara al momento la tía se despelotó y empezaron a follar.
esto no era normal. así que me metí en el despacho del director y empecé a investigar no descubrí nada pero empecé a leer su diario en el que ponía que había descubierto una nueva droga que le haría millonario ya que nada ni nadie se resistiría la llamaba la droga del placer y era más aditiva que la cocaína y la heroína juntas.
en el diario ponía que la había probado con los pacientes y algunos habían muerto antes de funcionar la droga peros siempre hay bajas en la ciencia pero después había sido todo un éxito de pronto recibí un golpe en la cabeza y me encontré cuando desperté atado de pies y manos y el director riéndose:
– siempre sospeché que eras un poli así que vas a probar tu propia medicina -y me inyecto la droga al momento noté un cambio en mi.
estaba atado como un perro y llamo a la enfermera y me dijo:
– fóllatela.
al momento salte sobre ellas y la comí las tetas prácticamente la desnude y empezamos a follar ella no se resistía y el cabrón del director dijo:
– la droga que he descubierto te hace adicto a ella y es como un virus persona que te follas persona que le pegas el virus. vamos que es como tú. no te hace falta que te até serás como uno de los nuestros y follaras con quien quieras y cuando quieras.
yo estaba más salido que un perro y tenía ganas siempre de sexo así que paso la jefa de enfermeras y una amiga hablando de sus cosas cuando las cogí a las dos y prácticamente las viole ellas ya no se resistían me cogieron la poya y empezaron a mamármela luego me las follé a las dos por el culo y el chocho.
al rato apareció el director ahora mis colaboradores dijo entre ellos estaban mis jefes los hijos de puta me habían mandado al hospital para deshacerme de mi ya que estaba empezando a descubrir demasiadas cosas y se rieron mis jefes y mis jefas:
– que charles te gusta tu nueva vida vivieras para follar alégrate no lo pasaras tan mal eso te pasa por meterte donde no te llaman y nosotros pondremos esta droga pronto en la calle y nos forraremos. que lástima que tú no seas un poli corrupto lo hubieras pasado de miedo verdad chicos verdad.
– jefa vamos a follar todos.
y se desnudaron incluso mi jefa y empezamos a follar a la muy puta ella me cogió la poya y se la metió en la boca mientras mis jefes se reían y la daban por culo y la follaban:
– así cabrones hasta los cojones metérmela -decía la guarra de mi jefa- que gusto que vicio.
luego vinieron enfermeras y nos la follamos todos incluso mis jefes comprendí que todos eran corruptos y por eso yo tenía que desaparecer me habían inyectado la droga y pronto con el tiempo moriría ya que no pararía de follar hasta morir y no pudiera más mientras estos hijos de puta se hacían millonarios así que me dispuse a participar en es orgias y a follar hasta el último ser viviente del hospital del vicio FIN

Relato erótico: “Cartas de mis novias infieles: Belén.” (POR JULIAKI)

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Belén fue otra de mis espectaculares novias y la que también me hizo un regalo de cuernos espectaculares, pues me la pegó a base de bien con un desconocido a la primera de cambio, justo cuando había decidido bajarse a la playa a tomar el sol y encontrarse con un tipo que la despertó los más bajos instintos. No contenta con eso, me lo relató con todo lujo de detalles en esta carta:

Hola cielo:

Esta mañana me ha pasado una cosa algo extraña que todavía no llego a asimilar, pero ha sido algo tan raro que ni yo misma comprendo todavía, te lo prometo, pero en cambio así ha sucedido.

Resulta que como tú estabas trabajando y hacía tantísimo calor, me bajé a la playa para tomar un poco el sol, ya sabes cuanto me gusta la playa y aunque sea sola o acompañada, me encanta tumbarme para ponerme morena, quedarme en top less y sentir como los rayos solares acarician mi cuerpo, notar ese calorcito sobre mi piel… es algo sensacional y por cierto algo, que como sabes, me pone bastante cachonda.

Lo peor de todo es realmente no había sitio donde colocar la toalla entre tanta gente, la verdad es que era un día de los que más personas he visto en esa playa y sabes que también me agobian mucho los sitios tan abarrotados, pero claro, no había otra cosa que escoger y como buenamente pude, me ubiqué en el primer sitio que vi más o menos vacío, entre innumerables toallas y tumbonas, pero bien situado de cara al sol y también cerca del agua, para poder zambullirme en caso de que aumentase el calor, pero sobre todo un sitio para ponerme bien morenita, tal y como a ti te gusta que esté, bien tostadita ¿a que si, amor?

Bien, pues nada más llegar me di cuenta que un chico que estaba cerca de mí no me quitaba ojo de encima y como soy un poco mala pues me puse en plan exhibicionista y quise ponerle un poco cachondo, sabes que no puedo remediar hacerme la desentendida y poner como motos a los tíos, pero eso me calienta tanto a mi como a ellos, ¡que le vamos a hacer!

Me bajé lentamente el vestido blanco que llevaba y le enseñé las tetas para que disfrutara el pobrecillo, moví mis caderas para terminar de sacarme el vestido y que aquel chico no perdiera detalle de mi anatomía. Al principio crei que solo me miraría un rato, pero es que no me quitaba la vista de encima, sé que le gusté desde el principio y eso me gustaba a mí tambien.

Le notaba excitado por la situación pero no se cortaba a la hora de mirarme, debía estar muy caliente pues en su bañador se notaba un bulto considerable. Eso ya sabes que me supera y ver que un hombre se pone burro por mi culpa es demasiado para mi, así que decidí ponerle aun más caliente e incluso nervioso cuando meneaba mis caderas, cuando me contoneaba con toda la malicia del mundo y cuando me hacía la loca como si estuviese buscando algo o a alguien y estirando mi cuerpo delante de él. Ese chico no separaba su vista de mi cuerpo y parecía estar dibujándolo en su mente, lo cierto es que me sorprendía su descaro, pero al mismo tiempo me volvía loca…

Como soy algo perversa, me recreé aún más acercándome incluso a él, oteando el horizonte como si buscara a alguien en aquella playa y él desde abajo me vería bastante cerca. Esa situación me estaba poniendo caliente solo por exhibirme y seguí contoneandome una y otra vez, mostraba orgullosa mis tetas, acariciaba su contorno de forma desentendida o ponía mi uña entre mis dientes en plan inocente, porque se que esas cosas os gustan tanto a los hombres… la verdad es que os teníais que ver muchos chicos la cara que se os queda viendo a una chica en plan sexy.

Luego más atrevida, me lancé y le pregunté:

– Está la playa a tope, ¿sabes si hay algún otro sitio por aqui para tomar el sol con más tranquilidad y menos agobio de gente?

– Claro, – me contestó – me conozco esto muy bien y sé de un sitio muy cerca de aqui, que además es muy tranquilo y solitario, ¿quieres que te acompañe?, ya verás como te gustará.

No lo dudé y aunque no le conocía de nada, me cayó bien desde el principio. Me fié de él, le vi un chico serio, se que no debería ir por ahi con un desconocido, pero ¿que quieres? el chico estaba buenísimo y yo más caliente que una tabla de planchar, lo cierto es que me encantaba estar con él, para que mentirte:

– Vale. Recojo mis cosas y te acompaño. – contesté.

Allí estaba yo, en top less y de la mano de un desconocido que me llevaba detrás de unas dunas con la polla más que tiesa que un poste de teléfonos debajo de su bañador. El solo hecho de ponerle cachondo me ponía a mi más todavia y no me corté a la hora de susurrarle:

– ¿Se te ha puesto así por mi culpa?

– Pues sí bonita, estas tan buena que no me voy a controlar…

– Pues no te controles, tonto… – le contesté y fueron mis últimas palabras. A partir de ese momento fue todo silencio, lo único que deseaba es que me abrazara y me besara, sentir sus manos sobre mi piel y su lengua contra la mía.

Escondidos tras las dunas, nos abrazamos y sentimos nuestras pieles unidas y calientes. No tardó un segundo más en besarme con auténtica devoción, la verdad es que no desaprovechó la ocasión, pero yo, para serte sincera, tampoco la dejé pasar disfrutando del momento como nunca. Estaba cachondísima.

Sus manos agarraban mi cintura, mientras yo le pasaba los brazos por su cuello. Nuestros cuerpos estaban pegados e incluso podía notar las palpitaciones de su polla contra mi sexo, algo que me estaba matando de gusto. No te puedes imaginar el placer que sentía en ese momento sin pensar en nada más que en ese hombre y que me follase cuanto antes, ese era mi unico deseo, sentir su dura verga dentro de mi.

Su segundo paso fue besarme por los hombros, luego los brazos, pero lo que más le encantó fue chuparme las tetas y especialmente los pezones, algo que me volvía realmente loca y que me hacía estremecer de gusto. Solo paraba de vez en cuando para tomar algo de oxígeno y mirándome a los ojos, tomando aire, repetía una y otra vez:

– Que preciosa eres, que tetas más deliciosas…

Su juguetona lengua succionaba el pezon y luego lo bordeaba saboreando cada centímetro como un poseso. Yo tenía que sujetarme a él para no caerme y cuando pensaba lo que estaba haciendo me sentía más a gusto todavía, pues cuando estas entregada al placer, nada ni nadie puede frenarte y yo seguí disfrutando de pleno.

Cuando ese chico acabó con mi teta derecha, se dirigió a saborear mi teta izquierda y cuando me dió un pequeño mordisco en el pezón solo le dije gimiendo:

– Si, si…. que bien, que gusto…. me estas matando de gusto cabrón….no pares, por favor…

Eso pareció encenderle más y siguió chupando con más ahinco y más placer me estaba dando a mi. Mi chochito estaba más que mojado, yo diría que goteando del gusto que estaba experimentando con aquel desconocido que trabajaba con toda la pasión sobre mi cuerpo. Nunca había sentido nada igual y no dejaba de gemir, de jadear y de agradecer a ese chico el chupeteo que me estaba proporcionando y lo a gusto que me sentía en sus brazos o mejor dicho en sus labios…

– Sigue, sigue, que bien, que bien… – repetía yo una y otra vez presa del placer…

Él volvió a mirarme a los ojos, me sonrió y dijo:

– Ahora túmbate preciosa que vas a gozar como nunca…

Asi lo hice. Me tumbé en el suelo y observándome lentamnte volvió a repetir esa frase que parecía lo único que le venía a la mente:

– Que preciosa eres…

De pronto sacó su lengua, retiró la braguita de mi bikini y yo empecé a disfrutar de la comida de coño más bestial que nunca me han dado. Como chupaba el muy cabrón y que bien lo hacía…

Despues de estar un buen rato lamiéndome el chochito, estremeciéndome de gusto le dije que no se iba a marchar de rositas y poniéndome de rodillas frente a él le dije:

– Machote, te toca, saca esa polla que te la voy a devorar… dámela entera.

Asi fue, entonces me la metí entera en la boca hasta que su glande tocó mi campanilla, que maravilla sentir la dureza de esa cosa tan rica, esa cosa tan dura, esa cosa que quería dentro de mi cuanto antes….

No hubo que repetírselo más de una vez, cuando le propuse si quería metérmela, tan solo dijo un:

– Siiiiii.

Me desnudé por completo y él hizo lo mismo, se tumbó sobre la arena y yo en cuclillas encima de su enorme polla que estaba deseando estar dentro de mi chochito caliente. Abrí mis piernas y poco a poco fui bajando y bajando hasta que mi coño se aproximó hasta su verga dura. De un golpe me la insertó hasta dentro.

Yo estaba tumbada de espaldas a él y podía notar como cada centímetro de su poderoso miembro se abría paso entre mis labios vaginales y me llegaba hasta la matriz.

Empezamos a bombear nuestros cuerpos en un baile sin fin que solo dejaba en el aire los sonidos de nuetras agitadas respiraciones y nuestros jadeos, yo incluso soltaba algún grito que otro y no me importaba nada que nos oyesen, quería disfrutar a tope ese momento.

Cuando salía aquella polla de dentro de mi, la quería otra vez dentro, la necesitaba dentro y le pedía una y otra vez entre gemidos:

– Fóllame, fóllame, así, así….

El chico se agarraba a mi cintura y no pronunciaba palabra, solo su respiración y sus quejidos por el esfuerzo y el gusto que estaba sintiendo al follarme con tantas ganas y el gusto que yo sentía de sentirle tan dentro de mi. Tenías que ver lo bonita que se veía esa polla entrando en mi coño una y otra vez, era maravilloso…

Me dió la vuelta y me dijo:

– Prepárate rubita, que te voy a llenar enterita de leche.

Me tumbé boca arriba se puso encima de mi y empezó a penetrarme con mayor rapidez y en un visto y no visto empezó a correrse en mi interior, pudiendo notar como a cada embestida soltaba un buen chorro de su semen en mi interior, estaba caliente, tan caliente que parecía estar hirviendo, a continuación me llegó un orgasmo increíble y los no dejábamos de mover nuestros cuerpos, de sentirlos unidos en un polvo maravilloso, un polvo como nunca me han echado y perdóname cariño, por haberte sido infiel de esta manera, pero en cambio me sentía en la obligación de decírtelo, porque nunca me habían follado así. No sé si podrás perdonarme… lo siento mucho amor mío… pero ese polvo no podré olvidarle nunca…

Perdóname amor mío, por favor.

Tu querida.

Belén.

Naturalmente, mis relaciones con Belén finalizaron a partir de ese mismo instante.

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juliaki@ymail.com

Relato erótico: Consolando a mi vecina, madre joven y recién viuda (POR GOLFO)

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Nunca creí que el hecho de tener mal genio un día me cambiara por completo mi vida.  Dotado desde joven de mal temperamento, mi pésimo carácter me ha causado más de un problema. Reconozco que me cuando algo me altera me dejo llevar por mi pronto y sin pensar en las consecuencias, me lanzo al cuello de quien me molesta o me perturba. Eso fue lo que me ocurrió ese sábado en la mañana y desde entonces acarreo con sus consecuencias.
Habiéndome acostado a las cinco de la mañana con una borrachera de las que hacen época, no debía de llevar dos horas durmiendo la mona cuando empecé a escuchar a un bebé llorar. Si en un principio intenté evitar su llanto hundiendo mi cabeza en la almohada, con el paso de los minutos sin poder dormir me fui encabronando cada vez más.
-¡Hagan callar a ese puto crio!- grité en un momento dado.
Los chillidos del niño retumbando en mi cabeza eran insoportables. Lo agudo de su lamento se clavaba en mi sien magnificando el dolor de mi resaca. Hecho una fiera, me levanté y golpeé la pared intentando que mis malditos vecinos hicieran callar a su retoño pero viendo que mis protestas no cumplían su objetivo, me puse unos pantalones para enfrentarme directamente a ellos.
Completamente encabronado, salí de mi casa y golpeé la puerta de mis vecinos. Durante unos minutos nadie respondió a mis golpes y ya dominado por la ira, tiré la puñetera puerta. Al entrar en el piso, me encontré todo hecho un desastre mientras desde una habitación el crio seguía llorando. Sin pensar en lo que había hecho y que era algo a todas luces ilegal, fui en busca de sus padres. Padres a los que, aunque llevaba viviendo dos años en esa casa y debido en gran medida a mi carácter huraño, no conocía.
Mi sorpresa al entrar en el cuarto del que procedían los llantos fue máxima, ya que me encontré con el bebé en su cuna y a su madre tirada en el suelo. Aun resacoso, no me costó comprender que algo iba mal. Tratando de reanimarla, me agaché y llevé a la mujer hasta la cama. Como no reaccionaba, llamé a una ambulancia.
El operador me contestó que tardarían al menos media hora en llegar por lo que nada más colgar decidí, ya que el hospital más cercano estaba a menos de cinco minutos de allí, llevarla yo mismo.  Afortunadamente  en ese momento entró por la puerta, otro vecino que alertado por mis gritos, vino a ver qué ocurría.  Sin darle tiempo de opinar, le ordené que se ocupara del niño mientras yo llevaba a su madre a urgencias.
El tipo me prometió hacerlo u aprovechando que llevaba las llaves del coche en un bolsillo del pantalón, cogí a la mujer en brazos y salí de allí. Sin saber que había ocurrido y desconociendo incluso el nombre de la joven a la que estaba auxiliando, la metí en mi automóvil y saliendo del parking la llevé al hospital. Al llegar a la clínica deposité a la enferma en manos de un médico y cuando ya creía que me podía marchar, me pidieron explicaciones de lo ocurrido.
Avergonzado por mi comportamiento, mentí y no les dije que mi mala leche me había llevado a descubrir a esa joven tirada en la alfombra, por el contrario y haciéndome el buen samaritano, les conté que persuadido por los gritos de su hijo comprendí que algo pasaba y por eso tirando la puerta, la encontré desmayada.
-Bien- dijo el auxiliar creyéndose a medias mi versión- ¿Nombre?
-Gonzalo Santos- respondí.
El sanitario, rehaciendo su pregunta, me dijo:
-¿Nombre de la paciente?
-Ni idea- contesté.
 Si ya le extrañó que no lo conociera, la cara de incredulidad del empleado se acrecentó cuando intentando aclarar el asunto insistió:
-¿Me está diciendo que ha entrado a casa de una vecina tirando la puerta sin conocerla?
-Sí- respondí.
Dudando de mí y empezando a suponer que no había ocurrido como yo decía, me preguntó:
-¿Al menos sabrá si está casada?
-Tampoco.
-Espere un momento- me dijo cogiendo los papeles para acto seguido salir de su despacho.
Quizás el color rojo de mis ojos y mi aliento alcoholizado le hicieron creer que mi intervención en el desfallecimiento de esa mujer no era tal y como le había contado pero lo cierto es que al cabo de dos minutos llegó con un policía.  El agente nada más llegar me pidió mis papeles y mientras tomaba nota de los mismos, me volvió a preguntar por lo sucedido. El interrogatorio esta vez fue frío y sin cortarse un pelo, me insinuó si tenía algo que ver con la sobredosis de calmantes de la muchacha.
Ya francamente molesto, le contesté:
-Hasta que usted me lo ha dicho no sabía que esa mujer los había tomado. Le repito no la conozco pero si quiere me acompaña a mi casa y allí los otros vecinos confirmaran mi declaración.
Mientras lo decía, me quedé pensando que difícilmente podrían hacerlo porque tampoco los conocía y por tanto lo único que podrían declarar es que llegaron al piso de la muchacha cuando yo ya estaba ahí.
Aunque no se si fue para bien, no habían pasado cinco minutos cuando apareció por la puerta el otro vecino con el niño en brazos. Nada más verme, el muy capullo, puso al crío en mis brazos y diciéndome que tenía prisa, me adjudicó al chaval. Dentro de lo malo, como el poli seguía conmigo conseguí que ese tipo ratificara punto por punto mi versión.  El problema fue cuando quise dejar al hijo de esa mujer bajo su supervisión. El burócrata hizo su aparición y negándose de plano, me soltó:
-Yo no puedo recoger al bebé y como actualmente está cuidado, le hago responsable del mismo hasta que su madre hacerse cargo o en su caso, vengan los de servicios sociales.
Juro que me acordé mentalmente de la zorra de la madre del agente y del cornudo de su padre pero no pudiendo hacer otra cosa, no me quedó más remedio que llamar a mi hermana. Tras contarle mi odisea, se rio de mí y a través del teléfono me preguntó:
-¿Qué edad tiene?
-Y ¡Como cojones quieres que lo sepa!- respondí cabreado.
Como me conocía, me dijo:
-Pásame a la enfermera.
Ni que decir tiene que creyendo que así me libraría del problema, le di el teléfono a la primera enfermera que encontré. La mujer escuchó  atentamente antes de contestar:
-Unos tres meses y siete kilos.
Nuevamente, al habla con mi hermana me confirmo que tardaría veinte minutos. Os juro que fueron los veinte minutos mas largos de mi vida porque el pobre enano debía estar con hambre y se los pasó llorando. Fue tanto el escándalo creado que un hijo de puta. tan insensible como yo, en voz en gritó me exigió que callara al niño diciendo:
-Menuda mierda de padre que no puede ni cuidar de su hijo.
Que ese maldito me acusara de algo sin saber las circunstancias me cabreó de tal manera que no solo le mandé a tomar vientos sino que el personal del hospital me tuvieron que parar porque quería partirle la cara a ese cabrón. Cuando llegó mi hermana ya estaba más calmado y por eso cuando le conté lo ocurrido mientras ella preparaba un biberón al bebé, soltó una carcajada diciendo:
-Te quejas de esa reacción cuando tú has tirado la puerta de tus vecinos por lo mismo.
 Muy a mi pesar reconocí que tenía toda la razón. Por mucho menos yo había entrado en cólera. María sonriendo me dio el bibe ya preparado y me dijo:
-Uno cada cuatro horas- para acto seguido darme una bolsa con pañales y a pesar de mis protestar, desaparecer.
Os podréis imaginar la situación: jamás había tenido a mi cuidado ni siquiera un cachorro y de pronto me veía con un lactante en mis manos. Sin poder hacer otra cosa, le di la botella y una vez se había tomado la toma, dejó de llorar durante cinco minutos. Al cabo de los mismos reanudó su llanto con mayor énfasis y desmoralizado pregunté a una mujer que le ocurría.
La señora sonrió y olisqueando al chaval, me respondió:
-Se ha cagado- y obviando lo vulgar de su respuesta, prosiguió diciendo: ¡Tienes que cambiarle el pañal!
Por mucho que intenté que se comportara como una buena samaritana, se negó por lo que tuve que ir a un baño a cambiarle. No os podéis hacer una idea de lo cerca que estuve de vomitar porque aunque ese chaval tomara leche, cagaba mierda. Lo peor no fue el limpiarlo sino oler la peste de sus heces. Totalmente asqueado y después de cuarto de hora conseguí colocarle más o menos bien el pañal. Al salir me encontré con que el enfermero me llamaba. Nada más verme me informó que la madre del niño se había despertado. Creyendo que allí acababa mi papel, fui a verla con su hijo en mis brazos.
Sin saber a qué atenerme, entré al cubículo de urgencias donde estaba. Allí me encontré que mi vecina era una jovencita muy joven que aún demacrada era realmente bonita. Un tanto cortado, dándole a su hijo, me presenté. La muchacha cogió al crio y llorando me dio las gracias por cuidar de Andrés.
“Así que se llama Andrés, el enano” pensé.
Fue entonces cuando todo se complicó, porque haciendo su aparición el médico la informó de que el niño no podía quedarse en el hospital. Viendo que me iban a encasquetar nuevamente al jodido lactante, pregunté qué ya que se había recuperado porqué no le daban el alta a la madre.
-¿Quién es usted?- me preguntó el dichoso doctor.
-Su vecino.
Con gesto serio, el tipejo me soltó:
-Como ha sido un abuso de barbitúricos, no podemos darle el alta sin que alguien se responsabilice de ella.  De no  ser así, la paciente tendrá que quedarse hasta el lunes para ser observada por psiquiatría.
Solo pensar en ocuparme durante al menos tres días de ese niño me puso los pelos de punta por eso cuando la madre insistió que había sido un accidente y que no volvería a ocurrir, creí que me había librado. Desgraciadamente, el galeno insistió que de no haber alguien que se responsabilizara no podía darle el alta. Juro que debí de haberme mordido un huevo y haberme quedado callado pero en vez de eso, respondí con el único objeto de zafarme del chaval:
-Oiga, como vivo al lado, yo podría echarle una mirada.
El médico quizás interesado en desocupar una cama, contestó:
-Si usted se hace cargo y mantiene bajo estricta supervisión a la madre, podría aceptar.
Con la mosca detrás de la oreja, pregunté a qué se refería con “estricta supervisión”. El tipo con gesto serio, respondió:
-Debería permanecer con usted y comprometerse a traerla a consulta para que se le haga una valoración el lunes.
Había decidido negarme cuando la joven me miró con cara de angustia y cogiendo mi mano me pidió:
-Por favor, serán solo dos días.
Reconozco que en ese momento me pareció más sencillo echarle un vistazo a esa monada que ocuparme del cuidado integral de su retoño, por eso accediendo a las condiciones marcadas por el hospital, firme los papales en los que me responsabilizaba de ambos. Ya embarcado en esa aventura, salí a la media hora con la madre e hijo de la clínica y sabiendo que no podía hacer otra cosa, los llevé a casa.
Patricia, así se llama mi vecina, se mantuvo callada durante el trayecto pero al llegar a mi piso y ver el estado en que estaba su puerta, se echó a llorar desconsolada. Solo se calmó una vez le prometí que la arreglaría y sin pensar en las consecuencias de mis actos, le pregunté qué iba a necesitar para pasar esos dos días.
-La cuna del niño y su comida, lo demás siempre puedo pasar a por ello.
La lógica de su respuesta me convenció y cogiendo lo que me había dicho de su casa, llevé a los dos a la mía. Nada más entrar y señalarle su habitación, la joven se hundió en su mutismo nuevamente y cogiendo al crio se encerró. Al ori el pestillo, me aterroricé y llamando a su puerta, le dije:
-Perdona, sería mejor que no cerraras. No te conozco y en cambio soy responsable de ambos.
Comprendiendo mis razones, la dejó abierta sin contestar. Extrañado y nervioso, cogí las herramientas y saliendo al descansillo, me puse a arreglar mi estropicio. Como mi patada fue seca, únicamente tuve que recolocar las bisagras para que la jodida puerta funcionara nuevamente.
“Tengo que controlar mi mala leche”, pensé mientras lo hacía.
Ya de vuelta a mi piso, lo primero que hice fue dar un vistazo a la madre. Me tranquilizó observarla haciéndole mimos a su chaval y por eso ya tranquilo, viendo la hora, decidí que era hora de comer y metí en el horno una pizza. No habían pasado los quince minutos que se necesitan para calentarse cuando la vi salir de la habitación y en silencio sentarse frente a mí. No tardé en comprender que quería decirme algo y por eso apagando la tele, me la quedé mirando. Al observarla, traté de encontrar algún motivo por el que esa preciosidad se hubiese tomado esos tranquilizantes pero no lo encontré y por eso esperé que fuera ella quien me lo dijera.
La belleza de esa cría era evidente. Por mucho que estuviera demacrada y sin arreglar, no pude más que deleitarme contemplándola. Morena de pelo largo, su bonita cara iba en consonancia con el resto de su cuerpo. Delgada pero con un par de pechos dignos de una antología, la muchacha era encantadora.
Patricia totalmente avergonzada tomó aire antes de empezar:
-Te debo una explicación.
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No sé si fue su cara de no haber roto nunca un plato o por el contrario el verla tan desvalida pero lo cierto es que cogiéndola de la mano, le dije que no era necesario. Ella al sentir mi apoyo se echó a llorar y tras unos minutos donde solo pude observar su dolor, me dijo:

-Necesito explicarte. Gracias a ti, estoy bien pero sobre todo Andrés no ha sufrido por la idiota de su madre.
Instintivamente miré al bebe que desde su cuna me sonreía. El puñetero enano tenía sus ojos fijos en mí, reconociendo al que media hora antes le dio de comer. Viendo que no me quedaba mas remedio que recibir sus excusas, la miré  dándole entrada.
La morena, habiendo captado mi atención, empezó a decirme:
-No era mi intención el suicidarme. Pero como llevaba mas de dos días sin dormir, decidí tomar un calmante y te juro que no sé cómo pude tomar tantos- sus palabras me calmaron porque al menos no era una loca confesa, aun así  decidí esperar a que terminara para hacerme una idea de lo que había pasado.
Mi vecina buscando una explicación, prosiguió diciendo:
-No comprendo como pude ser tan boba, solo alcanzo a pensar que creyendo que no me las había tomado, volví a tomar otra dosis- cómo podía ser, permanecí callado – Lo cierto es que desde que murió Juan, no he hecho otra cosa que llorar.
 Esa confesión  me interesó y intentando indagar en ella, pregunté:
-¿Juan era el padre?
-Si- respondió llena de pena.
Sabiendo el trauma que debía de ser quedarse sola, me abstuve de seguir investigando pero ella una vez abierta la espita por la que sacar su dolor, me dijo:
-Falleció en un accidente hace dos meses- y ya totalmente deshecha, llorando a moco tendido, se quejó de que su niño nunca llegaría a conocerlo.
Juro que nunca he sido de lágrima fácil pero ese drama me afectó y abrazándola sin otra intención que consolarla, la animé diciendo:
-Tranquila, eres joven y encontrarás a alguien que aunque nunca pueda sustituirlo, si se comporte como un padre con el niño.
La muchacha al oírme, se secó los ojos con la manga de su jersey y poniendo cara esperanzada, me preguntó:
-¿Tú crees?
-Por supuesto- respondí – tendrás muchas oportunidades y más cuando conozcan a Andrés que es un niño precioso y bueno.
El piropo que solté sobre el niño, le cambió la cara y sin dejar de llorar, la noté más animada. Aprovechando el momento, le informé que tenía una pizza en el horno y levantándola de la silla, la llevé a la cocina. Patricia me siguió como una autómata con su bebé y solo cuando la obligué a sentarse en la mesa, me soltó:
-¿Por qué eres tan bueno conmigo?
Cortado, intentando mediante una broma sacarle de su depresión, respondí:
-Es fácil, como verás y soy soltero. Y ¡qué mejor forma de conseguir compañía que actuar como un caballero de película!
Mi respuesta que iba en son de guasa, la destanteó momentáneamente y al darse cuenta que  estaba bromeando, me soltó:
-Por la forma que te mira mi niño, ¡A él ya lo has conquistado!
Juro que en ese instante, el jodido crío como si supiese de qué estábamos hablando estiró sus brazos para que yo lo cargara. La madre soltando una primera risa, me pidió:
-¡Cógele! ¡Le gustas!
Aunque nunca en la vida me había llevado bien con un bebé, reconozco que me hizo gracia el enano y cogiéndole en brazos, le hice un par de carantoñas. Encantado, el chaval me sonrió mientras intentaba llevar a su boca mi mano.
-¡Lo ves!- recalcó la muchacha – es la primera vez que veo que se va con alguien teniéndome a mí al lado.
Cortado pero alegrándome en mi interior de haberme topado con los dos, le pasé a Andrés diciendo:
-Tómalo mientras sirvo la comida.
Patricia intentó ayudarme pero con voz tranquila le obligué a permanecer sentada. Sirviendo de anfitrión, traje la pizza y nos pusimos a comer. Durante la comida, se mostró más comunicativa y por eso descubrí que además de ser bonita, la morena era una mujer encantadora. Dotada de una dulzura innata, os tengo que reconocer que quizás  sin darme cuenta y desde ese momento quedé prendado de ella. No solo tenía un cuerpazo sino que desde el principio me quedó claro que tenía la cabeza perfectamente amueblada y que esa sobredosis que me llevó a conocerlo solo había sido un accidente. Por eso y creyendo que era una idiotez que se quedara en mi apartamento, nada más acabar de tomarnos el café, le pregunté:
-Patricia, aunque me he comprometido a tenerte en casa, veo que estás bien. SI quieres irte, no pondré ningún impedimento.
Curiosamente, se quedó callada y tras pensarlo unos instantes, contestó:
-Si no te importa, me gustaría quedarme aquí al menos estos días- y casi a punto de llorar, me dijo: -Te parecerá raro pero me da miedo irme sola a mi piso.
Su respuesta aunque extraña, me satisfizo y mirándola a los ojos, respondí:
-No me importa. Yo también prefiero teneros cerca – dándome cuenta que podía ser malinterpretado,  intenté explicarme diciendo: -Lo digo por los pápeles que firmé.
Mis palabras la tranquilizaron y pidiéndome permiso, se fue al cuarto de invitados a echarse un rato. Habiéndome quedado solo y mientras metía los platos en el lavavajillas, me quedé pensando en lo agradable que era tener compañía.
El resto de la tarde pasó sin nada que mencionar a no ser por el hecho que en un momento dado, Andrés pidió su toma y viendo que su madre necesitaba descansar, entré en el cuarto a cogerlo. Patricia me lo agradeció y siguió durmiendo sin saber del efecto que produjo en mí el verla acostada. Al tumbarse, se había quitado los pantalones y por eso cuando entré por su hijo, me quedé de piedra al admirar la perfección de su cuerpo. Dotada por la naturaleza de unas piernas de ensueño, no fue consciente del modo en que me la quedé mirando.
“¡Dios! ¡Qué buena está!” exclamé mentalmente mientras cogía a Andrés y con la imagen de esa belleza grabada en mi retina, me retiré a preparar el bibe a su hijo.  Mientras lo hacía, no pude dejar de rememorar en mi mente, las bragas de encaje que cubrían su pubis ni la rotundidad de los pechos que  inútilmente intentaba esconder su sudadera.
“¡No me puedo creer que nunca me haya fijado en ella!” mascullé entre dientes al sentarme con su hijo. El crío comportándose como un querubín, se tomó la mamila sin quejarse. Juro que aunque resulte imposible de creer, no me molestó cambiar por segunda vez en mi vida un pañal porque mientras lo hacía, solo tenía un único pensamiento: “Patricia”.  El erotismo que manaba de su cuerpo era tal que involuntariamente mi pene reaccionó irguiéndose hasta su máxima extensión.
Venciendo los reparos que me producía excitarme con esa mujer, dejé al niño en su cuna y encerrándome en mi cuarto, me di rienda suelta a mi imaginación. Obviando tanto nuestra diferencia de edad como el hecho que era una criatura indefensa y sin poder pensar en otra cosa que no fuera estar entre sus piernas, soñé que entraba en mi cuarto y que sin hacer ruido se acercaba a mi cama lentamente. Sin preguntar y con su piel erizada por lo que iba a hacer, me levantó las sábanas y se hizo un hueco a mi lado. Comportándose como una ladrona, en mi sueño, mi vecina aproximó su cuerpo a mí y mientras se pegaba a mi espalda, susurró:
-Fóllame.
Hasta ese momento, me había hecho el dormido pero al sentir la presión de sus pechos contra mi piel hizo que mi pulso se acelerara. Tratando de tranquilizarme, respiré profundamente antes de darme la vuelta. Al hacerlo, Patricia no aguardó mi respuesta y lanzándose entre mis brazos, buscó mi boca. Aunque sabía que todo era producto de mi mente, me vi respondiendo con pasión a su beso y mientras se acomodaba entre mis piernas, oí a mi vecina murmurar:
-¡Lo necesito!- mientras se comenzaba a mover lentamente sobre mí, degustando la presión de mi pene contra su sexo.
Era tal mi excitación que ni siquiera me dio tiempo a recrearme soñando que la penetraba porque exploté dejando el rastro de mi semen sobre el colchón. Asustado por la magnitud de mi calentura, me levanté de la cama y busqué calmar mi tensión con una ducha de agua fría. El impacto de introducirme bajo el chorro, consiguió tranquilizar temporalmente mi excitación pero mientras me secaba no pude dejar de reconocer que ante cualquier avance de esa mujer, los rescoldos se convertirían en un incendio y sin lugar a dudas, caería rendido entre sus muslos.
Con posterioridad me enteré que mientras tanto, Patricia le ocurría algo parecido. Tras meses de angustia, había encontrado en un desconocido el apoyo que había perdido y aunque le seguía doliendo la ausencia de su marido, se dio cuenta que la vida seguía y que tenía que buscar un padre para su hijo. Le costaba comprender que le hubiese prestado su ayuda sin pedirle nada a cambio y por eso  cuando entré  a por Andrés, se hizo la dormida porque sabía que no podía negar esa ayuda desinteresada pero también porque descubrió en mi mirada una mezcla de deseo y de cariño que la dejó confundida.
“¡Le gusto!”, pensó y ya claramente turbada tomó nota de que no le había molestado sentir mis ojos recorriendo su cuerpo.  
Tratando de evitar seguir pensando en mi pero claramente excitada, cerró los ojos imaginándose que estaba con su marido en esa cama y dejando caer suavemente las manos por su cuerpo, se empezó a acariciar. En su imaginación, el difunto era el que se estaba acercando a su clítoris y buscando liberar la frustración acumulada, separó sus piernas y con delicadeza se apoderó del botón escondido entre los pliegues de su sexo. Reteniendo los gemidos de placer en su garganta, soñó que Juan se agachaba y se apoderaba de él mientras con la otra mano se pellizcó un pezón. Ya completamente excitada y mientras su cuerpo convulsionaba de placer, le pidió que la besara. Fue entonces cuando se percató que la boca que estaba besando en sueños no era la de Juan sino la mía. Asustada por su propia reacción, se corrió al darse cuenta que el hombre con el que soñaba: ¡Era yo!
Una hora más tardé, todavía conmocionada por haberse masturbado con uno que no solo no era su marido sino que además de ser un desconocido la podía llevar quince años, salió de la habitación para descubrirme en el sofá viendo la tele.
 
Al verla entrar, me costó evitar que mis ojos se recrearan en su figura. La muchacha sin maquillar y despeinada tenía un encanto difícil de describir. Todo en ella era bello, su cara, sus labios, el modo tan despreocupado con el que lucía esa sudadera e incluso tengo que reconocer que me cautivó descubrir que dejando tirados sus zapatos al lado de la cama, Patricia apareció descalza en el salón. Sus pies y sus uñas pintadas de rojo, me hicieron suspirar y temiendo que el resto de mi cuerpo reaccionara traicionándome, retiré mi mirada y disimulando mi excitación, seguí viendo la película.
-¿Qué están poniendo?- me preguntó.
Intentando que no se me notara, contesté:
-Una de risa.
Satisfecha porque quizás reírse era lo que necesitaba, se sentó junto a mí.  Su presencia, curiosamente, diluyó mis dudas y olvidándome de lo que sentía, me sentí acompañado.
Aunque ninguno de los dos lo sabía, habíamos sido participes en los sueños del otro  pero eso no importó para que al cabo de unos minutos, a carcajada limpia disfrutáramos de las correrías absurdas de los protagonistas de la cinta. El ambiente se fue distendiendo y aunque no nos percatáramos ni ella ni yo, nos fuimos acercando el uno al otro y antes de que terminara, Patricia tenía apoyada su cabeza en mi pecho.
Fue en los anuncios, cuando caí en nuestra postura pero lejos de alterarme, me encantó tenerla tan cerca. Ella por su parte, al notar mi brazo a su alrededor, se sintió protegida e involuntariamente, sonrió. Cualquiera que nos hubiese visto, hubiera creído observar a una pareja disfrutando de un sábado en la tarde en la tranquilidad del hogar y aunque no había nada pecaminoso ni inmoral en nuestra actuación, ambos fuimos conscientes de estar jugando con fuego.

Todavía seguía la película cuando desde la habitación escuchamos el llanto de Andrés:
-Debe tener hambre- señaló su madre corriendo a por el bebé.
Verla partir, me molestó en un principio pero al volver con el crío en su regazo, me quedé pasmado por la belleza de la imagen. El cariño que se profesaban me hizo desear por vez primera formar una familia y sin dejarlos de mirar, reparé en que lo que realmente anhelaba era ser yo parte de la suya.
“¡No puede ser! ¡Soy demasiado viejo para ella!”, maldije entre dientes mientras seguía absorto como Patricia era capaz de prepararle el biberón sin dejar a Andrés en su cuna.
Queriendo ayudar, me acerqué a los dos y dije:
-Dame al niño.
Al no estar acostumbrada a que nadie la echara un capote, se me quedó mirando mientras se lo cogía. Fue entonces cuando ocurrió, juro que no fue mi intención pero lo cierto es que al tomarlo, pasé mi mano involuntariamente por su pecho. Mi vecina, esa madre joven recién viuda, no pudo evitar que de su garganta saliera un suspiro al sentir mi caricia. Si ya estaba suficientemente turbado por su gemido, me quedé de piedra al comprobar que bajo su blusa y traicionándola, sus pezones se le pusieron duros.
Sin saber a qué atenerme ni que pensar, le pedí perdón y retirándome de ella, me la quedé mirando. Patricia, consciente de mi escrutinio, se movió nerviosa incrementando de esa manera mi turbación.
“No puede ser”, pensé creyendo que mi calentura me estaba jugando una mala pasada pero cuanto más la observaba más clara era la presencia de esos dos bultos bajo la tela.
A los pocos segundos, la madre terminó de prepararlo y rojo como un tomate, me pidió a su hijo de vuelta. No queriendo que pensara mal de mí, le pase al crío evitando cualquier contacto y volviendo al sofá, intenté evitar seguirme fijando en ella. Lo cual me resultó imposible y al cabo de los pocos minutos, nuevamente estaba observando con deleite como esa joven le estaba dando la toma a su hijo.
“¡Y todavía se va a quedar todo un día!”, mascullé sabiendo lo difícil que me iba a resultar.
Analizando la obstinación con la que mi mente soñaba con que esa mujer fuera mía, busqué la explicación en que mi soltería que creía buscada, no fuera más que resultado de mi fracaso y por vez primera supe lo que era la soledad. Para colmo a un solo metro de mí sentada y ajena a lo que estaba sintiendo estaba una de las mujeres más sensuales que hubiese conocido jamás.
La incomodidad que sentía me hizo reaccionar y levantándome de mi asiento, la pregunté qué quería de cenar:
-Deja que Andrés termine y te ayudo- contestó.
 Temblando, no me quedó más remedio que volverme a sentar. Tengo que reconocer que disfruté tanto como un chaval viendo al bebé bebiendo su biberón de manos de su madre y que cuando terminó, me fastidió que lo hiciera porque estaba totalmente embelesado con la escena. Una vez saciada su hambre, Patricia se levantó y lo llevó nuevamente a su cuna. Sabiendo que quería que se durmiera, estaba esperando pacientemente en el salón cuando la oí llamarme.
Al llegar a su lado, la vi agachada en la cuna y mientras me señalaba a su hijo, me dijo en voz baja:
-Mírale se ha quedado dormido con una sonrisa.
No lo hice a propósito pero al querer comprobarlo, me pegué a ella y contesté:
-¡Es precioso!
Fue al responder mi piropo cuando su madre, se levantó y al hacerlo, su trasero se posó contra mi sexo. Durante unos segundos, ninguno supo que hacer pero el ver el deseo en mi cara fue la gota que necesitaba para lanzarse con una suavidad que me hizo suspirar, Patricia me besó. Tal y como hice en mi sueño, respondí su beso con pasión y cruzando nuestro particular Rubicón, la cogí entre mis brazos y la deposité en la cama.
-Hazme el amor- la escuché decir mientras me llamaba con sus brazos.
Incapaz de contenerme, me tumbé a su lado y la besé nuevamente. Contra toda lógica, era ella la más necesitada y casi desgarrándome la camisa, me la quitó mientras sus labios me colmaban de caricias. Sentir su urgencia fue lo único que necesité para que mis reparos desaparecieran y quitándole la sudadera, descubrí con auténtico gozo la perfección de sus pechos. Dotados con unos pezones grandes y rosados, sus pechos juveniles se me antojaron todavía más apetecibles y pero fue la firmeza de su vientre, lo que realmente me cautivó:
“¡Parece imposible que esta niña hubiese estado embarazada alguna vez!”, pensé mientras la acariciaba.
Patricia, totalmente contagiada por la pasión, se quedó quieta mientras mis dedos reptaban por su piel. Cogiendo confianza, mis caricias se fueron haciendo cada vez mas obsesivas y disfrutando de mi ataque, tuvo que morderse los labios para despertar a su hijo. Ajeno a su turbación, con mis manos sopesé el tamaño de sus senos y mientras ella no paraba de gemir, profundicé en mi ataque recogiendo entre mis dedos uno de sus pezones. Cuando sintió que se mojaba al notar mi caricia sobre su rosada areola, con la voz entrecortada, me pidió:
-Vamos a tu habitación.
Juro que comprendí sus razones pero como estaba lanzado no pude evitar recorrer con mi mano su entrepierna. No sé qué me resultó más excitante, si oír su gemido o descubrir que su coqueto tanga estaba totalmente empapado.
-No seas malo- me rogó con los ojos inyectados de lujuria – ¡Quiero ser tuya!
Patricia, tratando de no  levantar la voz, apretó sus mandíbulas al notar que mis dedos se habían apoderado de su clítoris. Totalmente indefensa, tuvo que sufrir en silencio la tortura de su botón mientras su bebé dormía en su cuna. Disfrutando al comprobar que no solo estaba húmeda sino que poco a poco mis toqueteos estaban elevando el nivel de la temperatura de su cuerpo, no paré hasta que mis oídos escucharon su tímido orgasmo.
-¡Me vengaré!- me dijo con una sonrisa al recuperar el resuello.
Me encantó comprobar que no estaba enfadada y cogiendola entre mis brazos, la cambié de habitación.  Nada más ver que llegábamos a mi cuarto, Patricia, se abalanzó sobre mí y, restregando su cuerpo contra el mío, exclamó:
-¡Eres un maldito!. Tendrás que compensarme el mal rato- mientras se arrodillaba y me despojaba de mi pantalón. Al ver mi sexo al descubierto, lo cogió entre sus manos y sin esperar mi permiso, se lo introdujo  en la boca.
Creí morir al comprobar la maestría con la que esa se apoderaba de mi miembro y esperanzado comprendí que era tanta su necesidad de que esa noche no me iba a dejar descansar hasta que la saciara. Ajena a mis pensamientos, mi vecina cogió con sus  manos mis testículos e imprimiendo un suave masaje, buscó mi placer de la misma forma que yo había buscado el suyo. Fue impresionante experimentar como su lengua recorrió los pliegues de mi glande mientras no dejaba de decir lo mucho que gustaba.
-Me encanta-, exclamó al comprobar la longitud que alcanzaba en su máxima expresión y abriendo sus labios fue devorando mi polla lentamente hasta que acomodó toda mi extensión en su garganta.
Entonces usando su boca como si de su sexo se tratara, empezó a meterlo y a sacarlo de su interior con un ritmo endiablado. Alucinado por su mamada, todo mi ser reaccionó y acumulando presión sobre mis genitales, estos explotaron en sonoras oleadas de placer. La joven madre no dejó que se desperdiciara nada de mi simiente y golosamente fue tragándola a la par que mi pene la expulsaba.
Una vez terminó la eyaculación, con su lengua limpió los restos de semen y sonriendo, me miró diciendo:
-Espero que seas capaz de recuperarte rápidamente porque necesito que me hagas tuya.
Con todo la sensualidad del mundo, me estaba retando y cayendo en su trampa, la terminé de desnudar tras lo cual la tumbé en la cama:
-Se bueno conmigo- me soltó  con voz temblorosa.
Le respondí hundiendo mi cara entre sus piernas. Su sexo me esperaba completamente mojado y al pasar mi lengua por sus labios, oí el primero de los gemidos que escucharía esa noche. El aroma a mujer necesitada inundó mi papilas y recreándome en su sabor, recogí su flujo en mi boca mientras mis manos se apoderaban de sus pechos. Mi nueva amante colaboró separando sus rodillas y posando su mano en mi cabeza, me exigió que ahondara en mis caricias diciendo:
-Fóllame y seré completamente tuya-.
Su promesa me volvió loco y pellizcando sus pezones, introduje mi lengua hasta el fondo de su sexo.  Patricia chilló de deseo y reptando por la cama, me rogó que la penetrase. Haciendo caso omiso a su petición, seguí jugando en el interior de su cueva hasta que sentí cómo el placer la dominaba y con su cuerpo temblando, se corría en mi boca. Su clímax, lejos de tranquilizarme, me enervó y tumbándola boca abajo sobre las sábanas, puse la cabeza de mi glande entre los labios de su sexo.
-Tómame-, exigió moviendo su culo.
-Tranquila-, dije dándole un suave azote,-llevo mucho tiempo sin hacerle el amor a una mujer y si sigues así, me voy a correr enseguida.
-Yo también, ¡Necesito sentir tu polla! Desde que te conozco, me he vuelto a sentir como mujer y me urge ser tuya-.
Comprendiendo la inutilidad de mi razonamiento, de un solo arreón, rellené su conducto con mi pene. Mi vecina, al sentirlo chocando contra la pared de su vagina, gritó presa del deseo y retorciéndose como posesa, me pidió que la cogiera los pechos.  Obedeciendo me apoderé de sus senos y usándolos como ancla, me afiancé con ellos antes de comenzar un suave trote con nuestros cuerpos. Fue entonces su cuando,  berreando entre gemidos, gritó:
-Júrame que vas a ser el padre de mi hijo. Quiero pertenecerte y que tú seas mío.
Como eso era exactamente lo que deseaba, me hizo enloquecer y fuera de mí, incrementé mi velocidad de mis penetraciones. Patricia respondió a mis esfuerzos con lujuria y sin importarle despertar a su niño, me chilló que no parara. El sonido de la cama chirriando se mezcló con sus gemidos y completamente entregada a mí, se corrió nuevamente sin parar de moverse. No habiendo satisfecho mi lujuria,  convertí mi galope en una desenfrenada carrera que tenía como único objetivo mi propio placer pero, mientras alcanzaba mi meta, llevé a mi amante a una sucesión de ruidosos orgasmos.
Su completa entrega me terminó de enamorar y por eso cuando con mi pene estaba a punto de sembrar su vientre, la informé que me iba a correr. Ella al sentirlo, contrajo los músculos de su vagina y con una presión desconocida por mí, obligó a mi pene a vaciarse en su vagina.
Agotado por el esfuerzo, me desplomé a su lado. Patricia me abrazó llorando. Al percatarme de las lágrimas que recorrían sus mejillas, le pregunté preocupado que le ocurría:
-Nunca creí que pudiera volver a ser feliz. Durante meses creí que mi vida había terminado sin saber que en la puerta de al lado vivía un hombre que me haría recobrar mi esperanza.
Tratando de quitar importancia a su confesión, en plan de guasa, pregunté:
-¿Y quién es? ¿Lo conozco?
Muerta de risa al escuchar mi broma respuesta, me soltó mientras con sus manos se apoderaba de mis huevos:
-Como dudes de quien es, ¡Tendrás que llamar a un médico!
La más que evidente amenaza no consiguió su objetivo porque al sentir la presión de sus dedos, mi pene reaccionó irguiéndose como un resorte. Soltando una carcajada, le separé las piernas y mirando a su entrepierna, le espeté:
-Tan poco aguanta tu coño que piensas que tendré que llevarte de vuelta al hospital.
Sin perder la sonrisa, llevó mi miembro hasta su entrada y mientras se lo incrustaba hasta el fondo, me susurró:
-Cuídate tú, pienso dejarte tan cansado que quizás te dé un ataque, ¡Mi querido anciano!
Si quieres ver un reportaje fotográfico más amplio sobre la modelo que inspira este relato búscalo en mi otro Blog:     http://fotosgolfas.blogspot.com.es/
¡SEGURO QUE TE GUSTARÁ!
 
 

Relato erótico: ” Seducida por los primos de mi novio 2″ (POR CARLOS LÓPÈZ)

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Los días siguientes al suceso, Marta no podía conciliar el sueño. Menos aún cuando recibió en su buzón de correos un CD con los videos grabados sin ningún mensaje adicional. No entendía cómo se había visto arrastrada a entregarse a los primos de su novio sin mediar fuerza ni coacción. Sólo la bebida, y el morbo d
el momento había sido suficiente para traicionar a su prometido Santi, siempre cortés con ella, con sus salvajes primos Tom y Carlos.
No podía quitarse de la cabeza que, a pesar de haber sido tratada con cierta dureza, se había sentido excitada como nunca. Desde luego, mucho más que con los dulces y suaves polvos que Santi la echaba.
Tampoco podía quitarse de la cabeza los vídeos que habían sido grabados. Desde que había recibido el CD, un extraño mecanismo en su cerebro hacía que los viese en su ordenador cuando Santi no estaba en casa. Por un lado, se culpaba de lo ocurrido con cierto miedo a ser chantajeada o a ser la estrella de cualquier página pornográfica de mala muerte en Internet. Sin embargo, se sorprendía a sí misma en varias ocasiones deseaando que Santi saliese de casa para ver los vídeos. Se ponía nerviosa si él tardaba en salir, y antes de arrancar el ordenador, el mero pensamiento de verlo hacía que su entrepierna se humedeciese rememorando el episodio.
Lo cierto es que su deseo sexual se había disparado. Incluso Santi se lo decía cuando ella, casi cada noche, le asaltaba literalmente para que la follase, y eso que él no sabía las numerosas veces que ella se acariciaba en solitario. Ella contestaba que debían ser los nervios de la boda, aunque sabía muy bien cuál era la verdadera razón.
A veces Santi se lamentaba de lo torpe que fue el día del concierto, emborrachándose hasta quedar inconsciente. Se culpaba de no haberlos dejado ver el final, por haberse pasado por la bebida. Santi adoraba a sus primos. A veces le decía a Marta “Jo, qué bien se portaron ese día saliendo del concierto y trayéndonos a casa… son unos tíos geniales”. Marta, enternecida por la inocencia de su futuro marido, pensaba “si tú supieras lo que pasó…”.
Con todo, debía reconocer que sentía un cierto alivio con el paso de los días sin noticias de los primos de Santi. Ellos vivían bastante alejados, en Alicante, y pensar en que no están cerca la producía cierta paz. Por eso, cuando Santi la anunció que el próximo viernes iban a venir a Barcelona de nuevo y habían quedado a cenar los 4, ella casi entra en pánico.
–         Pero ese día es mi despedida de soltera… -dijo ella-
–         Nooo, la despedida es el viernes que viene. La cena es éste… pasado mañana –contestó Santi-
–         ¿Pasado mañana? –pregunto Marta disimulando su alarma-
–         Sí ¿no te acuerdas de que te dije si ibas a hacer algo el viernes noche y me dijiste que no?… era por eso. Al parecer, Carlos ha ligado con una chica de Barcelona y quiere venir a verla. No te lo pierdas… ¡creo que es casada! Jajajaja dice que tiene que terminar alguna cosa que quedó pendiente cuando se la ligó.
–         ¡qué cabrón! –dijo Marta sintiéndolo de verdad-
–         Jajaja mis primos son así… algún día te contaré sus correrías –dijo Santi orgulloso-
Estaba atrapada. No se le ocurría ninguna excusa para librarse de la cena. La chica con la que “Carlos había ligado” sospechaba que era ella misma. De repente estaba muy nerviosa. Joder, la boda era en unos días. No quería ponerse a prueba a sí misma, ni arriesgarse a perder a Santi. Una vez más, Carlos y Tom se las habían ingeniado muy bien para coincidir con ellos sólo 3 semanas antes de la boda. Para ello habían convencido a Santi, que además había insistido en invitar “por lo bien que se habían portado el día de la borrachera”. Si él supiera…
Marta no sabía qué hacer. En una distracción de Santi, buscó el número de teléfono de Tom de su agenda. Con un cierto temblor de sus dedos le llamó:
–         Hola Tom
–         Hola Marta, precisamente te iba a llamar yo ahora…
–         ¿Para qué? –dijo ella temiendo lo que Tom contestaría-
–         Para contarte que Santi nos ha invitado a cenar el viernes… jaja por si querías que terminásemos lo que dejamos pendiente.
–         ¡Pero es que me caso en 3 semanas, Tom!
–         Jaja, no te preocupes, a la boda vas a llegar perfecta… dicen que el sexo hace mejorar la piel –dijo divertido-
–         Pero es que no debo… Tom, entiéndelo. Yo no soy así –había casi súplica en la voz de Marta-
–         Marta, que soy Tom, recuerda… a mí no me puedes engañar. Esto te encanta.
–         Es verdad que el otro día me dejé llevar y me no estuvo mal… -reconoció-.
–         ¿No estuvo mal? Jajaja, te corriste 3 veces en menos de media hora Martita… ¿es verdad o no? Si hasta suplicabas que te follásemos… está en el vídeo. Y porque se despertó al final tu novio… jaja
–         Es verdad… Pero no debo. Me voy a casar, y estoy enamorada de Santi.
–         Todos queremos a Santi. Yo también le adoro. Y tú te vas a casar con él ¿Tú qué crees que debo hacer yo? ¿Decirle la novia que tiene?
–         ¿Me vas a chantajear? –dijo casi llorando-
–         ¡No! Joder, eso no… es un juego ¿No recuerdas lo que pasó el otro día?
–         El otro día estaba borracha.
–         Todos estábamos un poco borrachos, pero no creo que lo que pasó fuera por eso. Piénsalo.
–         Vale, me dejé llevar, es verdad. Pero yo no soy así. No soy ese tipo de chica…
–         ¡Pues eso es lo que me preocupa! Me preocupa mucho más que seas una sosa y le tengas a régimen… “hasta que la muerte os separe”.
–         ¡No voy a tenerle a régimen! Lo que pasa es que Santi no se merece que hagamos nada, aunque nos apetezca… -se delató Marta-
–         Ah, ya reconoces que te apetece, jaja. Pero vamos, creo que no conoces bien a Santi… algún día te contaremos cosas que hemos hecho los tres primos jajajaja.
–         Me da igual lo que haya hecho… -y bajando el tono de voz añadió- antes de conocerme a mí.
–         Bueno, no entremos en terrenos pantanosos. Mira, Santi no se va a enterar de nada. Y que abras un poco tu mente le va a venir bien en su vida. Él es quien lo va a disfrutar. Dime si has visto los vídeos de la otra noche…
–         Sí, los he visto –contestó Marta con un poco de rubor-
–         Y dime si te excita verlos.
–         …
–         Di la verdad, Marta, aunque creo que ya lo sé…
–         Sí, sí me excita… pero no puedo repetirlo… no debo… por favor, por favoooor –Marta ya suplicaba, casi lloraba y Tom se compadeció-
–         No sigas. Con eso me vale… mira, ya sé lo que vamos a hacer…
–         ¿qué? –dijo Marta temerosa-
–         Nada. No haremos nada. No va a pasar nada. Sólo cenar. No hay chantaje. ¿está claro?
–         Sí
–         El viernes vamos a cenar todos. A beber pero sin emborracharnos. Vamos a reirnos y a estar juntos. Vamos a un sitio donde se puede cenar y también bailar. No va a pasar nada. Nada. Bueno, al menos nada que tú no quieras. Ahh, y no va a haber alcohol.
–         Gracias, Tom. Gracias por entenderlo. De verdad.
–         Sólo te pido que estés relajada, contenta… que te vistas para bailar. Sexy si quieres…
–         Vale, eso sí… –dijo Marta aliviada, la idea de ir a un sitio de baile la hacía ilusión, porque Santi nunca lo hacía y ella adoraba bailar-
–         ¿Entonces todo bien?
–         Sí… gracias –Marta se sentía mejor-
–         Bueno, pues ahora que ya está todo aclarado… ¿Te vestirás como yo te voy a pedir?
–         Jaja depende –dijo Marta coqueta-
–         Falda y top ajustado… sin sujetador y con ropa interior negra… casi transparente.
–         ¡Jajajaja eres un salido!… -a Marta le hizo gracia el capricho de Tom-  ummmmm ya veremos.
–         Importante lo de la ropa interior sexy y negra eh… que aunque no vaya a verla me da morbo mirarte a la cara y saber que la llevas.
–         Vale, jajaja, no prometo nada, pero lo pensaré
–         Eso, piénsalo… muchos besos
–         Besos Tom… y gracias otra vez por entenderme.
Quedaban 2 días para la cena, y la conversación con Tom había dejado a Marta mucho más tranquila. No sabía por qué, pero realmente se fiaba de que ellos no iban a decir a Santi nada de lo que pasó el día del concierto. Ésa era su máxima preocupación. Aunque se sentía excitada por la fantasía de otro episiodio sexual, la posibilidad de perder a Santi o de suspender la boda la producía pánico. Por eso temía que si sus primos la hubieran chantajeado ella habría cedido sin remedio. Salvado ese miedo, el hecho de salir a bailar le hacía una ilusión tremenda. Santi nunca quería salir a bailar, ni siquiera para preparar los bailes de la boda. Marta adoraba bailar.
En cuanto a lo de vestirse como le había pedido Tom o no hacerlo, ahí sí tenía alguna pequña duda. Pasó esos dos días dándole vueltas al asunto y al final optó por vestirse así. La verdad es que la divertía seguirle un poco el juego a Tom, ahora que le había prometido que no iba a pasar nada. Además la producía morbo. Teniendo en cuenta que iban a ir a bailar, lo lógico es que llevase vestido o falda. Tenía un top ajustado sin tirantes “palabra de honor” que era perfecto para llevar sin sujetador. En cuanto a llevar las braguitas que Tom había pedido, negras, transparentes y sexys… jajaja debía reconocer que le encantaba la idea. Se moría por llevarlas así, y mirar a Tom con una sonrisa pícara que le indicase que bajo su falda había lo que él había pedido. Seguro que le preguntaba por ellas cuando bailasen. Marta imaginaba el momento e imaginaba su propia respuesta“¿Qué si las llevo? Ahhh jaja cuando llegue a casa sana y salva te lo digo por sms”. Ese mismo día salió a comprarlas. Debía reconocer que le producía una cierta excitación.
Al igual que el día del concierto, Santi y sus primos habían quedado una hora y media antes para tomar una cerveza. Mientras ellos lo hacían, Marta llegaría del trabajo y aprovecharía para arreglarse y vestirse. Luego pasarían a buscarla e irían al restaurante. Se trataba de un sitio muy conocido en la ciudad. Un sitio caro y con cierto nombre. Se podía cenar hasta las 12 de la noche. Luego reducían la iluminación, dejando un ambiente oscuro y comenzaba el tiempo de baile. El público mayoritario eran parejas de mediana edad y clase media – alta. Marta siempre había tenido mucha curiosidad por ir allí.
A la hora convenida, Santi salió de casa hacia el bar donde estaban sus primos ya esperándole. Marta acababa de llegar y estaba preparándose un baño. Había colocado toda la ropa que se iba a poner. Finalmente, iba a hacer caso a Tom en todo. Era un día de verano caluroso en Barcelona. Antes de salir de casa, advirtió a Santi de que no bebiese.
En la bañera se relajó, pero resistió su deseo de tocarse. Hoy quería ser buena. Un rato después, mientras Marta se vestía, sonó el “Bip bip” de un mensaje SMS en su móvil. Al ver que era de Tom, su corazón se sobresaltó ligeramente: “Martita, no veas las cosas que nos está contando Santi… jaja creo que llevas unas semanas aún más salida que lo que decías de mí por teléfono, jaja, ¿de verdad te metes sin nada bajo las sábanas?. Por cierto ¿has cumplido mi petición? ¿vas muy guapa? Umm lo de las braguitas no sé si lo veré, pero lo de ir sin suje… me muero por comprobarlo jaja
GGGRRRR otra vez se le quedó a Marta una sensación agridulce. ¿Por qué tenía Santi que contar sus intimidades? Lo cierto es que llevaba unas semanas, desde el concierto, que casi cada noche “asaltaba” literalmente a su prometido y, si éste no tenía ganas, ella se metía entre las sábanas y con sus labios recorría el cuerpo de su chico buscando su polla con ansia desatada. Incluso se había acostumbrado a tragarse todo lo que de allí salía. Le pedía a Santi que fuera duro con ella, que la tratase mal… y Santi, pese a que lo intentaba, no era capaz de darla todo lo que ella necesitaba.
Contestó al mensaje de Tom: “¿Cómo iré vestida? Es una sorpresa… mientras lo decido, que sepas que sí llevo algo al acostarme… llevo unas gotas de Chanel nº5, como Marilyn jijiji… y dile a Santi que no sea bocazas!!!!”
Un minuto después recibió la contestación de Tom: “¿Sorpresa? Me muero por saberlo… no sé si podré aguantar jajaja
Marta ya no contestó. Se estaba vistiendo y maquillando con el máximo esmero. Se había depilado para estar suave, y se había aplicado sus mejores cremas. Como aún faltaba un poco de tiempo para la hora, no había podido evitar ponerse un trocito de su propio vídeo con Tom y Carlos. De hecho, había comenzado a rozarse con sus dedos, pero no siguió. Esta noche tenía que ser buena. Tenía que intentarlo y conseguirlo. No quería cometer errores. Ya sólo quedaban cinco minutos para la hora en la que habían quedado pasar a recogerla, y no podía negar que estaba nerviosa. Nerviosa y preciosa. Se había dejado el pelo en coleta.
Din-Don. El timbre de la puerta. ¿quién será? Habían acordado que ellos no iban a subir. Pero miró por la mirilla y allí estaba Tom saludándola con una sonrisa. A pesar de que el corazón la dio un vuelco sólo con verle, abrió la puerta también sonriendo ysimulando calma. Tom era un chico muy alto, más bien delgado y fibroso, podía decirse que era de complexión atlética, con el pelo corto y casi siempre revuelto, y moreno aunque a sus 32 años empezaba a tener algunas canas. Lo que más llamaba la atención a Marta era su sonrisa traviesa.
–         ¿Pero que haces aquí? ¿No sabes que el vestido de la novia no puede ver antes de la boda? jiji
–         Pero yo no soy tu novio jaja… No podía aguantar más a ver si me habías hecho caso y les he dicho a estos que tenía que subir al baño… ¿qué te parece? –dijo Tom con una sonrisa de pillo-
–         Jajajaja eres un sinvergüenza… si al final te sales con la tuya. Mira me he vestido como me dijiste –contestó Marta coqueta dando una vuelta completa sobre sí misma para que él la viese la falda y el top.
–         ¡Siempre me salgo con la mía! ¿lo dudabas? –dijo Tom divertido y con cierta prepotencia-
–         Bueno… hay alguna cosa que aún no sabes si he cumplido jijiji –Contestó Marta misteriosa refiriéndose a su propia ropa interior-
–         Pues es hora de comprobarla… -Tom simuló correr detrás de ella que saltó como una gacela escapando-
–         Nooo… jajajajaja… si eres bueno luego te lo digo
Pero Tom era más rápido y en 3 largos pasos la alcanzó contra la pared. Y sujetandola de sus brazos, puso el cuerpo de Marta frente a la pared, presionándolo con el suyo…
–         Jaja déjame Tom, no seas bruto
–         Ummm no me acordaba de que tenías cosquillas –dijo Tom jugando con sus dedos sobre la cintura de ella-
–         Jijijijiji paraaaaaa jiji
–         No pararé… no hasta que no confieses –decía sobre su oido-
–         Jajajaja… por favor… quita las manos de ahí que no aguanto las cosquillas… que me hago pisss
–         ¿Qué quite las manos? ¿y dónde las pongo? -Susurró Tom- … ah ya sé…
Y comenzó a subirlas pícaramente hacia los pechos de ella, acariciándolos con delicadeza sobre el tejido casi de lycra del top. Marta estaba físicamente inmovilizada con la pared y Tom a su espalda. Su mente dudaba si oponerse o no. En cambio sus pezones habían tomado su propia decisión y estaban completamente duros contra la tela. Lás caricias de él eran cada vez más intensas…
–         Por favor –dijo Marta con tu hilo de voz-
–         sssssshhhhhhhh relájate Marta –la voz de Tom era tranquila, susurros sobre la oreja de ella-
–         joooooo ¿qué me haces?
–         ssssshhhhh tranquila Martita –los labios de Tom la rozaban al susurrar- No voy a hacerte nada
–         Dijiste que ibas a ser bueno…
–         Relájate nena, sólo es una pequeña comprobación antes de bajar.
Según decía sus últimas palabras, Tom bajaba el top de Marta dejando sus tetas al descubierto, y envolviéndolas con sus grandes manos. La piel de la chica era seda, y las caricias eran ejecutadas por Tom con la misma maestría que lo había hecho el día del concierto. Marta no podía oponerse. Su mente luchaba pero el morbo que la producía la situación ganaba la partida. Tom la besaba suavemente el cuello y los oídos mientras sus manos la acariciaban la piel de seda de su pecho. Una piel que sólo Santi tenía derecho a tocar. Despacio. Constante. Sin parar de susurrar palabras cada vez más fuertes. Habrían pasado así 2 minutos cuando Tom la dijo “Abre las piernas Marta”. Ella las abrió tímidamente. Está bastante húmeda. No había alcohol esta vez. Las manos de él tenían un efecto inmediato sobre su piel desnuda. Sabían exactamente como tocar, bajando a su suave abdomen o metiéndose bajo la falda hasta acariciar su intimidad a través de la fina tela del tanga que él mismo la había ordenado ponerse.
–         Eres una viciosa, mira como estás… empapada… y mira cómo me tienes –dijo poniendo la mano de ella sobre su pantalón- estoy por follarte pero va a ser más divertido hacerlo esta noche…
–         Jooo, no, por favor… no me hagas caer
–         Pero mira como estás… esta noche vamos a jugar –Tom sonreía maliciosamente- Venga, que nos están esperando –dijo liberandola de su “prisión” contra la pared- ahora tengo el capricho de que te cambies de ropa, de elegirla yo ¿cuál es tu armario?
–         Ese –dijo Marta desconcertada señalándo con la cabeza-
–         Mientras elijo traeme una cerveza. Muy fría.
La chica se fue al aseo subiéndose el top. Por su parte, Tom se acercó al armario y se puso a revisar con rapidez sus vestidos, seleccionando un vestido marinero entallado de arriba y con falda de vuelo. A continuación abrió los cajones y, después de revolver todas sus braguitas, eligió un tanga ligero de seda blanco, con un corazón bordado en la zona del pubis, a juego con un sujetador blanco también de seda que Marta nunca se ponía por ser muy indiscreto con sus pezones. Tom depositó la ropa elegida en en un extremo del sofá, sentándose en el otro y abriendo la botella de cerveza que ella obedientemente ella le había traido. Frente a ella la dijo:
–         Vamos, vistete. Date prisa que nos esperan abajo. Pero empieza por quitarte primero esas bragas que ya están empapadas.
Marta había caído otra vez en las trampas de Tom. Por una parte se sentía contrariada consigo misma por haber sucumbido, pero por otra, la forma en la que la ordenaba las cosas, y el juego morboso que él siempre planteaba la mantenía muy caliente. Aún dudaba entre si obedecer o no, aunque se moría por hacerlo. Él la presionó:
–         Vamos. Quítatelas que quiero ver mi sorpresa. A ver si esta niña me ha hecho caso… -y añadía tras unos segundos en que ella estaba paralizada- ¿qué pasa? ¿necesitas ayuda?
–         No
–         Venga que quiero ver cómo te las quitas… ¿o te las quito yo?
La escena era muy morbosa. Tom sentado cómdamente en el sofá dando sorbos a su cerveza, mientras Marta subía su falda lentamente para quitarse las bragas que el propio Tom la mandó llevar dos días antes. Si hubieran dicho hace 2 meses a Marta que iba a participar en algo así y además obedecer como lo hacía, no se lo habría creido. Ahora actuaba como una actriz porno mirando a Tom provocadora y a la vez muerta de vergüenza porque su ropa interior no sólo era negra y transparente, como le había mandado él, sino que mostraba claramente una mancha de humedad.
Para él también también era muy sensual el momento. A pesar de su aparente mando, el hecho de obligar a la preciosa futura mujer de su primo a desnudarse ante él, para vestirse con la ropa que él mismo acababa de elegir, era una gamberrada más fuerte que las habituales. Su mente no paraba de maquinar. Cuando ella quedó completamente desnuda, salvo por las sandalias de tacón dijo “Ven” y la obligó a mantenerse de pié ante él abriendo ligeramente las piernas. Estuvo unos segundos sentado en el sofá, sujetando su cerveza con una mano, mientras con la otra acariciaba suavemente el coño de la chica. Ella se sujetaba en el respaldo del sofá dejándose hacer con los ojos cerrados. Entonces Tom dio una vuelta de tuerca más a la situación, y puso su botella helada sobre los labios vaginales de ella. La sorpresa de la chica fue mayúscula. Una décima de segundo antes de que fuera a saltar hacia atrás, él ordenó… “ni se te ocurra moverte, zorra”.
Haciendo rodar la fría botella, hizo que el anhelante coño de Martita la “diera un beso” con los labios de su vulva. A continuación separó la botella y observó tranquilo la marca que había quedado sobre el cristal. Procedió a beber lentamente un par de tragos, cuidando de pasar su lengua por la boquilla de la botella. Ella le miraba alucinada temiéndose lo peor. Su temor era fundado. Tom dijo “no te muevas” y separando los labios de la vagina de Marta procedió a rozar con la boquilla de la botella de cristal el entorno del clítoris de ella. Con movimientos precisos comenzó un suave masaje arriba y abajo rozando sus puntos más sensibles. Ella se sujetaba al sofá y cerraba los ojos. Cada vez que los abría, veía la cara de él con expresión juguetona. Tom cada vez llegaba más lejos…
–         Uummm –Marta soltó un gemido-
–         Ssssshhhhh calla… ¿a que nunca te han hecho esto? –la voz de Tom era prácticamente susurros-
–         Jooo… vamonos por favor que van a subir –Salvo las sandalias, Marta seguía completamente desnuda dejándose hacer-
–         Espera que los llamo –dijo Tom, y sacando el móvil y marcó el teléfono de su primo, el novio de Marta que esperaba abajo-
–         Santi, seguís ahí, ¿no?
–         Sí, vamos, bajad ya que al final llegamos tarde –contestó Santi no sospechando nada de lo que ocurría-
–         Es quie a Marta le ha dado por cambiarse de ropa en el último momento… ahora mismo bajamos –E hizo ademán de decírselo a Marta como si estuviese lejos y no desnuda delante de él- Martaaaaaaaaa, que te des prisa que se están cansando de esparar…
–         Jajaja cómo son las tías… -dijo Santi divertido-
–         Pues acostúmbrate que te vas a casar con ella… anda, un minuto y bajamos –y colgando, miró divertido a Marta- ¡Ya está!
Marta le miraba alucinada. La perversión de la mente de Tom la tenía impresionada. Él separó lentamente la botella del sexo de la chica. La boquilla estába húmeda con su flujo. Tom paso un poco su lengua y dio un pequeño trago casi sin tocarlo para no limpiarlo. Dijo “Toma, Marta, bebe un poquito…”. Una vez más, ella obedeció y bebió pasando su lengua lascivamente por la botella como si fuera una polla. El gesto provocador de ella disparó la reacción de Tom:
–         Joder como me tienes. Vamos… -dijo levantándose-
Y tomando con su manaza la parte superior del brazo de la chica, prácticamente la arrastró hacia la mesa del salón, inclinándola contra la mesa. “Eres una zorrita… tenía que haber hecho esto hace tiempo”. El día del concierto Tom no había podido penetrarla al despertarse Santi. Pero esta vez, la colocó contra la mesa haciendo que Marta sintiese el frío de la mesa en su pecho y abdomen. Aún estaba completamente desnuda y únicamente llevaba los zapatos. Inclinada y expuesta se dejaba manejar como una muñeca. Tom se soltó el pantalón y sacó su miembro completamente rígido. Sin decir más palabras, lo acomodó sobre los labios vaginales de ella y se la metio de un solo golpe. La sorpresa de la brusquedad hizo a Marta emitir un fuerte gemido que no fue de dolor, pues su sexo estaba caliente y húmedo como el de una adolescente en celo.
Tom dedicó un par de minutos a follarla duramente. Súbitamente, y dejándola cerca de sobrevenirla el orgasmo, le sacó el húmedo miembro y dijo a la chica “¡Vamos, de rodillas!”, y arrodillándola ante él continuó pajeándose delante justo de la alucinada cara de Marta. En ese momento, el miembro de Tom la pareció gigante. “Abre la boca ¡vamos!” dijo nervioso.
Y dando algunos golpes con su empalmadísimo miembro en la carita de la chica, comenzó a descargar abundantes chorros de semen sobre su cara y boca. Marta hacía verdaderos esfuerzos por tragar todo el semen que estaba recibiendo. Cuando él acabó se subió el pantalón, levantó a la chica y dándola un cariñoso azote en su desnudo culo dijo “venga, vístete que ya nos vamos”.
Ya, relajado, Tom se sentó de nuevo en el sofá. Apurando su cerveza la contempló cómo se vestía. Siempre le había encantado ver vestirse a la chica con la que estaba. Siguiendo con su juego de perversiones, no la permitió lavarse los dientes. Según bajaban en el ascensor Marta se atrevió a hablar:
–         Has sido malo… y encima yo me había fiado de ti
–         Jaja ¿aún te fías de los hombres? ¿no te dijo nada tu madre de esto? Jaja
–         Jooo –Marta no sabía que decir, lo cierto es que ella intuía lo que iba a pasar y no tenía fuerza para resistirse-
–         Vamos cielo, que nos vamos a divertir y es tú última juerga antes de ser una honorable esposa –y la dio un beso cariñoso en la mejilla que ella, sin saber por qué, agradeció-
En el coche les esperaban enfadados Carlos y Santi. Marta, al llegar, evitó besar a Santi en la boca. Carlos se dio cuenta y guiñó un ojo con complicidad a Tom, que la sonrió confirmándolo. Fue un medio beso en la comisura de los labios. Marta se sentía como una puta. Sus expectativas de ser una chica buena esa noche se habían desmoronado. Aún así, se sentía excitadísima y la noche sólo había empezado.
Pero eso lo contaré en la siguiente entrega. Prometo que muy muy pronto.
Muchas gracias por leer hasta aquí, por vuestros votos y comentarios. También por los correos 😉
Carlos
 

Relato erótico: “Destructo III Escríbeme en fuego” (POR VIERI32)

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I. Año 2332

Cuando el desnudo ángel Deneb Kaitos se sentó en un sillón frente al extenso ventanal, dobló las puntas de sus alas como acto de asombro. La capital del Hemisferio Norte imponía con esos interminables y altos edificios poblando el horizonte y, sobre todo, irradiaba como nada que hubiera visto antes en su milenaria vida; era sobrecogedor verlos, cientos de haces de luces acuchillando en diferentes direcciones. Faltaba poco para el amanecer y ya estaba cayendo en la cuenta de que los mortales no iban a apagarlas en ningún momento.

Luego se acomodó sobre el sillón; la textura se sentía extraña al tacto con su piel y pensó en vestirse con su túnica. El problema era que no sabía dónde la había dejado.

Al otro lado de la habitación, Reykō se arrodilló sobre su amplia y revuelta cama, recogiéndose su cabellera ceniza en una corta coleta. Su cuerpo desnudo destilaba una sensualidad natural; nunca negó los pasos de los años ni optó por implantes de mejoras cosméticas o cirugías. Sus senos ya no se erguían firmes y las caderas eran anchas; sin embargo, no parecía mostrar incomodidad por aquello. Era una mujer madura que llevaba lo suyo con orgullo y elegancia; incluso allí sin más que una manta enredándose en su cintura.

Luego se fijó en el ángel y se inclinó, quedándose de cuatro patas. En verdad que Deneb Kaitos le resultaba un auténtico adonis, sus facciones duras y la musculatura definida resaltaban con la luz de la ciudad irradiándolo; probablemente era el mejor cuerpo que ella había probado en toda su vida, pensó retorciéndose suavemente. Se sentía vigorosa cada vez que acogía en su interior al plateado ser celestial, como si él tuviera una suerte de elixir de la juventud. Eso sí, Deneb Kaitos no era precisamente habilidoso la cama. Apático por más que se empeñara, sin saber cómo y cuándo moverse o dónde tocar o besar; sin embargo, todo ello parecía ser parte de su encanto.

Reykō se sonrojó abruptamente. La mujer más poderosa y mayor detractora de ángeles estaba completamente enviciada por uno; sonrió al pensar en la ironía del asunto, pero más valía que ningún rumor de esa índole saliera de allí, que la prensa no perdonaría. La presencia del ángel era un secreto en el Norte; nadie, salvo la estructura militar de su corporación, sabía del ser celestial que fue intercambiado por la espada zigzagueante para evitar una batalla en Valentía. Aunque el detalle de que la acompañaba en su cama lo sabían más pocos aún.

—¿Extrañas tu hogar? —preguntó ella.

—No. Solo observo el vuestro.

La cama se removió y de entre las mantas surgió, también desnudo, el comandante Albion Cunningham. El hombre se rascó la mejilla y sonrió cuando tuvo frente a sí a su madura amante. Solo en aquella habitación su más leal soldado se sentía en confianza para tratarla como una pareja y no como a una superior. Se arrodilló detrás de ella y pegó su cintura; tomándola, la obligó a reponerse sobre sus rodillas. La apretó contra sí, haciéndole sentir su erección.

—Tuve el sueño más raro… —confesó él.

Reykō bajó una mano para agarrarle la verga y manoseársela. Él no se quedó atrás, escarbándole su sexo con los dedos. Reykō gruñó de gusto cuando sintió la dureza de su comandante abriéndose paso; fue una excelente idea tener como amante a Cunningham, quien siempre despertaba con deseo y energías.

La mujer ladeó el rostro para besarle la mejilla y luego morderle la boca.

—Cuéntame —susurró ella.

—No te culparé si deseas enviarme a un manicomio —dio un empujón suave—. Pero soñé que compartimos la cama con un ángel…

Ambos rieron. Solo que Cunningham se paralizó y su piel se le erizó cuando vio una pluma balancearse frente a sus ojos. La mujer gruñó de disgusto, moviendo la cintura en un intento de que siguiera penetrándola. Giró la cabeza y susurró que no se detuviera, que le apetecía, pero ahora el hombre tenía la mirada fija en el ángel plateado que, sentado en el mullido sillón, contemplaba la ciudad.

No fue un sueño, concluyó con los labios convirtiéndose en una fina línea recta en su rostro pálido. Es más, aquella era la tercera noche que pasaron juntos. Sintió las mejillas arderle cuando recordó lo que Reykō les ordenó hacer junto con ella. Vinieron cientos de imágenes, una tras otra como una oleada avasallante; sus dedos acariciando un cuerpo varonil en la oscuridad, su lengua dibujando un trazo húmedo sobre una piel firme que luego se redondeaba, recordó la presión de unos labios en su pecho conforme Reykō engullía su sexo. Meneó la cabeza en un intento de deshacerse de los recuerdos.

¡Sexo con ángeles!, pensó alarmado, no por una cuestión de salubridad, después de todo era bien sabido que aquellos seres poseían una puridad excepcional, sino porque no comprendía por qué la mujer accedió a semejante disparate. Pero ella siempre fue de gustos extravagantes tanto en la privacidad de una habitación como fuera de ella. Y él obedecía porque se trataba de una figura autoritaria e idolatrada, simplemente deseaba poner un límite porque no se encontraba cómodo.

Deneb Kaitos se levantó desperezando brazos y alas. La mujer, atrapada en los brazos de su pareja, se mordió los labios al ver el cuerpo angelical ahora dorado por los primeros rayos del sol. Resaltaba la barbilla marcada y sus pómulos finos, rematando unos flequillos plateados y desarreglados. Un cosquilleo le invadió el vientre; cuán atrás parecían haber quedar aquellos desafiantes discursos contra los seres celestiales.

—Ven, querido, acompáñanos de nuevo —ordenó.

Deneb Kaitos asintió. Notó al mortal tras ella y le sonrió.

—Buenos días, Cunningham.

—He tenido suficiente con el pájaro —gruñó él—. No entres a la cama.

Abrazó con más fuerza a Reykō. Ella rio; le sorprendió ese lado celoso y posesivo de su amante. Arqueó la espalda cuando sintió un envión brusco.

—¡Ah! —Reykō vio estrellas—. ¿El problema lo tienes conmigo o con él, Albion?

—Sácalo de aquí.

Vino una seguidilla de embestidas que hacían chirriar la cama y desperdigar las plumas sobre las mantas. El ángel miró con curiosidad esos senos balanceándose, generosos y rematados por pezones erectos.

—¡Ah! Te recuerdo… que tú… ¡Ah!… Tú no mandas en mi habitación, querido.

—Tengo mis límites. Si él entra, yo salgo.

Ella gruñó.

—¿Por qué siempre me lo pones difícil?

Deneb Kaitos se rascó un ala, viéndoles “aparearse”. En realidad, no tenía el más mínimo interés de unirse; simplemente accedía a lo que la mujer le ordenase. Al fin y al cabo, hasta que él guiara a su escuadrón militar hasta los dragones, ella sería “su señora”. Con la claridad del amanecer notó de nuevo la peculiar marca en el hombro derecho del joven comandante; unas líneas curvas y rosadas que parecían formar una pequeña ala de ángel.

—Pensaba que odiabais todo lo relacionado con los ángeles —dijo Deneb Kaitos.

Cunningham terminó saliendo abruptamente de su amante; se levantó enfadado, con su reluciente sexo balanceándose. Reykō quedó tendida sobre la cama, entre molesta y ansiosa por más. Intentó tomarle de la mano, pero el hombre se soltó ofuscado y se dirigió al baño. Nunca la había tratado tan rudo, nadie, y se retorció entre las mantas pensando que debería probarlo más a menudo.

Cuando Cunningham se encerró de un portazo, la mujer se sentó al borde de la cama. De alguna manera debía recuperar su orgullo herido. Deseaba que el ángel subiera y así volver a degustar de él, pero, en el fondo, no quería romper el corazón de Albion. Él la amaba, ella estaba convencida, por más que todo lo camuflara con un actuar duro.

—Deneb Kaitos. Bésame los pies.

El ángel se arrodilló y procedió a cumplir la orden.

—Sé que Albion tiene una marca llamativa, pero no vuelvas a mencionarla en un momento como este. Tienes que aprender a estar en intimidad, querido.

—No volverá a suceder, mi señora. Confieso que es difícil adaptarme a las costumbres de vuestro reino.

—No te martirices tampoco. No lo sabías. Esa marca la pusieron los hombres de la “Secta de las Alas”, cuando él era solo un niño.

Deneb Kaitos levantó la mirada con una clara interrogante sobre la cabeza. Reykō enarcó una ceja.

—¿He dicho que dejes de besarme?

El ángel volvió a su rutina.

—Albion proviene de una nación llamada “Alba”, de la región gaélica de Vieja Europa. Es una nación empobrecida y consumida por el crimen y la corrupción. Por si fuera poco, cuentan con la conocida secta.

Se inclinó y tomó al ángel del mentón para levantarle la mirada. Quería verle la expresión cuando se lo dijera.

—Esta secta cree tener la misión de sesgar vidas humanas, de manera que los ángeles no volváis aquí para traer otro Apocalipsis. Albion vio a toda su familia perecer frente a sus ojos, arrodillados y ejecutados uno por uno por esos maniáticos.

—¿Qué sucedió con él?

—La secta no asesina a niños. Los consideran Querubines. Antes de inmolarse, los marcan a vivo fuego para que crezcan y continúen la cacería de humanos.

Deneb Kaitos tragó saliva. Qué salvaje historia, pensó. Miró hacia la puerta del baño y dobló las puntas de sus alas. Él no tenía la culpa del Apocalipsis que los Arcángeles trajeron trescientos años atrás, pero ahora comprendían el odio extremo que le profesaba el joven comandante a él y sus congéneres. Cuando surgiera la oportunidad, buscaría una manera de aclarar sus diferencias, concluyó.

—Lamento oírlo, mi señora. Debéis saber que los dioses no aceptan sacrificios.

Reykō ahogó una risa.

—Querido, en este mundo los dogmas sobran. Vosotros sois la viva prueba de que hay algo más allá de nosotros, sí. Pero, a diferencia de ti, nosotros no los consideramos dioses. Si fuesen omnipotentes, ¿por qué permitieron la destrucción de nuestro mundo, trescientos años atrás? Esto conlleva a pensar que son malévolos. Si son malévolos, ¿para qué rendirles culto? Pero, si fuesen benignos, entonces está claro que no están en condiciones de detener todos los males que nos han aquejado, por lo que no son omnipotentes. Si no son omnipotentes, no son dioses. En mi presencia y en la de mis soldados, no vuelvas a llamarlos así.

Deneb Kaitos la miró con quieta calma. Tenía la fuerte sensación de que no valdría la pena ofrecer su versión de los hechos.

—Entiendo. Entonces, ¿cómo los llamáis?

—Ellos nos han creado. A ti. A mí. No hay dudas de ello. Está en nuestro genoma. Pero no hay nada más que eso, querido. No los llamamos dioses. Los llamamos “Ingenieros”. El culto a los Ingenieros está prohibido en el mundo que se considera civilizado.

—Ya veo —asintió—. No volveré a mencionarlos, mi señora.

—¿He dicho que me caes bien? Hoy por fin saldrás de aquí y conocerás a mi ejército de élite. Han llegado esta madrugada en la base militar de Valentía. Daré un discurso a los hombres que guiarás para cazar a los dragones. Sé que la cacería no será sencilla y costará quién sabe cuántas vidas, pero mis hombres han entrenado durante años para momentos así. Considera esta mi orden máxima: eres, oficialmente, el ser más fuerte de mi ejército. No hace falta ser un genio para saber que ningún hombre puede contigo ni siquiera enfundado en el EXO más moderno. Entonces, suceda lo que suceda, nunca abandones tu lugar al lado de Albion. Protégelo con tu vida si es necesario.

La mujer se levantó y acarició la cabellera plateada del Dominio. Suspiró; no quería hacer lo que iba a hacer, pero su corazón era claro al respecto. La mujer más poderosa del mundo no le importaba ser vista como un monstruo sin sentimientos por toda la humanidad; estaba acostumbrada a ello gracias a la prensa y solía tomárselo con relativo humor. La habían endurecido y se sentía orgullosa de ello porque, en una época convulsionada como aquella, la humanidad necesitaba de su dureza.

Cunningham, en cambio, era otro asunto. Con respecto a él sentía que debía hacer un esfuerzo y quitarse las raíces espinosas que atrincheraban su corazón.

—Me temo que tendré que acceder a la petición de mi comandante y pedirte que aguardes afuera de la habitación.

II.

Perla despertó e intentó rodar por la cama para librarse del abrazo de las alas de su guardiana, quien dormía a su lado, pero esta la atrapó con sus brazos. Gruñó cuando Celes la trajo contra sí para hundirle varios besos en la mejilla y la frente. La Querubín protestaba entre bostezos, tratando de escapar de los mimos que caían sin cesar.

—¡Mmmceles! Tengo que… ir a entrenar…

—¡Ve!, pero déjame tus mofletes que los voy a comer todo el día.

Perla se rascó el trasero, mirando el bosque por la ventana. Era un buen día, pero la muchacha no estaba con el mejor de los humores. Finalmente, dio un impulso y alargó el brazo para agarrar su túnica sobre una mesa. No obstante, la guardiana la volvió a capturar. Celes reía, pero Perla tenía el ceño fruncido.

—¡Ya no tengo mofletes!

—¡Ah, gruñona! ¡Pues entonces ve a entrenar! —cayó otro beso ruidoso en la mejilla—. Y recuerda decirle al Serafín lo que hablamos. O me enojaré.

—Hmm, ¿debo hacerlo? —refunfuñó—. Tampoco hay apuro. Déjame acicalarme primero.

—¿Acicalarte? ¿Desde cuándo te importa acicalarte para ir a entrenar?

La muchacha enrojeció; se sentó sobre su guardiana y plegó las alas. “Desde que entreno con Durandal”, pensó con una sonrisa bobalicona, poniéndose la túnica.

Desde que saliera de su habitación, atravesó las instalaciones de la reserva en completo silencio y con el ceño siempre fruncido; ni siquiera devolvió ningún saludo de los científicos mortales que, con sigilo, recogieron un par de plumas que cayeron de sus alas. Tampoco cambió afuera, en presencia de los ángeles de Durandal que poblaban el bosque. Estos se esforzaban en tratar a la muchacha como a una más, pero muchos tenían muy vivos los recuerdos de aquella epifanía en donde la pelirroja se mostraba como la destructora de los reinos celestiales, asesinándolos a todos entre sangre y fuego, por lo que era natural que les costara darle los buenos días con una sonrisa.

Se dirigió hasta el lago protegido por el frondoso bosque; era su sitio predilecto para los entrenamientos porque le recordaba a la cala del Río Aqueronte; el clima era agradable y la brisa también, pero parecía que nada le cambiaría el semblante. Se sentó sobre una roca que sobresalía del agua y abrazó las rodillas.

El Serafín Durandal descendió frente a su alumna, con los brazos cruzados y el rostro más severo que de costumbre. Perla lo notó, pero no quiso mirarlo a los ojos por lo que desvió la mirada hacia otro lado; hacia un rincón del lago donde Zadekiel y sus alumnas jugaban en el agua.

—Buenos días —saludó el Serafín.

—Bu-buenos días, maestro.

—¿Tienes algo que decirme?

La muchacha frunció los labios.

—Sí. He venido para ofrecer mis disculpas, maestro.

Durandal ladeó el rostro. La humildad no era precisamente una dote de la Querubín. Además, no parecía haber ni un solo atisbo de sinceridad en sus palabras. A Perla le gustaba decir que ya no era aquella niña altanera que creía que los Campos Elíseos giraba a su alrededor, pero lo cierto es que la pequeña consentida y orgullosa siempre salía a relucir cuando recibía regaños.

—Extiende las alas —ordenó él.

Perla se rascó la frente y por fin se atrevió a mirarlo a los ojos.

—No puedo, maestro.

—No puedes —repitió el Serafín—. Dime la razón.

—Porque tengo punzadas en las alas.

Y el Serafín ya lo sabía. Se veían especialmente gruesas; lucían hinchadas en las puntas y, de hecho, Perla hacía lo posible por no moverlas. Eran dos rocas talladas en su espalda.

—Dime la verdadera razón.

—Porque me excedí con las prácticas de ayer… —miró para otro lado, hacia un grupo de ángeles intercambiándose espadazos a orillas del lago—. Porque no le hice caso, maestro.

El Serafín no volvió a pronunciar palabra alguna y dejó que la Querubín siguiera martirizándose en silencio. La sabiduría de Durandal era milenaria; conocía perfectamente los límites del cuerpo angelical y ella nunca más osaría de contradecir sus órdenes.

Subió sobre la roca y se situó detrás de ella; Perla giró la cabeza, pero él ordenó que mirase hacia adelante. La muchacha gruñó cruzándose de brazos. El guerrero se preguntó cómo había hecho su anterior maestro para soportarle esa actitud. Pero, por más que deseara ser tan severo con ella como con sus estudiantes, no podía evitar tratarla distinto.

Habían muerto los tres ángeles que más la adoraban y consentían: el Trono Nelchael, el Serafín Rigel y su primer maestro, y Perla había sido testigo de las pérdidas. Durandal sentía que debía hacer un esfuerzo en tratarla como ellos, en su honor. Es lo que ellos hubieran deseado.

Se arrodilló y agarró con suavidad la punta del ala izquierda de la Querubín.

—¡Ah!

Perla dio un respingo y encorvó todos sus dedos; incontables puntos de colores se agolparon frente a sus ojos. El hábil maestro meció los dedos bajo las plumas, bajando suavemente y siguiendo con delicadeza todo el contorno del ala. Notó con que las plumas estaban radiantes, alisadas e incluso percibió un aroma agradable. La Querubín las cuidaba excesivamente bien.

De nuevo ese aroma intrigante invadió sus sentidos; el olor a hembra que, para colmo, gemía y se retorcía de gusto ante sus caricias, todo un regalo para los sentidos del Serafín. Por un momento abandonó las alas y la tomó de la cintura, de tímidas curvas aún, pero hizo un esfuerzo postrero para volver al plumaje; ella había aceptado ser su alumna y él debía rendir con creces esa confianza.

Por otro lado, la muchacha simplemente no podía armar una palabra con sentido. Aquel masaje era una experiencia que rayaba entre el placer y el dolor; abruptamente, su rostro había igualado el rojo de su cabellera.

—¡Ah, ah, ah!

—Recuerda que, para la próxima vez, cuando te ordene que descanses, debes obedecer.

—¡Ah! ¡S-sí, maestro! ¡Ah!

—Dime algo —soltó el ala—. Cuando aprendas a volar, ¿qué pretendes hacer?

—Bu-bueno… Eso es privado, maestro… ¡Ah, ah, ah! ¡Curasán! ¡Quiero ir junto a Curasán!

—¿Tu guardián? —ahora hundía sus dedos en el ala derecha—. ¿Entonces irás al Inframundo? ¿Pretendes salvarlo porque no confías en él?

—¡Uf, dioses! —apretó los puños y levantó la mirada hacia el cielo—. No es eso. Confío en él. Pero no quita el hecho de que esté preocupada por él. Habiendo tantos buenos guerreros en la legión, ¿por qué le habéis elegido?

—No me lo preguntes a mí. Fue decisión de Irisiel.

—¿Irisiel…? ¡Ah, ah, ah! ¡Por los dioses!

—Escucha. Irisiel es una maestra de la arquería en todo sentido. Prefiere guardar distancia y ser cautelosa antes de actuar. Fue por eso que prefirió enviar un pequeño escuadrón para infiltrarse en el Inframundo: un flechazo certero y desde la oscuridad. El sigilo es su plan para ganar la guerra contra el Segador sin enfrentar ejércitos.

Soltó las alas y Perla cayó de espaldas, aunque su maestro la sujetó de los hombros, lo que no impidió que la cabeza cayera hacia atrás. La joven abrió los ojos. Durandal cortaba el sol, su rostro era oscuro, pero se percibía sus facciones rectas y atractivas; sus ojos eran claros, brillantes y penetrantes; se clavaron en los de ellas, humedecidos de la dolorosa experiencia. La Querubín sintió las mejillas arder.

Se quedaron allí, mirándose.

—Ah… ¿Cu-cu-cuál es su maestro, plan?

Durandal enarcó una ceja.

—Si su plan falla, los espectros podrían invadir e iniciar una guerra como respuesta. Necesitamos un plan de contingencia. Ejército contra ejército; espada contra espada. No es misterio que me seduzca un enfrentamiento más cercano. No hay gracia cuando no ves a los ojos de tu rival.

Perla oía, mas no escuchaba. Se remojó los labios en un acto reflejo.

El Serafín se levantó y meneó la cabeza. Era como si el cuerpo de la joven hembra lanzase al aire un aroma que despertaba sus más bajos instintos; si cualquier ángel supiera las ideas que le cruzaban la cabeza al Serafín, probablemente se desmayaría. Perla le estaba resultando una auténtica fruta prohibida; una tentación demasiado difícil de ignorar. “Tal vez”, pensó frotándose el mentón, “Tal vez debería cederle la tutela a otro ángel”.

La Querubín suspiró volviendo a acomodarse sobre la roca. Quería que el ángel la tocase más; gimió y se frotó los muslos para calmar el picor de su vientre. Probó mover sus alas y, aunque dolían, al menos había recuperado su movilidad. Su ceño fruncido había desaparecido.

El Serafín entró al lago hasta que el agua le llegó hasta las rodillas; era un intento de calmarse. Se giró para verla. Señaló un punto frente a él y, para susto de la muchacha, la espada de Durandal se materializó en el aire; era hermosa, brillaba por sí sola y su empuñadura dorada, con aquellos gavilanes en forma de alas, parecían refulgir del sol. Se hundió violentamente en el lago, clavándose en el suelo de modo que solo su empuñadura destacaba sobre el agua.

—Descansarás las alas el día de hoy —dijo él—. Tocará hacer algo distinto.

El ángel extendió los dedos de la mano derecha y cientos de espadas se materializaron en el aire, formando un círculo en cuyo centro se encontraban el Serafín y la Querubín.

Antes de que Perla pudiese responder, todas cayeron rápidas como flechas, hundiéndose tanto en el agua como en el suelo alrededor de la roca. La muchacha se levantó y se giró boquiabierta para verlas todas. El conjunto lucía como la piel de un gigantesco erizo. Ella sabía invocar su propia arma, y era buena en ello, pero no sabía que era posible hacerlo con otras espadas.

Reconocía muchas de ellas. Aquella espada de hoja gruesa debía ser de Altair. La de hoja fina y dentada debía ser de Ursae. Aquel mandoble con empuñadura plateada era de Xi Cephei. Concluyó que Durandal podía invocar armas de otros ángeles. Apretó los puños temblorosos; ¿tal vez le iba a enseñar aquella técnica? ¡Tenía que ser! Miró a su maestro con una sonrisa y le asintió.

—Es usted un ángel admirable, maestro.

Se preguntó qué otra habilidad le llegaría a enseñar. Alguna espectacular para derrotar al Segador, sin dudas, concluyó emocionada.

—Mis ángeles te temen —dijo el Serafín—, por lo que es menester que vean que eres uno de los nuestros. Pásales trapo y devuélveselas a sus dueños, uno por uno.

La Querubín desencajó la mandíbula; durante varios segundos solo se oía el murmullo del agua y unos lejanos cánticos de pájaros carboneros.

—¿Me has oído, ángel?

—¿Pa-pasarles trapo?

—Eso he dicho. Ellos intentan llevarse bien contigo a pesar de que eres el temido ángel de las profecías. Que te conozcan realmente. Sonríeles si quieres, el gesto de limpiarles sus armas es suficiente. Te lo agradecerán. Eres miembro de mi legión, así que ellos deberán aceptarte como a una más.

Perla se frotó la frente para que no le viera el evidente gesto de desagrado. Pero, ¡cómo se atrevía!, pensó horrorizada. Ella no deseaba ser vista como una Querubín ni como el ser superior de la angelología, pero tampoco deseaba ser la sirvienta de nadie. No había practicado con la espada durante años solo para terminar limpiándolas.

El Serafín salió del lago, elevando una mano como gesto de despedida. No estaba seguro de cuánto tiempo más aguantaría ese acto de ángel duro y severo, pero al menos había zafado de una más.

—Hazlo bien. Quiero que mi espada reluzca.

III.

El comandante Cunningham avanzaba dentro de un hangar de la base militar de Valentía. Prendió un botón plateado de su saco militar, estilo gabardina, de color negro con bordados grises. Había pasado tanto tiempo enfundado en armaduras EXO que extrañaba la comodidad de los trajes, aunque los del Hemisferio Norte eran particularmente oscuros e intimidantes. Debían imponer y transmitir la dureza de Reykō.

A su paso entre los soldados, estos devolvían un enérgico saludo de visera. Cunningham era un oficial respetado y querido. Con él, los soldados habían entrenado en los montes en Salduvia durante meses. Hasta antes de la llegada de los ángeles, el Ejército del Hemisferio Norte tenía como amenaza principal a los temidos dragones, por lo que era natural que entrenasen con simuladores virtuales en caso de que algún día los lagartos salieran del “cubil” en donde se habían escondido.

La noticia ya había corrido como la pólvora en la estructura militar del Hemisferio Norte. Los servicios de inteligencia habían recibido información de que el ejército privado del Vaticano ya se había movilizado para pactar una alianza con los temidos dragones. La misión se les volvió clara; no podían permitir que el poderío bélico de los enemigos se incrementara exponencialmente. Había que sabotearlos.

Cunningham y sus soldados eran la clave para ello. Para un mundo libre de dogmas y culto a los Ingenieros.

Muchos soldados se quedaron pasmados al notar al ángel plateado caminando tras el comandante. En la base los rumores corrían rápido y muchos sabían qué hacía el ser celestial allí, solo que no esperaban verlo tan cerca. Era una mezcla rara de miedo y respeto lo que sentían por el Dominio; miedo porque representaba la raza que, trescientos años atrás, trajo el Apocalipsis. Pero también respeto porque, lejos de mostrarse como un ser oscuro y violento, era pacífico, curioso como un niño y, sobre todo, se había ganado la confianza de Reykō hasta el punto que podía pasear con libertad.

Cunningham no se había percatado de su presencia y dio un respingo cuando se giró.

—Pero, ¿qué mierda haces?

Deneb Kaitos sonrió.

—Te sigo, Cunningham. Me impresionas. Todos te conocen.

El joven hombre miró a un lado y otro, comprobando la reacción estupefacta de sus subordinados. “Y encima el pajarraco me sonríe”, se lamentó pasándose la mano por la cabellera. “Pensarán que es mi amigo, el cabrón este”.

—Donde yo vaya es asunto mío. Hazme un favor y no me sigas.

El ángel se encogió de hombros.

—Órdenes de nuestra señora.

—¿“Nuestra señ…”? ¿Ahora es tu señora también? —parpadeó incrédulo—. Sígueme. Y a diez pasos de distancia.

El comandante dio largas zancadas hasta lo que parecía ser una estructura en forma de domo dentro de las instalaciones. La compuerta se abrió a su paso. Era un lugar tan oscuro que no se veía absolutamente nada. Solo resonaban sus pasos en eco. Se guardó las manos en los bolsillos y levantó la mirada.

—Alba, Glasgow.

Cientos de estrellas iluminaron el techo y el sitio, abruptamente, se había transformando en una ciudad destruida. Él estaba en medio de una avenida abandonada y erosionada, en medio de una hilera de coches varados y oxidados; una luna llena asomaba entre los edificios arruinados.

Cunningham apretó los labios. Era Alba, su nación. Al menos, una representación holográfica lo suficientemente realista para que se sintiera conmocionado cada vez que la veía. No había estado en ella desde que era un niño viviendo en los poblados aledaños a las grandes y peligrosas ciudades. La destrucción y desolación tras el Apocalipsis dejó como resultado un cubil en el que los dragones se asentaron durante años.

Deneb Kaitos llegó hasta su lado visiblemente fascinado.

—¿Cómo puede caber una ciudad aquí?

Cunningham ahogó una risa. Los ángeles no entendían mucho de tecnología. Pensó que, tal vez, si la humanidad tuviera sus dotes: inmortalidad, inmunidad e incluso no sufrieran de hambre, ellos tampoco hubieran evolucionado tecnológicamente al no existir necesidades que cubrir.

—Magia —respondió pateando una piedrecilla holográfica.

—Me impresiona. Aún así, podrían hacerlo más bonito.

—No. Así está bien. Que se vea lo que los dragones han hecho. Al igual que vosotros, escribieron con fuego sobre nuestras tierras y esto nos motiva.

El ángel meneó la cabeza.

—Ya os lo he dicho. No fui yo ni los miembros de mi legión. Fueron los Arcángeles. Fue una rebelión.

El hombre hizo un ademán.

—Esta es mi nación, Alba. Ahora mismo el programa te mostrará un dragón.

Tal como había predicho, un lagarto alado se levantó sobre sus patas en la azotea de uno de los edificios cercanos y pareció fijar sus ojos rojos en Cunningham. Era uno de escamas plateadas y, aún desde la distancia, se le notaban los gruesos cuernos poblándole el cuerpo y la cabeza. Rugió tan fuerte que los cristales de los coches reventaron en cientos de pedazos. Levantó vuelo y tomó rumbo hacia el peculiar dúo.

Deneb Kaitos desenvainó su espada. Cunningham dio un respingo e intentó calmar al ángel.

—No, espera. Guarda tu espada, esto es solo un simulad…

El ángel extendió las alas y agarró el brazo del comandante; dio un salto elevado hacia uno de los coches, llevándoselo con él, y se ocultó tras el vehículo. Deneb Kaitos echó un vistazo y notó que el dragón sobrevolaba cerca; lamentó no contar con un arco y poder cazarlo con relativa facilidad, pero no tendría problemas en encararse contra él y tratar de clavarle su espada entre los ojos.

—Nos vio —asintió el ángel, clavando la espada en el pavimento—. Mis alas te protegerán en caso de que decida arrojarnos su aliento.

Levantó sus alas plateadas y con ella rodeó al despatarrado comandante. Cunningham abrió la boca para regañarlo pero lentamente fue cerrándola; porque por más de que el ángel no tenía idea de que el dragón fuera solo un holograma, ¿realmente pretendía cumplir la misión de salvarlo? Era, definitivamente, inesperado para él.

No obstante, notando lo ridículo de aquella situación, se acomodó sentándose en el suelo y hundió las manos en su rostro.

—Nada aquí es real, ¡condenado pajarraco! Es un simulador.

—Simulador —repitió sin entender, echando otro vistazo hacia el dragón.

—Te he traído aquí para que entiendas una cosa —se apartó de las alas y se levantó, sacudiéndose—. Mis hombres y yo hemos entrenado durante años, hemos estudiado sus movimientos, sabemos en qué son fuertes y cómo atacarlos. La humanidad los ha sufrido durante trescientos años, sabemos a qué nos enfrentamos. No sé qué es lo que te ha dicho Reykō, pero tú solo estás aquí para guiar a mi escuadrón. No necesito de tu compañía ni de tu protección.

El dragón sobrevoló sobre ellos y arrojó un aliento de fuego azulado que se desperdigó sobre el suelo y los coches cercanos. Deneb Kaitos se inclinó y tocó las llamas frente a él para comprobar que nada era real. Así que aquello solo era una muestra más de aquella inocente “magia” del que le había comentado el comandante.

Se repuso recuperando su espada.

—Me debo a vuestra señora, Cunningham. Es su orden y me temo que estaré pegado a ti.

—“Pegado a…”. No vuelvas a decir algo como eso —susurró—. No frente a mis hombres.

—¿Por qué no? En la cama parecías estar cómodo con la idea.

Cunningham enrojeció de furia.

—¡No menciones, maldito plumero, nada de lo que sucedió allí!

Se alejó dando presurosas zancadas. Deneb Kaitos esperó un tiempo prudencial antes de seguir su estela.

IV.

La luna llena plateaba el lago de la reserva china de una manera casi mágica; era como una pintura llena de vida que cabrilleaba con tanta intensidad que el ángel más severo de la legión no tuvo más opción que detener su caminata y conmoverse ante la belleza. Durandal decidió quitarse las botas y meter los pies en el agua para relajarse.

Detrás, más allá del tupido y oscuro bosque, oía a sus alumnos charlando o estallando a carcajadas en los alrededores de cientos de fogatas, mezclándose todo con unos cánticos angelicales. Parecía una buena noche, pero él deseaba estar solo.

Tiró de una pluma rebelde en su ala izquierda y la sostuvo entre sus dedos; en verdad que la libertad que había anhelado durante tanto tiempo ofrecía un sabor agridulce. Por fin había escapado de aquella “jaula” llamada Campos Elíseos y que los dioses, donde fuera que estuvieran, ya no dictaban su destino. Era un ángel libre, aunque no podía compartir su triunfo con aquella hembra que, milenios atrás, escribió a vivo fuego en su corazón. Bellatrix era la única razón de toda su cruzada para abandonar el reino de los ángeles.

“Me faltas tú”, pensó el guerrero. Soltó la pluma para que flotase perezosa. “O, tal vez, simplemente debería dejarte ir de una vez. Aprender a olvidar”.

Perla lo sorprendió cuando llegó al lugar, riendo y chapoteando el agua con los pies, manos en la espalda, ocultándole algo. Le dio un largo soplo a la pluma para que se agitara en el aire. La muchacha estaba de buen humor.

—¡Maestro! —dijo mirándolo—. He terminado de devolver las espadas.

—Se te ve animada. Pero falta la mía.

—Desde luego —y se la ofreció sosteniendo la hoja sobre las manos, reverenciando—. He dejado la más bonita para el final.

Durandal alargó el brazo y recuperó su arma. La ladeó; la hoja no parecía especialmente limpia; aún tenía rastros de arena en la punta. Cerró los ojos y tragó una bocanada de aire; realmente la muchacha no había puesto el más mínimo empeño. Pero, en realidad, no era la limpieza de su espada lo importante.

—¿Cómo se portaron tus compañeros?

Perla frunció el ceño, chapoteando el agua.

—Xi Cephei es un malagradecido. Me dijo que no podía verse su propio reflejo en la hoja, que aún estaba sucia.

—Estuve cerca. Le respondiste: “Si no te puedes ver en el reflejo, entonces te hice un favor”.

Perla rio entre dientes y asintió. De hecho, en aquel momento, los guerreros a su alrededor habían estallado a carcajadas. Durandal lo dio por bueno porque el objetivo era que su legión la aceptase. Era consentida, gruñona y respondona en el peor de los casos, pero no un ángel destructor. Podía percibir la tranquilidad en su legión; risas y diálogos distendidos en la distancia; al fin ella parecía ser uno de los suyos.

—¿Cómo están tus alas?

—Mucho mejor, maestro —dijo la muchacha, agarrando una de sus alas para alisar el plumaje—. ¿Es verdad lo que me han dicho? ¿Desobedeceréis la orden de Ámbar e iréis en búsqueda de los dragones?

Durandal enfundó la espada en su vaina.

—Me temo que sí. Pólux envía informes desde el Inframundo y ha confirmado nuestras sospechas. Los espectros son hostiles y cuentan con un ejército de millones. Necesitamos a esos dragones de nuestro lado o la guerra será muy corta.

Perla tragó saliva.

—Permítame acompañarlo, maestro.

—No —fue rápido y tajante—. Tú aún no sabes volar, así que, si hay problemas, no podré velar por ti.

La Querubín agachó la mirada, apretando el ala con fuerza. Como si necesitase que alguien velase por ella, pensó ofendida. La muchacha se pensaba como una guerrera hecha y derecha. Iba a insistir, pero su maestro se adelantó.

—Y si te lo permitiera, me caería una reprimenda de parte de tu guardiana y tu maestra de cánticos, ¿para qué negarlo? No existe ángel que soporte los regaños de Celes y Zadekiel. Lo peor de todo es que esas hembras pasan por encima de mi autoridad. Siento las alas pesadas solo de imaginarlas sobre mí.

Perla rio triste. Era verdad. No le gustaba, pero era demasiado sobreprotegida porque para muchos ella aún era la Querubín. Para muchos aún era una niña y así la trataban. Luego se giró y miró la enorme luna llena recortada por una nube; recordó aquella lejana noche que huyó de los Campos Elíseos.

—Maestro —dijo la muchacha—. Celes me dijo que, la noche que escapé, tú volaste hacia ella y Curasán, con tu espada empuñada. Ella pensaba que los ibas a ejecutar… —se giró para verlo a los ojos—. Maestro, te detuviste y no les hiciste daño.

Durandal se cruzó de brazos; era un tema peliagudo que él no quería profundizar. En aquella noche estaba tan desesperado por la huida de la Querubín que, como castigo inmediato, pretendía despachar a sus guardianes. ¿Pero quién iba a esperar que estos fueran amantes? Cuando vio cómo estos se tomaban de la mano delante de la Luna, el Serafín recordó su propio romance clandestino… y se detuvo en el aire, conmocionado ante lo que entonces veía.

—¿Tú lo sabías? —preguntó Durandal—. ¿Sabías que tus guardianes eran amantes?

Perla se encogió mirando para un lado y otro. Iba a decir que no, pero empezó a trastabillar frases sin sentido y sus alas daban respingos involuntarios. En verdad que la Querubín no sabía cómo confrontar el hecho de que ella sabía el infame secreto. Durandal no pudo evitar ahogar una risa; esa muchacha era tan torpe como lo fue su amada.

—Calma. El romance está prohibido por los dioses, sí. Pero tus guardianes se ganaron mi respeto con ese acto de rebeldía.

—¡Ah! ¿Así que era eso…? —se alivió abruptamente y recogió un mechón de la frente, qué diferente era el Durandal que ahora descubría, lejos del ángel severo que creyó conocer una vez—. ¡Yo…! ¡Ah! Maestro, y pensar que cuando yo era niña te odiaba más que a nada en el mundo.

El Serafín la miró divertido.

—Está bien. Todos cometemos errores.

—¡Nada de errores! Tenía motivos para odiarte. Recuerdo perfectamente el día que te conocí. Era una tarde cuando escapé de la biblioteca. Pólux había ido en búsqueda de un libro y aproveché para subir por las estanterías y salir por la ventana… —se rascó la frente y rio—. No esperaba que el techo fuera tan empinado…

—Lo recuerdo. Eras una pequeña revoltosa. Cuando te atrapé en el aire, me dijiste que no se lo dijera a nadie, que era una orden directa. Que eras la Querubín, mi superior.

Perla, brazos en jarra, achinó los ojos.

—Así que fuiste y me tiraste a la fuente de agua más cercana.

—Tu primer baño de humildad —asintió el Serafín—. ¿Qué? ¿Aún estás moles…?

La Querubín enganchó un pie contra el de su maestro, tirándolo de las manos para hacerlo caer de bruces en el lago. Durandal cayó despatarrado e incluso tragó agua al estamparse; no era un lugar muy profundo e intentó reponerse, pero se vio atacado por chapoteadas de agua que la muchacha le arrojaba entre risas.

—¡Revancha! ¡Justicia!

El Serafín se sentó allí, acomodándose y recibiendo los embates con el agua llegándole hasta el pecho. Echó un vistazo en derredor; sería una vergüenza que algunos de sus alumnos lo pillaran con la guardia baja. Luego, simplemente, se destensó y, pasándose la mano por la cabellera, rio por primera vez en mucho tiempo. Eso era lo que necesitaba para celebrar su libertad, se dijo, disfrutar y reír como los demás.

—Debí haber supuesto que algún día te vengarías.

Elevó la mano para que ella lo ayudase a levantar, aunque aprovechó la cortesía para tirar de ella y hacerla caer sobre él. Perla chilló; el agua era fría y además una mano se apoyó en el vientre del espadachín para luego resbalar hasta su entrepierna. Cómo no enrojecerse y marearse al tocar más de la cuenta; intentó reponerse, pero solo resbalaba más y más entre chillidos.

Luego la risa del varón y los grititos de la muchacha se diluyeron; ambos quedaron allí, mirándose. Los ojos de Perla brillaban como estrellas y sus senos destacaban especialmente, apretujados por la túnica mojada que revelaba las formas de las areolas. El ángel deseaba tomarla de la barbilla y probar sus labios; ya no le quedaban fuerzas para resistir.

—Déjame acompañarte, Durandal.

Perla se arrimó sobre su maestro, frotándose sobre él en un gesto descarado de pulsión, sosteniéndose de sus hombros. Quería que él supiese que ya no era una niña. Y que luego de los entrenamientos no era necesariamente su alumna. Deseaba que le sintiese los senos, el cuerpo, y supiera que era toda una hembra.

El agua entre los ángeles estaba agitada.

—No —insistió él—. Si fuiste importante para el Trono o para Rigel, lo eres para mí. Si te sucediese algo, no me lo perdonaría.

Las puntas de las alas de Perla se doblaron. La muchacha ladeó el rostro, entre decepcionada por no conseguir el permiso y halagada por escuchar tales palabras del ángel que ella admiraba. Pero era terca. Volvió a mirarlo lista para protestar, solo que no se esperó que Durandal la tomase de la cintura y la trajese contra él. La hembra gimió como respuesta, pero algo dentro la empujó a acercar sus labios para facilitar un beso.

Hubo un encontronazo entre las narices de ambos.

Rieron entre dientes, alejándose solo unos centímetros. Durandal intentó volver al asalto, pero se sorprendió cuando la Querubín enredó los dedos en su cabellera; la fémina humedeció sus finos labios y lo guio para que probara de ella. Fue una unión torpe, propia de una primeriza y alguien que no había besado a otra desde hacía, literalmente, más de diez mil años.

Se sentía casi cómo los dioses, donde fuera que estuvieran, se lamentasen de aquel acto prohibido. Y a ambos ángeles les encantaba. No lo decían, pero el beso, que seguía y seguía, era suficiente. Estaban haciendo posible lo imposible.

Las manos del varón palparon las tímidas curvas de la hembra con extrema suavidad, sobre la túnica mojada, para luego recorrer las redondeces del trasero, estas más definidas. La tocaba como si no quisiera causarle el más mínimo rasguño. Perla torcía las alas en respuesta a ese picor intrigante que sentía en la entrepierna, luego se restregaba con fruición y ni qué decir cuando sintió por primera vez la dureza del guerrero sobre la tela de la túnica, clara señal de que había logrado provocarlo.

Entonces se sintió más hembra.

Se volvieron a alejar para mirarse ambos, entre asustados y deseosos de más. ¿Tal vez algún rayo caería del cielo para separarlos? Nada de eso. Al final, todo el nerviosismo se disipó con sendas sonrisas de complicidad; la sensación de culpa, la prohibición de los dioses, los remordimientos, los “qué dirán”. El solo besarse se sentía demasiado bien como para pensar en consecuencias.

Perla dio un respingo cuando se vio completamente abrazada por las seis alas del Serafín; su cabeza dio vueltas y vueltas cuando el varón se inclinó para dar un mordisco al cuello. Gimió del gusto y el Serafín se envalentonó. Las manos del guerrero ladearon los tirantes de la túnica para que los pechos tímidos de la muchacha se le revelasen, con esos pequeños pezones rosados pero erguidos orgullosos. La joven pegó las manos abiertas en el pecho de él, arañándolo en respuesta y alejándolo unos centímetros.

—Durandal —susurró.

El guerrero no se detuvo, excitado como estaba, y remangó la parte inferior de la túnica de Perla, hasta la cintura, pero esta dio un respingo al sentir la erección de un varón, ahora sin túnicas de por medio, restregándose y palpitando sobre su vientre; sintió su propio sexo contraerse deliciosamente, anhelante de recibir y cobijarlo, pero pensar que aquello entraría y saldría de ella la aterró tanto que lo arañó con fuerza.

—¡Ah! ¡Duran…! Durandal…

—¿Qué sucede?

La muchacha no respondió, pero se la notaba claramente asustada; tenía los ojos abiertos como platos y sus finos dedos, sobre el pecho firme del varón, temblaban. El Serafín rio, librando la presión de sus seis alas. Su instinto era demasiado fuerte, más que el de la joven hembra, por lo que debía hacer un esfuerzo por contenerse. La estaba asustando.

“Y pensar que eres Destructo”.

—Lo siento —la peinó con los dedos—. Iremos despacio.

Ella asintió volviendo a inclinarse para degustar de sus labios. Era lo que más le estaba gustando de todo y sentía que no se cansaría de hacerlo.

Sobre una rama gruesa de un árbol perdido en la oscuridad de la noche, la guardiana de Perla y la maestra de cánticos observaban, una con la mandíbula desencajada y la otra con una sonrisa bobalicona en su rostro. Celes estaba furiosa, ¡un ángel milenario pervirtiendo a su preciada niña! Hacía rato que intentó abalanzarse sobre ellos, pero Zadekiel ya le había detenido en todas las ocasiones, rogándole que respetara la intimidad de los amantes.

—A ver si logro entenderlo —medió Zadekiel—. ¿Quieres negar a tu protegida lo mismo que tú disfrutas con Curasán?

—No es, ¡ni por asomo!, lo mismo.

—¡No te enojes! No sabía lo tuyo con Curasán. Lo que tenéis es algo especial. La unión entre ángeles es una potestad natural que nos fue arrebatada por los dioses. Para ellos, solo éramos sus herramientas. Creyeron que arrancaron nuestros deseos cuando nos crearon, pero no es así. Solo los escondieron. Algunos los hemos encontrado.

Celes la miró con una clara interrogante.

—¿“Los hemos”? ¿Tú también?

La maestra se abrazó juguetona, mirando la luna y ronroneando una canción.

—¡Ah! Sí, yo también. Aunque mi pareja ya no está, siempre recuerdo su cariño. Por eso, atesora lo tuyo con Curasán. Y deja que tu protegida lo descubra con Durandal. Creo que no encontrará mejor varón en toda la legión.

—¿De quién hablas? ¿Con quién estuviste?

Zadekiel cerró los ojos.

—Él libró una guerra contra los dioses, no por celos de sus poderes, sino por la libertad y el amor que hoy disfrutamos —y mordiéndose los labios, sonrió mientras Celes desencajaba la mandíbula—. Aún lo siento, ¿sabes? En las noches de luna llena. Lo siento en mis labios. Lo siento dibujando figuras en mi vientre. Siento la hierba que picaba cuando hacíamos el amor en los prados de los Campos Elíseos.

—¡Ah! Pero, ¿qué cosas dices? ¿Lucifer?

—Ajá. Pero, a diferencia de él, no me interesaban las rebeliones. No lo apoyé en su cruzada y eso fue un error que no volveré a cometer. Por eso he decidido que ayudaré a Durandal en esta guerra contra el Segador. No sé mucho de espadas, pero sí sé cómo podría ayudar… Vale la pena, ¿no lo crees? Librarse de estas cadenas que una vez los dioses quisieron echarnos. Las mismas cadenas que el Segador pretende controlar.

Celes dio un respingo cuando Perla, a lo lejos, chilló entre risas. Los amantes se resbalaron en el agua. La guardiana encogió sus alas y, finalmente, se relajó. Demasiada información que asimilar, pensó. No quería aceptar de buenas a primeras lo que Zadekiel había sugerido, que Durandal parecía ser un buen partido para la Querubín.

—Me parece un objetivo noble. Yo también me uniré a esta guerra, algo sé hacer con el arco —asintió Celes, invocándolo en su mano—. Por ejemplo, ahora mismo practicaré mi puntería apuntado las alas del Serafín.

Zadekiel rio pensando que Celes bromeaba. Se asustó cuando la guardiana se puso de pie sobre la rama, arco en ristre. Se hizo con una flecha y tensó la cuerda hasta la oreja. Celes acababa de asumir el hecho de que Perla podría tener una pareja, simplemente no permitiría que ninguno de los dos se propasara en lo que parecía ser una primera noche.

Era su niña y lo sería hasta el fin de los tiempos. La saeta silbó cortando el aire, presta a interrumpir la noche.

V.

La lluvia no había mermado de intensidad desde que anocheciera en la capital del Hemisferio Norte. Reykō, vestida con un vestido negro largo y elegante, salió a un alto balcón exterior para comprobar por sí misma a su ejército formando en el campo abierto de la base militar. Eran largas filas de soldados que se extendían hasta el horizonte, repartidas en perfecto orden. Para los que no podían estar cerca de ella, se desplegaban carteles holográficos en el aire y así le llegase el discurso que tenía preparado. Cunningham, a su derecha en el balcón, le acercó una sombrilla, pero ella apartó la cortesía con un gesto de manos. Si sus hombres estaban allí, esperándola a la intemperie, qué menos que mojarse.

Muchos hombres de las primeras filas ya habían notado algo extraño a la izquierda de la mujer y se confirmó cuando la transmisión inició en las pantallas: el ángel plateado se encontraba con ella. Surgieron murmullos, pero todo se extinguió cuando la mujer levantó la mano.

—¡Mitos, supersticiones, credo, fe! ¡El dogma ha sido desde tiempos inmemoriales la raíz de los conflictos entre los hombres! ¡Incluso en esta época convulsa, las naciones reinadas por dogmas pretenden llevarnos a una nueva destrucción! ¡Pero vosotros marcharéis por el mundo libre, marcharéis por los caídos y marcharéis por los que vendrán!

Los soldados se golpearon el pecho al unísono, con fuerza.

—¡La nación de China ha acogido en su seno a los ángeles y se niegan a entregarlos! ¡Se niegan a compartir cualquier descubrimiento que pudiera favorecernos como raza! ¡Desde ese momento, su hermetismo los convierte en traidores de los intereses de la humanidad! ¡Como si no les bastase este robo, ahora pretenden aliarse con aquellos que han hecho y desecho nuestra historia con fuego y cenizas!

El cielo tronó; un relámpago atravesó una de las pantallas holográficas y más de uno tragó saliva pensando en alguna suerte de mal presagio. Pero Reykō era una excelente oradora; sabía motivar el corazón de sus hombres con sus palabras cargadas de valentía.

—¡Hijos e hijas del Norte! ¡Marchad y eliminad para siempre el dogma! ¡Borrad las amenazas de este mundo para los hombres de buena voluntad! ¡Rugid, mis soldados! ¡Serán nuestros pechos las murallas con las que detendremos a los hombres poseídos por la religión!

Volvieron a golpear sus pechos y bramaron el grito de guerra norteño.

—¡Nuestros pechos las murallas!

—¡Escuadrón de élite, “Caza Dragones”, al frente!

Mil soldados se adelantaron sobre la línea. Era el escuadrón que, con la tecnología de punta de su lado, exterminarían a la amenaza dragontina. El grueso del ejército se prepararía para una inminente invasión a China con el objetivo de aplastar la última resistencia dogmática en el mundo civilizado, pero no se movilizarían hasta que los “Caza Dragones” cumplieran su cometido.

Cunningham tomó el lugar en el balcón y los gritos de euforia aumentaron de intensidad. Él sería el hombre que los comandaría en la misión histórica. Deneb Kaitos se mostró maravillado al ver de lo que era capaz de transmitir el mortal con solo estar de pie, allí frente a sus soldados. En su porte confianzuda parecía tener un aura que solo había visto algo en los Arcángeles o los Serafines, capaz de conmoverlo hasta a él.

—¡Caza Dragones, el Norte no olvida! —se golpeó el pecho—. ¡Me honraréis con vuestra compañía! ¡Que los dragones y esos bastardos del Vaticano nos oigan rugir en un ataque sorpresa e inmisericorde! ¡Marcharemos como uno solo para aplastar sus sueños pérfidos y convertirlos en pesadillas, y juntos arrojaremos sus cadáveres sobre sus ridículas mezquitas!

El bullicio se había desatado; ¡qué palabras tan feroces, qué ardor! Era tanto el entusiasmo desatado que hasta Reykō se vio impresionada. Ante ella sus soldados mostraban pasión, pero dentro de un contexto de orden; ante Albion todo se desbordaba porque su discurso era feroz, sanguinario. Sus ojos parecían destellar fuego que hacía que todos allí levantasen sus rifles al aire y rugiesen una y otra vez el grito de guerra.

Deneb Kaitos echó un vistazo a los eufóricos soldados y dobló las puntas de sus alas; el intenso sentimiento de algarabía flotaba en el aire y parecía que era capaz de hervir la lluvia. Incluso la sensación lo contagiaba hasta a él. Por un momento, también deseó golpearse el pecho y gritar un potente “¡Nuestros pechos las murallas!”. Se volvió a fijar en Cunningham; qué afortunado fue de haber compartido hasta la cama con él, pensó.

—¡Y cuando nuestro último aliento rasgue sus pulmones, ellos sabrán que este mundo nos pertenece! ¡Esta historia la escribieron con fuego, pero nosotros la terminaremos con su sangre! ¡Reclamemos nuestro mundo, hermanos!

El bullicio era intenso; ¡tanto fervor, tanto entusiasmo!; pronto el nombre del comandante era festejado entre bramidos. “¡Albion, Albion, Albion!”. Pero a él no le interesaba ese tipo de tributos; se giró hacia Reykō y reverenció.

—Volveremos, mi señora. Traeré el cráneo de Leviatán para decorar la cabecera de vuestra cama.

La mujer deseaba besarlo porque con él había redescubierto un lado romántico y su enérgico discurso la había excitado, pero toda la milicia observaba. Por un momento, pensó en hacerlo, al cuerno con los “qué dirán” o las consecuencias, pensó, pero finalmente se limitó a los protocolos, tomándolo del hombro.

—También es tu cama, querido, como lo soy yo —susurró—. Cuida del ángel y él cuidará de ti, Albion.

—Con todo respeto, no necesito de un ángel de la guarda. Es un rastreador y servirá nada más que como un rastreador, mi señora.

—Querido, en tu terquedad hay un encanto… —se remojó los labios, pero ladeó el rostro—. Esperaré tu vuelta. Hazme sentir más orgullosa de lo que ya estoy.

El joven comandante hizo una última reverencia a la adorada figura. Luego se giró para ver a Deneb Kaitos, quien se había sentado sobre la baranda del balcón para contemplar al eufórico ejército. El ángel lamentó que tantos grandes hombres se vieran desperdiciados; estaba convencido de que la cacería de dragones sería un absoluto fracaso, pero guiarlos hasta Leviatán era la orden que debía cumplir.

—Es hora, pájaro. Acompáñame en uno de los helicópteros.

Deneb Kaitos agitó sus alas, señal de que no necesitaba transporte, pero el comandante meneó la cabeza.

—Nada de eso, genio. Si vuelas sobre cualquier ciudad encenderás todas las alarmas.

—Entendido. Fue un discurso estupendo, Cunningham.

El hombre se acercó a él y se apoyó de la baranda para perder la mirada en el ejército. En el fondo, también temía, solo que era bueno enmascarándose tras una pose segura que contagiaba de valor a los demás. Había entrenado por años, era cierto, pero nunca tuvo, ni él ni sus hombres, una batalla real contra un dragón. Ya ni decir cientos.

—No me malinterpretes —dijo Albion—. No podría importarme menos todo lo que tú pienses. Pero, ya que conociste a los dragones, ¿qué opinas?

Deneb Kaitos sabía que la respuesta no le agradaría, pero él era un ángel sincero y directo. Lo miró, aunque el mortal solo tenía ojos para los emocionados soldados que bramaban.

—Hagáis lo que hagáis, la historia seguirá escribiéndose con fuego.

Cunningham chasqueó los labios. Pretendió retirarse, aunque el ángel no había terminado.

—Pero tú me haces pensar que lo imposible es posible.

Continuará.

Relato erótico: “Mi esposa se compró dos mujercitas por error” (POR GOLFO)

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Cuando por motivo de trabajo te desplazan a un lugar exótico, es importante antes de hacer nada conocer la cultura del país porque en caso contrario, es muy fácil meter la pata. Eso le ocurrió a mi mujer al poco tiempo de irnos a vivir a Birmania.
Dejando nuestro Madrid natal, nos habíamos desplazado hasta ese lejano país porque mi empresa me había nombrado delegado. Entre las prestaciones del puesto se incluía un magnifico chalet de casi quinientos metros para nuestro uso y disfrute.
Recuerdo que desde que María visitó las reformas de la casa donde íbamos vivir los siguientes cinco años, me avisó que no pensaba ocuparse ella de la limpieza.
-Si quieres que vivamos aquí, voy a necesitar ayuda.
Cómo me pagaban en euros y los salarios en esas tierras eran ridículos, no vi ningún inconveniente y le di vía libre para resolver ese problema como considerara conveniente, no en vano ella era la que iba a tener que lidiar con el servicio.
No siendo un tema inmediato por los retrasos en las obras, María aprovechó que durante los dos primeros meses vivíamos en un hotel para conocer un poco la ciudad. Fue durante uno de sus paseos por Yangon cuando conoció a una anciana que siendo natal de ese país, hablaba un poco de inglés.
María vio en ella a su salvación y la medio contrató como asesora para todo. De esa forma en compañía de Maung compró los muebles que le faltaban, conoció las mejores tiendas de la ciudad e incluso le presentó a un par de occidentales con las que ir a tomar café. Convencida que había hallado una mina al llegar el momento de la mudanza, también le planteó su problema con el servicio.
-Yo conseguir. Mujeres de mi pueblo, dulces, guapas, jóvenes y obedientes. ¿Le parece bien?
Mi mujer que es de la cofradía del puño agarrado, preguntó:
-¿Y cuánto me va a costar al mes?
-No mes, usted pagar 800 dólares americanos por cada una y luego solo comida y casa.
Creyendo que ese dinero era la comisión de la anciana por conseguirle unas criadas y que estas eran de un origen tan humilde que con la manutención se daban por satisfechas, hizo cálculos y comprendió que con que duraran cuatro meses habría cubierto de sobra el desembolso. Por eso y por la confianza que tenía en la mujer, aceptó sin medir claramente las consecuencias.
-Me mudo en dos semanas, ¿cree que podré tenerlas para entonces?
-Por supuesto, Maung mujer seria. Dos semanas, mujeres en su casa….
Aung y Mayi llegan a casa.
Tal y como habían quedado, a las dos semanas exactas la anciana llegó al chalet con las dos criadas. Debido a mi trabajo, ese día estaba de viaje en Tailandia y por eso tuvo que ser María quien las recibiera. Mi señora al verlas tan jovencitas lo primero que hizo fue preguntarle su edad.
La vieja creyendo que la queja de mi esposa era porque las consideraba mayores, contestó:
-Veintiuno y dieciocho. Pero ser vírgenes, ¿Usted querer comprobar?
Tamaño desatino incomodó a María y creyendo que en esa cultura una chica de servicio virgen era un signo de estatus, le contestó que no hacía falta. Tras lo cual, directamente las puso a limpiar los restos de la obra. Al cabo de tres horas de trabajo en las pobres crías no se tomaron ni un respiro,  mi señora miró su reloj y vio que ya era hora de comer. Como no había preparado nada por medio de señas, se llevó a las orientales a comer a un restaurante cercano.
Las chavalas que no comprendían nada se dejaron llevar sumisamente pero al ver que entraban a un restaurante se empezaron a mirar entre ellas completamente alucinadas. Mi mujer creyó que su confusión se debía a que aunque era un sitio popular, al ser de un pueblo en mitad de la sierra nunca habían en estado en un sitio de tanto lujo pero cuando intentó que se sentaran a su lado, sus caras de terror fueron tales que tuvo que llamar a la jefa que hablaba inglés para que le sirviera de traductora. Tras explicarle la situación, la birmana  comenzó a charlar con sus compatriotas. Como las dos crías eran de una zona tan remota, su dialecto fue entendido a duras penas por la mujer y luego de traducirlo, dijo:
-Señora, estas dos niñas se niegan a sentarse a comer con usted. Según ellas estarían menospreciando a la esposa de su dueño. Prefieren permanecer de pie y comer cuando usted acabe.
Desconociendo la cultura, no dio importancia a la forma en que se habían referido a ella y temiendo ofender alguna de sus costumbres, comenzó a comer. Las dos orientales se tranquilizaron pero asumiendo que ellas eran las sirvientas se negaron a que los empleados del local se ocuparan de su señora y por eso cada vez que le faltaba agua en su vaso, ellas se lo rellenaban y cuando trajeron los siguientes platos, se los quitaron de las manos y ellas fueron quien se lo colocaban en la mesa.
María que al principio estaba incomoda, al notar el mimo con el que ambas niñas la trataban, aceptó de buen grado ese esplendido trato y se auto convenció que había acertado contratándolas. Habiendo terminado, pidió que prepararan para unas bandejas con comida para ellas y pagando salió del local mientras Aung y Mayi la seguían cargando con las bolsas.
Ya en la casa y deseando tomarse un respiro, las dejó en la cocina comiendo mientras ella se iba a tomar un café con las dos británicas que había conocido. Como otras tardes se citó con esas amigas en un café cercano a la embajada americana famoso por sus gin-tonics.
El calor que ese día hacía en Yagon junto con la amena conversación hizo que sin darse cuenta, mi esposa bebiera demasiado y ya casi a la hora de cenar, tuviera que pedir un taxi para irse al chalet. Al bajar del vehículo, se encontró que Aung la mayor de las dos muchachas había salido a recibirla y viendo el estado en que se encontraba, la ayudó a llegar hasta la cama.
Borracha hasta decir basta, le hizo gracia que las dos crías compitieran por ver quién era quien la desnudaba pero aún más sus miradas cómplices al comprobar el tamaño de sus pechos. Como las asiáticas son más bien planas, se quedaron admiradas por el volumen exagerado de sus tetas y por eso les resultó imposible retirar sus ojos de mi esposa mientras involuntariamente los comparaban con los suyos.
-¡No son tan grandes!- protestó muerta de risa e iniciando un juego inocente cuyas consecuencias nunca previo, los cogió entre sus manos y les dijo: -Tocad, ¡Son naturales!
Cómo no entendieron sus palabras, fueron sus gestos los que malinterpretaron y creyendo que mi mujer les ordenaba que se los chuparan, un tanto cortadas la miraron tratando de confirmar que eso era lo que su jefa quería.
-Tocadlos, ¡No muerden!- insistió al ver la indecisión de las dos chicas.
Mayi, la menor y más morena de las dos, dando un paso hacia delante obedeció y cogiendo uno de los dos pechos que le ofrecían entre sus manos, lo llevó hasta su boca y empezó a mamar. Totalmente paralizada por la sorpresa, mi mujer se la quedó mirando mientras su compañera asiendo el otro, la imitó.
María tardó unos segundos en reaccionar porque en su fuero interno, sentir esas dos lenguas recorriendo sus pezones no le resultó desagradable pero al pensar que sus teóricas criadas lo único que estaban haciendo era obedecer, se sintió sucia y separándolas de sus pechos, las mandó a dormir.
Las birmanas tardaron en comprender que mi mujer las estaba echando del cuarto y creyendo que la habían fallado, con lágrimas en los ojos desaparecieron por la puerta mientras en la cama María trataba de asimilar lo ocurrido. El dolor que reflejaban sus caras era tal que supo que  de algún modo las había defraudado.
“En Birmania, la figura del jefe debe de ser parecida un señor feudal”, masculló entre dientes recordando que estos tenían derecho de pernada. “Han creído que les ordenaba satisfacer mis necesidades sexuales y en vez de indignarse lo han visto como algo natural”.
La  certeza que eran diferencias culturales no disminuyó la calentura que sintió al saber que podría hacer con ellas lo que le viniera en gana. Aunque nunca se había considerado bisexual y su único contacto con una mujer habían sido unos inocentes magreos con una compañera de colegio, María se excitó pensando en el poder que tendría sobre esas dos niñas y bajando su mano hasta su entrepierna, se empezó a masturbar soñando que cuando volviera del viaje, me sorprendería con una noche llena de placer…
María descubre una extraña sumisión en esas dos orientales.
A la mañana siguiente, mi mujer se despertó al oír que alguien estaba llenando el jacuzzi de su baño. Al abrir sus ojos, la claridad le hizo recordar las muchas copas que se había tomado y por eso le costó enfocar unos segundos. Cuando lo consiguió se encontró a las dos birmanas, arrodilladas junto a su cama sonriendo.
-Buenos días- alcanzó a decir antes de que Mayi la obligara a levantarse de la cama, diciéndole algo que no pudo comprender.
La alegría de la chavala disolvió sus reticencias y sin quejarse la acompañó hasta el baño. Una vez allí, la mayor Aung desabrochándole el camisón, se lo quitó dejándola completamente desnuda sobre las baldosas y llamando a la otra oriental entre las dos, la ayudaron a meterse en la bañera.
“¡Qué gozada!”, pensó al sentir la espuma templada sobre su piel y cerrando los ojos, creyó que estaba en el paraíso.
Estaba todavía asumiendo que a partir de ese día, sus criadas le tendrían el baño preparado para cuando se despertara cuando notó que una de las mujercitas había cogido una esponja y la empezaba a enjabonar.
“¡Me encanta que me mimen!”, exclamó mentalmente satisfecha al experimentar las manitas de Maya recorriendo con la pastilla de jabón sus pechos.
Aunque las dos crías no parecían tener otra intención que no fuera bañarla, María no pudo reprimir un gemido cuando sintió las caricias de cuatro manos sobre su anatomía.
“Me estoy poniendo cachonda”, meditó y ya con su coño encharcado, involuntariamente separó sus rodillas cuando notó que Aung acercaba la esponja a su entrepierna.
La birmana interpretó que su jefa le estaba dando entrada y sin pensárselo dos veces, usó sus pequeños dedos para acariciar el depilado coño de la occidental.  Con una dulzura que impidió que mi mujer se quejase, separó los pliegues de su sexo y se concentró en el erecto botón que escondían.
-¡Dios! ¡Cómo me gusta!- berreó cuando la otra cría se hizo notar llevando su boca hasta uno de los enormes pechos de su jefa.
El doble estímulo al que estaba siendo sometida venció toda resistencia y pegando un grito les exigió que siguieran con las caricias lésbicas. Aung quizás mas avezada que la menor, incrementó la velocidad con la que torturaba el clítoris de mi esposa mientras Mayi alternaba de un pecho a otro sin parar de mamar.
“¡Me voy a correr!”, meditó ya descompuesta y deseando que su cuerpo liberara la tensión acumulada, hizo algo que nunca pensó que se atrevería a hacer: olvidando cualquier resto de cordura introdujo su mano bajo el vestido de la mayor en busca de su sexo.
“¡No lleva ropa interior y está cachonda!”, entusiasmada descubrió al sentir que estaba empapada cuando sus dedos hurgaron directamente la cueva de la diminuta mujer. Aung lejos de intentar zafarse de esa caricia, buscó moviendo las caderas su contacto mientras introducía un par de yemas en el interior del chocho de mi señora.
Saberse al mando de una no le resultó suficiente y repitiendo la misma maniobra bajo la falda de la menor, confirmó que también la morenita tenía su coñito encharcado y con una sensación desconocida hasta entonces, se corrió pegando un gemido no se quejó al sentir la caricias. Aun habiendo conseguido el orgasmo, eso n fue óbice para que mi señora siguiera hirviendo y mientras masturbaba con cada mano a una de las orientales, quiso comprobar hasta donde llegaba su entrega y por medio de señas, les ordenó que se desnudaran.
La primera en comprender que era lo que María estaba diciendo fue la mayor de las dos que con un brillo especial en sus ojos se levantó y sin dejar de mirar a su jefa, se quitó la camiseta que llevaba.
Mi esposa, con posterioridad me reconoció, al admirar los diminutos pechos de la birmana no pudo aguantar más y sin esperar a que se quitara la falda, le exigió que se acercara a ella y al tenerla a su lado, por vez primera, abriendo su boca saboreó el sabor de un pezón de mujer.
La pequeña areola de la muchacha reaccionó al instante a esa húmeda caricia contrayéndose. María al comprobarlo buscó el otro y con un deseo insano, se puso a mamar de él mientras Aung se terminaba de desnudar. En cuanto la vio en pelotas, la hizo entrar con ella en la bañera y colocándola entre sus piernas, se recreó la vista contemplando el striptease de la segunda.
-¡Qué buena estás!- exclamó aun sabiendo que la cría era capaz de entenderla al admirar la sintonía de sus menudas y preciosas formas.
Dotada con unos pechos un poco más grandes que los de la otra oriental era maravillosa pero si a eso le sumaba la cinturita de avispa y su culo grande y prieto, Mayi le resultó sencillamente irresistible. Azuzada por la sensación de poderío que el saber que esas dos no le negarían ningún capricho, la llamó a su lado diciendo:
-¡Estás para comerte!.
La cría debió comprender el piropo porque al meterse en el jacuzzi en vez de tumbarse junto a María, se quedó de pie y acercando su sexo a la cara de mi mujer, se lo ofreció como homenaje. Durante unos instantes mi esposa dudó porque nunca se había comido un coño pero al observar esos labios tan apetitosos se le hizo la boca agua  y sacando su lengua se puso a degustar el manjar que esa niña tenía entre sus piernas.
-Joder, ¡Está riquísimo!- exclamó confundida al percatarse de la razón que tenía su marido al insistir en comerle el chumino cada dos por tres.
Aung que hasta entonces había permanecido entre las piernas de su dueña sin moverse, vio la oportunidad para comenzar a besar a mi mujer con una pasión desconocida.
María estaba tan concentrada en el sexo de Mayi que apenas se percató de los besos de esa otra mujer. Os preguntareis el porqué. La razón fue que al separar los pliegues de la chavala, se encontró de improviso con que tenía el himen intacto.
“¡No puede ser!” pensó y recordando las palabras de la anciana, por eso, dejando a la niña insatisfecha, exigió a la mayor que le mostrara su vulva. Levantándose y separando los labios, le enseñó el interior de su coño.
Tal y como le había asegurado, ¡Aung también era virgen!.
Fue entonces cuando como si una losa hubiese caído sobre ella, ese descubrimiento le confirmó que de alguna manera que no alcanzaba a comprender esas dos niñas creían que era su obligación el satisfacer aunque no lo desearan todos y cada uno de sus deseos. Su conciencia apagó de un soplo el fuego de su interior y en silencio salió de la bañera casi llorando.
“Soy una cerda. ¡Pobres crías!” continuamente machacó su cerebro mientras se ponía una bata.
A María no le cupo duda que una joven que siguiera teniendo su himen intacto, no se comportaría así sin una razón de peso. Por eso y aunque las birmanas seguían sus movimientos desde dentro de la bañera, salió del baño rumbo a su habitación.
La certeza que algo extraño motivaba dicho comportamiento se confirmó cuando al cabo de menos de un minuto esas dos princesitas llegaron y cayendo de rodillas, le empezaron a besar sus pies mientras le decían algo parecido a “PERDÓN”. El saber que no había ningún motivo por el que Anung y Mayi sintieran que le habían fallado y comprobar que eso las aterrorizaba, afianzó sus temores y decidió que iría a hablar con la anciana que se las había conseguido, pero antes debía de hacerlas saber que no estaba enfadada con ellas.
Dotando a su voz de un tono suave y a sus gestos de toda la ternura que pudo, las levantó del suelo y les secó sus lágrimas. La reacción de las muchachas abrazándola  mientras en su idioma le agradecían el haberlas perdonado ratificó su decisión de averiguar que pasaba y por eso, nada más vestirse, fue a entrevistarse con Maung.
María descubre que no ha contratado sino comprado a esas dos.
Como esa mujer vivía en uno de los peores suburbios de Yaon, mi esposa llamó a un taxista de confianza para que esperara mientras conseguía respuestas. Durante el trayecto, María trató de hallar la forma de preguntarle el porqué de esa actitud sin revelar que había utilizado a las birmanas para satisfacer sus “oscuras” necesidades.  No en vano era complicado confesar que la habían masturbado mientras la bañaban.
Por eso al llegar hasta el domicilio de esa señora, aceptó un té antes de plantearle sus dudas. Maung entendió que su visita estaba relacionada con las dos crías y antes de que ella le explicara qué pasaba, directamente le preguntó:
-¿Qué le han parecido mis paisanas? ¿Son tan obedientes como le dije?
-¡Demasiado!- contestó agradecida de que hubiese sacado el tema: -Nunca ponen una mala cara sin importarles lo que les pida.
Fue entonces cuando la anciana sonriendo contestó:
-Me alegro. Para ellas ha sido una suerte que una persona como usted las comprara ya que su destino normal hubiese sido terminar en un burdel.
María no asimiló el que las había comprado y solo se quedó con lo del “destino normal” por eso insistiendo preguntó:
-¿Por qué dices eso?
La señora dando otro sorbo al té, respondió:
-Desgraciadamente nacieron en una casa cuyos padres eran tan pobres que nunca hubieran podido pagarles una dote, por lo que desde niñas les han educado para que llegado el momento se convirtieran en las concubinas de algún ricachón aunque lo habitual es que dieran con sus huesos en algún tugurio de la capital- y recalcando su inevitable fin, confesó:- yo misma fui una de esas niñas y con quince años me vendieron a pederasta pero la suerte quiso que conociera a mi difunto marido y el me recomprara. ¡Desde entonces busco librar a mis paisanas de ese infierno! y por eso les busco acomodo en familias como la suya.
-¿Me está diciendo que soy su “dueña”?
-Así es. Aung y Mayi han tenido mucha fortuna. Sé que sirviendo a usted y a su marido, esas dos crías serán felices. Ellas mismas me dijeron al verla que nunca habían visto una mujer tan bella y se comprometieron conmigo en hacerle la vida lo más “placentera” que pudieran.
El tono con el que pronunció “placentera”, le confirmó que de algún modo se olía que su visita se debía a que  esas dos ya habían empezado a cumplir con esa promesa. María se quedó tan cortada que solo pudo bajar su mirada y con voz temblorosa, preguntar:
-¿Y mi marido? ¿Qué va  a pensar cuando se entere?
-¡Debe de saber qué son! Piense que mientras no hayan sido desfloradas por él: ¡Sus padres podrían revenderlas a otros amos!
Según mi señora cuando escuchó que las dos mujercitas todavía no estaban seguras si no me acostaba con ellas, la terminó de convencer que nunca se `perdonaría que terminaran en un putero y despidiéndose de la anciana, le prometió que en cuanto llegara a Birmania, las metería en mi cama.
Durante el trayecto de vuelta a casa, a mi mujer le dio tiempo de asimilar la conversación y fue entonces cuando cayó sobre ella la responsabilidad de hacer felices a esas dos crías. Como no teníamos hijos, decidió que de cierta forma las adoptaría y haría que yo, también las acogiera.
“Soy su dueña”, masculló entre dientes,” debo velar por su bienestar”.
Sin darse cuenta había aceptado su papel y por eso al entrar a la casa, le pareció normal que Mayi la recibiera de rodillas y que le quitara los zapatos siguiendo las costumbres de ese país. Ya descalza, llamó a Aung y llevándolas hasta su cuarto, abrió su armario y buscó algo de ropa que pudiera servirlas.
Las birmanas no sabían que era lo que quería su jefa pero aún así durante cinco minutos, permanecieron expectantes tratando de adivinar que se proponía. Asumiendo que las necesitaba para cambiarse cuando terminó de elegir las prendas que quería probarles, las dos la empezaron a desnudar.
La ternura con la que desabrocharon su camisa no impidió que se negara y más excitada de lo que le gustaría reconocer, por señas, pidió a la mayor que se quitara la camisola que llevaba puesta. Aung con una sonrisa se despojó de la misma y mirando a su dueña, se acercó y puso sus pechos a su disposición diciendo:
-Son suyos, mi ama.
La sorpresa de mi mujer fue total al escucharla hablar en español y por eso, no dudó en preguntarle si conocía su idioma. La oriental muerta de risa, cogió un diccionario de la librería y buscando una palabra en él contestó:
-Mayi y yo querer aprender.
Imitando a la cría, María buscó en ese libro la traducción  al birmano y dijo:
-Yo y mi marido os enseñaremos.
Sus rostros radiaron de felicidad y buscando los labios de mi mujer, las dos niñas comenzaron a besarla riendo mientras practicaban las primeras palabras de español.
-Ama, dejar amar.
Por medio de suaves empujones, tumbaron a mi mujer en la cama. María muerta de risa dejó que lo hicieran y desde las sabanas, observó cómo se desnudaban. Sus preciosos cuerpos al natural hicieron que el coño de mi mujer se encharcara y ya completamente dominada por la urgencia de poseerlas, las llamó a su lado diciendo:
-Venid zorritas.
Tanto Mayi como Aung respondieron a la orden de su dueña maullando como gatitas y ya sin ropa, acudieron a sus brazos. Nada más subirse al colchón, terminaron de desnudarla y con gran ternura se apoderaron de sus pechos con sus labios. Las caricias de las lenguas de esas crías provocó que de la garganta de María saliera un primer gemido.
-¡Me encanta!- sollozó mi esposa al sentir que dos lenguas recorrían los bordes de sus pezones.
Las orientales al comprobar el resultado de sus mimos incrementaron la presión acomodando sus sexos contra las piernas de su dueña. Según me confesó mi mujer, se volvió loca al sentir la humedad de esos coñitos rozando contra sus muslos y bajando sus manos por los diminutos cuerpos de las chavalas se apoderó de sus traseros.
Mayi al notar la palma de la mujer acariciando sus nalgas, buscó su boca y forzando sus labios, la besó mientras con sus deditos separaba los pliegues de su ama. Incapaz de reaccionar, María colaboró con la cría separando sus rodillas. Fue entonces cuando Aung vio su oportunidad y deslizándose sobre las sabanas, llevó su boca hasta la entrepierna de mi mujer.
Esta al sentir el doble estimulo de las yemas de la pequeña y la lengua de la mayor creyó que no tardaría en correrse y deseando devolver parte del placer que estaba recibiendo, llevó su propia boca hasta los pequeños pechos de Mayi y apoderándose de su pezón, comenzó a mamar con pasión. La cría gimió al sentir la dulce tortura de los dientes de su ama y dominada por la lujuria, fue reptando por el cuerpo de mi mujer hasta que logró poner su sexo a la altura de su boca. María al ver las intenciones de la muchacha, sonrió mientras le decía:
-¿Mi putita quiere que su ama le coma el coñito?- y sin importarle que no entendiera, directamente la levantó y la puso a horcajadas sobre su cara.
Mientras Aung tanteaba el terreno introduciendo un par de yemas dentro del estrecho conducto de su dueña, María se puso a lamer el sexo de la otra con una urgencia que a ella misma le sorprendió. El dulcísimo sabor de ese virginal chochito despertó su lado más lésbico y recreándose, buscó el placer de la cría mordisqueando su ya erecto clítoris.
El sollozo que surgió de la garganta de la oriental le reveló que estaba teniendo éxito pero reservando su himen para mí, se abstuvo de meter ningún dedo dentro de ese virginal sexo y usó para ello su lengua. La chavala al conocer por primera vez el amor de su ama pegó un grito y como si se hubiera abierto un grifo de su entrepierna brotó un riachuelo del que bebió sin parar María.
La satisfacción que sintió al notar que la niña se estaba corriendo, la calentó todavía más y usando su lengua como si fuera una cuchara, absorbió el templado flujo de Mayi mientras todo su pequeño cuerpo temblaba con una violencia inusitada.  Justo en ese momento, mi esposa sintió que los dedos de Aung iban más allá y estaban toqueteando su entrada trasera.
-¿Qué haces?- preguntó con la piel de gallina ya que nunca nadie había osado a hurgar en ese oscuro agujero.
La morenita creyendo que era de su agrado incrementó su acoso sobre su esfínter metiendo una de sus yemas en su interior. María aunque indignada, no creyó justo castigar la osadía de la cría pero aun así la llamó al orden dando una suave palmada sobre su trasero. Aung pensó que de algún modo su dueña quería jugar con ella y poniéndose a cuatro patas sobre el colchón, le dijo en español:
-Soy suya.
Ver a esa cría de tal guisa hizo que mi mujer sintiera nuevamente que era su dueña y deseando ejercer ese poder, se abalanzó sobre ella. La muchacha no se esperó que colocándose detrás de ella, María llevara las manos hasta sus pechos y mientras hacía como si la montaba, retorciera con suavidad sus pezones mientras susurraba en su oído:
-Estoy deseando ver cómo mi marido os folla.
Como si la hubiese entendido, la birmana empezó restregar su culo contra el sexo de mi mujer dando pequeños gemidos. Al oír el deseo que denotaba la cría, María comprendió que no podría esperar a mi llegada para hacer uso de su propiedad y deseando por primera vez poseer un pene entre sus piernas, usó sus manos para abrir sus dos nalgas. Ese sencillo gesto, además de permitirle observar un ano rosado y prieto, provocó que Mayi creyera erróneamente que su ama quería desflorarlo. Por eso se levantó de la cama y cogiendo de la mesilla un cepillo de madera, se lo pasó para que lo usara.
En un principio María no supo porqué se lo daba hasta que sacando la lengua, la morenita lo embadurnó con su saliva y por medio de gestos, le explicó que era para que lo usara con el culo de su compañera. Fue entonces cuando comprendió que esas dos habían mantenido su virginidad únicamente por su entrada delantera pero que habían dado rienda a su sexualidad por la trasera.
Ese descubrimiento, la excitó de sobremanera y venciendo su anterior reluctancia, pasó sus yemas por el ojete de Aung mientras esta gimiendo descaradamente, le informaba que deseaba que lo usara. Viendo la indecisión  de mi mujer, Mayi acudió en su ayuda y colocándose a su lado,  empapó uno de sus dedos en el coño de la cría y sin esperar su consentimiento, se lo metió por el ojete.
-Ummm- gimió Aung aprobando esa maniobra.
La naturalidad con la que recibió la yema de su amiga en su interior,  confirmó a María que esas chavalas lo habían hecho antes y por eso poniendo a Mayi en su lugar, le ordenó que continuara. La morenita no se hizo de rogar y embadurnando bien sus dedos en el sexo de su amiga, los usó para ir relajando ese objeto de deseo mientras mi esposa miraba.
“¡Qué erótico!”, Maria tuvo que admitir en cuanto oyó los continuos gemidos que salían de la garganta de Aung al experimentar esa caricia en su culito y con su sexo anegado, llevó una de sus manos hasta él y se empezó a masturbar sin dejar de mirar como Mayí  tenía dos dedos dentro de los intestinos de la otra.
Asumiendo que el ano de Aung estaba relajado, la oriental cogió el cepillo y se lo empezó a meter lentamente.  La cría berreó de gusto y eso le dio la oportunidad a su amiga de incrustárselo por completo ante la atenta mirada de su dueña. La pasión que esas dos niñas demostraron, vencieron todos sus reparos y mi esposa sustituyendo a Mayi, se apoderó de ese instrumento y comenzó a meterlo y sacarlo con rapidez.
-¿Te gusta verdad putita?- preguntó presa de una excitación desbordante y sin esperar respuesta, le dio un azote para que se moviera.
La muchacha gimió de placer mientras María seguía machacando su culo sin piedad. Mayi advirtiendo que su ama estaba excitada, se acercó a acariciarla. Fue tan grande el cúmulo de sensaciones que estaba conociendo mi mujer que cuando la otra chavala se puso a acariciar su clítoris, tirando de su melena le obligó a comerle el coño.
Nada más sentir la lengua de la cría recorriendo sus pliegues se corrió dando un grito que se prolongó durante largo rato porque su esclava sabiendo que era su función siguió lamiendo el sexo de su dueña mientras está daba buena cuenta del culo de su amiga. Uniendo un clímax con otro, María disfrutó del placer de tomar y ser tomada hasta que agotada, cayó sobre las sábanas y mientras se reponía de tanto placer, se preguntó cómo haría para que yo le permitiera quedarse con esas dos bellezas tan “atentas”.
Para comentarios, también tenéis mi email:
golfoenmadrid@hotmail.es
 

Relato erótico: “Mi esposa se compró dos mujercitas por error 2” (POR GOLFO)

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Como os comenté en el relato anterior, mi esposa buscando unas criadas que la ayudaran con la limpieza de nuestro chalet en Birmania, se deja aconsejar por una local y resulta que en vez de contratar, se compró dos mujercitas.
Las chavalas aleccionadas desde la infancia que debían de mimar y cuidar al que terminara siendo su dueño, la hacen descubrir la belleza del sexo lésbico así como la excitación de ser la propietaria del destino de ellas dos. María asumió que debía de procurar que yo aceptara que esas preciosidades nos sirvieran porque de no ser así, su futuro sería muy negro y con toda seguridad  irían a parar a un burdel. Para evitarlo, no solo necesitaba que viera con buenos ojos su presencia en casa sino también que para evitar que sus padres pudieran revenderlas, esas crías debían ser desvirgadas por mí.
Ajeno al papel que me tenía reservado yo seguía de viaje por la zona, lo que le permitió planear los pasos que tanto ella como Aung y Mayi darían para que, a  mi vuelta, no pudiera negarme a cumplir con mi función. Aunque llamaba a diario a mi mujer y sabía lo contenta que estaba con las dos birmanas que había contratado, nada me hizo sospechar que aunque no lo supiera, era ya dueño de sus vidas y de sus cuerpos, y que a mi retorno iba a tomar posesión   de ellas.
Mi vuelta a casa
Recuerdo que a mi llegada a Yagon, María me estaba esperando en el destartalado aeropuerto. Tras los rutinarios trámites en la aduana, salí a la sala de espera y me encontré que mi esposa venía acompañada de dos preciosas niñas, vestidas al modo tradicional birmano.
La juventud de las muchachas me sorprendió al igual que su atractivo pero como no quería que mi mujer se sintiera celosa, obvié su presencia y saludé a María con un beso en los labios. Ese gesto tan normal en un país como el nuestro, en Birmania se considera casi pornográfico y por eso todos los presentes se nos quedaron mirando con una expresión de desagrado con la excepción de ellas dos que lucieron una extraña sonrisa en su rostro.
Tras ese saludo mi mujer me presentó al servicio, diciendo:
-Alberto, te presento a Aung y a Mayi. Son las crías de las que te hablé.
No queriendo quedar como un bruto, las saludé con el típico saludo de esa zona, evitando el contacto físico mientras les daba un repaso con mi mirada. Las dos crías eran ambas estupendo especímenes de mujer de su etnia. Bajitas y guapas, sus caras tenían una dulzura no exenta de sensualidad, sensualidad que se vio confirmada cuando cogiendo mis maletas, las vi caminar rumbo a la salida. El movimiento estudiado de sus traseros, me hizo comprender que bajo las largas y coloreadas faldas que portaban se escondían dos duros culitos que serían un manjar en manos de cualquier hombre.
María descubrió en mi mirada que físicamente esas mujercitas me resultaban atractivas y tratando de forzar mi interés por ellas, me soltó:
-Aunque las veas pequeñitas, son fuertes. Siempre están dispuestas a trabajar y desde que llegaron a casa, no han parado de mimarme.
En ese momento no caí en el tipo de mimos a los que se refería mi esposa pero sus palabras me hicieron observarlas con mayor detenimiento y fue entonces cuando me percaté que aunque casi sin pechos, las dos birmanas tenían unos cuerpos muy apetecibles. Sin llegar a comprender los motivos por los que mi mujer había aceptado meter la tentación en casa, supe que a partir de ese día tendría que combatir las ganas de comprobar de primera mano, la famosa fogosidad de las habitantes de ese país.
Ya fuera del aeropuerto, nos esperaba el conductor que mi mujer había contratado para llevarnos a casa, el cual metió el equipaje mientras mi mujer y yo entrabamos en el vehículo. El coche en cuestión era un viejo taxi londinense donde los ocupantes se sentaban enfrentados, por lo que al entrar Mayi y Aung se colocaron mirando hacia nosotros. Curiosamente, nada más hacerlo, las crías se ocuparon de cerrar las cortinillas de las ventanas de forma que nada de lo que ocurriera en el interior pudiera ser visto por el taxista ni por los viandantes que poblaban las calles a esa hora.
Reconozco que me extrañó su comportamiento pero aun más que mi mujer me besara con pasión mientras me decía lo mucho que me había echado de menos. Como comprenderéis me quedé cortado al sentir las manos de María acariciando mi bragueta por el espectáculo que estábamos dando a esas niñas.
-Cariño, tenemos público- susurré en su oído mientras veía que las dos birmanas no perdían ojo de las maniobras de su jefa.
-Lo sé y eso me pone bruta- contestó totalmente lanzada.
Mi vergüenza se incrementó hasta límites inconcebibles cuando obviando mis protestas, mi mujer había sacado mi miembro de su encierro y con total falta de recato, me estaba empezando a pajear. Estuve a punto de rechazar sus caricias pero justo cuando iba a separarla de mí, observé la expresión de los ojos de las muchachas y comprendí que lejos de mostrar rechazo, estaban admirando el modo en que su patrona acariciaba con sus manos mi sexo.
Aunque María nunca había sido una mojigata en lo que respecta al sexo, aun así me sorprendió que sin cortarse un pelo y cuando todavía el taxista no había salido del parking, se arrodillara frente a mí y con una expresión de lujuria que me dejó alucinado, me miró y acercando su cabeza a mi miembro, se apoderó de él con sus labios.
-Relájate y disfruta- me dijo con voz de putón.
Sus palabras y las miradas de satisfacción de nuestras criadas despertaron mi lado perverso y ya convencido colaboré con ella, separando las rodillas de forma que mi pene quedó a la altura de su boca. Tras lo cual y sin mediar palabra abrió sus labios, se lo introdujo en la boca.
“¡Dios! ¡Que gozada!” pensé al sentir su lengua recorriendo mi extensión.
Pese a que nunca me había atraído el exhibicionismo, os tengo que reconocer que me excitó ser objeto de esa mamada mientras dos desconocidas disfrutaban de la escena a escasos centímetros de nosotros. A María debía pasarle algo parecido porque como posesa aceleró sus maniobras y usando la boca como si de su coño se tratase, metió y sacó mi miembro cada vez más rápido. Por su parte, Mayi y Aung como queriendo compartir parte de nuestro placer, se las veía cada vez más interesadas y con sus pezones marcándose bajo su blusa, siguieron las andanzas de mi mujer con una más que clara excitación.
-¿Te gusta que nos miren?- me preguntó María al comprobar que como las observaba.
-Sí- reconocí con la mosca detrás de la oreja.
Mi respuesta exacerbó su calentura y poniéndose a horcajadas sobre mis rodillas, se levantó la falda dejándome descubrir que no llevaba ropa interior. Antes de que me pudiera reponer de la sorpresa al ver su coño desnudo, María cogiendo mi sexo, se ensartó con él. Su inusual lujuria me pilló nuevamente descolocado y más cuando empezando a cabalgar lentamente usando mi pene como soporte, susurró en mi oído:
-¿Te gustaría follártelas?
La sola idea de disfrutar de esas  dos exóticas bellezas me pareció un sueño y llevando mis manos hasta su culo, colaboré con su galope, izando y bajando su cuerpo mientras se empalaba. Todavía no había asimilado su propuesta cuando con tono perverso, me preguntó:
-¿Y ver como ellas me follan?
Imaginarme a mi esposa en manos de esas dos, desbordó mis previsiones. Subyugado por el celo animal que denotaban sus palabras, me apoderé de sus pechos con la lengua  mientras María no dejaba de usar mi verga como instrumento con el que empalarse. Mi excitación ya de por sí enorme, se volvió insoportable cuando sentí su flujo recorriendo mis muslos mientras ella me decía:
-Esta noche te dejaré que las desvirgues, si tú me dejas mirar.
La seguridad con la que me lo dijo, me hizo comprender que era cierto y no pudiendo soportar más tiempo, descargué mi simiente en su interior mientras ella seguía cabalgando en busca de su propio placer. Al sentir mi semen bañando su vagina, mi esposa se unió a mí y pegando un sonoro grito, se corrió. La sonrisa con la que las dos birmanas respondieron a nuestro gozo confirmó en silencio todas y cada una de las palabras de María y por eso tras dejarla descansar, le pregunté cómo era posible y a que se debía el hecho que me hiciera tal propuesta.
-¿Recuerdas que te dije que había contratado dos criadas?- preguntó muerta de risa- Pues te mentí. Al quererlas contratar, me equivoqué y compré a estas dos mujercitas.
-No entiendo- respondí alucinado porque, sin ningún tipo de rubor,  me estuviera reconociendo algo así y por eso no pude más que preguntar: -¿Me estás diciendo que no son nuestras empleadas sino nuestras esclavas?
Soltando una carcajada, respondió:
-Así es – y poniendo cara de niña buena, prosiguió diciendo: – Mayi y Aung han resultado de lo mas “serviciales” y me han mimado de muchas formas mientras tú no estabas. Pero ahora que estás aquí, están deseando que su dueño las haga mujer.
Sin todavía llegármelo a creer, insistí:
-Perdona que te pregunte. ¿Las has usado sexualmente?
-Sí, cariño. Cómo estabas de viaje, me han cuidado muy bien en tu ausencia.
El descaro con el que me informó de su desliz lejos de cabrearme, me excitó y pasando mi mano por su pecho, pellizqué uno de sus pezones mientras le decía:
-Eres una puta infiel que se merece un castigo.
María sin inmutarse y con una sonrisa en su boca, contestó:
-Soy tu puta pero no puedo haberte sido infiel, si he usado para satisfacer mis necesidades a esas dos criaturas. Cómo eres su dueño a efectos prácticos, ha sido como si en vez de sus lenguas, hubiera sido tu pene el que me hubiera dado placer durante esta semana.
Descojonado acepté sus razones pero aun así la puse en mis rodillas y dándole una serie de sonoros azotes, castigué su infidelidad. Las risas de María al recibir su castigo y las caras de felicidad que esa dos crías pusieron al verlo incrementaron el morbo que sentía y por eso, con mi pito tieso, deseé llegar a casa mientras me saboreaba pensando en el placer que las tres mujeres me darían esa noche…
Llegamos los cuatro a casa.
La exquisita limpieza del chalet me ratificó que además de haberse ocupado de María, Mayi y Aung también habían cumplido con creces su función como criadas y por eso dejé que en manos de mi esposa lo que ocurriera a partir de ese momento. Con la tranquilidad que da el saber que nada me podía sorprender, dejé que mi mujer me enseñara como quedaban los muebles que había comprado mientras las dos birmanas desaparecían rumbo a la cocina.
Al llegar a el que iba a ser nuestro cuarto, me quedé de piedra al observar que María había cambiado la cama y en vez de la Queen que habíamos elegido, había una enorme King-Size de dos por dos. Ella al ver mi cara, riéndose, me aclaró:
 
-Era muy pequeña para los cuatro- y sin darme tiempo para asimilar esa frase, me llevó casi a rastras hasta el baño donde de pronto me encontré a las dos muchachas esperándonos.
Su actitud expectante me hizo reír y mirando a mi mujer, le pregunté qué era lo que me tenía preparado. Muerta de risa, me contestó:
-Pensé que te vendía bien un baño- tras lo cual hizo un gesto a la mayor de las dos.
Aung sabía que esperaba su dueña de ella y acercándose a mí, me empezó a desnudar mientras con cara de recochineo mi esposa se sentaba en una silla que había dejado exprofeso en una esquina del baño. Absortó, dejé que con sus diminutas manos desabrochara su camisa para que desde mi espalda, Mayi me la quitara.
-No te quejaras- dijo riéndose desde su asiento- ¡Dos vírgenes para ti solo!
Ni siquiera contesté porque justo entonces sentí que mientras la pequeña me besaba por detrás, Aung me estaba quitando el cinturón. El morbo de que dos niñas me estuvieran desnudando teniendo como testigo a la mujer con la que me había casado fue estímulo suficiente para que al caer mi pantalón, mi verga ya estuviera dura.
-Se nota que te gustan estas putitas- dijo María con satisfacción al ver mi estado.
Ni que decir tiene que estaba de acuerdo, ningún hombre en su sano juicio diría que no en mi situación y por eso sonreí mientras la oriental se agachaba a mis pies para terminarme de quitar la ropa. Ya totalmente desnudo, entre las dos, me ayudaron a entrar a la bañera y en silencio me empezaron a enjabonar.
Mi erección era brutal y aunque lo que realmente deseaba era desflorar a una de las dos, decidí que lo mejor dar su lugar a mi mujer y por eso mirándola, pregunté:
-¿No te bañas conmigo?
 María con tono triste, me respondió:
-Me gustaría pero hoy es el turno de nuestras zorritas.
Tras lo cual, mediante gestos, las azuzó a que se dieran prisa. Mayi la más morena y también la más joven fue la encargada de aclarar mi cuerpo y retirar los restos de jabón con sus manitas. El tierno modo en que lo hizo me terminó de calentar y viendo que tenía su cara a pocos centímetros de mi pene, no me pude contener y se lo puse en los labios. La morena miró a mi mujer pidiendo su permiso y al obtenerlo, sonriendo, sacó su lengua y empezó a recorrer con ella mi extensión.
-¿Estas segura de que puedo?- pregunté a mi mujer al sentir las caricias de la oriental.
En silencio, María se levantó la falda y separando sus rodillas, llamó a la otra cría  y ya con ella de rodillas, contestó:
-Por supuesto, siempre que dejes que Aung se coma mi chumino mientras tanto.
Como respuesta, presioné con mi verga los labios de Mayi, la cual abrió la boca y se fue introduciendo mi falo mientras con su lengua jugueteaba con mi extensión. Nunca en mi vida supuse que llegaría un día en el que una guapa jovencita me hiciera una mamada mientras otra no menos bella hacía lo propio con el coño de mi esposa y ya completamente dominado por la pasión, la cogí de la cabeza y se lo incrusté hasta el fondo de su garganta.  Sorprendido tanto por mi violencia como por la facilidad con la que la birmana lo había absorbido sin sufrir arcadas, lentamente fui metiendo y sacando mi pene de su boca, disfrutando de ese modo de la humedad y tersura de sus labios.
A menos de un metro de nosotros, su amiga lamía sin descanso el sexo de María mientras ella le azuzaba con prolongados gemidos de placer. Comprendí al oír su respiración fui acelerando el compás con el que me follaba la boca de la morenita sin que se quejara. Sintiendo  una extraña sensación de poderío y asumiendo ya que esa niña era de mi propiedad, no intenté retener mi eyaculación y al poco tiempo, exploté en el interior de su boca. Mi nueva y sumisa servidora disfrutó de cada explosión y de cada gota hasta que relamiéndose de gusto, dejó mi polla inmaculada sin resto de semen.
Al acabar de eyacular y mirar hacia donde mi esposa estaba sentada, la vi retorcerse de placer y lejos de sentir celos viéndola disfrutar con otra persona, me sentí feliz al saber que a partir de ese día íbamos a tener una vida sexual de lo más completa y ejerciendo de dueño absoluto de mis tres putas, obligué a las dos birmanas a llevar a mi señora hasta el cuarto.
Una vez allí, me tumbé en la cama e imprimiendo a mi voz de un tono dominante, la miré y le dije:
-Enséñame la mercancía que has comprado.
María sintió un escalofrío de gozo al escuchar esa orden y asumiendo que quizás nunca había sabido sacar de mí esa faceta, respondió:
-¿Cuál quieres que te muestre antes?
Nunca se había mostrado tan sumisa y disfrutando de ese papel, le exigí admirar a las dos a la vez. Obedeciendo con soltura juntó a las dos muchachas y con un gesto les ordenó que se fueran desnudando lentamente. Como si lo hubiesen practicado, Mayi y Aung desabotonaron su falda, dejándola caer al mismo tiempo. La sincronización de sus movimientos y la belleza de las cuatro piernas me hicieron tardar unos segundos en dar mi siguiente orden.  Tras unos momentos babeando de la visión de sus muslos y de los coquetos tangas que apenan cubrían sus sexos, pedí a mi esposa que les diera la vuelta porque quería contemplar sus culos.
Adoptando los modos de una institutriz enseñando a sus pupilas, María las giró y extralimitándose a mis deseos, masajeó sus nalgas mientras me decía:
-Tienen unos traseros duros y bien dispuestos para que los disfrutes- y bajando su mirada como avergonzada, me informó: -Cómo quería preservar su virginidad para que fueras tú quien la tomara y ellas me mostraron que podía usar sus culitos, te tengo que reconocer que ya he gozado usándolos.
Su respuesta me impactó porque no en vano siempre me había negado su entrada trasera y en cambio ahora me acababa de decir que de algún modo las había sodomizado. Tras analizar durante unos instantes, le solté que quería verla haciéndolo. Colorada hasta decir basta, se trató de zafar de mi orden diciendo que antes debía desvirgar a las muchachas pero entonces, usando uan autoridad que desconocía tener sobre ella, le dije:
-O me muestras con una de ellas como lo hacías o seré yo quien te destroce tu hermoso culo.
Mi seria amenaza produjo un efecto imprevisto, bajo su blusa observé que sus pezones se habían erizado delatando la calentura que mi orden había provocado en mi esposa y sin esperar a que la cumpliera se desnudó mientras sacaba de un cajón un arnés con un enorme pene doble adosado. Desde la cama, observé como María se colocaba ese instrumento, metiendo uno de sus extremos en el interior de su sexo. Aung al ver que se lo ponía, dedujo sus deseos y sin que ella tuviese que decírselo se puso a cuatro patas sobre la alfombra.
Si ya de por sí eso era los suficiente erótico para que mis hormonas empezaran a reaccionar, más aún lo fue observar a mi esposa mojando sus dedos en su propio coño para acto seguido llevarlos hasta el esfínter de la oriental y separando sus nalgas, empezar a relajarlo con esmero. La chavala al notar a su dueña hurgando en su ano, empezó a gemir de placer sabiendo lo que iba irremediablemente a pasar con su culito.
La escena no solo me calentó a mí sino también a la otra oriental que creyendo llegado su momento, se tumbó a mi lado y maullando como gatita con frio, buscó mi atención pero sobre todo el cobijo de mis brazos. Callado queda dicho que al pegarse a mí y aunque me interesaba observar a María poseyendo a su sumisa, no tuve más remedio que hacerle caso al comprobar el suave tacto de su piel y ayudándola con el resto de su ropa, la dejé desnuda sobre las sábanas.
“¡Qué belleza!”, exclamé mentalmente al admirar la belleza de su pequeño y moreno cuerpo.
Mayi al notar la caricia de mi mirada, se mordió los labios demostrándome un deseo innato y dando sus pechos como ofrenda a su dueño, los depositó en mi boca mientras se subía sobre mí. Reconozco que me mostré poco interesado porque en ese preciso instante, María estaba metiendo el enorme falo que llevaba adosado a su arnés en los intestinos de su momentánea pareja. La chavala tratando de captar mi atención se puso en pie en la cama y separando sus labios inferiores con dos dedos, me mostró que en el interior de su sexo permanecía intacto su himen. La visión de esa tela y saber que podía ser yo quien por fin la hiciera desaparecer fueron motivo suficiente para que me olvidara de mi señora y de los gritos que daba su víctima al ser cabalgada por ella y concentrándome en la morenita, decidí que al ser su primera vez debía de esmerarme.
“Si quiero que sea una amante fogosa, debe de disfrutar al ser desvirgada”, me dije mientras la tumbaba suavemente sobre el colchón.
La chavala malinterpretó mis deseos y agarrando mi pene entre sus manos, intentó que la penetrara pero, rehuyendo su contacto, la obligué a quedarse quieta mientras por gestos le decía que era yo quien mandaba.  La cara de la cría traslució su perplejidad al notar que su dueño en vez de hacer uso de ella directamente, recorría con su lengua su piel bajando desde el cuello rumbo a su sexo. Sabiendo que esa mujercita nunca había probado las delicias del sexo heterosexual, decidí  que tendría cuidado y reiniciando las caricias, fui recorriendo sus pechos, recreándome en sus diminutos pero duros pezones.
-Ahhh- gimió al sentir que usando mis dientes les daba un suave mordisco antes de reiniciar mi ruta para aproximarme lentamente a mi meta. Mi sirvienta, sumisa o lo que fuera, completamente entregada, separó sus rodillas para permitirme tomar posesión de su hasta entonces inviolado tesoro.
Sabiendo que había ganado una escaramuza pero deseando ganar la guerra, pasé cerca de su sexo pero dejándolo atrás, seguí acariciando sus piernas. La oriental se quejó al ver truncado su deseo y dominada por la calentura que abrasaba su interior, se pellizcó  los pechos mientras por señas me rogaba que la hiciera mujer.
Si eso ya era de por sí sensual, aún lo fue más observar que su depilado sexo brotaba un riachuelo muestra clara de su deseo. Obviando lo que me pedía mi entrepierna, usé mi lengua para acariciarla cada vez más cerca de su pubis. La pobre chavala, desesperada, aulló de placer cuando, separando sus hinchados labios, me apoderé de su botón. Era tanta su excitación que nada más sentir la húmeda caricia de mi lengua sobre su clítoris, retorciéndose sobre las sábanas, se corrió en mi boca.
“Dos a cero”, pensé y ya más seguro con mi labor, me entretuve durante largo tiempo bebiendo de su coño mientras Mayi unía un orgasmo con el siguiente sin parar.
Seguía machaconamente jugando con su deseo, cuando mi esposa me susurró al oído que ya era hora de que tomara posesión de mi feudo. Al girarme y mirarla, leí en los ojos de María una brutal pasión que nunca había contemplado en ella, por lo que cogiéndola del brazo, la tumbé en la cama junto a la cría y con tono duro, le solté:
-Quiero verte comiéndole los pechos mientras la poseo.
Poseída por un frenesí desconocido, mi mujer se lanzó a mamar de esos pechitos mientras Mayi esperaba con las piernas totalmente separadas que por fin su dueño la desflorara. Su expresión de genuino deseo me hizo comprender  que todo en ella  ansiaba ser tomada, por lo que, si mas prolegómeno,  aproximé mi glande  a su sexo y haciéndola sufrir, jugueteé con su clítoris hasta que ella llorando me rogo por gestos que la hiciera suya.
Comportándome como su dueño y maestro, introduje mi pene con cuidado en su interior hasta  que chocó contra su himen.  Una vez allí, esperé que ella se relajara. Pero entonces, echándose hacia adelante, forzó mi penetración y de un solo golpe, se enterró toda mi extensión en su vagina. La chavalita pegó un grito al sentir que su virginidad desaparecía y sin esperar a que su sexo se acostumbrara a esa incursión, con lágrimas en los ojos pero con una sonrisa en los labios se empezó a mover, metiendo y sacando mi pene de su interior.
Mi esposa que hasta entonces se había mantenido a la expectativa al ver el placer en la mirada de la chinita, obligó a la otra a que nos ayudara a derribar las últimas defensas de su amiga. Aung no se hizo de rogar y mientras daba cuenta de uno de los pechos de Mayi, llevó su mano hasta su imberbe coñito y la empezó a masturbar.
Los gemidos de la mujercita al sentir ese triple estímulo no tardaron en llegar al no ser capaz de asimilar que esas dos mujeres le estuvieran comiendo los pechos y pajeándola mientras sentían en su interior la furia de mi acoso. Al escuchar su gozo, incrementé el ritmo de mis embestidas. La facilidad con la que mi pene entraba y salía de su interior, me confirmó que esa niña estaba disfrutando con la experiencia  y ya sin preocuparme por hacerla daño, la penetré con fiereza. La hasta esa noche virgen cría no tardó en correrse mientras me rogaba con el movimiento de sus caderas que siguiera haciéndole el amor.
-¿Le gusta a mi putita  que su dueño se la folle?-, pregunté sin esperar respuesta al sentir que por segunda vez, esa mujercita llegaba al orgasmo.
Ya abducido por mis deseos, la agarré de los pechos y profundizando en mi penetración, forcé su pequeño cuerpo hasta que mi pene chocó con la pared de su vagina. Una y otra vez, usé mi pene como martillo con el que asolar cualquier resistencia de esa oriental hasta que cogiéndola de los hombros, regué su interior  sin pensar en que al contrario que en mi esposa, su vientre podía hacer germinar mi simiente.
La chavala al sentir su coño encharcado con su flujo y mi semen, sonrió satisfecha. Aunque en ese momento no lo sabía,  esa noche no solo la había desvirgado, sino que le había mostrado un futuro prometedor donde  podría ser  feliz dejando atrás los traumas de su infancia y posando  su cabeza sobre mi pecho, me miró como se adora a un rey.
Su mirada no le pasó inadvertida a María, la cual, alegremente me abrazó y susurrando en mi oído, dijo:
-Cariño, mira su cara de felicidad. ¡Has conseguido que esta niña se enamore de ti!
Sus palabras me hicieron fijarme y mirando a esa dulzura de cría que reposaba en mi pecho, comprendí que tenía razón porque al percatarse que la estaba mirando, Mayi se revolvió avergonzada y quizás creyendo que iba a zafarme de ella, me abrazó con fuerza.
-Lo ves- insistió mi mujer. –Aunque no nos entiende,  la cría sabe que  estamos hablando de ella y no quiere que te separes de su lado.
Conociendo las enormes carencias afectivas de esa dos mujercitas, llamé a Aung a nuestro lado y tumbándola junto a nosotros, nos quedamos los cuatro en la cama mientras pensaba en cómo había cambiado nuestra vida por un error. Seguía todavía dando vueltas a ese asunto cuando María comentó:
-Cariño, la otra cría está esperando ser tuya. ¿Te parece que vaya empezando yo mientras descansas?
Solté una carcajada al escucharla porque no tuve que ser un genio para comprender que mi mujer estaba encaprichada con esa chavala y su pregunta era una mera excusa para poseerla nuevamente.
 
 
Para comentarios, también tenéis mi email:
golfoenmadrid@hotmail.es

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“Una activista, una ex y una espía mandaron juntas mi vida a la mierda”, LIBRO PARA DESCARGAR (POR GOLFO)

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Sinopsis:  

Es difícil de explicar cómo una llamada de teléfono puede trastocar una vida. Tampoco es fácil asumir como maduro que una mujer mas joven se sienta atraída por tí. Todo esto y mas le ocurrió a Alberto Morales, un ejecutivo cincuentón, al que un amigo le pide que acoja a una activista de los derechos humanos que tiene que huir de su patria porque la buscan unos narcos. Debido a los favores que le debe no puede negarse y acepta que la hispana se vaya a vivir con él.
Desde que esa mujer entra en su vida, al peligro del cártel se le suma un comportamiento irracional rayando en la sumisión de la latina, el interés del CNI por sus actividades en Madrid, la vuelta de un antiguo amor y finalmente la vigilancia del Gobierno Americano a través de una pelirroja.

Bájatelo pinchando en el banner o en el siguiente enlace:

Para que podías echarle un vistazo, os anexo los tres primeros capítulos:

1

Cuando echo la vista hacia atrás en un intento de comprender la presencia de dos hembras dispuestas en mi cama, sé que todo tuvo un origen y un desencadenante. El origen vino motivado por una llamada. Una conversación telefónica de un amigo destinado en América Latina, pidiéndome ayuda para sacar de allí a una activista de los derechos humanos cuya vida corría peligro. Todavía recuerdo esa conversación en la que Jacinto me comentó que Lidia Esparza, una conocida suya, debía salir urgentemente de su patria por las amenazas que recibía de un poderoso cártel de drogas. Ya que para esos mafiosos esa mujer representaba un estorbo al no parar de denunciar el dominio que ejercía sobre la zona en las redes sociales y que, a pesar de las múltiples advertencias que le habían hecho todos los que la estimaban, seguía enfrascada en su particular cruzada; la lucha contra el tráfico que estupefacientes con el que esos líderes de pacotilla se enriquecían a costa de los indígenas.

-Alberto, básicamente necesita un sitio donde esconderse.

 Aunque personalmente me la traía al pairo la situación que sufrían los habitantes de esa área boscosa, no pude decir que no a su petición al deberle muchos favores.

El desencadenante cuando un día de junio, me vi en compañía de mi señora recibiendo en el aeropuerto a la hispana. Reconozco que me sorprendió descubrir que la tal Lidia no era una mujer entrada en años, sino una preciosa chavala de poco más de veinte años. Cuando la vi con su melena larga a la altura de la cintura y su diminuto pero proporcionado cuerpo, creí que despertaría los celos de mi mujer. Juro que no comprendí para que Raquel viera en ella la hija que nunca habíamos tenido y menos que al enterarse que le había buscado acomodo en un piso de la administración autonómica, construido exprofeso para acoger a los peticionarios de asilo que llegaban a Madrid, se negó de plano y le ofreció que se quedara en casa. Como nuestra relación no estaba en el mejor momento, preferí no decir nada y aceptar su imposición con la esperanza que fuera algo temporal.

En un principio, esa muchacha se negó diciendo que no quería ser un estorbo, por lo que Raquel me pidió que la convenciera. Sin ganas y molesto, cogí las pocas pertenencias que se había traído huyendo y comenté:

            – Me comprometí a ayudarte y eso voy a hacer. ¡Te vienes a casa!

Ante esa imposición, Lidia bajó la mirada y cedió sin rechistar. Al verlo, mi esposa sonrió y tomándola del brazo, la llevó hasta el coche. De camino hacia nuestro hogar fue la primera vez que me percaté de que algo extraño le pasaba a esa criatura. Y es que por extraño que parezca con Raquel charlaba animadamente, pero en cuanto yo le dirigía la palabra, se ruborizaba y contestaba con monosílabos. Esa sensación se incrementó con el paso de los días debido a que, mientras se hacía uña y carne con mi señora, su relación conmigo seguía distante.

Un claro ejemplo de lo que le pasaba conmigo fue al día siguiente cuando al llegar a casa, me la encontré enseñando a Raquel a bailar salsa. La sensualidad de sus movimientos no me pasó desapercibida y durante casi un minuto, observé obnubilado su movimiento de caderas mientras intentaba inútilmente que mi señora la imitara.

«¡Menudo ritmo tiene la condenada!», comenté para mí mientras revelaba mi llegada.

Al verme en la puerta, sus mejillas se llenaron de rubor y excusándose, desapareció hacia su cuarto. Para colmo, recibí una bronca de Raquel cuando pregunté qué coño le pasaba a esa joven conmigo.

-Eres un insensible. Deberías esforzarte para que se sienta en casa- me espetó cabreada como si yo fuera el culpable del aberrante comportamiento de la tal Lidia.

No queriendo buscar un enfrentamiento, me quedé callado y me refugié en el despacho a resolver unas cuestiones que había dejado abiertas mientras ella se iba a intentar calmar a la muchacha. Esa sensación de ser un apestado se incrementó a la hora de la cena, cuando ante mi pasmo nuestra invitada no solo fue la que cocinó sino también la que nos sirvió, todo ello, sin que Raquel se quejara.

-Quiere demostrar que no será una carga- fue la respuesta que me dio al preguntar.

Preocupado por si mi amigo se enteraba, traté de hacerle ver que no era correcto, pero cerrándose en banda mi señora me soltó que yo podría mandar en la empresa pero que en casa mandaba ella. Como ya comenté, por entonces nuestro matrimonio era un desastre y de nuevo preferí callar mientras la morenita me servía un guiso de su tierra. No reconociendo el plato, lo probé y reconozco que lo hallé delicioso. Al comentarlo y preguntar su nombre, Lidia colorada me contestó que era guiso de conejo, una comida típica de su país natal.

-Está buenísimo, princesa- exterioricé sin darme cuenta del apelativo con el que me referí a ella.

Afortunadamente, tampoco mi señora se percató de ello y menos de la reacción de la morena, ya que a buen seguro le hubiese extrañado al menos la sonrisa de satisfacción que lució la joven al oírme. Sonrisa que rápidamente desapareció de su rostro para ser sustituida por vergüenza al reparar en mi mirada.

«¡Qué tía más rara!», pensé y sin dar mayor importancia al hecho, seguí cenando mientras Raquel comenzaba a alabar a nuestra visita comentando la labor que había desarrollado en la selva. Interesado en la razón por la cual había decidido ocuparse de los más desfavorecidos cuando, según mi amigo, esa chavala había sido la primera de su promoción en la universidad, directamente lo pregunté.

-Mis paisanos están sufriendo el acoso de los cárteles que han venido a sustituir para mal a los antiguos terratenientes- fue su respuesta.

Asumiendo que la activista debía de ser crítica con la conquista guardé silencio, pero entonces la joven se extendió diciendo:

-Hasta que los narcos los echaron, el dominio de los criollos era total pero benéfico. Creyéndose dueños de sus vidas al menos intentaban que tuvieran una existencia digna. Cuando esos desalmados llegaron, los indígenas vieron en ellos unos libertadores, pero no tardaron en echar de menos a los dueños de las haciendas cuando los narcos impusieron el terror como método de asegurarse el control de las plantaciones de marihuana.  Muerte y más pobreza es lo que ahora hay.

Tanto a Raquel como a mí nos extrañó su planteamiento, pero fue mi pareja quien se atrevió a preguntar qué solución veía para su gente. La joven abrumada por la pregunta, contestó algo políticamente incorrecto desde nuestro punto de vista:

-Mi patria necesita una dictadura. Un mando fuerte que eche a esa lacra y que garantice la supervivencia y el bienestar de la gente.

Como no podía ser de otra forma, mi señora protestó, no en vano, el régimen franquista había purgado a su padre haciéndole caer en la depresión y alzando la voz, le pidió que se retractara.

-Me gustaría que hubiese otra solución, pero siempre será preferible servir a un presidente fuerte que busque el bien de sus ciudadanos a vivir en este caos.

  Mi esposa dio por sentado que la joven hablaba de una revolución socialista al estilo cubano y no deseando entrar en una discusión sin fin, dejó el tema y empezó a hablar con ella de temas triviales. Mientras eso ocurría, me quedé pensando en lo jodidos que debían estar en esa zona para que una joven del siglo XXI soñara con un dictador.

Durante las siguientes semanas se incrementó mi soledad y es que, a raíz de la llegada de la hispana, Raquel empezó a hacer cosas que no había hecho en los treinta años que llevábamos casados. Impulsada por una nueva juventud, comenzó a acudir a clases de baile mientras dejaba la casa bajo el cuidado de Lidia.  Confieso que jamás dudé de ella y aunque cada día alargaba sus salidas, nunca pensé que hubiese encontrado en uno de los asiduos a esas clases a un hombre que la comprendiera.

Por ello, me sorprendió cuando una tarde al volver al trabajo me planteó el divorcio. Cayendo del guindo en el que estaba subido, comprendí que nuestro matrimonio había terminado hace mucho y que solo nos quedaba un profundo cariño, pero no amor. Asumiéndolo, no hice nada para evitar que se fuera a vivir con su amante y curiosamente, por lo único que discutimos fue por la morena. Aunque suene a insensatez, ésta se encontraba tan a gusto bajo nuestro techo que pidió quedarse ante mi incomprensión. Para mí, era algo aberrante y sin sentido, ya que seguía mostrándose recelosa de entablar incluso una conversación conmigo.

-Te comprometiste a ayudarla y ahora debes apechugar con ella- fue la respuesta que me dio mi ex al mostrarle mis reparos a que se quedara: -Aunque no es capaz de demostrártelo, cosa que no comprendo, esa muchacha te adora.

Reconozco que creí que la verdadera motivación de Raquel era tener una espía en mi casa, pero como mi alimentación y la limpieza de la casa había mejorado desde que Lidia vivía con nosotros no puse ningún impedimento a que lo continuara haciendo.

 «Al menos no tendré que preocupar de tener la ropa planchada», me dije viendo el aspecto práctico de su permanencia y por ello, nada más desaparecer mi ex, lo primero que hice fue pactar un salario con ella.

-Si te vas a quedar, no quiero que pienses que te exploto- recuerdo que comenté tras una larga, pero pacifica discusión, ya que la joven mantenía que con darle cobijo y comida se daba por satisfecha.

Los primeros días de nuestra convivencia apenas varió nada, ya que la ausencia de Raquel apenas la noté al llevar años sin sexo. El único cambio visible fue que esa joven dejó de tutearme y me hablaba de usted. En un primer momento, intenté que me volviera a hablar de tú hasta que dándola por imposible permití que continuara con esa muestra de respeto tan genuinamente hispana. Lo que me costó reconocer mucho más tiempo fue la alegría que Lidia mostraba todas las tardes al recibirme en casa con todo listo, al seguir reticente de entablar conmigo la mínima charla.

Mi ex llevaba casi un mes fuera de casa, cuando al día siguiente de haberle pagado su nómina, esa morena me sorprendió con el uniforme de una criada de las de antaño. No es fácil de describir lo que sentí al verla con cofia, con ese vestido anudado al cuello y esos guantes almidonados. Al preguntar por qué se encontraba vestida así, su respuesta me dejó helado:

-Me lo he comprado para recordar cuál es mi puesto en esta casa y que el día que mi patrón decida traer compañía femenina, su acompañante no me vea como competencia.

Juro que sus palabras me parecieron una completa memez y así se lo hice saber a la chiquilla, pero a pesar de mis intentos no se dejó convencer y se negó a quitárselo. Viendo en ello parte de su educación, no creí conveniente forzarla para que volviese a vestirse como siempre había hecho:

«Ya tendrá tiempo de percatarse de que no es necesario», me dije extrañado, pero todavía tranquilo.

No fue hasta la hora de cenar, cuando realmente advertí que su mentalidad había abierto una brecha entre nosotros y es que rompiendo la rutina habitual en la que se sentaba a mi lado, Lidia se negó a hacerlo y se mantuvo de pie mientras daba buena cuenta de su estupenda cocina. Como siempre, tras probarlo, alabé la sazón de su guiso, pero esa noche su reacción me dejó perplejo y es que, luciendo una sonrisa de oreja a oreja, la morena suspiró diciendo:

-Ser buena cocinera es lo mínimo que debo hacer para que mi señor esté contento con su princesa.

No supe contestar porque en ese momento me pareció intuir en ella una extraña excitación y creyendo que veía moros con trinchetes, terminé de cenar en silencio. Durante la media hora en que tardé en hacerlo, Lidia se mantuvo atenta a todo lo que necesitaba y si veía mi vaso medio vacío, corría a rellenármelo con una diligencia rayana en la sumisión. Consciente de su mimo, le dije muerto de risa que dejara de comportarse así o terminaría acostumbrándome.

-Su bienestar es mi única prioridad- con tono dulce, contestó sin dar importancia a lo que decía mientras recogía los platos.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo al escucharla. Sin llegarlo a exteriorizar, me pareció que estaban fuera de lugar la docilidad y satisfacción que demostraba al servirme. Pero temeroso de preguntar, no fuera a ser que no me gustara su respuesta, decidí obviarlo y me dirigí al salón a ver la tele. No llevaba ni dos minutos, sentado en el sofá cuando de pronto llegó con un whisky y poniéndolo en mis manos, se sentó a mi lado… ¡pero en el suelo!

Juro que estuve a punto de levantarla y si no lo hice fue porque Lidia con una sonrisa en sus labios, comentó lo dichosa que se sentía al tener un patrón del que cuidar y que la cuidara. Con todos los vellos erizados, miré a la chavala y para mi estupefacción, descubrí que lo decía en serio. Totalmente confundido, queriendo entablar una conversación con ella, hice una tontería y llevando mis dedos a su mejilla, la acaricié. La morena recibió ese inesperado gesto con un sollozo y posando su cabeza sobre uno de mis muslos, comenzó a llorar dándome las gracias por ser tan bueno con ella.

La angustia que leí en Lidia no me permitió reaccionar y levantarme, en vez de ello, mesé su larga cabellera con mis yemas:

-Desde que oí su voz en el aeropuerto, supe que mi búsqueda había terminado y que, junto a usted, sería feliz- oí que balbuceaba entre lloro y lloro.

Conmocionado hasta decir basta, dejé que se desahogara durante casi media hora porque bastante tenía con tratar de asimilar lo que acababa de ocurrir. Debo confesar que, aunque en ningún momento se me había insinuado, di por sentado que ante cualquier avance de mi parte esa criatura se entregaría a mí y por ello agradecí que, levantándose de la alfombra, me dijera hasta mañana y se marchara hacia su cuarto.

Lleno de vergüenza por si algo en mi actitud le hubiera dado pie a sentir que la deseaba sexualmente, serví otro whisky en el vaso y me fui a la cama con la esperanza que al día siguiente todo hubiese sido un sueño.

2

Como es lógico, esa noche apenas pegué ojo. En cuanto trataba de conciliar el sueño, Lidia aparecía en mi mente desnuda impidiéndolo. Por ello cuando a las siete de la mañana, me despertó el ruido de la bañera llenándose, tardé unos segundos en reaccionar y totalmente agotado, fui a ver qué ocurría. Casi me caigo de espaldas al verla arrodillada junto a la tina, cantando una canción de su tierra que no me costó catalogar como de amor.

            -Señor, espero que esté a su gusto- luciendo la mejor de sus sonrisas comentó para, sin darme tiempo a protestar, desaparecer rumbo a la cocina.

            Sabiendo que no debía postergar una conversación con ella, me desnudé y sumergí en el jacuzzi que con tanto esmero me había preparado mientras intentaba acomodar mis ideas y plantear lo que le iba a decir.

            «Debo hacerla comprender que esto no ni correcto ni necesario. ¡No estamos en el medievo donde el dueño de la casa tenía derecho de pernada!», me dije impresionado por la manera en que esa joven deseaba servirme, al ver las semejanzas con el “benéfico” dominio que, según ella, los criollos habían ejercido sobre su gente.

            Con ello en mi mente, me terminé de bañar y volví al cuarto donde me encontré con la novedad que la morena no solo había aprovechado para hacer la cama, sino que encima había elegido la ropa que ponerme. Viendo el traje, la camisa, el calzón e incluso la corbata que había cogido del armario, los metí de vuelta y cogí otros, para hacerle ver que entre sus atribuciones tampoco estaba el vestirme y ya listo para enfrentarme a ella, bajé a desayunar.

            El alma se me cayó a los pies cuando esa monada se echó a llorar al ver que no me había puesto lo que había seleccionado para mí y comportándome como un pánfilo, en vez de echarle la bronca, intenté calmarla diciendo que al día siguiente me pondría su elección. La felicidad de su rostro al escuchar mi promesa me impidió atajar el tema y creyendo que tendríamos tiempo de hablar, me tomé el café y las tostadas para acto seguido salir huyendo de ahí.

Ya en el coche, lamenté mi blandura y buscando un motivo a su actuación, decidí comentar el problema a un buen amigo, psiquiatra de profesión, no fuera a ser una loca. Debido a la hora, Pablo estaba pasando consulta y por ello, su enfermera no me lo pasó, prometiendo eso sí que, en cuanto pudiera su jefe, me devolvería la llamada. Sabiendo que no podía hacer nada hasta que me llamara, llegué a la oficina y me enfrasqué en el día a día olvidándome de ella. No fue hasta las doce cuando mi secretaria me lo pasó. Como era lógico, mi amigo intuyó que la llamada se debía a mi reciente divorcio y por ello, le sorprendió enterarse que no quería hablar de mi ex, sino de la joven que él había conocido durante una cena. Sin ahorrarme detalle alguno de lo sucedido, le expliqué la fijación que sentía Lidia por servirme, pidiéndole consejo sobre cómo actuar.

Dejando de lado nuestra amistad, el psiquiatra y no Pablo fue quien me escuchó atentamente permitiendo que me explayara en profundidad sobre la actitud de Lidia, preguntándome únicamente qué era lo que había sentido en cada momento. Como no puede ser de otra forma, me escandalizó que pensara que había hecho algo por provocar ese comportamiento y ante mi propia sorpresa, reconocí molesto que me había excitado sentir que tras tantos años alguien se desvivía por mí.

            -Querido amigo, ¡tienes un problema! – dijo al terminar mi narración: -Por lo que me has contado, los sufrimientos pasados han hecho mella en esa cría y sufre el clásico síndrome de estrés postraumático que en su caso ha salido a la luz creando en ella una dependencia emocional por ti.

            Comprendiendo la gravedad del tema y a pesar de ser ambos términos de uso frecuente, pedí que me explicara su alcance para saber a qué atenerme. Actuando de profesor, me contó que ese tipo de estrés era más frecuente de lo que la gente pensaba y que se podía resumir en que, producto de un trauma, las personas que lo sufren ven sus defensas desbordadas y son incapaces de afrontar de manera normal su vida. Y que en el caso que estábamos hablando, eso había llevado a Lidia a sentir la necesidad que yo asumiera el mando de su vida.

            -Ha visto en ti un castillo en el que guarecerse y lo único que puedes esperar es que, temiendo quedarse sin tu amparo, esa cría intente agradarte siempre… aunque eso signifique anularse como persona.

            – ¿Qué debo hacer? – pregunté buscando su consejo.

            Tras meditar durante unos instantes, contestó:

            -Algo le ha ocurrido que quiere olvidar, por ello intenta comportarte tal cual eres y abstente tanto de tratarla como pareja como de preguntarle por su pasado para no darle un motivo que profundice su patología. Además, oblígala a venir a verme. Dado su problema, no creo que sea capaz de rehusar una orden directa tuya.

            Con la certeza de que con su ayuda esa chiquilla recuperaría el equilibrio mental, pedí que le diera una cita. Mi amigo comprendiendo la urgencia me dio la primera hora que tenía, quedando con él en que la llevaría a los dos días a su consulta. Ya más tranquilo tras colgar me dediqué a mis asuntos, relegando a un rincón de mi cerebro la existencia de la muchacha. Como no podía ser de otra manera, al salir de la oficina retornó con fuerza mi problema y cuando llegué a la casa, dudé en entrar. Solo al recordar que no debía variar un ápice mi comportamiento, decidí abrir la puerta y con el ánimo encogido, pasé.

Una vez en el chalet, Lidia me recibió y sin que se lo tuviese que pedir, puso en mis manos una copa de vino mientras me decía lo mucho que se había esmerado ese día para que todo estuviese a mi gusto. Siguiendo el consejo de mi conocido, sonreí y sin decirle nada, me fui a hacer ejercicio en el gimnasio que había instalado en una de las habitaciones tal y como hacía todas las tardes. Ya sobre la cinta de andar, supe de la fragilidad de la joven cuando sin ningún tipo de vergüenza y viéndolo como algo normal, preguntó si podía darse una ducha porque se sentía sudada. Que preguntara esa cosa tan nimia, me perturbó y dándole permiso, aceleré el ritmo de mi carrera.

Lo que confieso que nunca esperé fue que la morena se dejara la puerta abierta del baño de invitados mientras se desnudaba, a pesar de que debía saber que desde donde me ejercitaba nada impediría que la viera haciéndolo. Es más, creo que de reojo se percató de la mirada que le eché al ver caer su uniforme y mi sorpresa al comprobar que no llevaba ropa interior.

«¡Por Dios! ¡Qué buena está!», no pude dejar de exclamar para mí al contemplar la perfección de los glúteos con los que la naturaleza le había dotado y a pesar de los años transcurridos desde que había acariciado el último, vi a mi lengua recorriéndolos mientras la joven de mi imaginación reía.

Mi embarazo se acrecentó hasta límites insospechados cuando girándose me pilló observándola y lejos de escandalizarse, esa diminuta pero maravillosa criatura hizo como si nada pasara y entonando una melodía, comenzó a enjabonarse disfrutando de la calentura de mi mirada. No tardé en reconocer una canción de Alejandro Fernández. Sabiendo que su título era “contigo siempre” decidí irme a mi habitación. Mientras recorría el pasillo, me asustó de sobremanera que, alzando el volumen de su voz, llegara a mis oídos el estribillo:

Y yo quiero estar contigo siempre

Y es que cada día que pasa, más crece

Este sentimiento por ti, mi amor

Lleno de estupor me encerré en el cuarto, pero ello no evitó que el recuerdo de esos pechos que había estado espiando siguiera torturándome. Tratando de evitar soñar con lamer los delicados y negros pezones que los decoraban, me di una ducha fría con la esperanza que eso me sirviera para apaciguar la calentura que amenazaba con achicharrar mis neuronas tristemente otoñales.

 «No se dará cuenta de que puedo ser su padre», medité mientras sentía que el traidor que tenía entre los muslos se despertaba: «¡Por Dios! ¡Le llevo treinta años!».

De poco sirvió la gélida agua y con una erección que ya no recordaba que fuera posible, salí de la ducha. Para mi mayor estupefacción, Lidia estaba esperándome fuera apenas cubierta por una toalla y sin decir nada, se la quitó y comenzó a secarme mientras me recriminaba que no le hubiera avisado de lo que iba a hacer:

-Solo porque escuché el ruido, supe que me necesitaba. Si no me lo dice, ¿cómo va a saber su princesa que debía acudir en su ayuda?

Juro que no sé qué me confundió más, si su desnudez, la profesionalidad que ejerció al ir retirando las gotas de agua sobre mi piel, o que se autonombrara nuevamente con ese apelativo. Lo cierto es que ya tenía mi tallo entre sus manos y lo estaba empezando a secar cuando reaccioné y molesto, le pedí me dejara solo y se fuera a preparar la cena. Sin mostrar ningún tipo de apuro, echó una última mirada a mi erección y sonriendo despareció del baño, dejándome totalmente confundido y por qué no decirlo, cachondo.

Ya solo en el cuarto, no pude evitar que el recuerdo de sus yemas recorriendo mi hombría me hiciera masturbarme y soñando que era su mano la que me ordeñaba, llené de semen las sábanas mientras intentaba decidir qué le diría para evitar que una situación tan incómoda como esa se repitiera. El indecoroso acto no sirvió para relajarme y lleno de furia, me vestí y fui a reprochar a la joven su actitud. Nada me hacía suponer que la encontraría cocinando tal y como había llegado al mundo. Por un segundo, mis ojos quedaron prendados en su entrepierna, al descubrir que llevaba exquisitamente depilado su coño, dejando un bosquecillo decorándolo.

– ¿Qué haces todavía desnuda? – exclamé chillando cuando girándose me pilló observando.

Con una dulzura que me dejó apabullado, contestó:

-Cumplir las órdenes de mi patrón. Por si no lo recuerda, al echarme de su cuarto, me ordenó que me fuera a preparar su cena y eso hago.

Derrumbándome en una silla, comprendí que su mal había crecido desmesuradamente y que la morenita era incapaz de discernir ya cómo afrontar sus decisiones y que implícitamente, me estaba dejando el completo mando de sus actos. Mi desesperación fue total cuando, de rodillas en los baldosines de la cocina, la joven me comenzó a dar de cenar en la boca creyendo quizás que esa era la intención que me había guiado al sentar.

«Tierra trágame», dije para mí absorto mirando el tamaño que habían adquirido sus areolas al verme abriendo los labios y aceptando así, su nuevo mimo.

 El colmo fue que, como si fuera algo habitual entre nosotros, la chavala siguiera alimentándome mientras me contaba lo que había hecho durante el día A pesar de que eso me importaba un pepino y sin querer reconocerlo, seguí absorto su explicación ya que estaba prendado con la belleza de su pubis e inconscientemente, en mi mente, me vi poseyéndola allí en la cocina. Sé que Lidia intuyó mis deseos al ver que cerraba las piernas en un intento de evitar que contemplara la humedad que se había apoderado de ella, pero fue tarde y ya sabiéndolo, no pude más que intentar llegar a un acuerdo con ella.

-Bonita, esto no puede seguir así. Debemos comportarnos. No soy tu novio, ni tu amante, solo tu amigo o como mucho tu jefe y no es lógico que andes en pelotas por la casa o que intentes seducirme cuando te doblo en edad.

Las lágrimas que afloraron en sus ojos me informaron de su dolor y por ello estaba preparado a contestar cuando, presa de la histeria, me rogó que no la echara de mi lado.

-No me he planteado hacerlo y te ayudaré siempre, pero ahora sé una niña buena y vete a vestir.

Secando con una servilleta los goterones que caían por sus mejillas, la joven salió corriendo a cumplir mis deseos. Mientras tanto, se me había quitado el hambre y llevando los platos a la pila, los dejé en agua y me fui al salón a ponerme un copazo. Ya estaba cómodamente instalado en el sofá, cuando la vi llegar enfundada en un coqueto picardías que dejaba poco a la imaginación al transparentársele todo.

Tan cortado estaba con su indumentaria, que no protesté cuando se acurrucó a mi lado diciendo:

-Sé que no soy su novia ni su amante, solo su princesa- tras lo cual, cerrando los párpados, apoyó su cara en mi muslo y se quedó dormida…

3

A pesar de la reprimenda de la noche anterior, Lidia siguió con la rutina de prepararme el baño. Al verlo a la mañana siguiente, pensé en volver a decirle que no hacía falta, pero en vez de hacerlo, no rechisté y únicamente le pedí que se fuera para poder desnudarme. Creí que había entendido que me daba corte que me viera desnudo y por eso respiré tranquilo cuando haciéndome caso desapareció. Ya solo, me quité el pijama y tras comprobar la temperatura del agua me metí en el jacuzzi. Estaba pensando en la gozada que era despertarse de esa manera cuando de improviso escuché un ruido a mi vera y abriendo los ojos, comprobé no solo que había vuelto, sino que se había traído un taburete.

– ¿Qué coño haces aquí? – pregunté al verla sentada mientras intentaba taparme.

La puñetera chavala, sonriendo de oreja a oreja, respondió al tiempo que cogía una esponja:

-Disfrutar bañando a mi señor.

Lo lógico hubiera sido el echarla de ahí, pero la ternura de su mirada y el cariño con el que se puso a enjabonar mis hombros me lo impidieron y curiosamente relajado, le comenté que no entendía qué placer podía sentir al mimar a un viejo.

-Mi señor no es viejo, sino maduro y su princesa es feliz cuidándolo.

Su insistencia en autonombrarse como mi princesa era algo que me mantenía inquieto, ya que con ese término se daba a entender que entre nosotros había una relación que no existía y de la que ya habíamos hablado la noche anterior. Recordando que en dicha conversación parecía que le había dejado claro que no era mi novia y menos mi amante, se me ocurrió preguntar qué sentía exactamente por mí. La morenita, sin dejar de pasar la esponja por mi pecho, respondió:

-Usted es el timón que fija mi rumbo, el ancla que me amarra a la vida y la boya que me mantiene a flote.

Cómo esa cursilada coincidía con el diagnóstico que de ella había hecho Pablo, quise seguir indagando y le pedí que me dijera quien creía que ella era para mí. Nuevamente, no dudó en contestar:

-Su princesa, la cachorrita que ha rescatado y que sin exigirle nada a cambio, mima, cuida y quiere.

Que diera sentado que había desarrollado unos sentimientos hacía ella, despertó mis alertas y tratando de reconducir su actitud hacía mí, le hice saber que, dada nuestra diferencia de edad, si la quería era como a una hija.  Esa afirmación hizo aflorar sus lágrimas, pero por extraño que parezca esas gotas que amenazaban con recorrer sus mejillas eran de alegría y reanudando mi baño, replicó:

– Cuando me hablaron de usted y me dijeron que me acogería en su casa, no me lo podía creer. En mi vida anterior, aprendí que todo tenía un precio y por eso rogué a su amigo que me informara qué tendría que dar en pago. ¿Sabe lo que Jacinto me contestó?

Negué con la cabeza, totalmente intrigado.

– ¡Mis sonrisas! … Me dijo que el pago serían mis sonrisas y nada más.

Colorado, respondí que no podía ser de otra manera ya que mi ayuda había sido desinteresada.

-Por eso lo amo desde antes de conocerle y Raquel, su ex, lo supo nada más ver cómo lo miraba y por eso me animó a quedarme con usted cuando ella se fue.

Que mi ex hubiese dado su visto bueno a lo que seguía considerando una aberración me indignó y endureciendo el tono, exclamé que ella y yo nunca seríamos pareja.

-Lo sé- contestó sin inmutarse: – ¿Sabe usted cual es el recuerdo más feliz de mi vida?

Al decir que no, añadió:

– El de anoche cuando me dejó acurrucarme a su lado y me quedé dormida sabiendo que estaba a salvo.

Temblando de ira, quise que me bajara del altar al que me había subido y por eso aproveché esa conversación para explicarle que no era un santo y que ese instante que para ella había sido tan feliz, para mí fue una tortura:

-Mientras dormías, utilicé tu descanso para disfrutar de la belleza de tus pechos, de tu cintura de avispa y de tu maravilloso culo y que, aunque finalmente no me atreví a acariciarte, varias veces lo pensé.

Habiendo soltado semejante obús, creí que iba a salir corriendo, pero sin dejar de enjabonarme esa morenita contestó:

-No se preocupe, anoche me di cuenta de la calidez de su mirada y eso hizo que mi amor por usted se acrecentara.

Tamaña cretinez, lejos de calmar mi furia, consiguió encabronarme y poniéndome de pie en la bañera, le mostré mis pellejos diciendo:

-Tengo cincuenta y cinco años. ¡Treinta más que tú! Y aunque intento mantenerme en forma, mi cuerpo ya no es el de un joven.

Ese desesperado acto tampoco consiguió su objetivo. Mi intención había sido que se sintiera repelida, pero su reacción fue otra. Regalándome una de sus sonrisas, musitó entre dientes lo mucho que le apetecía sentir mi piel. El deseo que intuí en ella fue la gota que derramó el vaso de mi paciencia. Tomándola en volandas, la saqué del baño y dejándola en mitad del pasillo, cerré la puerta. Supe que no había entendido el mensaje, cuando la escuché decir que me había elegido la ropa de ese día y que la había dejado lista sobre la cama.

-Vete y prepárame un café- hundido en la miseria, rugí.

Relato erótico: Casanova (02: Preparativos Para La Fiesta) (POR TALIBOS)

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PREPARATIVOS PARA LA FIESTA
 
Pasaron varios días en los que no sucedió nada especial. Yo me limitaba a echar miradas disimuladas a las chicas y a hacerme pajas a escondidas. Necesitaba tiempo para asimilarlo todo y pensa
r estrategias.
De todas formas hice un par de intentos de acercamiento con Loli, pero ésta parecía rehuirme, supongo que siguiendo instrucciones del abuelo.
Los días pasaban veloces y yo no hacía ningún progreso en lo que a sexo se refiere, por lo que andaba un poco desilusionado. Todo era bastante monótono, hasta que una mañana me encontré a mi hermana y mis primas charlando con Mrs. Dickinson:
– Por favor señorita, aún tenemos muchas cosas que hacer – dijo Andrea, que parecía llevar la voz cantante.
– No sé, niñas, serían tres días…
– Sí, lo sé, pero le prometemos que después nos esforzaremos más. Compréndalo, tenemos que participar en los preparativos de la fiesta y además, me gustaría, digo nos gustaría poder ir a la ciudad a comprarnos un vestido y un regalo para mi madre.
– No sé, ¿qué dice tu abuelo?
– Al abuelo le parece bien ¿verdad chicas?
– Bueno… – dijo mi hermana mientras Andrea la fulminaba con la mirada.
– ¿Sí?
– Dijo que la decisión era suya, que usted sabría si perder un par de días podría perjudicarnos o no.
– Por favor señorita Dickinson – insistía Andrea.
– ¿Y que opináis vosotras dos?
– Bueno, es verdad que nos gustaría ir a la ciudad y un par de días sin clase nos irán bien ¿verdad Marta?
– Sí. Además Ramón dijo que nos llevaría a un restaurante nuevo.
– ¿Ramón? ¿Y quién es Ramón? – preguntó Dicky.
– Es el novio de Andrea – dijo Marta con una sonrisilla maliciosa.
– ¡Marta! ¡No digas más tonterías! – exclamó Andrea, enrojeciendo violentamente.
– ¿Novio, eh? – dijo Dicky riendo.
– No le haga caso señorita, se trata del hijo del señor Benítez, que es muy amable y que se ha ofrecido a hacer de guía por la ciudad.
– Comprendo. ¿Y es guapo?
– Vamos, señorita, no se burle.
– Bueno, está bien. Os concederé esos días de descanso. A mí también me vendrá bien.
– ¡Estupendo! – gritó Andrea.
Los Benítez eran los propietarios de una finca cercana. Los padres eran buena gente y muy amigos de mi familia. Tenían dos hijos, a los que yo conocía porque eran alumnos de la escuela de equitación de mi abuelo. Ramón, el mayor, siempre me había parecido un imbécil, pero Blanca era una chica de 16 años, muy dulce y simpática y con una educación exquisita. Con frecuencia mis padres decían que ojalá nosotros nos pareciéramos a ella, así de encantadora era .
Aunque Ramón siempre me había caído gordo, gracias a él me iba a escapar de las clases.
– Bueno, parece que durante unos días sólo tendré que ocuparme de ti – me dijo Dicky.
El alma se me cayó a los pies. ¿Yo tenía que seguir dando clase mientras las chicas se iban de paseo? ¡De eso nada!
– ¡Pero señorita, yo también quiero ir a la ciudad! – dije lo primero que se me ocurrió.
– ¿Tú? ¿Y para que vas a ir tú?
– ¡No he vuelto a ir desde que era pequeño, y… yo también quiero comprarle algo a tía Laura!
Lo cierto es que yo en ese momento ni siquiera sabía por qué íbamos a comprarle regalos.
– Bueno, no sé. Lo cierto es que si me quedo sin alumnos podría ir a casa de mi tía. Hace tiempo que no la veo…
– No sé señorita, éste ya perdió clases el otro día con la fiebre – dijo Andrea, la muy…
– Yo por lo menos voy aprobando los exámenes – le respondí desafiante. Si las miradas mataran, en ese momento hubiera caído fulminado.
– Eso es cierto Andrea, ya no sé si es tan buena idea dejaros los días libres, vas un poco retrasada – me parece que Dicky ya se había ilusionado con las vacaciones y no iba a permitir que se las estropearan.
– Sí señorita. Bueno, es verdad será mejor que nos lo tomemos todos como un pequeño respiro.
– De acuerdo, voy a hablar con vuestro abuelo y con vuestros padres – dijo Dicky y se marchó.
Las tres chicas se volvieron hacia mí al unísono.
– Maldito niño cabrón – Andrea tenía un lenguaje exquisito cuando se lo proponía.
– ¿Se puede saber a qué viene esto? – dijo Marta.
– Si os creéis que os vais a escapar de las clases vosotras solas, vais listas.
– Haz lo que te dé la gana, pero a la ciudad no vienes.
La verdad es que yo tampoco quería ir, pero aquello me molestó bastante.
– ¿Y quién me lo va a impedir?
– Se lo diré a papá – intervino mi hermana.
– ¿Y qué le vas a decir? ¿Qué os queréis ir solas a la ciudad con el novio de Andrea? Seguro que le encanta.
– ¡Maldito seas! – gritó Andrea. – ¡Ven aquí!
Y se lanzó por el pasillo a perseguirme, aunque yo fui mucho más rápido y me perdí escaleras abajo. Andrea no me siguió yo empecé a pensar que podía ser divertido ir a la excursión por el simple hecho de fastidiarla un poco.
– Buenos días.
Me volví y allí estaba mi abuelo.
– Ya me ha dicho Mrs. Dickinson que os habéis librado de las clases por unos días ¿eh?
– Abuelo, las chicas no quieren que vaya con ellas a la ciudad.
– ¿Y por qué no?
– Porque las lleva ese imbécil de Ramón y no quieren que vaya.
– ¿eh?. Vaya con Andrea, para pedirme prestado el coche no tiene problemas, pero para cuidar un rato de su primo… Hablando del rey de Roma…
Miré hacia arriba y vi bajando las escaleras a las tres chicas encabezadas por Andrea, cuyos ojos echaban chispas. Enfadada estaba incluso más buena.
– Abuelo, no le hagas caso. Nosotras queremos ir de compras y no vamos a ir con el a todos lados.
– ¿Por qué no?
– Podría pasarle algo, no podemos hacernos responsables.
– Para eso está Ramón ¿no? Cuando me pedisteis el coche dijo que él cuidaría de vosotras, ¿qué más le da uno más?
– Yo… – Andrea estaba vencida, sin argumentos.
– Venga chicas, a Oscar también le hace ilusión ir a la ciudad. Portaos bien con él – dijo mi abuelo mientras me guiñaba un ojo con disimulo.
El día pasó sin mayores incidentes. Todo el mudo en la casa andaba muy atareado, hasta las chicas y yo estuvimos ayudando. El motivo del follón era el cumpleaños de mi tía Laura, que cumplía 35 y mi abuelo había decidido darle una gran fiesta en el jardín. Por lo visto iban incluso a invitar a los vecinos para la celebración, con lo que iba a ser una gran fiesta.
A media mañana llegaron un par de carros con gente del pueblo y cosas para la fiesta. Mi padre los había contratado del pueblo para que ayudaran, así que con toda la gente que había por allí, yo logré escaquearme y no trabajar demasiado. Tan sólo estuve un rato ayudando en la cocina, bromeando todo el rato con Mar y con Vito, procurando así mantenerme alejado de Andrea por si acaso.
La que sí que se escapó fue Mrs. Dickinson. Como no tenía alumnos a su cargo anunció que se iba un par de días a visitar a su tía enferma, pero que volvería a tiempo para la fiesta. Nicolás la llevó a la estación con el coche.
Por fin llegó la mañana siguiente, me levanté muy temprano (y muy trempado) y el día no pudo empezar mejor.
Fui al baño de atrás, uno que había cerca de la cocina, para darme un buen baño. En esa habitación teníamos un par de tinajas grandes y una bañera, que se llenaban con agua caliente traída desde la cocina (por eso estaba cerca).
– Buenos días señora Luisa.
– Buenos días corazón – me respondió ella.
– ¿Podría calentarme agua para bañarme?
– Claro, de hecho ya hay mucho agua caliente porque tus primas también se van a bañar. Andrea ya está dentro, así que espérate un rato y desayuna.
¿Andrea bañándose? Genial. Desayuné como una exhalación y me levanté de la mesa.
– Señora Luisa, voy a salir a estirar las piernas. Dé un grito cuando el baño esté listo.
– Vale, anda, busca a Juan para que te llene la bañera.
Salí como un rayo en busca de Juan. Por suerte, lo encontré muy rápido y le dije que Luisa lo buscaba. El hombre se fue hacia la cocina y yo a la parte trasera de la casa. El baño tenía una pequeña ventana bastante alta y yo sabía que probablemente estaba abierta pues ninguno de nosotros alcanzaba a cerrarla y había que hacerlo con un gancho.
Efectivamente estaba abierta. Con rapidez, amontoné bajo la ventana varias cajas de las de la fiesta y me subí encima, procurando no hacer ni un ruido.
Allí estaba Andrea. Estaba de pié dentro de una de las tinajas, completamente de espaldas a mí, lo que me privaba de buena parte del espectáculo. Ya se había lavado y estaba enjuagando su cuerpo echándose jarrones de agua por encima. Estaba arrebatadora. Llevaba el pelo recogido, para no mojárselo, por lo que podía ver su delicioso cuello, su piel era muy blanca, sin mácula, su espalda era lisa, sedosa, con los omóplatos bien marcados y terminaba en unas caderas simplemente perfectas culminadas por un trasero con forma de corazón. Sus piernas debían ir a juego pero no las veía, ya que la tinaja le llegaba a más de medio muslo. El agua se escurría por su cuerpo, formando ríos que recorrían sus sinuosas curvas y que dejaban a su paso gotitas que aparentaban ser de cristal, dándole un aspecto casi mágico, parecía una ninfa del bosque.
Yo estaba empalmadísimo, presionaba fuertemente mi paquete contra la pared, pero no podía hacer más porque mi posición era un tanto precaria y no quería caerme.
Podía ver cómo deslizaba las manos por su cuerpo, eliminando los restos de jabón; veía que se pasaba las manos por las tetas, pero desde atrás no podía ver cómo. Yo maldecía mi mala suerte, me estaba perdiendo lo mejor, pero en ese momento ella se inclinó hacia delante para coger otra jarra de agua del suelo. Al agacharse su culo se me mostró en todo su esplendor, era simplemente perfecto. Además, al agacharse dejaba entrever su coño, incluso desde mi posición podía notar que era rubio, como su cabello, sus labios se abrían levemente. ¡Dios yo sólo pensaba en cómo sería hundir mi polla en ese maravilloso chocho!
– Estás hecho un guarro.
La voz me sobresaltó tanto que me caí de las cajas formando un considerable alboroto.
– ¡Ey! Ten cuidado que te vas a matar.
Dolorido alcé la vista y me encontré con Antonio, el sobrino de Juan, que trabajaba en la finca ayudando a su tío.
– ¡Eh! ¿Quién anda ahí? – la voz de mi prima se oyó por la ventana.
– Desde luego no es tonto – dijo Antonio.
Yo le miré con cara de pena. Me habían pillado y me la iba a cargar por todo lo alto. La erección desapareció fulminantemente.
– Venga, no te quedes ahí, vamos a quitar las cajas antes de que alguien salga a ver qué pasa.
Dios, cuánto quise a Antonio en ese instante. Me incorporé de un salto y rápidamente quitamos las cajas de allí y nos marchamos rodeando la casa.
– Vaya, chico…..
– Yo…
– Tranquilo, hombre. Yo mismo he espiado alguna vez por ese ventanuco. Es que tu prima está muy buena ¿eh?
– Ya lo creo.
– Pues tranquilo, hombre, que yo no le diré nada a nadie. Además en esta casa con tantas mujeres, los hombres debemos ayudarnos.
– Gracias Antonio.
En ese momento se oyó la voz de Luisa, que me llamaba para el baño.
– Me voy Antonio.
– Hasta luego, ¡ah! Que te lo pases bien en la ciudad.
Le sonreí y me fui. Luisa me esperaba en la cocina.
– Venga, que tu prima ha salido ya. Oye, ¿no habrás estado trasteando por ahí detrás, verdad?
– No, Luisa, yo estaba con Antonio.
– Ya veo, venga entra al baño, que Marta y Marina van detrás.
– Voy.
– Oye Oscar, si no te importa usa la tinaja que está limpia y deja la bañera para las chicas.
– Pero…
– Venga, que tú eres un hombre, sé un caballero…
– Vale Luisa.
 
Entré al baño y me desnudé. Entré a la tinaja, cogí el jabón y empecé a frotarme. El baño aún conservaba el aroma de Andrea por lo que empecé a recordar lo que había visto. Mi picha fue poco a poco recobrando la forma y yo empecé a masturbarla delicadamente. Entonces se me ocurrió una idea. Me froté la palma de la mano con jabón hasta hacer espuma y después me pajeé con ella. Era una sensación diferente, muy agradable, así que cerré los ojos y seguí con la paja mientras imaginaba que me tiraba a Andrea.
Estaba tan concentrado que resbalé y me caí dándome un buen golpe en el fondo de la tinaja. Una buena cantidad de agua se desbordó y fue a parar al suelo del baño que quedó empapado.
– Oscar ¿estás bien? ¿Qué ha pasado?
Luisa estaba al otro lado de la puerta.
– Nada, que me he resbalado.
– Espera que voy a entrar.
Luisa entró en el baño con cara de preocupación.
– Luisa, estoy bien, en serio – dije mientras me agachaba en el interior de la tinaja.
– Madre de Dios, la que has liado – dijo mirando al suelo.
– Lo siento.
– Qué le vamos a hacer. Espera, te traigo más agua.
Salió y regresó al poco con un par de cubos humeantes que añadió a la tinaja.
– ¡Ay! Quema.
– Pues te fastidias. Y date prisa que las niñas esperan.
No sé por qué, pero le dije:
– Es que me he dado en el codo y me duele el brazo.
– ¿A ver? – dijo Luisa mientras me examinaba el brazo – parece que está bien.
– Pero me duele… – dije yo con mi mejor voz de niño mimado.
– ¿Qué quieres? ¿Qué te bañe yo como cuando eras pequeño?
– Bueno…
Entonces Luisa me miró de arriba abajo y sin duda notó que yo mantenía las piernas recogidas, escondiendo algo. Fue a la puerta y la cerró.
– Joder con el chico, tan grande para unas cosas y está hecho todo un bebé. A ver, arrodíllate.
Cogió el jabón y comenzó a frotarme el cuerpo, la espalda, el pelo, haciendo mucha espuma. Me hizo poner de pié, de espaldas a ella y me limpió las piernas y el culo.
– Separa un poco las piernas – me dijo.
Su mano se introdujo entre mis muslos y comenzó a frotarlos por la cara interior, Se deslizaba muy placenteramente y yo notaba cómo la punta de sus dedos me rozaba los huevos. Era genial, estaba muy excitado. Mi polla pedía a gritos que la aliviaran, pero yo no me atrevía. Así seguimos un rato cuando me dijo:
– Date la vuelta.
Yo obedecí muy despacio. Con las manos me tapé el pito lo mejor que pude. Sabía que no serviría de nada, pero pensé que era mejor dar una imagen de vergüenza
Al volverme por completo pude ver que los ojos de Luisa estaban fijos en mi entrepierna, lo que me calentó aún más.
– Venga, quita las manos de ahí. A ver si te crees que es la primera picha que veo. Además la tuya ya la he visto un montón de veces.
Como yo no obedecía, me tomó por las muñecas apartando mis manos ella misma, aunque yo no opuse demasiada resistencia.
– ¡Jesús, María y José!
– Lo siento – dije yo fingiendo estar avergonzado, aunque en realidad llevaba un calentón de aquí te espero.
– Vaya, vaya, así que el señorito se ha convertido en todo un hombre.
– Vamos, Luisa, no te burles de mí.
– Si no me burlo, ya quisieran muchos tenerla como tú.
Se puso de pié y siguió lavándome. Empezó a frotarme el pelo de forma que sus pechos quedaron a la altura de mi cara. Los botones superiores de su vestido se habían abierto, por lo que pude echar una buena ojeada a aquel par de increíbles tetas, embutidas de tal forma en el sujetador, que amenazaban con reventarlo, así de apretadas estaban.
Luisa acabó con mi pelo y se retiró con lo que se dio cuenta de adonde apuntaban mis ojos.
– Oye, estás hecho un sinvergüenza.
– Lo siento, Luisa.
– ¿No te da nada de mirarle así las tetas a una vieja?
– Tú no estás vieja.
– Anda, que podría ser tu abuela.
– Imposible, ninguna vieja podría tener esas tetas.
Ella se quedó sorprendida. Aquello no cuadraba con la imagen de niño bueno que tenía de mí.
– Vaya bandido estás hecho. ¿Qué sabes tú de tetas, bribón?
– Nada, sólo sé que las tuyas son geniales, parecen ir a escaparse del sostén.
Ella miró hacia abajo, abriéndose un poco el vestido con las manos.
– Es verdad que este sostén me va un poco pequeño…
– Pues eso Luisa, son tan bonitas que no he podido evitar mirarlas. Además como me has estado lavando y eso…
– Me parece a mí que a ti no te dolía el codo.
– Perdóname, no sé en qué estaba pensando – dije simulando azoramiento, parecía estar a punto de echarme a llorar.
– Venga, venga, no te pongas así, es sólo que me ha sorprendido un poco. A todos los chicos les pasan estas cosas…
Se acercó a mí y me abrazó. Mi cara quedó apretada contra su pecho. Aquello era el paraíso.
– Lo que no comprendo es cómo puede gustarte una vieja como yo, con todas las chicas que hay por aquí.
Si ella supiera que me gustaban todas…
– Luisa, que tú no estás vieja. Tienes las mejores tetas del mundo.
– ¿Estos dos trastos? – dijo mientras volvía a abrirse el cuello del vestido, permitiéndome atisbar de nuevo su par de ubres.
– Son maravillosas.
– Mi amor… – dijo abrazándome de nuevo.
– Luisa… – dije todavía abrazado a ella.
– Dime corazón.
– ¿Me las enseñas?
– ¿Cómo?
– Es que nunca he visto unas – mentí.
Se apartó de mí y me asió por los brazos mirándome a los ojos.
– De acuerdo cariño.
Llevó sus manos a la espalda y trasteó un poco con el cierre del sostén. Le costó un poco hacerlo por encima del vestido, pero para mi desencanto, no se lo quitó. Finalmente logró desabrochárselo y lo extrajo por el cuello de la ropa. Después desabrochó el resto de los botones del pecho del vestido, se lo abrió con las manos y me las mostró.
¡Qué par de tetas! Sin duda eran las más grandes que había visto hasta ahora, en la finca, quizás sólo Tomasa podía rivalizar en cuanto a volumen (o eso creía yo). La piel era un poco menos tersa que en las de Loli, pero no importaba. A pesar de lo grandes que eran, se mantenían firmes, con los pezones gordos y duros mirando al frente. Estaba embelesado y mi polla apuntaba al techo, desesperada.
– Luisa – le dije mirándola a los ojos – ¿Puedo?
– Claro, mi amor.
Se acercó hasta mí. Yo estiré las manos y me apoderé de aquellas dos maravillas. Comencé a sobarlas con fruición, un tanto bruscamente.
– Tranquilo, mi amor, no se van a escapar…
Me calmé un poco y comencé a acariciarlas con mayor delicadeza. Mis manos no alcanzaban ni de lejos a abarcarlas, por lo que las movía por todas partes, las agarraba, las estrujaba, las levantaba… Comencé también a toquetear sus pezones. Estaban duros como rocas, me miraban desafiantes. Por mi mente pasó la idea de lamerlos, pero quizás Luisa pensara que eso era demasiado, así que me contuve.
Seguí acariciándolos con la izquierda y llevé la derecha hacia abajo, hasta empuñar mi verga. Comencé a pajearme lentamente y me separé unos centímetros de Luisa, para verla mejor. Tenía los ojos cerrados y se veía perfectamente que estaba disfrutando horrores. Eso me envalentonó así que fui deslizando mi mano izquierda por todo su cuerpo. Al llegar a la cintura, separé con los dedos el vestido y las bragas, e introduje la mano en su interior. Luisa abrió los ojos y me miró sorprendida, parecía querer decir algo, pero mi mano se metió entre sus piernas, entre sus labios vaginales, nadando en las humedades que allí había y mis dedos encontraron su clítoris, con lo que a Luisa se le pasaron las ganas de decir nada.
Volvió a cerrar los ojos y me dejó hacer. Yo seguí masturbándonos a los dos, lentamente, disfrutando el momento. Ella llevó sus manos hasta sus globos y empezó a sobárselos, tironeándose de los pezones, mientras dejaba escapar pequeños gemidos que me excitaban todavía más. Poco a poco inició un leve movimiento arriba y abajo de sus caderas, aumentando el frotamiento.
Progresivamente fue incrementando el ritmo de su cintura, hasta que se convirtió en un furioso vaivén. Los gemidos fueron ganando intensidad:
– Sí, así, así, mi amor, sigue asíiiiiiiii…
Mientras se corría se derrumbó sobre mi hombro. Yo notaba los espasmos de su coño en la mano mientras no dejaba de pajearme.
En ese momento una voz sonó al otro lado de la puerta:
– ¿Qué estás haciendo? ¿Te queda mucho?
¡Mierda! ¡Mi hermana!
– Un poco todavía Marina, espera en la cocina que ahora te aviso – dije con voz entrecortada.
– Date prisa ¿quieres?
– Sí, hermanita.
Oí pasos que se alejaban y respiré más tranquilo. Miré a Luisa, que parecía preocupada. Era hasta cómico, los dos, asustados, mirando a la puerta, mientras una de mis manos empuñaba mi polla y la otra se perdía en sus bragas.
– Hay que acabar rápido – dijo Luisa.
Se apartó de mí y yo pensé que se había acabado, pero no, Luisa no pensaba dejarme en ese estado. Se arrodilló frente a mí y agarró mi polla, comenzando a pajearla con rapidez.
– Acaba rápido o nos matan.
Así que me dediqué a disfrutar. Desde luego no era tan bueno como antes, pues había que terminar rápido, pero no estaba nada mal. Como seguía teniendo las tetas fueras, estas se movían como campanas al ritmo del cascote, lo que era muy erótico.
Siguió masturbándome diestramente, mientras con la derecha me la meneaba, con la izquierda me sobaba los huevos; desde luego no era la primera paja que hacía, sabía dónde y cuándo apretar y pronto comencé a notar que me corría.
Ella me apuntó el pene hacia el agua y los disparos fueron todos a parar al interior de la tinaja, menos un poco que manchó la mano de Luisa.
– Bueno ya estás – dijo mientras se llevaba la mano a los labios y se la limpiaba con la lengua ¡Qué morbo! – Ummm, está dulce…
¡Joder! Aquello casi me empalma otra vez.
De pronto, Luisa pareció volver a la realidad.
– Vamos espabila, que nos van a pillar.
Cogió un par de jarras de agua y me los echó por la cabeza para enjuagarme.
– Venga, hay que darse prisa que las niñas tienen que entrar y antes tengo que recoger el estropicio que has hecho.
Luisa cogió una toalla y me secó vigorosamente el cuerpo y desde luego aquello no tuvo nada de erótico, sin más bien de doloroso. De no ser porque aún llevaba las tetas por fuera del vestido, parecería que allí no había ocurrido nada. Rápidamente se arregló la ropa, aunque no se puso el sostén, sino que lo dobló hasta que no se notaba lo que era.
– Venga, vístete, que yo voy a la cocina a por trapos.
Me echó una última mirada y me dijo:
– Cuánto te pareces a tu abuelo.
Abrió la puerta con cuidado y miró a izquierda y derecha, saliendo sigilosamente. Yo me vestí y fui a la cocina.
– Marina, ya he terminado.
– Sí, ya voy.
No sé si sería su extraño tono de voz o el hecho de que no me regañara por haber tardado, lo cierto es que noté algo extraño en ella. La miré y vi que tenía las mejillas arreboladas y la frente sudorosa ¿habría estado espiando?
Marina se levantó y salió junto con Luisa, que iba cargada de trapos para limpiar un poco el baño.
Yo salí por la puerta de atrás para tratar de espiar a Marina como había hecho con Andrea. Si me había estado espiando, debía estar muy excitada, con lo que el espectáculo prometía ser aún mejor. Por desgracia ya no era tan temprano, y detrás de la casa había ya mucho ajetreo con lo de la fiesta y eso. Bueno, qué le íbamos a hacer; me resigné y subí a la habitación para ponerme la ropa que me había preparado mi madre para ir a la ciudad.
Como una hora después llegó Ramón. Penetró en el recibidor como si fuera el rey del castillo.
– ¡Muy buenos días! – gritó.
Yo estaba abajo, con el abuelo, y le oí murmurar:
– Menudo petimetre.
Al poco las chicas bajaron la escalera en procesión, con Andrea al frente, como siempre. Llevaba un vestido primaveral, de color azul, sin mangas. Un cinturón blanco ceñía su esbelta cintura y llevaba a juego el sombrero, el bolso, los zapatos y unos guantes de punto. Estaba preciosa. Detrás venía mi hermana, con un atuendo parecido, sólo que de color amarillo pálido, lo que acentuaba su negra cabellera. Por último, Marta, un poco más discreta. Llevaba una camiseta blanca de manga corta, con un jersey echado sobre la espalda y anudado al cuello. Su falda era de color gris, por debajo de la rodilla. Como las otras dos, llevaba medias de color claro, pero no llevaba sombrero. Parecían tres diosas bajando desde el cielo. Yo estaba alelado.
– Andrea, estás preciosa – dijo Ramón.
– Menudo caballero – pensé – no les dice nada a las otras.
Al poco aparecieron mis padres y mi tía. Tras los saludos de rigor, se llevaron a Ramón un poco aparte, dándole los típicos consejos, que tuviera cuidado de nosotros y eso. Vi que Ramón me echaba un par de miradas de desprecio. Menudo capullo. Estuvieron charlando un poco y yo me quedé con las chicas.
– Estáis las tres guapísimas – les dije – sin duda seréis la envidia de toda la ciudad.
Me miraron un tanto sorprendidas.
– Vaya, gracias – dijo Andrea.
– Lo digo en serio, chicas. Sois realmente preciosas – vi que Marta incluso se avergonzaba un poco.
– Estás muy amable hoy ¿no crees? – dijo mi hermana – será para que no te dejemos aquí.
– No es eso, estoy diciendo la verdad.
– Bueno, pues gracias – dijo Andrea.
– Y de verdad, estoy muy agradecido de que me llevéis con vosotras, tenía muchas ganas de ver la ciudad. Os prometo que me portaré bien.
Los demás terminaron de hablar, y todos fuimos hacia la puerta. Yo aproveché que Andrea se quedaba un poco retrasada y le dije:
– Lo he dicho en serio, y tú eres la más guapa de todas.
– Vale, vale – rió mi prima – cuando quieres eres un cielo.
Salimos fuera, donde Nicolás esperaba con el coche. Era un Bolt, no recuerdo el modelo, uno de los primeros coches que hubo en España. La capota se abatía completamente, permitiendo así disfrutar del paseo. De hecho, Nicolás ya la había echado hacia atrás.
– ¿Y cómo vamos a ir? – dijo Ramón – en el coche no cabremos todos. ¿No sería mejor dejarlo aquí?
– Tú te sientas delante con Nicolás – intervino Andrea – y nosotras tres detrás y vamos llevándolo encima por turnos.
– Sí, así iréis bien – dijo mi abuelo.
– Bueno – aceptó Ramón, aunque se le veía en la cara que eso no era en lo que él estaba pensando.
Antes de subir, mi abuelo me llevó aparte.
– ¿Llevas dinero?
– Mi padre me ha dado algo – le respondí.
– Mira, un caballero debe pagar siempre por las damas, y ese tipejo no es muy de fiar ¿no crees?
– Desde luego – dije enfadado, mientras mi abuelo se reía.
– Bien, pues tendré que confiar en que tú si seas un caballero.
Entonces me dio una bonita cartera hecha a mano. Era mi primera cartera.
– ¡Gracias abuelo! – exclamé y le di un abrazo.
Me saqué el dinero que tenía del bolsillo para guardarlo en la cartera, pero, al abrirla, me encontré con que ya había mucho dinero dentro.
– ¡Abuelo!
– Eso es para ti. Gástalo como quieras, pero procura invitar a las chicas a algo y lo que sobre, para ti.
– Pero…
– Tranquilo, hijo, que ya les he dado algo a tus primas y a tu hermana, no vas a ser tú menos.
– ¡Gracias! – y lo abracé nuevamente.
Nos despedimos hasta la noche y nos marchamos. Marina iba a la izquierda, Andrea en el centro y Marta a la derecha. Yo iba sentado en el regazo de Marina, que me sujetaba por la cintura. Estaba bastante ilusionado, aunque al principio no tenía muchas ganas de ir, ahora me daba cuenta de que hacía bastante tiempo que no salía de la finca, así que me decidí a disfrutar del viaje.
El coche traqueteaba por los caminos mientras atravesábamos bosques y prados. Yo me recliné hacia atrás, para añadir el placer de sentir las tetas de mi hermana contra mi espalda al que me proporcionaba el paseo. Hubiera estado muy bien de no ser por el imbécil de Ramón que viajaba prácticamente vuelto hacia nosotros para decirle tonterías a mi prima Andrea, que se reía como una tonta con todas las gilipolleces que aquel capullo soltaba. Pero lo peor fue cuando noté que Marta lo miraba con ojos de cordero degollado. También se reía de sus tonterías y siempre intentaba atraer su atención interviniendo en la conversación (cosa rara en ella), pero se la veía nerviosa, por lo que sus palabras parecían torpes y poco inteligentes.
– ¡Mierda! – pensé – ¿cómo es posible que a las dos les atraiga este imbécil?
Además, Ramón ignoraba de forma casi ofensiva a Marta, teniendo sólo ojos para Andrea, lo que cohibía cada vez más a mi prima menor, hasta el punto que dejó de intentar conversar y se ensimismó, dedicándose a mirar el transcurrir del campo por su lado del coche.
Ramón, de vez en cuando pasaba una mano hacia atrás y la apoyaba descuidadamente en la rodilla de mi prima, que se apresuraba a apartarla. Al poco rato, Andrea pareció hartarse del comportamiento de Ramón y me usó como escudo:
– Marina, ¿estás ya cansada de cargar con Oscar?
Sin darle tiempo a responder, intentó levantarme y subirme sobre ella. Desde luego yo pesaba demasiado para que pudiera levantarme, así que colaboré sin rechistar y me senté en el regazo de mi prima. De esta forma obstaculizaba perfectamente al manos largas, lo que pareció no gustarle demasiado a tenor de la mirada que me dirigió.
Como no podía continuar con sus tocamientos, pareció perder interés en la conversación, por lo que se volvió hacia delante y se limitó a hacerle algunas preguntas a Nicolás sobre el manejo del coche.
Poco a poco, las chicas se animaron y empezaron a charlar entre ellas, de lo que iban a hacer, de lo que se iban a comprar y de otras cosas. Yo me limité a reclinarme sobre Andrea, que las tenía más gordas que Marina, por lo que era más cómodo y a disfrutar del resto del viaje.
Llegamos a la ciudad a las doce de la mañana, tras unas dos horas de viaje. Despedimos a Nicolás hasta la tarde y nos dedicamos a pasear. Ramón parecía una mosca, zumbando todo el rato alrededor de Andrea, mientras nos ignoraba a los demás. Andrea pronto se cansó, por lo que comenzó a charlar con Marina. Viendo que lo ignoraban, Ramón se enfurruñó y se retrasó.
Marta se dio cuenta y se fue quedando rezagada, para intentar charlar con él, pero el muy imbécil seguía ignorándola, limitándose a responderle con monosílabos y sin quitarle los ojos de encima a Andrea, que iba unos metros por delante.
– Mira Ramón ¡qué pendientes tan bonitos! – exclamó Andrea frente a una tienda.
Ramón salió disparado hacia delante, dejando a Marta con la palabra en la boca. ¡Cómo lo odié en ese momento!
Seguimos caminando en dos grupos, delante Marina y Andrea, con Ramón revoloteando alrededor de ella y detrás Marta. Yo la miré y noté que tenía los ojos llorosos. Me acerqué a ella.
– Marta, ¿qué te pasa?
– ¡Déjame en paz! – me espetó, aunque yo insistí.
– Venga, dímelo, a lo mejor puedo ayudarte.
– ¡Que me dejes!
Entonces me puse serio. Empleé uno más calmado, más adulto.
– Marta, no entiendo qué es lo que ves en semejante imbécil.
Me miró sorprendida, hasta las lágrimas que antes asomaban parecieron secarse de pronto.
– ¡Pero qué dices!
– Marta, se te nota mucho. Llevas toda la mañana comportándote como una tonta, tú no eres así y desde luego ese tipo no se lo merece.
– ¡Qué sabrás tú!
– Tengo ojos en la cara. Se ve a la legua que ése sólo busca una cosa con Andrea.
– No digas más tonterías.
– Míralo tú misma.
Ramón iba delante, e intentaba todo el rato que mi prima lo cogiera del brazo, supongo que para fardar por la calle por llevar a una rubia tan hermosa. En ese momento nos cruzamos con una mujer muy atractiva. Ramón no dudó ni un momento y se giró para mirarla mientras se alejaba.
– ¡Ramón! – le reprendió Andrea.
– Perdona querida, creo que la conocía.
¡Menudo gilipollas!
– ¿Lo ves?
– …….
– Marta, una mujer tan hermosa como tú puede conseguir al hombre que quiera. Eres mi prima y te quiero mucho, por eso no puedo soportar que con la de hombres estupendos que hay por ahí, te enamores de un capullo como ese.
– ¡No estoy enamorada!
– ¿Ah, no? ¿Entonces por qué lloras?
Me miró nos instantes, y por fin se decidió a confiar en mí.
– No sé, lo cierto es que me gusta y quería ver…
– ¿Qué? – pregunté yo.
– Si era capaz de atraer a un hombre como hace Andrea, pero veo que no puedo.
– Ahora eres tú la que dice tonterías.
– ¿Cómo?
– Tú eres capaz de atraer a cualquier hombre.
– Sí, ya lo veo.
– Te lo digo en serio. Mira, sé que soy joven todavía, pero sé distinguir la belleza femenina y desde luego creo que tú eres la más guapa de las tres.
Marta se sonrojó un poco y me dedicó una deliciosa sonrisa.
– Lo digo muy en serio, Marta, posees una belleza, no sé, etérea. Eres tan delicada, tan dulce, dan ganas de estar siempre a tu lado para protegerte.
– ¡Caray! Gracias, Oscar – dijo mi prima, con el rostro ya completamente arrebolado – Es lo más bonito que me han dicho en mi vida.
– Pues es verdad.
– ¿Se puede saber dónde has aprendido esas cosas?
– En ningún sitio en especial, no sé Marta, son cosas que se me ocurren al mirarte. A mí y a cualquier hombre que se precie de serlo.
– Entonces ¿por qué Ramón no me hace caso?
– ¡Y dale con Ramón! – me enfadé un poco.
Noté que mi prima se retraía un poco, aquello le había molestado, tenía que recuperar el terreno perdido, pero ¿cómo? Entonces la solución se me ocurrió por sí sola: “Dile la verdad” pensé.
– Marta, ¿puedo serte franco?
– Sí, claro.
– Verás, es que esto puede ofenderte un poco.
– Venga, que no me enfado.
– Vale. Mira, la razón por la que Ramón se fija en Andrea es bien sencilla. El único pensamiento que ocupa su mente es la idea de follársela.
– ¡Oscar! – exclamó asombrada y con el rostro como un tomate.
– Te lo advertí. Verás, ese tío está loco por tirársela, si te fijas no hace más que tontear y revolotear a su alrededor, pero no tiene verdadero interés por ella.
– ¡Pues a lo mejor me apetece que me lo haga a mí! – casi gritó Marta.
Los que iban delante se volvieron a ver qué pasaba.
– ¿Te está molestando, Marta? – preguntó mi hermana.
Yo me había quedado muy sorprendido por la repentina confesión de mi prima, así que no atiné a decir nada.
– No, no te preocupes, sólo estamos charlando – dijo Marta.
– Pues no forméis tanto escándalo – dijo Ramón, tan amable como siempre.
– Haremos el escándalo que nos dé la gana – le espeté.
– ¿Cómo dices?
– Lo que has oído – le respondí en tono desafiante.
 
Las chicas me miraban asombradas. Ramón echaba fuego por los ojos. Se abalanzó hacia mí, me cogió del brazo y me llevó aparte.
– Mira, éste es un día muy importante para mí y no voy a dejar que me lo estropees.
– ¿Y por qué es importante si puede saberse?
– No me cabrees, o te voy a poner el culo como un tomate.
– Inténtalo imbécil, veremos lo que opina mi abuelo cuando le diga cómo le sobabas las piernas a Andrea en el coche.
– ¿Cómo te atreves? – exclamó, pero el brillo de duda en sus ojos me hizo ver que había dado en el blanco.
– Mira Ramoncete, yo sólo quiero pasar un día agradable, así que déjame en paz y yo te dejaré a ti ¿de acuerdo?
Esperé unos instantes, mientras su cerebro procesaba aquello.
– Yo sólo quiero que no montéis un espectáculo por la calle.
– El espectáculo vas dándolo tú, pareces una mosca que ha olido mierda, siempre revoloteando detrás de las faldas.
– A que te doy…
– Atrévete.
Nuestras miradas se cruzaron furiosas. Finalmente, apartó la mirada y dijo:
– Haz lo que te dé la gana.
– Por supuesto.
Y regresamos con las chicas, él con cara de perro y yo con una sonrisa triunfante en los labios. Poco después, Marta y yo volvíamos a ir rezagados.
– En mi vida te había visto así.
– Sí, no sé por qué, pero ese tío me saca de quicio.
– Pero es guapo.
– Lo será, Marta, pero hay más cosas. Ese tío es un cerdo.
– …….
La chica seguía ensimismada.
– Por cierto, antes me dejaste parado.
– ¿Cómo?
– Sí, al decirme que te apetecía acostarte con ese capullo.
– ¡Yo no he dicho eso! – exclamó.
Los de delante volvieron a mirarnos y yo saludé sonriente a Ramón.
– Tranquila, chica, pero sí que lo dijiste.
– …….
– Marta, es normal sentir ciertos impulsos al llegar a nuestra edad. Yo también tengo esos impulsos.
– Ya veo – dijo sonriendo.
– Lo digo muy en serio.
– Bueno, pero si yo siento esos “impulsos”, ¿por qué no atraigo a los hombres?
– Claro que atraes a los hombres, a mí el primero ¡eres preciosa!
– Pero…
– Pero nada. Mira, ese tío está encandilado con Andrea y ella le sigue el juego. No sé si porque tiene en mente lo mismo que él o porque es más tonta de lo que parece.
– No sé…
– Pues eso. Ramón olfatea a su presa y no piensa en nada más hasta que la logre.
– Pero antes se ha quedado mirando a esa chica…
– Sí durante un segundo, porque era nueva. Pero no va a estropear la caza por otra posible presa, va sobre seguro. Pero si otra presa segura se le presentara…
– No te entiendo.
– ¿Quieres comprobar que lo que te digo es verdad?
– Sí, claro.
– Bien, te demostraré que a ese tío le importa una mierda tu hermana y que sólo va detrás de la falda que se le pone a tiro.
– ¿Cómo?
– Cuando yo te diga, atácale tú a él.
– ¿Qué?
– Tienes que hacer algo que inequívocamente le demuestre que le deseas, verás que pronto traiciona a Andrea.
– ¡Estás loco!
– Tú verás, puedes creer lo que quieras, pero estoy seguro que es verdad.
– Sí, ya. ¿Y qué tendría que hacer?
– No sé. Agárrale el paquete.
– ¡¿QUÉ?! – los de delante ya ni se volvieron.
– Tú hazlo cuando yo te diga y verás.
– Estás majara, no sé por qué te he estado haciendo caso.
– Ya veremos…
Enfadada, se fue hacia delante para reunirse con los otros. Yo me quedé atrás, pensativo. Me la había jugado mucho con mi prima, si hacía lo que le había dicho no estaba seguro de lo que pasaría. Si Ramón montaba un escándalo avergonzaría a Marta para toda la vida, pero yo estaba bastante seguro de haberle juzgado correctamente, no me quedaba sino confiar en la lujuria de Ramón… y en la belleza de mi prima.
En esas estaba cuando todos penetraron en un gran establecimiento. Era una boutique de ropa femenina.
Era una gran tienda, tenía incluso dos plantas. Por todas partes se veían clientas que miraban vestidos, atendidos por señoritas vestidas todas más o menos igual, blusa blanca, falda negra y una cinta métrica de sastre al cuello.
Las chicas se repartieron rápidamente por la tienda. Ninguna de ellas había estado antes en una tan grande y estaban muy ilusionadas. Correteaban arriba y abajo, enseñándose trapos las unas a las otras mientras daban grititos. Yo me desmarqué por ahí, dando vueltas y mirando cosas. Quería ver si encontraba algún regalo bonito para tía Laura.
De vez en cuando atisbaba a Ramón, le veía echando ojeadas apreciativas a las dependientas y a las clientas mientras fumaba con aire aburrido. Eso sí, su rostro cambiaba a la más exquisita de las sonrisas cuando Andrea se acercaba a enseñarle algún traje.
– ¿Qué te parece éste, Ramón? – inquirió Andrea una de las veces.
– Muy bonito, querida – le contestó fumando un cigarrillo.
– Creo que voy a probármelo.
Andrea trotó hasta unos probadores cercanos, pero estaban ocupados, por lo que se dirigió a otros que estaban escondidos al fondo de la tienda. Ramón se le quedó mirando y pareció tomar una decisión. Pisó el cigarrillo y siguió a Andrea con disimulo. Y por supuesto, yo le seguí a él.
Me escondí tras una columna y me asomé con cuidado. El probador se cerraba con unas cortinas y Ramón permanecía frente a ellas echando miradas disimuladas a su alrededor. Cuando pensó que nadie lo veía, se metió dentro.
– ¿Se puede saber qué haces?
– ¡Chist! Cariño, ven aquí…
– ¡PLAS!
La bofetada resonó fuertemente. Al poco Ramón volvía a salir del probador. Se frotaba una mejilla con cara de perro apaleado. Yo, detrás de la columna, trataba de contener la risa a duras penas. ¡Bien por Andrea!
Ramón se fue lentamente a la esquina opuesta de la tienda, lejos de toda la gente (supongo que para que nadie notara la marca roja en su cara) y volvió a encender un cigarrillo.
Decidí buscar a Marta para contárselo. Di unas cuantas vueltas por allí y la vi. Tenía cara de gran preocupación. Entre sus manos sostenía una blusa y la retorcía nerviosamente.
– Va a hacerlo – pensé.
Así que me escondí rápidamente para que no me viera y la seguí. No me equivocaba, se dirigía con paso vacilante al rincón donde se estaba Ramón. A falta de 10 metros se paró, respiró hondo y se acercó rápidamente hasta él. Por desgracia no me podía acercar más por lo que no pude escucharlos.
Desde mi posición vi cómo intercambiaban unas palabras. De pronto, Marta se abalanzó sobre el sorprendido Ramón y lo besó. No podía verlo bien, pero me pareció que el beso era correspondido. Marta se separó de él dejándome atisbar cómo su mano apretaba fuertemente la entrepierna del asombrado Ramón.
Marte le soltó y echó a correr en dirección opuesta con las mejillas totalmente enrojecidas. Casi me descubre, pero me dio tiempo a ocultarme. Cuando pasó, eché una mirada a Ramón. Sonreía.
Me marché de allí cuidando que no me vieran y fui en busca de Marta. La encontré cerca de las escaleras, respirando agitadamente.
– Lo has hecho ¿eh?
– ¿Qué?
– No me engañas, lo veo en tus ojos, has ido a por Ramón.
– ¿Me has visto?
– No – mentí – es sólo que estás colorada como un tomate.
– Venga ya – dijo, mientras se llevaba las manos a la cara.
– Bueno, ¿lo has hecho o no?
– Sí.
– ¿Qué le hiciste?
– Le dije que me gustaba mucho.
– ¿Nada más?
– Y lo besé.
– ¡Vaya con mi prima!
– Y también…
– ¿También qué?
– Nada…
– Sí, ya, y voy yo y me lo creo. ¡Vamos confiesa! – le dije mientras la sacudía por los hombros bromeando.
– ¡Ayyy, estáte quieto!
– ¡Confiesa!
– Le agarré el paquete con la mano ¿estás satisfecho? – me dijo con su rostro aún más rojo si es que era posible.
– ¡Vaya! ¡Menuda guarra estás hecha, Marta!
– Oye – dijo enfadada.
– ¿Y qué hizo él?
– Nada – dijo ella triunfante – se quedó muy sorprendido, pero no me hizo nada.
– ¿En serio?
– Sí, estabas equivocado, es un caballero y no se aprovechó. Yo no le gusto, sino sólo Andrea – su tono era ahora pesaroso.
– Pues si me he equivocado puede que se lo diga a Andrea ¿no crees?
– ¡Dios! ¡Es verdad! ¡No puede ser! ¡Por qué te haría caso!
Era tal el espanto que se reflejaba en su rostro que me arrepentí de lo que había dicho.
– Tranquila Marta, era broma. Mira, si tienes razón y es un caballero, entonces no dirá nada, como mucho hablará contigo a solas para decirte que no puede corresponderte.
– ¡Qué vergüenza!
– Y si yo tengo razón, sin duda intentará algo antes o después. Lo que no hará nunca es contarlo, puedes estar segura.
Marta pareció quedarse más tranquila. Seguimos conversando apaciblemente, le pregunté si había encontrado algo que le gustara y resultó que no, así que me ofrecí a ayudarla a buscar un vestido. Se pasó una hora probándose ropa (hay mujeres que olvidan sus problemas con facilidad en una boutique) y yo le daba mi opinión sobre cada vestido que se probaba. Lo pasamos muy bien juntos, nos reímos mucho y charlamos alegremente. Nunca la había visto tan relajada. Fue genial.
Se me pasó por la cabeza la idea de intentar espiarla en el probador, pero si me pillaba podía echar al traste todo lo conseguido hasta el momento, así que me porté bien.
Finalmente escogió un vestido, y para mi alegría resultó ser el que yo le había recomendado. Era de seda, de color verde, con tirantes sobre los hombros y un chal a juego. Estaba preciosa con él.
Nos reunimos con los demás, Andrea y Marina también habían encontrado vestido y además habían comprado no sé qué para tía Laura. Así que cada una pagó lo que había comprado con el dinero del abuelo y nos marchamos de la tienda, pues casi era la hora de cerrar.
Fuimos andando hasta el restaurante que conocía Ramón, fue una larga caminata, pero al muy capullo ni se le ocurrió que las chicas pudieran cansarse. Yo iba charlando alegremente con Marta, y Andrea con Marina. Yo, controlaba con disimulo a Ramón, que parecía bastante pensativo y noté que de vez en cuando dirigía miradas apreciativas a Marta.
– Ya está en el bote – pensé.
Por fin llegamos al restaurante. Un camarero nos condujo a una mesa para seis en un rincón junto a la ventana.
– Marta, siéntate aquí, a mi lado – dijo amablemente Ramón.
Andrea lo fulminó con la mirada, supongo que pensó que era para darle celos. Así que nos dispusimos así; en el rincón, pegada a la ventana, Marta, Ramón justo a su izquierda y Andrea a la izquierda de Ramón. Yo me senté frente a Marta y Marina frente a Andrea, quedando la silla de en medio para los paquetes.
La comida transcurría con cierta calma tensa, Andrea parecía decidida a ignorar a Ramón, por lo que conversaba con mi hermana, cosa que al muy imbécil no parecía importarle pues se dedicaba a charlar con Marta en voz baja, lo que mortificaba a Andrea.
Así estuvimos durante un rato; yo simulaba estar concentrado en el plato, pero en realidad no le quitaba los ojos de encima al tipejo.
De pronto, Ramón se inclinó para decir algo en el oído de Marta, que se puso muy roja, y, simultáneamente, su mano derecha desapareció bajo la mesa. Marta pegó un respingo y se quedó tensa. Desvió la mirada y se puso a contemplar la calle. Ramón miraba a las otras chicas con disimulo, para cerciorarse de que nadie notaba sus maniobras.
Entonces me di cuenta de que la mano izquierda de Marta tampoco estaba a la vista. La moral se me fue a los pies, ¡no podía ser! ¿le estaba correspondiendo? Yo notaba que había movimiento bajo la mesa, me estaba enfureciendo por momentos. ¡Maldita sea! ¡Era culpa mía! ¡Ahora ese cabrón podría tenerlas a las dos! Vi cómo Ramón parecía tirar de Marta ¿qué estaba pasando? ¡Dios!, me iba a volver loco.
Entonces, de repente, Marta se puso de pié, me di cuenta de que sus ojos estaban brillantes por las lágrimas, parecía a punto de echarse a llorar.
– Oscar, ¿me cambias el sitio por favor? Aquí estoy un poco agobiada, esto es muy estrecho.
– Claro, Marta. Sin problemas.
El pecho me iba a estallar de júbilo. Ramón tenía una cara de tonto que casi me hace echarme a reír. ¡Lo sabía! ¡Un tipejo así no podía salirse con la suya!
Nos cambiamos y seguimos comiendo. La tensión se palpaba en el ambiente. Las chicas sabían que algo había pasado, pero no podían imaginar el qué.
Tras la comida, cada uno pagó lo suyo (todo un caballero ¿eh?) y nos marchamos. Ramón propuso ir a una cafetería cercana y a Marina y Andrea les entusiasmó la sugerencia, por lo que hacia allí nos fuimos. Vi cómo Ramón intentaba reconciliarse con Andrea, pero a ésta aún le duraba el enfado. Marta iba muy taciturna y yo caminaba a su lado, en silencio. Marina también lo notó, y se acercó a nosotros.
– ¿Te pasa algo, Marta? – preguntó.
– No, sólo estoy algo cansada.
– ¿Seguro?
– Sí, de veras.
Entonces Marta dijo algo que yo no me esperaba.
– Marina, yo no tengo ganas de tomar café. ¿Por qué no vais vosotros?
– ¿Cómo?
– Que no me apetece tomar café y además, todavía no he comprado nada para mamá.
– ¿Y te vas a ir sola?
– Me llevo a Oscar, hoy hemos hecho muy buenas migas ¿verdad? – dijo, mientras me miraba suplicante.
– Sí, y yo tampoco he comprado nada para tía Laura – dije yo.
– No sé, Marta.
– No te preocupes, seguro que lo pasamos muy bien – por el tono se veía que estaba intentando parecer animada.
– Sí – intervine yo – podemos vernos en el sitio donde quedamos con Nicolás. Era a las nueve ¿no?
Marina nos miró a los dos con extrañeza. Allí se estaba cociendo algo pero ¿qué podía hacer ella?
– Haced lo que queráis. Tened cuidado.
Nos despedimos de los otros dos, pero no nos prestaron demasiada atención, bastante tenían con sus líos y nos marchamos en dirección opuesta. Caminamos en silencio durante un rato, hasta que llegamos a un parque. Buscamos un banco y nos sentamos.
– ¿No vas a decir nada? – me espetó.
– ¿Cómo?
– Un “yo tenía razón” o algo así – estaba apunto de echarse a llorar.
La miré a los ojos y le dije:
– Lo siento, Marta.
Ella rompió a llorar. Yo la abracé torpemente y ella no me rechazó, sepultó el rostro en mi cuello y se deshizo en lágrimas. No podía hacer mucho, intuía que lo mejor era dejar que se desahogara, así que me limité a acariciarle el cabello en silencio.
La gente que pasaba nos miraba con curiosidad, pero yo les echaba unas miradas que nadie se atrevía a preguntar qué pasaba.
 
Así estuvimos unos minutos, hasta que poco a poco fue calmándose. Lentamente deshicimos el abrazo. Tenía los ojos llorosos, las mejillas hinchadas, pero aún así, me pareció hermosa.
Metí la mano en mi bolsillo y le ofrecí un pañuelo.
– Gracias – me dijo, lo tomó y se sonó la nariz ruidosamente. Tras hacerlo me tendió el pañuelo.
– ¡Ah, que guarra! – exclamé divertido – ¡para qué quiero yo tus mocos!
Marta se echó a reír.
– Es verdad, lo siento.
– Tranquila, era broma – la miré con cariño – ¿estás mejor?
Marta respiró profundamente.
– Sí, me encuentro más aliviada, como si me hubiese quitado un peso de encima – me dijo, mientras se secaba los ojos con mi pañuelo.
– ¡Dios, qué asco! ¡Y se los refriega por la cara!
Esta vez no se rió, se carcajeó.
– Es verdad, qué asco.
– ¡Y yo que te tenía por una muchacha bien educada! Si te viera Dicky le daba un patatús.
Marta volvía a llorar, pero ahora de risa.
– Señorita Marta, me ha decepcionado usted profundamente – dijo Marta, imitando a Mrs. Dickinson bastante bien.
Estuvimos diciendo tonterías y riendo durante un rato. Poco a poco nos fuimos calmando.
– Gracias Oscar, lo necesitaba.
– De nada nena, por ti lo que sea.
Ella se me quedó mirando un segundo, se inclinó hacia mí y me dio un leve beso en los labios.
– Gracias de corazón.
– De nada.
Nos quedamos allí sentados, sin decir nada durante un rato. Por fin Marta me dijo:
– Tenías razón, es un cerdo.
– Lo sé.
– Durante la comida empezó a decirme cosas al oído, que yo era muy bonita, que no sabía como no se había fijado… Yo hasta me las estaba creyendo…
– ¿Y?
– De pronto me puso la mano en el muslo.
– ¡Qué cabrón!
– Yo intenté apartársela con cuidado, porque no quería que Andrea notara nada, pero seguía insistiendo, deslizaba la mano cada vez más arriba.
– ¡Joder! – la verdad es que aquel pequeño relato me estaba calentando un poco.
– Me apretaba cada vez más, seguro que tengo la mano marcada por todo el muslo.
– Me encantaría verlo – pensé.
– La deslizaba cada vez más arriba y yo…
– ¿Tú qué?
– ¡La verdad es que me gustaba un poco!
– Comprendo.
– Le dejé hacer, pero entonces recordé todo lo que me habías dicho y le cogí la mano para apartársela.
– Bien hecho.
– Pero él me cogió por la muñeca y llevó mi mano hasta su entrepierna
– ¡Maldito cabrón!
– Eso ya fue demasiado, así que me levanté y te cambié el sitio.
– Debiste hacerlo antes.
– Lo sé, pero es que… no sé, no me desagradaba, era…
– Excitante – terminé yo.
– ¡Eso! Lo siento, pensarás que soy una zorra.
Marta bajó la mirada hasta el suelo, parecía apesadumbrada. Yo me acerqué y cogiéndola dulcemente por la barbilla, hice que sus ojos se encontraran con los míos.
– No digas tonterías. Eres una mujer maravillosa, y me siento muy feliz de que te hayas dado cuenta de lo imbécil que es Ramón.
Marta sonrió.
– Gracias, pero yo no puedo olvidar que le dejé tocarme.
– Pero Marta, eso es normal.
– ¿Normal?
– Claro, ya hablamos antes de los impulsos que sentimos a nuestra edad. Constantemente pensamos en el sexo, es algo que no podemos evitar…
Durante un rato, le solté el discurso que días antes me había dado mi abuelo. De vez en cuando me interrumpía y me preguntaba algo.
– ¿Cómo sabes tanto de estas cosas?
– He leído libros, y también hablando con el abuelo.
– Ah, claro.
– Pues eso Marta, que lo que te pasa es normal y se trata tan sólo de que lo aceptes y lo disfrutes.
– Sí, pero con quién.
– Pues conmigo, por ejemplo – dije sin pensar.
Ella se quedó callada, sorprendida.
– Ya la he cagado – pensé.
Entonces ella sonrió y me dio un cariñoso puñetazo en el hombro.
– Eres un guarro – dijo riendo.
– ¡Desde luego, nena! – reí yo también.
Eran las seis más o menos cuando nos levantamos y fuimos a ver tiendas. Pasamos una tarde genial, entrando en bazares, tiendas de ropa, yo nunca había visto tantos comercios juntos.
Marta compró para su madre un joyero muy bonito que vimos en una tienda de artesanía. Yo le compré un camafeo que se abría, para poner en su interior hierbas de olor. Aprovechando un segundo de distracción, compré también dos navajas suizas, de esas multiusos y una pulsera de plata que le había gustado mucho a Marta.
Salimos a la calle y nos fuimos a tomar un helado. Charlamos durante un rato, hasta que vimos que era hora de marcharse.
– ¡Uf, estoy reventada de tanto andar! – dijo mi prima.
– Pues espera un momento.
Me acerqué a un coche de caballos de esos cerrados que había allí cerca, hablé unos segundos con el conductor y llegué a un acuerdo sobre el precio.
– Vamos Marta, subamos.
– ¡Estás loco!
– Venga princesa, tú te lo mereces todo – le dije mientras le ofrecía mi mano para ayudarla a subir.
Marta sonrió y tomó mi mano, subiendo con gracia.
– ¿Adónde vamos?
– Al punto de reunión, pero como en carruaje tardaremos menos, le he dicho que nos dé un paseo turístico.
– ¡Estupendo!
Dimos un romántico paseo a través del parque en el que habíamos estado antes. Estaba empezando a anochecer y los serenos comenzaban a encender las farolas. Nosotros íbamos dentro del carruaje cerrado, mirando por las ventanillas.
– ¡Es maravilloso!
– Tú lo eres más.
Marta me miró, y se reclinó suavemente contra mi pecho.
– Marta…
– ¿Ummm?
– Tengo algo para ti.
– ¿Cómo?
Saqué la pulsera y se la enseñé. Su cara de asombro mereció la pena.
– ¡Dios mío! ¡Estás loco! ¿Cuánto te ha costado?
– No mucho, como vi que te gustaba y hoy has tenido un día tan duro…
Ella no dijo nada, sólo se me quedó mirando. La verdad es que me dio hasta un poco de vergüenza. Tomé su mano y le puse la pulsera.
– ¿Te gusta?
– Mucho.
Tras decir esto, se acercó hacia mí y me besó. Su boca era un tanto torpe, se notaba que no tenía experiencia. Yo tampoco tenía mucha, pero Loli besaba de otra forma. Así que la abracé y la besé con pasión. Poco a poco mi lengua se introdujo entre sus labios y se encontró con la suya, que me respondió con deseo.
Estábamos besándonos cuando ella tomó mi mano derecha y lentamente la condujo hasta su pecho, apretándola contra él. Comencé a acariciarla con ternura, jugando con sus senos por encima de la ropa. Sus pezones se marcaron rápidamente sobre la camiseta y yo los rocé levemente con la yema de los dedos.
Ella se echó aún más sobre mí y su pierna izquierda presionó fuertemente contra mi pene, que a esas alturas estaba como una roca. Lentamente deslizó su mano por mi pecho hasta llegar a mi cintura y una vez allí comenzó a abrirse paso por el borde del pantalón.
Entonces unos golpes resonaron en el techo.
– Hemos llegado – gritó el cochero.
– ¡Maldita sea tu estampa! – pensé.
Miré a Marta con cara de resignación y vi la misma expresión reflejada en su rostro. Pensé en decirle al cochero de dar otra vuelta, pero por la ventanilla vimos a los demás que estaban esperando.
– Ponte el jersey – le dije.
– ¿Por qué?
– Porque sino verán tus perfectos pezones marcados contra tu camiseta.
– Tienes razón – rió ella.
En ese momento me di cuenta de lo mucho que había cambiado Marta en un solo día. Si por la mañana le hubiese dicho algo como eso habría enrojecido hasta la raíz de los cabellos.
Nos bajamos del coche y saludamos a los demás, que nos miraban con cara de asombro.
– ¿Dónde estabais? – inquirió Andrea, se veía que el enfado no se le había pasado.
– Por ahí – dijo Marta.
Y así quedó la cosa. Todos teníamos un aire enfadado. Se veía que aquellos tres no habían pasado muy buena tarde y yo andaba quemado por haberme quedado a medias. A duras penas lograba tapar mi erección con las bolsas de la compra.
La única que parecía risueña era Marta, que de tanto en cuanto, me echaba miradas de complicidad.
Por fin apareció Nicolás. Cargamos los paquetes en el maletero (una especie de caja con correas que había en la trasera) y nos dispusimos a subir. En ese momento un trueno resonó en el cielo.
– Parece que va a llover – dijo Nicolás – será mejor bajar la capota.
– Sí – intervino Marta – además yo tengo frío, voy a coger la manta que hay detrás.
Así lo hicimos, mientras Nicolás, Ramón y yo echábamos la capota, las chicas colocaron la manta en el asiento de atrás. Tardamos un poco, porque antes había que colocar una especie de pared de tela que separaba los asientos delanteros de los traseros, quedando comunicados tan sólo por un hueco en el centro. Cuando íbamos a subir Marta me dijo:
– Oye Oscar, pesas mucho ¿por qué no me llevas tú a mí?
Me quedé anonadado ¡había creado un monstruo!
– Bueno…
– Venga, que pesas más que cualquiera de nosotras.
Andrea ya se había subido, justo detrás de Ramón, supongo que para no verlo mucho, pero Marina estaba con nosotros y miraba extrañada a Marta.
– ¿Estás segura Marta? – preguntó.
– Claro, a mí no me molesta ¿y a ti Oscar?
– No, no – resultó que al final el tímido era yo.
– Pues venga Marina sube.
Marina subió al coche, metiéndose bajo la manta como Andrea, yo subí a continuación, colocándome junto a la puerta, justo tras Nicolás. Sujeté en alto la manta para que Marta pudiera taparse. Antes de que Marta se subiera, Marina se inclinó sobre mí y me dijo:
– No hagas cosas raras ¿eh? Que te conozco.
– ¿Qué cosas hermanita? – le pregunté con descaro.
Ella se ruborizó un poco y me ignoró, arrebujándose bien bajo la manta.
Por fin subió Marta. Yo levanté la manta para que no le estorbara y ella se sentó directamente sobre mi paquete. Fue demasiado. Marta cerró la puerta, se arropó bien y le gritó a Nicolás que arrancara. Y partimos.
Aquello era una tortura. Mi pene se puso como una roca en un instante y se incrustó contra las nalgas de Marta. Yo no me atrevía a hacer nada, pues mi hermana no nos quitaba ojo. Los demás no importaban, Andrea miraba por la ventanilla y los de delante estaban separados de nosotros, pero Marina estaba muy pendiente, aunque a Marta eso no le importaba.
Comenzó a apretar su culo contra mi polla, cada vez más fuerte. Yo la cogí de la cintura y trataba de apartarla, pero ella estaba encima y yo no podía hacer movimientos bruscos. No sé cuanto estuvimos así. Mis nervios estaban a flor de piel, pero el morbo de la situación me mantenía excitadísimo.
Entonces Marta me dio un ligero codazo:
– Mira – susurró.
Miré a la derecha y vi que tanto Andrea como Marina estaban dormidas.
– Pobrecitas – dije – soportar a ese imbécil durante todo el día debe ser agotador.
– Mejor para nosotros – dijo Marta riendo.
Nada me lo impedía ya, así que me dediqué a disfrutar. Solté la cintura de Marta, y fui deslizando mis manos por sus muslos hasta llegar al borde de la falda. Lentamente, fui subiéndolas de nuevo, esta vez por debajo de la ropa, sintiendo el tacto de las medias de mi prima.
– No te pares, sigue.
Como si yo fuera a parar. Recorrí con mis manos sus muslos, acariciando también su cara interna. Subí las manos hasta alcanzar el borde de las medias, así noté que mi primita no llevaba ligas, sino liguero.
Ella se echaba hacia atrás, reclinándose contra mi pecho. Volvía el cuello, acercando su rostro al mío, buscando mis labios con los suyos. Su lengua encontró la mía, la verdad es que aprendía rápido.
Saqué una de mis manos de su falda y la metí bajo su jersey y su camiseta, llevándola hasta sus senos, donde empecé a acariciarla. El sostén era un obstáculo insalvable, yo trataba de apartarlo, pero era de esos con vainas metálicas y resultaba incómodo.
– Inclínate – le dije.
Ella obedeció, se echó un poco hacia delante y así tuve acceso a su espalda. Le subí el jersey y la camiseta hasta la nuca y ella los sujetó con la mano. Con torpeza, solté el broche del sujetador y se lo saqué por delante, dejándolo sobre la manta. Besé con pasión su espalda, de piel blanca, sedosa, recorrí su columna con mi lengua, lo que hizo que un estremecimiento sacudiera su cuerpo.
Volvió a echarse hacia atrás y yo la besé en el cuello, en las sienes, tras las orejas. Leves gemidos escapaban de sus labios. Llevé mis manos hasta sus pechos, completamente libres ahora, los apreté, los acaricié, los recorrí palmo a palmo. Rocé sus pezones con mis dedos, eran como piedras al rojo.
Seguí tocándole los pechos con una mano y metí la otra nuevamente bajo su falda. Esta vez no me entretuve mucho y la llevé directamente a su destino. Froté con la palma sobre las bragas, estaban empapadas. Aferré su coño con la mano, lo que la hizo dar un gritito. Yo, sobresaltado, miré de reojo a mi derecha y pude ver perfectamente cómo uno de los ojos de mi hermana se cerraba.
¡Marina estaba otra vez espiándome! ¡Me estaba viendo liarme con Marta y no decía nada! Aquello me excitó todavía más. Pues si quería espectáculo, lo iba a tener. Decidí que Marta necesitaba todavía más marcha, así que intenté introducir mis dedos por el lateral de sus bragas. El problema era que se trataba de bragas de esas anchas, que cubrían hasta medio muslo. El acceso era difícil.
– Espera – dijo Marta.
Levantó su trasero de mi entrepierna y se encogió un poco. Al ponerse en pié su trasero quedó frente a mi cara. Lo besé por encima de la falda.
– Jolín, te he dicho que esperes.
Marta se arremangó la falda, enrollándola hasta su cintura. Entonces metió sus dedos por el borde de sus bragas y se las bajó. Frente a mi rostro estaba un culo en pompa de los que quitan el hipo. Sin pensármelo agarré sus nalgas con las manos y las besé.
– Estáte quieto idiota – susurró Marta en equilibrio precario.
Yo, por toda respuesta, le di un leve mordisco en una nalga.
– ¡Ay! – rió Marta – ¡Guarro!
Se dejó caer de nuevo sobre mi polla, que estaba a punto de estallar en su encierro. Marta dejó sus bragas sobre la manta, junto al sujetador y nos arropó de nuevo.
– Como alguien se despierte y vea tus bragas ahí, nos va a costar explicarlo…
– Tienes razón.
Cogió las bragas y el sostén y las metió bajo la manta, pero se lo pensó mejor y, bajando el cristal de la ventanilla, los arrojó a la carretera, dejando la ventanilla un poco abierta. Aquello me puso a mil.
– ¡Joder Marta!
– ¿Qué? – me dijo con una sonrisa pícara.
– ¿Ahora irás sin bragas todo el rato!
– Y sin sujetador, querido – dijo mientras volvía a besarme.
Poco a poco reiniciamos las caricias. Seguimos justo por donde lo dejamos, metí una mano bajo su jersey y la otra bajo su falda, ahora el camino estaba libre de obstáculos.
Cuando introduje mi mano en su coño, arqueó violentamente la espalda.
– ¡Aaahhhh…! – exclamó.
– Shissst, calla – siseé yo.
Suavemente, comencé a masturbarla. Recorría su raja con mis dedos, deslizándolos fácilmente gracias a lo mojada que estaba, hasta llegar al clítoris, donde me detenía. Se lo acariciaba delicadamente, con un solo dedo, recorriendo su contorno. Entonces lo pellizcaba levemente con dos dedos, lo que la estremecía. Para acallar sus gemidos, volvió su cabeza y nos besamos.
Mientras una mano se hundía en sus entrañas, la otra festejaba en sus senos. Los amasaba con fruición, con pasión. Sus pezones hubieran podido cortar cristal, así de duros estaban.
Mis dedos abandonaron momentáneamente su clítoris, bajaron un poco y se perdieron en su interior. Le metí la mano entera, menos el pulgar, apretando con fuerza. Mis dedos entraron sin problemas, pues estaba muy lubricada. Empecé un movimiento de penetración y ella comenzó a mover las caderas acompasadamente.
Dejó de besarme un instante y me mordió el labio con pasión.
– Más fuerte – dijo – más fuerte.
Yo obedecí con presteza, hundiendo mis dedos en su interior con mayor violencia.
– Ahhhh. Diossss – noté que iba a gritar, así que saqué la mano de sus tetas y le tapé la boca, mientras mi otra mano continuaba su trabajo. Ella me mordió con fuerza.
Noté cómo el orgasmo devastaba su cuerpo. Olas eléctricas la recorrían, haciendo que sus caderas se movieran de forma espasmódica. Sentía que la mano que había en su coño estaba empapada, sus flujos chorreaban y mojaban mi pantalón.
Por fin, se calmó y se recostó contra mi pecho. Su respiración era muy agitada.
– Ha sido… Ufff. Increíble.
– Desde luego, mira me has pringado el pantalón.
Ella se incorporó un poco y miró mi regazo.
– Habrá que remediarlo – dijo con sonrisa pícara.
Intentó desde su postura desabrochar mi pantalón, pero no podía, así que tuve que hacerlo yo.
– Hasta abajo – me dijo.
Así lo hice, me bajé los pantalones y los calzoncillos hasta los tobillos. Ella se sujetó la falda y se dejó caer nuevamente sobre mí, sólo que esta vez el contacto entre mi polla y su trasero era directo.
Comenzó a mover el culo de delante a atrás, jugueteando y aquello me excitaba aún más.
– ¿Te gusta? ¿Eh? ¿Te gusta? – me decía mientras deslizaba el culo sobre mi polla.
De pronto se paró.
– Quiero verla – dijo.
– Es toda tuya.
Intentó girarse, pero resultaba incómodo, así que se levantó de nuevo y me dijo:
– Deslízate un poco hacia abajo.
Yo comprendí lo que quería. Me eché un poco hacia delante, de forma que ella, al sentarse, lo hacía sobre mi ingle quedando mi picha un poco más abajo. Así lo hicimos, mi polla quedaba justo entre sus muslos, y totalmente pegada a su raja. Podía sentir el calor y la humedad de sus labios vaginales junto a mi miembro. Era enloquecedor.
Marta metió la cabeza bajo la manta, mirando su entrepierna.
– ¡Vaya, parece que ahora tengo polla!
Oírla decir tacos era aún más erótico.
– ¡Hola, pajarito…! – dijo mientras rascaba ligeramente la punta de mi capullo con sus uñas.
– Marta, no juegues más, me estás volviendo loco.
– Bueno, pero ¿qué hago?
– Espera.
Rodeé su cintura con mis manos y busqué mi polla. Con cuidado comencé a colocarla entre sus labios vaginales, no penetrándola, sino en medio, como si fuera un sándwich.
– No, eso no – dijo alarmada – si me follas sé que no me podré contener, me pondré a gritar y se despertarán.
– Tranquila, no quiero meterla, sólo voy a frotarla.
Tomé una de sus manos y la puse sobre su coño, manteniendo así mi polla entre sus labios.
– Ah, ya entiendo – dijo, y ni corta ni perezosa comenzó a subir y bajar lentamente su cuerpo.
Yo empuñé sus pechos con mis manos, ayudando a su movimiento de sube-baja usándolas como asidero. ¡Dios, qué placer! Mi polla disfrutaba como nunca, el calor que sentía en ella era excitante, la humedad que notaba lo era más, sus pechos, duros como rocas también…
Disfrutábamos como locos, Marta cabalgaba cada vez más violentamente, parecía darle igual que se despertase la gente. De hecho si mi hermana no hubiese estado ya despierta, sin duda lo habría hecho. Con frecuencia me he preguntado si Andrea no estaría despierta también.
Por fin llegamos ambos al clímax, el semen surgió con violencia de mi polla, salpicando sus muslos. Gorgoteos sin sentido escapaban de sus labios, mientras yo apretaba los míos para no gritar. Había sido increíble.
Noté cómo Marta empezaba a limpiarnos a los dos con un trapo. Con él, fue quitando los restos de semen, primero de mi polla y después de entre sus piernas. Era mi pañuelo, el de los mocos.
– De verdad que eres guarra – le dije.
– Siempre seré tu guarra – me contestó y mientras me daba un largo y profundo beso, guió una de mis manos hasta su coño, donde apretó con fuerza.
Ya más calmados, nos arreglamos la ropa lo mejor que pudimos. Tiramos el pañuelo por la ventanilla y la dejamos abierta del todo, para que se fuera el olor a sexo que inundaba el habitáculo. Marta volvió a reclinarse sobre mí, esta vez no de espaldas, sino de costado, se acurrucó en mi pecho y al poco rato estaba dormida.
Yo iba pensativo, con el agradable peso de Martita sobre mi regazo. En eso me acordé de Marina. ¡Menuda guarra estaba también hecha! La miré y seguía aparentando estar dormida. Con cuidado levanté la manta para echar un vistazo. Marina se movió bruscamente y una de sus manos cambió de postura.
Al mirar debajo de la manta, vi que la falda de su vestido estaba subida hasta la cintura. Sin duda mi hermanita había tenido bien hundidos los dedos en su coño mientras yo me enrollaba con Marta.
– Marina, ¡eh!, Marina – susurré.
Pero ella seguía haciéndose la dormida. Me quedé pensativo un segundo y me decidí. Deslicé mi mano derecha bajo su falda, ella ni pestañeó. La llevé lentamente hacia su coño, acariciando su muslo hasta llegar a sus bragas. Éstas estaban apartadas, echadas hacia un lado, con lo que el acceso estaba libre. Con delicadeza, hundí dos dedos en su interior, estaba mojadísima y un delicioso gemido escapó de su garganta:
– Aaahhh.
Sonriendo, saqué los dedos de su coño y los llevé a mi boca, chupándolos lentamente.
– Deliciosa – le dije a Marina al oído, pero ella siguió fingiendo estar dormida.
– Otra vez será – dije en voz alta y me puse a mirar por la ventana.
Pocos minutos después, empezó a llover con fuerza. Andrea y Marina despertaron, pero Marta no, pues seguía dormida acostada sobre mi pecho, mientras yo acariciaba con cariño su espalda por debajo de la manta. No conversamos, viajábamos en silencio.
El camino estaba enfangándose, pero, afortunadamente, faltaba poco para llegar a casa, aunque tuvimos que desviarnos un poco para dejar a Ramón en la suya. Como llovía, no pudo entretenerse mucho en la despedida, cosa que agradecí. Poco después regresábamos al hogar.
Las chicas usaron la manta a modo de paraguas y corrieron dentro, mientras, Nicolás y yo sacábamos los paquetes del maletero y nos apresuramos a seguirlas. Al poco de entrar en la casa, la lluvia amainó, había sido un simple chaparrón primaveral.
Había sido otro día increíble. Todos estábamos muy cansados, por lo que tomamos un poco de sopa y nos fuimos a dormir.
– Mañana será otro día – pensé.
 
CONTINUA

Relato erótico: Legión: Ícaro (POR VIERI32)

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13 de marzo de 1096
Cinco años. Años de guerra, sangre y sinsabores en donde derrotamos a los cumanos a orillas del río Temes y finalmente en Orsova. Vi las crueldades de la guerra justificadas en nombre de la religión y el reino de Hungría, y dentro de mí desfilaron incontables dudas cada vez que un enemigo probaba el acero afilado de mi espada. Pero el infierno quedó atrás, llegó el descanso para el guerrero porque por fin, cinco años después de partir, estaba de nuevo en casa.
Contemplé el oscuro río Danubio acaparando todo el horizonte como si fuera una parte más de ese cielo negro que poco a poco cedía al alba. Apurando el paso a escasa distancia del río, me quité el pesado almófar y lo lancé a la tierra. Y caí arrodillado allí donde el agua arrimaba, empapándome con una sonrisa como no esbocé en años.
Poco caso le presté a mi compañero Endré, quien venía detrás, probablemente tan cansado como yo pues la cota de malla que llevábamos los soldados del reino hacía que cada paso que diéramos en la arena fuera una tortura. Acercándose, y con su respiración entrecortada, me sacó de mis cavilaciones:
—¡Jozsúa! ¡Jozsúa, hijo de puta!
—¡Endré, necio! ¡Llegamos!
—¡Ja! ¡En casa de nuevo! … ¡Tengo… tengo que hacerlo ahora! –Rápidamente se quitó las botas y las lanzó cerca de mí. Con una enorme sonrisa surcando su flacucha cara, enterró los pies desnudos en la arena y jugó con ella entre sus dedos.
—Endré… pareces un crío.
—¡Pero qué bien se siente, mierda!
Se quitó el camisón de lino y amagó retirarse la cota de malla mientras se acercaba al agua. Se detuvo nada más le lancé arena a su rostro.
—¿Pero qué mierda te pasa, Endré? ¿Vas a darte un baño ahora? ¿Aquí? Aguanta un poco más. Zemun está a pocas leguas.
—Zemun… Y una mierda, ¡Zemun puede esperar!
—Muestra algo de porte, Endré, San Ladislao nos mira pues aún le estamos rindiendo duelo.
—Oh, vos ruego una disculpa, Jozsúa y San Ladislao –respondió masticando cada sílaba, remedando el actuar de la alta alcurnia—. Creo que tengo algo de tierra en el oído… ¿Tú sí puedes tirar toda tu puta armadura por el suelo, mas yo qué? ¿¡Mas yo qué!?
—¡Recoge tus cosas, amigo! En serio, queda poco…
Llegamos al puerto cuando el sol se asomaba en el horizonte y todo lo pintaba de un naranja nostálgico, mientras poco a poco los faroles de la ribera eran apagados por los pequeños para dar comienzo a las actividades de los mayores. El puerto y el mercado desprendían un olor a pescado que se hacía más fuerte conforme nos adentrábamos; Endré los odiaba: los peces y su tufo, pero en cambio a mí me traían buenos recuerdos de mi juventud.
Tras otra pequeña caminata logramos llegar por fin al pueblo, un incontable grupo de casonas humildes de madera añeja y paja desgastada de color ocre. En la capital no se encontraba tanta demostración de pobreza y humildad, pero prefería mil veces el calor de la gente de Zemun antes que el frío y etiquetado comportamiento al que acostumbraba en Esztergom.
Mientras más nos adentrábamos, entre los niños que admiraban nuestras armas y las damas que observaban de reojo, más se podía escuchar el sonido dulce del laúd proveniente de una de las casonas. Me fijé en una agrietada escalera que serpenteaba hasta la entrada de una casa, pues allí una hermosa morena se encontraba tocando el instrumento con los ojos cerrados, deleitando con su melodía a todo aquel que pasara.
Endré prestaba atención al tempo particular de la música: tenía un desarrollo lento de notas tristes pero remataba con un final apresurado y melodioso que invitaban a bailar hasta al más infeliz de los soldados del reino. Le tomé del hombro y le saqué de lo que fueran sus pensamientos:
—¡Endré! ¿No fue Lillia la que te despidió hace cinco años con su música de laúd?
—Lillia… Claro que la recuerdo, Jozsúa. Y la noche de despedida… ¡Ja! Nunca en mi vida disfruté tanto. ¿Sabes que usó sus dedos para…
—Ahórrate los detalles, necio. Es ella, la que está tocando en aquella escalera, ¿la ves?
—No, ¿¡qué estás diciendo!? ¿Es ella? Si es que… Jozsúa, ¿crees que me habrá estado esperando estos cinco años? ¿Reservando su esbelto cuerpo para mi retorno triunfal? –preguntó dibujando groseramente las curvaturas de una mujer.
—¿Reservado? Si es la más puta de toda Tierra Santa…
—Pero tengo un lugar en su corazón.
Lanzó su yelmo a mis pies. A los pocos segundos le acompañó el almófar y la crespina. Me miró con una sonrisa enorme y los ojos iluminados:
—Cuídamelos, Jozsúa.
—Jala-barbas, ¿tengo cara de ser tu esclavo?
Endré corrió presuroso, avanzando a empujones entre los niños y mercaderes. Idiota como siempre, se presentó bailando las notas de la chica para posteriormente hacerle una reverencia. Ella se sorprendió al verlo, asustada, dubitativa. Pronto lo reconoció y chilló de emoción para fundirse en un abrazo pasional que arrancó los aplausos de algunos curiosos.
Pero el viento frío y húmedo proveniente del mar cambió y me distrajo. De algo me avisaba; en mis años durante la guerra en Moldavia y Orsova aprendí a prestar atención al aire: algo se acercaba, algo me confesaba al oído como un susurro. A veces era una advertencia, a veces un consuelo para aguantar los momentos más oscuros.
Una repentina mano se posó en mi hombro, con tacto casi consolador. Me giré y sentí la garganta haciéndose un nudo, contemplando a la mujer más hermosa de toda la tierra: esos ojos azules como el Danubio, los labios seductores dibujado por dioses, el hermoso y largo cabello ondulado que no tardé en recorrer con mis dedos mientras ella me dedicaba una sonrisa.
—Bienvenido a casa, Jozsúa.
—¡Por San Ladislao! Te pareces mucho a mi Fabiane… Pero ella no saldría a mi encuentro, no sé quién serás tú.
—Antes que soldado, bufón –respondió acariciando mi mejilla. La sedosidad de su piel me erizó; extrañé tanto el contacto suave de su mano yendo por mi piel, de su boca y sus dedos consoladores. Todos esos recuerdos, ese calor de su cuerpo sobre el mío, sus besos, sus dulces susurros en la ribera bajo la luz de la luna, todo volvió a mis memorias.
—Fabiane, ¿recibiste mi cart…—Y me interrumpió con un bofetón.
—¿Con cuántas has estado en Esztergom? Confiesa, soldado.
—Mierda. ¿Quieres saber? Siete… creo que nueve… No, espera, que los dos últimos solo eran muchachos muy femeninos.
—Dime que estás bromeando…
—Fabiane, ¿y Gabriela? ¿Dónde está la niña?
—En casa, hoy amaneció mal. Quería venir para acompañarme, por si hoy fuera el día que llegaras… pero le dije que esperara en cama. Vine para hacerle una visita al curandero, no pensé que me toparía contigo aquí.
Mi plan para festejar mi retorno triunfal consistía en pasar el resto del día en la posada donde tan deliciosa aguamiel preparaban, pero el pichel tendría que esperar. Había algo que apremiaba atención en mi corazón:
—Vamos a casa, Fabiane, quiero ver la cara de sorpresa que pondrá la pequeña cuando me vea…
28 de octubre de 2016
—Fumar mata, Ámbar  –me advirtió el comisario desde el otro lado del móvil, justo en el momento que dejaba el coche dentro del estacionamiento de mi edificio. Eran casi las doce de la madrugada y no había ni un alma viva en las calles. De todos modos, con la infernada que se sucedía una tras otra en toda la ciudad, nadie querra salir: que los robos, que los asesinatos, que los piquetes. El fin del mundo a la vuelta de la esquina. Otra vez.
—Me convenciste, jefe. Acabo de tirar el cigarrillo por la ventana.
—Sigues fumando, ¿no es así?
—Como si no hubiera mañana.
—Suéltalo Ámbar, en serio. Te necesitamos a pleno para salvar la ciudad.
—Disculpa, pero mi idea de “salvar a la ciudad” no incluye buscar a un pobre bastardo que robó el Mercedes de último modelo de su jefe.
—¿Y tu idea consistió en decirle al hombre “Cómprate otro que se te ve forrado”, mientras le tomábamos la declaración?
—No estaba de humor, es todo. Tú sabes qué fecha es hoy, tú me conoces.
—Claro que lo sé, chica, ¿por qué crees que te estoy mandando a descansar? Despéjate, date una ducha de una hora y léete algo, ¿sí? ¡Y sobre todo suelta el puto cigarrillo!
—Gracias, comisario.
Corté la llamada y miré el reloj. Exactamente las cero horas. Una amargura pobló todo mi cuerpo como si de un extraño reloj biológico se tratara. Cinco años. Oficialmente habían pasado cinco años desde la muerte de mi hija Sofía; retiré de mi guantera mi automática y la miré, ladeándola y contemplando sus aristas.
Y enterré el cañón en mi boca. Cinco años. Cinco putos años aguantando el dolor, las heridas que no cierran y la dulce voz de una niña rogando un milagro en la camilla del hospital. Cinco años sufriendo como una mujer condenada y maldita. Fue esa actitud la que me valió la imagen de la más brava de la comisaría: siempre al frente en un tiroteo, siempre allí en un intercambio de rehenes, en una persecución, siempre la que daba un paso adelante cuando había que requisar un antro de drogas pertenecientes a una mafia brasilera. Siempre, muy en el fondo, rogando por una bala que terminara mi sufrimiento.
Uno, dos, tres golpecitos de mi lengua al cañón. Me sequé las lágrimas y devolví el arma a la guantera. A veces, pretender que estoy a centímetros de la muerte hace que el dolor se esfume por unos instantes.
Nada más salir del coche, el frío me heló la piel e hizo que el vaho de mi respiración se confundiera con el humo de mi cigarrillo; ni siquiera mi gabardina era suficiente para protegerme de la intensidad de la helada.
Antes de guardar el móvil, noté que se había apagado. Avanzando hacia la entrada, le di al botón de encendido porque estaba segura de que había cargado la batería antes de salir de la comisaría. Pocos segundos después, las luces del estacionamiento, así como las luces de las farolas de las calles, se fueron.
Un ligero silbido se escuchó proveniente del cielo. Salí a la calle para ver el causante del sonido; similar al motor de un avión, pero era imposible notar algo por más que ojeara entre las estrellas. El ruido poco a poco aumentaba y ubicar su origen me resultaba imposible… Hasta que una bola de luz blanquecina y potente atravesó el cielo. Rápida, incisiva. Se abrió paso entre un grupo de nubes y las arremolinó, transformó la negrura de la noche en día por unos instantes debido a su fuerte iluminación y, muy para mi asombro, parecía que iba a impactar entre los edificios de mi barrio.
Estaba bastante segura de que era un meteorito. Y obviamente se llevaría mi vida y la de todo el barrio en un santiamén. Me importaba una mierda, la verdad. Lancé el cigarrillo al vibrante suelo y lo maté con una pisada. Extendí los brazos en cruz con una sonrisa grande y cerré los ojos esperando la muerte. No iba a morir en un tiroteo, o en un intercambio de rehenes o durante alguna redada; iba a morir de la manera más extraña posible.
—Sofía, voy junto a ti –susurré.
Y pasaron los segundos. Uno, dos, tres. El sonido cesó, el suelo dejó de vibrar, aquella luz se esfumó y nada impactó contra la tierra. ¿Me estaba volviendo loca de remate? ¿Acaso mi mente me estaba empezando a jugar malas pasadas debido a mi forma peculiar de afrontar la vida?
—Madre mía, definitivamente me estoy volviendo loca…
Entré en mi edificio y saludé al portero que había encendido un par de velas de cera debido al apagón. Me preguntó si yo también había oído aquel ruido tan raro proveniente del cielo, pero para no complicarme las cosas me encogí de hombros y le dije que estaba muy metida en una llamada. Rauda subí por las escaleras, con mi mechero en mano iluminando pobremente mi caminar.
Llegué a mi departamento con las piernas ardiéndome pues hacía rato que no subía tantos escalones, e ingresé tras pelearme un ratito con el llavero, no sin antes encender un último cigarrillo para finiquitar mi noche.
El departamento no estaba en penumbras gracias a la luz azulada de la luna que ingresaba por el ventanal del balcón. Mientras me quitaba la gabardina, noté que el frío no había aminorado, como si me hubiera olvidado de cerrar la ventana antes de salir. Y cuando avancé, oí el crujir de varios pedacitos de vidrio bajo mis botas.
Me fijé de nuevo en mi balcón: cuando las cortinas se levantaban por el viento, se revelaba el ventanal roto…
Y lo vi. Una figura oscura y amorfa se encontraba tiritando a un par de metros delante de mí. Se me congeló la sangre, dejé de respirar y el encendedor cayó al suelo. ¿Era un ladrón? Quise desenfundar mi arma pero me acordé que la dejé en el coche: A veces me excedía con la bebida y temía que yo misma pudiera poner fin a mi vida con mi peculiar gusto suicida.
Retrocedí hasta agarrar lo primero que tenía cerca: una puta sombrilla. Aquella figura se puso de pie. Me miraba, estaba segura de ello, el cigarrillo cayó al suelo y retrocedí otro paso más.
—¿Quién eres?
—Szar, ez fáj!
—¡Quieto! ¡Y las manos arriba!
Franciául?… Nem…Olasz?…  Nem, eza spanyolMegértemspanyolDeÉn soha nembeszéltemspanyolul!
—¡Y tu puta madre también, cabrón! Quédate quieto, tengo un arma y no dudaré en usarla –mentí.
—Puta paloma, se atravesó en mi camino…
—Bien, hablas español. ¡No me obligues a disparar, ponte de rodillas y las manos tras la cabeza!
—¡Mujer, tienes que ayudarme!
—¿¡Pero quién mierda eres y qué haces en mi departamento!?
Las luces volvieron. La radio se encendió y la televisión también. Pude ver con toda claridad a esa persona; quedé muda y boquiabierta, un ligero cosquilleo me invadió el vientre mientras ese hombre se quejaba de su brazo izquierdo ensangrentado. Era alto, moreno, tenía una extraña camisilla blanca de tiras, una falda larga con corte diagonal del mismo color y unas botas de cuero marrón con lazos largos a modo de cordones. Pero había algo que me estaba descolocando demasiado, y no era su ropa.
—Tienes que estar jodiéndome, cabrón.
—Mierda, necesito un curandero, ¿sabes dónde puedo encontrar uno?
—Tienes… dos… putas… alas…
—¿Qué? –dijo mirando para atrás. Las extendió para sacudir la suciedad que se adhirió a su plumaje, golpeando una mesita por accidente, echando un par de discos—. Sí, bueno, estas alas… y tengo un brazo bastante malherido también, ¿ves? ¿Podrías ayudarme?
—Tal vez el cigarrillo que fumé tenía algo muy fuerte y estoy alucinando, no se puede asegurar…
—Mírame, mujer. ¿Cómo te llamas? Tienes que ayudarme.
—Tú…. Tú-tú-tú-tú no existes… Te estoy imaginando. Tengo que cambiar de marca de cigarrillo, sí, será eso.
—Mira, muérdete los labios y vuelve a mirarme. Y cuando sepas que soy real, por favor, ayúdame.
Cerré los ojos. Uno, dos y tres mordidas. Y al abrirlos, el extraño ser alado seguía allí.
Retrocedí hasta chocar de espaldas con mi puerta. Estaba asustada. Demasiado. El vaho revelaba mi respiración acelerada. Si era un ladrón, un drogadicto, un criminal, un violador, un asesino… Si fuera algún pedazo de basura humana podría saber cómo actuar, he lidiado con todo, pero él era algo fuera de este mundo, desconocido, inesperado. Se acercaba gesticulando debido al dolor, rogando compasión de mi parte. Casi pisó el cigarrillo, lo notó en el suelo y lo recogió.
—¿Eh? Si esto es lo que creo, te cuento que esto te puede matar…
—Dime que esto es una puta broma…
13 de marzo de 1096
Pasé toda la tarde en el puerto de Zemun, jugando con la niña y contándole mis anécdotas de las batallas contra los cumanos. En plena narración de cómo me deshice de cuatro en un río, mi hija me tomó de la mano, con su rostro delatándole que quería atajarse una carcajada.
—Padre, tú crees que olvidé lo mentiroso que eres…
—¡Pero… si es verdad! –La alcé y simulé una cara de sobre esfuerzo—. Uf, ¡vaya que has crecido, Gabriela, no parece que esté cargando a una niña de ocho años!
—¡Será porque tengo diez! –se burló mientras la cargaba entre mis hombros.
—¿Diez? Seguro que ya tienes un par de caballeros detrás de ti. Vos ruego un poquito de buen gusto a la hora de elegir uno…
—¿¡Pero qué cosas dices!?
En medio de las bromas, contemplamos a lo lejos un grupo de cinco tarides atravesando el manso azul del Danubio, de confección gala, acercándose a nuestro puerto. Las banderas blancas con cruces rojas pintadas que ondeaban me quitaron de cualquier duda: era la Cruzada Popular del Papa Urbano Segundo que estaba llegando para descansar, antes de continuar su marcha hasta Constantinopla.
Mi hija maravillóse de aquella postal, mas preguntó con preocupación si ellos eran malos o buenos. Entre risas le expliqué que ellos eran buenos, nuestro fallecido Rey Ladislao fue amigo cercano del Papa Urbano Segundo, impulsor de la Cruzada Popular, y probablemente nuestro nuevo rey había continuado reforzando las relaciones con el Sumo Pontífice.
Mientras nos retirábamos para volver a nuestro hogar, el viento húmedo y frío cambió de dirección de nuevo. Algo me quería decir. Otra vez. Un susurro, una advertencia. Apenas lo percibí en medio del gentío. Apenas tenía ganas de escucharlo.
Tras cenar y acostar a la niña, Fabiane y yo fuimos hasta nuestra habitación. No pensé que extrañaría tanto esa cama de pajas y piel de vaca, pero pasé los últimos años durmiendo en las condiciones más extremas: cuero fino, pilas de heno y hasta rocas. Una lágrima de emoción me salió nada más sentarme y comprobar la calidad del cuero.
En cambio, Fabiane tenía semblante serio, y tras encender un par de velas, cruzó los brazos y me preguntó:
—¿Es verdad lo de las siete chicas y dos chicos femeninos? Porque no soy buena para pillar tus bufonerías, Jozsúa.
—Claro que no, Fabiane. Ven… acércate. Y verás cuánto te extrañé.
—¿Extendiéndome la mano, caballero? Estar mucho tiempo en la capital te sirvió de algo, parece que te has vuelto un hombre de alta sangre.
—Fueron quince doncellas. No más.
—¡En serio eres un necio! –dijo sentándose en mi regazo y volviendo a acariciar mi rostro con esas manos tan suaves; sus insultos eran pronunciados tan dulcemente que solo me sacaba sonrisas.
—Pude haber estado con todas las mujeres de Moldavia y Esztergom, pero solo tengo ojos para una chica. ¿Sabes quién es?
—Cuéntame –ronroneó, besando mi cuello y acariciando mi vientre, amenazando con bajar y reclamar lo suyo.
—Se llama Aurora, la conocí en un día lluvioso en una posada, ella viajaba a Constantinopla en búsqueda de aventuras y vaya que las encontró conmigo.
Me mordió fuerte y apretujó mis más preciadas pertenencias con saña:
—¡Puerco! Si tu pequeña hija supiera cómo eres realmente, te hubiera puesto un mote más feo que el que te puso.
—¿Eh? ¿Qué mote me puso?
—No te lo diré, ¡por ser tan promiscuo!
Fabiane puso fuerza y me hizo acostar en la cama. Se levantó para retirarse su vestimenta de manera lenta, erótica, esbozando una ligera sonrisa, mirándome pícara. Esos senos insinuantes brillando a las luces de las velas, ese lunarcito en la cadera, la mata de vello púbico… Fue erección a primera vista.
Reptó ella como una tigresa, sonriente y con un brillo de lujuria en sus ojos. Pegó su cuerpo contra el mío, piel contra piel para que ese calor entre nuestros cuerpos resucitara. Cinco años. Cinco años de espera habían acabado. Me miró con picardía mientras sus manos acariciaban mi sexo oculto tras la tela gruesa del pantalón:
—¿Qué me dices, Jozsúa? ¿Se siente mejor que con esas chicas en Moldavia?
—No sé, Fabiane…
Se sentó sobre mi vientre, sus manos en mi pecho empezaron a acariciarme con fuego en sus yemas y empezó a gemir al ritmo del vaivén lento que describía su cintura. No pude aguantar mucho más, y tomándola de las manos, rogué con cara de perro degollado:
—No hay mujer en el mundo como tú.
—No sé, seguro que se los dices a todas, Jozsúa…
—Pero a ti te lo digo desde el alma, lo juro.
Y se acomodó mejor, retiró mis prendas lo suficiente para que mi sexo saliera de su encierro. Su rostro se envició, se mordió los labios y cerró los ojos mientras sentía cómo mi venosa hombría se abría paso en su húmeda gruta. Se sujetó de mis hombros, inclinándose para enterrar su lengua en mi boca para resucitar recuerdos y ese calorcito excitante que nace en el vientre.
A escasa  distancia nuestra pequeña dormía y debíamos poner más empeño en no dejarnos llevar demasiado por el placer, pero el deseo hervía demasiado. Ella no aguantó más, y a modo de callarse los gritos de placer, ladeó su rostro y me mordió el cuello con una fuerza demencial.
Y un frío y húmedo viento se sintió repentinamente, enredándose entre nuestros cuerpos, parecía querer amansar el fuego que habíamos despertado. Quería separarme de ella, advertirme de nuevo, susurrarme un aviso, pero pronto comprendió que era tarea imposible…  y el aire se entibió.
El ritmo aumentaba, sus chupadas al cuello también, su ronroneo, el aire tibio, su sudor, mis gemidos y el fuego en mis manos. Ella aceleró su vaivén, su interior parecía estimularme para que sacara todo lo que tenía guardado. Aguanté hasta que Fabiane se llegó, gimiendo y arañándome el hombro. Mis cinco años de espera, por fin, habían encontrado su cuna.
Y acostados, abrazados bajo la manta y bañados por las luces bailantes de las velas, nos pasamos el resto de la noche acariciándonos y recordando nuestros tiempos de jóvenes enamorados.
Mas la alegría no duró mucho; alguien golpeó la puerta de la entrada de la casa de manera violenta. Me hizo saltar del susto, cosa que le molestó también a Fabiane pues estábamos en intimidad. Me repuse y me vestí con cabreo para ver quién era.
Al abrir la puerta de la entrada quedé demasiado extrañado:
—¿¡Eres tú, Endré!? ¿Pero qué haces aquí?
—¡Jozsúa, los cruzados! ¡Los cruzados están atacando el puerto!
—¿Qué dices? ¿No habrás bebido demasiada aguamiel, jala-barbas?
—¡La verdad es que estoy hasta la médula de aguamiel, mierda! ¿Pero ves mi cara, Jozsúa? ¡Esta no es mi cara de broma!
No tenía sentido. Pero yo conocía ese flacucho rostro de mi amigo y efectivamente no estaba bufoneando.
—Endré… Tu armadura está en el establo.
—En-entendido, Jozsúa…
Volví para hacerme con mis armas. Fabiane ya estaba vistiéndose y, al verme entrar en la habitación, me preguntó con nerviosismo:
—¿Es verdad que nos están atacando?
—Fabiane… busca a la niña. Huyan en el carruaje, diríjanse a Singidúnum para protegerse y advertir a la guardia.
—Pero, ¿me vas a decir qué vas a hacer tú?
—Apúrate –ordené poniéndome la cota de malla. Ella no parecía entenderme, o no quería. Lagrimeó un poco mientras se arrodillaba frente a mí.
—¿Y tú, querido? ¿Qué harás con Endré? ¿Van a acompañarnos, no es así?
Al terminar de atarme las botas, me levanté y la miré. Yo lo sabía, el viento me lo dijo. Como soldado del Reino de Hungría tenía obligaciones que asumir con valor. Mostré porte y determinación, no me dejé ganar por la situación. Los héroes no nos quebramos en lágrimas. Nos quebramos en sangre.
—Fabiane, en Moldavia no estuve con nadie. Me la sacudí durante cinco años, mi amor, ¿ves qué ridículo suena? Pero es la verdad.
—Idiota, nunca dudé de ti. Ahora dime, ¿¡por qué no huyes con nosotras!?
—Llegaron en cinco tarides. Muy pocos, probablemente al amanecer lleguen más, pero esta tardecita eran cinco tarides las que calaron. Esos son al menos doscientos cruzados, ¡y aquí no habrá ni cincuenta soldados! Tengo que quedarme.
—Regresa con nosotras, Jozsúa, cuando todo acabe.
Me reí de tamaña ocurrencia. No iba a regresar, pero supongo que quise darle ese empujoncito que necesitaba para largarse de nuestra casa. Salimos afuera con nuestra hija cargada y durmiendo en mis brazos. Allí, en medio de la arenosa calle, Fabiane se encargó de ceñir mejor mi crespina, así como de ajustar el cinturón que portaba mi espada. Con ríos corriéndole en las mejillas, sacudió el polvo acumulado en la tela de lino, hacia el pecho, en donde estaba dibujado el símbolo del Reino de Hungría.
 —Blanco radiante como aquella vez que te fuiste –dijo con voz rota, mientras le depositaba a mi hija en sus brazos—. ¿Sabes el mote que te puso ella cuando partiste? Al verte engalanado en tu ropaje blanco, dijo que le parecías un ángel.
—Un ángel, eso está bien. Por favor no continúes…
—Me dijo entre llantos que ojalá cayeras del cielo cuanto antes, para volver de nuevo a Zemun, con nosotras. Y te puso ese mote… ¿Cómo era?
Y me quebré, no pude contener las lágrimas. Con los labios temblándome la abracé por última vez, mientras, repentinamente entre los dos, la pequeña mano de mi hija me acarició el mentón. Suave piel como la de su madre, consoladora como la de un ángel. Mostrando una templanza inaudita, pareció comprender la situación que se cernía sobre nosotros. Y mirándome a los ojos, susurró:
—Ve, padre, estaremos esperándote. Vas a volver con nosotras pronto, sé que volverás a caer…como Ícaro.
29 de octubre de 2016
Tenía unas terribles ganas de encender un cigarrillo pero mi mechero estaba definitivamente perdido. Y vaya que, tras los sucesos acaecidos en mi departamento, necesitaba fumarme al menos uno más.
Me encontraba sentada en mi mullido sillón de la sala, viéndole al cabrón durmiendo sobre sus alas en el sofá, tratando de averiguar si lo que veían mis ojos era una ilusión o en realidad se trataba de un ángel caído del cielo.
Llamar a la comisaría o a algún colega no era opción válida. Lo último que necesitaban ellos en pleno ajetreo era sospechar que su compañera estaba como una puta cabra. Independientemente del desarrollo que tuviera esa noche en adelante, concluí que debía ingeniármelas por mi cuenta.
Me levanté despacio y me acerqué a él, o mejor dicho, me acerqué a esas alas gruesas y de color blanco fuerte. Lo palpé con una curiosidad inusitada, deteniéndome concienzudamente en las plumas pequeñas que estaban protegidas por las plumas cobertoras… Forcé una, dos, tres veces y finalmente di un tirón para arrancar una pequeñita.
—¡¿Pero qué te pasa, mujer?!
—¿Te dolió?
—Estaba durmiendo, ¡necia!
—Lo siento. ¿Sabes?, para ser un ángel eres bastante grosero.
—Déjame dormir…
—¡No! Destruiste mi balcón y te hice una maldita curación, me debes una explicación.
—La muy puta me lo arrancó como si… Bien, bien, pregúntame. Y que corra el aire, ¿eh? Aléjate de las alas.
—¿Tienes nombre?
—Ícaro. ¿Y tú?
—Ámbar. Soy Ámbar López, Delegación Policial Federal de Uruguay, y próxima paciente del manicomio más cercano –me senté de nuevo en mi sillón y traté de sonar lo más seria posible, pues poco serio ya me parecía estar charlando con un hombre con alas—. Dime, Ícaro, ¿de dónde vienes?
—¿De dónde más? De arriba. ¿Ahora vas a dejarme dormir?
—¡No! ¿Por qué viniste justamente hoy? ¿Tú conoces a Sofía?
—¿Quién es Sofía? ¡Caí aquí por coincidencia!
Suspiré decepcionada. Tenía una ligera esperanza de que aquel ser tal vez, solo tal vez, podría saber algo sobre mi adorada niña.
—No importa. Ícaro, ¿no te estarán echando de menos allá de donde vienes?
—Lo dudo. Cuando desperté, alguien quiso matarme. Pero al infeliz no le salió el plan como quiso.
—Mierda, ¿por qué alguien te querría matar?
—No lo sé. Recuerdo perfectamente que un viento frío y húmedo me despertó. Similar al que sientes cuando estás cerca del mar… ¿Raro, no? Parecía decirme algo al oído: “Despierta. Esquiva”. Cuando abrí los ojos, vi la punta de una espada queriéndose enterrar en mi pecho…
—No me jodas, ¿y qué pasó?
—Pues esquivé. La espada se enterró en la dura tierra y aproveché para levantarme. Contemplé al enemigo, él tenía alas en la espalda… como un ángel. Mas no me dejé impresionar, le di una patada tan fuerte en la cara que se quedó inconsciente. Si fuera por mí, cogía su espada y lo mataba, pero estaba bien enterrada.
Sin dejar de prestar atención, me levanté del asiento y fui en búsqueda de mi botella de vodka del minibar. Corté una rodaja de limón y volví con ambos en mano.
—Pero… Ámbar, noté que yo también tenía alas. No podía ser, yo era humano y juraría que morí en batalla. ¿Dónde estaban mis compañeros de espada? ¿Qué hacía yo allí? ¡Por San Ladislao, ahora tengo un par de alas!
—Red Bull –respondí cargando una copa.
—¿Qué? Bueno, frente a mí se extendía un desierto grisáceo e infinito. Me giré y contemplé un mar oscuro y enorme. ¡Todo el lugar carecía de color! Como fuera, decidí cruzar el mar… lamentablemente no soy bueno usando estas alas, como habrás comprobado. Caí en esa agua oscura… y segundos después, ya estaba atravesando tus cielos.
—A ver –dije tragando un chupito, matando el gusto con el limón—. Ugh, diossss… Así que eras un hombre que murió en una época en donde se batallaba con espadas pero que despertó convertido en un ángel en… ¿en dónde? ¿Un lugar muerto, oscuro e incoloro? ¿Como el Limbo? ¡JA!
—No me has creído ni una sola palabra, ¿no es así? … Y para colmo me arrancaste una pluma con toda la saña…  ¿Estás contenta? Déjame dormir.
La luz de la sala se fue. Otra puta vez. Ícaro se levantó del sofá rápidamente y yo me asusté al oír de nuevo ese silbido similar a un avión cayéndose.
—Madre mía, me tomé un solo chupito y ya viene otro…
—Quédate allí, Ámbar.
Un ruido estruendoso se oyó proveniente de afuera y posteriormente un fuerte viento reventó lo que quedó de mi ventanal, haciendo que los vidrios se esparcieran por todo el lugar. Me oculté rápidamente tras el sillón tratando de calcular cuánto de mi depósito de garantía se estaba esfumando.
Al tranquilizarse el ambiente, asomé la cabeza y contemplé el balcón. Las cortinas que lo cubrían se habían desgarrado. Mis libros, cachivaches y discos estaban desperdigados. Pero sentí un nudo en la garganta cuando vi a otro ser parecido a Ícaro, parado firme tras el ventanal, con una extraña espada de hoja zigzagueante en mano y la mirada de poco amigos.
—¿Quién es? –susurré.
—¿Te… acuerdas del ángel que quiso matarme?
—Oh, dios, no debí tomar esa tequila…
—Quédate allí, Ámbar.
—¡No! Tú estás herido, yo tengo un arma, apártate un poco, Ícaro.
—¡No, no te metas!
No le hice caso. Me asomé y busqué mi automática en la funda del cinturón. Uno, dos, tres veces y no la encontraba. Hasta que me acordé que la dejé en el puto coche. Volví tras el sillón y me fijé en mi radio policial: no encendía. El móvil: más de lo mismo. Suspiré de impotencia, traté de pensar en algo que me pudiera ayudar… Y vi en el suelo el maldito mechero…
—Huye mientras puedas, Ámbar, lo voy a atajar… ¿Eh?
Una ola de fuego bañó al enemigo y lo hizo retroceder varios pasos. Ícaro quedó con los ojos abiertos como platos, se giró y me preguntó qué clase de magia había utilizado para atacarlo.
—Molotov… Hice una puta bomba Molotov con la botella de tequila, Ícaro…
—¿Molo-qué?
Pero el ser se había protegido del ataque con sus alas, y sacudiéndoselas fuertemente, se deshizo del fuego y los restos de la botella. Entró en la sala con la mirada enviciada y preparando la espada, extendiendo sus alas de manera amenazante. Ícaro respondió de la misma forma. Y yo… Yo volví a agarrar otra botella de tequila mientras me decía que ya me había vuelto loca de remate…
13 de marzo de 1096
Eramos siete soldados, dos arqueros más al fondo, cuatro soldados retirados y una treintena de pescadores quienes los esperábamos mientras todas las mujeres huían con los niños para advertir a la ciudad vecina de Singidúnum. Nos plantamos firmes, con el insoportable frío entrando en la piel, expelíamos vaho, mirándolos venir con sus lanzas, espadas y antorchas. Endré estaba a mi lado, tan nervioso como yo. Se agitó un poco antes de sacar su espada del cinturón, y mirando el ejército que se acercaba desde el puerto, cortó el silencio que se cernía sobre nuestro reducido grupo:
—¿Te acuerdas, Jozsúa, de Moldavia? Esa noche sin luna…
—Cómo olvidar. Once cumanos contra dos húngaros. Pensaron que éramos presa fácil, pero la noche era muy oscura, ¿verdad, Endré?
—¡Ja! Maté a siete, ¿recuerdas cómo quedó el último, con su cabeza en la pica? Así, boquiabierto. Nunca vio un hombre tan veloz como yo.
—¿Pero qué mierda dices? Solo te cargaste a cinco, rematé a dos que te estaban acechando mientras te quejabas del golpe en la rodilla…
—No, no, no, eran siete… Las quejas las hice adrede, sabía que tú estabas detrás de ellos.
—¿Y cuántos son ahora?
—¡Ja, Jozsúa, vienen tantos que ni siquiera puedo contarlos!
—Vamos a aguantarlos, ¿sí? Cada segundo cuenta, Endré. Hazlo por las mujeres.
—No tienes que decírmelo. Además, estos ni se comparan con los cumanos de aquella vez. ¿Qué dices, apostamos? A que los contenemos quince minutos.
—Sube a media hora. El que cae primero que vaya preparando la cena en el paraíso para el resto del grupo.
—¡Eso es! Y no cocinéis pescado, por el amor de San Ladislao, odio el pescado… Cerdo, sí, eso estaría muy bien…
—Fue un placer pelear a tu lado, Endré: “Relámpago”. Estos cinco años no pude haber pedido mejor compañero.
—Lo mismo digo, Jozsúa. ¿Qué apodo te puedo poner? No soy bueno con los motes, maldita sea…
—Serás idiota, Endré.
Empuñé la espada y preparé el escudo. El viento me llamaba. Me decía al oído: “Esquiva”. Les mostré los dientes a todos esos hijos de putas. Aquella sensación de estar volviendo a esos cinco años de guerra infestó mi cuerpo y tensó mis músculos. Aguantar hasta morir, nunca tuve las cosas tan claras en mi vida: en el río Temes maté a los enemigos en nombre de la religión, y tuve dudas. En Orsova maté a los enemigos en nombre del Reino de Hungría, y sentía que algo estaba mal. Pero ahora enterraría mi espada en aquellos hombres para proteger a mi mujer y mi hija, y por Dios, nunca he tenido las cosas tan claras en mi vida. Moriría cerca del río Danubio, aquel testigo de mi vida sería mi última morada.
—¿Un mote para mí? “Ícaro”… Llámame “Ícaro”.
29 de octubre de 2016
 
La luz azulada de la luna bañaba toda mi destrozada cocina. Parecía que había pasado un tornado, todo estaba desperdigado, roto y quemado. Adiós a mi depósito de garantía. Algunas plumas revoloteaban a nuestro alrededor como si quisieran desfilar para nosotros a modo de despedida. Ícaro y yo estábamos arrodillados, él delante de mí como queriendo protegerme de aquella espada de hoja zigzagueante que portaba el enemigo. Muy para nuestra mala fortuna, el arma nos había atravesado a los dos.
¿Era así como terminaba mi historia? No hubo balas, no hubo drogadictos ni mafiosos brasileros. Ni siquiera mi preferida: estamparme contra el coche de algún narcotraficante famoso en pleno centro de la capital y morir sacándole el dedo del medio con una sonrisa ensangrentada. No, nada de eso, mi historia terminaría con una maldita espada en medio de una pelea de ángeles acaecida en mi departamento. No es lo que esperaba, pero parecía una forma bastante original de abandonar el mundo.
El ángel enemigo nos observaba con un odio profundo en los ojos; herido estaba, pero nosotros peor. Mientras él se reponía en el fondo de la sala, abracé por detrás a Ícaro, haciéndome espacio entre sus alas.
—¿Sabes a dónde vamos, Ícaro? Cuando muramos…
—Perdón, Ámbar, pero no tengo idea…
Uno, dos, tres. Y lloré amargamente desnudándole mi verdad:
—¿Sabías, ángel, que mi hija solo tenía tres por ciento de posibilidad de sobrevivir a su operación? Antes de ingresar al quirófano, me sujetó de la mano y me preguntó con ese pequeño rostro repleto de tubos si volveríamos a vernos.
—¿Estaba enferma tu niña?
—Osteosarcoma. Tres por ciento de posibilidades. Ícaro, en qué mundo de mierda hemos venido a parar…
—Lamento oírlo, Ámbar…
Tosí, un hilo de sangre corrió de mi boca hasta mi mentón: —Mierda, ángel, pero no lamentes nada. Nunca la adrenalina se disparó tanto como esta noche. La pasé de puta madre, ¿sabes?
—Tienes…tienes un concepto raro de “pasarlo de puta madre”, Ámbar.
—Cuando nos vayamos, por favor, llévame con ella, Ícaro, llévame con mi Sofía.
—¿Cómo voy a hacerlo? ¡Bah! Trataré…  Oye, tengo que reconocerlo, eres muy brava… Si hubieras estado conmigo en Zemun, tal vez hubiera aguantado un poco más.
—Bueno, tú no lo hiciste nada mal para pelear con un brazo herido.
—Por cierto, Ámbar… ¿Qué es ese olor tan raro? ¿Y ese silbido? Proviene de allí –dijo mirando la bombona de butano de mi cocina.
Aquel extraño enemigo recogió su espada del suelo y se acercó para rematarnos. Lo que ese cabrón no sabía era que lo estaba atrayendo hasta la cocina por una razón. Mientras tiritaba por el frío y porque mi vida se escurría, logré responder con mi sonrisa ensangrentada:
—Gas.
Y cerrando los ojos, encendí el mechero. El enemigo jamás vio venir el fuego que se expandió sin piedad. La cocina se iluminó, la estructura del techo cedió y cayó sobre los tres, los tímpanos reventaron, los ojos se cegaron y pronto la negrura se apoderó de todo el lugar.
“Sofía, voy junto a ti”.
20 de marzo de 1098
El sol se asomaba sobre el azul infinito del río Danubio. Cerca de la ribera, pisando el gramado, una niña corría presurosa. Su madre se encontraba más al fondo, sentada en las escalerillas de la entrada de una humilde casa, observándola jugar. Varios años pasaron desde el inesperado ataque de los cruzados contra el pueblo de Zemun, y las heridas y recuerdos dolorosos parecían cerrarse poco a poco.
La joven levantó la mirada al cielo. Y ella juraría que, entre un grupo de nubes, algo se asomó y las arremolinó. Muy a lo alto. Muy a lo lejos. Rápido, incisivo. Sintió el frío y húmedo viento del Danubio en su rostro, como si quisiera susurrarle algo al oído. Sintió el aire enroscarse entre sus dedos como si alguien quisiera consolarla.
—Volviste, Ícaro –susurró para sí.
Y sonrió.
LEGIÓN: ÍCARO
 

Relato erótico: Diario de una Doctora Infiel (2) (POR MARTINA LEMMI)

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  Un cúmulo de sensaciones entremezcladas me invadió una vez que la puerta se cerró detrás de él y yo quedé allí en el piso, abatida.  Por un lado angustia porque él se habí
a ido y, a pesar de sus últimas palabras, no me iba a ser fácil tenerlo de nuevo por allí; por otro lado una terrible vergüenza de mí misma: en el hipotético caso de que alguien me hubiera visto durante toda la escena, sólo podía  ocurrírseme que mi imagen debía ser patética.  Además una intensa culpa se apoderó de mí más que nunca, ya que de pronto acudía a mi cabeza el recuerdo de quién era, cuál era mi lugar y cuál era, sobre todo, mi situación conyugal.  Tardé un rato en incorporarme.  Me acomodé el pelo y la ropa, junté mis cosas; estaba a punto de abandonar el lugar cuando la puerta se abrió y experimenté un sobresalto: sin embargo, era la preceptora, la misma que había entrado antes para anunciarme que iniciaría la pasada de los chicos para la revisación.  Era una locura, desde ya, pero me pareció descubrir en la expresión de su rostro que, o bien había oído los gritos de Franco o bien, simplemente, sospechaba por intuición lo que allí había ocurrido.  O tal vez era sólo mi imaginación, la cual, inevitablemente, rayaba en la paranoia.
             “¿Listo, doctora?” – me preguntó.  La noté algo más jovial que antes.
              “S… sí – le contesté -.  Volveré, como acordé con los dueños, pasado mañana para hacer una nueva ronda…”
             “¿Cómo se portaron los chicos?” – me interrumpió.
             Le eché una mirada de hielo.  ¿Hablaba aquella mujer con doble sentido?  ¿O era simplemente que con la culpa que yo tenía ahora todo me sonaba así?
            “B… bien” – volví a tartamudear; me quedé como buscando algo más, algo que completara la respuesta, pero no lo encontré.  Simplemente tomé mi bolso, me despedí de la preceptora lo más amablemente que pude hacerlo en medio de la conmoción que me embargaba y me fui.  Atravesé el patio agradeciendo que no hubiera recreo.  Aun así me crucé con algunas otras preceptoras y con algún directivo.  Mi paranoia iba en aumento: en cada rostro me parecía que estaban al tanto de lo ocurrido y que se divertían  a costa mía.  Rogué no cruzarme con mi esposo; en una situación más normal, hubiera preguntado en qué aula se encontraba para pasar a despedirlo, pero esta vez prefería no hacerlo, no así, no como me sentía: sucia, pecadora, indecente, indigna…  Por suerte la portera estaba en la salida y me abrió la puerta apenas me vio, lo cual me evitó el trámite embarazoso de tener que buscarla por el colegio y, tal vez, cruzarme con alguien más.  Una vez en la calle, con nerviosismo y aun mirando hacia todos lados como si viniera de robar un banco, extraje del bolso las llaves de mi auto y segundos después me estaba marchando a toda prisa del lugar.
           No tengo palabras para explicar cómo me sentía al llegar a casa.  Me parecía que el olor de él estaba impregnado por todo mi cuerpo.  Me duché; me aseé mejor que nunca y estuve un largo rato bajo el agua de la lluvia.  Me perfumé todo cuanto pude y deseché mi ropa a un costado para hacerla desaparecer en un canasto dentro del cual siempre iban a parar las prendas que llevaban como destino el lavadero.  Me sentía tan perseguida que levanté varias de las prendas que allí había y deposité mis ropas debajo, casi sobre el fondo del cesto, lo más lejos posible de la vista y el olfato de cualquiera y, muy especialmente, de Damián.  No pudo dejar de impactarme lo húmeda que estaba mi tanga: casi podía estrujarla.  Hasta me volví a lavar las manos luego de haberla tocado.  Con especial esmero, me aboqué a la tarea de cepillar mis dientes embadurnando prácticamente el interior de mi boca con la pasta dentífrica.  Fue imposible que no me martillara en la cabeza la imagen de que sólo un rato antes era la leche de él lo que llenaba esa misma boca.  Enjuagué, volví a poner pasta, cepillé y así unas cuantas veces.  No quería que  quedara rastro alguno: en parte me dolía porque hubiera querido retener para siempre el gusto de la leche de Franco en mi boca, pero por otro lado temía que Damián se fuera a dar cuenta apenas me besara.
            De hecho, cuando llegó esa noche y me besó, yo estaba terriblemente tensa ante la posibilidad de que percibiera algo; no pareció así, sin embargo.  Y fuimos a la cama como cualquier otra noche; no hubo  sexo desde ya: yo puse (también desde ya) el pretexto de que me sentía cansada.  La realidad era que no podía tener relaciones con Damián después de lo vivido ese día.  Me hubiera sentido culpable.  Y estoy segura de que él hubiera notado algo raro, mucho más que lo que pudiese sospechar ante mi burda excusa del cansancio en el caso de que realmente lo hiciese.  Como no podía ser de otra manera mi trabajo en el colegio surgió como tema de conversación casi obligado; una luz de alarma se encendió en mi interior pero traté de relajarme y tomármelo con la mayor calma posible: después de todo era lógico, siendo que era mi esposo quien me había conseguido el trabajo y que el día que terminaba había sido justamente mi primer día en el mismo.  Traté de sonar lo más tranquila posible, dándole a entender que todo había estado normal y bastante rutinario, sin nada inusual.  Fue como que intenté sofocar el tema de algún modo pero él seguía preguntando; le seguí la corriente porque decidí que si me mostraba hermética o reservada al respecto sería tanto peor y entonces sí que él sospecharía.  El momento de más tensión en la charla fue, por lo menos para mí, cuando me preguntó a qué chicos había hecho la revisión en ese día.  Claro, su curiosidad era lógica teniendo en cuenta que muchos de ellos serían, posiblemente, alumnos suyos.  Arrojé algunos nombres sin apellido, como al azar y fingiendo irlos recordando de a poco; en algunos casos, de hecho, no necesitaba fingir porque de algunos no había retenido los nombres o los apellidos o bien ambas cosas.  Como no daba para ir a buscar los papeles y fijarme, suplí en algunos casos tal detalle por una descripción física, la cual a veces llevó a que Damián identificara al joven en cuestión y otras no.  Hasta allí no hice ninguna referencia a Franco…
          Pero… ¿y qué pasaba si en realidad Damián me estaba tanteando?  Franco era un chico que resultaba imposible que pasara desapercibido debido a su obvia belleza.  Si yo no lo mencionaba o fingía no recordarlo, ¿no generaría en mi marido las sospechas que, justamente, quería yo evitar?  ¿Y qué si él realmente estaba al tanto de que yo había revisado a Franco?  ¿Hasta qué punto iba a creer que mi olvido era realmente accidental?  Así que decidí cambiar la estrategia…
            “Ah, también revisé a un tal Franco”
            Debo confesar que el hecho de nombrarlo me provocó algo de morbo.  Damián se ladeó ligeramente hacia mi lado; fruncía el ceño:
           “Franco… – repitió pensativo – ¿Apellido?”
           “Hmm… no, no lo recuerdo”
            “¿Cómo es?”
           Ahora, decididamente, parecía un interrogatorio.  Viéndolo hoy fríamente, no me parece que estuviera en la intención de Damián investigarme pero en ese momento y envuelta en culpas como yo estaba, era lógico que me llegara a parecer eso.  Traté de no sonar sorprendida o nerviosa.  Me sentí la peor actriz del mundo aunque siempre suelen decir que las mujeres sabemos mentir mucho mejor que los hombres.
            “Hmm… a ver, ¿cómo describirlo? Cabello castaño claro, ojos claritos, creo que verdes…”
             “¿Un pibe muy lindo?” – volvió a la carga Damián.
             Touché.  ¿Qué iba yo a decir?  Si negaba o me quedaba pensando si lo era, no iba a sonar creíble.  Una vez más me asaltó la duda sobre si mi marido me estaba testeando o se trataba de una simple charla producto de su curiosidad.
              “Sí – dije, tratando de sonar segura para ser más convincente -.  Es un lindo chico”
           “Franco Tagliano…” – soltó a bocajarro.
           “Sí, puede ser… – dije yo, manteniendo mi actuación -.  Es como que me suena haber anotado ese apellido.  Sí, casi segura que sí…”
            “Pendejo de mierda” – masculló Damián entre dientes y me produjo un sobresalto en la cama.  Lo miré, pero él tenía la vista perdida en algún punto de la semipenumbra que sólo bañaba la luz de la pecera -.  “Lo odio… y él me odia a mí – continuó -.  Un pendejo agrandado, maleducado, soberbio… Le hago llevar la materia a examen todos los años pero parece que ni le molestara; hasta me da la impresión de que se divierte con eso”
           El comentario, en parte, me sorprendió.  Y en parte no.
           “¿Ah, sí? – pregunté – ¿Tan forrito es?”
           “See… ¿cómo se portó con vos?”
              Estocada directa y seguramente no intencional, pero me hizo mella.  Un sudor frío me corrió por la espalda y un cosquilleo me invadió el sexo.
             “Hmm… bien, normal, qué sé yo…”
              “Encima tiene a todas las pendejas re calientes con él… y a algunas profesoras que se hacen las boludas también…” – continuó refunfuñando Damián.
               “¿Qué te pasa? ¿Le tenés envidia?” – pregunté, con una sonrisa pícara y tratando, con humor, de llevar un poco de agua para mi molino y, de alguna manera, poner la situación al revés.
                “No… – respondió Damián, aun con la vista en cualquier lado y sin que mi comentario pareciera afectarle -.  Yo no tengo por qué tenerle envidia: tendrá todas las mujeres que quiera pero la más hermosa la tengo yo – me tomó la mano por debajo de la sábana -, pero de todas formas… no sé, no sé qué le ven…”
                “Bueno… – volví a sonreír -.  Vos mismo dijiste que es muy lindo”.
                “Sí, pero… no sé… con lo desagradable que es como persona me cuesta creer que haya mujeres a las que les resulte atractivo – se giró hacia mí y apenas pude entrever su rostro en la semioscuridad -.  ¿A vos te gusta?”
                 Revoleé los ojos como haciéndome la tonta una vez más.
                “Mmm… me encanta” – respondí a la vez que lo besaba en la frente imponiéndole a mi respuesta el tono más jocoso que fuera posible.  Funcionó: no pareció ofendido; puso cara de molesto, pero siempre en el mismo tren de continuar con la broma que yo le hacía.
                 Luego me besó, se ladeó y se echó a dormir.  Yo tardé bastante rato en hacerlo.  Era mucha la conmoción que cargaba sobre mis espaldas después de semejante día.  Y debo confesar una cosa: el saber que Franco Tagliano era tan odiado por mi marido… sólo contribuyó a aumentar mi morbo y poner aun más a mil mi libido.
              El día siguiente no fue fácil.  Me tocó hacer clínica a la mañana, luego un par de horas en casa y finalmente consultorio al atardecer, pero la verdad era que no tenía la cabeza para ninguna labor de trabajo ni ninguna otra.  Sólo me daba vueltas y vueltas lo ocurrido en la víspera y, por más que quisiera (y la realidad era que tampoco quería del todo) no conseguía sacar de mi mente el recuerdo de lo ocurrido.  Sentí mareos, estuve algo extraviada, hasta me zumbaban los oídos… Una fuerte carga de culpa me apretó el pecho durante todo el día y cada vez que sonaba el teléfono (tal como ocurrió en varias oportunidades durante el rato que, después del mediodía y hasta las cinco de la tarde, pasé en casa) me asaltó la terrorífica sensación de que iba a escuchar algo así como “¿Doctora Ryan?  La llamamos desde el colegio para pedirle que se acerque a hablar algunas cuestiones”.  Créanme, es una sensación horrenda.  Franco era, después de todo, un chico de sólo diecisiete años, un adolescente.  ¿Hasta qué punto podía yo fiarme de que no iba a decir palabra alguna cuando la realidad es que, a esa edad, si hay algo que les gusta a los mozuelos es presumir de sus conquistas?  Más todavía si se consideraba que yo era la esposa del profesor que, según había manifestado mi propio marido, le odiaba tanto y con quien tan mal se llevaba.  ¿Qué mejor modo de exponer sus triunfos que comentándole a todo el mundo que la esposa del profe le había mamado la verga y hasta había pagado por ello?
           Mi otra gran preocupación era qué iba a hacer yo o bien qué iba a pasar el día siguiente.  ¿Con qué cara volvería al colegio?  ¿Cuántos y qué tanto estarían puestos al corriente de lo ocurrido?  Hay que admitir que, como rumor de pasillo o de patio, la historia de la doctora que le chupó la pija a un pendejo es totalmente morbosa  y, como tal, atractiva para el corrillo.  ¿Y si la historia había llegado a las autoridades?  ¿O a los dueños?  ¿Y qué había con los padres del chico?  ¿Cómo sabía yo que no se trataría de una familia ultra conservadora que estaría ya llamando enardecida a la dirección al haberse enterado de la situación en la cual una “médica pervertida” había involucrado a su hijo?  Tales y otras cavilaciones y pensamientos me absorbieron durante todo el día y hasta pensé en no ir al colegio al día siguiente aunque, por otra parte, también se me ocurrió pensar que si algún rumor realmente había circulado, mi ausencia al trabajo sólo contribuiría a fomentarlo aún más y a generar sospechas y presunciones.
            Así que al día siguiente volví al colegio.  El corazón me latió con fuerza ya en el trayecto desde el auto hasta la puerta de entrada.  Ni qué decir una vez  que estuve dentro del ámbito de la institución.  Me daba la sensación de que todos, pero absolutamente todos, me miraban de un modo especial: ya me pareció eso cuando la portera me abrió y esa incomodidad me siguió acompañando cada vez que me crucé con miradas de alumnos, alumnas, docentes y directivos.  Por momentos, en esos ojos que se me ocurrían punzantes y penetrantes, creí descubrir burla, otras simplemente diversión, otras repulsión, rechazo, condena… O quizás todo, pero absolutamente todo, estaba en mi cabeza.  Por lo pronto, yo no podía hacer otra cosa más que desviar la mirada o, en todo caso, mirarlos de soslayo.  No era, por supuesto, lo más conveniente si lo que quería era verme natural y tranquila, pero no tenía forma de evitarlo.  Lo que sí hice fue tratar de aparentar prisa o preocupación por mi trabajo.  Temí cruzarme con Franco en el patio pero afortunadamente no fue así.  Deliberadamente había elegido llegar al colegio unos minutos antes del recreo para no tener que hacerlo, a pesar de lo cual me crucé con varios alumnos que, tal vez, estarían en hora libre.  Evité pasar por dirección o por administración; no me daba la cara para hacerlo.  Así que fui directamente a lo mío, a mi trabajo… y me encerré en mi aula consultorio, lo más aislada posible de las miradas curiosas o incisivas.  Una sensación semejante a esas películas en las que alguien está en una cabaña rodeada por “zombies”.
           Esta vez Damián no se acercó durante el recreo a saludarme y eso me llenó de las peores sospechas.  Estúpida de mí: en mi paranoia galopante había olvidado que era miércoles y que Damián ese día trabajaba en otro colegio.  Sentí un alivio enorme al recordarlo; definitivamente tenía que tranquilizarme: me estaba enfermando y si los demás descubrían mi nerviosismo podría terminar siendo yo misma quien de algún modo me delatara.
            Desplegué mis papeles sobre mi escritorio.  Básicamente tenía que hacer dos cosas: por un lado entregar las fichas de los varones a los que había revisado cuarenta y ocho horas antes y por otra revisar una nueva tanda que, esta vez, correspondía a chicas, lo cual en parte era una suerte.  Con respecto al primer punto, lo cierto era que no había vuelto a tocar ninguna de las fichas que había hecho: no era fácil realmente; el solo pensar en volver a ver la ficha de Franco me llenaba de temblores y escozores internos.  Pero bueno, había que hacerlo… Y era el momento.  Fui pasando en limpio los datos que había ido recabando el día lunes haciendo una ficha individual para cada chico y, obviamente, dejé la de Franco para el final.  Fue muy fuerte volver a leer y repasar sus datos pero lo loco del asunto fue que en ese momento restalló en mi mente el saludo final que el chiquillo me había dado ese día, casi una sentencia: “será hasta la próxima, doc… Si es un poquito inteligente, se las va a arreglar para tenerme otra vez por acá, je… Y con lo puta que es, no tengo duda de que va a hacerlo…”.  La cabeza me daba vueltas y más vueltas; la vista se me nublaba… Casi salté de mi asiento cuando se abrió el picaporte y entró la preceptora para anunciarme que iba a ir haciendo pasar a las chicas durante las horas siguientes: veinte chicas, idéntico número al de los chicos el pasado lunes.  Di el ok o asentí con la cabeza, no recuerdo, pero lo cierto fue que la preceptora se marchó en pos de cumplir con lo que había anunciado y yo me quedé describiendo garabatos en el aire con mi bolígrafo mientras no sabía aún como cerrar la ficha de Franco en el lugar en que iba el informe de la primera revisión médica.  Cuando finalmente la punta se apoyó sobre el papel, tuve la sensación de que, una vez más, una fuerza desconocida actuaba por mí y se apoderaba de mis actos.
“Presión: 14 -11.  Alta.  Se solicita segunda revisión el día lunes 25”.  Eso fue lo que escribí.  Es decir… mentí, algo que en mi carrera profesional jamás había hecho salvo en alguna oportunidad para no decirle su verdadera situación a un paciente terminal.  Pero esta vez… ¡mentía sólo para tener una excusa a los fines de ver nuevamente a un pendejo de diecisiete años al que le había chupado el pito!  Qué locura… Ésa no era yo… ¿O era yo y no lo había sabido nunca?  Estaba en eso cuando escuché un golpeteo de nudillos sobre la puerta y autoricé el ingreso de la primera de las niñas a las que revisaría esa mañana.
              Una vez más, todo venía transcurriendo sin problemas: venía, dije…   Las chicas fueron desfilando una tras otra y en los casos en que me toca revisar a pacientes del sexo femenino, debo confesar que me invade un tipo especial de morbo, el cual más que por lo sexual (las mujeres nunca me atrajeron) pasa por la competencia y por la sensación de poder que la situación de doctora me da sobre ellas.  Es hermoso para cualquier mujer lograr que otra mujer haga lo que una quiera: rebajarla y demostrarle que una la tiene en sus manos y que es la que dispone, aun cuando no pase de algo muy “light”.  Algunas chicas eran bonitas, otras menos, pero a prácticamente todas las obligué a desnudarse y a adoptar posiciones más o menos humillantes dentro de lo que los parámetros éticos de una revisación médica permite.  Las hice inclinarse, exhibir el orificio anal, mostrar su sexo… Todo ello, admito, me divertía y me divierte, así como el percibir lo avergonzadas que se sienten.
             Pero la rutina de la mañana quedó alterada cuando cayó la decimotercera de las muchachas (no soy supersticiosa, pero el número ordinal pareció un anuncio).  En realidad no me llamó la atención de entrada y, por cierto, no creo que la pudiera haber llamado en nadie.  Bastante gordita y no muy favorecida en lo estético, Vanina (así su nombre) parecía destinada a pasar sin pena ni gloria por el consultorio.  Le hice las preguntas de rutina y las contestó siempre sonriente: no se trataba de una ligera sonrisa con deje de burla como la que había exhibido dos días antes… en fin, ya saben quién; más bien era una sonrisa campechana y afable, aunque paradójicamente la muchacha daba la impresión de ser algo tímida.  Me llamó la atención, eso sí, que de todas las alumnas, fue la única que ingresó al lugar llevando su mochila escolar, pero bueno, quizás era desconfiada y no quería dejarla en el aula; tal vez tuviera dinero o cosas de valor o muy personales, de ésas que a las mujeres no nos gusta que caigan en manos curiosas.  Así que no le di importancia al asunto y ella simplemente colgó su mochila del respaldo de la silla que ocupó.  El primer quiebre en su actitud llegó cuando le pedí que se pusiera de pie y se desvistiera; yo le di la orden mientras tenía la vista sobre los papeles y los interminables casilleros que debía completar, pero cuando alcé los ojos noté que ella seguía en su lugar y aparentemente sin intención inmediata de acceder a lo que yo le había pedido.  En realidad parecía algo ausente y ni siquiera me miraba; fue entonces cuando noté que tenía la vista clavada en su teléfono celular y que su rostro lucía como luminoso y encandilado con algo que veía.  Me pareció una falta de respeto de su parte…
            “Te dije que te pongas de pie y te saques la ropa” – le recordé, algo más enérgica que antes.
             En lugar de contestar a mi requisitoria, giró el celular hacia mí mostrándome lo que estaba viendo.
             “¿Ésta es usted, no?”
              La miré sin entender.  Tuve que aguzar un poco la vista y achinar los ojos porque tenía puestos los lentes para leer mientras que la pantalla del celular era pequeña y, encima, me lo mostraba desde el otro lado del escritorio; no mostró intención de acercarme el teléfono ni mucho menos de alcanzármelo: era como que quería tenerlo consigo y que yo lo viera a la distancia.  Una vez que mis ojos pudieron acostumbrarse a la pequeñez de la imagen pude empezar a definir algo…y, en efecto, ¡era yo!  ¡Era yo, en cuatro patas y de espaldas, moviendo el culo!
            Fue como si me hubieran propinado un puñetazo al mentón.  Una violenta sacudida recorrió todo mi cuerpo y sentí que el mundo se desmoronaba a mi alrededor.  ¡No podía ser verdad!  ¡No podía ser cierto lo que estaba viendo!  ¡Esa imagen correspondía a lo que había ocurrido dos días antes, cuando Franco me hiciera ir a buscar dinero para poderle chupar la pija!
           Supongo que, con la sorpresa y la conmoción, habré abierto la boca casi tan grande como ese mismo día cuando se la mamé.  Volví a mirar a los ojos de Vanina y la pendeja desgraciada se estaba riendo: una risilla inocente en la cual, sin embargo, se podían advertir signos de malignidad y  burla.  Sin dejar de reír, movió la cabeza hacia un hombro y hacia el otro varias veces mientras sacudía la mano en que sostenía el celular.
           Yo no sabía qué decir; mi boca seguía abierta: quería decir algo pero las palabras no me salían.  Cuando finalmente pude hacerlo, tartamudeé, tal como dos días atrás…
             “N… no entiendo… ¿Q… qué es eso?  ¿De dónde lo sacaste?.. ¿P… por q… qué lo tenés vos?”
            “Hmmmm…., no, doctora… – su rostro adoptó un cariz compungido, que, se notaba, era fingido -, no se ponga así, por favor… Relájese y siga mirando que la parte que sigue está buena, jaja”
            Juro que sólo tenía ganas de golpearla.  O de estrangularla.  Saltarle encima y hundirle las uñas en la garganta o en los ojos.  ¿De dónde había salido esta pendeja de mierda que me forreaba con tanto descaro?  Me contuve…, me costó pero lo hice; por otra parte, mis músculos estaban de pronto como agarrotados, impedidos de movimiento.  Volví a mirar hacia la pantallita, tal como ella me dijo.  Y, en efecto, lo que siguió era previsible porque yo no sólo había presenciado esa escena dos días atrás sino que además había sido parte protagónica en ella.  En el momento en el cual yo retomaba la marcha en cuatro patas en dirección a Franco, la filmación se interrumpió.  Era en parte lógico: si Franco era quien me había filmado con su celular (y a juzgar por la perspectiva y el ángulo eso parecía) seguramente había interrumpido la filmación cada vez que yo miraba hacia él.  De ser así, quizás no hubiera más nada… Me equivoqué… Luego de un corte abrupto, volví a aparecer, pero esta vez mamando a más no poder la verga de Franco.  Claro, ahí entendí mejor: yo había cerrado los ojos en ese momento, tal el grado de éxtasis en que me hallaba.  Y fue entonces cuando el muy hijo de puta aprovechó para retomar la filmación.
           Miré otra vez hacia la pendeja.  Mis ojos ahora sólo irradiaban odio.  Ella seguía sonriendo, imperturbable, pareciendo incluso como si mi furia la alimentase:
          “¿Qué pasa, doctora?  No se me ponga así: no es nada del otro mundo lo que hay en este video, jaja… Usted se comió una pija simplemente… ¡Y lo hizo muy bien!  ¡Parecía una ventosa! Ja,ja…”
             Era tanta la rabia que yo sentía que estaba al borde de las lágrimas.  Hasta me saqué los lentes durante un momento para restregarme un poco los ojos.
              “¿Cómo… te llegó eso? – pregunté -.  ¿Todos lo tienen?”
              “Nooo… – negó contundentemente -.  Quédese tranquila.  Franco me pasó esto a mí… Hmmm.. bueno, y a un par más también, jiji… Pero no se haga problema; somos pocos y hay códigos…”
              Códigos, dijo.  Me pregunté qué tantos códigos podía haber entre un grupito de adolescentes entre los cuales un muchacho que presumía de sus logros había hecho difundir un video en el cual una doctora le mamaba la verga.
               “Qué es lo que querés? – pregunté – ¿Por qué me mostrás eso…? ¿Es plata?  ¿Querés eso?”
               “Aaaah, no, de ninguna manera, jaja – soltó una carcajada que era a la vez cándida y demoníaca -.  Ya entiendo para dónde va, doctora… Pero yo no soy como Franco.  No me interesa tanto la plata, jaja…”
              Me quedé mirándola con los ojos encendidos y a la espera de que agregara algo o clarificase un poco más la situación,  pero no lo hacía.  Estaba más que obvio que quería llevarme a que fuera yo quien preguntase.  No me quedó más remedio que darle el gusto, a mi pesar:
               “Bueno… ¿y entonces?”
                Revoleó los ojillos con picardía.  Estuvo a punto de empezar a hablar un par de veces pero se interrumpió, como si le diera vergüenza lo que iba a contar, aunque no pude determinar si se trataba de un pudor real o artificial.  De algún modo, todo parecía parte de un histrionismo propio de alguien que estaba jugando con mi ansiedad y mi nerviosismo.
               “Hmmm…. bueno, a ver… le voy a explicar, doctora… Hmmm, ¿por dónde empiezo? ¡Ay, me cuesta hablar de esto! –  apoyó un dedo índice en su mentón; otra vez una larga pausa y cuando retomó lo hizo hablando más resueltamente -.  Bien, se la voy a hacer corta: yo soy lesbiana”
            Se volvió a quedar en silencio pero mirándome fijamente, como a la espera de que yo dijera algo.  Me encogí de hombros en señal de no entender.
            “Siempre me atrajeron las chicas… – retomó -.  Desde chica, jaja… parece un juego de palabras: “rebundancia” se dice, ¿no?”
            “Redundancia” – corregí con fastidio.
            “Ah, ¿ así es…?  Mire usted; toda la vida lo dije…”
              “¿Podés ir al grano?” – la interrumpí.
              Otra vez el revoleo de ojos y la risita; siguió hablando:
              “Bueno, doctora, verá, la cuestión es que… hmm, usted ya debe darse cuenta, no?  Yo no soy muy bonita ni muy atractiva, ¿verdad que no?”
              Otra vez se quedó en silencio sosteniéndome la vista.
              “ Insisto ¿A qué vas con esto?” – pregunté con cierto hastío, pero a la vez tratando de sonar lo más serena posible; si llegaba a perder el control o la trataba mal, no había forma de saber qué haría esa pendeja con ese celular que tenía en la mano… Ahí estaba, justamente, la cuestión: no era sólo su celular: era a mí a quien tenía en sus manos…
            “Hmm… bueno, a lo que voy… La verdad es que me cuesta mucho acercarme a otras chicas.  Sufrí mucho con eso toda mi vida y sigo sufriendo.   Se imaginará, doctora, que es una carga pesada.  Ya es bastante difícil encontrar otras chicas que estén en la misma que yo y cuando se encuentran… ninguna se fija en mí.  Se fijarían en cualquier otra menos en mí” – su rostro se ensombreció por un momento y adoptó una expresión triste; por primera vez en toda la charla tuve la sensación de que esta vez no fingía.
              “Sigo sin entender” – le dije.
              Otra vez silencio.  Y otra vez el revoleo de ojos que ya para esa altura yo no sabía si era un tic o un recurso escénico.  Miró hacia algún punto indefinido en el techo, luego a la pared: pareció buscar las palabras; finalmente me miró y habló:
              “Usted es una mujer hermosa, doctora”
               Un estremecimiento me recorrió la espina dorsal.  Empezaba a entender.
              “¿Qué me querés decir con eso?”
              “Que muero por ponerle las manos encima a una mujer hermosa como usted – respondió, volviendo a sonreír  y gesticulando con sus manos como si se tratara de garras-.  No es un mal trato, doctora… Usted sólo tiene que quedarse quietita y dejarme hacer.  Y este video muere acá… ¿No está tan mal, no?”
            Touché.  Apoyé las palmas de las manos sobre el escritorio con impotencia.  No podía creer el camino que habían tomado las cosas en sólo cuarenta y ocho horas.  Maldito el día en que acepté el trabajo.
              “La cosa es simple, doctora, muuuy simple…- continuaba ella; era obvio que detectaba mis debilidades y por eso daba más intensidad a su ataque: sabía que mi capacidad de resistencia estaba seriamente deteriorada -. Usted me acaba de decir que me ponga de pie y me desvista.  Ahora soy yo quien se lo dice, jiji… pero ni siquiera hace falta que se desvista… Sólo póngase de pie y quédese como está, con las palmas sobre el escritorio… De su cuerpito y de su ropita me encargo yo, jiji…”
             Supongo que recuerdan lo que mencioné antes sobre el uso de diminutivos, ¿no?: algo que, como médica, suelo usar para humillar o hacerse sentir poco a mis pacientes; una forma de diversión… Pues bien, esa chiquilla insolente, deliberadamente o no, estaba haciendo eso conmigo…
               Me sentí desfallecer, estaba abatida… No había forma de comprender cómo era que me hallaba de pronto en tal situación.  Y lo peor de todo era que sólo me quedaba hacer lo que ella me decía.  Podía intentar manotearle el celular, pero… ¿con qué sentido?  El video había sido capturado por Franco, con lo cual era de descontar que él lo tenía y la propia Vanina había señalado que había otros “pocos” que lo tenían.  ¿Qué podía yo hacer entonces?  Nada, sólo resignarme a aceptar las condiciones que aquella borrega me imponía y sin tener siquiera la garantía de que ella fuera a cumplir con lo pactado.  Y aun en el supuesto caso de que así lo hiciera, ¿qué había de Franco y de esos otros que supuestamente habían recibido o visto el video?  La situación, de tan inabarcable en su extensión, era imposible de manejar…
           Ella caminó alrededor del escritorio.  Yo tenía una mezcla de vergüenza y terror y la espiaba por el rabillo del ojo, pudiendo ver cómo sonreía y me miraba de arriba abajo.  Se ubicó finalmente a mis espaldas: una de las peores situaciones posibles a que los médicos solemos someter a nuestros pacientes; pero esta vez estaba todo invertido.
           “Tiene un hermoso cuerpo, doctora –  habló sobre mi hombro con tono libidinoso -.  Y durante este rato… va a ser mío” – remató sus palabras con un besito sobre mi cuello y un escozor me recorrió de la cabeza a los pies.  Pero eso no fue nada comparable a lo que vendría después.  Luego de sentir su aliento tan cerca de mi oreja, pude percibir cómo se acuclillaba o tal vez se hincaba detrás de mí y al momento comenzó a recorrerme con sus dedos desde mis tobillos y a lo largo de mis piernas.  Me puse tensa como una roca ante el contacto.  Se ve que lo notó.
             “Relájese doctora – me dijo, en tono imperturbable y sereno -.  La vamos a tocar un poquito…, no se ponga tensa… Piense en Franco, jijiji…”
            Me recorrió cada centímetro de las piernas; no dejó nada sin tocar y me masajeó de forma especial tanto las pantorrillas como los muslos.  Cuando ya lo había hecho todo con sus dedos se apoyó con ambas manos contra las pantorrillas y se dedicó a recorrerlas de nuevo, pero ahora con su lengua.  Fue dejando regueros de saliva mientras, aun sin verla, podía yo darme cuenta de que debía estar extasiada y entregada a lo que para ella  debía ser un placer supremo, una especie de fantasía que estaba cumpliendo.  Luego llevó arriba mi ambo y mi corta falda, con lo cual descubrió mi cola, por lo menos en el alto porcentaje de ella que mi tanga dejaba al descubierto.  Calzó un dedo (me pareció que índice) por debajo de la tirita que cubría la raya y llevó la prenda aun más arriba, con lo cual la tanga prácticamente desapareció en mi culo.
            “Qué hermoso culo tiene, doctora – dijo y, a continuación, estrelló un beso en mi nalga izquierda.  No conforme con ello, seguidamente me propinó un mordisco que me hizo arrancar un gritito de dolor -.  Hmmm… para comérselo…”
               Yo no cabía en mí de la vergüenza que sentía.  Se dedicó a toquetearme la cola en toda su extensión y varias veces me recorrió con un dedo la zanjita, de arriba abajo, de abajo arriba… Por momentos me acariciaba, en otros me clavaba las uñas al punto que me parecía increíble que mis nalgas no estuvieran sangrando, en otros me propinaba pellizcos o palmaditas.  Luego, tal como antes lo había hecho con mis piernas, se dedicó a recorrer mi zona trasera con su lengua: mi culo estaba todo ensalivado en cuestión de segundos; cada tanto alternaba con algún beso sobre mis nalgas o bien alguna succión atrapando mis carnes entre sus labios.  Me metió la lengua en la zanjita y me la recorrió toda a lo largo; en un momento la llevó tan adentro del orificio anal que empujó al límite la tirita de tela dentro de mi agujerito.  Y mientras lo hacía pasó una mano por entre mis muslos y me tocó el sexo, siempre por encima de la tanguita; se dedicó a masajeármelo tanto que, al poco rato,  yo estaba mojada.  Rogaba que ella no lo advirtiera pero, ¿cómo no iba a hacerlo cuando lo más probable era que ella estaba haciendo lo que hacía precisamente con el objetivo de ponerme cachonda aun en contra de mi voluntad?
           “¿Qué pasó, doctora? ¿Se hizo pipí?” – preguntó burlonamente retirando por un momento su cara de mi cola.
            Me quise morir, quería hacerlo ahí mismo.  Y ella, notando mi conmoción, aumentó la intensidad del movimiento de masajeo, lo cual me llevó por los aires…  Me estaba matando: la detestaba pero a la vez me encontraba en la encrucijada de que deseaba con tanto fervor que se detuviese como que siguiera.  De pronto hizo lo primero… y sí, me generó una especie de alivio mezclado con desencanto.  Ella se incorporó por detrás de mí: pude sentir su pecho contra mi espalda y su aliento sobre mi nuca; siguió aferrándome fuertemente por las nalgas durante un rato hasta que las liberó, no sin antes propinarles una cachetada.    Dejó caer nuevamente mi falda hacia su posición original y llevó las manos a mi cintura por encima del ambo.  Me capturó prácticamente por el talle y acercó su boca por detrás de mí hasta que sus labios me besaron, primero en mi cuello y luego detrás de la oreja.  Instintivamente hice un movimiento en pos de alejarme y lo notó, pero creo que la divirtió:
               “No se resista, doctora… – dijo, prácticamente susurrándome al oído -.  Usted está en mis manos… Y todo por no aguantarse y comerse una buena pija…”
                Volvió a besarme, esta vez sobre la mejilla.  Lo peor de todo era que en sus lacerantes palabras había mucha razón: yo estaba pagando el precio de haber cedido a la tentación ante un pendejo hermoso.  Qué increíble lo rápido que puede cambiar la vida de una en poco tiempo: costaba creer que habían pasado sólo cuarenta y ocho horas.  Allí me encontraba, siendo tratada como objeto por una gordita adolescente y con tendencias lésbicas terriblemente insatisfechas.  Sin dejar de soltarme el talle (por el contrario, me llevó aun más hacia ella al punto de que apoyó su sexo contra mi culo), me pasó un lengüetazo por la cara.  Fue desagradable… y humillante…  Hubiera querido secarme la saliva del rostro pero era imposible: me tenía prácticamente atrapada.  Más aún: cruzó sus manos por delante de mi vientre y me fue soltando los botones del ambo.  Una vez que lo hizo fue deslizando sus manos por sobre mi remerita musculosa hasta llegar a mis tetas.  Comenzó a manoseármelas por encima de la prenda mientras no dejaba de propinarme besos en el cuello.  Recién en ese momento atiné a hablar: le pedí por favor que parara, le pregunté si no era ya suficiente y si no pensaba en el peligro de que alguien fuese a entrar en cualquier momento o bien si no la extrañarían a ella en su curso en la medida en que se demorara en regresar más de lo que habían hecho sus compañeras.
             “Mmmm… no, doctora, relájese.  Nadie me extraña nunca, jiji… y soy yo quien decide cuando es suficiente” – me contestó, con tono casi maternal; qué irónico, era una adolescente hablándole a una mujer madura.
Era ya harto evidente que yo estaba a su merced.  Quizás fue para demostrármelo que tomó mi remerita por las costuras y la llevó hacia arriba hasta descubrir el corpiño.  Supuse lo que vendría aunque lo cierto fue que ni se molestó en desprenderlo: directamente tomó el sostén y lo levantó, dejándolo por encima de mis tetas descubiertas.
               Así, se dedicó a magrear mis senos con total lascivia.  Al igual que antes hiciera con mis piernas y con mi cola, por momentos los acarició, por momentos los estrujó con fuerza…, pero en este caso alternó con algunas otras prácticas como pellizcar mis pezones o bien trazar círculos masajeando alrededor de ellos.  Contra mi voluntad, me excitó, pero debía ahogar mis gemidos… Ya bastante derrota había sido que me encontrara mojada en mi vaginita.  Luego de un rato de dedicarse a mis pechos, pareció abandonarlos… Me quedé aguardando el siguiente movimiento, pero lo cierto fue que se apartó un poco de mí.  En un principio lo interpreté como posible señal de que mi suplicio había terminado, pero me equivoqué.
               “Quédese así, doctora – me ordenó -.  Enseguida estoy con usted.  Mientras tanto mastúrbese…”
                 Demás está decir que mis oídos no daban crédito ante las órdenes que recibía pero, por extraño que pareciese, al mismo tiempo se iban acostumbrando.  Pareciera que cuando a una la someten a tantas humillaciones, llega un momento en que ya no tiene capacidad de respuesta ni de espanto.  Bajé mi mano hacia mi conchita por delante de mi vientre, pero me interrumpió en seco:
                  “No.  Por detrás – me corrigió -.  Manito en la concha por debajo del culito…”
                  Otra vez los diminutivos.  Los mismos que durante tanto tiempo yo había esgrimido como armas de humillación en el consultorio y que ahora se volvían en mi contra.  Sentía, por otra parte, que yo ya no estaba en condiciones de objetar nada, que no existía filtro para las órdenes de Vanina.  Así que pasé mi mano por detrás hacia mi cola y luego busqué mi vagina… Tal como me había sido ordenado, me dediqué a masturbarme.  La risa de satisfacción de esa chiquilla fue una de las más odiosas que recuerdo haber escuchado.  Pero yo seguía aún intrigada sobre cuál sería su siguiente paso: pues bien, mientras yo seguía dedicada a mi acto de autosatisfacción impuesta, Vanina caminó una vez más en torno al escritorio y se dirigió hacia la silla que algún rato antes ocupara, sobre cuyo respaldo había dejado colgada su mochila.  Hurgó dentro de ella y les juro que deben haber sido los segundos más largos de mi vida puesto que yo no tenía modo alguno de imaginar qué iría a emerger de allí dentro.
                 Finalmente extrajo un objeto alargado que sostuvo en una mano mostrándomelo mientras reía.  Su risa, esta vez, más que maléfica o burlona, me sonó psicótica.  Lo que tenía en la mano era un consolador.
                ¿Qué plan tenía ahora aquella chiquilla para mí?  Me puse muy nerviosa, tanto que dejé de masturbarme y fui reprendida por ello:
               “¡No te dije que dejaras de pajearte!”
                 Elevó tanto el tono de la voz que me parecía imposible que no la hubieran oído desde otras aulas.  Miré nerviosamente hacia la puerta; estaba segura que el picaporte se giraría de un momento a otro.  No obstante, retomé el movimiento de masturbación con mi mano.  Ella sonrió complacida.  Apoyando el consolador a unos centímetros de mí por sobre el escritorio, volvió a sumergir la vista y una de sus manos en la mochila.  Finalmente extrajo un rollo de gruesa cinta que, en ese momento, se me antojó semejante a la que usan los pintores o, tal vez, los embaladores.
                “Como verá, doctora, vine equipada, jiji”
                 Dejando el consolador sobre el escritorio volvió a caminar en torno del mismo hasta ubicarse otra vez a mis espaldas.  Mi vista bajó hacia el objeto fálico que estaba allí, amenazante y delante de mis ojos: me sentí como un condenado a muerte mirando la horca o la guillotina.  La excitación, en contra de mi voluntad, aumentaba a cada instante y llegaba a niveles insoportables pues yo seguía masturbándome tal como me había sido ordenado.
                 “Ya puede parar, doctora” – me ordenó.  Resultaba casi una ironía que siguiera manteniendo el respetuoso trato deusted y no me tuteara; era como que no se condecía con la forma en que me usaba como si yo fuera sólo un objeto.  Pero bueno, tal vez era justamente eso: una ironía; otra forma de rebajarme que consistía en mostrarme en qué me había convertido a partir de remarcarme lo que yo hasta entonces creía ser.
               Eso sí: fue un alivio parar con la masturbación, aun cuando la visión del consolador que se hallaba sobre el escritorio hiciera pensar en la posibilidad de que estaba en ciernes algo mucho peor.  El nerviosismo que se apoderó de mí fue tal que no pude evitar preguntar:
           “¿P… para qué es es…?” – no pude acabar la pregunta porque me tapó la boca con un trozo de la ancha banda de cinta que mencioné antes.
            “Shhhh… Calladita, doctora – dijo sobre mi oído -.  Tengo que amordazarla porque no es cuestión de que se escuchen sus gritos por todo el colegio” – remató las palabras con un fuerte beso sobre mi mejilla.
             ¿Gritos dijo?  Yo no iba a gritar si se trataba de ser penetrada en mi sexo por un consolador… o, por lo menos, creo que sería capaz de contenerlo.  ¿Acaso esa chica perversa estaba pensando en otro plan…?  Me sobresalté al pensarlo.
            Sentí cómo sus manos volvían a introducirse por debajo de mi falda y, ahora, me bajaban la bombachita hasta dejarla a mitad de los muslos.  De algún modo mis peores sospechas comenzaban a confirmarse.   Me propinó otra cachetadita en la cola; luego me apoyó una mano sobre la nuca y otra entre los omóplatos para obligarme a inclinarme sobre el escritorio.  Se hincó a mis espaldas o bien se acuclilló: me di perfecta cuenta de ello porque volví a sentir su respiración sobre mis nalgas.  Presionando con sus dos pulgares me las separó de tal modo de abrir mi agujerito y, a continuación, escupió adentro: lo hizo una vez… y otra… y otra… Introdujo luego un dedo (tal vez el mayor) y recorrió mi orificio por dentro, jugando con la saliva y describiendo círculos que contribuían a dilatar y dejar franqueada la entrada.  Después me dio la sensación de que hurgaba y jugueteaba con dos dedos; luego paró.  Era obvio que su tarea consistía en lubricarme el culo, con lo cual pasaba a ser evidente que el consolador que tenía a tan pocos centímetros de mis retinas estaba destinado a ser alojado allí.
           “A ver, doctora – me urgió -.  Páseme eso que tiene enfrente”
            Claro.  Qué modo más humillante podía haber que pedirme a mí mismo que se lo diera.  Vencida, ya sin fuerzas, tomé el consolador de arriba del escritorio y lo llevé hacia atrás de mi cuerpo para alcanzárselo.  Lo tomó.  Rió entre dientes.  Lo acercó a mi culo.  Jugueteó varias veces sobre la entrada de mi cola.  Volvió a escupir, presumiblemente esta vez sobre el objeto mismo.  Comenzó a introducirlo y di un respingo.  Ella, sin dejar de juguetear en mi retaguardia se inclinó hacia mí hasta que su boca estuvo sobre mi oreja.  Su respiración era la de un psicópata peligroso; sin mirarla, me vino a la cabeza la imagen de un degenerado con sus fauces babeantes.
             “¿Alguna vez le han hecho esa colita, doctora?  Se ve bastante estrecha”
              Cerré los ojos.  Y sí, estaba claro que su plan era hundírmelo bien adentro.  Y la realidad era que no, mi cola no estaba hecha.  Negué con la cabeza; no podía hablar por tener la boca encintada.  Ella rió:
               “Esto le va a doler un poquito, doctora.  Jiji… Cuántas veces le habrá dicho algo así a sus pacientes, ¿no?  Lo que sí es seguro es que a mí me va a encantar, jeje… Abra la colita, vamos…”
                                                                                                                                        CONTINUARÁ
 

Relato erótico: “Mujer Amante” (POR VIERI32)

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La luz de la luna entra por la ventana del departamento y baña su piel perlada de sudor. Allí está, parada frente a mí, deleitándome con su caminar sensual, con sus ojos picarones y dedicándome su sonrisa tan oscura como una noche de cielo negro. Como aquella lejana noche de cielo negro.
Y se aleja, deja de ser “ella” y empieza a ser quien verdaderamente es. Es allí cuando cuecen los recuerdos, son mi eterna condena de la que no puedo librarme ni en mis sueños. Hace tanto… tanto tiempo.
Todo parece sanar cuando la veo, cuando me hundo en sus ojos miel y la hago mía. Sí, soy adicto a su cuerpo de mujer, es la única solución para mi insana mente y no hace sino que recordar sea menos pesado.
Pero ahora se aleja… y sólo me queda la luz de la luna.
* * *
Como chiquillos emocionados avanzamos por el pasillo del aquel hotel que distaba de ser cinco… cuatro… siquiera tres estrellas. Giro para sonreírle y ella me la devuelve, mirada picarona incluida. Tengo ganas de tomarla y hacerla mía allí mismo, desnudarla, enredar mis dedos en su pelo y morirme en sus ojos miel… no puedo evitarlo, es tan hermosa. Es lo lógico, se trata de mi esposa.
– Sofía – le susurro, acercándome, cercándola contra la pared. Gime al sentir mi mordisco en su cuello que se convierte en una lamida que va surcándola hasta el lóbulo. Le encanta, es una tigresa tras su apariencia fina y el vestido elegante … la conozco de punta a punta. Una mano suya se cuelga de mi cinturón, la otra baja la bragueta y… y simplemente me siento en el cielo cuando sus manitos juegan con mi sexo, cuando ronronea, cuando su cuello se tensa ante mis besos – te amo – digo al apartarme y con mi hombría levemente erecta, atrapada en sus garras.
– Humm… – Se retuerce, puedo ver un dejo de molestia en su rostro, una sonrisa oscureciéndose tras las ondulaciones de su pelo, oscura como aquella lejana noche de cielo negro. Se aparta, guarda mi sexo, cierra la bragueta y me toma de la mano –. Será mejor que avancemos.
Me guía, ella adelante y estirándome casi forzadamente. Puedo ver las curvas de su cintura enmarcándose en el vestido que le había regalado cuando éramos novios…¡aún le queda perfecto!, el pelo balanceándose de un lado a otro, toda su aura… la amo, es mi esposa, cómo no hacerlo.
Y llegamos a la habitación en la que nos aislaríamos del mundo por una noche. ¡Por fin! Quiero hacerla mía, toda la noche estuve aguantándome las ganas. Aseguro la puerta para luego acercarme.
– No tan rápido, corazón – pone ambas mano en mi pecho. Sonríe, señalándome con la vista el sillón mullido de una esquina. – Hoy te haré algo especial… – y violentamente abre mi camisa, caen algunos botones al suelo, aunque uno llegó a saltar y desaparecer entre sus senos.
– ¿Especial? – tomo su trasero para atraerla junto a mí.
– Un baile erótico – se aparta.
– ¡Ah, eso! No, no… con lo caliente que me dejaste allá en el pasillo… no me jodas con sandeces eróticas ahora, vamos.
– ¡Deja de pensar con la polla! – dice mientras sus manos van desde mi pecho hasta el cinturón, arañando dolorosamente, dejándome varias estelas rojas ardiéndome y una falsa cara de no-me-duele-nada.
– ¿Lo harás como aquella vez? – pregunto.
– ¿Como aquella…? Ah, digo.. sí, como aquella vez.
Retrocedo un par de pasos hasta llegar al sillón. Me acomodo y mis ojos le dicen que empiece. Cómo no va a pillarlo, es mi esposa, me entiende.
Separa sus piernas, esbeltas, poderosas, al límite del vestido… y lentamente se lo retira con poses eróticas. Sonrío, me excito… recuerdo.
Ya no es la chiquilla nerviosa que una vez besé por primera vez bajo una lluvia de junio. Peor no podía ser aquella ocasión para ambos; sus padres se divorciaban, tenía el brazo derecho enyesado tras un accidente en bicicleta… y yo, con un diente doliéndome demonios, mi cabeza andaba peor tras haber pillado a mi madre metiéndole lengua… a mi profesor de lengua… materia que nunca entendía cómo aprobaba y aprobaba… hasta aquella tarde, claro.
Pero todos nuestros problemas desaparecían cuando estábamos solos, por eso la llamé para encontrarnos en la plaza. Por eso no rechazó la oferta pese al mal clima. Queríamos joder el tiempo, olvidarnos del mundo por un rato… y cuando llegó nuestro primer beso, el mundo desapareció. Yo teniendo cuidado de no lastimarle el brazo, y ella apretujando dulcemente mi labio inferior con los suyos para no intentar rozar el jodido diente. No fue la postal más bonita, pero jamás podría olvidarme.
Ya no es aquella muchacha que lloraba cuando le decía que la amaba y que nunca nos separaríamos. Ahora es otra – aunque el mundo sigue desapareciendo cuando estoy con ella – ahora despliega confianza, es más erotica… más… más…
– ¿Y me cuentas cómo fue aquella vez? – pregunta al tiempo en que su tanga cae en la cama, justo sobre el vestido. Por allí pude ver el botoncito rebelde.
– ¿No lo recuerdas?
Me mira como si estuviera loco. Sonrío, disfruto de la vista – tía buena con medias de red y liguero – y me vuelvo a acomodar en el sillón; – Intentaste hacer un baile erótico en la sala de tu casa… no estaba nadie y aprovechamos… vamos, que todo comenzó de lujo pero por un movimiento torpe terminaste en el suelo con el tobillo inflamado.
– ¿Y luego? – Las medias y el liguero acompañaron al vestido, el tanga y el botoncito.
– Pues mucho llanto, muchos besos míos… y unos minutos después, nuestra primera vez.
– ¿Con el tobillo inflamado? – pregunta poniendo sus manos en su cintura, inclinando el rostro dulcemente, acercándose.
– Así de desesperados estábamos – se sienta a horcajadas. Besa mi pecho herido, sube, sube, sube y clava sus ojos en mí para decirme;
– Eres muy especial.
Sus manos buscan mi sexo y empieza a pajearlo sin siquiera soltar sus ojos de mí.
– ¿Qué pasó con el baile, Sofía?
– Pues no quiero lastimarme el tobillo otra vez, así que lo dejamos para otra – ríe.
Y me besa, me pajea, restriega su cuerpo cuerpo contra el mío. Me despoja de la camisa ( o de lo que quedaba de ella). Se arrodilla ante mí para retirarme los zapatos, las medias y luego el pantalón como una tierna sumisa. Sé lo que hará. Es tan morbosa, tan viciosa… por algo es mi esposa.
Con una mano toma mi sexo, con la otra, mis más preciadas pertenencias. Sus ojos picarones se clavan en mi mirada mientras su lengua serpentea por el glande. Se aleja, un halo de saliva cuelga entre la punta y su labio inferior… joder… abre la boquita y la come como niña golosa, sólo una porción… se queda estática por unos segundos que me duran eternidades… y muerde el glande, no dejando escapar cada gesto que hago.
Juega, juega y juega con la misma estrategia, se la mete entera, se la mete un trozo, que su lengua recorre el tronco, que su mano juega dolorosamente más abajo, que la otra me la casca mientras chupa la puntita… joder, es imposible resistirse. Es la mejor amante. Es mi esposa.
Se levanta, alejándose de la silla. Gira sobre su hombro para preguntarme:
– ¿Te vienes?
Sube a la cama como una perrita, meneando su sabroso culito adrede, mirándome sobre su hombro con una sonrisa oscura como aquella lejana noche de mis recuerdos.
– Te amo – me arrodillo en la cama, con mi sexo palpitante y a escasos centímetros de su jugoso coñito, la tomo de la cintura para guiar mis dedos por la raja su culo, me mira por última vez sobre su hombro… La penetro, mi verga en su coñito, la punta de dos dedos en su ano.
– ¡Agghhmm!
Todo es como si fuera una primera vez, su chorreante coñito abrazándome con fuerza, casi queriendo exprimirme a la fuerza, su apretado agujero trasero, rebelde, rugoso, cálido. Como aquel primer beso, trato de hacerlo delicadamente, como si aún fuera aquella que lloró cataratas en nuestra primera vez. Como si aún fuera la chica frágil y tierna… sí, había olvidado que ella cambió, ahora es más… más…
– Hummm… bebé, ¿por qué la ternura? – Comienza a ir y venir, pegando su culo contra mi pelvis, meneándolo, adelante, atrás… maldición, una diosa del sexo, la perfecta amante – pensé que estabas como para follar toda la noche.
Me vuelvo loco, ¡no sé qué decirle!, simplemente… simplente me convence con su carita para follarla con fuerza, violencia, rápido, duro, casi forzándola. Ella grita, gime, se retuerce, ríe, araña la cama con fuerza… el mundo no existe para nosotros.
* * * * *
La luz de la luna entra por la ventana del departamento y baña su piel perlada de sudor. Allí está, parada frente a mí, deleitándome con su caminar sensual, con sus ojos picarones y dedicándome su sonrisa tan oscura como una noche de cielo negro. Como aquella lejana noche de cielo negro.
Mi cara lo dice todo. Como en nuestra época de adolescentes follamos como si no hubiera mañana, como si no hubiera tabúes ni pecados.
Se dirige al baño. Al cabo de unos minutos sale con una faldita y un top que se ciñe deliciosamente.
– Me pareces una persona muy especial – dice retirándose el anillo para dejarlo en el sillón – y aunque a veces me asustas, sigues siendo mi preferido.
Toma mi jean que estaba tirado en suelo, y de allí retira mi billetera para abrirla.
– Me molesta cuando me llamas Sofía, me haces sentir como un mero instrumento que te sirve para recordarla… pero bueno, vale la pena – me muestra un fajo de dinero. Mi dinero.
Se dirige hacia la puerta, gira el pomo, prosigue sin mirarme:
– El anillo te lo dejé en el sofá y el vestido está cerca de tus pies… sólo me llevé lo que usualmente suelo cobrar. De todos modos, a estas alturas ya deberías confiar en mí, ¿no? Dos años ya…

Suena chirriante la puerta al abrirla.

– ¿Sabes? A veces me siento halagada cuando dices que me parezco a tu difunta esposa y que te hago recordarla… pero… por más terrible que pueda sonar esto; me gustaría que un día folláramos simplemente como prostituta y cliente. Me gustaría que digas mi nombre cuando te corres en mi cara o cuando me rodeas en tus brazos… cuando me besas… simplemente…
Da un par de pasos para retirarse, gira para proseguir;
– Y discúlpame por no saber devolverte los “te amo”, corazón.
Y se aleja, deja de ser “ella” y empieza a ser quien verdaderamente es. Es allí cuando cuecen los recuerdos, son mi eterna condena y no puedo evitarlo ni en mis sueños. Hace tanto… tanto tiempo.
Todo parece sanar cuando la veo, cuando me hundo en sus ojos miel y la hago mía. Sí, soy adicto a su cuerpo de mujer, es la única solución para mi insana mente y no hace sino que recordar sea menos pesado.
Pero ahora se aleja… y sólo me queda la luz de la luna.
Si no fuera por la luna, me mataría por no saber soportar el dolor. Si no fuera por la maldita luna, la noche sería tan oscura como aquella vez en que la perdí. Como aquella lejana noche de cielo negro.
En el sillón resplandece el anillo. El vestido negro, el tanga y el botoncito yacen al borde de la cama, mi billetera en el suelo, seguramente con menos dinero de lo que debería haber.
La veo irse, la puerta se cierra… y una vez más mi mundo se derrumba, una vez más muero sin consuelo, mi sonrisa se borra con mis propias lágrimas, una vez más mi corazón se queda sin dios al que rezar ni al cual pedir que me saque de mi dolorosa verdad… ella… ella no es mi esposa.
Vieri32
“Mujer Amante”, de Rata Blanca.
Siento el calor de toda tu piel
en mi cuerpo otra vez.
estrella fugaz, enciende mi sed,
misteriosa mujer.
Con tu amor sensual, cuánto me das.
Haz que mi sueño sea una verdad.
Dame tu alma hoy, haz el ritual,
llévame al mundo donde pueda soñar.
¡Uh…! Debo saber si es verdad
que en algún lado estás.
Voy a buscar una señal, una canción.
¡Uh….! Debo saber si en verdad,
en algún lado estás,
solo el amor que tu me das, me ayudará.
Al amanecer tu imagen se va,
misteriosa mujer.
dejaste en mí lujuria total,
hermosa y sensual.
Corazón sin dios, dame un lugar.
en ese mundo tibio, casi irreal.
Deberé buscar una señal,
en aquel camino por el que vas.
¡Uh…! Debo saber si es verdad
que en algún lado estás.
Voy a buscar una señal, una canción…
Si quieres hacer un comentario directamente al autor: chvieri85@gmail.com

Relato erótico: “Intercambio de fotos” (POR DOCTORBP)

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-Ahora que viene el buen tiempo podemos pensar en hacer alguna cosilla – propuso Luisa al resto de amigos que la escuchaban.

-Pues sí, estaría bien – le contestó Ismael. Y a los demás también pareció gustarles la idea.

-¿Pero tú vas a poder, Ismael? – bromeó Esteban – ¡si siempre estás ocupado!

-Anda, cállate, que si tú vienes es sólo porque eres el novio de Maribel – le siguió la broma el aludido y todos rieron menos la propia Maribel.

-Sí, claro – dijo – si viene no es porque seamos novios, es que os da penita – y todos volvieron a reír, distendidos como estaban.

Mientras tanto, apartados del resto, en la cocina de la casa, Montse y Ricardo mantenían una conversación.

-La semana que viene tengo que dar una formación al cliente… – aburría Ricardo a Montse.

-Si quieres voy yo y les entretengo un poco – bromeó ella que no estaba por la labor de tener una conversación seria.

-Sí, y les enseñas una teta – bromeó él.

-Vale, verás qué contentos se quedan – dijo ella alegremente.

-¡Sí, claro! Para eso me la enseñas a mí y que le den por culo a los de la formación – y ambos se rieron.

A Ricardo aquellas palabras le salieron del alma. Y aún siendo una simple broma sin importancia se fijó en los pechos de su mejor amiga y pensó lo mucho que le gustaría que realmente sucediera lo que acababa de plantear jocosamente. Montse llevaba una camiseta blanca de tirantes que se ajustaba perfectamente a su cuerpo dibujando su vientre plano y el bello contorno de sus nada despreciables pechos. El contraste con su piel morena era espectacular.

-¡A ti te enseño las dos! –contestó entre risas rompiendo los pensamientos de su contertulio.

Ricardo era su mejor amigo y aquella contestación no era más que un ‘te aprecio tanto que te mereces más que nadie’.

-¿Y podré tocar? – continuó la broma.

-Bueno… no sé… es que no creo que te gusten…

-¿Y eso?

-Con todo el porno que has visto seguro que las mías no te parecerán muy espectaculares – ironizó.

-Calla, calla… – la interrumpió sin dar mayor importancia al comentario – que el otro día se me estropeó el PC y no puedo arrancarlo.

-¿Sí? ¿Y ahora qué harás sin todo tu porno? – le soltó para intentar hacerlo rabiar.

-Bueno, ahora tendré que conformarme con tus tetas – le replicó hábilmente.

-Sí, claro, pero te las tendré que pasar en foto para que sea como las que tienes en el ordenador – él se rió y continuó con el tono jocoso.

-Bueno, podemos empezar por ahí y luego ya subimos de nivel.

-Pero estamos hablando de fotos, ¿no? Que un video ya sí que es mucho nivel – bromeó Montse divertida con la conversación. – De hecho creo que tal vez tenga alguno en el portátil de casa… – él volvió a reír nuevamente y continuó.

-No, no, mejor empezamos con una foto de tus tetas y luego vamos subiendo el nivel hasta llegar a lo inevitable…

-¡Cochino! – terminó ella entre risas.

Cuando volvieron de la cocina se encontraron con el resto del grupo. Montse se dirigió a Ismael, su novio, lo besó y se sentó junto a él para unirse a la conversación sobre planes futuros. Por su lado, Ricardo se acercó a su chica, Noe, y se intercambiaron miradas cómplices como siempre hacían.

El resto de integrantes de la velada lo formaban los dueños de la casa, César y Luisa, y Maribel, amiga de Montse, y su novio Esteban.

Así, las 4 parejas continuaron la conversación y pasaron el resto de la noche sin llegar a concretar nada. Finalmente resolvieron dejarlo para una próxima ocasión en la que cada uno tuviera tiempo de pensarse mejor qué era lo que podían hacer para el inminente verano.

Un par de semanas después las 4 parejas se volvieron a reunir, esta vez en casa de Ismael y Montse.

-Luisa y yo hemos estado hablando esta semana y hemos pensado que podríamos ir a una casa rural – comenzó Montse.

-¡Oh! Es una gran idea – lo celebró Noe

-¿Pero yo puedo ir o no? – bromeó, como siempre, Esteban.

-Aún no hemos pensado cómo engañarte para dejarte fuera de los planes – le respondió con gracia César.

Los chicos siempre estaban bromeando y si no fuera por ellas seguramente jamás el grupo sería capaz de organizar nada. Así, entre bromas de ellos y propuestas de ellas, fueron planificando la estancia de un fin de semana en una casa rural. Quedaron en volver a verse para acabar de organizarlo todo en otras 2 semanas.

-La formación fue de puta madre – le soltó Ricardo a Montse en cuanto tuvieron un momento de intimidad, sentados en el sofá.

-Sí, no te lo quise decir, pero quedaron muy contentos con la foto que les envié de mis tetas – continuó la broma de hacía dos semanas.

-Sí, ya… ¡que no todo eran tíos, eh!… supongo que algo de mérito también tendré yo, ¿no?

-mmm sobre eso no puedo decir nada sin antes ver la foto del miembro que les hayas enviado.

-¿Me estás pidiendo que te enseñe una foto de mi miembro? No me lo digas dos veces…

-¡Que me la enseñe, que me la enseñe! – gritó divertida sin darse cuenta que la oirían los demás.

Al oír los cánticos se giraron Esteban y Noe, que estaban hablando en la misma sala que ellos, pero algo alejados, en la mesa del comedor.

-Estás loca – le dijo simpáticamente Noe sin darle más importancia y continuando su charla con Esteban.

Y Ricardo prosiguió.

-¿Y quieres que te la mande en erección o en reposo?

Ella se rió alegremente.

-Mándame el ‘antes’ y el ‘después’.

-Podemos hacer una cosa, yo te envío el antes y con lo que tú me envíes te mando el después. Dependiendo de lo que me llegue será más antes o más después – le soltó con toda la intención y ella se rió más todavía. Y tras unos segundos de silencio concluyó – Cuando quieras empezamos.

-Tú primero – le respondió ella rápidamente sin dejar de pensar en ningún momento que aquello no era más que una broma, muy divertida, eso sí.

Él se rió y, algo inseguro, preguntó.

-¿En serio?

-Sí – contestó entre carcajadas – pero no prometo que la envíe yo luego.

Ricardo soltó un gesto de desaprobación y concluyó.

-Entonces nada.

Pero ella insistió, divertida con la situación, aunque él no dio su brazo a torcer.

Mientras volvían a casa Ricardo pensó en la conversación con su amiga. Era cierto que no había sido más que una broma inocente, pero por otro lado sintió un cierto morbo sobre el cual no paraba de dar vueltas.

-¿En qué piensas? – le preguntó Noe.

-En nada, en nada.

-Y… – tras unos segundos – ¿qué es lo que te pedía Montse que le enseñaras?

Ricardo no tenía secretos para su novia y menos con algo tan tonto como aquello. Ella sabía la tan buena relación que tenía con Montse así que ni mucho menos se iba a molestar por algo así, pero instintivamente la mintió.

-Nada, estábamos bromeando sobre una cosa que me pasó en el trabajo.

Noe no dijo nada más y Ricardo no supo con certeza lo que aquel silencio significaba. ¿No necesitaba saber nada más? ¿O se había molestado al intuir que la estaba mintiendo? En cualquier caso, prefirió dejar el tema.

Por otro lado Montse estaba acabando de recoger todo cuando Ismael la llamó para irse a la cama. Ella corrió a los brazos de su novio sin acordarse ni siquiera de la conversación que había tenido horas antes con Ricardo. Pero en ese momento sonó su móvil. Un mensaje. Al abrirlo no pudo evitar una carcajada.

-¿Quién es? – preguntó su novio.

-El tonto de Ricardo – dijo cariñosamente mientras apretaba el botón de enviar mensaje.

“jajajaja ME MEOOOOOO” respondió a la foto que su mejor amigo acababa de enviarle: una foto de sus pectorales junto al texto “ahora te toca a ti ;-P”

Al cabo de un par de días, Ricardo no pudo evitar cierta decepción por la ausencia de foto por parte de su amiga así que decidió contestarle el mensaje: “creo que te has olvidado el adjunto jeje”. No sabía bien, bien que conseguiría con eso, pero al menos el juego era divertido. Al cabo de unos segundos sonó el R2D2 que anunciaba un nuevo SMS: “es que no sé qué enviarte”. A Ricardo le voló la imaginación y le contestó nuevamente: “Mujer, creo que lo justo sería pecho por pecho, no?”. Al instante el robot de la guerra de las galaxias volvió a sonar: “prrrfff”.

Every little thing that you say or do Al poco rato de enviar el mensaje, el móvil de Montse comenzó a sonar I’m hung up. Era Ricardo. I’m hung up on you.

-¿Sí? – contestó.

-Buenas, ¿qué tal?

-Muy bien – respondió contenta como siempre que su amigo la llamaba.

-Te llamo porque nos va a salir más barato que mantener una conversación vía SMS.

Ella confirmó riéndose.

-A ver, ¿qué es eso de que no sabes qué enviarme?

-Hombre, pues eso… no te voy a enviar las tetas a cambio de unos pectorales peludos – se rió.

-¿Qué no te ha gustado mi pecho?

-¡Uy! Sí, mucho – le contestó irónicamente – pero yo te he visto los pectorales un montón de veces y tú a mí no me has visto las tetas, no es lo mismo.

-Vale, se me ocurre algo que sí me puedes enviar porque ya lo he visto…

-A ver… – prosiguió ella, incrédula.

-Podrías, por ejemplo, enviarme una foto en camiseta marcando pezones.

Montse empezó a reírse a carcajadas hasta que se dio cuenta que estaba en el trabajo y que algún compañero ya se había girado para mirarla al escucharla reír.

-¿Y cuándo me has visto tú así? – le preguntó intrigada.

-Bueno, alguna vez en tu piso cuando vas con ropa de estar por casa.

-¡Ay, qué pillín! ¿Y qué haces fijándote en esas cosas?

Ricardo pensó en alguna de las veces que la había visto en camiseta sin sostén y cómo no podía evitar echar un vistazo a aquellos senos que se adivinaban bajo la fina tela, tan fina que incluso se intuía el color oscuro de las aureolas de Montse. Así que decidió desviar el tema para que no fuera demasiado peligroso.

-Pues que sepas que si no me envías foto, yo no te pasaré ninguna más.

Aquella especie de amenaza o advertencia de Ricardo no le dijo nada a Montse. A pesar de lo divertido de la situación no se había planteado en ningún momento un real intercambio de fotos con él. De hecho, estaba convencida de que Ricardo tampoco se lo planteaba así que le agradó la idea de seguir el juego.

-Bueno… –con aire indolente – te enviaré una foto…

Por la tarde, una vez en casa, Ricardo recibió el mensaje que había estado esperando todo el día.

“Aquí la tienes tontito”, acompañado de una foto de Montse haciéndole burla con la lengua, era todo lo que había recibido. “Buah! Qué decepción! ;-P Será mejor que yo suba el nivel” fue lo que le contestó Ricardo y adjuntó una nueva fotografía.

Cuando Montse abrió el mensaje de Ricardo sintió una mezcla entre extrañeza y gracia. Para nada se esperaba una foto de su mejor amigo desnudo únicamente en ropa interior y emulando una postura que pretendía ser sexy. Tras la sorpresa del impacto inicial no pudo evitar ver lo gracioso de la situación. ¡El muy bestia le había enviado una foto en calzoncillos! Se rió y pensó que, a pesar del intento de postura erótica, no enseñaba nada que no hubiera visto ya. Así que el escenario siguió pareciéndole absolutamente inocente.

Tras pensarlo un rato decidió qué podía enviarle para continuar y, supuso, terminar la divertidísima situación. Un primer plano de su trasero envuelto en esos tejanos que tan bien le quedaban podía ser una buena foto. No es que estuviera muy orgullosa de su culo, pero tampoco es que Ricardo pudiera estarlo de su cuerpo pensó con cierta malicia.

Cuando R2D2 le mostró el culo de Montse, Ricardo flipó. ¿Estaba entrando al juego completamente? Pensaba que no, pero ¿y si lo había hecho? Pensó que no podía perder la oportunidad de descubrirlo así que debía encontrar algo que subiera el nivel y no fuera demasiado grotesco para evitar malos entendidos.

Aún estaba en calzoncillos, frente al espejo, cuando se fijó en su entrepierna. La foto de Montse o más bien lo que podía significar le había levantado ligeramente el ánimo con lo que el paquete estaba levemente abultado y se le ocurrió el siguiente retrato. Volvió a mirar la foto de Montse y se bajó la única prenda que llevaba para acariciarse el pene unos instantes, lo suficiente como para tener una buena erección. Volvió a subirse el atuendo colocándose todo bien puesto y se autofotografió el paquete.

Para sorpresa de Montse, con su última foto la cosa no había terminado ya que Ricardo le envió una que aún la sorprendió más. ¿Eso era su paquete? Ahora no sabía si eso era divertido o excesivo. ¿O era morboso? Agradeció que la fotografía hubiera llegado sin texto y se fijó en el buen tamaño del paquete de su amigo. Pensó si estaría en erección y supuso que sí. O tal vez no ya que las fotos engañan mucho. Por un instante pensó en que su mejor amigo se había excitado con todo este juego al que ella no le había dado la menor importancia y se sintió halagada al tiempo que notaba una ligera reacción de sus pezones. Le gustaba sentirse deseada por su mejor amigo.

En ese momento su mente entró en un conflicto. No quería seguir el juego por miedo a lo que pudiera pensar o esperar Ricardo, pero por otro lado sintió curiosidad por saber hasta dónde podía llegar esa situación. Pensó en las palabras que el propio Ricardo le había soltado esa misma mañana “enviarme una foto en camiseta marcando pezones” y se fijó en el espejo donde, bajo su indumentaria, se mostraban sus pezones ya duros como piedras.

Ricardo no se pudo creer lo que estaba viendo. Montse le estaba regalando la inmortalidad de uno de los momentos que esa misma mañana había recordado mientras hablaba por teléfono con su amiga. Ver ese primer plano de la camiseta de estar por casa de ella con los pezones marcados a fuego fue muy excitante. Y pensó nuevamente en las miradas que únicamente furtivas podía dedicarle antaño para ahora poder recrearse con esa visión aunque sólo fuera a través de una fotografía.

Noe estaba a punto de llegar así que Ricardo reaccionó rápido. Se desnudó por completo y se hizo una foto de espaldas intentando dar pequeños pasos para que su amiga no se echara para atrás. Pero por desgracia lo había hecho. El robot que tantas alegrías le había dado esa tarde ya no volvió a sonar. Se moría de ganas de llamarla para evitar la catástrofe. ¿Había perdido su amistad por 4 fotos tontas? Le entró el pánico y el terror fue tal que no se atrevió a llamar y se quedó quieto, inmóvil, esperando que Montse no se hubiera enfadado por aquello.

Cuando el móvil de Montse sonó por última vez Ismael ya estaba en casa así que ella se apresuró a cogerlo e ignorar el mensaje que acababa de recibir.

-¿Quién es? – le preguntó incrédulamente Ismael.

-¡Publicidad de Orange! Qué pesados…

Montse no era la primera vez que engañaba a Ismael aunque nunca era por nada serio. Sin embargo, lo que hoy había sucedido… no debía enterarse, por supuesto. Aunque ella no le dio mayor importancia, él sí podía dársela y con razón, así que evitó el mal trago mintiéndole sutilmente.

Durante el día siguiente Montse esperaba la llamada de Ricardo o que diera alguna señal de vida de algún tipo, pero no lo hizo. Y se sintió extrañamente culpable por lo que había pasado. Aún no había visto el último mensaje y pensó que su amigo estaría inquieto esperando su contestación. Y no se equivocaba. Así que, en cuanto llegó a casa abrió el mensaje y se encontró con el culo de su amigo.

La foto estaba tomada desde lejos con lo que se apreciaba todo su cuerpo. No es que fuera un adonis precisamente, pero tampoco estaba gordo, era un chico corriente, del montón. Sin embargo, tenía un buen culo y a Montse le gustó poder vérselo al desnudo. En ese instante recordó el punto morboso en el que la cosa se había quedado el día anterior y eso, unido al sentimiento de culpabilidad que sentía por no haberle dicho nada a Ricardo desde ayer, la impulsó a contestarle.

Primero se quitó las botas. Cuando sus pies desnudos quedaron al descubierto empezó a desabrocharse los botones del pantalón el cual comenzó a bajarse lentamente descubriendo su culote de color gris claro. Seguidamente se llevó las manos a la camiseta y se la quitó en un rápido gesto quedando completamente en ropa interior.

Cuando R2D2 sonó casi le dio un vuelco el corazón a Ricardo. ¡Montse no se había enfadado! Y lo mejor de todo, aún seguía el juego. Parecía una auténtica diva, recostada en el sofá, en ropa interior, y con una picardía en la expresión que se la levantó de golpe. Montse era una chica espectacular no sólo en cuanto a forma de ser, no en vano era su mejor amiga, sino en cuanto al físico se refiere también. Era morena, al igual que su piel en la cual resaltaban ciertas pecas que eran apenas imperceptibles. Aunque ella no lo admitía tenía un cuerpo precioso respecto al cual nada tenía que envidiarle a ninguna otra mujer. Y sin duda esa fotografía así lo corroboraba.

A Ricardo le dio nuevamente por emular a los modelos de calendario e intentó hacerse una foto mientras se bajaba ligeramente la ropa interior mostrando su pubis medio rasurado. Aunque nuevamente el estilo no fue muy conseguido a Montse le gustó más que la primera pose, seguramente porque a estas alturas el intercambio de fotos era algo más que un juego inocente. A la foto le acompañaban unas palabras “Esto va subiendo de nivel mmm” que para Montse sobraron. Pensó que lo mejor sería acabar con aquello. Había estado bien, muy bien, pero no quería que la cosa se complicara más. Y envió el último mensaje.

Aunque la impresionante foto de Montse cautivó a Ricardo las palabras “Ricardo, ya no más” que la acompañaban le cortaron el rollo por completo. Sin embargo, se centró en el espectacular primer plano de los pechos de Montse. Recordó las innumerables veces que él le hacía broma insinuando que tenía un pecho normalito y cómo ella le recriminaba diciendo que tenía unas tetas preciosas. Sin duda estaba orgullosa de su busto y no era para menos. Aquella talla 95 se veía inmensa en aquella fotografía. Las oscuras y grandes aureolas de Montse eran tan o más espectaculares que las que se insinuaban bajo su camiseta. Y poder observar detenidamente como las tímidas pecas de su piel abarcaban todo su pecho era extraordinariamente placentero. Únicamente la punzada de las palabras que acompañaban a la foto pudo romper ese momento que, en cualquier caso, sería eterno en esa fotografía que guardaría con recelo para siempre. Y se contuvo las ganas de enviar la siguiente imagen.

Un simple “Montse, tienes unas tetas preciosas” fue todo lo que ella recibió. Y aquellas simples palabras le sonaron a gloria a la mujer.

Transcurridas las 2 semanas tras la última quedada, las 4 parejas volvieron a verse nuevamente en casa de Ismael y Montse puesto que en el portátil de estos estaba toda la información que guardaron 15 días atrás.

Los primeros en llegar fueron Ricardo y Noe. Él estaba algo inquieto pues vería por primera vez a Montse tras el intercambio de fotos. Y el saludo de ella no lo tranquilizó precisamente. Su pulso se aceleró cuando su mejor amiga le dedicó esa enorme sonrisa y lo abrazó mientras le besaba la mejilla acercando su cuerpo tanto que pudo sentir cómo sus pechos se aplastaban contra su propio cuerpo. Deseó que no se apartara jamás, pero lo hizo, momento en el cual ambos se dedicaron las cómplices miradas que Ricardo, hasta entonces, únicamente había tenido con su novia.

No mucho más tarde llegaron las 2 parejas restantes. La velada fue menos incómoda de lo que Ricardo se esperaba. Ayudó mucho que Montse no le diera ninguna importancia a lo que había sucedido. Además, el objetivo se había cumplido y esa misma tarde consiguieron organizar todo lo referente a la salida veraniega. Dentro de otras 2 semanas pasarían un fin de semana en una casa rural los 8 solos.

Mientras Montse se agachaba a recoger la servilleta que se le había caído oyó como le decían a su espalda:

-Ese culo me suena – le bromeó Ricardo quien acababa de entrar a la cocina y se encontró con Montse en pompa. Ella se rió.

-Pues no llevo los mismos tejanos – dijo en un tono pícaro mientras se incorporaba en un gesto, a los ojos de él, muy sensual.

Ricardo se acercó a ella y le dijo en voz baja:

-Por cierto, he de reconocer que tienes unas buenas tetas ¿o es que la foto engaña?

-Perdona, pero la foto muestra la realidad, tengo unas tetas perfectas, naturales, redonditas y muy bien puestas. ¿Y a ti cuánto te mide? – concluyó, con aire altivo, igualando la conversación.

-¿El ‘antes’ o el ‘después’? – preguntó jocosamente recordando la conversación que ya tuvieron semanas atrás.

-Antes y después. ¡Va, dímelo! – le insistió divertida. Él se rió y continuó.

-No te lo diré. Si hubieras seguido con el intercambio ahora podrías medirla tú misma – insinuó intencionadamente.

-Mejor me lo imagino a través de la foto de tu paquete – y le echó un vistazo a la entrepierna sin perder el rostro sonriente.

-¡Cobarde! – le susurró él.

-Sí – concluyó, entre risas, con falsa timidez.

Mientras los 2 reían les interrumpió la llegada de las otras chicas. Ambos se callaron instintivamente. Es cierto que Montse seguía sin darle importancia a la conversación y, por tanto, podía ser escuchada por cualquier otro sin malinterpretarse, no era la primera vez que ella y Ricardo se hacían bromas por el estilo, pero el hecho de que esta vez la cosa hubiera llegado más lejos le dotaba de un cierto aire tabú.

Ricardo se marchó con los chicos y lo hizo con la sensación de que el juego se había terminado. Y era lo normal. Él siempre había visto a Montse como lo que era, su mejor amiga y, sin duda, quería a Noe. Si bien es cierto que siempre se había sentido atraído por la belleza de Montse, la cosa no pasaba de ahí, como cualquier otra tía buena con la que pudiera fantasear. Así que se olvidó del tema y se conformó con las fotos que ella le había pasado y que conservaría para los restos.

Y así fueron pasando los días. A medida que se acercaba la escapada a la casa rural Ricardo se iba sintiendo inquieto. Le atraía la idea de volver a ver a Montse y pasar unos días junto a ella. Empezó a ponerse tonto y se dirigió al ordenador que ya habían arreglado. En vez de ponerse cualquier video porno fue directamente a la carpeta intencionadamente oculta con el nombre ‘Intercambio’. La abrió y creó una presentación con las 5 fotos que contenía. Mientras veía las fotos pasar, se bajó las bermudas dejando asomar un pene morcillón… burla… comenzó a masturbarse… trasero… no tardó nada en tener una erección de órdago… pezones… a los pocos segundos su mano empezó a mancharse del líquido preseminal que brotaba de su glande… cuerpo… rápidamente llegó al orgasmo provocándole una sensacional corrida… tetas… cerró los ojos por el placer y divisó en su mente las 5 fotografías… burla, trasero, pezones, cuerpo y tetas. Y mientras se corría supo que debía enviar a Montse un nuevo mensaje.

Montse se quedó anonadada al ver el SMS de Ricardo. Junto al mensaje “Ya puedes medirla” había una fotografía. No se atrevía a abrirla y deseó por lo que más quería que Ricardo no se hubiera atrevido a hacer lo que se temía. No quería seguir con aquello ni que su mejor amigo demostrara tanto entusiasmo. Pensó que tal vez le había dado falsas esperanzas de no sabía qué. Siempre habían bromeado sobre estas cosas, pero al parecer las fotos lo habían enajenado. Abrió la foto con rubor y sus peores sospechas se confirmaron. Allí estaba el ’antes’.

La primera reacción fue de repulsa, pero cuando se fijó más en aquel primer plano empezó a ver cosas que le gustaron. Aunque estaba flácida, la polla de Ricardo no parecía ser de gran tamaño, sin embargo acababa en un bonito glande rosado que parecía bastante grueso. Le gustó. Por lo demás, lo tenía todo bastante bien arregladito, algo que ya se dejó entrever en la foto del pubis de su amigo. La reprobación inicial se convirtió en diversión, le pareció graciosa la situación y pensó en no darle mayor importancia.

Con el móvil aún en las manos le llegó otro mensaje. Al ver el remitente sintió un cosquilleo en el estómago. Por un lado volvió a temer que Ricardo insistiera, pero por otro… no estaría mal ver cómo evolucionaba aquel miembro… Sin embargo no había foto, solo texto: “Que sepas que me he masturbado con tus fotos ;-P pero necesitaría alguna más…”.

Montse pensó que estaba de broma. No podía imaginarse a su mejor amigo haciendo eso pensando en ella… pero fríamente, dadas las circunstancias era más que probable. Y volvió a sentir por parte de Ricardo un extraño atisbo de halago el cual le provocaba placer al pensar en enviarle una nueva foto para deleite de sus manualidades. Sin estar demasiado convencida se dispuso a desnudarse.

¡Una foto de cuerpo entero desnuda! ¡Guau! Ricardo se maldijo por no enviarle antes la foto a Montse. El intercambio se había reanudado y el simple hecho de contemplar ese cuerpazo le llevó al estado de su siguiente envío.

Montse pudo comprobar, tal y como había deseado inconscientemente, la evolución del pene flácido de Ricardo. La nueva imagen era un calco de la anterior sólo que ahora parecía algo más grande, fuerte y vigorosa. Además, ahora la foto estaba ligeramente de perfil y se podía comprobar la leve altivez del miembro sin llegar a exhibirse exultante de lo que dedujo que aún estaba morcillona. Montse de deshizo de tapujos y admitió su inminente excitación repitiendo la foto de su culo, pero esta vez sin ropa de por medio.

Ricardo casi se corre sin tocarse cuando leyó las palabras que acompañaban a la fotografía antes de abrirla: “Ya voy a por todas, espero conseguir el después con esta”. Ricardo pensó que ya lo había conseguido sólo con esa frase. Ansioso abrió el adjunto y se encontró con un culo en pompa que dejaba entrever un apetecible manjar entre las piernas bien cerradas. No la hizo esperar y le envió lo que le había pedido.

Montse no pudo evitar pasar un dedo sobre la fotografía que mostraba la polla desafiante de su amigo mientras se mordía un labio. El muy idiota la había conseguido calentar más de lo que se había podido imaginar. No supo si fueron las fotos, la morbosa situación o la suma de todo, pero se sintió irremediablemente atraída por el tan bonito glande, culminación de aquella traviesa polla del montón. La foto estaba de perfil pero no le era posible calcular el tamaño pues no había referencias. Mas no debía ser gran cosa. Pensó que Ricardo ya no podía ofrecerle nada más así que decidió ser justa y enviarle una foto acorde para que pudiera cascarse la paja, que seguro se iba a hacer, a gusto. “No manches nada” le escribió insinuando con toda la complicidad que el momento permitía.

Y Ricardo a punto estuvo de soltar un chorretón descontrolado a pesar del poco tiempo que había pasado desde su anterior corrida cuando vio el coño abierto de Montse. El primer plano de su sexo le puso a mil. Intentó fijarse en cada detalle. Su pubis perfectamente cuidado con una ligera capa de vello central que se iba difuminando a medida que se acercaba a los laterales. Más abajo, unos labios vaginales abultados que se desplomaban sobre sí mismos y que apetecía chupar para saborearlos. Y, por último, justo encima de los labios, el clítoris al que Ricardo le pareció erecto tal vez debido a la excitación de su mejor amiga. Se miró la entrepierna y vio como el líquido preseminal volvía a hacer acto de presencia anunciado la apremiante corrida. Y decidió que esa sería su siguiente foto.

“Aún puedo aguantar un poco más y… ¿tú no te tocas?” fue la contestación de Ricardo. Ella no pudo evitar una sonrisa. La foto del primer plano del glande con aquel líquido transparente empezando a brotar fue demasiado. Sin duda, si no fuera un móvil lo que tenía en la mano, se lo hubiera llevado a la boca para saborear aquel bonito glande y el líquido preseminal que de él salía. Subió las piernas al sofá y se llevó una mano a su sexo. Pudo notar la humedad del mismo y el hilillo de los primeros flujos que se adhirió a uno de sus dedos cuando retiró la mano.

R2D2 emitió sus penúltimos pitidos. La misma foto que antes, pero esta vez el aspecto era insuperable. El brillo que provocaban los fluidos de Montse se extendía a lo largo de sus labios vaginales que ahora eran aún más apetecibles si cabe. Ya no aguantó más y soltó un par de chorros sin demasiado control. El primero de ellos fue a parar directamente al monitor del PC cuya imagen mostraba los turgentes pechos de Montse. Ahora parecía que se hubiera corrido sobre sus tetas y se apresuró a hacer una foto mientras el semen se escurría por la pantalla. Se la envió a Montse junto al texto: “Gracias. Mira lo que has conseguido, guarrilla! ;-P”

Ricardo se apresuró a limpiarlo todo antes de que llegara Noe. Mientras lo hacía esperaba recibir un nuevo mensaje, pero el inteligente robot no volvió a silbar. Lo hizo cuando Noe ya estaba en casa con lo que prefirió ignorar el mensaje y dejarlo para la intimidad, momento que llegó cuando su novia se acostó. Ricardo se sorprendió. Montse aún le tenía guardada una nueva grata sorpresa.

“Nivel máximo alcanzado. Un beso” era lo que acompañaba… ¡al video! Ricardo se puso nervioso y, totalmente expectante, le dio al play no sin antes bajar el volumen al máximo por si acaso.

Apareció un primer plano de la cara de Montse y Ricardo pudo escuchar, no sin esfuerzos por el bajo volumen y la escasa calidad del video:

-Y mira lo que tú has conseguido…

Y acto seguido la cámara se movió a lo loco de forma que era imposible captar lo que estaba pasando hasta que la imagen se centró en el sexo de Montse. Se la podía apreciar tumbada en el sofá con las piernas abiertas y la mano libre en su coño. El zoom mostraba desde un poco más arriba de su pubis hasta por encima de las rodillas. Aunque la calidad no era muy buena Ricardo pudo apreciar el dedo que su amiga le estaba dedicando. Genial. El video no era muy largo y se terminaba justo cuando empezaban a escucharse los primeros gemidos de su mejor amiga. Sin duda había dejado de grabar para terminar de masturbarse y, presumiblemente, alcanzar el orgasmo.

¿Era posible? Tenía la polla pidiendo guerra nuevamente debido al puto video. ¿3 veces en tan poco tiempo? Ni en sus mejores sueños, pero lo que no consiguiera esa pedazo de mujer… pensó. Se fue a la cama buscando a Noe, tenía ganas de acabar aquello como dios manda, con sexo de verdad, pero su novia, medio dormida, no estaba por la labor. Así que tuvo que desistir y quedarse con las ganas.

Por fin llegó el viernes previo al fin de semana de la casa rural y cada una de las 4 parejas fue saliendo con sus respectivos coches a medida que salían del trabajo.

Los primeros en llegar fueron Ismael y Montse que se encargaron de recoger todas las instrucciones de los dueños de la casa para después hacérselas saber al resto del grupo. Cuando los dueños se marcharon y se quedaron solos llegó la siguiente pareja, Esteban y Maribel.

Los primeros se dedicaron a enseñarles la casa. Un primer piso en el que se encontraba el salón y la cocina. Un segundo piso en el que habían 3 habitaciones. Y un tercer piso en el que estaba la última habitación y el único cuarto de baño. Aunque al lavabo se podía acceder desde fuera tenía una segunda puerta que se comunicaba directamente con la habitación contigua.

-Como hemos llegado los primeros tenemos derecho a escoger habitación así que nos quedamos esta – dijo Ismael mientras enseñaban la del tercer piso ya que era la que tenía el lavabo más a mano.

-¡Sí, hombre! – replicó Esteban – lo decidiremos cuando estemos todos. Yo lo haría a suertes.

-Va… cariño… déjalo, a mi me parece justo – intervino Maribel.

-Te jodes – concluyó Ismael mientras le dedicaba una sonrisa a su amigo.

-Qué mamonazo… – aceptó finalmente Esteban con resignación.

Los 4 estaban en el patio de detrás de la casa cuando llegaron Ricardo y Noe. Al patio se accedía desde el salón de la primera planta. Cuando Ricardo lo vio se maravilló con la piscina que había junto a las hamacas donde yacían sus compañeros. Todos se saludaron.

Ricardo estaba impaciente por ver cómo sería el primer encuentro con Montse desde lo que había pasado, pero la cosa fue más fría que la última vez que se vieron. Esta vez no hubo acercamiento con contacto físico tan evidente. La cosa se limitó a un saludo frío sin un solo roce. Y es que el pobre no sabía cómo iba a reaccionar ella ni cómo esperaba que él lo hiciera.

Montse no le daba tantas vueltas a la cabeza. A pesar de no sentirse especialmente orgullosa de lo que había sucedido, no le daba mayor importancia y esperaba que Ricardo tampoco lo hiciera. Pensaba pasárselo tan bien como siempre y que el incidente ocurrido no cambiara las cosas.

Mientras los 6 hablaban distendidamente como siempre, por fin, llegó la última pareja, César y Luisa.

-Ya era hora… – les bromeó Ricardo.

-Calla, calla, no me hables… – le respondió César haciendo clara alusión a que la culpa de la tardanza era debido a Luisa.

Mientras los 2 últimos integrantes se acomodaban y el resto se disgregaba en diferentes conversaciones, Ricardo y Montse tuvieron su pequeño momento.

-¿Sabes…? esta semana me han pasado unas fotos muy interesantes – le dijo Ricardo intentando evaluar la situación.

-Ah… ¿sí? – le contestó pícaramente Montse – ¿qué clase de fotos? – le siguió el rollo como siempre, quitándole hierro al asunto.

Ricardo se sintió aliviado al ver que Montse seguía siendo la misma de siempre.

-Son las mejores fotos que he recibido jamás – la piropeó – y además, también he recibido un video – ella se rió.

-¡Oh! Vaya… suena bien y…

-¡Chicos! ¿Qué tal si vamos preparando algo para cenar? – gritó César interrumpiendo todas las conversaciones mientras salía nuevamente al patio.

Ricardo y Montse se dedicaron unas miraditas de complicidad y se dirigieron, como el resto, para la casa. Tras la cena, el viernes concluyó pronto pues al día siguiente habría que madrugar para aprovechar al máximo el fin de semana.

El sábado transcurrió normalmente: una visita al pueblo más cercano para comprar, unos baños en la piscina, un poco de sol, una buena comida, unas partidas de cartas, juegos varios, muchas bromas, una buena cena, alcohol, buenas conversaciones… se podría decir que lo más atípico había sido la poca relación entre Ricardo y Montse que apenas se habían dirigido la palabra. ¿Timidez de él o distanciamiento de ella?

A la mañana siguiente, la del domingo, sin ninguna previsión como la que tenían el día anterior, la gente se fue levantando a medida que se lo pedía el cuerpo. El último en hacerlo fue Ricardo que se despertó escuchando los gritos y la algarabía que sus amigos estaban provocando en la piscina. Mientras se desperezaba en la cama, junto a la ventana que daba al patio, pudo escuchar la conversación.

-¿Aún está durmiendo? – preguntó Ismael.

-Parece mentira que no lo conozcas – le respondió Noe.

-Pues entonces nos vamos sin él – añadió César.

-¿Vosotras qué hacéis? ¿Os venís u os quedáis? – se dirigió Ismael a su novia.

-Nos quedamos mejor, ¿no? – le respondió mientras confirmaba con la mirada con el resto de chicas.

-Sí, iros vosotros. Nosotras nos quedamos aquí tomando el sol – concluyó Luisa.

-Está bien – dijo Esteban. Y los 3 chicos se dirigieron al coche para ir a comprar la carne para la parrillada que harían al mediodía como habían concluido.

Tras oír cómo los chicos se marchaban, Ricardo se levantó definitivamente y se dispuso a darse una ducha para lo cual tuvo que subir al último piso. No pensaba tardar demasiado con lo que no se molestó en avisar que estaría duchándose para evitar que alguien subiera al lavabo mientras él lo estaba utilizando. Sin embargo, procuró estar atento por si oía a alguien acercarse ya que ninguna de las dos puertas tenía pestillo.

Ricardo se estaba enjabonando cuando escuchó movimiento por el exterior. Alguien se acercaba. Escuchó como la persona que fuera pasaba de largo y los ruidos comenzaron a escucharse en la habitación. Supuso que era Montse puesto que era su cuarto e Ismael se había marchado al pueblo. Se concentró por si…

-¡Está ocupado! – le dio tiempo a decir justo cuando vio cómo la puerta se habría mientras se llevaba la mano que no sostenía el teléfono de la ducha a la entrepierna para taparse en un acto reflejo.

Tras la puerta, con aire despreocupado, apareció Montse que al darse cuenta de que Ricardo estaba en la ducha reaccionó.

-¡Uy! ¡Perdón!

Y se alejó no sin antes mostrar una sonrisa que no pasó desapercibida para su mejor amigo.

Cuando los chicos se marcharon a comprar la comida al pueblo las chicas se quedaron tomando el sol tranquilamente. Al poco rato Montse se dirigió a su habitación y no fue hasta una vez dentro de la misma que se dio cuenta que Ricardo se estaba duchando al oír cómo el agua estaba cayendo. Pensó en su amigo desnudo, del cual únicamente le separaba una puerta y sintió curiosidad por verle más allá de cualquier excitación que le provocara o las fotos que se habían intercambiado. Simple curiosidad. Así que se dispuso a hacerse la tonta. Una miradita rápida y ya está. Y eso hizo a pesar de escuchar la advertencia de su amigo cuando abrió la puerta.

No había podido ver gran cosa pues Ricardo estaba enjabonado y además rápidamente se tapó las partes con una sola mano, señal de que no había mucho que tapar pensó ella. Se entretuvo haciendo cualquier cosa, esperando su salida.

Cuando Ricardo terminó se dirigió directamente a la habitación de Montse pues sabía que ella aún estaba allí.

-¿Se puede saber qué haces? ¿No me has oído que me estaba duchando? – le recriminó intencionadamente. Ella le sonrió.

-Perdona, ¡eh! No me he dado cuenta… – le mintió.

-¿Pero has visto algo? Ya me entiendes…

-Pues te he visto desnudo lleno de espuma con una sola mano tapando el centro de tu gravedad. Ya está.

-Bueno, ¿pero me has visto la polla o no? – le preguntó intentando averiguar lo que realmente había pasado.

A Montse le chocó oír cómo su amigo se refería a su pene de esa forma tan soez. Al menos, no se lo esperaba.

-Ya te lo he dicho, te he visto desnudo, enjabonado y con una mano tapándote tus partes íntimas.

-Vaya imagen más ridícula – se lamentó. Una cosa era el juego del intercambio de fotos que él mismo había provocado y otra cosa que su mejor amiga le pillara en aquella situación de forma totalmente improvisada.

Ella se rió a carcajadas.

-¡Ridícula no! Divertida sí… ¡y mucho! Buenísima tu cara de medio sorpresa, medio pillo… ¡y con la manita en las partecitas! – y continuó riendo.

-¿Cara de pillo? – le preguntó haciéndose el sorprendido ya que desde que oyó ruidos en la habitación inconscientemente había deseado que Montse echara un vistazo. Y prosiguió – Oye, pues sí que te has fijado en cosas para el poco tiempo que ha durado. Por cierto, ¿y tú qué andabas buscando en el lavabo y mirando directamente a la ducha? ¡Querías verme desnudo! – dedujo para ver cómo reaccionaba.

-¡Sí! La verdad es que he entrado sabiendo que estabas en la ducha – le confesó entre ladinas risas – Pero no esperaba verte, también es cierto, solo asustarte. ¡Pero te he visto! – soltó carcajeando – Buenísimo el momento ducha – y lo miró pícaramente.

-¡Guarrilla! – le dijo riendo también – Tú pídemelo, que yo te la enseño sin necesidad de que me pilles en la ducha – insinuó devolviéndole la mirada, pero ella no paraba de reír.

-Es que ha sido un momento inolvidable – haciendo referencia a lo anecdótico de la situación.

-Bueno, me debes una visión de tu cuerpo desnudo, en la ducha, llena de jabón y tapándote lo que puedas.

Ella no le contestó. Simplemente se levantó y se dirigió al cuarto de baño. Antes de sobrepasar la puerta se giró para mirar a su mejor amigo.

-Me voy a duchar.

¡¿Qué?! ¿Le estaba invitando sutilmente a verla desnuda? ¿O simplemente le advertía para que no pasara? Estaba convencido que no había subido a ducharse así que…

Cuando se decidió a abrir la puerta todo lo cuidadosamente que pudo y asomar la cabeza pudo ver el cuerpo desnudo de espaldas de su mejor amiga. Espectacular. Se acababa de quitar el bikini y se disponía a entrar en la bañera.

-Tranquilo, no es nada que no hayas visto ya – le dijo sin girarse, haciendo clara alusión a las fotos que le había enviado.

Así, mientras ella empezaba a empaparse con el agua que desprendía el teléfono de la ducha, él se acercó cautelosamente. Cuando ella se giró con las manos levantadas mojándose el pelo, Ricardo pudo contemplar los turgentes pechos de Montse y cómo las gotas de agua los recorrían hasta llegar a los pezones donde se suicidaban lanzándose al vacío. También se fijó en su pubis, tan aseado como se adivinaba en las fotos, en el que encontraban la salvación algunas de las gotas que se habían precipitado desde lo alto.

-Creo que con tu irrupción no me ha dado tiempo a ducharme todo lo bien que debería – insinuó Ricardo hábilmente – ¿Puedo? – preguntó vergonzosamente.

Ella le contestó con una sonrisa, expectante. Y no quitó ojo de su amigo cuando este se desposeyó del bañador, única tela que llevaba encima. Vio como tuvo que separar la tela de su cintura para poder liberar su pene totalmente erecto. Nuevamente fue más el halago de ver así a su amigo por ella que la visión de aquel tieso instrumento lo que la convenció de que quería seguir con aquello. Él se acercó y se metió en la bañera junto a ella, a una distancia prudencial.

Ricardo no quiso ni rozarla. Temía que cualquier mal paso pudiera acabar con aquello. Así que, aunque se hubiera abalanzado gustosamente sobre ella para magrearle los preciosos pechos y el resto de su glorioso cuerpo, se contuvo. Y aprovechó cuando ella cogió el bote de gel.

-¿Quieres que te ayude? – le propuso.

-Vale – recibió como respuesta junto a una enorme sonrisa traviesa.

Ricardo se inundó las manos de jabón mientras ella le daba la espalda con lo que se dispuso a enjabonarle la misma. Al primer contacto con su piel sintió una explosión, como si un chispazo se hubiera producido entre ambos. Su polla dio un respingo golpeándola en el culo. Ella reaccionó con condescendencia, girándose para dedicarle una divertida sonrisa y separarlo ligeramente apoyando la mano sobre su pecho.

-Cuidado con eso… Ricardito – le comentó de forma jocosa.

Ricardo masajeó la espalda de su amiga esparciendo el gel por toda su superficie. Hizo alguna pequeña incursión hacia su vientre con sumo cuidado por miedo a acercarse excesivamente y volver a tocarla con la verga.

-Creo que la espalda ya la tengo suficientemente limpia. ¿No crees? – le insinuó morbosamente.

Así que el hombre se envalentonó a bajar a sus nalgas. Ciertamente su culo no era lo mejor de su cuerpo, pero tampoco es que fuera feo, simplemente no desentonaba con el resto. Ricardo ya estaba convencido de que aquello no tenía marcha atrás así que tenía vía libre. Y lo probó llevando una de sus manos a la parte interna de los muslos de Montse. Ella abrió las piernas ligeramente y Ricardo accedió a su coño. Simplemente se limitó a enjabonarlo, sintiendo sus prominentes labios vaginales, pero no pudo reprimir introducir ligeramente sus dedos por la raja que días antes había visto a través de su móvil.

Montse estaba muy excitada. Desde que su amigo le había puesto la mano encima para enjabonarla es como si se hubiera teletransportado a otro lugar. Ya le daban igual sus amigas, su novio, las puertas sin pestillo… Hasta ese momento estaba jugando con el morbo de la situación, con lo mucho que le gustaba hacer sentir cosas a Ricardo, pero en ningún momento se imaginó que él también se las podría hacer sentir a ella, como lo que sentía ahora, cada vez que su amigo pasaba sus hábiles dedos por su entrepierna.

-Ven, que te enjabono los pechos – le dijo Ricardo mientras dejaba de acariciarle el chocho y la giraba para quedarse frente a frente.

Ricardo pensó que estaba cumpliendo un sueño. Las tetas de Montse eran posiblemente la parte de su cuerpo con la que más había fantaseado y ahora se las estaba sobando. Pudo sentir el agradable tacto, el contraste entre la excitante blandura del pecho y la rigidez del pezón. Maravilloso.

Sus cuerpos ya estaban muy juntos de forma que la polla de Ricardo golpeaba de vez en cuando contra muslos, cadera, pubis o labios vaginales de Montse llenándose de la espuma que provocaba el jabón que él esparcía sobre el cuerpo de ella. Así que, cuando la mujer se apartó de él para arrodillarse ante su verga, se la agarró con una mano mientras con la otra acercaba el teléfono para deshacer toda la espuma mostrando el hermoso glande que tanto le había gustado en fotos y que nada desmerecía en persona.

-Creo que ya está bastante limpia – le dijo antes de llevársela a la boca y empezar a hacerle una mamada.

Ricardo tuvo que apoyarse en la pared para no caerse del placer que le produjeron esas palabras y la boca de su querida mejor amiga en contacto con su polla a punto de reventar.

Montse se dio cuenta de que o paraba o aquello se acababa ya, así que se separó de él. Y mientras se levantaba le dijo:

-Ricardo… tienes una polla muy bonita y un glande muy apetecible.

Él se sintió orgulloso ante aquellas palabras y el cálido beso de su amiga le pilló de sorpresa.

Así, con el agua cayendo sobre sus cuerpos fusionados mientras se regalaban mutuamente aquel morreo, Ricardo llevó una mano a uno de los muslos de Montse para levantarle la pierna de modo que con la otra mano pudiera dirigir la polla hacia su sexo.

Y así fue como ella comenzó a moverse sobre el normalito cuerpo de su amigo. Mientras él le agarraba la pierna que tenía levantada era ella la que llevaba el ritmo del vaivén necesario para sentir placer y justo para hacer que Ricardo durara lo suficiente.

Cuando ella llegó al orgasmo casi se cayó al fallarle las fuerzas de la única pierna que estaba en contacto con el suelo. Tuvo que ser Ricardo quien la sujetara haciendo un enorme esfuerzo pues la fatiga también hacía mella en él.

Tras las pequeñas convulsiones de Montse que le hicieron entender a Ricardo que se había corrido y el esfuerzo por sujetarla para que no se partiera la cabeza en la bañera, ella se separó de él y se agachó para agarrarle la polla y masturbarlo con una mano mientras con la otra le sopesaba los testículos.

Mientras Ricardo acariciaba la espalda y el culo en pompa de ella no tardó mucho en correrse soltando los disparos de semen más potentes y numerosos que recordaba. Montse los dirigió de forma que no mancharan nada y todo quedara en la bañera desapareciendo, junto con el agua que aún seguía cayendo, por el desagüe de la casa.

-¿Qué tal, nene? – le preguntó altivamente mientras no dejaba de menearle la polla tras la corrida provocando los últimos espasmos de su amigo con la intención de sacarle un último piropo.

Casi sin aliento para responder, Ricardo le dijo lo que ella quería escuchar.

-Montse… ha si… sido maravillo… so. No es que… yo quiero a Noe, pe… pero… siempre había fantasea… do contigo…

-Gracias – le contestó ella sonriéndole, orgullosa del morbo que le provocaba a su mejor amigo – Pero has de tener claro que esto no va a suceder nunca más.

-Claro, claro – le respondió rápidamente ya algo más recuperado.

Ricardo, por un instante, pensó en lo afortunado que era. Un tío normalito como él jamás hubiera tenido la oportunidad de estar con una tía tan espectacular como Montse y se alegró de que fuera su amiga y le hubiera ofrecido aquel magnífico regalo.

Por su parte, Montse pensó en cómo había acabado todo por una simple conversación jocosa. El único motivo por el que no se arrepentía de lo que había pasado era por su mejor amigo. Y se sintió poderosa al apreciar cómo había hecho feliz a un tío que, en circunstancias normales, no podría aspirar a ella nada más que en sueños.

Mientras se secaban oyeron como alguien se acercaba.

-¿Montse?

Se apresuraron a vestirse con las únicas ropas que llevaban, bañador y bikini.

-¡Pasa! – le contestó Montse a Maribel.

Cuando esta abrió la puerta se extrañó al ver salir a Ricardo, pero no le dio mayor importancia.

-Buenos días.

-Buenos días.

-Tía, ¿qué se supone que estás haciendo?

-Es que al subir me he encontrado con este – aludiendo a Ricardo – y nos hemos puesto a hablar.

-Ok. Oye, ya han llegado los chicos. ¿Bajamos para prepararlo todo?

-Sí, vamos.

Abajo se reunieron los 8 para preparar todo lo necesario para la barbacoa que comerían al mediodía. Tras la misma y tras reposar la comilona, las 4 parejas dejaron la casa para volver a sus hogares respectivos y sus habituales vidas.

Tras el incidente del domingo en la ducha, Ricardo y Montse se esforzaron por aparentar que nada había sucedido. Aunque no fue fácil procuraron evitarse durante un tiempo de modo que nadie pudiera sospechar nada extraño entre ellos.

Por suerte, con el tiempo, las cosas volvieron a su cauce. La relación entre ambos amigos volvió a ser la de siempre y ninguno del resto de la pandilla jamás sospechó lo que ocurrió ese fin de semana en la casa rural ni en los días previos a la misma.

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Relato erótico: “Mi esposa se compró dos mujercitas por error 3” (POR GOLFO)

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CAPÍTULO 5. AUNG ME ENTREGA A MARÍA.

A pesar de haber desvirgado a una de las chavalas, todavía no me había hecho a la idea de ser el dueño y señor de las birmanas y por ello me quedé mirando cuando María me hizo gala del poder que tenía sobre ellas y más en particular sobre la que percibí como su favorita. Y es que con todo lujo de detalles mi esposa comenzó a explicarme cómo había descubierto durante el baño que esas criaturas daban por sentado que sus labores irían más allá de la limpieza.
―No te imaginas mi sorpresa cuando este par de zorritas se pusieron a lamer mis pezones – dijo mientras acariciaba a la mayor de las dos que permanecía abrazada contra su pecho.
Aung que hasta entonces se había mantenido apartada de mí, sintió que había llegado su momento y mirando a mi señora, dijo en un correcto español:
―Debe entregarme a mi amo.
Me sorprendió ver un atisbo de celos en María al oírla como si no quisiese desprenderse de su juguete antes de tiempo y por ello, muerto de risa, comenté que tenía hambre y que me dieran de cenar.
Mi esposa que no es tonta comprendió mis motivos, les pidió que se fueran a calentar la cena. Las dos orientales se levantaron a cumplir sus órdenes, dejándonos solos en el cuarto, momento que María aprovechó para pedirme un favor diciendo:
―Sé que te puede molestar pero no me apetece que la tomes todavía. Quiero disfrutar un poco más de Aung siendo su única dueña…¿te importa?
La angustia de su tono multiplicó exponencialmente mis sospechas pero como quería a mi mujer y encima tenía a Mayi para jugar, accedí poniendo como condición que me entregara su culo tanto tiempo vedado.
―Será tuyo cuando lo pidas― contestó con una mezcla de miedo y deseo que me hizo preguntarme si después de estar con esas muchachas el sexo anal había dejado de ser un tabú para ella.
Cerrando el acuerdo, respondí:
―Te juro que no tocaré a esa zorrita hasta que tú me la pongas en bandeja.
La expresión de alegría de su rostro ratificó mis suspicacias e interiormente decidí que buscaría seducir a esa morenita para amarrar a María a través del afecto por ella.
«Debe ser un capricho pasajero», medité al constarme que mi esposa nunca había sido lesbiana.
Olvidando mis crecientes recelos, le pedí ir a cenar mientras le daba un pequeño azote. Contra todo pronóstico María pegó un gemido de placer al sentir esa caricia contra sus nalgas. Al darse cuenta de ello de su grito, se puso colorada y huyendo de mi lado, salió de la cama.
«¿A ésta que le ocurre? ¡Parece como si le hubiese excitado!», exclamé para mí mientras me vestía.
El comportamiento de mi señora me tenía desconcertado. No solo había confesado su lésbica predilección por una de las birmanas sino que había puesto cara de puta al sentir mi azote. Tras analizar ambos hechos, concluí que la irrupción de esas crías en su vida había despertado la sexualidad de mi pareja sin tener claro el alcance de ese cambio.
Arrinconando esos pensamientos en un rincón de mi cerebro bajé a cenar. Eran demasiadas novedades para asimilar en un mismo día y preferí no aventurar un juicio hasta tener la seguridad que no me equivocaba.
Lo que no tenía discusión era el fervor que sentía Mayi por su dueño ya que al verme entrar en el comedor, me dio un buen ejemplo de ello. Dejando los platos que llevaba en sus manos, buscó mi contacto mientras tomaba asiento en la mesa.
―¡Qué empalagosa eres!― reí al sentir que me colocaba un mechón de mi pelo mientras presionaba su juveniles senos contra mi cara.
A pesar de su poco conocimiento de nuestro idioma, esa morenita captó que no me molestaban sus mimos y acercando su boca, me informó con dulzura lo feliz que era siendo de mi propiedad susurrando en mi oído:
―Amo no arrepentir comprar Mayi, ella servir toda vida.
Reconozco que ¡me la puso dura! Nunca había pensado que una habitante de ese paupérrimo tuviese la virtud de provocar mi lujuria de ese modo, pero lo cierto es que olvidando la presencia de mi mujer premié la fidelidad de esa cría con un breve beso en los labios sin prever que ese gesto la calentara de sobremanera hasta el límite de intentar que volviera a tomarla ahí mismo.
María al ver que la oriental se subía la falda mientras se ponía de horcajadas sobre mis piernas soltó una carcajada y muerta de risa, me azuzó:
―Ya te dije que esta guarrilla está enamorada y no parará hasta que te la folles otra vez.
A nadie le amarga un dulce y menos uno tan hermoso pero, sacando fuerzas de quién sabe dónde, me negué a sus deseos para no revelar lo mucho que me apetecía disfrutar nuevamente de ese diminuto cuerpo y mordiendo uno de sus lóbulos, insistí en que quería cenar antes.
Descojonada, mi pareja de tantos años me señaló el dolor con el que la oriental había encajado mi rechazo y llamándola a su lado, la acogió entre sus brazos diciendo:
―Ven preciosa, tu ama te consolará ya que tu amo no quiere.
Tras lo cual ante mi perplejidad, la sentó en la mesa y sin preguntar mi opinión, se puso a comerle el conejo.
«¡No me lo puedo creer!», pensé al contemplar la urgencia con la que María se apropiaba con la lengua de los pliegues de la cría mientras esta me miraba desolada.
He de confesar que estuve a un tris de sustituirla y ser yo quien hundiera mi cara entre los muslos de Mayi pero cuando ya estaba levantándome, escuché a mi esposa decir:
―Nuestro dueño tiene que repartir sus caricias entre tres y no es bueno que quieras ser tú sola la que recibe sus mimos.
Alucinado por que se rebajara al mismo nivel que la oriental, decidí no intervenir directamente y llamando a Aung, exigí a esa morena que ayudara a María pensando que así terminarían antes y me darían de cenar. Lo que nunca preví fue que en vez de concentrarse en su compañera, le bajara las bragas a mi esposa y separando sus cachetes, se pusiera a lamerle el ojete.
El grito de placer con el que mi mujer recibió la lengua de la morenita despertó mi lujuria y sin perder detalle de esa incursión esperé a que lo tuviese suficientemente relajado para por primera vez en mi matrimonio tomar lo que consideraba mío.
La birmana al verme llegar con el pene erecto sonrió y tras darle un último lametazo, echándose a un lado, me lo dejó bien lubricado para tomar posesión de él. Ver ese rosado y virginal agujero listo para mi ataque enervó mis hormonas y sin preguntar qué opinaba María, lentamente pero con decisión usé mi glande para demoler esa última barrera que había entre nosotros.
Inexplicablemente, mi señora no trató de escabullirse al notar cómo su culo era tomado al asalto y únicamente mostró su disconformidad gritando lo mucho que le dolía. Fue entonces cuando saliendo al quite, su favorita acalló sus lamentos besándola. Los labios de la birmana fue el bálsamo que María necesitó para aceptar su destino y sin siquiera moverse, esperó a tenerlo por completo en el interior de sus intestinos para decirme con voz adolorida:
―Espero que recuerdes tu promesa.
Asumiendo que me obligaría a cumplir lo acordado, esperé a que se acostumbrara antes de moverme. Durante ese interludio Mayi se bajó de la mesa y metiéndose entre sus piernas, se puso a masturbar a mi víctima en un intento de facilitar su doloroso trance mientras la otra oriental la consolaba con ternura.
Reconfortada por los mimos de las muchachas no tardó en relajarse y todavía con un rictus de dolor en sus ojos, me pidió que empezara. Temiendo que en cualquier momento, se arrepintiera de darme el culo, fui sacando centímetro a centímetro mi instrumento y al sentir que faltaba poco para tenerlo completamente fuera, lo volví a introducir por el mismo conducto sin que esta vez María gritara al ser sodomizada.
Azuzado por el éxito, repetí a ritmo pausado esa operación mientras mi esposa mantenía un mutismo lacerante que me hizo pensar en que de alguna forma la estaba violando. Iba a darme por vencido cuando su favorita tomó la decisión de intervenir descargando un sonoro azote sobre sus ancas mientras le decía:
―Ama debe disfrutar.
La reacción de María a esa ruda caricia me dejó helado y es que con una determinación total comenzó a empalarse ella sola usando mi verga como ariete. Si ya de por sí eso era extraño, más lo fue comprobar que Aung le marcaba el ritmo a base de una serie de mandobles que lejos de molestarle, la hicieron gritar de placer.
―Ama tan puta como yo― murmuró la puñetera cría en su oído al ver la satisfacción con la que recibía sus mandobles e incrementando la presión sobre su teórica dueña se permitió el lujo de retorcerle un pezón mientras me decía que le diera más caña.
No sé si fue esa sugerencia o si fue sentir que la diminuta había cambiado de objetivo y con su lengua se ponía a lamerme los huevos pero lo cierto es que olvidando cualquier tipo de recato, me puse a montar a mi esposa buscando tanto su placer como el mío.
―¡Me gusta!― exclamó extrañada al sentir que el dolor había desaparecido y que era sustituido por un nuevo tipo de gozo que jamás había experimentado.
La confirmación de ese cambio no pudo ser más evidente porque de improviso su cuerpo se estremeció mientras una cálida erupción de su coño empapaba de flujo tanto sus piernas como las mías.
―Ama correrse por culo― comentó su favorita alegremente y llenando sus dedos con el líquido que corría por sus muslos, se los metió en la boca diciendo: ―Ama mujer completa.
María firmó su claudicación lamiendo como una loca los deditos de la chavala mientras sentía que un nuevo horizonte de sexo se abría a sus pies. El brutal sometimiento de mi mujer fue suficiente estímulo para que dejándome llevar rellenara su conducto con mi semen y olvidando que era mi esposa y no mi esclava, con fiereza exigí que se moviera para terminar de ordeñar mis huevos.
La sorpresa al conocer el perfil dominante del su marido la hizo tambalearse pero reaccionando a insistencia se retorció de placer pidiendo que fueran mis manos las que le marcaran el ritmo. Complací sus deseos con una serie de duras nalgadas, las cuales provocaron en ella una serie de pequeños clímax que se fueron acumulando hasta hacerle estallar cuando notó que sacando mi verga liberaba su ano.
Ante mi asombro al destapar ese agujero, María se vio sacudida por un orgasmo tan brutal como duradero que la mantuvo revolcándose por el suelo mientras las dos chavalas la colmaban de besos.
«Es increíble», sentencié al comprender que jamás la había visto disfrutar tanto durante los años que llevábamos casados.
Pero fue su propia favorita la que exteriorizó lo que había sentido al consolar a su exhausta ama diciendo:
―María correrse como Aung y Mayi. María no Ama, María esclava.
Ante esa sentencia, mi mujer salió huyendo con lágrimas en los ojos por la escalera. Anonadado por lo ocurrido, me levanté para ver qué le pasaba pero entonces la morenita me rogó que la dejara a ella ser quien la consolara. Sin saber si hacia lo correcto, me senté en la silla mientras trataba de asimilar la actitud de María esa noche. Luciendo una sonrisa de oreja a oreja, Mayi llegó ronroneando y cogiendo mi pene entre sus manos mientras susurró en plan putón:
―Mayi limpiar Amo. Amo tomar Mayi.
¡Mi carcajada retumbó entre las paredes del comedor!…

CAPÍTULO 6. MARÍA SE DEFINE

Esperé más de media hora que María volviera y cuando asumí que era infructuosa, me levanté a buscarla con Mayi como fiel guardaespaldas. Ya en la primera planta del chalet, el sonido de sus llantos me llevó hasta ella y entrando en nuestro cuarto, la hallé sumida en la desesperación al lado de Aung que cariñosamente intentaba tranquilizarla.
―¿Puedo pasar?― pregunté sin saber si mi presencia iba a ser bien recibida.
Con lágrimas en sus ojos, levantó sus brazos pidiendo mi consuelo. Por ello, me lancé en su ayuda y con la certeza de que de alguna forma yo era responsable de su angustia, la abracé. Mi esposa al sentir mi apoyo incrementó el volumen de sus lamentos y con la voz entrecortada por el dolor, me preguntó qué debía de hacer.
―Perdona pero no sé qué te ocurre― repliqué totalmente perdido.
Mi respuesta provocó nuevamente que se echara a llorar y durante casi un cuarto de hora, no pude sacarle qué era eso que tanto la angustiaba. Increíblemente fue su favorita la que viendo que no se calmaba, comentó con dulzura:
―No pasa nada. Amo aceptar usted esclava de corazón.
A pesar de ese español chapurreado, su mensaje era tan claro como duro; según esa muchacha, mi esposa, mi pareja de tantos años se sentía sumisa y le daba vergüenza reconocerlo. Impactado por esa revelación y sin llegármela a creer, acaricié sus mejillas mientras le decía:
―Sabes que te amo y me da igual si resulta que me dices que eres marciana o venusina. Soy tu marido y eso no va a cambiar.
Secando sus ojos, me miró desconsolada:
―No entiendes lo que me ocurre y dudo que lo aceptes.
Como antes de la afirmación de la birmana ya sospechaba que la llegada de esas dos mujercitas había provocado un maremoto en su interior al dejar aflorar una bisexualidad reprimida desde niña, repliqué:
―Lo entiendo y lo acepto… para mí sigues siendo la María de la que me enamoré. Además lo sabes, no me importa compartirte con ellas siempre y cuando me des mi lugar.
Incapaz de mirarme, comenzó a decir:
―No quiero eso… lo que necesito es…
Viendo que no terminaba de decidirse a confesar lo que la traía tan abatida, traté de ayudarla diciendo:
―Lo que necesites, ¡te lo daré! Me da igual lo que sea, pero dime de una vez que es lo que quieres.
Sacando fuerzas de su interior, levantó su mirada y me soltó:
―Quiero que no me trates como tu esposa sino como tu…¡esclava! – para acto seguido y una vez había confesado su pecado, decir: ―hoy he disfrutado lo que se siente al ser sometida y no quiero perderlo. Necesito que me poseas como las posees a ellas, ¡sin contemplaciones!
―No te entiendo, eres una mujer educada en libertad y me estás diciendo que quieres te trate como un objeto.
No pudiendo retener su llanto, buscó el consuelo de las muchachas pero Aung levantándose de su lado se plantó ante mí diciendo:
―María conocer placer esclava y querer Amo no esposo. Si no poder, ¡véndala!
La intervención de esa morena me indignó pero al mirar a mi mujer y ver en su cara que era eso lo que deseaba, mi ira creció hasta límites indescriptibles y alzando la voz, le grité:
―Si eso es lo que quieres, eso tendrás― y creyendo que era un flus pasajero quise bajarle los humos diciendo: ―Hazme inmediatamente una mamada y trágate hasta la última gota.
Mi exabrupto consiguió el efecto contrario al que buscaba porque, tras reponerse del susto, sonriendo se acercó a mí que permanecía de pie en mitad de la habitación y bajando mi bragueta, comenzó a chupar con desesperación mi verga.
Dando por sentado que si quería que recapacitara debía humillarla, mirando a Mayi por señas le pedí que se colocara el mismo arnés con el que mi esposa había sodomizado a su compañera. La birmana no puso reparo en ceñírselo a la cadera y sin avisar penetró a mi mujer mientras ésta me la mamaba. El grito de María ante tan salvaje incursión en su coño me hizo creer que iba por buen camino y por eso tirando de su favorita, la exigí que diera un buen repaso a los pechos de la que había sido su dueña.
Aung comprendió al instante que era lo que esperaba de ella y tumbándose bajo nuestra víctima, se dedicó a pellizcar cruelmente sus negros pezones.
Para mi sorpresa, mi querida esposa no se quejó y continuó lamiendo mis huevos mientras su sexo era tomado al asalto por una de las sumisas y sus pechos torturados por la otra.
«No me lo puedo creer, ¡le gusta!», dije para mí al observar en sus ojos el mismo brillo que cuando disfrutaba al hacerle el amor.
Intentando a la desesperada que volviera a ser ella y viendo que mi pene ya estaba erecto, la obligué a abrir los labios para acto seguido incrustárselo hasta el fondo de su garganta. Fui consciente de sus arcadas pero no me importaron porque tenía la obligación de hacerla reaccionar y sin dar tregua a María, usé mis manos para marcar el ritmo con el que me follaba su boca.
Obligada a absorber mi extensión mientras Mayi penetraba con insistencia su coño, se sintió indefensa y antes que me diera cuenta, ¡se corrió!
«¡No puede ser!», exclamé en mi interior y mientras trataba de asimilar que hubiese llegado al orgasmo, comprendí que no había marcha atrás y que debía profundizar en su humillación aunque eso la hundiera aún más en ese “capricho”.
Por eso sacando mi verga de su boca, llamé a la morenita de la que estaba prendada. Al llegar Aung a mi lado, la hice arrodillarse ante mí y poniéndola entre sus labios, ordené a mi mujer que aprendiera como se hacía una buena mamada. Tras lo cual, dulcemente, rogué a la birmana que fuera su maestra.
Mientras esa muchacha se dedicaba a cumplir mi deseo, vi caer dos lagrimones por sus mejillas y eso me alegró creyendo que había conseguido mi objetivo, pero entonces con tono sumiso María, mi María, me dio las gracias por enseñarle como debía hacerla para que la próxima vez su amo estuviera contento.
Juro que me quedé helado al escucharla.
Dándola por perdida, saqué mi polla de la garganta de su favorita y antes de huir de ese lugar, ordené a las orientales que usaran a su nueva compañera como a ellas les gustaría que yo las tratara. Destrozado y sin saber qué hacer, todavía no había abandonado la habitación cuando observé a través del rabillo del ojo a Mayi arrastrando del pelo a mi señora hasta la cama. Pero lo que realmente me dejó acojonado fue comprobar ¡la ilusión con la que María afrontaba su destino!

 
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Relato erótico: Casanova (03: La fiesta) (POR TALIBOS)

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LA FIESTA:
El día
siguiente amaneció radiante. El sol brillaba con fuerza en un cielo sin nubes, parecía como si la lluvia del día anterior hubiese sido un sueño, aunque el delicioso olor a tierra húmeda que penetraba por la ventana demostraba que no era así.
La mañana transcurrió sin incidentes. Todo el mundo estaba muy ajetreado con los preparativos de la fiesta, pues además de todo lo que quedaba por hacer, la lluvia había estropeado algunos adornos que habían puesto el día antes. Afortunadamente, no eran demasiados, pero la gente trabajaba sin descanso.
Yo me pasé la mañana ayudando en lo que podía, llevando platos, manteles, colgando guirnaldas… En un par de ocasiones me crucé con Marta, yo le guiñaba un ojo y ella me dedicaba una sonrisilla pícara, pero no pasó nada más.
Estuve ayudando a Antonio con las sillas, y aproveché para regalarle una de las navajas que había comprado:

 

¡Caray, gracias! – dijo admirándola.
No es nada, mira yo tengo otra igual – le dije enseñándole la mía.
¿Y esto a qué se debe?
Bueno, no lo interpretes como un soborno, porque no lo es, pero ayer me ayudaste y esto es sólo una pequeña muestra de agradecimiento.
No tenías por qué, ya te dije que yo también he echado mis vistazos por esa ventana.
Lo sé, pero quería agradecértelo de alguna forma. Y como dijiste que los hombres debemos ayudarnos, pensé que te podría venir bien para tu trabajo. Somos amigos ¿no?
¡Pues claro! – dijo palmeándome la espalda.
Estuve toda la mañana trabajando y parte de la tarde. La verdad es que estaba un poco harto y quería escaparme, así que cuando vi a Nicolás preparando el coche me acerqué y le pregunté que adonde iba:

 Tengo que ir al pueblo a recoger unas cosas y después a la estación a recoger a Mrs. Dickinson, que regresa de casa de su tía.

¡Ah! ¡Pues me voy contigo!
Corrí dentro de la casa a pedir permiso a mi padre y regresé con Nicolás, que me esperaba sentado al volante. Había quitado la capota del coche, pues la tarde era muy agradable.
¡Vamos! – exclamé mientras subía.
Haces lo que sea con tal de escaquearte ¿eh? – dijo riendo.
Vamos, Nico, ¡antes de que me pillen! – reí yo también.

 

El trayecto fue muy agradable. Nicolás no solía ser muy conversador, pero conmigo se llevaba bien. Hablamos de muchas cosas y yo trataba de averiguar si había notado algo la tarde anterior.

 

Bonito viaje el de ayer – dije.
Sí, ¿verdad?
Me lo pasé estupendamente.
¡Ya lo supongo! – exclamó en un tono que hizo que enrojeciera, así que cambié de tema.
Ese Ramón es un imbécil.
Yo no me meto en esas cosas.
Vamos Nico, no me digas que no lo has notado.

 

Me miró durante un segundo.

 

Un imbécil integral – dijo, y yo estallé en carcajadas.
¿Te dio mucho la tabarra en el viaje de vuelta? – le pregunté.
¡Bah!, no mucho. No parecía tener muchas ganas de conversar; me limité a ignorarle y al poco se durmió.
Ya veo.

 

Nico volvió a mirarme y dijo:

 

Así que me limité a conducir en silencio.
¿A qué viene eso? – pensé.
¡Tu prima es muy escandalosa! – dijo mientras reía con ganas.

 

Yo me puse coloradísimo, quería que se abriera la tierra y me tragara.

 

Vamos, vamos, no te enfades. Si no pasa nada.
……..
Desde luego, has salido a tu abuelo.
Sí – dije yo con cierto orgullo.

 

Nicolás me revolvió el pelo y siguió conduciendo. La conversación derivó (para mi alivio) hacia otros temas. Por fin, llegamos al pueblo. Aparcamos junto a la estación (en realidad era un apeadero) y fuimos andando a un par de tiendas. Nos entretuvimos bastante y Nicolás parecía un poco nervioso.

 

¿Qué te pasa?
Que estamos tardando mucho y el tren de Mrs. Dickinson debe estar al llegar.
Oye, si quieres quédate tú aquí y yo voy a buscarla.
No sé – dijo dubitativo – si te pasa algo me matan.
Oye, que ya no soy un crío.

 

Él me miró divertido.

 

No hace falta que lo jures.
………
Bueno, vale. Mira, vuelve al coche y espérala allí, quedé con Mrs. Dickinson en que ella vendría.
Vale.

 

Salí de la tienda y me dirigí al coche. Esperé allí unos minutos, pero me aburría, así que decidí ir a estirar las piernas. Fui al apeadero, no sé muy bien por qué. El guarda estaba fuera de su casilla con un farol en la mano, así que el tren debía estar a punto de llegar.
En un banco situado al fondo, en el rincón más oscuro, había una pareja haciéndose arrumacos. Esto era algo desacostumbrado en la época, que la gente hiciera algunas cosas en público, pero como allí no había nadie más, supongo que se habían relajado un tanto.
Yo les miraba de vez en cuando, sin mucho interés y vi cómo en una ocasión se besaban.

 

¡Bien por ellos! – pensé.

 

Decidí no molestarles, así que me alejé hasta el otro extremo del apeadero para esperar el tren. Por fin, se oyó el familiar sonido de la locomotora y una columna de humo apareció a lo lejos. El guarda movía su lámpara de un lado a otro y poco después el tren paraba junto a él.
La pareja se levantó en ese momento y se acercaron al tren. Se dieron un apasionado beso de despedida y el hombre subió a un vagón. Fue entonces cuando me di cuenta de que la mujer no era otra sino Mrs. Dickinson.
El tren arrancó después de que bajaran un par de personas cargadas con maletas. Yo me quedé allí en medio, boquiabierto. Dicky se despidió con la mano del tren que salía y entonces me vio. Puso una cara de sorpresa indescriptible. Rápidamente vino hacia mí y me zarandeó de un brazo.

 

¿Se puede saber qué haces tú aquí?
Yo… he venido con Nicolás para recogerla – balbuceé.
¿Y qué has visto?

 

Entonces me di cuenta de que la tenía en mis manos. ¡Una dama inglesa morreándose por ahí con un tío!

 

He visto que no venía en el tren – dije con aplomo – y que se estaba besando con ese hombre.

 

El alma se le cayó a los pies. El espanto se reflejó en su cara, seguro que pensó que iban a despedirla.

 

Señorita Dickinson.
…….
No se preocupe, yo no le voy a decir nada a nadie, se lo prometo.

 

Ella me miró fijamente.

 

¿Cómo?
Que no se lo contaré a nadie. Confíe en mí.
¿De veras?
Sí, de verdad. Mire, yo no sé lo que estaba usted haciendo ni por qué, pero creo que sea lo que sea no es asunto mío. Usted siempre ha sido buena conmigo y no quiero que eso cambie.

 

Me miró dulcemente.

 

¿Me prometes que no se lo dirás a nadie?
Se lo prometo.
Sabes que si cuentas algo podrían despedirme.
Sí lo sé, pero no se preocupe.
Gracias – me dijo besándome en la mejilla.
Volvamos al coche. ¡Espere! Yo llevo su maleta.

 

Regresamos y yo metí su maleta (que pesaba poco pues era sólo para dos días) en el maletero. Ella se sentó delante y yo detrás.
Aunque yo no le pedí explicaciones, comenzó a largarme una historia, de que si se trataba de su prometido, que era un hombre muy bueno pero sin dinero, que antes de casarse quería hacer fortuna, que se habían visto en el pueblo de su tía y él la había acompañado de regreso en un tren por la mañana… Una sarta de mentiras vaya. Yo, con una mente mucho más adulta de lo que Mrs. Dickinson sospechaba, deduje la verdad. Aquel tipo era su amante y en cuanto Dicky supo que iba a tener dos días libres, lo avisó y el tipo vino perdiendo el culo, alquilaron alguna habitación por allí cerca y se dedicaron a follar como conejos.

 

¡Vaya con Dickie! – pensé mientras ella hablaba – Supongo que es normal, todos tenemos nuestras necesidades.

 

Poco después regresó Nicolás cargado de paquetes. Le ayudé a ponerlos en el maletero y nos subimos en el coche. Saludó a Mrs. Dickinson educadamente y arrancó.

El viaje de regreso también fue muy rápido. Como quiera que Nicolás no era muy buen conversador, Dickie charlaba conmigo. Hablamos de la fiesta y de los preparativos.
Tras llegar, Nicolás y yo nos encargamos de los paquetes mientras Mrs. Dickinson saludaba a todo el mundo.
Poco después me avisaban para cenar. Fui a la cocina y allí estaban Marina y Marta sentadas a la mesa.

 

Siéntate aquí – dijo Marta dando palmaditas en la silla que había a su lado.

 

Yo obedecí sin rechistar, me senté y vi que Marina me miraba con disimulo.
Luisa me puso el plato por delante y se marchó, dejándonos solos y yo empecé a comer. Marta charlaba con Marina alegremente, sobre los vestidos y la fiesta. Como la cosa no iba conmigo, seguí comiendo, aunque mientras, mi mente se dedicaba a pensar en cómo aprovecharme del secreto de Dickie.
Estaba completamente abstraído cuando, de repente, noté una mano sobre mi muslo. No pude evitar dar un respingo. Era Marta, sin que me diera cuenta, había deslizado su brazo bajo la mesa, y ahora se dedicaba a acariciar mi pierna cada vez más arriba.
Mientras me metía mano, seguía charlando animadamente con Marina, sin mirarme siquiera. Marina, en cambio, sí que me miraba. Yo me había puesto bastante rojo, y estoy seguro de que ella sabía lo que estaba pasando, pero no dijo nada.
La mano de Marta alcanzó mi paquete y empezó a apretarlo con fuerza. Ni que decir tiene que mi polla se puso enseguida como un leño y mi prima me la agarró con firmeza, pajeándome suavemente por encima del pantalón. De pronto, me apretó con fuerza.

 

¡Ay! – exclamé yo pegando un bote.
¿Te pasa algo primito? – dijo con una voz de zorra que yo nunca le había oído antes y sin parar de sobarme.
No, nada, me ha dado un calambre.
Eso es porque estás muy tenso. Relájate hombre.
Será puta – pensé.

 

Miré a mi hermana y vi que estaba roja como un tomate. Marta también lo había notado, pero no parecía importarle. Decidí provocarlas un poco, así que dejé de comer. Puse mis manos sobre la mesa y retiré mi silla unos centímetros, permitiendo a Marta obtener un mejor acceso.
Marta se quedó momentáneamente sorprendida y dejó de acariciarme. Me miró y yo le sonreí. Ella también me sonrió y reanudó su masaje, sólo que ahora se notaba perfectamente lo que estaba haciendo. Marta me miraba a mí y yo miraba fijamente a Marina, completamente roja y con los ojos clavados en su plato.
Seguimos así unos minutos, pero entonces regresó Luisa.

 

¿Habéis acabado?
Yo sí, Luisa – dijo Marta alegremente y se levantó, dejándome completamente excitado.

 

 
Yo la miraba suplicante, pero ella me sonrió divertida y se marchó, dejándome con una empalmada de narices.
Marina y yo seguimos comiendo. Yo estaba excitadísimo y la miraba descaradamente mientras comía. Pude ver que sus pezones se marcaban duros sobre su jersey, aunque ella hacía lo posible por ocultarlo echándose hacia delante.

 

Ya he acabado, Luisa – dije poniéndome en pié.

 

Lentamente rodeé la mesa, caminando con la espalda muy recta para que Marina pudiera ver bien mi paquete. Llegué junto a ella, que miraba fijamente su plato, evitando mirarme. Me puse a su lado y le di un tierno beso en la mejilla.

 

Hasta luego hermanita – dije y me marché.

 

Busqué como loco a Marta. No me costó mucho encontrarla pues estaba en la calle, junto a la puerta principal.

 

¡Serás zorra!
Te ha gustado, ¿eh? – dijo sonriéndome con picardía.
¿Tú que crees? – dije señalándome el paquete.
Ya veo que sí.
Joder, Marta. Cómo has cambiado en dos días.
Para mejor ¿verdad?
Desde luego.
Eres un sol – dijo y tras echar una mirada alrededor para asegurarse de que no había nadie, me besó.

 

Yo inmediatamente llevé mis manos a sus pechos.

 

¡Quieto!, que nos pueden ver.
Que nos vean – dije yo, pues mi cabeza no razonaba demasiado.
Sí hombre, nos ve mi madre o la tuya y nos matan.

 

El simple hecho de recordar a mi madre enfadada bastó para calmarme.

 

Bueno, pero esta noche iré a tu cuarto – dije.
De eso nada.
Ya lo veremos. Esta noche te follo.

 

Ella rió divertida.

 

Eres un guarro.
Sí, y tú más. Pero esta noche vas a saber lo que es bueno – dije.
Lo siento, pero no va a poder ser.
¿Cómo?
Verás – dijo un poco cohibida – esta noche no puede ser…
¿Por qué?
Cosas de chicas.

 

Entonces recordé lo que me había contado el abuelo sobre las mujeres.

 

Estás con la regla – dije.
¡Niño! ¡Qué sabes tú de eso!
Lo bastante como para saber que no vamos a poder follar ¡mierda! – dije en tono apesadumbrado.
Bueno, ten paciencia, sólo serán un par de días. De todas formas, puedes venir a mi cuarto y hacemos “cositas”.
Ya veremos.

 

La verdad es que no me entusiasmaba mucho la idea, nunca había visto la regla de una mujer, pero el saber que sangraban me cortaba un poco el rollo.

 

¿Qué te parece Marina? – preguntó de sopetón.
Eso iba a decirte ¿cómo se te ocurre hacerlo delante de ella?
Sí, ya, que tú te has cortado mucho.
No es por eso, es que se ha dado cuenta.
No te preocupes. La verdad es que le pasa como a mí, siente deseos, pero no quiere reconocerlo.
¿Vosotras habláis de eso?
Claro.
¿Le has contado lo de ayer?
No, pero no importa. Mientras lo hacíamos ella simulaba estar dormida, pero en realidad estaba espiándonos.
¿En serio? – fingí.
Sí. Y no sólo eso, me di cuenta de que se estaba tocando bajo la manta.
¡No me jodas!
Es verdad, te lo juro.
¡Vaya con Marina!

 

Seguimos charlando un rato, hasta que vino mi tía Laura a decirnos que era hora de acostarse, que el día siguiente iba a ser muy largo. Al entrar, vi a Marina al pié de las escaleras, nos dirigió una mirada y subió sin hablarnos.
Fui a mi cuarto, me desnudé y me puse el pijama. Me metí en la cama y esperé un rato. Mi madre pasó a desearme buenas noches y me dio un beso. Permanecí despierto un buen rato, hasta que poco a poco el silencio fue apoderándose de todo.
No podía dormir, era lógico pues estaba muy excitado. Decidí hacerme una paja para aliviarme un poco, pero pronto me di cuenta de que no era tan bueno como con Marta.

 

¡Qué le vamos a hacer! – pensé – iré a su cuarto.

 

Silenciosamente salí de mi cuarto y caminé por el pasillo de puntillas. En un lado del mismo estaban los cuartos de mis padres, de mi tía Laura, dos cuartos vacíos y un baño. En el otro estaba primero el mío, después uno vacío, el de Andrea, el de Marina y otro vacío más. El último era el de Marta.
Hacia allí me dirigí sigilosamente, pero al pasar frente al de mi hermana escuché un leve gemido. Me quedé parado, con el oído atento y poco después volví a escuchar un suspiro. Lentamente, me asomé por el ojo de su cerradura. Estaba bastante oscuro, por lo que no veía bien, sólo distinguía que Marina se agitaba sobre las sábanas.
Me quedé mirando, pero no se veía con claridad. De vez en cuando distinguía una pierna que surgía de entre las sábanas y se encogía voluptuosamente, mientras se oían gemidos de placer. Mi hermanita se estaba haciendo una paja. Me saqué la polla del pijama, dispuesto a hacer lo mismo, pero no resultaba divertido, no veía bien. Entonces se me ocurrió. Volví a guardármela en el pijama y me puse en pié. Abrí la puerta con cuidado y asomé la cabeza. El movimiento en la cama cesó de golpe.

 

Marina – susurré – ¿estás despierta?

 

No hubo respuesta. Entré al cuarto y cerré la puerta tras de mí. Me acerqué despacio a la cama. No veía bien, así que abrí las cortinas para que entrara un poco de claridad.
Allí estaba Marina. Yacía destapada, con las sábanas hechas un lío a un lado. Vestía un camisón largo, pero estaba arremangado hasta medio muslo. El cuello del camisón era de botones, aunque estaban todos desabrochados, dejando entrever el comienzo de sus senos. Llevaba el pelo suelto, extendiéndose lujurioso sobre la almohada, enmarcando su delicado rostro. En su frente brillaban tenues gotitas de sudor y su respiración era agitada.

 

Marina – volví a susurrar, esta vez junto a su oído.

Sus ojos seguían cerrados. Ella continuaba fingiendo estar dormida. Se iba a enterar.

Con cuidado me senté en el colchón junto a ella. Recorrí su cuerpo con mis ojos, ¡Dios qué hermosa estaba!. Apoyé mi mano en su rodilla, y lentamente la deslicé por todo su cuerpo. La pasé por su muslo y la llevé a su coño, todavía tapado por el camisón, donde apreté levemente. Marina dio un pequeño respingo, pero siguió “dormida”. Llevé mi mano sobre su vientre, su estómago y llegué a sus pechos, que amasé por encima de la ropa.
Ella seguía como si nada, así que decidí continuar. Abrí el escote de su camisón y ante mí aparecieron sus pechos. Eran un poco menores que los de Marta, pero a mí me parecieron divinos. Estaban duros como rocas y sus pezones, tiesos, apuntaban al techo con descaro. Me incliné sobre ellos y los besé. Recorrí con mi lengua sus tetas, sin dejar un centímetro libre. Me detuve en sus areolas, que lamí con delicadeza. Chupé sus pezones, como si fuese un niño pequeño tratando de mamar.

 

Uuuuummm – gimió.

 

Levanté la cabeza, pero sus ojos seguían cerrados. Estaba decidida a no reconocer lo que estaba pasando, así que yo me dediqué a disfrutar.
Volví a hundir la cara en sus senos, que seguí chupando con fruición. Llevé mi mano hasta el borde del camisón y la metí por debajo, acariciando sus muslos, subiendo hasta su coño. Estaba empapada.
Abandoné mi posición y me coloqué de rodillas a los pies de la cama. Volví a recorrerla con la mirada. Estaba increíble. Tenía el camisón subido hasta la cintura de forma que sus piernas se mostraban en todo su esplendor. Sus pechos asomaban por el escote, brillantes por el sudor y por mi propia saliva. Su cabeza reposaba sobre la almohada, con la frente perlada de sudor. Sus ojos se mantenían cerrados, pero su boca estaba entreabierta, jadeando levemente. La polla me latió en el pantalón.
Separé sus piernas y su coño se ofreció a mí, tentador. No me lo pensé dos veces y hundí mi cara en él. Comencé a recorrer su chocho con la lengua mientras introducía un dedo en su interior. Las paredes de su vagina aprisionaron mi dedo, ¡era tan estrecho! ¡cómo sería meter la polla allí!. Seguí metiendo y sacando el dedo mientras con los labios estimulaba su clítoris.
Marina arqueaba la espalda, levantando un poco el culo del colchón, permitiéndome así ir más adentro. Yo no entendía cómo podía seguir fingiendo que dormía, pero lo cierto es que me daba igual, sólo quería comerme aquel glorioso coño.

 

Aaahhhh – exclamó.

 

Se corrió con fuerza. Mi boca se inundó de líquidos, que bebí con placer, aunque la mayor parte escurrían por mi barbilla y empapaban las sábanas. Seguí chupando durante unos segundos, hasta que su cuerpo se relajó.

 

Bueno, ahora me toca a mí – dije en voz alta.

 

Abrí sus piernas y me coloqué en medio. De un tirón me bajé el pijama y mi picha brincó orgullosa. Estaba a punto de intentar clavársela cuando me fijé en que volvía la cara hacia un lado con expresión pesarosa, como si no quisiera verlo. Me di cuenta de que aún no estaba preparada para ese paso, así que desistí.
Pero yo no podía quedarme así, por lo que me levanté volví a sentarme a su lado.

 

Como quieras – susurré – pero no vas a dejarme así.

 

Comencé a masturbarme con una mano, y con la otra me apoderé de sus tetas. Estuve así un rato y entonces se me ocurrió una cosa. Cogí su mano y la coloqué sobre mi miembro, de forma que lo empuñase. Puse mi mano sobre la suya y reanudé la paja sin dejar de sobarle los pechos.
Fue un cascote genial, era como si me lo hiciera ella. Cerré los ojos y me dediqué a disfrutar. Poco a poco fui incrementando el ritmo. No estoy seguro, pero en un par de ocasiones me pareció notar cómo sus dedos apretaban levemente mi excitado pene.
La corrida fue bestial, chorros de leche surgían de entre sus dedos y manchaban la cama. Me incorporé un poco y apunté hacia su blanco vientre, dejándolo todo pringado. Tras terminar, la cogí por la muñeca y extendí todo el semen por su barriga usando su propia mano.

 

Disimula esto si puedes – pensé.

 

Una vez aliviado, me puse en pié, colocándome bien el pijama. Le eché un último vistazo, la visión era excitante, estaba allí, desnuda, con el camisón hecho un guiñapo, sudorosa, jadeante, con el vientre lleno de mi semen. Casi me empalmo de nuevo.
– Que duermas bien hermanita – le dije y la besé tiernamente en los labios.
Salí con cuidado de la habitación. Pensé en ir a la de Marta, pero ya estaba satisfecho por ese día, así que me fui a mi cuarto.

 

Mañana será un día muy largo – pensé.

 

Poco rato después, me dormí.
Había llegado el día de la fiesta. Cansado por mis correrías nocturnas, esa mañana me levanté tarde. Todo el mundo andaba muy ajetreado, por lo que nadie pareció darse cuenta. Bajé a desayunar y después tomé un baño, esta vez sin incidentes. Volví a subir y me puse el traje de fiesta, camisa, pantalón por encima de la rodilla, corbata y chaqueta.
Me dediqué a pasear por la casa, tratando de encontrarme con Marta o con Marina, pero las chicas estaban todas en la habitación de mis padres, junto con mi madre y tía Laura. Supongo que estarían arreglándose.
A media mañana, comenzaron a llegar los invitados, y mi abuelo, como buen anfitrión, los recibió uno a uno en la entrada, conduciéndolos hasta el prado delantero, donde se celebraba la fiesta. Vi que trataba muy amablemente a todo el mundo, pero su trato era especialmente exquisito con las señoras (y señoritas) de buen ver. Me pregunté que a cuantas de aquellas mujeres habría catado ya el abuelo.
Yo me pegué a él como una lapa e iba saludando a los invitados con educación. A la fiesta acudieron todos nuestros vecinos, los Sánchez, los Salvatierra, los Pérez y por supuesto los Benítez, incluyendo al imbécil de Ramón y a su preciosa hermana Blanca.
En total debía de haber unos 100 invitados y entre ellos, había un buen puñado de chicos y chicas de 14 o 15 años.
La gente se distribuyó por el prado, charlando alegremente y bebiendo lo que los criados contratados les servían.
Poco después, apareció la homenajeada. Mi tía Laura estaba preciosa, con un vestido floreado con los hombros descubiertos. Mi madre, mi hermana y mis primas la escoltaban y todas estaban tan hermosas como ella. Las chicas llevaban los vestidos adquiridos en la ciudad y la verdad es que todas acertaron plenamente en su compra. Estaban absolutamente divinas. Los ojos de todos los hombres que allí había convergieron en un mismo lugar. De todas ellas, la única que se veía un tanto incómoda por tanta atención era Marina. Mi abuelo y yo nos acercamos a las damas y les dijimos lo absolutamente radiantes que estaban todas.
Poco a poco, la fiesta se puso en marcha, alguien encendió el gramófono de mi abuelo y la música comenzó a sonar. La gente bailaba, bebía y reía, todo el mundo parecía pasarlo bien.
Mis padres y mi abuelo actuaban como anfitriones, moviéndose entre los invitados, asegurándose de que estuvieran bien atendidos; mi tía, al ser la homenajeada, estaba sentada frente a una mesa, aguantando estoicamente las felicitaciones de todo el mundo. Mi hermana no se separaba de ella, supongo que para no tener que ir con Marta.
Porque Marta andaba por allí coqueteando con todos los jóvenes; a su alrededor se había formado un corro de hombres de entre 17 y 20 años que se dedicaban a satisfacer todos sus caprichos. Parecía Escarlata O´Hara.
Ese era el papel que en otras ocasiones había realizado Andrea, pero ya no parecía tan interesada en flirtear con todos los chicos. Por desgracia, había hecho las paces con Ramón y andaba por allí prendida de su brazo riendo de nuevo sus estupideces.
En algunas ocasiones mis ojos se encontraban con los de Marina, que apartaba rápidamente la mirada. Sin embargo, no me dijo absolutamente nada acerca de los incidentes de la noche anterior. Parecía haber decidido seguir ignorándolo, como si nada hubiera ocurrido.
Yo allí no pintaba nada, así que me uní a un grupo de niños y niñas de 13 o 14 años de edad que jugaban por ahí. Sin duda, yo era el más maduro de todos, pero todavía tenía 12 años, por lo que una buena partida de pilla-pilla o de pídola me divertía tanto como antes. Así que me libré de la chaqueta y la corbata y me puse a jugar.
De todas formas, procuré obtener un poco de diversión extra. En el grupo había dos chicas bastante atractivas y yo procuraba “jugar” con ellas.
Cuando se agachaban para jugar a pídola, yo pasaba descuidadamente por detrás y palpaba con mi mano sus juveniles traseros. O al jugar a pillarnos procuraba agarrarlas de ciertas protuberancias que se marcaban claramente en sus vestidos.
En todas las ocasiones, me miraban con enojo, con los rostros muy rojos, e incluso me llamaron “guarro” en más de una ocasión, sin embargo, ninguna de ellas se marchó y yo notaba que siempre procuraban andar alrededor mío.
Con estos jueguecitos, el tiempo transcurrió deprisa. Llegó la hora de comer y todos nos sentamos alrededor de las mesas allí dispuestas. Hubo mucha comida y bebida, e incluso algunos, bastante borrachos, se animaron a cantar. Fue todo muy divertido y la mañana se pasó volando.
Por la tarde, se preparó café para los mayores y chocolate para los niños. Se extendieron mantas en el prado y la gente se sentó a descansar, tomándose el café acompañado de pasteles.
Antes de cortar la tarta, llegó la hora de los regalos. Hubo muchos y de todo tipo. Mi tía volvía a estar sentada ante una mesa, recibiendo los regalos de todo el mundo y volviendo a soportar las felicitaciones. Mi abuelo fue el primero en darle su regalo; se trataba de un maravilloso collar de perlas auténticas, que dejó boquiabierto a todo el mundo. Mi abuelo se colocó tras tía Laura y le puso el collar. Al hacerlo, acercó su boca al oído de mi tía, sin que nadie más que yo, que estaba cerca, alcanzara a oírlo:

 

Tu otro regalo te lo daré luego – le dijo y mi tía enrojeció violentamente.

 

Yo procuré darle mi regalo de los primeros, pues quería escaparme un poco de aquel follón. He de decir que el camafeo le encantó a mi tía, que me dio un fuerte abrazo y me estampó un sonoro beso en la mejilla.
Finalmente, mi tía sopló las velas de la gran tarta, que se repartió entre todo el mundo. La gente estaba ya bastante hecha polvo, todo el mundo estaba sentado por donde le parecía y las charlas y las risas habían bajado de volumen.
Yo, un poco harto tanto jolgorio, me interné entre los árboles, para comerme la tarta con tranquilidad. Me alejé bastante, hasta que dejaron de oírse los ruidos de la fiesta. Por fin, llegué a mi destino, un viejo tocón de eucalipto que había sido cortado muchos años atrás, para que no estorbara a los naranjos.
Me senté en él a comerme la tarta y fue cuando me di cuenta de que me habían seguido. Era Noelia, una de las chicas de los jueguecitos de por la mañana. Era bastante bonita, pelirroja y con la nariz salpicada de graciosas pecas.

 

Hola – le dije – ¿me buscabas?
No – mintió – sólo paseaba.
Ya veo ¿quieres tarta?
Bueno.

 

Se sentó junto a mí en el tocón. En su rostro se apreciaba que estaba un tanto cortada. Yo partí un poco de tarta con el tenedor y se la ofrecí. Ella abrió la boca, pero yo retiré el tenedor.

 

Si quieres tarta tendrás que darme algo a cambio.
¿El qué?
Dame un beso – le dije.

 

Se puso muy colorada y me dijo:

 

No quiero.
Vale, pues no hay tarta – y me metí el trozo en la boca.

 

Se quedó pensativa unos instantes, mientras yo fingía concentrarme en la tarta.

 

Bueno, vale – me dijo – pero sólo uno.

 

Dejé la tarta a un lado y acerqué mi rostro al suyo. Tenía los ojos cerrados y los morritos fruncidos, esperando el beso. Yo pegué mis labios a los suyos, se veía que era su primer beso, pues era muy torpe, pero yo quería más. Lentamente, introduje mi lengua en su boca, pero ella se separó de mí, sorprendida.

 

¿Qué haces?
Besarte.
No, digo con la lengua.
Tonta, así es como se besan los mayores, es mucho mejor así.
Mentira.
Vale pues no me creas, a mí me da igual. Total, sólo eres una cría.
¡Pero si tú eres menor que yo!
Sí, pero soy más despierto – dije cogiendo el plato de nuevo.

 

Se quedó callada unos instantes, después dijo:

 

Bueno, ya te he besado, dame tarta – insistió, como si en realidad fuera tarta lo que quería.
No quiero, eso no ha sido un beso ni nada.
Eres un mentiroso.
Y tú una cría, no sabes ni besar.

 

Aquello dio en blanco. Se veía que la nena andaba un poco caliente, pero su estricta educación le impedía reconocerlo. El dilema moral se reflejaba en su rostro, por fin, el deseo prevaleció.

 

Bueno, pues enséñame.
Olé – pensé.

 

Volví a soltar el plato, me sacudí las manos y las coloqué con delicadeza en sus hombros. Ella volvía a tener los ojos cerrados. Un tenue rubor teñía sus mejillas, lo que era muy excitante. Poco a poco, mi pene se endureció en el pantalón.
La besé y ella me respondió. Metí la lengua en su boca y esta vez no se asustó. Enrosqué mi lengua con la suya y ella hizo lo mismo.

 

¡Vaya! – pensé – aprende rápido.

 

Seguimos morreándonos y me decidí a dar el siguiente paso. Bajé mis manos de sus hombros, acariciando sus brazos, su cintura. Volví a subirlos, esta vez por sus costados. Un ligero estremecimiento recorrió su cuerpo, pero no se apartó. Entonces llegué hasta su pecho y comencé a desabrochar los botones de su vestido.

 

No – gimió – no lo hagas.

 

Puso sus manos sobre mi pecho y me empujó débilmente. Yo seguí abriendo botones mientras volvía a besarla. Ella respondió al beso, desde luego no quería que yo parase.
Introduje una mano por el escote abierto y acaricié sus pechos juveniles, plenos. El broche del sujetador estaba delante, por lo que no me costó nada abrirlo.

 

No, por favor – dijo.

 

Me cogió por la muñeca y trató de sacar mi mano de su pecho. Yo la dejé hacerlo, pero cuando estuvo fuera, me solté y fui yo quien la agarró por la muñeca. Con firmeza, llevé su mano hacia abajo, hacia mi entrepierna. Ella oponía un poco de resistencia, pero seguía besándome.
Por fin, su mano quedó apoyada sobre mi paquete y puedo jurar que en ese momento me apretó la polla por encima del pantalón. Por desgracia, en ese instante pareció despertar, se despegó de mí bruscamente y se levantó de un salto.

 

¡Eres un cerdo! – me gritó.

 

La verdad es que el hecho de verla enfadada, con el rostro rojo y con las tetas por fuera del vestido me resultó de lo más erótico.

 

Pero Noelia…

 

Sin decir más, se dio la vuelta y se marchó corriendo.

 

¡Mierda! – exclamé.

 

Pensé en seguirla, pero ya estaba lejos. Además ¿qué podía hacer yo? Si no quería, qué le íbamos a hacer. Enfadado, lancé el plato de tarta contra un árbol, lo que me tranquilizó bastante.

 

Otra vez será – pensé.

 

Me había quedado bastante excitado y estaba pensado en cómo aliviarme cuando una voz femenina surgió a mi espalda.

 

Vaya, vaya con el señoguito…

 

Me volví rápidamente y me encontré con Brigitte, la doncella francesa de mi tía Laura.

 

¡Me has estado espiando! – exclamé.
¿Yo? No es vegdad. Sólo paseaba y te he visto con tu amiguita.
Sí seguro,
En seguio. No sabía que ya andaguas detrás de las chicas – dijo, echando una mirada apreciativa al bulto de mi pantalón – veo que vas muy adelantado para tu edad.
Pues ya ves – dije y le devolví la mirada.

 

Estaba muy guapa con el uniforme de doncella. Brigitte era la criada particular de mi tía Laura. Cuando ésta regresó de Francia la trajo con ella. Como era tan guapa, estoy seguro de que mi abuelo no puso ninguna pega a la hora de contratarla. Mi madre siempre se quejaba de ella, diciendo que no era buena en su trabajo, pero a quién le importaba con lo buena que estaba.
Era rubia, con los ojos de un extraño color azul verdoso. Su rostro era de líneas suaves, muy atractivo y poseía una exquisita expresión infantil que la hacía parecer mucho más joven de lo que era, aunque ya rondaba los 25, nadie le echaba más de 18. En ese momento llevaba su rubia cabellera recogida en un moño. Vestía el traje negro de doncella, con un delantal blanco encima, pero se había quitado la cofia.
Lentamente fue acercándose a mí y se sentó a mi lado.

 

Tu amiguita ha salido dispaguada ¿eh?
Sí, ya lo has visto.
Es que vas muy guápido – su acento francés era muy sensual.
No he podido evitarlo.
Apuesto a que no – rió.
¿Sabes que estás muy guapa con ese uniforme? – ataqué.

 

Ella me miró sorprendida y se echó a reír.

 

¡Vaya con el niño! ¿Se te ha escapado una y ya vas a pog la siguiente?

 

Decidí ser descarado.

 

Sí. Es que estás muy buena y como Noelia me ha dejado en este estado… – le dije señalándome el bulto.
¡Niño! ¡Peguo qué te has creído!
Vamos, Brigitte, no te enfades, que estás más fea.
A que te doy una togta.
¿Por qué? Sólo te he dicho que eres muy guapa.
Y te me has insinuado.
¿Y qué?
Que sólo egues un crío.
Pues este bulto no dice eso…

 

Ella cambió de táctica.

 

Ya. Tú mucho hablag, pego segugo que se te pone delante una mujeg de verdad y te cagas en los pantalones.
Tú eres una mujer de verdad, la más bonita que hay en toda la casa y no estoy nada asustado.

 

Esa respuesta la dejó momentáneamente parada.

 

¿De vegdad crees que soy bonita?
No digas tonterías. Tú lo sabes perfectamente ¿o no has visto cómo te miraban todos en la fiesta?
Bueno…
Pues eso, que estás muy buena Brigitte. Apuesto a que te lo han dicho mil veces.
Alguna vez…
Estoy seguro de que una chica tan guapa como tú habrá estado con muchos hombres ¿verdad?
Bueno, sí… Espegua un momento – dijo al darse cuenta de que acababa de confesar haberse follado a un montón de hombres – ¡Me estás liando!
Vamos, Brigitte, si yo no te juzgo. Sólo digo que habrás besado a muchos hombres. Dicen que las francesas besáis muy bien.
¡Venga ya!

 

Nos quedamos los dos callados. Podía notar cómo iba cayendo en mis redes.

 

Brigitte – dije fingiendo estar un poco avergonzado.
Dime.
¿Por qué no me enseñas a besar?
¡Estás loco!
Por favor, estoy seguro de que Noelia se ha ido porque no le gustó mi beso. No sé, de pronto me metió la lengua en la boca y yo no sabía qué hacer – mentí.
Ya veo – se rió – Esa niña también va muy despabilada.
Por favor…
Egues un liante.
Brigitte… – la miré con ojos suplicantes.

 

Dudó unos segundos antes de decir:

 

Acégcate bribonzuelo.

 

Yo no tardé ni un segundo en pegarme a ella.

 

Migua, pon tus manos así.

 

Colocó una de mis manos en su espalda, rodeando su cintura y la otra en su nuca.

 

Así, bien. Ahogua inclina la cagua así.

Con delicadeza, inclinó mi cara un poco. Vi que cerraba los ojos y acercaba sus labios a los míos. Fue un beso alucinante, desde luego se notaba que tenía práctica. Su lengua se prendió muy rápido de la mía. Yo trataba de parecer torpe al principio, pero aquello me excitaba tanto que enseguida me dediqué a devolverle el beso con pasión. Nuestras lenguas recorrían la boca del otro, entrelazándose. El beso más experto que hasta ese momento me habían dado.

Yo, disimuladamente, llevé mi mano desde su cintura hasta su trasero. Como era más alta que yo, estaba un poco echada hacia delante, por lo que pude agarrar bien su culo.

 

Oye – protestó – eso no es lo que habíamos dicho…
Vamos Brigitte – dije jadeante – enséñame.

 

Y volví a besarla. A ella pareció dejar de importarle lo que hacía mi mano y continuamos besándonos, cada vez más apasionadamente.
Por fin, nos separamos, y nos quedamos mirándonos, sudorosos, jadeantes.

 

Me paguece a mí que tú sabes más cosas de las que dices.
Si me dejas te hago una demostración.

 

Ella se rió y me dijo:

 

De acuegdo.

 

La verdad es que no me lo esperaba, pero la sorpresa me paralizó sólo un segundo.

 

Túmbate – le dije palmeando el tocón.

 

Ella así lo hizo. Su espalda quedó apoyada sobre el tronco, pero sus piernas asomaban, llegando hasta el suelo.

 

Así está bien.

 

Me coloqué a sus pies, de rodillas. El suelo me hacía daño, pero no me importó. Fui subiendo su falda hasta sus caderas, donde ella la sostuvo recogida.

 

¿Qué vas a haceg?
Ya lo verás.

 

Brigitte llevaba medias negras y liguero, cosa que siempre me ha parecido muy sexy. Sus bragas eran también negras, de encaje, supongo que traídas de Francia. Las cogí por la cintura, y fui deslizándolas por sus muslos. Ella levantó un poco sus caderas para facilitar mi maniobra.

 

No las tigues, que son muy caguas.

 

 
Yo obedecí, y tras quitárselas las dejé a su lado, en el tocón.
Entonces eché un vistazo a su coño. Era el más bello ejemplar de chocho que había visto hasta entonces. Su pelo era rubio y estaba muy bien recortadito, con un delicioso triángulo de pelo sobre su raja, que aparecía limpia de vello, con los labios dilatados y brillantes. Saqué la cara de entre sus piernas y le dije:

 

Joder Brigitte. ¡Esto es una auténtica maravilla! ¿Cómo consigues tenerlo así?

 

Ella se incorporó apoyándose en los codos y me dijo con aire de profesora:

 

Es que me lo afeito, a los hombres les gusta mucho así.
¡Ya lo creo! Es el mejor que he visto nunca. Podrías enseñar a las chicas a hacerlo.
¿A las chicas? Ya veo, por eso egues tan expegto. Eges un guaggo, ¿lo sabías?
Sí, lo sé. Pero mejor para ti ¿no?

 

Eso pareció convencerla, así que volvió a tumbarse. Yo volví a arrodillarme entre sus piernas. Con delicadeza, acaricié la cara interna de sus muslos con mis manos. Llevé una de ellas hasta su vulva y metí un dedo entre sus labios.

 

Aaaahhh – gimió.
¿Cómo dices? – pregunté yo, divertido.
No te pagues, cabrón.
¡Vaya con la francesita! – pensé.

 

Mientras con dos dedos estimulaba su chocho, apliqué mi boca sobre el mismo. Fui pasando la lengua por su raja, en lamidas cortas y rápidas. Su coño cada vez se lubricaba más, así que le metí un dedo dentro. Me di cuenta de que cabían más sin problemas, así que le hundí otro par. Mientras la masturbaba con tres dedos, llevé mi boca un poco más arriba, hasta su clítoris. Fue rozarlo con la lengua y un espasmo azotó el cuerpo de Brigitte. Apretó los muslos, atrapando mi cabeza, mientras con las manos me la apretaba contra su coño. Comenzó a moverse de lado a lado mientras gritaba:

 

Sigue, sigue, cabrón. No pagues. Más fuegte, más fuegte. – y otras cosas en francés que no entendí.

 

Al empezar a moverse, me retorció el cuello.

 

¡Joder con la francesa! – pensé – me va a matar.

 

Intenté separarme de ella, pero me tenía bien agarrado. Azoté su muslo con la palma de mi mano con fuerza, le dejé los dedos marcados, pero eso pareció gustarle más. Un poco asustado, le pellizqué el culo con saña, logrando que separara las piernas y me soltara.

 

¡Ay! ¡Qué coño haces pequeño bastagdo! – gritó incorporándose.
¡Qué coño haces tú! – le repliqué – me ibas a partir el cuello.
Tienes gazón, lo siento. Es que lo hacías tan bien que se me fue la cabeza. Pegdóname.

 

 
Yo la miraba con expresión enfadada, frotándome mi dolorido cuello.

 

Vamos, vamos, cagiño. No te enfades. Sigue con lo que estabas haciendo, que yo luego sabré guecompensagte.

 

Sin decir nada volví a sumergirme entre sus muslos. Ella volvió a tumbarse.

 

Te vas a enterar – pensé.

 

Con violencia, volví a clavar mis tres dedos en su interior, lo que hizo que su cuerpo se convulsionara.

 

¡Aaaahhh! Así cabrón, asíiii. ¡Más fuegte! ¡MÁS FUEGTE!

 

Chupé con fuerza su clítoris, mientras la masturbaba cada vez más rápido. Su cuerpo se retorcía como una serpiente mientras no paraba de gritar en francés.
Noté que estaba a punto de correrse, y decidí darle una pequeña lección. Puse mis dientes sobre su clítoris y lo mordí.

 

¡DIOSSS! ¡DIOOSSS! ¡QUÉ ME HACES! ¡NOOOOOO!

 

Volvió a apretar las piernas, pero esta vez yo me lo esperaba, así que no me hizo daño.
Sus jugos resbalaban por mi cara. Yo seguí incrementando el ritmo de la masturbación mientras se corría. Mi boca lamía dulcemente su clítoris, como disculpándose por haberlo tratado tan mal segundos antes.
Poco a poco fue relajándose. Sus piernas se abrieron, liberando mi cabeza, que seguía incrustada en su coño, disfrutando de los últimos espasmos de placer que recorrían su vagina. Se quedó laxa, tumbada sobre el tocón.
Yo me puse en pié y la miré, allí echada sobre el árbol, con la falda subida hasta la cintura, su coño chorreante latiendo. Sus bragas se habían caído al suelo, supongo que las tiró al retorcerse. Se había desgarrado el delantal, rompiendo los tirantes. También se había arrancado varios botones del vestido, y sus pechos asomaban sudorosos, con los pezones mirando al cielo. Fue entonces cuando noté que no llevaba sostén. Tenía los ojos cerrados y respiraba con dificultad. Sus brazos reposaban, inertes, a su lado.
Mi pene latía dolorosamente en su encierro, necesitaba atención. Me desabroché los botones del pantalón y lo liberé, irguiéndose con descaro.
Rodeé el tocón hasta quedar junto al rostro de Brigitte. La llamé suavemente por su nombre:

 

¿Uuummm? – respondió melosamente.
Por favor…

 

Abrió los ojos y se encontró con mi pene justo delante.

 

Tranquilo, ya voy.

 

Me agarró la picha con la mano, fue como si electricidad recorriera mi cuerpo. Se sentó en el tocón sin soltármela en ningún momento y me guió hasta sentarme en el tronco, usando mi polla como timón.

 

Ahoga te devolvegué el favor – dijo dándome un cálido beso.

 

Yo estaba sentado justo al borde, mis pies colgaban sin tocar el suelo. Ella comenzó a arrodillarse frente a mí, pero yo la detuve. Brigitte me miró con extrañeza.

 

Tus medias – le dije – se van a romper.

 

Me quité la camisa y la puse en el suelo. Ella me miró con ternura y me acarició la mejilla con una mano.

 

Egues muy dulce…

 

Sus manos se deslizaron por mi cara, mi pecho, mi vientre y bajaron por mis muslos, bajando mis pantalones y mis calzoncillos por completo, mientras se arrodillaba sobre mi camisa. Al llegar a mis tobillos, sus manos volvieron a subir, acariciando la cara interna de mis muslos y alcanzando su destino.
Yo eché el cuerpo hacia atrás y apoyando las manos en el tocón me dediqué a contemplar las maniobras de Brigitte.
Sus manos comenzaron a sobar mi miembro, mientras una de ellas recorría toda su longitud, la otra me acariciaba el escroto. Me apretaba los huevos dulcemente, mientras su otra mano se entretenía con mi prepucio, subiéndolo y bajándolo muy despacio, ocultando y descubriendo mi enrojecido glande. Yo ya no podía más.

 

Brigitte, por favor – gemí.

 

Ella me miró, con una ligera sonrisa en los labios. Sin decir nada, posó su lengua en la base de mi polla y fue recorriéndola hasta la punta, lenta y enloquecedoramente. Abrió la boca, y la punta de mi picha desapareció en su interior. Ella apretó los labios alrededor de mi glande. De pronto, me dio un ligero mordisco en la punta, yo me sobresalté, más por la sorpresa que porque me hubiera dolido:

 

¡Coño! – exclamé.
Mi pequeña venganza, mon amour…

 

Volvió a recorrerla de arriba abajo con la lengua pero esta vez sí se introdujo un buen trozo en la boca. Su cabeza comenzó a subir y bajar. Yo cerré los ojos, echando la cabeza hacia atrás, para sentirla mejor. Era como si al cegar mi vista, mis otros sentidos se agudizaran.
Ella continuó con la mamada, se notaba que era una experta. Sus labios, su lengua, su garganta, todo parecía apretar y acariciar mi miembro. Noté que no sentía sus dientes por ningún lado, como si no tuviera. De pronto, y para confirmar que no era así, se la sacó de la boca y se dedicó a darme delicados mordisquitos por todo el tronco. Desde luego sabía cómo chuparla.
Volvió a metérsela en la boca, incrementando el ritmo del sube y baja, de vez en cuando, se la metía hasta el fondo de su garganta, deteniéndose en esa posición durante unos segundos. Juraría que hasta notaba su campanilla estimulando mi polla.
La verdad es que no sé cómo duré tanto. Noté que me aproximaba al clímax y abrí los ojos. Vi que uno de los bucles de su rubio cabello había escapado de su moño y caía sobre su frente, rebelde, lujurioso, agitándose al ritmo que marcaba su cabeza. Esa visión es una de las cosas más eróticas que he visto en mi vida y ya no aguanté más.

 

Brigitte…

 

El aviso llegó un poco tarde, así que me corrí en su boca. Brigitte pareció por un momento retirarse, pero se lo pensó mejor y mantuvo mi polla dentro, tragándose toda mi leche. Fue una corrida bestial, yo me agarraba a su cabeza para no caerme.
Mi picha vomitó hasta la última gota, que ella tragó vorazmente. Tras acabar, la sacó y acabó de limpiármela con la lengua.

 

Oscag – me dijo dándole los últimos lametones.
¿Uumm?
Te dagué un consejo. No te coggas sin avisag. A muchas chicas no les gusta.
Lo siento – balbuceé.
No, si a mí no me impogta – dijo, apartándose distraídamente el pelo de la cara.

 

Dios, qué sexy estaba. Poco a poco, mi pene volvía a la vida. Ella sonrió encantada.

 

Vaya, paguece que quiegues más guegga ¿eh? – dijo acariciándome el capullo con un dedo.
Uff – exclamé yo, poniéndome en pié con violencia.

 

La tomé por los hombros y la empujé hacia el tronco. Mi picha volvía a ser una dura vara entre mis piernas.

 

Tranquilo – rió ella – no me voy a escapag.

 

Se sentó en el tocón y yo, inmediatamente, me situé entre sus piernas. Ella me acarició la polla con las manos y mientras se iba echando hacia atrás, me atraía hacia ella tirando de mi picha.

 

¡Oscar! ¿Dónde estás?

 

La voz de mi madre resonó peligrosamente cerca.

 

¡Jodeg!, ¡tu madre!. ¡Miegda! Si nos pilla nos mata.

 

Brigitte se incorporó rápidamente y comenzó a arreglar su vestido. Como quiera que aquello no tenía arreglo, se lo compuso como pudo.

 

¡Vamos, Oscag! ¡Tu madre viene hacia aquí! – dijo zarandeándome del brazo.

 

Yo estaba de pié, muy quieto, con el miembro en ristre y totalmente desmoralizado. No podía ser, cada vez que estaba a punto de meterla en caliente, sucedía algo que me lo fastidiaba.

 

¡Vamos, tonto! ¡Otro día seguimos! – insistió.

 

Yo comencé a vestirme cansinamente y le dije:

 

Vete tú, será mejor que no te vea.
¿Segugo?
Claro, ya me inventaré algo.

 

Brigitte me besó en la mejilla y se marchó corriendo en dirección opuesta de donde parecía venir la voz de mi madre, que cada vez sonaba más cercana. Al poco desaparecía de mi vista.
Me subí los pantalones y me senté en el tocón. Sacudí la camisa y me la abroché. Entonces distinguí una figura semioculta entre los árboles. Me puse en pié e intenté acercarme, pero la silueta se dio la vuelta y huyó rápidamente. De todas formas, reconocí el vestido sin lugar a dudas. Era Noelia.

 

¡Joder con las chicas! – pensé – Son todas peores que yo.

 

La voz de mi madre ya sonaba muy cerca, por lo que decidí contestar:

 

¡Oscar!
¡Aquí!

 

Iba a dirigirme hacia donde venía la voz, pero entonces vi las bragas de Brigitte tiradas en el suelo. Las recogí y me las guardé en el bolsillo. Tras hacerlo, corrí hacia mi madre, llamándola.

 

¿Se puede saber dónde estabas? – me dijo enfadada.
Perdona mamá. Me fui a dar un paseo y me senté en el viejo eucalipto. No sé cómo, pero me quedé dormido.
Ay Dios, que me vas a matar a disgustos. Anda tira para allá – me dijo empujándome en un hombro.

 

Yo procuré caminar siempre por delante de ella, para que no notara el bulto que había en mi bragueta. Regresamos a la fiesta. Como empezaba a anochecer, mucha gente se había marchado ya. Sólo quedaban las familias con más confianza con la mía. Los hombres charlaban sentados a una mesa fumando, y las mujeres se sentaban en otra, incluyendo a Marina y mis primas.
La gente contratada en el pueblo se afanaba recogiéndolo todo, y el personal de la casa también, dirigidos por María. Tardé un buen rato en encontrar a Brigitte. Iba perfectamente arreglada, con un delantal nuevo, por lo que supuse que habría ido a su cuarto.

 

Me pregunto si llevará bragas – pensé.

 

Muchos de los niños se habían ido ya, pero aún quedaban siete u ocho jugando por allí. Entre ellos estaba Noelia. Me acerqué a ellos con una sonrisa socarrona en los labios, mirando directamente a Noelia, que apartó la mirada avergonzada.

 

¿Por qué no jugamos al escondite? – propuse.
No nos dejarán, se está haciendo de noche – dijo un chico.
Podríamos jugar en la casa.
¿En serio? – preguntó otro animado.
Esperad, que voy a preguntar.

 

Fui a pedir permiso a mi madre, que no puso demasiadas pegas. Volví con la noticia, pero me encontré con la gran decepción de que los padres de Noelia se iban ya, así que mi plan se fue al traste. Perdí el interés por el juego, pero como la idea había sido mía, no podía echarme atrás. Así que decidí que lo mejor era dedicarme a pasarlo bien.
Sorteamos y se la quedó un chico que yo no conocía mucho, Alberto creo que se llamaba. Se puso a contar en la puerta de entrada y todos nos repartimos por la casa. Yo fui rápidamente hacia la parte de atrás, cerca de la cocina, pues allí había un armario empotrado de ropa blanca. Estaba siempre abierto, pero yo sabía que las puertas se podían encajar, haciendo que pareciera cerrado. Lo abrí y me metí dentro. Me senté en los estantes bajos que había al fondo y encajé las puertas. La oscuridad no me envolvió por completo, pues por entre las puertas penetraba un hilo de luz.
Permanecí allí un rato, en silencio, oliendo el alcanfor que habían colocado entre los manteles. De vez en cuando, pegaba mi ojo a la rendija entre las puertas, viendo el pasillo desierto.
Me recliné un poco y me puse a pensar en mis cosas. Ese día había estado a punto de perder la virginidad, pero me habían vuelto a fastidiar. En esas estaba, cuando las puertas se abrieron de repente, se trataba de Victoria, una de las ayudantes de la cocina.

 

¡Joder, qué susto! – exclamó al verme, dando un respingo.
¡Vaya, Vito, no sabía que tuvieras ese lenguaje!
¿Se puede saber qué haces ahí?
Jugando al escondite.
Anda sal de ahí, que como manches los manteles te vas a enterar.

 

En ese momento oí pasos al final del pasillo. Pensé que sería Alberto buscándome. Cogía a Vito por la muñeca y de un brusco tirón la metí dentro conmigo.

 

¿Qué coño haces? – dijo ella.
Shissst – siseé yo, cerrando de nuevo las puertas.
Niño, déjame que tengo trabajo.
Por favor Vito, calla, que me van a encontrar. Espera hasta que se vaya.
Pero sí solo tiene que abrir el armario.
No va a poder. Mira, he encajado las puertas, parecen cerradas.
Jesús, lo que tiene una que soportar.

 

Entonces se oyeron voces en el pasillo.

 

…quieto, por favor.
Vamos cariño, que llevo todo el día en ayunas.
Venga, que tengo trabajo…
Eres una estrecha.
Que nos van a ver…

 

Reconocí perfectamente las voces de mi abuelo y de María, el ama de llaves. Quería asomarme a mirar por la rendija, pero no pude, pues Vito fue más rápida. Se dio la vuelta y pegó su ojo a la rendija, quedando de espaldas a mí.

 

Es tu abuelo – susurró.
Ya lo he notado.

 

Su trasero estaba frente a mí, tentador. Estaba considerando la posibilidad de agarrarlo cuando Vito dijo:

 

Tu abuelo es único, mira cómo le mete mano a María, con lo estirada que es.
Pero si no veo – protesté yo.
Mejor, que eres muy pequeño para estas cosas.

 

Desde fuera se oían murmullos ininteligibles. Mi abuelo debía estar pasándoselo bien. El morbo del momento había provocado que mi pene recobrara su esplendor. Ya no podía más.

 

Vito, tu culo me la pone dura.

 

Ella se volvió y aunque por la oscuridad no veía bien su cara, sí que noté que sus ojos brillaban.

 

¡Pero qué dices! ¡Menudo guarro estás hecho!
Venga Vito, que tú estás espiando.
Sí, pero yo soy mayor. ¡Qué sabrás tú de cosas duras!
Siéntate aquí y te lo enseño – le dije.

 

Puse mis manos en su cintura y la obligué a sentarse sobre mi regazo. Procuré apretar bien mi erección contra ella.

 

¡Coño, niño! – siseó levantándose – ¡Mira que eres guarro!

 

Yo seguí con mi ataque.

 

Vamos Vito, siéntate aquí, por favor.
¡Que no me da la gana, coño! ¡Que sólo eres un crío!

 

Decidí simular estar enfadado.

 

Pues vale, entonces quita de ahí, que quiero salir.
¿Dónde vas? ¡Estás loco!
Voy fuera – respondí.
Si sales ahora nos pillarán a los dos.
Lo sé.
Eres un cabrón ¿lo sabías?

 

Me limité a palmear en mi regazo. Por fin, Vito se resignó y dejó caer todo su peso sobre mi polla.

 

Ay, Dios. Líbrame de los criajos salidos – suspiró.

 

Ya había logrado dar el primer paso. Me quedé allí, con las manos en su cintura, apretando mi paquete contra su culo mientras ella volvía a espiar por la rendija.
Así seguimos por un rato, yo notaba cómo ella se iba calentando al espiar. Una de sus manos se posó inconscientemente en su cuello, y de ahí bajó a su pecho, apretándolo.

 

Ahora es el momento – pensé.

 

Deslicé mis manos de su cintura, bajando por sus muslos hasta el borde inferior de su falda. Acaricié sus rodillas y traté de meterme bajo el vestido, pero ella apartó mis manos.

 

Quieto – susurró.

 

Pero yo noté en su tono que no le molestaba tanto como decía. Apreté aún más mi polla contra su culo y volví a intentarlo. Volvió a apartarme las manos, pero esta vez no dijo nada y siguió mirando.
Desde fuera seguían llegándome murmullos, pero yo ya no prestaba atención, sólo estaba concentrado en mi objetivo. Subí una de mis manos y la posé sobre su pecho, apretándolo con fuerza. Esta vez no dijo nada.

 

Ya es mía – pensé.

 

Hábilmente, desabroché los botones de su vestido con una sola mano, deslizando mientras la otra bajo su falda. Paseé mi mano por su pierna, sintiendo el tacto sedoso de sus medias, hasta llegar a sus bragas. Comencé a acariciar simultáneamente sus tetas y su coño, arrancándole ligeros gemidos de placer. Ya no se resistía en absoluto, me dejaba hacer, pero tampoco colaboraba. Sus manos seguían apoyadas en el marco de la puerta y su ojo pegado a la rendija.

 

¡Papá! – se escuchó fuera.
¡Coño! ¡Tu tía! – me susurró Vito.

 

Se oyeron pasos apresurados alejándose por el pasillo. Me imagino que se trataba de María.

 

¿Se puede saber qué haces? – la voz de tía Laura sonaba enfadada.
Creo que lo sabes perfectamente.
Pero aún hay invitados. ¿Quieres que te cojan o qué?
Creo que la mayoría de mis invitados conocen mis gustos – replicó mi abuelo – de hecho, varias de las señoras los han disfrutado ya.

 

 
 

Mi tía no contestó.

 

¿Has venido a por tu regalo? – dijo mi abuelo.
¡Estáte quieto!

 

Noté cómo el cuerpo de Vito se tensaba.

 

Tranquila, esta noche te lo daré.

 

Se oyeron los pasos de mi abuelo alejándose. De pronto, las puertas del armario se hundieron un poco y la luz se apagó. Mi tía se había reclinado sobre la puerta.
Vito se echó hacia atrás, apoyándose en mí. Estábamos asustados, pues si a mi tía se le ocurría abrir la puerta, nos pillaría con una de mis manos en las tetas de Vito y la otra en su coño. Afortunadamente, tía Laura pronto se marchó. Ambos exhalamos un profundo suspiro de alivio.

 

Casi nos cogen – dijo Vito.
Sí, pero así es más excitante.
¡Estás loco! – me dijo levantándose – eres un maldito salido.
Venga Vito, si te gusta – dije yo, pensando que quería irse.
¡Pues claro que me gusta! – dijo para mi sorpresa – anda desabróchame el sujetador.

 

Yo me quedé paralizado. Ella se subió la falda hasta la cintura y se quitó las bragas.

 

Venga ¿a qué esperas?

 

Por fin reaccioné, trasteé un poco con el broche por encima de su vestido y logré abrirlo. Cada vez lo hacía mejor.

 

Venga, bájate los pantalones.

 

Esta vez no tardé nada en obedecer. Mis pantalones y mis calzones quedaron en mis tobillos en un plis plas. Ella se dio la vuelta y en la oscuridad palpó hasta agarrar mi polla.

 

Ummm. No está nada mal para tu edad – dijo tironeando de ella.
Aaahhh.
Te gusta ¿eh?
………
Pues verás ahora.

 

Pegó su cuerpo al mío, separó bien las piernas y lentamente fue bajando sus caderas. Con una de sus manos, guiaba mi polla mientras con la otra separaba los labios de su coño. Se empaló por completo en mi picha. Estaba tan mojada que entró de un tirón, sin ninguna resistencia. Yo notaba cómo las paredes de su vagina se amoldaban por completo a mi miembro. Casi sentí el suspiro de alivio que debió de exhalar mi torturado miembro. Seguro que pensó: “Por fin, después de tanto tiempo, estoy en casa”.
En los últimos días había tenido muchas experiencias, muchas sensaciones, pero ninguna igual a sentir un buen coño apretando con fuerza mi polla. Sin duda alguna, el lugar natural de una verga es estar bien enterrada en un jugoso chocho.
Vito comenzó entonces a cabalgarme. Subía y bajaba. Yo llevé mis manos a su culo y apreté con fuerza. Ella se abrazó completamente a mi cuello, apretando sus tetas contra mi pecho. De vez en cuando, se separaba un poco y hundía su lengua en mi boca.
Era fantástico, había merecido la pena esperar. El ritmo se incrementaba cada vez más, nuestros gemidos sonaban cada vez más altos. Si alguien pasaba por el pasillo nos oiría sin duda, pero ¡qué coño importaba! ¡Estaba follando! ¡Ya no era virgen!
Seguimos, febriles, con lo nuestro. Vito apoyaba uno de sus pies en los estantes y el otro en el suelo, para ofrecerse más abierta a mí, para que llegara más hondo. Estábamos tan enloquecidos que en uno de los embites, el pié de Vito resbaló, yo no pude aguantar su peso y si no es porque ella se agarró a las paredes del armario, hubiéramos aterrizado los dos en el pasillo.

 

Esta postura es muy incómoda – dijo ella poniéndose en pié.

Mi polla, al salir de aquel coño, se quejó.

 

¿Y qué hacemos? – pregunté lastimeramente.
Tranquilo – me dijo.

 

A pesar de la oscuridad, noté perfectamente que sonreía.
Vito simplemente se dio la vuelta, quedando de espaldas a mí. Apoyó las manos en la jamba de la puerta y se ofreció a mí. Yo me agarré la polla de la base, manteniéndola vertical. Puse mi otra mano en su cadera, guiándola mientras bajaba su cuerpo.

 

¡Ay! ¡Guarro! Por ahí no – dijo riendo.
Lo siento Vito, noté que entraba y…
Eso otro día.

 

Separó una de sus manos de la puerta y la metió por entre sus piernas agarrándome la verga. Yo puse mis dos manos en sus caderas y esta vez fue ella la que fue apuntando mi miembro mientras se dejaba caer sobre mí.

 

Uuufff – resoplé.

 

Se la había vuelto a meter hasta el fondo.

 

Así estaremos mejor – dijo.

 

Con las manos apoyadas en la puerta y los dos pies en el suelo, la postura gozaba de mayor equilibrio. Además, tenía la ventaja de que mis manos quedaban libres, así que me apropié de sus tetas.
Vito comenzó a cabalgar de nuevo. La sensación era indescriptible. Yo, con los ojos cerrados, me dedicaba a sentirla profundamente. Mis manos, inconscientemente, amasaban sus pechos, tironeaban de sus pezones.

 

Diosss, ¡qué bueno! – gemía Vito.
Uuufff – respondía yo.

 

Desprendí una de mis manos de sus pechos y la llevé hasta su coño. Comencé a frotárselo vigorosamente. Podía sentir con mi mano cómo mi polla surgía y volvía a hundirse en sus entrañas una y otra vez. Esto le gustó mucho a Vito.

 

¡Así, así, rómpeme el coño! – gritaba.

 

En realidad era ella la que hacía todo el trabajo, así que apreté más fuerte sobre su chocho. Ella se echaba hacia atrás y girando la cabeza, me besaba, entrelazando su lengua con la mía
Sé que ella se corrió por lo menos dos veces durante aquel polvo. Lo notaba por cómo apretaba su coño, por el incremento de la humedad, por los gorgoteos que salían de sus labios, todo aquello contribuía a excitarme más, por lo que aumentaba la fuerza de mis caricias sobre su clítoris. Rápidamente fui aproximándome al clímax.

 

Vito, me corro… farfullé.
Espera – casi gritó.

 

Se puso en pié sacándose mi verga a punto de estallar del coño. Yo no aguanté más, mi polla entró en erupción. Como acababa de sacarla, su coño aún estaba junto a la punta de mi cipote, por lo que los lechazos fueron a parar contra él, mezclando mis jugos con los suyos. Me incorporé un poco, dirigiendo los últimos disparos contra su culo y su espalda. Por fin, acabé y volví a dejarme caer sobre los estantes.
Ella, agotada, volvió a sentarse en mi regazo, y yo me incliné, quedando acostado contra su espalda. Los dos resoplábamos cansados.

 

Avisa antes, joder – me dijo respirando entrecortadamente – quieres dejarme preñada o qué.
Perdona, no pensé…
Ya, tranquilo, no pasa nada.
Vito, ha sido maravilloso. ¿Podemos repetirlo?
¿Ahora? – dijo sorprendida – ¿no te cansas nunca?
Si no puede ser ahora, cuando sea.
Claro, hombre – rió – cuando quieras, pero ahora debo volver, seguro que se preguntan dónde estoy.
Bueno – dije algo decepcionado.

 

Ella notó el tono de mi voz.

 

En serio, ahora no puede ser. Tengo que volver al trabajo. Me escaqueé un rato cuando te vi entrar, pero ya va siendo demasiado.
¿Cómo?

 

Ella rió encantada.

 

¡Ay mi Oscar! Yo sabía que estabas aquí dentro.
¿En serio?
Sí. Y quería averiguar si eras tan bueno como Brigitte me ha dicho.

 

Yo estaba anonadado.

 

No puedo creerlo.
Pues claro tontín. Brigitte me ha estado contando vuestra aventurilla en el bosque y como me ha dicho que te habías quedado a medias me he dicho ¡Qué coño! ¡Vamos a catar al chaval!

 

Yo seguía alucinado.

 

Por cierto, dice Brigitte que le devuelvas las bragas.
Lo haré.
Bueno, ¿y qué te ha parecido?
Ha sido increíble.
Soy buena ¿eh?
La mejor.
¡Vaya! ¿Y has probado a muchas?
…………
Desde luego, has salido a tu abuelo – dijo besándome.
Oye, Vito.
Dime.
¿Qué hacía mi abuelo ahí fuera?
¿Tú que crees? Meterle mano a María.
Lo suponía.
Tu abuelo es increíble, a su edad. Aunque, la verdad, me ha sorprendido que se lo monte con María, con lo estirada que parece.
Cada mujer es un mundo – filosofé.
¡Caray! ¡Qué profundo!

 

Se puso en pié y comenzó a vestirse. Yo empecé a hacer lo mismo.

 

Vito…
¿Sí?
¿Te has acostado con mi abuelo?

 

Me miró en la oscuridad. Nuevamente noté que sus ojos brillaban.

 

Muchas veces – respondió – ¿cómo crees qué aprendí estas cosas?
Comprendo. Oye…
¿Ummm?
¿Qué tal he estado?

 

Me puso las manos en los hombros y me besó tiernamente.

 

Ha sido el mejor polvo de mi vida – dijo.

 

Tras esto, empujó las puertas del armario, desencajándolas. Echó un vistazo a los lados y se marchó. Yo me arreglé lo mejor que pude. Recogí los manteles que se habían caído al suelo y coloqué los demás. El armario desprendía un fuerte olor a sudor, a sexo, así que fui a la cocina, cogí unas cuantas bolas de alcanfor y las metí en el armario, cerrándolo después.
Me dirigí a la calle y allí me encontré a mi familia despidiéndose de los últimos invitados.

 

¿Dónde te has metido? – me preguntó Marta.
Por ahí, jugando al escondite – respondí.

 

Por fin se fueron todos. La gente contratada casi había acabado de recogerlo todo. Mi abuelo les dijo que ya estaba bien por ese día, que se fueran a sus casas, que el resto ya lo iríamos recogiendo nosotros. Les pagó generosamente, por lo que le dieron efusivamente las gracias y se marcharon.
Todos volvimos a entrar en la casa, comentando lo sucedido durante el día. Las mujeres hablaban alborozadas de los regalos, especialmente del collar de perlas. Al entrar, noté que mi abuelo miraba fijamente a mi tía Laura y que ella apartaba la mirada, como avergonzada.
Esto me recordó las palabras de mi abuelo sobre el “regalo”. Tenía una idea bastante clara acerca del asunto, pero no podía estar totalmente seguro. Quizás otro día lo hubiera dejado estar, pero aquel había sido el día de mi desvirgación y yo me sentía más seguro, más adulto.
Así que rondé a mi abuelo durante un rato, esperando a que se quedara solo. Por fin, se dirigió a su despacho, a fumarse un puro. Yo fui tras él. Lo alcancé justo en la puerta de la habitación.

 

Abuelo – le llamé.
¿Sí?
¿Puedo hablar contigo un segundo?
Claro, pasa.

 

Entramos en el despacho. Las luces estaban encendidas, supongo que habría mandado antes a alguien para que lo hiciera. Él se sentó a su mesa, un enorme escritorio de nogal situado al fondo de la sala. Abrió una caja y sacó un puro, que encendió usando una vela. Yo, cerré la puerta y acerqué una silla.

 

Dime, ¿qué quieres? – me dijo.
Abuelo, me dijiste que podía hablar contigo de cualquier cosa ¿verdad? Que no iba a haber secretos entre nosotros.

 

Él se enderezó en su sillón, parecía interesado.

 

Claro, Oscar. ¿Qué te pasa?

 

Yo decidí ir directamente al grano.

 

Hoy te he escuchado hablar con tía Laura de un segundo “regalo”.

 

Su cara se puso muy seria.

 

¿Cómo?
Abuelo, no disimules, te he oído perfectamente en dos ocasiones.
Comprendo. ¿Y qué?

 

Le miré directamente a los ojos.

 

Lo que quiero saber es si vas a acostarte con ella.

Me miró durante unos segundos. Yo no aparté la mirada. Entonces me dijo muy seriamente:

 

Así es.
Ya veo.

 

Nos quedamos callados unos instantes. Por fin, fue él quien rompió el silencio.

 

¿Te escandaliza mucho?
No – respondí.
Tu tía es una mujer muy hermosa.
Lo sé.

 

Volvimos a callar.

 

¿Desde cuando lo hacéis? – le interrogué.
La primera vez fue cuando tenía 15 años.

 

Mi abuelo tragó saliva antes de continuar.

 

Mira Oscar, no tengo por qué mentirte, así que te pido que me creas en esto. Yo no hice nada para intentar seducirla, fue ella la que me sedujo a mí.
Comprendo.
Es cierto. Cuando ella tenía esa edad me espiaba a escondidas, sin que yo lo supiera. A los 15 se tienen muchos deseos, muchos impulsos y ella decidió abandonarse a ellos, y tengo que decir que yo no me resistí.
……
Así pues, Laura estaba siempre en una cruel disyuntiva, por un lado estaba la estricta educación que tu abuela le había dado, una chica no podía ni soñar con el sexo, todo era represión de los instintos, de la naturaleza. Por otro lado estaba el deseo y yo fui su válvula de escape.
Quieres decir que se sentía culpable.
Exacto. En esa época lo pasaba mal, sólo parecía relajada cuando estaba conmigo. Yo pensé que podría liberarla, pero no lo logré del todo. Se sentía mal. Por eso se casó con Jean-Paul, para mantener una apariencia de honorabilidad.
¿Quieres decir que no le quería?
Sí le quería. Jean-Paul era una gran persona, pero no puedo asegurar que estuviera enamorada de él, pero ella sabía que casándose con él podría alejarse de mí, de las tentaciones.
Entiendo – asentí.
Por desgracia, su marido murió en Francia, dejándola con dos hijas.
Pero tenía dinero ¿no?
Sí, pero Francia no era su hogar, sin Jean-Paul nada la ataba allí, así que regresó.
¿Y reanudasteis vuestra relación?
Varios años después. De hecho, fue el año pasado. Y nuevamente, te juro que fue ella la que dio el primer paso.
Y todavía seguís.
No exactamente, verás sólo nos acostamos cuando ella quiere. Cuando lleva tiempo sin sexo, comienza a echarlo de menos, su cuerpo lo necesita, como el de cualquier mujer. En esos momentos, cuando el deseo supera a sus prejuicios, acude a mí, pero yo nunca voy detrás de ella.
Pero hoy sí lo has hecho.
Sí. Verás, desde hace algún tiempo he decidido acabar con esta situación. Laura no puede seguir así, reprimida, sintiéndose culpable por algo que es lo más natural del mundo.
Abuelo, que una mujer se acueste con su padre no es muy normal.
No me refiero al incesto, me refiero a atender las necesidades sexuales de su cuerpo. Por eso he decidido adoptar una posición activa, para obligarla a que reconozca que siente esos deseos, para que vea que no son malos, para desinhibirla. De hecho, si después no quiere volver a acostarse conmigo, pues perfecto, que se busque un hombre por ahí que la satisfaga. En serio, yo sólo quiero verla feliz y ahora mismo no lo es.
Es decir, una especie de tratamiento de “shock”. Obligarla a que reconozca lo que siente para librarla de sus miedos.
Exacto.
Pues la verdad, creo que es un buen plan. Seguro que funciona.
Espero que sí.
Si la madre se parece un poco a la hija, sin duda funcionará.

 

Mi abuelo me miró sorprendido. Entonces se echó a reír.

 

¡Ya comprendo! ¡Ya decía yo que últimamente Martita había cambiado mucho! ¡Menudo cabroncete estás hecho!
Je, je…
¿Te has acostado ya con ella?
No, pero falta un pelo. En cuanto tengamos una ocasión.
¡Pues esta noche hijo! Todo el mundo está cansado de la fiesta, dormirán profundamente.

 

Yo le miré muy serio.

 

Esta noche no, abuelo. Todavía está con la regla.
¡Ufff! ¡Vaya putada!
Además, esta noche quiero hacer otra cosa – dije mirándole a los ojos.
¿Cómo? – inquirió él.
Yo también quiero hacerle un regalo a tía Laura.

 

El rostro de mi abuelo se ensombreció levemente.

 

Abuelo. Si se acuesta con dos hombres en vez de con uno, sus inhibiciones desaparecerán más rápido ¿no crees?
No sé, Oscar.
Venga, abuelo, por favor.
Pero ella nunca aceptará hacerlo con los dos.
Tú mismo me dijiste que una mujer excitada hace cualquier cosa. Además, tenemos nuestro don. Con él sabremos si lo desea o no.

 

Esa respuesta dio de lleno en la diana.

 

Recuerda que te dije que yo no te ayudaría a conseguir mujeres…
Lo sé abuelo. Pero yo ya no soy virgen, he catado a varias hembras – exageré un poco – ya no existe el riesgo que me comentaste.

 

Aún dudó unos segundos, pero finalmente cedió.

 

Está bien, espérame luego en tu cuarto. Cuando todos duerman, yo iré a buscarte.
¿Y cómo lo haremos para convencer a tía Laura?
Ya se me ocurrirá algo. Ahora vete.

 

Yo salí disparado hacia mi cuarto. Me lavé bien y me puse el pijama. Antes de acostarme, me acordé de las bragas de Brigitte, así que las saqué del bolsillo del pantalón. Las llevé a mi nariz e inspiré, sintiendo el olor a hembra fuertemente impregnado en la prenda íntima. Aquello contribuyó a aumentar mi excitación, que ya era muy elevada por las perspectivas que esa noche se me presentaban. Escondí las bragas en lo más profundo de mi baúl, porque sabía que allí no tocaría nadie, pues era sólo para mis cosas y yo poseía la única llave.
De pronto, afuera resonó un trueno y la lluvia comenzó a golpear mi ventana. Me metí en la cama, a esperar que mi madre viniera a darme las buenas noches, cosa que hizo pronto, pues estaba cansada y quería acostarse ya. Al principio, agradecí el hecho de que viniera temprano, pero a la larga fue peor, pues el tiempo de espera de mi abuelo se alargó mucho. Allí estaba yo, arropado hasta el cuello, mirando hacia el techo mientras esperaba, escuchando la lluvia y con una erección tremenda, casi dolorosa.
Por fin, como a las dos de la mañana, mi puerta se abrió sigilosamente.

 

Oscar – susurró mi abuelo – ¿estás despierto?

 

Me incorporé de un salto en la cama, me calcé las zapatillas y salí tras mi abuelo.

 

Ve a mi cuarto y espérame allí – susurró.

 

Entonces se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta del dormitorio de mi tía Laura. La abrió lentamente y entró, cerrando tras de sí.
Yo, en lugar de obedecer, arrimé con presteza mi ojo a la cerradura de la puerta. Por desgracia, mi tía debía tener las cortinas completamente cerradas, por lo que no se veía nada, así que pegué el oído a la puerta, para intentar captar lo que pasaba en el interior.

 

Buenas noches – oí que decía mi abuelo.
¿Qué haces aquí? – respondió mi tía.
Ya lo sabes.
¡Márchate, por favor!
Como quieras – dijo mi abuelo para mi sorpresa.

 

 
Noté que su mano agarraba el picaporte.

 

Si cambias de idea, te espero en mi cuarto y te haré gozar como nunca antes.

 

Mi tía no respondió.

 

Lleva las perlas, por favor – concluyó mi abuelo.

 

Como no tenía ganas de dar explicaciones, me levanté rápidamente y me fui hacia las escaleras, antes de que me viera mi abuelo. Su cuarto estaba en la planta baja, alejado de todos los demás (por razones obvias).
Corrí procurando no hacer ruido y entré en su dormitorio, sentándome en la cama a esperarle. Poco después, mi abuelo entraba en la habitación.

 

Ya está hecho – me dijo.
¿Crees que vendrá? – le pregunté.
Estoy seguro.

 

Entonces, comenzó a desabrocharse la chaquetilla del pijama.

 

¿Te importa ver a un hombre desnudo?
Me da igual – respondí – sólo me atraen las mujeres.
Me alegro – rió.

 

Él tras desnudarse, se metió en la cama y se sentó con la espalda pegada al respaldo, arropándose hasta la cintura.

 

He salido a ti – le dije de pronto.
Lo sé – respondió mirándome con afecto – Chico, si supieras el susto que me diste hoy.
¿Cuándo?
En la charla de antes, en mi despacho. Cuando te pusiste tan serio y empezaste a hablar de secretos y mujeres pensé que me ibas a decir algo como que te lo habías pensado bien y que preferías a los hombres.
¡ABUELO!

 

Él se rió con ganas.

 

Tranquilo, no te enfades, es que estoy tan orgulloso de ti, que siempre temo que algo lo estropee.
Sí, abuelo, ¿pero maricón yo?
No emplees esa palabra, que es muy fea – me dijo muy seriamente.
Bueno, yo no tengo nada en contra de los afeminados, pero… – en esos tiempos, no existían términos como gay u homosexual.
Bien que haces. Son personas como cualquier otra, sólo que sus gustos son diferentes. ¡Detesto la estupidez actual, con esa doble moral y tantas mentiras!

 

Como vemos, en materias de sexo mi abuelo iba 100 años adelantado a su época.

 

Sí, abuelo, yo opino lo mismo. Además cuantos más haya, ¡más mujeres para nosotros! – dije riendo.
¡La verdad es que no lo había pensado nunca! – rió él.

 

Pasó un rato y tía Laura no aparecía.

 

Abuelo, ¿seguro que va a venir?
Seguro. Con las mujeres nunca me equivoco.

 

Convencido por estas palabras, comencé a quitarme el pijama también.

 

No, Oscar, no te desnudes – me dijo.
¿Cómo?
He estado pensando. Si al entrar te ve aquí, se marchará seguro.
Entonces ¿qué hago?
Te esconderás en el armario. Ya te avisaré yo.

 

Abrí el armario que estaba tras de mí, frente a la cama. Era un gran armario de roble y en su interior había una cajonera. El abuelo había apilado un par de mantas sobre ella para que pudiera sentarme.

 

Desde ahí dentro podrás verlo todo y cuando tu tía esté a punto, yo te avisaré.

Mi tía seguía sin venir y yo me estaba poniendo nervioso.

 

¿No tarda mucho? – pregunté.
Tranquilo, ya vendrá…

 

Como para corroborar sus palabras, en ese momento sonaron dos leves golpes en la puerta. Mi abuelo me hizo gestos para que me escondiera. Yo me metí rápidamente en el armario y cerré la puerta, dejando una abertura para poder ver.

 

Adelante – dijo mi abuelo una vez se aseguró de que yo estaba listo.

 

Me asomé con cuidado por el hueco y vi cómo se abría lentamente la puerta de la habitación. Mi tía Laura entró en la habitación. Vestía una bata de seda de color claro, anudada en la cintura por una tira del mismo material. Al entrar, su muslo desnudo se mostró por entre los pliegues de la bata, revelando que no llevaba camisón. Llevaba el pelo recogido.

 

Bienvenida – dijo mi abuelo.

 

Pasaron unos segundos en los que mi tía permaneció delante de la puerta, sin hablar. Por fin dijo:

 

Apaga la luz, por favor.
No, esta noche quiero verte bien – replicó mi abuelo para mi alivio.

 

Ella dudó un instante, pero finalmente penetró totalmente en el cuarto, cerrando la puerta tras de sí. Se acercó hasta el borde de la cama y se quedó allí, de pié. Mi abuelo la miró de arriba abajo, y, bruscamente, dio un tirón de las sábanas que cayeron revueltas al suelo. Mi abuelo estaba completamente desnudo sobre la cama, con su miembro totalmente erecto.

 

Desnúdate – dijo.

 

Mi tía soltó el cinturón de su bata, y la dejó resbalar por sus hombros, cayendo al suelo. Ella se tapó los senos y el coño con las manos. Yo desde mi posición, la veía de espaldas. La recorrí con la mirada, deleitándome con sus larguísimas y espectaculares piernas, que terminaban en un excitante trasero, muy parecido al de su hija Andrea. Su espalda era también muy atractiva, con la piel muy blanca. Pude ver una extraña mancha sobre su hombro, pero no alcanzaba a ver lo que era.

 

Suéltate el pelo – continuó mi abuelo.

 

Ella separó sus manos de su cuerpo lentamente y las llevó a su nuca, deshaciéndose el moño. Su cabellera se deslizó por su espalda, era negrísima como la noche. El pelo no era excesivamente largo, sólo le llegaba a los omóplatos más o menos. Mi abuelo la contempló apreciativamente por unos segundos.

 

Bellísima – dijo – Date la vuelta.

 

Mi tía se volvió, quedando de frente a mí, con lo que pude admirar el resto de su cuerpo. Era una visión sublime. Sus piernas eran muy largas, con unos muslos torneados, perfectos. Para mi sorpresa, pude comprobar que mi tía también se afeitaba el pubis, aunque no tanto como Brigitte, supongo que fue una costumbre que adquirió en Francia. Sus senos eran grandes, redondeados, turgentes, con los pezones bien marcados apuntando al frente. Pude comprobar, excitado, que en su cuello estaba el collar de perlas que mi abuelo le había regalado. Si me quedaba alguna duda de si mi tía deseaba en verdad estar allí, el collar la disipó. Su rostro estaba tan bello como siempre, un leve rubor teñía sus mejillas y sus ojos despedían un extraño fulgor. Sin ninguna duda, estaba muy excitada. Lentamente, volvió a darse la vuelta.

 

Ven aquí – le dijo mi abuelo palmeando sobre la cama.

 

Ella se tumbó en la cama, junto a mi abuelo, mirándole a la cara. Él volvió a recorrerla con los ojos de los pies a la cabeza, deslizando una mano sobre su cuerpo. Un estremecimiento recorrió a mi tía Laura, que apartó la mirada avergonzada. Mi abuelo la tomó por la barbilla y giró su cabeza con delicadeza, acercando los labios a los suyos:

 

No tienes de qué avergonzarte – le dijo y la besó con pasión.

 

Yo estaba en el armario sin perderme detalle. Estaba muy excitado así que me la saqué del pijama y empecé a pajearme suavemente. Entonces recordé que no estaba allí para espiar, sino para participar, así que me aguanté las ganas y volvía a guardármela.
Mientras tanto, mi abuelo seguía besando a mi tía. Ella comenzó a responder, rodeando con sus brazos el cuello del viejo. Él se apartó de sus labios y comenzó a besarla por todas partes. Besó su frente, sus ojos, su nariz, las mejillas, fue bajando por el cuello, el pecho, los senos.
Mi tía no paraba de abrazarle y poco a poco empezaron a llegar hasta mí tenues gemidos que salían de su garganta, confundiéndose con el ruido de la lluvia que golpeaba en la ventana.
Mi abuelo siguió descendiendo, hasta situarse entre sus muslos. Ella trató de cerrarlos de repente, pero mi abuelo los sujetó con las manos y lo impidió. Volvió a separar bien sus piernas y hundió la cara en aquel precioso coño, que a esas alturas debía estar completamente encharcado.
Desde el armario, no podía ver las maniobras de mi abuelo, aunque me lo imaginaba bastante bien. El cuerpo del viejo me tapaba parte del espectáculo, por lo que sólo veía a mi tía de cintura para arriba. Se notaba que estaba disfrutando de aquello, se acariciaba los senos con una de sus manos, estrujándolos con fuerza; la otra mano estaba enganchada en el collar y lo estiraba hacia arriba, hasta su boca, metiéndolo entre sus labios, lamiendo las perlas. Tenía los ojos cerrados, la cara muy roja por la excitación. Su cuerpo se movía acompasadamente con los movimientos que mi abuelo hacía. Noté que ella abría sus piernas cada vez más, para que mi abuelo llegara más adentro.
Yo estaba que me subía por las paredes, los gemidos y suspiros de mi tía ya no eran bajos, sino que resonaban por todo el cuarto. También escuchaba el sonido de la lengua de mi abuelo al dar lametones. Hubiera dado cualquier cosa por intercambiar los papeles.
Mi tía estaba muy próxima al orgasmo, cuando, de repente, mi abuelo paró de comerle el coño y se incorporó. Mi tía lo miró con ojos suplicantes.

 

¿Qué pasa? – jadeó.
Vamos a probar un juego nuevo – dijo mi abuelo.
¿Cómo?
Date la vuelta.

 

Ella obedeció dubitativa, colocándose boca abajo. Mi abuelo se levantó de la cama y se dirigió a su mesilla, mientras mi tía lo seguía con la mirada. Pude ver el miembro de mi abuelo, durísimo, se veía que estaba tan excitado como yo. Mi abuelo abrió el cajón de la mesilla y sacó un pañuelo negro. Yo enseguida comprendí sus intenciones.
Se sentó en la cama y comenzó a vendarle los ojos a mi tía. Mi momento estaba a punto de llegar.

 

¿Qué haces? – preguntó ella agarrando el pañuelo.
Shissst. Déjame hacer – respondió él apartando sus manos.

 

Colocó el pañuelo sobre sus ojos y lo anudó en su nuca. Tras hacerlo, deslizó una mano por toda la espalda de mi tía, se entretuvo en su trasero y se hundió entre sus piernas.

 

Aahhh – gimió tía Laura.
Ponte a cuatro patas – dijo mi abuelo.

 

Ella obedeció y se colocó en esa postura; mientras, mi abuelo, no dejaba de estimularla con la mano. Entonces, me hizo un gesto con su mano libre. Yo, lentamente, salí del armario mientras mi abuelo se inclinaba sobre el oído de mi tía y le susurraba algo, supongo que para tapar el ruido que yo pudiese hacer.
Mi abuelo siguió diciéndole cosas al oído sin parar de masturbarla mientras yo me despojaba del pijama, cosa que no tardé en hacer ni un segundo. Mi miembro latía con desesperación, supongo que notaba que cerca había un coño chorreante. Mi tía, allí a cuatro patas, ofrecía un espectáculo maravilloso. Su pelo caía hacia delante, impidiéndome ver su rostro. Sus pechos colgaban, plenos, como fruta madura, con los pezones enhiestos, apetitosos.
Mi abuelo la besó en la espalda, cerca de la mancha que yo había visto antes. Era una mancha de nacimiento, parecida a una manzana. No sé por qué, pero aquel pequeño defecto la hacía más deseable, como si fuera más humana, menos celestial. Tras besarla, se puso de pié y me indicó con un gesto que ocupara su lugar.
Yo obedecí como un rayo. Me coloqué tras tía Laura y agarré sus nalgas con las manos, separándolas para poder ver así su coño. Supongo que ella notó algo diferente en el tacto de mis manos, porque echó su cabeza hacia atrás, como queriendo ver, pero la venda se lo impedía. Entonces hundí mi lengua en su raja, arrancándole un gritito de placer, con lo que fuera lo que fuese que hubiera notado dejó de importarle.
Hundió su rostro contra la almohada, para ahogar sus propios gemidos, levantando así un poco más el culo, ofreciéndose mejor a mí. Yo chupaba, lamía, tragaba todo lo que allí había, manteniendo sus piernas bien abiertas con mis manos.
Ella movía el trasero adelante y atrás, como follándose con mi lengua. Lamí todo lo que encontré a mi paso, subí por su raja hacia atrás, chupando su trasero, pasando mi lengua por su ano. Yo nunca había hecho eso antes, pero nadie tuvo que explicármelo, sabía que le iba a gustar.
Ella aceleró el ritmo de sus caderas, el clímax se aproximaba.
Entonces mi abuelo se aproximó a la cabecera de la cama y le quitó la venda. Mi tía aún tardó unos segundos en comprender que allí había dos personas con ella y no sólo una. Cuando la verdad penetró en su cerebro, miró hacia atrás rápidamente y descubrió horrorizada, que era su sobrinito el que con tanto arte le comía el coño.

 

¡Dios mío! – exclamó.
Shisss. Tranquila – le dijo mi abuelo, sentándose en la cabecera de la cama.
Pero cómo habéis podido… ¡Aaahhh!

 

Yo acababa de hundir un dedo profundamente en su coño. Ella siguió protestando, pero en ningún momento trató de apartarse. Mi abuelo se acercó a su cara, enarbolando su polla.

 

Chupa – dijo simplemente.

 

Mi tía nos miró con desesperación, primero a él, luego a mí. Yo había dejado de comerle el chocho, dejándola al borde del orgasmo y mi cabeza asomaba por encima de su culo mirando su rostro, sudoroso y jadeante.

 

Tita, por favor – gemí.
Esto no, no puede ser – dijo dubitativa.

 

Yo pasé lentamente mi mano por su raja, sintiendo el calor, la humedad. Ella se estremeció de placer.

 

Por favor – insistí – no te resistas.

 

Ella suspiró profundamente. Cerró los ojos durante un segundo. Cuando volvió a abrirlos pude notar que brillaban.

 

Fóllame, Oscar – dijo sonriendo con felicidad.
Claro, tita. Te quiero – le dije.
Y yo a ti.

 

Entonces miró a mi abuelo y le dijo:

 

Gracias papá.
De nada, mi niña – dijo él besándola dulcemente.
Tía Laura bajó la cabeza hasta la entrepierna del abuelo. Sin pensárselo dos veces, asió la polla del viejo y se la metió en la boca. Mi abuelo apoyó las manos en su cabeza, acompañando el ritmo de la mamada.
Yo no aguanté más. Traté de penetrarle el coño desde atrás, pero me faltaba experiencia, por lo que mi polla resbalaba por su vulva. Entonces noté que la mano de tía Laura aparecía entre sus piernas y me agarraba el pene, guiándome. Acercó mi polla hasta la entrada de su gruta y entonces, lentamente, la penetré.

 

Ughfgfhf.

 

Sonidos ininteligibles salían de su garganta, completamente llena con la polla de mi abuelo. Fue tan sólo penetrarla y mi tía se corrió. Noté el incremento de la humedad en su coño, fue alucinante. Al correrse, su cuerpo se tensó y desde luego mi abuelo lo notó.

 

¡Oh Dios! ¡Oh Dios! ¡Oh Dios! – repetía el viejo mientras apretaba la cabeza de su hija contra su regazo.

 

Creí que mi abuelo también se había corrido, pero no era así. De todas formas, no era asunto mío. Poco a poco, comencé a bombear en aquel glorioso coño. El placer fue sencillamente indescriptible, aquella mujer estaba creada para amar.
Su vagina apretaba con fuerza sobre mi miembro, que la horadaba sin compasión. Mi vientre palmeaba contra su trasero, produciendo un aplauso de lo más erótico, que se mezclaba con los chupetones, gemidos y suspiros que llenaban el cuarto. Mi tía movía también las caderas, aumentando el rozamiento, el placer, mientras sus labios subían y bajaban sobre la verga de mi abuelo.
De pronto, su cuerpo se tensó otra vez, estaba teniendo un segundo orgasmo muy cercano al primero. Aquello me excitó todavía más, por lo que aceleré el ritmo, cosa que mi tía agradeció a juzgar por la subida del volumen de sus gemidos.
Estuvimos así cerca de dos minutos, cuando tía Laura, increíblemente, se corrió por tercera vez, sólo que esta vez mi abuelo la acompañó. Eyaculó dentro de su boca. Mi tía, sorprendida, la extrajo de su garganta, empuñándola con la mano. Espesos pegotes de semen salían de su boca, cayendo sobre la cama, mientras la polla de mi abuelo expulsaba los últimos disparos, que iban a impactar contra ella, alcanzándola en la cara, en el cuello, en el pelo.
Yo aún aguanté unos instantes más y cuando noté que iba a entrar en erupción, se la saqué de dentro y me corrí sobre su culo, sus muslos y su espalda. Tía Laura se derrumbó de bruces sobre la cama y yo junto a ella. Estábamos los tres exhaustos, agotados, pero yo no quería que aquello acabara. Y no fue así.
Minutos después, mi tía se incorporó en la cama, poniéndose de rodillas.

 

Sois maravillosos – nos dijo.
Tú mucho más – respondí yo mientras mi abuelo asentía.

 

El hecho de verla allí, sobre la cama, desnuda, empapada de sudor y de semen hizo que mi miembro comenzara a reaccionar. Mi tía se dio cuenta y se inclinó sobre mí, comenzando a darme lametones en el pene. Éste poco a poco fue recuperando fuerzas y enseguida mi tía estaba haciéndome una decidida mamada. Yo miré a mi abuelo y vi que su polla era diestramente masajeada por la mano derecha de tía Laura, con lo que poco a poco iba recuperando también su vigor.
Cuando las dos estuvieron listas, mi tía cesó en sus actividades, volviendo a incorporarse en la cama. Mi polla protestó por aquello, pero mi tía no pensaba dejarnos así.

 

Papá, túmbate – dijo echándose hacia mi lado.

 

Mi abuelo se tumbó boca arriba en el centro del colchón. Mi tía pasó una pierna sobre él, quedando a horcajadas sobre su regazo. Se inclinó hacia delante y lo besó con pasión.

 

Métemela – dijo después.

 

Mi abuelo, con destreza, colocó la punta de su cipote en la entrada de la lujuriosa cueva, y su dueña se dejó caer de golpe, empalándose por completo.

 

¡AAAHHHH! – la exclamación de ambos fue simultánea.

 

Mi tía comenzó a mover las caderas lentamente, delante y atrás, hacia los lados. Mi abuelo la dejaba hacer, acariciando sus pechos. Yo, caliente, llevé una mano hasta mi miembro y empecé a pajearlo despacio, pues pensaba que me tocaba esperar.

 

Shisssst. Quieto – susurró mi tía apartando mi mano con las suyas – Deja que te la ensalive bien.

 

Tirando de mi miembro, hizo que me arrodillara junto a ella, de forma que mi polla quedó junto a su rostro. Entonces, se lo introdujo en la boca, reanudando la mamada. Yo apoyé las manos en su cabeza, dedicándome a disfrutar.
El ritmo de sus caderas era muy lento, era como si no estuviera realmente follando, sino sólo estimulando. Lo mismo podía decirse de la mamada que me hacía, usaba sólo sus labios y enseguida noté mucha humedad sobre mi polla. Entonces, la sacó de su boca y me susurró:

 

Ve detrás.

 

Yo, instintivamente, supe lo que ella deseaba. Volví a colocarme en su culo y separé sus nalgas. Podía ver la polla de mi abuelo penetrándola lentamente, pero mi objetivo era otro. Busqué su ano y comencé a rozarlo con la lengua, humedeciéndolo bien. Poco a poco, introduje un dedo en su interior, metiéndolo y sacándolo. Poco después penetré su ano con un segundo dedo y al momento, con un tercero. Seguí estimulándola lentamente, tratando de separar mis dedos un poco, para dilatarla. Ella gemía seductoramente:

 

Sí, asíiiii – siseaba.

 

Decidí que ya estaba lista. Como quiera que su saliva se había secado un poco sobre mi polla, llevé mi mano libre a su coño, empapándola bien y después me la pasé sobre el tronco, lubricándolo.
Por fin, me arrodillé tras ella. Al sacar los dedos, su ano quedó algo dilatado, así que apunté bien mi glande y empujé. Ella gritó, no sé si de placer o de dolor. Sólo la punta de mi cipote había penetrado, pero yo me paré, pues no sabía si le había hecho daño.

 

¿Te duele? – pregunté.
¡SÍ! ¡Pero no te pares! – me increpó ella.

 

De acuerdo, si eso era lo que quería… Agarré bien sus caderas con mis manos, y fui empujando lentamente. Mi polla iba desapareciendo poco a poco en su culo, estaba apretadísimo, era muy diferente a un coño. Se notaba que esa vía no era tan habitual, por lo estrecha que era.
Vi que ella se abrazaba con fuerza a mi abuelo, con los ojos muy cerrados, los dientes apretados en un rictus de dolor. Sus manos estaban entrelazadas con las de mi abuelo, agarrándolas tan fuertemente que sus nudillos se veían blancos. Pensé en detenerme, pero como ella no decía nada, decidí que lo mejor era terminar cuanto antes, así que de un empellón se la enterré hasta el fondo.

 

¡UAHHHH! ¡DIOSSSSS! ¡ME ROMPES! ¡NOOOO!

 

 
Yo, asustado, empecé a sacarla, pero ella no me dejó.

 

¡No, no la saques, por favor! – exclamó llevando sus brazos hacia atrás y sujetando mi culo.
¿Seguro?, pero si te duele.
¡Sí! Pero es taaaan bueeeno – dijo derrumbándose sobre el pecho de mi abuelo.

 

Así que volví a enterrársela de golpe.

 

¡UAAAHHH! ¡SÍIIIII! ¡SÍIIIIIIIII!

 

Noté claramente que experimentaba un nuevo orgasmo. Sus flujos brotaban de su coño, empapando los muslos de mi abuelo y las sábanas.
Tras correrse, se quedó muy quieta, echada sobre mi abuelo. Yo no me atrevía ni a moverme, para no hacerle daño. La verdad es que yo estaba en la gloria, su culo apretaba fuertemente sobre mi miembro, podía incluso sentir la verga de mi abuelo presionando contra la mía, como si sólo las separase una fina pared.
Por fin, mi tía pareció reaccionar y comenzó un suave vaivén con las caderas. Yo, animado, comencé a penetrarla despacito, con delicadeza. Entonces, me di cuenta de que había sangrado un poco por el ano. Asustado, se lo dije:

 

No te preocupes mi amor – dijo suspirando – es normal cuando te desvirgan.

 

¡Era la primera vez que la sodomizaban! ¡Yo era el primero! Aquello me llenó de inexplicable orgullo, así que empecé a embestir con más fuerza. Mi tía se lo pasaba cada vez mejor, parecía que el dolor había quedado ya muy atrás.

 

¡Así! ¡Así! Muy bien mi niño. ¡Vamos papá!

 

El ritmo se incrementaba cada vez más. Creí que me iba a volver loco de placer. Yo gemía, mi abuelo gruñía y mi tía prácticamente berreaba.

 

¡DIOS! ¡DIOS! – repetía.

 

De pronto mi abuelo gritó:

 

¡Quita! ¡Quita! ¡No puedo más! – tratando de apartarnos.
¡No te pares papá! ¡No pares! – gritó ella.
¡LAURAAA! – chillaba mi abuelo mientras se corría en el interior de su hija.

 

El orgasmo del abuelo pareció precipitar el de mi tía, que chillaba enloquecida.

 

¡Me corro! ¡Me corro! ¡ME CORRO!

 

Al hacerlo, su cuerpo se estremeció, su ano se contrajo, apretando de tal forma mi verga que no pude aguantar más. Eyaculé con violencia en su interior, sentía mi propio semen resbalando sobre mi polla.
Aquellos orgasmos en cadena no dejaron agotados. Nos quedamos así, quietos, unos sobre otros, con los miembros bien enterrados en los orificios de tía Laura mientras iban perdiendo volumen.
Finalmente, me dejé caer a un lado, sacando mi cansado pene de su interior. De su ano brotó mi esperma, ahora que ya nada se lo impedía. Sobre las sábanas quedó una mancha de semen, sangre y una sustancia oscura en la que prefiero no pensar.
Mi tía también descabalgó a su padre, quedando tumbada entre los dos. Se incorporó lentamente y nos besó en los labios, primero a uno y después al otro.

 

Os quiero – dijo, mientras sus pechos subían y bajaban por su respiración entrecortada. Estaba simplemente hermosa.
Y yo a ti – dijimos nosotros al unísono, llevando cada uno una mano a aquellos lujuriosos senos, acariciándolos con ternura.

 

Por fin, se tumbó entre nosotros, pasando sus brazos bajo nuestros cuellos, abrazándonos a ambos. Yo me puse de lado, pasando una pierna por encima de la suya, de forma que mi miembro reposara contra su muslo. Mi cabeza descansó sobre su pecho.

 

Buenas noches tía Laura.
A partir de ahora llámame sólo Laura – dijo ella besándome en el pelo.
De acuerdo. ¡Laura! – dije con dulzura.

 

Mi abuelo no dijo nada…
No sé cómo lo hicieron, pero lo cierto es que a la mañana siguiente amanecí en mi propia cama, completamente desnudo bajo las sábanas.
Continuará.
TALIBOS
 
Si deseas enviarme tus opiniones, envíame un E-Mail a:

ernestalibos@hotmail.com

 
 
¡SEGURO QUE TE GUSTARÁ!

 

¿Me darías un azote? LIBRO PARA DESCARGAR (POR GOLFO)

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 Sinopsis:

A raíz de una película, el protagonista descubre que su compañera tiene entre sus fantasias el sentirse dominada. Aunque en un principio se escandaliza, poco a poco se deja contagiar por el morbo de ser su dueño y a través de el sexo, su relación se consolida y juntos descubren sus límites.

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Para que podías echarle un vistazo, os anexo el primer capítulo:

Capítulo 1

 

« ¿Me darías un azote?».

No creo que exista ningún hombre que no se haya imaginado alguna vez que una mujer le hiciera esa pregunta. Todos sin distinción, deseamos experimentar nuevos horizontes sexuales. Pienso que es difícil encontrar a alguien que no haya barajado saber que se siente teniendo atada en su cama a una persona del sexo opuesto. Pero como casi todas las fantasías, o bien nos ha dado miedo el realizarla o bien no hemos encontrado con quien hacerla realidad.

Hasta hace seis meses, yo era uno de esos. Aunque se me había pasado por la cabeza el intentarlo, sabía que era un sueño casi imposible de cumplir. El que encima fuera Susana quien me lo preguntara, no entraba ni en mis más descabelladas utopías. Las razones son muchas, en primer lugar porque por entonces tenía novia y esa rubia además de ser mi compañera de piso, era pareja de un buen amigo, pero lo que más inverosímil lo hacía era que esa mujer es un bombón espectacular mientras que yo soy un tipo del montón.

Ya de por sí, que viviera con  esa rubia se debía a un cúmulo de casualidades. Todavía recuerdo cómo llegamos a compartir ese apartamento y sigo sin creérmelo. En septiembre de hace dos años, el muchacho que era mi compañero suspendió todas y sus padres le hicieron volver a su ciudad, dejándome tirado y por mucho que busqué alguien con el que dividir el alquiler, me resultó imposible.  Estaba tan desesperado que me planteé volver a un colegio mayor o irme a otro más alejado de la universidad. La casualidad hizo que a la novia de Manel, un chaval de Barcelona, una semana antes de empezar las clases el piso de al lado donde vivía se incendiara y dejara hecho cenizas todo el edificio.

Cuando me enteré y dejé caer a mi amigo, que me sobraba un habitación. La verdad es que nunca creí que ni siquiera se lo planteara pero ese culé, no solo vio la oportunidad de que su chica se ahorrara unos euros sino que al ser yo,  no pondría inconveniente en que él se quedara en casa las noches que quisiera. Por lo visto, me reconoció que había tenido problemas con las compañeras de Susana porque no veían bien la presencia de un hombre en un piso habitado solo por mujeres.

Como a mí, eso me daba igual, le insistí en que se lo preguntara en ese momento porque me urgía dar una solución a mi precaria economía. Lo cierto es que cogiendo el teléfono, la llamó y en menos de cinco minutos, la convenció de venirse a vivir a mi apartamento. Como comprenderéis no me importó que ese cabrón me cobrara el favor pidiendo dos copas porque los veinte euros que me gasté valieron la pena por los que me ahorraría teniéndola a ella. Lo que ni mi amigo el catalán ni yo imaginamos mientras nos la bebíamos era las consecuencias que su presencia tendría en nuestros mutuos noviazgos.

Os anticipo que mi novia me dejó y al él lo mandaron a volar.

Susana llega a casa.

Como nunca había vivido con ninguna mujer que no fuera mi madre, pensé que iba a resultar más difícil de lo que fue y eso que no pudo empezar peor, porque la que entonces era mi novia me montó un escándalo cuando se enteró:

― No me parece bien que esa tipa se quede en tu casa―  me dijo María al conocer de que iba a ser mi nueva compañera.

― Si no la conoces, además es la novia de Manel―  dije tratando de que no me jodiera el trato.

Tras más de una hora discutiendo, aceptó pero a regañadientes y eso que no la advertí de que Susana era un maravilloso ejemplar de su sexo. Sé que si se lo hubiera dicho, nunca hubiera cedido y pensando que cuando la conociera y se diera cuenta de lo enamorada que estaba de mi amigo, cambiaría de opinión, se lo oculté

Lo cierto es que aunque el día que la vio por primera vez, se volvió a enfadar, gracias al comportamiento afable de la muchacha y a la continua presencia de su novio en la casa, su cabreo no fue a más y al cabo de una semana, ya eran amigas.

Para mí, no fue tan sencillo. Aunque Susana desde el primer día se mostró como una persona ordenada y dispuesta y nunca tuve queja de ella, os tengo que confesar que por su belleza empezó a ser protagonista frecuente de mis sueños. La perfección de su rostro pero sobre todo los enormes pechos que esa cría lucía, se volvieron habituales en mis oníricas fantasías. Noche tras noche, saber que esa preciosidad dormía en la puerta de al lado, hizo que su culo y sus piernas se introdujeran a hurtadillas en mi mente y que olvidándome de María y de Manel, soñara con que algún día sería mía.

Si lo que os imagináis es que el roce la hizo descuidarse y que un día la pillé o me pilló en bolas, os equivocáis. Como teníamos dos baños, nunca tuve ocasión de que ocurriera y es más, esa chavala siempre salía perfectamente arreglada de su habitación.  Durante los primeros seis meses en los que convivimos, nunca la vi en pijama o en camisón. Cuando ponía el pie fuera de sus aposentos, ya salía pintada, vestida y lista para salir a la calle. Curiosamente, su costumbre cambió incluso mis hábitos porque no queriendo parecer un patán, adopté yo también ese comportamiento, llegando al extremo de siempre afeitarme antes de desayunar.

Por lo demás, Susana era perfecta. Educada, simpática y ordenada hasta el exceso, hizo que mi piso que antaño cuando convivía con hombres era un estercolero, pudiese pasar incluso la inspección de la madre más sargento. Ni un papel tirado en el suelo, ni una mota de polvo en los muebles e incluso mejoró sensiblemente mi alimentación   porque una vez repartidas las funciones, se cumplieron a rajatabla y como ella se pidió la cocina, no tardé en comprobar lo buena cocinera que era.

Su comportamiento, tal como prometí sin creerlo, derribó las suspicacias de María y se hicieron íntimas enseguida, de forma que al cabo de un mes era raro el fin de semana que no salíamos juntos a tomar una copa. Mientras eso ocurría, poco a poco me fui encoñando con ella:

« No puede ser tan perfecta», me decía una y otra vez buscando un defecto o fallo que la bajara del altar al que la había elevado. Estudiante modélica, culta, graciosa y bella. Era tal mi obsesión que incluso traté  de hallar infructuosamente en la ropa sucia unas bragas usadas por ella, para al olerlas, su tufo me resultara desagradable.  Limpia y pulcra hasta decir basta, mi compañera de piso lavaba sus braguitas en el lavabo antes de llevarlas a la lavadora.

A lo que si me llevó esa búsqueda, fue a comprobar que bajo su discreta vestimenta, Susana usaba unos tangas tan minúsculos que solo con imaginármela con ellos puestos, me excitara hasta el extremo de tener que encerrarme en mi cuarto a dar rienda suelta a mi lujuria.

Aprovechando un día que había salido con su novio, me metí en su cuarto y tras revisar su ropa interior, elegí el tanga más sexi que encontré y tumbándome en mi cama, me lo puse de antifaz. De esa ridícula manera y mientras aspiraba el aroma a suavizante, me imaginé que la hacía mía.

En mi mente, Susana llegaba borracha y caliente a nuestra casa. Olvidándose de Manel, se ponía uno de los sensuales camisones que había descubierto en sus cajones y se acercaba a mi cuarto. Sin pedirme permiso, se acurrucaba a mi lado mientras me decía si estaba despierto. Os parecerá raro pero incluso en mi sueño esa mujer me imponía y en vez de saltar sobre ella, me hice el dormido.

Dejando correr mi imaginación, la vi desabrochando mi pijama y bajando por mi pecho, sacar de su encierro mi pene. En mi mente, con su  boca fue absorbiendo toda mi virilidad mientras con sus dedos acariciaba mis testículos.

― Despierta que te necesito―  me susurró al oído buscando que me excitara.

No le hizo falta nada más para que mi sexo alcanzara su máximo tamaño, tras lo cual, recorriendo con la lengua mi glande, la exploró meticulosamente. Tan perfeccionista como en la vida real, lamió mi talle  estudiando cada centímetro de su piel. Ya convencida de conocerlo al detalle, abrió los labios y usando su boca como si de una vagina se tratara, se lo introdujo hasta la garganta.

« ¡Qué maravilla!», pensé al soñar que sus labios llegaban a tocar la base de mi órgano.

Sin darme tiempo a reaccionar, esa rubia empezó a sacarlo y a meterlo en su interior hasta que sintió que lo tenía suficientemente duro. Entonces  se sentó a horcajadas sobre mí, empalándose lentamente. Fue tanta su lentitud al hacerlo, que pude percatarme de cómo mi extensión iba rozando y superando cada uno de sus pliegues. Su cueva me recibió empapada, pero deliciosamente estrecha, de manera que sus músculos envolvieron mi tallo, presionándolo. No cejó hasta que la cabeza de mi glande tropezó con la pared de su vagina y mis huevos acariciaban su trasero. Olvidándome de que en teoría estaba dormido, la sonreí.

Al verme despierto, se empezó a mover lentamente sobre mí, y llevando mis manos a sus pechos me pidió por gestos que los estrujara. En mi sueño, Susana no dejaba de gemir en silencio al moverse. Sus manos, en cambio, me exigían que apretara su cuerpo. No me hice de rogar, y apoderándome de sus pezones, los empecé a pellizcar entre mis dedos. La ficticia rubia gimió al sentir como los torturaba, estirándolos cruelmente para llevarlos a mi boca.

Y gritó su excitación nada más notar a mi lengua jugueteando con su aureola. La niña perfecta  había desaparecido totalmente, y en su lugar apareció una hembra ansiosa de ser tomada que, restregando su cuerpo contra el mío, intentaba incrementar su calentura.

Al darme cuenta que mi fantasía no se ajustaba a la realidad, intenté reconducir y que su personaje fuera más tierno pero mi mente decidió ir por otros caminos y me vi con mis dientes mordiendo sus pechos. Su berrido fue impresionante pero más aún sentir como su coño se anegaba. Sin poder aguantar mucho más, y apoyando mis manos en sus hombros forcé mi penetración, mientras me licuaba en su interior.

Mientras  mi pene se vaciaba en su cueva,  me di cuenta de la hora y temiendo que Susana volviera, devolví su tanga al cajón sin dejar de saber que volvería a usarlo.

Una película trastocó a Susana

La tranquilidad con la que ambos llevábamos el compartir piso sin ser pareja se rompió por el motivo más absurdo. Un sábado en la noche, los dos con nuestras respectivas parejas nos quedamos en casa para ver una película que trajo Manel. El novio  sin saber que acarrearía esa decisión fue a un videoclub y alquiló “la secretaria”, una cinta que narraba la truculenta historia de Lee: Una chica peculiar que cuando se siente superada por los acontecimientos se relaja auto agrediéndose. Tras excederse en uno de los castigos que se inflige a sí misma, pasa algún tiempo en una clínica psiquiátrica.

Si ya de por sí ese argumento no era precisamente romántico, a su salida, consigue un trabajo en un despacho de abogado y su jefe resultó ser al menos tan especial como ella y ante sus fallos la regaña de una forma humillante.

Acabábamos de empezar a ver que la joven descubre en ello una forma de placer muy superior a sus autoagresiones cuando tanto mi novia como mi amigo nos pidieron que dejáramos de verla porque era demasiado dura. Tanto Susana como yo, al principio nos negamos pero ante la insistencia de nuestras parejas tuvimos que ceder y salir a tomar unas copas.

Esa noche al volver a casa fue la primera vez que oí sus gritos al hacer el amor con su novio. Sin todavía adivinar el motivo, mi rubia compañera no se contuvo y con tremendos alaridos de placer, amenizó mi noche.

― ¿Qué le ocurre a esta?―  preguntó María destornillándose de risa al escuchar la serie de orgasmos con las que nos regaló: ― ¡Nunca gritaba!

Por mi parte, tengo que confesar que sus berridos me calentaron aún más y deseé ser yo, quien estuviera entre sus piernas.

A la mañana siguiente, la casualidad hizo que Maria y Manel se tuvieran que ir temprano. Por eso, Susana y yo comimos juntos en comandita sin que nadie nos molestara. Fue en el postre cuando tomándola el pelo, le conté que la había escuchado a través de las paredes. Muerta de vergüenza, me pidió perdón. Habiendo obtenido carnaza, decidí no soltar la presa y por eso le pregunté que le había pasado. 

― No lo sé―  contestó –quizás esa película me afectó más de lo que creía.

Como había visto que su novio se la había dejado olvidada, le pregunté:

― ¿Te parece que al terminar de comer, la veamos?

Aunque se hizo de rogar, adiviné por su mirada que le apetecía y por eso, después de recoger los platos, no la di opción y la puse en el DVD. Si bien habíamos visto los primeros veinte minutos, decidí ponerla desde el principio. Nada más empezar, Susana se acomodó en el sofá y  se concentró de tal forma viéndola que pude observarla sin que ella se diera cuenta.

« Dios, ¡está excitada!», exclamé mentalmente al percatarme de los dos bultos que aparecieron bajo su blusa.

En contra toda mi experiencia anterior con ella, descubrí en su mirada un brillo especial que no me pasó inadvertido y olvidándome de la película, me quedé observando su comportamiento al ver que los protagonistas empiezan a rebasar los límites de lo profesional. Cuando en la cinta, el jefe, enfadado, llama a la muchacha a su despacho para reprenderla, la vi morderse los labios y cuando, ese tipo la ordena inclinarse sobre la mesa y comienza a leer la carta, propinándole un sonoro azote por cada error, alucinado, la observé removerse inquieta en su asiento.

« No puede ser», pensé al darme cuenta de que esa cría tan perfecta estaba pasando un mal rato intentando que no advirtiera su calentura.

Lo peor o lo mejor según se mire, todavía no había llegado porque Susana se quedó con la boca abierta cuando la muchacha, al llegar a casa, echa de menos las palizas de su jefe y se golpea a sí misma con un cepillo. Os reconozco que al verla, me contagié de su excitación y tuve que tapar mi erección con una manta. Lo creáis o no, esa rubia que nunca había dado un escándalo no pudo retirar su mirada de la tele mientras la actriz y el actor incrementaban su relación de dominación y sumisión con un fervor casi religioso y ya al final cuando tras una serie de vicisitudes, se quedan juntos, como si hubiera visto una película romanticona, ¡lloró!

― ¿Te sientes bien?―  tuve que preguntar al ver las lágrimas de sus ojos.

Pero Susana en vez de contestar, salió corriendo y se encerró en su cuarto, dejándome perplejo por su comportamiento. Tras la puerta, escuché que seguía llorando y sin comprender su actitud, la dejé que se explayara sin acudir a consolarla. En ese momento no lo supe pero mi compañera al ver esa película, sintió que algo se rompía en su interior al descubrir lo mucho que le atraía esa sexualidad. Su educación tradicional no podía aceptar que disfrutara viendo la sumisión de la protagonista.

Pensando que se calmaría, la dejé sola en casa y me fui a dar una vuelta con mi novia. Como era domingo y al día siguiente teníamos clase, llegué temprano a nuestro apartamento. No me esperaba encontrarme con mi amiga y menos verla tumbada en el salón viendo nuevamente esa cinta. Cuando la saludé estaba tan concentrada en la tele que ni siquiera me devolvió el saludo. Extrañado, no dije nada y me fui a la cocina a preparar una ensalada para la cena.

Al cabo de diez minutos, habiéndola aliñado, volví al salón y me puse a poner la mesa. Aunque siempre Susana me ayudaba a colocar los platos, en esta ocasión siguió pegada a la pantalla.

« ¡Qué cosa más rara!», pensé mientras acomodaba el mantel, « ¡Le ha pegado fuerte!». 

Con la mesa ya puesta, esperé a que terminara el film. Fue entonces cuando mi compañera advirtió mi presencia y se levantó a ayudarme. Reconozco que cuando observé que tenía las mejillas coloradas, supuse que estaba sonrojada por que la hubiese pillado viéndola nuevamente y no como luego supe por la calentura que sentía en todo su cuerpo.

Mientras cenábamos, se mantuvo extrañamente callada y al terminar, me pidió si podía yo ocuparme de los platos porque se sentía mal. Como siempre ella se ocupaba de todo, le dije que no se preocupara. Susana al oírme, sonrió y directamente se encerró en su cuarto. Todavía en la inopia, metí todo en el lavavajillas y me fui a acostar.

Nada más cerrar la puerta de mi habitación, escuché a través de la pared, unos gemidos callados que si bien en un principio, los adjudiqué a su supuesto malestar, al irse elevando la intensidad y la frecuencia de los mismos, comprendí que su origen era otro:

« ¡Se está masturbando!».

La certeza de que ese bombón estaba dando rienda suelta a su lujuria, me excitó a mí también y aunque resulte embarazoso, os tengo que reconocer que pegué mi oído a la pared y sacando mi pene, me hice una paja con sus berridos como inspiración. Si pensaba al escucharla llegar al orgasmo que esa sinfonía había acabado, me equivoqué por que al cabo de un pequeño rato, escuché que la rubia reiniciaba sus toqueteos.

« ¡Ahí va otra vez!», me dije al oírla e imitándola llevé mi mano a mi entrepierna para disfrutar de sus suspiros.

Sin llegarme a creer que lo que estaba ocurriendo, acompasé mis movimientos con los que alcanzaba a distinguir del cuarto de al lado. Increíblemente, Susana bajando del altar en la que la había colocado, gritaba de placer con autenticó frenesí. Mi segunda eyaculación coincidió con unos sonidos secos que no me costó reconocer:

« ¡Son azotes!», advertí.

Ese descubrimiento fue la gota que colmó mi vaso y derramando mi placer sobre las sábanas de mi cama, obtuve mi dosis de placer imaginado que era yo quien se los daba. Francamente alucinado, fui testigo de que esa serie de azotes se prolongaron unos minutos más y de que solo cesaron cuando pegando un auténtico alarido, esa intachable niña se corrió.  Tras lo cual, sus gemidos fueron sustituidos por un llanto que me confirmó su sufrimiento.

Con sus lloriqueos como música ambiente, intenté dormir pero me resultó difícil ya que su dolor me afectó y compartiendo su dolor, supe que aunque fuera una locura estaba enamorado de ella.

« ¡Su novio es mi amigo!», sentencié y ratificando mis pensamientos, decidí que jamás contaría a nadie lo que había descubierto esa noche. Esa decisión me sirvió para conciliar el sueño y con la cabeza tapada por la almohada para no escucharla, me dormí.

Susana se deja llevar por su descubrimiento.

A la mañana siguiente, mi compañera se quedó dormida. Aunque eso no era típico de ella, vacilé antes de despertarla. Dudé si hacerlo pero recordando que cuando eso había ocurrido al revés, ella había tocado a mi puerta, decidí imitarla. Con los nudillos toqué en la suya. A la primera, escuché que se levantaba y todavía medio atontada, me abrió preguntándome qué hora era. Tardé en responderla porque esa fue la primera vez que la vi despeinada.  Os reconozco que me quedé absorto contemplando sus pechos a través de la translucida tela de su camisón, afortunadamente su propio sopor le impidió darse cuenta la forma tan obsesiva con la que mis ojos acariciaron su anatomía y tras unos segundos, la respondí riendo:

― Son la ocho, ¡vaga! Tienes el desayuno preparado, daté prisa y te llevo a clase.

Con su rostro trasluciendo una inmensa tristeza, me dijo que no la esperara porque no iba a ir a la universidad. No le pregunté la razón y despidiéndome de ella con un beso en la mejilla, la dejé sola con su sufrimiento. Ya en el ascensor, su aroma seguía presente en mi mente y estuve a punto de rehacer mis pasos para hacerle compañía pero supe que debía de pasar ese trago en soledad. Molesto y preocupado, salí rumbo a clase mientras una parte de mí se quedaba con ella.

Sobre las doce, la llamé a ver como seguía y al no contestarme, decidí volver a casa. Aunque no fue mi intención sorprenderla, al llegar abrí la puerta con cuidado. Desde el recibidor, escuché que la tele estaba puesta y al asomarme me encontré con Susana desnuda viendo por tercera vez la jodida película mientras con sus manos entre las piernas, se masturbaba con ardor.  Os parecerá extraño pero al descubrir a esa mujer que tanto había soñado con ella en esa situación, lejos de ponerme cachondo, me preocupó y no queriendo hacerla sufrir, di la vuelta y en silencio, me fui del piso.

Necesitaba airearme y por eso deambulé sin rumbo fijo hasta la hora de comer, mientras intentaba asimilar lo ocurrido y buscaba qué hacer.

― ¡Susana necesita ayuda!―  comprendí.

El problema era como hacerlo. No podía llegar y decirle de frente que sabía lo que ocurría y menos contárselo a su novio. Si lo hacía tenía claro que no solo perdería un amigo sino también a la persona con la que compartía el alquiler y por eso, zanjé el tema decidiendo darle tiempo al pensar que se le pasaría. 

Al volver al apartamento, llamé primero para avisarle que llegaba porque no quería volver a encontrarla en una posición incómoda. Supe que había hecho lo correcto porque reconocí a través del teléfono que Susana no estaba lista y por eso tardé unos quince minutos en subir del portal.

Entrando en la casa, saludé desde el recibidor antes de atreverme a pasar. Al no obtener respuesta, pasé al salón y me lo encontré desordenado. Sin decir nada, recogí la taza y los restos de su desayuno pero al pasar por delante de su puerta y ver que ni siquiera había hecho la cama, entendí que el asunto era serio y que mi compañera seguía igual. 

― Tengo que sacarla a comer, no puede quedarse encerrada―  dije entre dientes apesadumbrado.

Justo en ese momento, salió del baño Susana y al verla, fortalecí mi decisión: ¡Seguía en camisón!

Haciendo como si no tuviese importancia, me reí y le dije que se fuera a vestir porque quería invitarla a un restaurante. Al principio la rubia intentó negarse pero entonces, y os juro por lo más sagrado que no fue mi intención, jugando con ella le di un azote en su trasero azuzándola a obedecer.  Su reacción me dejó pálido, pegando un aullido, se acarició la nalga en la que había soportado esa ruda caricia y sonriendo, me pidió cinco minutos para hacerlo.

« ¡Pero que he hecho!», maldije totalmente confundido.

Estaba todavía reconcomiéndome por lo sucedido cuando mi compañera salió. La Susana que apareció no fue la depresiva de las últimas veinticuatro horas sino la alegre muchacha que tan bien conocía por lo que olvidando el tema, la cogí del brazo y la llevé a comer.

La comida resultó un éxito porque mi compañera se comportó divertida y atenta, riéndome las gracias e incluso permitiéndose soltar un par de bromas respecto a Manel, su novio. Muerta de risa, se quejó de lo serio y tradicional que era. Como el ambiente era de guasa, no advertí la crítica que estaba haciendo de su pareja ni que escondía un trasfondo de disgusto por no comprenderla.

Como había quedado en pasar por María, me despedí de ella en la puerta del restaurante, ya tranquilo. Creía firmemente que su mal rato se le había pasado  y por eso, no me preocupó dejarla sola. Lo cierto es que cuando ya estaba con mi novia, me entraron las dudas y disimulando en el baño, la llamé para ver como seguía. Susana me respondió a la primera pero justo cuando ya la iba a colgar, me dijo que llegara pronto a casa porque había alquilado una película. Os juro que al escucharla se me pusieron los pelos de punta y tartamudeando le pregunté si Manel iba a acompañarnos.

Su respuesta me dejó aterrorizado porque bajando el tono de su voz, me respondió:

― No porque no creo que le guste.

No me atreví a insistir y averiguar el título de la misma, en vez de ello, le prometí que llegaría pronto y casi temblando, volví a la mesa donde María me esperaba. Mi novia se olió que me ocurría algo pero aunque quiso saber el qué, desviando el tema, no se lo dije.

¡No podía contarle lo que sabía de mi compañera de piso! Por eso el resto de la tarde fue un auténtico suplicio porque aunque físicamente estaba con mi novia, la realidad es que mi mente estaba en otro lado. Deseando pero temiendo a la vez, lo que me encontraría al llegar a casa, me hice el cansado para dejarla rápido en su casa. Admito que en el camino, estaba nervioso y dando vueltas continuamente a aquello. En mi mente las preguntas se me amontonaban:

« ¿Qué película será? ¿Por qué quiere verla conmigo? ¿Cómo debo actuar?…».

Si ya eso era suficiente motivo para estar acojonado, mi turbación se vio incrementada cuando al entrar en casa me encontré con que Susana no solo había preparado una cena por todo lo alto sino que había movido los muebles del salón para que desde los dos sillones orejeros pudiéramos ver la tele como si en un cine se tratara.

        ― ¿Y esto?―  pregunté al ver el montaje.     

Con una sonrisa en los labios, me contestó:

         ― Quería que estuviésemos cómodos.

Fue entonces cuando me percaté en un detalle que me había pasado inadvertido, mi compañera de piso obviando su tradicional modo de vestir, se había puesto un jersey rosa súper pegado y unos pantalones de cuero negro, tan ajustados que marcaban a la perfección los labios de su sexo.

« ¡Viene vestida para matar!», me dije al admirar su vestimenta y con sigilo, quedarme observando la sensualidad de sus movimientos. Contra lo que era su costumbre, esa mujer se movía con una lentitud que realzaba su belleza dotándola de una femineidad desbordante. Si ya de por si esa mujer era impresionante, en ese papel, era un diosa.

« ¡Qué buena está!», pensé mientras admiraba su culo al caminar. Como si fuera la primera vez que lo contemplaba, me quedé entusiasmado con su forma de corazón y relamiéndome, comprendí estudiando la segunda piel, que eran esos pantalones, que era imposible que llevara ropa interior. Admito que me puso verraco y tratando de no evidenciar el bulto bajo mi bragueta, me senté a la mesa.

Sé a ciencia cierta que se dio cuenta porque sus ojos no pudieron reprimir su sorpresa al ver mi erección, pero no dijo nada y con una sonrisa en sus labios, me preguntó si quería algo de vino. Antes de que la contestara, sirvió mi copa y al hacerlo, dejó que sus senos rozaran mi espalda. Sin entender su actitud pero completamente excitado, soporté ese breve gesto con entereza, porque aunque lo que me apeteció en ese instante fue saltar sobre ella y follármela sin más, me quedé callado en mi asiento.

« ¿A que juega?», me pregunté al sentir que estaba tonteando conmigo, no en vano esa preciosidad era la novia de un amigo. Durante la cena pero sobre todo al terminar, no me pasó inadvertido otro sutil cambio que experimentó Susana. ¡Sus ganas de agradar rayaban la sumisión! Un ejemplo de lo que hablo fue que cuando acabamos, se negó a que la ayudara a recoger los platos. Si eso ya era raro, más lo fue cuando estando en la butaca sentado, llegó ella y para ponerme la copa, se arrodilló junto a mí. Tengo que confesar que aunque me puso como una moto, pensé que estaba jugando y por eso de muy mala leche, le pedí que se dejara de tonterías y pusiera la película. 

Susana, al oír mi tono seco, reaccionó entornando los ojos con satisfacción y levantándose del suelo me obedeció. Tras lo cual y mientras empezaba los tráileres de promoción, se acurrucó en la otra butaca tapándose con una manta.

« ¿Por qué se tapa? ¡Si hace un calor endemoniado!» me dije, pero entonces la película empezó y nada más ver la primera escena, supe cuál era: « ¡Ha elegido El Juez!».

Mi sorpresa fue total porque aunque me esperaba y temía una película algo fuerte, nunca creí que fuera esa la que eligiera. Tratando de recordar el argumento de esa producción belga, palidecí  al acordarme porque era la historia de un juicio al que someten a un juez, cuyo único delito es que su mujer le confiesa décadas atrás que deseaba experimentar lo que se siente en una relación sadomasoquista y le convence de probar. El pobre tipo es reacio en un principio pero como no quiere perderla, termina cediendo y juntos se lanzan a una vorágine de azotes y castigos que me impresionó cuando la vi con dieciocho años.

Pensando que se había equivocado, le pregunté:

― ¿Sabes de qué va?

― Sí y ¡Nos va a encantar!

Su respuesta prolongó mis dudas. No me entraba en la cabeza que hubiese seleccionado a propósito una cinta tan dura pero además ese “NOS VA A ENCANTAR”, significaba que compartía de algún modo su nuevo gusto por ese tipo de sexo.  Aunque alguna vez había fantaseado con ello, la dominación era algo que no me atraía y menos aún la sumisión.

Llevaba apenas cinco minutos puesta cuando mirando a Susana, advertí que se estaba empezando a excitar:

« Y solo acaba de empezar», mascullé entre dientes al ver que bajo su jersey dos pequeños montículos eran una señal evidente de su calentura. Intrigado hasta donde llegaría, me olvidé de la película y me concentré en observar a mi compañera. Con curiosidad morbosa, me fijé en que el sudor había hecho su aparición en su frente al escuchar a la protagonista reconocerle a su marido que desde niña había disfrutado con el dolor. Confieso que me sentí como el Juez, un tipo que jamás pensó en practicar ese tipo de sexo y que escandalizado se negó.

La temperatura interior de esa rubia se incrementó brutalmente cuando la actriz convenció a su pareja que la azotara y mordiéndose los labios, me miró diciendo:

― ¿No te da morbo?

No supe que contestar porque aunque lo que ocurría en la tele no me lo daba, verla excitándose a mi lado, sí.

― Mucho―  respondí mintiendo a medias.

Susana sonrió al escuchar mi respuesta y concentrándose nuevamente en la escena, pegó un suave gemido al ver que el juez ataba a su mujer desnuda y con los brazos hacia arriba a un soporte del techo.  Para entonces bajo mi pantalón mi pene me pedía que le hiciera caso pero el corte de que esa mujer me viera, me lo impidió. Si ya me resultaba difícil permanecer sin hacer nada, cuando llegó a mis oídos el sonido de su respiración entrecortada, quedarme quieto me resultó imposible y tuve que acomodar dentro de mi calzón, mi polla.

« ¡Voy a terminar con dolor de huevos!», intuí  al ser incapaz de darle salida a esa lujuria que iba asolando una a una las barreras que mi mente ponía en su camino. Entre tanto, no me cupo duda alguna de que mi compañera también lo estaba pasando mal al ver que  se iba agitando por momentos. Removiéndose en su sillón,  debía de estar luchando una cruenta batalla porque observé que intentando que no advirtiera su excitación, la rubia juntó sus rodillas mientras sus pezones se erizaban cada vez más.

― ¡Dios!―  escuché que susurraba cuando en la pantalla el juez cogía una fusta y daba a su mujer el primer  azote.

Comprendí que mientras su cerebro se debatía sobre si se dejaba llevar, su cuerpo ya le había tomado la delantera porque siguiendo un impulso involuntario, sus muslos se empezaron a frotar uno contra el otro intentando calmar el picor que sentía.  En ese instante para mí, lo que ocurriera en la tele sobraba y como un auténtico voyeur, me quedé fijamente mirando a lo que ocurría a un metro escaso de mí. Me consta que Susana trató de evitar tocarse porque sus manos se aferraron al sillón intentando calmarse.

Pero fue inútil porque para el aquel entonces en la tele, los protagonistas pedían ayuda a un profesional y con su colaboración, empezaba a aprender los rudimentos con los que dar inicio una sesión. Disimulando la vi entrecruzar sus piernas y ladearse hacia la izquierda para dificultar que me diera cuenta de que había llevado una de sus manos hasta sus pechos.

« ¡Se va a masturbar!», pensé en absoluto escandalizado.

Tal y como había previsto, Susana agarró entre sus dedos un pezón cuando el juez hacía lo mismo en la película con el de su mujer, haciendo mi propia excitación insoportable. Mi pene me exigía que lo liberara de su encierro y por eso cogí una manta y me tapé porque no sabía cuánto tiempo iba a aguantar. Mi movimiento no le pasó inadvertido a la muchacha que sonriendo me dijo:

― ¿Verdad que hace frio?

Ni siquiera la contesté porque de cierta manera, mi compañera de piso me estaba dando permiso para pajearme yo también.  Aunque no lo sé a ciencia cierta, creo que fue entonces cuando ella llevó sus dedos a la entrepierna porque vi que realizaba un gesto raro bajo su manta. Mirándola de reojo,  vislumbré sus pechos bajo su jersey y creí morir al descubrir el tamaño que habían adquirido sus areolas mientras una de sus manos lo acariciaba.

Un profundo gemido que escapó de su garganta fue el detonante por el cual me atreví a bajar mi bragueta. Con mi miembro fuera del pantalón, seguía sin poder tocarlo porque quisiera o no, me seguía dando corte pajearme en su presencia. Aun sabiendo que en ese momento Susana tenía sus dedos dentro de las bragas, me parecía incorrecto masturbarme ante la novia de mi amigo y por eso, sufrí como una tortura no caer en la tentación.

Justo cuando en la pantalla, el juez estaba dando una tunda al culo de su mujer, advertí que la espalda de Susana se arqueaba mientras a intervalos irregulares sus piernas se abrían y cerraban bajo la franela, los continuos suspiros que llegaban a mis oídos, me hicieron asumir que en su sexo comenzaba a gestarse una explosión.

Sintiendo que si prolongaba más el suplicio de mi pene, me lanzaría sobre esa mujer, lo cogí y con una mano, empecé a pajearme.  Tan concentrado estaba en la búsqueda de placer que no me percaté que Susana se había corrido y que ya más tranquila, se había dado la vuelta y con sus ojos fijos en mí, me miraba. Ajeno a ser objeto de su examen, con mi extensión bien agarrada, mi muñeca imprimió un ritmo creciente. Todo mi cuerpo necesitaba llegar al orgasmo y por eso, cerré los ojos totalmente abstraído. Esa fue la razón por la que no advertí que mi compañera se mordía los labios mientras mi mano subía y bajaba sin pausa bajo la franela y que tampoco reparara en el brillo de su mirada cuando en silencio derramé mi simiente sobre la misma.

Ya saciado, me relajé y al volver a la realidad, no noté nada raro porque disimulando la muchacha se había puesto a ver la película otra vez.

« Soy un idiota. ¡Me podía haber pillado!», maldije para dentro mientras me cerraba la bragueta y trataba de hacer como si no hubiera pasado nada.

Dos metros más allá, Susana estaba en la gloria al saber que conmigo podría hacer realidad sus fantasías. Su única duda es como lo conseguiría y cuando.  Por mi parte, seguía sin comprender las intenciones de la cría, quizás porque si durante seis meses  ese bombón no me había hecho caso, me costaba asimilar que a raíz de una película lo hiciera.

Al terminar y cuando ya nos íbamos cada uno a su habitación, mi compañera se acercó a mí y sonriendo, me preguntó poniendo su culo en pompa:

― ¿Me darías un azote como “buenas noches”?

Creyendo que era una broma producto de lo que habíamos visto, solté una carcajada y se lo di. Pegando un grito de alegría al sentir mi mano sobre sus nalgas, me dio un beso en la mejilla, diciendo:

― Por hoy, me basta pero mañana quiero más.

Tras lo cual, entró en su cuarto dejándome en mitad del pasillo, totalmente aterrorizado.

 

 

Relato erótico: “A mi novia le gusta mostrar su culito 3” (POR MOSTRATE)

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A mi novia le gusta mostrar su culito. (3)

Hola amigos. Perdonen que hace rato que no les escribo, pero por razones que ustedes se deben imaginar, despues de lo que paso en mi edificio con mi novia nos tuvimos que mudar a otro departamento. Ya todo el mundo se había enterado de la adicción de ella y para mi era muy avergonzante que me pararan por la calle y se ofrecieran para comerle la cola a Marcela. Además Rubén cada vez que la veía se descontrolaba y le manoseaba el culo estuviese donde estuviese y delante de cualquier desconocido sin que ella pudiera hacer nada para impedirlo.

El límite llegó cuando un día que regresaba del trabajo la encontré a mi novia en la casilla de seguridad del edificio apoyada de frente contra una pared y Rubén a su lado levantandole la pollera y exhibiendole la cola a por lo menos 6 o 7 tipos que yo ni conocía. Todos aplaudían y decían barbaridades mientras Ruben le metía mano desesperadamente y Marcela, que cada vez estaba mas atorranta, se dejaba hacer sin decir nada.

– Ahí llega el cornudo del marido, dijo Ruben apenas me vio entrar.

Se hizo un gran silencio, ella me miró, quiso bajarse la pollera, pero Rubén se lo impidio. Todo giraron para mirarme, mientras Ruben continuó:

– Quedese así señora, muestrele a su marido lo puta que es, sabiendo que lo que estaba diciendo la ponía a mil.

Mientras todos reian, la tome de un brazo a Marcela, la saque de ahí y subimos a nuestro departamento, donde en medio de una discusión le hice prometer que nunca más haría exhibiciones si yo no la autorizaba o si no estaba presente. Ella estaba muy acongojada y me confesó que cada vez se sentía con mas ganas de mostrar la cola y que no podía evitar excitarse tan solo con escuchar alguna propuesta o saber que alguien estaba con ganas de tocarsela y comersela.

Luego de charlar un largo rato coincidimos que esto no podía continuar así . Yo le reconocí que me calienta verla mostrar su colita, pero ya todo se había descontrolado y que había que darle un corte.

Fue ahí donde decidimos mudarnos y cambiar de vida. Ella prometió controlarse ante cualquier insinuación y yo prometí no pedirle más que se exhiba en público.

Fue así que pasaron estos meses entretenidos buscando nueva vivienda y una vez que la encotramos, decorándola y amoblandola.

Teníamos relaciones sexuales “normales” y tratábamos los dos de evitar mencionar algo de lo que habíamos vivido en el pasado. De cualquier forma yo estaba seguro que Marcela recordaba muy bien todo y lo notaba porque en medio de la relación cerraba los ojos y metiedose un dedo en el culito acababa como tres veces seguidas. Yo tampoco puedo negar que estando solo me venían a la cabeza las escenas de mi novia cojiendo con gente extraña, por lo que me terminaba haciendo flor de paja.

Una tarde decidimos ir a una mueblería que nos había recomendado una amiga de Marcela, ya que habíamos planeado cambiar los muebles del dormitorio, especialmente la cama, que por ser bastante vieja, hacia ruido apenas nos moviamos en ella. Cuando llegamos nos recibio un muchacho de unos 30 años:

– Buenas Tardes, me llamo Carlos, en que puedo servirles, preguntó amablemente.

– Buenas tardes, nos aconsejó este lugar una amiga de ella, respondi señalando a Marcela.

– Hola, nos recomendaron que hablaramos con un tal Pedro, dijo ella.

– Es mi padre, contestó él, adelante por favor. Pasó primero Marcela y ahí note como se le iban los ojos directamente a su cola, que dicho sea de paso estaba bien marcadita en esos pantalones de tela finita que tenía puestos.

Nos hizo pasar a una oficina y detrás de un escritorio estaba un señor de mas o menos 65 años que enseguida Carlos nos presento como su padre.

– Buenas tardes señor, nos envía mi amiga Cecilia para que nos ayude a elegir una buena cama, dijo Marcela.

– Ah si, Cecilia me llamó y me dijo que tu vendrías, respondió Pedro, lo que no me dijo es que vendrías con tu marido, continuó.

No entendí porque había dicho eso, pero no le di mayor importancia.

– Vengan pasemos a la parte de atrás que está la fábrica así les enseñaré los modelos de camas que tengo, prosiguió.

Apenas Marcela se paró el viejo le clavó la mirada descaradamente en su culo y siguió admirandolo mientras iba caminando detrás de ella, sin importarle si yo me daba cuenta o no.

Eso me dio un poco de bronca, pero no puedo negar que también me calentó bastante.

Traspasamos una puerta y entramos a un galpon enorme con pedazos de madera y aserrín por todos lados. Había por lo menos 10 obreros trabajando, que a medida que Marcela pasaba por delante de ellos la iban desnudando con los ojos. En ese momento me dí cuenta que esto no había pasado desapercibido para ella ya que note que sacaba la cola más para afuera y la movía muy sensualmente.

Me empece a preocupar cuando se dio vuelta para mirarme y vi en su expresión que ya estaba recaliente. Pensé tomarla de un brazo y regresar otro día, pero la excitación que me producía verla como se mostraba pudo más y no pude mover un músculo.

– Aquí estan los modelos de cama que fabricamos, dijo el viejo, están todas con colchones para que las pruebes, continuó, dirigiendose a Marcela.

– No hace falta, mirándolas nos damos cuenta, dije yo.

– No le creas a tu marido nena, lo mejor es que la pruebes así sabrás cual es la mas cómoda, se dirigió a Marcela, ignorándome por completo.

– Tirate en ésta, a ver como la sentís, continuó, señalando un cama de 2 plazas y media.

Marcela que hasta ahora no había dicho palabra me miró y me dijo con voz entrecortada por la calentura que tenía:

– Mi amor, ¿me puedo acostar en la cama del señor?

Yo quede mudo. Lo mire al viejo que sonreía y vi como todos los obreros dejaron de hacer lo que estaban haciendo y miraban atentamente la escena.

Al no recibir respuesta mía, Marcela se dejó caer en la cama boca abajo con el culito bien paradito.

– Y, ¿que te parece nena?, preguntó el viejo.

– Mucha cuenta no me doy, contestó Marcela.

– Movete un poco, levanta un poco mas la cola y bajala, para ver como se siente de dura, indicó el viejo.

A esta altura ya se le notaba un bulto en el pantalon al viejo y los carpinteros ya se habían acercado bastante formando un circulo alrededor de la cama. Yo estaba inmovil, miraba todo y en lo único que pensaba era en sacar la verga del pantalón porque de lo parada que la tenía me estaba matando.

– ¿Le parece bien así señor?, preguntó Marcela, mientras levantaba el culito y se dejaba caer.

– Asi está bárbaro nena, respondió el viejo, tratandose de acomodar la verga en el pantalón.

– Igual mucha cuenta no me doy, dijo Marcela.

– ¿Nena vos dormís con pijama? Pregunto el viejo.

– No porqué

– ¿Y como dormís?

– En bombachita.

– Por eso no te das cuenta si el colchón es comodo. Te recomendaría que te saques el pantaloncito para probarlo.

– No es necesario, dije yo, tratando de mostrar una autoridad que ya había perdido hace rato.

Ya los obreros se habían acercado más y estaban a menos de un metro de mi novia.

– Señor, yo le aconsejaría que se siente en esa silla y espere allí mientras le hacemos probar la cama a su mujer, me dijo el viejo.

Lo cual obedecí, un poco porque con su mirada Marcela me lo estaba pidiendo y otro porque de la calentura que tenía ya no podía mantenerme en pie.

– Haber nena mostranos como dormís, le pidió el viejo.

Entonces Marcela se desabrocho los botones del pantalon y se los sacó, dejando al descubierto una disminuta bombachita blanca metida casi por completo en su precioso culito.

Se acostó culito para arriba y mirándolo al viejo le preguntó ¿así esta mejor señor?

– Si nena, ahora debes estar bien caliente mostrandonos el culito. Tu amiga me contó que te encanta mostrarlo y yo estaba impaciente en verlo. Veo que a tu marido no le molesta, asi que abrilo bien para nosotros.

Entonces Marcela se puso en cuatro, levantó bien la colita y la puso a merced de quien quisiera mirarla. Mientras el viejo y los empleados se bajaron los pantalones y dejaron ver tremendos miembros totalmente erectos. Esto puso como loca a Marcela que comenzó a meterse un dedo en la concha y a gemir desesperadamente. Se notaba que se había reprimido por mucho tiempo y que ahora estaba más desenfrenada que nunca.

– ¿Tenés ganas que te rompamos la colita nena?, dijo el viejo

– Por favor, chupemela señor, suplicaba Marcela mientras se corria la tanga hacia un costado exhibiendo su oyito abierto.

El viejo no se hizo desear y rapidamente dirigio su lengua al precioso agujerito, mientras los otros comenzaron a meterle mano por todos lados y uno de ellos le ensarto la pija en la boca, la cual mi novia acepto gustosa y comenzó a mamarsela en forma frenética hasta que el tipo no aguantó más y le lleno la boca de leche. Mientras tanto se turnaban con el culo, salia uno y se lo chupaba otro, le sacaban la boca y le insertaban primero uno, después dos y hasta tres dedos. La manoseaban por todos lados. Le sacaron la remera y le chupaban los pechos. Ella solo gemía y pedía mas pijas.

Yo solo miraba como once tipos disfrutaban de la puta de mi novia y me masturbaba y acababa y volvía otra vez a masturbarme.

– Salgan todos, ordenó el viejo de pronto. Cambiense y sigan trabajando que para ustedes se acabó la fiesta.

– No me deje asi señor, por favor necesito una pija en mi colita, le decía Marcela mientras lo miraba con cara de desesperación.

– Si haces lo que te digo, la vas a tener.

– ¿Te gustó mi hijo no?, vi como lo mirabas cuando entraste. Bueno ahora te vas a cambiar, lo vas a ir a buscar al salón de venta, lo vas a traer para acá y adelante mio y de tu marido le vas a pedir que te rompa la colita.

Marcela se levanto, se limpió con una toalla que le acercó el viejo, se vistió y salió caminando hacia la parte de adelante. El viejo me miró y me ordenó que me subiera el pantalón y que hiciera como que nada había pasado.

– Va a ver como le va a calentar que su mujer de la nada le pida a un tipo que le rompa el culo, me dijo.

La idea me había gustado asi que le hice caso.

Me paré junto a el viejo y el hacía como que me explicaba las ventajas de la cama, cuando llego Marcela con el hijo.

– ¿Que necesitás papá?, preguntó

– La señora necesita que le hagas un favor, contestó.

– Usted dirá señora

– Decile nena, ordenó el viejo.

– Quiero que me rompas la colita delante de mi marido y de tu papá, dijo Marcela, mientras se bajaba el pantalón y le mostraba el culito desnudito.

– Vi como me lo mirabas cuando me conociste. Vos me calentas mucho y yo necesito una pija adentro, asi que por favor rompemelo, agregó.

El muchacho no entendía nada. Me miraba a mí y lo miraba al viejo mientras tocaba con vergüenza la cola de mi novia.

El padre le ordenó que se desnudara y Marcela hizo lo propio y se tendió en el colchon. El pibe se acostó a un costado y comenzaron a besarse y tocarse por todos lados. El viejo volvió a sacarse los pantalones y yo hice lo mismo. Mirabamos la escena parados al costado.

– Que puta es su mujer, mire como le gusta la pija de mi hijo, me decía el viejo. Tenía razón Marcela se la tragaba con todas las ganas, y el viejo cada tanto le metía un dedo en el culo enloqueciendola cada vez más.

– Mire como se traga el dedo, que buen culo abierto, seguiá diciendome el viejo.

– Vení nena, chupamela a mi, mientra mi hijo te abre mas ese culito.

Automaticamente Marcela se incorporó, se puso en cuatro, paro la colita y se metió la pija del viejo en la boca, mientras el hijo se puso detrás y la ensartó hasta el fondo. No les puedo explicar como gritaba y se movía. Estaba que reventaba de la calentura. Pedía más y más. El viejo la insultaba, le decia puta, perra, culo abierto y ella se ponía mas a full. Estuvieron asi largo rato, donde ella habrá acabado por lo menos 5 veces, hasta que el hijo le lleno todo el culo de leche y al segundo el viejo le hizo tragar toda su esperma.

Marcela quedo tendida en la cama reventada.

Yo supe a partir de ahí que mi novia no iba a cambiar más.

PARA CONTACTAR CON EL AUTOR:

jorge282828@hotmail.com

Relato erótico: “Mi esposa se compró dos mujercitas por error 4” (POR GOLFO)

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CAPÍTULO 7. MARÍA ME ENTREGA A LA PEQUEÑA AUNG.

Cómo no podía soportar la idea de no haber sabido que mi esposa albergaba en su interior una sumisa, intenté que una copa me diera la tranquilidad que me faltaba. Y bajando al salón, fui al mini bar y me puse un whisky. Para mi desgracia ese licor que tanto me gustaba, en aquella ocasión me resultó amargo.
«¿Por qué nunca me habló de ello?», me pregunté y revisando nuestra vida en común, traté de hallar algún indicio que me hubiera pasado inadvertido y que a la vista de lo sucedido diera sentido a ese cambio radical.
Haciendo memoria nada en su comportamiento me parecía en consonancia con lo que me acababa de revelar porque a pesar de ser una mujer abierta en lo sexual, nunca había mostrado preferencia por el sexo duro y menos por la sumisión.
Al no hallar respuesta en nuestra convivencia, solo había dos opciones. O bien antes de conocerme había contactado con ese mundo, cosa que me parecía extraño, o bien al ejercer como dueña y señora del destino de las birmanas se había visto sorprendida por el placer que esas crías obtenían al saberse cautivas de unos extraños.
Esa segunda posibilidad era la que mayores visos de verdad pero después de mucho cavilar comprendí que a efectos prácticos me daba igual cuál de las dos fuera la cierta porque el problema seguía ahí:
¡María se sentía sumisa y yo no sabía cómo afrontarlo!
Esa realidad me colocaba nuevamente en una disyuntiva: o la dejaba por no ser capaz de aceptar, como decía Aung, que mi esposa se hubiese convertido en una esclava de corazón, o apechugaba con el nuevo escenario y complacía sus deseos ejerciendo de su dueño. Como divorciarme no entraba en mis planes, asumí que tendría que aprender a controlar y a satisfacer no solo a ella sino también a las dos orientales. Para ello y dada mi inexperiencia preferí informarme en internet pero toda la información que saqué me parecía cuanto menos aberrante al no ver exigiendo algo que no estuviera yo dispuesto a probar en carne propia.
Abatido y con la enésima copa en la mano, volví a mi cuarto con la esperanza que todo hubiese sido una broma pero en cuanto asomé mi cara por la puerta comprendí que lejos de ser algo pasajero, era algo que había llegado para quedarse.
―¿Qué es esto?― quise saber al ver a las tres desnudas arrodilladas al lado de mi cama.
Actuando de portavoz de tan singular trio, Mayi me soltó:
―Nosotras querer vivir juntas vida con Amo. Amo no poder hacer diferencias y Aung quejarse Amo no tomar.
El alcohol me hizo tomarme a guasa ese paupérrimo español y recordando la promesa que le había hecho a mi esposa, repliqué imitando su habla:
―Amo no poder follarse a Aung porque María no poner en bandeja.
Dudo que las birmanas entendieran mi respuesta pero por supuesto que mi mujer sí y demostrando nuevamente que quería que la tratara como a ellas, contestó:
―Esa promesa se la hizo a alguien que ya no existe por lo que no tiene que cumplirla.
Cabreado, repliqué:
―Me da igual que sus viejos puedan reclamarla, o me la entregas tú o me niego a desvirgarla.
Aceptando que estaba dándole su lugar, mi mujer no se tomó a mal mi negativa y cogiendo de la mano a la oriental, dijo con voz segura:
―Aunque no soy nadie para entregarle lo que ya es suyo por derecho, aquí está esta hembra para que la haga suya.
No sé qué me impactó más, si la expresión de angustia de la oriental por temer que la rechazara o la resignación de María al depositarla en mis manos. Afortunadamente en ese instante algo me iluminó y ejerciendo la autoridad que ella misma me había dado, me tumbé en la cama y exigí que Mayi y María se mantuvieran al margen mientras la tomaba.
Ninguna de las nativas entendieron mi orden y tuvo que ser mi esposa la que dando un postrer beso como su dueña a la morena, le dijera:
―Nuestro amo te espera.
Aung no entendió que con ese breve gesto María le estaba informando que había aceptado desvirgarla y con ello romper el último lazo que le ataba a su pasado. Aterrorizada por mi posible rechazo, permanecía de pie en mitad de la habitación casi llorando.
Lo cierto es que estuve tentado de mantener su zozobra pero como de nada me iba a servir, dando una palmada sobre el colchón, la llamé a mi lado.
―Ve a él― insistió María a la muchacha.
Enterándose por fin que iba a hacer realidad lo que tanto tiempo llevaba esperando, la birmana se agachó ante mí y con la voz entrecortada por la emoción, sollozó:
―Nunca antes hombre, Aung tener miedo.
Reconozco que me pareció rarísimo que esa chavala se mostrara temerosa de entregarse a mí cuando yo mismo había sido testigo de la forma en que mi esposa la había sodomizado y mientras se acercaba a mí, decidí que al igual que había hecho con su compañera, esa primera vez debía de ser extremadamente cuidadoso para que evitar que una mala experiencia la hiciera odiar mis caricias y levantando mis brazos, le pedí que se acercara.
Con paso timorato, cubrió los dos metros que nos separaban. Viendo su temor, no pude menos que compadecerme de ella al saber que había sido educada para entregarse al hombre que la comprara sin poder opinar y sin que sus sentimientos tuviesen nada que ver.
«Pobre, lleva toda vida sabiendo que llegaría este día», medité.
Ajena al maremágnum de mi mente, Aung se tumbó junto a mí sin mirarme. La vergüenza que mostraba esa criatura me parecía inconcebible y más cuando apenas media hora antes, no había tenido problema en hacerme una mamada.
«No tiene sentido», me dije mientras tanteaba su reacción pasando mis dedos por su melena.
Ese pequeño y cariñoso gesto provocó una conmoción en la birmana, la cual pegó un gemido y ante mi asombro se pegó a mí diciendo:
―Aung no querer volver pueblo, Aung querer amo siempre suya.
La expresión de su mirada me recordó a la de Mayi y cayendo del guindo, aprehendí algo que había pasado por alto y que era que para ellas era algo connatural con su educación el enamorarse de su dueño porque así evitaban el sentirse desgraciadas.
Queriendo comprobar ese extremo, acerqué mis labios a los suyos y tiernamente la besé. El gemido que pegó al sentir ese beso ratificó mis sospechas al percibir que con esa caricia se había excitado y con el corazón encogido, pensé:
«Mientras mi esposa quiere que la trate como una esclava, ellas se engañan al entregarse a mí soñando que son libres».
Conociendo que se jugaba su futuro y que debía complacerme, buscó mis besos mientras su pequeño cuerpo temblaba pensando quizás que podía rechazarla al considerarla culpable del cambio de María.
«Parece una niña», maldije interiormente sintiéndome casi un pederasta al verla tan indefensa y saber que su futuro estaba en mis manos.
―¿No gustar a mi dueño?― preguntó al ver que no me abalanzaba sobre ella como siempre había supuesto que haría el hombre que la comprara.
―Eres preciosa― contesté con el corazón constreñido por la responsabilidad. Aunque conocía su urgencia por ser desvirgada y evitar así que sus padres volvieran a venderla, eso no me hizo olvidar que realmente no se estaba entregando libremente sino azuzada por el destino que le habían reservado desde que nació.
Al escuchar mi piropo como por arte de magia se le pusieron duros sus pezones haciéndome saber que con mi sola presencia esa morenita se estaba excitando. No queriendo asustarla pero sabiendo que debía de poseerla sin mayor dilación, decidí que al igual que hice con su compañera iba a tomarla dulcemente. Y olvidándome de comportarme como amo, pasé mi mano por uno de sus pechos a la vez que la besaba. La ternura con la que me apoderé de su boca disminuyó sus dudas y pegando su cuerpo contra el mío, susurró en mi oído:
―Aung siempre suya.
La seguridad de su tono y la aceptación de su futuro a mi lado me permitieron recrearme en sus pechos y con premeditada lentitud, fui acariciando sus areolas con mis yemas. La alegría de sus ojos me informó que iba por buen camino y más cuando sin esperar a que se lo pidiera se sentó sobre mis muslos mientras me volvía a besar.
Su belleza oriental y el tacto templado de su piel hicieron que mi pene se alzara presionando el interior su entrepierna. Ella al sentir esa presión sobre sus pliegues cerró los ojos creyendo que había llegado el momento de hacerla mía.
―Aung lista.
Pude haberla penetrado en ese instante pero retrasándolo delicadamente la tumbé sobre las sábanas. Ya con ella en esa posición, me quedé embobado al contemplar su belleza casi adolescente tras lo cual se reafirmó en mí la decisión de hacerlo tranquilamente mientras María y la otra birmana observaban atentas como me entretenía en acariciar su cuerpo.
Que tocara cada una de sus teclas, cada uno de sus puntos eróticos, en vez de usar mi poder para violarla fue derribando una tras otras las defensas de esa morena hasta que ya en un estado tal de excitación, me rogó con voz en grito que la desvirgara. Su urgencia afianzó mi resolución y recomenzando desde el principio, la besé en el cuello mientras acariciaba sus pantorrillas rumbo a su sexo. El cuerpo de la oriental tembló al sentir mis dientes jugando con sus pechos, señal clara que estaba dispuesta por lo que me dispuse asaltar su último reducto.
Nada más tocar con la punta su clítoris, Aung sintió que su cuerpo se encendía y temblando de placer, se vio sacudida por un orgasmo tan brutal como imprevisto. Sus gritos y las lágrimas que recorrían sus mejillas me informaron de su entrega pero no satisfecho con ese éxito inicial, con mi lengua seguí recorriendo los pliegues de su sexo hasta que incapaz de contenerse la muchacha forzó el contacto de mi boca presionando sobre mi cabeza con sus manos.
Para entonces ya no me pude contener y olvidando mi propósito de ser tierno, llevé una de mis manos hasta su pecho pellizcándolo. La ruda caricia prolongó su éxtasis y gritando de placer, esa morena buscó mi pene con sus manos tratando que la tomara. Su disposición me permitió acercar mi glande a su entrada mientras ella, moviendo sus caderas, me pedía sin cesar que la hiciera mía.
―Tranquila, putita mía – comenté disfrutando con mi pene de los pliegues de su coño sin metérsela.
Sumida en la pasión rugió pellizcándose los pezones mientras María me rogaba que no la hiciera sufrir más y que me la follara.
―Tú te callas― cabreado contesté por su injerencia― una esclava no puede dar órdenes a su amo.
Mi exabrupto hizo palidecer a mi mujer y sollozando se lanzó en brazos de Mayi, la cual la empezó a consolar acariciando sus pechos. La escena me recordó que entre mis funciones estaba satisfacer a la tres y por eso, obviando mi cabreo exigí a esas dos que se amaran mientras yo me ocupaba de la morena.
Volviendo a la birmana, ella había aprovechado mi distracción para cambiar de postura y a cuatro patas sobre las sábanas, intentaba captar mi atención maullando. Al verla tan sumida en la pasión, decidí llegado el momento y forzando su himen, fui introduciendo mi extensión en su interior. Aung gritó feliz al sentir su virginidad perdida y reponiéndose rápidamente, violentó mi penetración con un movimiento de sus caderas para acto seguido volver a correrse.
La humedad que inundó su cueva facilitó mis maniobras y casi sin oposición, mi tallo entró por completo en su interior rellenándola por completo. Jamás había sentido el pene de un hombre en su interior y por eso al notar la cabeza de mi sexo chocando una y otra vez contra la pared de su vagina, se sintió realizada y llorando de alegría chilló:
―Aung feliz, Aung nunca más sola.
Sus palabras azuzaron a mi cerebro a que acelerara la velocidad de mis movimientos pero la certeza que tendría toda una vida para disfrutar de esa mujercita me lo prohibió y durante largos minutos seguí machacando con suavidad su cuerpo mientras ella no paraba de gozar. La persistencia y lentitud de mi ataque la llevaron a un estado de locura y olvidando que como debía comportarse una mujer de su etnia, clavó sus uñas en su propio trasero buscando que el dolor magnificara el placer que la tenía subyugada mientras me exigía que incrementara el ritmo.
Esa maniobra me cogió desprevenido y no comprendí que lo que esa muchacha me estaba pidiendo hasta que pegando un berrido me rogó:
―Aung alma esclava.
Conociendo la forma en que esas mujeres se referían al sexo duro, no fue difícil traducir sus palabras y comprender que lo que realmente me estaba pidiendo es que fuera severo con ella. Desde el medio de la habitación, su compañera ratificó el singular gusto de la muchacha al gritar mientras pellizcaba los pechos de mi mujer:
―María y Aung iguales. Gustar azotes.
No sé qué me confundió más, que Mayi se atreviera a aconsejarme sobre cómo tratar a su amiga o la expresión de placer que descubrí en María al experimentar esa tortura. Lo cierto fue que asumiendo que esa noche debía complacer a la birmana, tuve a bien tantear su respuesta a una nalgada.
Juro que me impactó la forma tan rápida en la que Aung ratificó que eso era lo que deseaba y es que nada más sentir esa dura caricia se volvió a correr pero esta vez su orgasmo alcanzó un nivel que creía imposible y mientras su vulva se convertía en un géiser lanzando su ardiente flujo sobre mis piernas, se desplomó sobre el colchón.
María, que hasta entonces había permanecido callada, me incitó a seguir aplicando ese correctivo a la que había sido su favorita al decirme:
―Recuerdas un documental que vimos sobre el modo en que los leones muerden a las hembras mientras las montan, ¡eso es con lo que esa zorra sueña!
Asumiendo que era verdad dada su actitud, la agarré de los hombros y mientras llevaba al máximo la velocidad de mis embestidas, mordí su cuello. Mi recién estrenada sumisa al disfrutar de mi dentellada se vio sobrepasada y balbuceando en su idioma natal, se puso a temblar entre mis brazos.
Fue impresionante verla con los ojos en blanco mientras su boca se llenaba de baba producto del placer que la tenía subyugada y fue entonces cuando supe que debía de eyacular en su interior para sellar mi autoridad sobre ella. Por ello, llevé mis manos a sus tetas y estrujándolas con fiereza, busqué mi placer con mayor ahínco.
Mayi desobedeciendo dejó a María tirada en el suelo y acercándose a donde yo estaba poseyendo a su amiga, murmuró en mi oído:
―Aung fértil, Amo sembrar esclava.
No me esperaba que entre mis prerrogativas estaba el fecundar a las chavalas pero pensándolo bien si como dueño podía tirármelas, era lógico que se quedaran preñadas y con la confianza que ese par de monadas iban a darme los hijos que la naturaleza me había negado con María, sentí como se acumulaba en mis testículos mi simiente y dejándome llevar, eyaculé desperdigándola en su interior mientras la oriental no paraba de gritar.
Habiendo cumplido con su destino Aung se quedó transpuesta y eso permitió a la otra birmana buscar mis brazos y llenándome con sus besos, me dijo en su deficiente español mientras intentaba recuperar mi alicaído pene:
― Mayi amar Amo, ¡Mayi primera hijos Amo!

CAPÍTULO 8, PROMETO HACER MADRE A MARÍA

La terquedad de ese par ofreciendo sus úteros para ser inseminados apenas me dejó dormir al asumir que, si les daba rienda libre, esas birmanas me darían un equipo de futbol.
¡Me apetecía tener un hijo pero no una docena!
Pensando en ello, me levanté a trabajar sin hacer ruido para no despertar ni a mi esposa ni a las birmanas pero cuando siguiendo mi rutina habitual entraba al baño para ducharme, María se despertó. Y entrando conmigo, abrió el agua caliente y me empezó a desnudar.
―¿Qué haces? ¿Por qué no sigues durmiendo?― comenté extrañado.
Luciendo una sonrisa, contestó:
―Me apetecía ser la primera en servir a mi dueño.
No pude cabrearme con ella por seguir manteniendo esa farsa al comprobar la alegría con la que había amanecido, ya que normalmente mi esposa no era persona hasta que se había tomado el segundo café. Por ello haciendo como si no la hubiese oído, iba a quitarme el calzón cuando de pronto María se arrodilló frente a mí y sin esperar mi opinión, me lo bajó sonriendo.
La expresión de su rostro fue suficiente para provocarme una evidente erección, la cual se reafirmó cuando en plan meloso me obligó a separar las piernas mientras me decía:
―Por esto me levanté antes que ellas. Tu leche reconcentrada de la noche será para mí.
Y sin más prolegómeno, sacó la lengua y se puso a lamer mi extensión al mismo tiempo que con sus manos acariciaba mis testículos. Impresionado por esa renovada lujuria, no dije nada y en silencio observé a mi mujer metiéndose mi pene lentamente en la boca.
A pesar de haber disfrutado muchas veces de su maestría en las mamadas, me sorprendió comprobar que ese día su técnica había cambiado haciendo que sus labios presionaran cada centímetro de mi miembro dotando con ello a la maniobra de una sensualidad sin límites. Y comportándose como una autentica devoradora, se engulló todo y no cejó hasta tenerlo hasta el fondo de su garganta. Para acto seguido empezar a sacarlo y a meterlo con gran parsimonia mientras su lengua no dejaba de presionar mi verga dentro de su boca.
No contenta con ello fue acelerando la velocidad de su mamada hasta convertir su boca en ingenio de hacer mamadas que podría competir con éxito con cualquier ordeñadora industrial.
Viendo lo mucho que estaba disfrutando, extrajo mi polla y con tono pícaro, me preguntó si me gustaba esa forma de darme los buenos días:
―Sí, putita mía. ¡Me encanta!
Satisfecha por mi respuesta, con mayor ansia se volvió a embutir toda mi extensión y esta vez no se cortó, dotando a su cabeza de una velocidad inusitada, buscó mi placer como si su vida dependiera de ello.
―¡Dios!― exclamé al sentir que mi pene era un pelele en su boca y sabiendo que no se iba a mosquear, le avisé que quería que se lo tragara todo.
La antigua María se hubiese cabreado pero para la nueva ese aviso lejos de contrariarla, la volvió loca y con una auténtica obsesión, buscó su recompensa.
No tardó en obtenerla y al notar que mi verga lanzaba las primera andanadas en su garganta, sus maniobras se volvieron frenéticas y con usando la lengua como cuchara fue absorbiendo y bebiéndose todo el esperma que se derramaba en su boca. Era tal la calentura de mi esposa esa mañana que no paró en lamer y estrujar mi sexo hasta que comprendió que lo había ordeñado por completo y entonces, mirándome a la cara, me dijo:
―¡Estaba riquísimo!― y levantándose, insistió: ―Esas dos putitas no saben lo que se han perdido por seguir durmiendo.
Muerto de risa, repliqué:
―Déjalas dormir, ahora quiero hablar contigo.
Por mi tono supo que no iba a reprocharle nada y totalmente tranquila, me pidió que charláramos mientras me ayudaba y dándome un suave empujón, se metió conmigo bajo el chorro de la ducha. Sus pechos mojados me recordaron porque me había casado con ella y mientras bajaba por su cuello con mi boca, le recordé una conversación que habíamos tenido hace unos meses sobre la conveniencia de contratar un vientre de alquiler.
―Me acuerdo que eras tú quien no estaba convencido― comentó con la respiración entrecortada al notar mi lengua recorriendo sus pezones.
Asumiendo que cuanto mas cachonda estuviera menos reparos pondría a mi idea, la di la vuelta y separando sus nalgas, me puse a recorrer los bordes de su ano. Ella nada más experimentar la húmeda caricia en su esfínter, pegó un grito y llevándose una mano a su coño, empezó a masturbarse mientras me decía:
―¿Por qué me lo preguntas?
Sin dejarla respirar, metí toda mi lengua dentro y como si fuera un micro pene, empecé a follarla con ella.
―¡Qué delicia!― chilló apoyando sus brazos en la pared.
Cambiando de herramienta, llevé una de mis yemas hasta su ojete y introduciéndola un poco, busqué relajarlo mientras dejaba caer:
―Ya no somos unos niños y creo que es hora que seamos padres, ¿qué te parece?
El chillido de placer con el que contestó no me dejó claro si era por la pregunta o por la caricia y metiendo mi dedo hasta el fondo, comencé a sacarlo al tiempo que insistía en lo de tener un hijo.
―Sabes que yo no puedo― respondió temblando de placer.
Dando tiempo a tiempo, esperé a que entrara y saliera facilidad, antes de incorporar un segundo dentro de ella y repetir la misma operación. El gemido de mi esposa al sentir la acción de mis dos dedos en el interior de su culo me indujo a confesar:
―Tenemos a nuestra disposición dos hembras fértiles que no pondrían problemas en quedarse embarazadas.
Durante un minuto se lo quedó pensando y con su cabeza apoyada sobre los azulejos de la pared, movió sus caderas buscando profundizar el contacto mientras me decía:
―¿A cuál de las dos preñarías antes?
La aceptación implícita de María me hizo olvidar toda precaución cogiendo mi pene en la mano comencé a juguetear con su entrada trasera.
―Me da igual, pienso que lo lógico es que tú la elijas― contesté mientras forzaba su ojete metiendo mi glande dentro.
Al contrario que la noche anterior, mi esposa absorbió centímetro a centímetro mi verga y solo cuando sintió que se la había clavado por completo, me soltó:
―¡Dejemos que la naturaleza decida!
Intentando no incrementar su castigo, me quedé quieto para que se acostumbrara a esa invasión y mientras le acariciaba los pechos, insistí:
―Imagínate que se quedan las dos, ¡menuda bronca!
Pero entonces María, al tiempo que empezaba a mover sus caderas, me contestó:
―De bronca nada, ¡sería ideal!― y con la cara llena de felicidad, gritó: ― Esas putitas me harían madre por partida doble.
Impresionado con lo bien que había aceptado mi sugerencia, deslicé mi miembro por sus intestinos al ver que la presión que ejercía su esfínter se iba diluyendo y comprendiendo que en poco tiempo el dolor iba a desaparecer para ser sustituido por el placer, comencé incrementar la velocidad con la que la empalaba.
―Ahora mi querida zorrita, calla y disfruta― y recalcando mis deseos, solté un duro azote en una de sus nalgas.
Como por arte de magia, el dolor de su cachete la hizo reaccionar y empezó a gozar entre gemidos:
―¡Quiero que mi amo preñe a sus esclavas!― chilló alborozada ―¡Necesito ser madre!
Como la noche anterior, mi señora había disfrutado de los azotes, decidí complacerla y castigando sus nalgas marqué a partir de ese instante mi siguiente incursión. María, dominada por una pasión desbordante hasta entonces inédita en ella, esperaba con ansia mi nueva nalgada porque sabía que vendría acompañada al momento de una estocada por mi parte.
―Si así lo quieres, ¡te haré madre! Pero ahora, ¡muevete!
Mis palabras elevaron su calentura y dejándose llevar por la pasión, me rogó que la siguiera empalando mientras su mano masturbaba con rapidez su ya hinchado clítoris. La suma de todas esas sensaciones pero sobre todo la perspectiva de tener un hijo terminaron por asolar todos sus cimientos y en voz en grito me informó que se corría. Al escuchar cómo me rogaba que derramara mi simiente en el interior de su culo, fue el detonante de mi propio orgasmo y afianzándome con las manos en sus pechos, dejé que mi pene explotara en sus intestinos.
Agotados, nos dejamos caer sobre la ducha y entonces mi esposa se incorporó y empezó a besarme mientras me daba las gracias:
―¡No sé qué me ha dado más placer! Si el orgasmo que me has regalado o el saber que por fin has accedido a darme un montón de hijos.
―¿Cómo que un montón? Solo me he comprometido a intentar embarazarlas una vez y eso a no ser que tengamos gemelos, son dos.
Descojonada, María contestó:
―Esas pobres niñas son jóvenes y sanas, ¿no crees que sería una pena desperdiciar sus cuerpos preñándolas una sola vez?…

golfoenmadrid@hotmail.es
 

Relato erótico “Seducida por los primos de mi novio 3” (POR CARLOS LÓPEZ)

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Resumen de la primera y segunda parte…
A falta sólo de 3 meses para su boda, Marta es emborrachada y seducida por dos primos mayores de su novio Santi. Afectada por la bebida, y en presencia de su novio ya inconsciente por el alcohol, fue follada por ellos el asiento trasero del coche. Unas semanas después, cuando ya pensaba que el episodio estaba olvidado, los primos de Santi se las ingeniaron para volver a quedar todos juntos para cenar. Justo antes de la cena, el primo Tom ya había hecho una visita en solitario a su casa y la había seducido una vez más.
Tercera parte:
Marta estaba nerviosa y excitada. Una vez más, Tom, el primo de su prometido había dispuesto de su cuerpo con total libertad y ella, no podía negarlo, había disfrutado enormemente. Al bajar al coche, les esperaban enfadados Carlos y Santi. Marta, al llegar, evitó besar a Santi en la boca ya que Tom se había corrido en ella. Carlos se dio cuenta y guiñó un ojo con complicidad a Tom, que la sonrió confirmándolo. Fue un medio beso en la comisura de los labios. Marta se sentía como una puta. Sus expectativas de ser una chica buena esa noche se habían desmoronado. Aún así, se sentía excitadísima y la noche sólo había empezado.
Tom no la había permitido llegar al orgasmo, y ella seguía muy excitada. Incluso temía manchar el vestido al sentarse y se sentó en el asiento trasero del todoterreno extendiendo la falda sin que Santi, que se sentaba delante de ella, lo apreciase. Por su parte, Tom, ya relajado, se puso a hablar con los chicos de cosas intranscendentes. El restaurante no estaba muy lejos. Llegaban tarde. Un camarero les dirigió a la mesa que tenían reservada, indicándoles que había tenido que cambiar su mesa por otra más alejada pues una parte de las mesas las retiraban para dejar espacio para la pista de baile.
Marta se sentía nerviosa. Sabía que la noche aún le depararía algunas sorpresas. Para empezar y, mientras se dirigían en fila hacia la mesa, Carlos le había rozado su cadera a la vez que susurrado al oído “mira tu teléfono móvil que quizá recibas órdenes, Martita”. Ella no pudo reprimir un pequeño escalofrío. Les había tocado la mesa más cercana a la pared. La más alejada de la pista, y en una zona donde ya había un ambiente bastante oscuro. Marta quedó sentada frente a Santi, con Carlos y Tom uno a cada lado. Pidieron una ronda de cervezas y eligieron rápidamente el menú. Era tarde y tenían que terminar antes del comienzo del espectáculo de baile.
Los chicos se pusieron a hablar de sus cosas… fútbol, coches, etc, dejándola a ella fuera de la conversación. La daba un poco de rabia. Después de lo ocurrido en la casa, se sentía plena, guapa, excitada… ya había asumido la situación de que esta noche la harían alguna travesura y estaba nerviosa porque empezase. Pero pasaban los minutos y no la hacían caso. Llegaron sus platos y seguían sin hacerla caso. Juguetona se quitó el zapato y decidió rozar con su pie la pierna que ella intuía que era la de Tom, que siguió sin hacerla caso. Sintió que Santi la miraba fíjamente y por un segundo pensó que la había pillado en algo raro. La dio un vuelco el corazón. Entonces Tom se levantó y ella se dio cuenta de que se había equivocado de dueño de pierna… “uffff es la de Santi… menos mal” pensó. De todas formas retiró el pie, no era con su futuro marido con el que quería “jugar”… al menos esta noche…
 Unos minutos después, fue Santi el que dijo “voy un momento al baño antes de que empiece esto… no sea que luego no se pueda”. Marta, espero el tiempo justo de que su prometido se alejase dos metros, y reprochó a los primos:
–         Jo, no sé para qué queriáis que me vistiera tan guapa. No me estáis haciendo ni caso…
–         Jajaja ¿Cómo que no te hacemos caso? ¿Qué quieres que te hagamos? –dijo Tom-
–         No sé… jugar un poco… -dijo Marta sin atreverse a mirarles directo a los ojos-
–         Pero Marta, eres la novia de Santi… ¡casi nuestra prima! Jajaja –dijo Carlos vacilándola-
–         Jooo
–         ¿Qué pasa? ¿estás excitada?
–         …
–         ¿No contestas ahora?
–         No hace falta preguntar cosas –dijo Marta-
–         ¿quieres jugar Martita? –dijo Carlos-
–         No, si no quiere hablar… no va a contestar –dijo Tom, y añadió mirando a Marta a los ojos- Marta, no hables, pero si quieres jugar quítate las bragas ahora mismo…
–         Jo, no me hagáis esto…
–         No quiere jugar –dijo Carlos a Tom- La mujer del primo exhibe una conducta intachable… ¡muy bien Marta!
La mente de la chica trabajaba vertiginosamente. Por un lado estaba loca por comenzar el juego. Por otro le daba un vértigo. Lo deseaba, pero sabía que no debía. Nunca se habría imaginado estar en una situación así. Estaba excitada al máximo. Sabía que tenía muy poco tiempo antes de que Santi volviese del baño y, sin saber muy bien por qué, hizo la maniobra morbosa más atrevida de su vida. Esperó a que el camarero mirase a otro lado, se levantó levemente un segundo sin atreverse levantar la mirada, y levantando discreta su falda extrajo su prenda íntima. El precioso tanga blanco de seda con un corazón bordado dejó de estar en contacto con su intimidad, y un escalofrío recorrió su cuerpo. El corazón la latía a 200 por hora. Mientras nerviosamente abría su bolso para guardar la prenda. El camarero la miraba ahora con la boca abierta. La había pillado haciéndolo.
–         Dámelo –ordenó Tom-
–         No… -Marta dudó-
–         Vamos –insistió Tom extendiendo la mano, y ella tímidamente cedió y la entrego la prenda oculta en su puño-
–         Esto está empapado Martita –dijo Tom con crueldad-
–         ¿a ver? –pidió Carlos-
Tom entregó sin el menor reparo la prenda de la chica a su hermano. El rostro de ella estaba rojo de vergüenza. No entendía lo que la pasaba. No entendía cómo podía sentirse tan excitada por ser manipulada por los dos chicos, pero lo estaba. Carlos la miraba a los ojos diverdido, mientras entre sus dedos manoseaba el húmedo tejido. Ella no podía sostenerle la mirada. Santi estaba llegando y ella, prácticamente, temblaba.
–         Esto del baile va a empezar ahora… están retirando ya algunas mesas y hay una pareja de bailarines profesionales a punto de salir –dijo Santi al regresar del aseo-
–         Venga pues id terminando la comida –dijo Tom-
–         Yo ya he terminado -dijo Marta- no quiero más que luego no cabré en el vestido de novia…
Lo cierto es que ella tenía un nudo en el estómago y no podía comer nada más. El espectáculo de baile estaba a puntito de empezar, y un “speaker” se puso a presentarlo con un micrófono. Los camareros recogían los platos con rapidez. El suyo la miró descaradamente con una sonrisa extraña. Las luces se fueron apagando y sólo dejaron un haz apuntando a la pista, donde salió una pareja. La chica iba vestida en plan mujer fatal, con falda corta con aberturas laterales que permitían ver el encaje de las medias. Empezaron bailando un tango, con unos movimientos precisos y provocativos…
–         Podriáis abrir el baile de la boda con algo así –dijo Tom-
–         Jaja no des ideas que Marta quiere hacer algo “distinto”, y yo odio bailar –respondió Santi-
–         Seguro que cuando haga el primer baile de la boda se vuelve a la barra del bar… si ya le conozco yo –dijo Marta con una leve amargura-
–         No te preocupes Marta, que allí estaremos nosotros por si te hacemos falta… para algo estamos los primos de tu novio, ya nos conoces ¿no? –dijo Tom guiñando el ojo provocador-
–         Jaja ni que fuera un sacrificio bailar conmigo… -dijo ella restaurando la cordura-
Para ver mejor el espectáculo, Santi había dado la vuelta a su silla:
–         Siento daros la espalda, pero quiero ver bien la falda de la bailarina jaja –dijo divertido-
–         Vale, pues nosotros cuidaremos de Marta mientras tanto –respondió Carlos siguiendo su broma-
–         Jaja mi niña sabe cuidarse sola… dijo Santi mirando hacia atrás y guiñando el ojo a su prometida-
Marta le miró con ternura. Carlos, dejó pasar un minuto, y decidió que era el momento de actuar: sutilmente comenzó a pasar el dorso de sus dedos recorriendo la curva del pecho de Marta sobre la ropa. Marta le miró inquieta, y más aún cuando sacó de su bolsillo y puso sobre la mesa las braguitas de la chica hechas una bola. Eso la dejó alarmada. Pero Carlos hablaba y bromeaba como si nada pasase, retirando su mano de ella o volviendo a recorrer las curvas de la futura esposa de su primo con completa impunidad. Santi, inocente, no se enteraba de nada y hacía comentarios divertidos de los bailarines, secundado por Tom y Carlos. Marta no podía hablar. Estaba alucinada y excitada. Su cuerpo la había traicionado y sus pezones se marcaban clarmente a través de su fino sujetador de seda. Una vez más, los primos habían conseguido crear una situación en la que su mente luchaba entre lo correcto y lo emocionante. De todas formas, ellos tampoco la daban opciones: hacían con ella lo que querían y ahora la estaban metiendo mano impúdicamente a menos de un metro de la espalda de su novio.
La situación era morbosísima. Lo que pasaba sólo podía ser visto desde las mesas adyacentes, pero estaban centradas en el espectáculo. Además, el local estaba muy oscuro ya. Si Santi se diera la vuelta de repente, podría pillar a sus admirados primos, uno a cada lado de su prometida, rozando el bonito pecho de ella, que no hacía nada por evitarlo. Pero Santi no se iba a dar la vuelta. Marta se sentía completamente ruborizada, y no podía evitar tenía la mirada baja.
Con gran alivio para Marta, salió el presentador y anunció que “… y ahora TODOS A BAILAAAAR”. La gente se levantó y se dirigió a la pista. La chica, en un gesto rápido, quiso recuperar su prenda íntima que estaba sobre la mesa, pero Tom fue más rápido y la cogió antes, guardando la prenda en su bolsillo. Tom era muy alto, pero no por eso torpe. Ella le miró suplicante pero la ignoró. Al levantar su mirada, Marta vio al camarero mirándola fijamente con una sonrisa irónica ¿se habría dado cuenta de lo sucedido? ¿también de esto? Ufff, tal como la miraba seguro que sí… era una mirada extraña. Un hombre feo, mulato, pero con unos ojos penetrantes y claros… bueno, pensó, “no le voy a ver en mi vida”.
Carlos aún no se había levantado. Sorprendentemente se mostraba cansado y decía que había mucha gente en la pista y en la barra. Que lo mejor sería no quedarse a bailar y sólo tomar una copa en otro sitio, y marchar a dormir al hotel… Marta, de repente, se sintió muy disgustada. Se estaba dando cuenta de que estaba metida en su papel de chica mala y no deseaba para nada acabar ya la noche. Santi, como siempre, era más complaciente con sus primos:
–         Como queráis. Podriamos tomar una copa aquí al lado que hay un pub –dijo dispuesto a plegarse a sus primos y más si ello conllevaba evitar el baile-
–         Venga pues vamos a ese pub –dijo Carlos-
–         ¡Ah no, ni hablar! Me habéis prometido bailar, me habéis hecho venir guapa y ahora quiero bailar -saltó Marta enfadada-
–         Jajaja así me gusta, aún no te has casado con ella y ya surgen las discrepancias en el “matrimonio” –apuntó irónico Carlos-
–         No, discrepancias no… me habiáis prometido que veniamos a bailar –dijo ella lastimera-
–         Ummm y a tu edad… ¿todavía te crees las promesas de los tíos? “tú sigue que yo te aviso” o “sólo la puntita” –bromeó Carlos de nuevo que se estaba comportando como un imbécil-
–         Jajajajajajajajajajajaja -saltaron los otros-
–         ¡Sois unos cabrones! –dijo ella algo cabreada, era la segunda vez de la noche que la hacían esa broma-
–         No te enfades anda, pero es que no me apetece nada bailar hoy –dijo Carlos-
–         Sí me enfado… luego nos tomamos una copa donde queráis, pero antes tenéis que bailar todos conmigo al menos una vez
–         No seas pesada anda, que en la boda te vas a hinchar a bailar…  -Dijo Santi poniéndose del lado de su primo Carlos.-
Marta estaba indignada. Santi no lo sabía, pero ella sí sabía que el propio Carlos había estado jugando con ella segundos antes, calentándola, y ahora la enfadaba que ya no quisiesen ni siquiera bailar. La cara de ella debía delatarla. Como siempre, Tom intervino para resolver el conflicto. Siempre lo hacía. No sabía si es por la gran estatura de Tom o por la completa seguridad con la la que hablaba, pero irradiaba mando y todos le acababan haciendo caso.
–         Venga, vamos a hacer una cosa: Vosotros os vais al pub de aquí al lado –dijo a Carlos y Santi- y yo me quedo bailando con la supernovia ¿vale? En media hora vamos para allí y todo arreglado.
–         Ok -dijo Santi-
–         Ya no sé si quiero bailar –dijo Marta enfadada-
Pero las dotes de persuasión de Tom hicieron el resto y, en menos de 5 minutos, ya estaban bailando en la pista. Tom lo hacía muy bien, y ella le seguía forzando algún roce no estrictamente necesario.
–         Ummm no podía perder la ocasión de bailar con una chica tan guapa… y sin ropa interior
–         Jo, no seas malo. Siempre jugáis conmigo –dijo ella algo ruborizada-
–         Como no te gusta… –dijo él irónico-
–         ¡Sí me gusta! Pero no está bien
–         ¿quieres bailar o quieres que vayamos ya al pub?
–         Bailar –dijo con voz de niña-
–         Bueno, pues relájate…
Tom bailaba muy bien. No había aprendido en ningún sitio, pero tenía esa habilidad natural. Marta le seguía tratando de concentrarse y no dar pasos equivocados. También había practicado cuando había podido preparando la boda. Ahora el ambiente era agradable. Más calmado en todos los sentidos. Un lugar para bailes clásicos y gente bien. Tom la hablaba al oido… cosas tontas como:
–         Mira, esa señora se parece a mi loro “Curro”
–         Jaja qué tonto eres…
–         Es que tú no conoces a Curro pero se parece –insitía él- claro que su marido no para de mirarte el culo…
–         Joder, es que lo tengo un poco grande… muy redondo y salido. ¡ojalá lo tuviera más plano! –dijo ella-
–         ¿Pero qué dices? Si más bonito no puede ser –contestó Tom mientras bajaba una de sus manazas a la curva del culo de ella, justo al punto donde si siguiese estaría mal visto-
–         ¿De verdad? Dime la verdad Tom… ¿qué te parece mi culo? Pero se sincero…
–         Vale, sincero. De tu culo pienso que en cuanto pueda te lo voy a utilizar –dijo él a su oido- es un culo perfecto para tocarlo, amasarlo, rozarlo, sentirlo apretado y caliente… y si sigues diciendo que es feo te llevo al baño a darte unos cuantos azotes… pero fuertes.
–         Ummm fuertes… qué ricos jaja –dijo ella siguiendo la broma. Estaba contenta por el comentario y algo ruborizada al pensar en los azotes-
–         Pues te sigue mirando el culo, jeje, seguro que es porque antes te ha pillado quitándote las bragas en la mesa… si es que eres lo peor, y todo para provocarnos jaja –bromeaba él- claro, ahora como sabe que vas sin ellas, está frenético.
–         Jajaja ¡no creo que sea por eso! No es él el que lo sabe jaja –dijo divertida- El que lo sabe es el camarero…
–         ¿Qué camarero? –preguntó Tom que se activó de repente-
–         El de antes… ese que también nos mira  -dijo tratando de ser discreta, pero Tom dirigió su mirada hacia él de forma descarada, era un tipo curioso: unos 40 años, mulato muy claro, impecablemente vestido con camisa blanca y pajarita, debía ser dominicano o similar, muy flaco y feo, el pelo corto y rizado le nacía en la parte alta de la frente, y estaba bastante picado de viruela… sin embargo, sus ojos eran penetrantes, almendrados y de un color verde impresionante-
–         ¿Ese te ha pillado? Jajajaja –Los ojos de Tom brillaban ahora con morbo- Vamos a provocarle…
Y sin hacer caso a las protestas de la chica, Tom fue dirigiendola poco a poco, con pasos precisos de baile, hacia la zona que atendía el camarero en cuestión. Ella se resistía pero seguía bailando protestando ligeramente, y Tom la llevaba mucho más apretada a su cuerpo. Pese a ello, el rostro de él era tranquilo, mientras que en ella se podía apreciar un cierto nerviosismo. Marta podía sentir el sólido cuerpo de él sobre sus pechos y eso, no podía evitarlo, la producía un hormigueo en su cuerpo. Tom sabía cómo moverse, cómo actuar, con determinación y cariño. Después de unos minutos, ya no tenía que obligar a Marta a bailar así de pegada, y era ella quien mantenía el contacto suave sobre el primo de su novio, con movimientos disimulados. Los pezones de la chica estaban incrustados en la tela del sujetador. Ella no quería pensar en lo que la estaba pasando. No podía entenderlo, pero Tom sabía como encenderla. Su control de la situación, su constante combinación de actos elgantes y educados, con otros “sucios”, conseguían tenerla de nuevo completamente derretida.
No conforme con ello, acentuaba el estado de excitación de la chica con caricias firmes de las yemas de sus dedos en la espalda de ella, el roce de sus labios en su cuello y oido, y el susurro de suaves palabras directamente allí. La decía cosas del estilo “hoy vamos a hacer una pequeña locura ¿quieres?”…  “lo que pase, sólo lo vamos a saber tú y yo” … “hoy sí que va a ser tu despedida de soltera”…  Marta no contestaba. Solamente bailaba muy muy pegada a Tom y se dejaba llevar a donde él quisiera. Y él, hacía que su baile fuese directamente frente a la mirada clara y directa del camarero mulato desde detrás de la barra. Ella, cuando sentía su mirada penetrante, simplemente cerraba los ojos y se aferraba más a Tom.
–         Estás muy caliente. Vamos a ver hasta donde. –dijo según se aproximaban hacia la barra donde el camarero trabajaba-
–         ¿Qué vas a hacer? –preguntó Marta temerosa-
–         Nada… lo de siempre… jugar, pero sólo hasta donde tú quieras, te lo prometo –dijo Tom tranquilizador-
–         ¿Qué les pongo señores? –dijo él hombre-
–         Nada de beber ¿tienen ustedes algún sitio tranquilo para hablar? –dijo Tom mientras deslizaba por la barra un billete de 50 tapado por su gran mano-
Marta simplemente no quería pensar lo que la esperaba. Sabía que Tom maquinaba algo, pero se sentía excitada y arrastrada por la personalidad tranquila y arrolladora de él. Curiosamente, el camarero tomó las palabras de Tom con la mayor naturalidad del mundo, y entrando por un pasillo, les guió a una puerta metálica rotulada con la palabra “Almacén” y, abriéndola ágilmente con una llave, encendió la luz y dijo “pasen señores”.
Los fluorescentes parpadearon y mostraron un lugar sencillo y limpio. Paredes blancas cubiertas por pilas de cajas de bebidas a distintas alturas y, en el centro de la habitación, una mesa alargada metálica con algunos taburetes bajos donde se podían preparar algunas cosas. Si no tuviera varios metros de larga, parecería la mesa de un quirófano. El hombre cerró la puerta y dijo:
–         ¿Se les ofrece algo más, señores?
–         ¿Te gusta la chica? Dijo Tom mostrándola del brazo sin más preámbulos mientras Marta mantenía la mirada hacia abajo-
–         Claro señor… es guapa la pendeja…  ¿su esposa? –no parecía extrañado por la situación-
–         No, digamos que va a ser mi cuñada… ¿la quieres ver bien?
–         No, por favor… -dijo Marta en un momento de lucidez y con voz casi inaudible-
–         ¿Quieres que nos vayamos, Marta? –preguntó Tom directamente, pero la chica no contestó-
Entonces, puso su gran manaza en el pelo recogido en coleta de la chica y la acercó hacia sí, boca contra boca, dándola un beso intenso. Incompresnsiblemente tierno y salvaje a la vez, y al que Marta correspondía con los ojos cerrados ignorando la presencia del camarero. La otra mano de Tom fue al pecho de la chica, acariciándolo sobre la tela con la misma ternura e intensidad que el beso. Entonces, la mano que tenía en la nuca de la chica la tomó con firmeza del pelo, orientando un poco hacia arriba la cabeza de la chica, a la vez que la lengua de él recorría impunemente todos los rincones de su boca, y pasaba a su cuello para volver a su boca. La mano que estaba en el pecho de ella bajaba recorriendo despacito el cuerpo de la chica como si la tomase medidas para una escultura: las costillas, el abdomen, pasando al culo o a sus piernas, para meterse debajo de su vestido y levantarla impúdicamente la falda hasta permitir al extraño camarero una visión directa de su coñito desprovisto de ropa interior.
En ese momento Tom dijo “Abre los ojos Marta” y pudo observar como el extraño camarero tenía un enorme bulto en su pantalón, y con la mano lo masajeaba sobre la tela, mientras su mirada lasciva estaba clavada en el coño de ella. Tom continuaba acariciándo su piel en el entorno, hasta que con un hábil gesto su mano acabó por cubrir el sexo de la chica presionando uniformemente. Marta no pudo evitar un gemido de placer.
Tom separó su boca del cuello de la chica y dijo al hombre tendiéndole un nuevo billete de 50:
–         Ya es suficiente. Déjenos un cubo de hielos.
–         Como mande señor –dijo el camarero servilmente mientras recogía el billete tendido por Tom-
Tom, cuidadosamente, hizo sentarse a Marta sobre la mesa metálica. Tratándola como a una princesa para, a continuación, súbitamente cambiar su actitud y empujarla hacia abajo hasta que ella quedó tendida boca arriba sobre la mesa, mientras imitaba la voz del camarero:
–         Vamos… pendeja… ya sabías a lo que venías, así que cómela mamasita.
–         Jajaj……. –la hizo gracia que Tom simulase la voz del camarero”
Sin embargo, Marta no pudo reirse más, porque Tom la tapó la boca con una mano, mientras con la otra desabrochaba bruscamente la cremallera de su pantalón y sacaba su polla en un generoso estado de excitación. A continuación metió su polla en la boca de la chica y volvió al acento caribeño: “dale duro mamita… demuestra lo que sabes o vuelvo a llamar a mi compadre…”. Marta, divertida y excitada, movía sus labios sobre la enorme barra de Tom con más ánimo que habilidad, pasando su lengua longitudinalmente y entreteniéndose en la puntita. Sentía como la rigidez de ésta iba en aumento. Él continuaba representando el papel de camarero mulato “Así, pendeja, ya sabía yo que esto te gusta… ¿eh zorrita?”, y apretaba los pezones de la chica entre sus dedos, tirando de ellos sin su delicadeza habitual. Por una extraña razón, cuanto más brusco era él, más caliente se sentía la chica, que lascivamente trataba de que la enorme polla la entrase completa en la boca.
Entonces Tom dio una vuelta de tuerca más a la situación y tomando ambas manos de Marta las sujetó con una suya sobre la cabeza de la chica. Ésta, tumbada boca arriba en la mesa metálica del almacén, estaba completamente a merced del primo de su prometido, caliente como el fuego…  y se iba a casar en menos de 3 semanas!
–         Así que esta novia está caliente? –dijo Tom malvado- pues yo tengo la solución…
Marta mientras tanto, chupaba sin manos la polla de Tom. Torpemente. Y él, estiró el otro brazo, y tomó el cubo de hielo que el extraño camarero había dejado para él. Con la piedra de hielo más grande que encontró, cilíndrica, casi del tamaño del interior de un vaso de tubo, se puso a pintar sobre el cuello de la chica. Marta solo podía gemir. Tom sacó su polla de la boca de la chica y le pasó el hielo por los labios como si fuera un pintalabios. Ella pasaba la lengua por el hielo como si siguiese chupando una polla, cosa que Tom aprovechó para continuar su ataque “Ummm Martita, eso no es mi polla y lo chupas igual… quizá no teníamos que haber echado al mulato jajaja”. Ella cerraba los ojos por vergüenza. Si no tuviera las manos sujetadas por la de Tom le habría pegado con el puño en el pecho. Pero estaba completamente inmovilizada y se dejaba hacer.
Tom era habilidoso también con el hielo. Lo pasaba por el escote de la chica… y bajaba hacia los pezones de ella mojando la tela q los cubría. Los pezones estaban duros como el propio hielo, y destacaban orgullosos como nunca. Luego bajaba el hielo hacia el abdomen, jugando con las costillas de la chica, y recorría paciente las ingles, la línea de sus braguitas que no tenía, o bien depositaba el hielo unos segundos en el ombligo de ella. Marta estiraba las piernas luchando contra la sensación, y a la vez deseando con todas sus fuerzas qué el gigante Tom siguiera hacia abajo. Que la usara. Que la follara. Que la poseyera como si fuera completamente de su propiedad. No podía evitarlo, era completamente de su propiedad.
Él ahora hacía círculos con el hielo alrededor de clítoris de la chica provocándola continuos escalofríos de placer. Cuando notaba que el orgasmo de la chica iba a llegar, paraba en su movimiento y se iba a recorrer otra zona… los suaves muslos de la chica, o subía de nuevo por la piel de seda de su costado a rodear sus pechos, camino del cuello y la cara.
–         Eres un cabrón ¿te lo han dicho? –acertaba a decir Marta-
Mientras Tom aún estuvo unos minutos jugando con ella. Después, soltó una mano de la chica y se la dirigió a su propio coño, instándola a masturbarse para él. El vestido marinero suelto estaba ya completamente levantado y húmedo. Así, tumbada boca arriba, casi se le subía hasta el bonito sujetador blanco de seda, que ahora estaba mojado por él hielo. Él se recreaba mirándo su suave piel. También jugando con el ombligo de la chica. Marta, agradecida y obediente, seguía las órdenes de Tom y se tocaba como si no hubiera nadie delante y estuviera en la intimidad. Estaba a punto de correrse y quería de nuevo la polla de Tom en ella. Hizo ademán de cambiar de posición, pero la manaza de Tom en su pecho se lo impidió, manteniéndola tumbada boca arriba en la mesa metálica
–         Aún no he terminado contigo… -dijo él-
–         Por favor
–         ¿Qué quieres Marta?
–         Fóllameee
–         Repítelo
–         Fóllameeee
–         No te oigo, repítelo
–         Fóllameeee por favor –dijo casi gritando-
–         Luego no digas que no querías eh…
–         Fóllame, fóllame, fóllame, fóllame…. por favorrrrr
–         Dime que eres Marta
–         Soy tu puta, tu guarra, tu zorra… para que me hagas lo que quieras… soy toda tuya… pero por favor fóllame ahora por favor…
La excitación hablaba por la boca de la chica mientras Tom, que había puesto las piernas de ella sobre sus hombros, situaba cuidadosamente su glande entre los labios vaginales de ella, friccionándolos de arriba abajo. Con movimientos suaves y sucesivos fue metíendo su erguido miembro cada vez más profundo en las entrañas de la novia de su primo Santi que gritaba “AAAAAAAAAAAHHHHHHHHHH” “AAAAAAAHHHHHHHHH”. Una vez estuvo clavada hasta el fondo detuvo su movimiento y preguntó:
–         ¿Esto era lo que querías?
–         Síiii
–         ¿Del primo de tu novio?
–         Síiiiii…
–         ¿Para esto querías venir a bailar?
–         Síiiiiiii para esto! Sigue por favor… -rogaba a Tom fuera de sí-
Después de oir eso, la actitud de Tom volvió a cambiar. Empezó a follarla con intensidad. Metódicamente, entraba en el cuerpo de la chica una y otra vez. Cada cosa que hacía era respondida por la chica con gemidos de excitación. Momentos después puso una de sus manos en la cara de ella. La acariciaba dulcemente para, de cuando en cuando, cambiar su papel y meterla varios dedos en la boca, o la darla pequeñas y crueles palmadas en su mejilla. A Marta todo parecía gustale.
La pidió que se tocase el clítoris para él, mientras la contemplaba con una mirada mezcla de perversión y cariño. Estaba tomando cariño a esta preciosa muñeca. Joder. En eso pensaba cuando ella empezó a contraerse y a gritar AAAAAAAAAHHHHHHHHHHHHHH AAAAAAAAAAAAAHHHHHHHHHH MADRE MÍA… MADRE MÍA… ¿QUÉ ME HAS HECHO CABRÓN?   AAAAAHHHHHHHHH…. Ella misma se tapó la boca mientras Tom veía todo su cuerpo convulsionándose en espasmos distanciados varios segundos…Un orgasmo largo que Tom la dejó disfrutar penetrándola lentamente para, cuando ella estaba ya relajándose, empezar unas brutales embestidas sobre el frágil cuerpo de la chica que comenzó a gritar otra vez AAAAAAAAAAHHHHHHHHH.
Justo antes de correrse, Tom sacó su polla y la cubrió con su manaza, depositando su semen ardiendo sobre el abdomen de la novia de su primo. En ese momento había algo más que sexo en las miradas.
Tardaron algunos minutos en recuperarse. Tom, de nuevo, se dio el gusto de ver arreglarse a la chica en aquel almacén que a partir de ahora ambos mantendrían en su memoria. La chica era preciosa. La hizo una concesión más: al salir a la pista bailaron una pieza y, tomados de la mano salieron del bar a buscar a Carlos y a Santi.
No terminaron aquí los episodios, pero eso lo contaré en la siguiente entrega. El día de la boda 😉
Muchas gracias por leer hasta aquí, por vuestros votos y comentarios. También por los correos.
Carlos
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