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Historia de un verdadero amor

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Historia de un verdadero amor.

Historia novelada de un hecho histórico, el amor entre una judía y una mujer aria en la Alemania nazi. En este capítulo la protagonista descubre su lesbianismo con una compañera de trabajo. Puede parecer invención mía pero esto ocurrió y yo solo he dotado a la historia de sus pasajes eróticos. Si no lo creéis revisad los siguientes enlaces, aunque no os lo aconsejo porque os perderéis la tensión de la trama al saber de antemano el desenlace.

http://www.inescapablemente.es/la-verdadera-historia-de-felice-schragenheim-y-elisabeth-%E2%80%9Clilly%E2%80%9D-wust/

http://www.elpais.com/articulo/agenda/Aimee/ha/muerto/elpepigen/20060419elpepiage_7/Tes/

Berlín, 15 de noviembre de 1941

Querido diario:

Esta tarde al salir de la oficina estaba lloviendo. He llegado a casa empapada pero la lluvia no ha conseguido limpiar la vergüenza que siento. Soy una judía trabajando en una publicación nazi. Me doy asco.

Por salvar mi vida, estoy traicionado a mi religión y a mi raza. He cambiado mi apellido para ocultar mi origen, me he pintado el pelo para parecerme a los asesinos de mi pueblo, pero no he podido dejar de recordar en sueños el día que la Gestapo se llevó a mi abuela y a Aaron, mi hermano de quince años. Sus fantasmas no me dejan en paz cuando sin ningún recato escribo esos panfletos ensalzando al Fuhrer. Malditos nazis, he aprendido a disimular la repugnancia que siento al saludar cada mañana a mi jefe con el brazo en alto.

La guerra está siendo ganada por mi país, Alemania y eso significa que estoy condenada a pasar mi vida escondida tras una identidad que no es la mía.

Berlín, 1 de diciembre de 1941.

Querido diario:

Hoy mi jefe, un maldito, se ha intentado sobrepasar conmigo. Para él, soy solo una muchacha de campo, recién llegada a la ciudad que no tiene familia. Esta tarde al terminar el horario laboral, me ha llamado a su despacho. Nada más entrar, ha posado sus grasientas manos en mi trasero y me ha besado.

Ha sido asqueroso. Sentir como me acariciaba y me susurraba a oído lo mucho que me deseaba, me ha dejado paralizada. No le ha importado mi ausencia de respuesta. Sus garras se han apoderado de mis senos y estrujándolos, ha baboseado lascivas palabras de amor, mientras posaba su duro sexo contra mis nalgas.

Gracias a Dios Todopoderoso, cuando ya había desabrochado los botones de mi uniforme de secretaria y ya preveía mi desgracia, ha llegado a nuestros oídos la sirena que avisa de un bombardeo inminente, sino sé que hubiera forzado mi virginidad. El señor Hass, subiéndose los pantalones, ha salido corriendo.

Tengo veintidós años y soy virgen. El único contacto que he tenido con un hombre hasta ahora fue hace un año con Jacob, un amigo de la infancia, que al salir de la sinagoga me robó un beso tras un arbusto.

Berlín, 15 de diciembre de 1941.

Querido diario:

No te imaginas la tortura que he pasado durante estas dos semanas. Por mucho que he intentado no quedarme sola con él, no he podido. Todos los días, ha aprovechado que hay mucho trabajo para obligarme a hacer horas extras e irremediablemente, cuando mis compañeras se han ido, el Sr. Hass me ha manoseado y declarado su amor.

Está casado, es un nazi convencido y me da repulsión.

He tenido que vencer las ganas de vomitar, cada vez que he sentido su lengua en mi boca. Sé que para el soy un mero objeto de su lujuria. Me ha forzado a masturbarle pero ha respetado mi virginidad al inventarme un novio capitán del ejército.

No tengo ni idea de que voy a hacer cuando se entere que no existe.

He pensado incluso en mandarle un anónimo a su mujer pero no me conviene que se monte un escándalo, si alguien empieza a indagar es seguro que la policía descubriría que soy una impostora.

Berlín, 20 de diciembre de 1941.

Querido diario:

Hoy se ha abierto un pasillo a mi esperanza. El Sr. Hass ha sido llamado a filas. Le han comunicado que su destino en el frente ruso. Espero que una bala bolchevique acabe con su vida. Se tiene que presentar mañana en la estación. No me ha dado ninguna pena cuando se ha despedido totalmente, sabe que se va a incorporar a la división con más bajas de todo el ejército alemán y no todas producidas por el enemigo. El general Invierno que venció a Napoleón está haciendo de las suyas con los nazis.

Deseo que muera congelado en las estepas rusas.

Para celebrarlo, he quedado con Ilse, una compañera de trabajo. Vamos a ir a la ópera. Uno de los distribuidores de la revista le regaló a dos entradas y me ha pedido que le acompañe.

Berlín, 22 de diciembre de 1941.

Querido diario:

Estoy hecha un lio. No sé si ayer fue la mejor noche de mi vida o por el contrario la constatación de lo bajo que he caído.

Necesito contarte que es lo que me ocurrió. Me urge ponerlo por escrito, no me atrevería a confesárselo a nadie que no fueras tú, mi amado diario.

Me encontré con Ilse en la puerta del teatro. Desde un primer momento me di cuenta cuan diferente era mi compañera fuera de los adustos muros de la oficina. La trabajadora seria y eficiente ha resultado ser una mujer encantadora y divertida que conoce a todo el mundillo musical de nuestra ciudad.

La obra, “el holandés errante”, me encantó aún sabiendo que es la preferida de Hitler. No pude resistir las lágrimas cuando Senta, la protagonista, muere para salvar a su amado. Me sentí sobrecogida por su amor. ¡Ojalá! llegue algún día a conocer a alguien que se merezca que de la vida por él.

Al salir de la representación estaba lloviendo, fui incapaz de coger un autobús para volver a casa, era tan tarde que mi compañera me invitó a dormir en la suya y todavía no me creo lo que ocurrió.

Como llegamos empapadas y ateridas de frio, lo primero que hicimos fue cambiarnos de ropa, Ilse me prestó un delicado camisón de seda. Mientras me cambiaba, observé con fascinación que ella se había puesto uno transparente. Mi cara de sorpresa le obligó a preguntarme que me pasaba, a lo que le respondí que era la primera vez que veía a una mujer casi desnuda.

-¿Quieres que me lo cambie?-, me contestó con una sonrisa.

Cortada, fui incapaz de decirle que prefería que se pusiera uno más recatado, quizás me dio miedo pensar que si se lo cambiaba iba a verla totalmente desnuda o por el contrario me gustaba verla de esa guisa.

-Hace frio, ¿te apetece un snaps para entrar en calor?-, me dijo mientras cogía una botella de la cómoda de su habitación.

La idea de consumir alcohol era atrayente, además de estar helada, necesitaba una inyección de valor. Estaba incomoda. No podía dejar de mirar de reojo su escote. La desvergonzada abertura me daba una visión clara de sus pechos y la leve tela me dejaba entrever sus oscuros pezones. Hasta anoche, jamás se me había pasado por la imaginación que alguien se pudiera poner algo tan poco correcto sin ser una prostituta.

Ilse se mostraba encantada de la reacción que su desnudez provocaba en mí. Esta mañana me confesó que encendió la luz de la mesilla para que su cuerpo se transparentara, dejándomelo ver en su totalidad.

Asustada por sentir que me atraía una mujer, me bebí de un solo trago la copa. Ahora sé porque mi compañera se ocupó en rellenar inmediatamente, me ha reconocido entre risas que quería emborracharme. Según ella, al conocerme se enamoró de mí y esperaba que el alcohol, facilitara las cosas.

No hizo falta, no sé si siempre he sido lesbiana y no lo sabía, pero contra lo que la estricta educación que me dieron mis padres dicta, no pude resistir acariciar sus pechos por encima de la tela y acercar mi boca a la suya, esperando aterrada que no me rehusase. No sé si hubiera podido soportar la vergüenza del rechazo.

Ilse sonrió al ver mis labios tan cerca de los suyos y cogiendo mi cabeza entre sus manos, me besó. Fue un beso sensual y excitante, lento, profundamente cariñoso, muy alejado de ese beso casto de mi infancia y en las antípodas de esos con los que mi jefe me torturaba todas las tardes hasta que se fue. Sentir su lengua introduciéndose en mi boca fue maravilloso, pero aún más el notar sus pechos posándose delicadamente contra los míos.

Debería estar avergonzada pero la excitación me dominó cuando su mano, posándose en mi trasero, obligó a mi pubis a pegarse contra su sexo. No hizo falta que nadie me dijera que era contranatura, no necesité que mi rabino me recordara que iba contra la ley de Yavhe, sabía que estaba pecando pero aún así me dejé llevar a su cama.

Nunca había osado ninguna mujer en besarme en la boca y menos recorrer con su lengua mi cuello en dirección a unos pezones que endurecidos esperaban con ansía su llegada. No pude reprimir un suspiro cuando sentí la humedad recorriendo mis aureolas. Deseaba experimentar hasta el final esas sensaciones totalmente nuevas para mí, aunque al día siguiente me odiara por caer en la tentación.

Con la delicadeza de una madre, Ilse fue desabrochando los botones de mi camisón. En su mirada pude descubrir su deseo, deseo puro tan brutal como el que emanaba del sr. Hass pero a la vez dulce y tierno. Lentamente, fue retirando los tirantes, dejándome desnuda de cintura para arriba.

-¿Es tu primera vez con una mujer?-, me preguntó susurrándome al oído.

-Es mi primera vez-, le respondí dejando claro que era virgen.

Su cara mostró su extrañeza, con toda la dulzura del mundo me comentó que creía que yo ya había conocido varón. Llorando le confesé los abusos a los que había sido sometida por nuestro jefe y que afortunadamente gracias a una mentira piadosa había conseguido que me respetase.

-Pobrecilla-, me dijo mientras mascullaba una serie de insultos todos ellos referidos al sr. Hass, tras lo cual me preguntó que porqué no le había denunciado.

-Tuve miedo, no conozco a nadie y ese tipo tiene muchos amigos-, le respondí sin reconocerle la verdad de mi origen. “No sé si puedo confiar en ella” pensé al recordar que Ilse podía ser lesbiana pero trabajaba, como yo, para una publicación nazi.

-Maldito hijo de perra-, me contestó enfadada,-los hombres son una basura. Te juro que yo no te voy a forzar. Si quieres lo dejamos-.

-No, te deseo-, le respondí asombrada conmigo misma. La mujer, que sobre esas sabanas yacía, no era yo. Jamás ni en mis sueños más pecaminosos se me hubiere pasado pensar que algún día iba a estar en una situación semejante y que encima fuera yo quien tomara la voz cantante.

No se hizo de rogar, levantando mi trasero, me despojó del camisón dejándome totalmente desnuda. El olor a mujer necesitada inundó la habitación, nuestros sexos rezumaban de humedad cuando quitándose ella su braga de encaje, se acostó a mi lado. Libre de prejuicios mi boca se apoderó de sus pechos. La suavidad de su piel de niña, el suave aroma a jabón que despedía me convenció: La necesitaba.

-Hazme tuya-, alcancé a implorar al reparar que sus dedos se iban acercando cautelosamente a mi sexo.

-¿Seguro?-, me preguntó.

No esperó a mi respuesta, separando mis piernas fue bajando por mi cuerpo deteniéndose brevemente en mi ombligo. Su lengua entretuvo jugando con él mientras sus dedos separaban los labios de mi sexo, dejando mi botón al descubierto. Todo era nuevo para mí, en mis veintidós años jamás había osado a traspasar esa frontera visible y auto impuesta que delimitaba mi vello púbico, nunca las yemas de mis dedos habían acariciado el prohibido clítoris. Por eso cuando la punta de su lengua se aproximó a mi preciado secreto, me entraron las dudas y suspirando le pedí que tuviera cuidado.

Sonriendo, me miró comprendiendo mis reparos y con una exasperante lentitud se fue acercando. Durante una eternidad lo único que sentí fue su aliento. Con los nervios a flor de piel, gemí deseosa y horrorizada que tomara posesión de su feudo. Forzando su acción acerqué su cabeza a mi sexo, pidiendo con un grito ahogado que me hiciera sentir eso tantas veces vedado.

Ya completamente convencida de mi deseo, Ilse recorrió mis pliegues concentrándose en mi ya erecto botón. El efecto de sus caricias fue inmediato, retorciéndome en la cama el placer me subyugó y, como si fueran los estertores gozosos de la muerte de mis antiguos prejuicios, me corrí salvajemente. Sorprendida por la violencia de mi orgasmo, mi amante se bebió mi flujo como si fuera el néctar que tanto requería su femineidad para sentirse completa. Su insistencia, en evitar que nada se escapase de su boca, prolongó mi placer en un éxtasis continuado que me volvió paranoicamente hambrienta de más. No sabía el que era eso que necesitaba y llorando le supliqué que siguiera.

Fuera de sí y con las hormonas de una hembra en celo, Ilse entrelazó nuestras piernas pegando mi torturado sexo al suyo. Fue el banderazo de salida a un cabalgar mutuo. Ella se convirtió en mi caballo, mientras que yo era su silla y enloquecidas por la fuerza de nuestra pasión nos lanzamos al galope. No sentí ningún reparo en compartir su humedad con la mía, al contrario recibí con mis piernas abiertas el abrazo de Lesbos. Mi ya adorada compañía uso sus manos sobre mis pechos para forzarme a acelerar mis movimientos. No pude seguir, estaba tan desbocada que anegándome por segunda vez en la noche, me desplomé entre sus brazos.

-¿Te ha gustado?-, me preguntó posando su cabeza al lado de la mía sobre la almohada.

-Si-, le respondí, -me gustaría devolverte el placer que me has dado-.

-Mejor otro día, debemos dormir sino mañana se nos notará en el trabajo, pero no te preocupes dejaré que me uses como si fuera tu perra judía-.

-¿Cómo dices?-, le pregunté asustada al creerme descubierta.

-Es broma, no he querido ofenderte o compararme con una de esas sucias. Es una forma de hablar, estoy totalmente enamorada de ti, quiero ser tuya, cuidarte y obedecerte sin pedirte nada a cambio-.

-Cómeme otra vez-, le exigí a esa mujer.

Ilse se acababa de caer del pedestal al que la había encumbrado, jamás podría enamorarme de ella, pero no por ello iba a dejar de aprovecharme del placer que me podía dar esa recién estrenada relación.

Querido diario, durante toda la noche le obligué a darme placer. Orgasmo tras orgasmo me corrí en su boca, usé una porra que un antiguo novio de Ilse dejó abandonada en su casa para penetrarla, disfruté teniéndola a mi merced…

…. pero me negué a que ella me desvirgara.

…. puedo ser una sucia lesbiana…..

…. puedo ser una sucia judía….

…. pero la mujer que rompa mi himen será mi holandés errante… mi verdadero amor.

 

Relato erótico: “Vacaciones con mamá 6” (POR JULIAKI)

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DE LOCA A LOCA PORTADA2Vacaciones con mamá (Día 6)

sin-tituloMe despierto más temprano de lo normal y todavía no soy capaz de creerme todo lo que estoy viviendo, especialmente lo que sucedió ayer. Ya no sólo he tenido la suerte de tener a mamá desnuda delante, sino que después de ciertas copas de alcohol y escuchando follar a nuestros vecinos nos lanzamos de lleno y nos masturbamos uno delante del otro a escasos centímetros. ¿No es una auténtica locura? ¿Qué pensará mamá de todo esto? ¿Se sentirá avergonzada?

Miro hacia mi lado izquierdo y ahí está mamá tumbada durmiendo plácidamente. Levanto la sábana y la bajo hasta los pies de la cama, para poder observar ese cuerpo con los primeros rayos de sol que entran entre las cortinas. Puedo disfrutar perfectamente de su cuerpo desnudo. Es increíblemente hermosa. Me gusta tenerla ahí, al lado, así que instintivamente mi otra mano comienza a menear mi polla que ya está a tope, cómo no. Me estoy masturbando delante de su cuerpo desnudo, es increíble. Ya no sé cuántas locuras más cometeré…

De pronto abre los ojos y me mira. Me ha pillado de lleno. Me quedo algo paralizado pues ahora ya no está borracha como anoche y no creo que le guste que me la esté cascando delante de su cuerpo desnudo. Estoy esperando sus gritos, pero ella después de un rato mirándome, me sonríe y después se fija en mi polla que se asoma entre mis dedos. Me pasa la mano por mi flequillo en gesto cariñoso. Se incorpora y se sienta en la cama. Me encanta verla así desnuda y especialmente con esa pose que ha puesto, entre inocente y malvada.

– Buenos días, hijo. Ya estás a tope por lo que veo.

– Sí, mamá, perdona.

– No, tranquilo, no me voy a enfadar, entiendo que todo esto es un lío.

– Y tanto…

– Pero no solo para ti, cariño. También lo es para mí.

– Gracias por tu comprensión, mamá, pensé que te ibas a molestar.

– No, no me molesta, me siento mal por ti, no quiero que sufras.

– Al contrario, no sufro, estoy disfrutando como nunca – añado eufórico.

– Ya, pero puede ser negativo que todo esto pueda ser una frustración.

– ¿Frustración?

– Sí, mi amor, tranquilo, entiendo que estés confuso, excitado, con ganas de tener sexo. Y tengo un plan. – suelta repentinamente.

– ¿Un plan?

– Sí, creo que debes usar eso de una vez. – dice señalando mi polla.

– ¿Cómo? – mi pregunta es de total incomprensión.

– Sí, anoche hablando con Sandra en la terraza… bueno me di cuenta de muchas cosas y creo que le gustas mucho, ya lo sabes.

Por un momento he llegado a pensar que mamá me iba a decir otra cosa que yo quería oír, pero veo que sus planes van por otro lado. Ella continúa contándome ese plan desperezándose del todo y dejándome flipado. Yo sigo con mi polla en la mano y me acaricio lentamente ante su atenta mirada. No parece importarle.

– Sí, hablando con ella anoche, me confirmó lo que le gustas y lo que le atrae esa polla que tienes, además, ya sabes… le dije que follas de maravilla y he pensado que quizás puedas… ya sabes.

– No te entiendo…

– ¡Follártela! – dice de golpe en una palabra que jamás pensé oír de la boca de mamá.

– Pero eso… ¡No puede ser!

– Si, la tienes a tiro. Creo que podríamos trazar una estrategia y por fin estrenarte.

– ¿Con Sandra? – pregunto confundido.

– Claro, está coladita. ¿No te gustaría?

Prefiero no contestar, mientras mamá se queda con la vista fija en mi polla. Al fin se levanta hacia el baño y yo disfruto de su cuerpo y de sus enigmáticos andares. Me sigue pareciendo una diosa.

– ¡Mirón! – me dice.

– Es inevitable.

– Jajaja, no pasa nada tonto. Disfruta que a mí me gusta que me mires así.

Y desaparece tras la puerta del baño. Yo comienzo a hacerme la paja que comencé y reviviendo todas las sensaciones que me tienen aturdido. De pronto mamá asoma la cabeza por la puerta.

– No te masturbes tanto cariño. Resérvate para ese momento – dice de pronto mientras yo me detengo en seco.

Parece que puede ver más allá, incluso a través de las puertas. Poder de madre, debe ser. Es increíble, pero no me puedo creer que ella esté trazando un plan para follarme a Sandra, cuando lo que a mí me apetece es otra cosa… ojo, no digo que no me guste la idea de tirarme a esa rubia tan buenorra, pero no sé, mis miras iban por otro lado.

Después de vestirnos y bajar a desayunar volvemos a la habitación con la intención de prepararnos para ir a la playa, pues allí seguramente estarán nuestros vecinos, ya que no los hemos visto en toda la mañana. Mamá vuelve a quedarse desnuda en un instante y me encanta que lo haga con tanta naturalidad, como si no hubiese ningún obstáculo para hacerlo. Yo también lo pienso y me despeloto al igual que ella.

– ¿De verdad tengo un cuerpo bonito, Víctor? – me pregunta de repente mirándose frente al espejo.

– ¿Bromeas? ¡Estás buenísima! – afirmo categórico.

– Gracias. – me contesta sonriendo.

– Es la verdad. Tienes un cuerpo alucinante.

– Ya, eso dice Sandra, que este cuerpo debería lucirlo y también su marido, que se empeña en que nos desnudemos en la playa…

Por un momento imagino la cara de Toni viendo a mamá completamente desnuda. Fliparía como lo estoy haciendo yo.

– ¿Te gustaría hacerlo? – le pregunto.

– ¿El qué?

– ¿Qué si te gustaría desnudarte en la playa?

– Ufff, no sé, sería algo muy fuerte – contesta volviéndose hacia el espejo.

– Tu cuerpo es increíble, por eso no tengas reparo, serás la sensación de la playa, si es porque te cortas, lo entiendo, claro.

– Estoy hecha un lío, hijo, por un lado me muero de vergüenza con solo pensarlo, pero por otro me gustaría dar ese salto y desnudarme ¿Te gustaría que lo hiciera? – me pregunta mordiéndose el labio de una forma muy sensual.

– ¡Claro que sí! De hecho ya lo estás ahora y es lo mejor que me puede pasar.

– Ya, pero una cosa es estar desnuda delante de ti, como ahora y otra bien distinta despelotarme delante de todo el mundo. Contigo me siento relajada…

Mamá no deja de fijarse en el espejo viéndose reflejada su hermosa desnudez.

– ¿Te gustaría que te viera Toni desnuda? – le pregunto de pronto, sabiendo que ese es un buen reclamo.

– Sí – contesta enrojeciendo.

– Pues hazlo y muéstrale ese cuerpo. – contesto mientras mi polla ha vuelto a alcanzar su máxima expresión.

Mamá me mira a los ojos y a continuación a mi verga en la que se fija detenidamente, como hiciéramos esa misma noche en nuestra paja mutua.

– Deberíamos quitarnos el vello. – comenta repentinamente

– ¿Cómo? – pregunto sorprendido, pues no me esperaba que ella parezca decidida.

– Sí, cariño… sí queremos bajar, debemos rasurarnos.

– ¿Quitarnos todo?

– Sí, nos quedaría mejor. ¿No crees?- añade volviéndose al espejo y fijándose en su pubis.

– Mamá, a mi me encanta así, como lo tienes.

– ¿Y no te gustaría que me lo quitara y llevarlo como Sandra? – me pregunta volviéndose hacia mí acariciando el ensortijado vello de su entrepierna.

– Pues sí, supongo que sí. De cualquier forma te verás preciosa, mamá.

– A ella le gusta llevarlo depilado y a Toni también… además todo el mundo en la playa lo lleva afeitado.

– Ahora mismo estoy tan sorprendido, que no acabo de creérmelo, mamá ¿En serio vas a bajar a la playa y te vas a desnudar? ¿Y encima te vas a quitar todo para que se te vea al completo?

– Jeje, sí, claro. – contesta riendo nerviosa, supongo que al darse cuenta de cómo su rajita va a quedar expuesta ante todo el mundo

– Me dejas alucinado.

– Hijo, sólo nos queda un día de vacaciones. Como tú has dicho, si no hacemos las locuras de este viaje no las haré jamás. Quiero aprovechar el poco tiempo que nos queda y hacerlo: ¡Desnudarme del todo!

– Bueno, eso ya lo estás.

– Sí, pero mostrar mi coño por entero a todo el mundo. Quizás mañana me arrepienta ahora estoy tan excitada de tan solo pensarlo…

Joder, si no lo hubiera escuchado, pensaría que estoy delirando, pero sí, mamá lo ha dicho y claramente, no solo quiere desnudarse, sino que está tan lanzada que está loca por exhibir su coño sin obstáculos y además que está más cachonda que nunca.

– Tendrás que ayudarme a rasurarme y luego te ayudo yo a ti. – Añade dirigiéndose al baño.

– ¿Qué?

– Sí, me tienes que echar una mano, porque yo sola no me veo bien. No quiero que quede ni un pelito.

Cuando regresa a la habitación se queda mirando mi cara de bobo.

– ¿Me querrás ayudar? – pregunta con morrito de niña mala.

Estoy francamente impactado. Ya no solo con ver a mamá todo el día en pelotas delante de mí, exhibiéndose como si tal cosa, algo que está yendo más allá de mis fantasías, sino que me está pidiendo que le eche una mano. ¡Una mano a su chocho!

Mamá extiende la toalla sobre la cama y saca del neceser unas tijeras, un recipiente con agua, crema de afeitar, un bálsamo tipo after shave y una cuchilla. A continuación se sienta sobre la toalla, abre sus piernas al completo y me mira de una forma que me parece más que seductora.

– ¡Vamos, cariño! – dice extendiendo su mano hacia mí con las tijeras.

Sobra decir que mi erección es intensa y ella mira entre orgullosa y excitada ese volumen de mi miembro que sabe a todas luces, es por su culpa.

Cojo la tijera y me arrodillo entre las piernas de ella. La visión no puede ser más increíble y maravillosa. El coño está abierto como nunca antes lo he visto. Se distinguen claramente sus labios mayores, ligeramente inflamados y su rajita parece estar brillando.

– ¡Venga, que no tenemos toda la mañana! – me apura sonriente.

Empiezo a recortar los pelitos de su pubis por la parte de arriba procurando no tocar su piel, pero mi polla no deja de crecer estando en esa tarea que no pude imaginar jamás. Sigo con el traqueteo de la tijera y en alguna ocasión mis dedos rozan su pubis. ¡Dios!

– Es increíble que estemos haciendo esto – me comenta ignorando mis accidentados roces.

Noto que mis carrillos arden cuando subo la mirada fija en sus ojos. Ella también está colorada.

– ¿Lo hago bien? – pregunto.

– Sí, cariño, muy bien. – contesta acariciando mi pelo.

– Es que nunca he hecho esto antes.

– ¿Alicia lo lleva rasurado?

– ¡Mamá! ¿Otra vez con Alicia? – digo dejando de manejar la tijera y mirándola fijamente.

– Perdona hijo, era curiosidad.

– No, no sé cómo lo lleva, la verdad.

– ¿No le has visto el coño todavía?

– No… y ninguno, al menos desde tan cerca. – respondo bajando la mirada y siguiendo con mi tarea.

– ¿Quieres decir que este es el primer coño que tienes a tan poca distancia?

– Sí – respondo aturdido por su pregunta y por el hecho de que lo llame tranquilamente “coño”.

– Pero hijo…

– ¿Qué pasa?

– No, nada. – responde supongo que sorprendida no solo de que siga siendo virgen, sino de que en el sexo esté lo que se dice: “pez”

– Vaya. ¿Y qué te parece este primer coño que ves desde tan cerca? – añade sonriente esperando si cumple las expectativas y vaya si las cumple.

– Me parece precioso, mamá.

– Jajaja…, gracias hijo – responde nerviosa.

– Es algo alucinante.

– Pues por ahí saliste tú, ya ves.

Por un momento se cruzan por mi mente esa frase, pensando en cómo hemos llegado tan lejos y como se están produciendo tantos acontecimientos extraordinarios y ¡Tan deprisa!

Vuelvo con la tarea de la tijera y de vez en cuando mis dedos rozan la parte interna de sus muslos. Ni siquiera esa zona había podido soñar jamás con acariciar y ahora estoy ahí, entre las piernas de mi madre, con todo su chocho bien abierto y afeitándola en ese lugar como si tal cosa.

– Bueno, me lo has dejado bien cortito, ahora empieza con la cuchilla. – me ordena ella.

A continuación toma en su mano una porción del jabón y se lo extiende sobre toda su entrepierna. Se mira para ver si está bien impregnada con la crema.

– ¿Lo tengo todo cubierto?, mejor termina tú de extenderlo. – me dice.

Nos miramos durante un segundo y a continuación acerco mi mano a ese lugar prohibido, mágico, ese que siempre quise tocar. Acerco mis dedos y nada más rozar esa zona, mi polla pega otro espasmo en señal de la excitación que me invade. Qué maravilla tocar esa zona tan suave de mamá y mover la blanca espuma por ese lugar prohibido. Ella no rechista, creo que le está gustando notar mis dedos. Los dos andamos necesitados y cualquier cosa nos enciende más, es inevitable. Miro a sus ojos y los noto brillar, además se está mordiendo su labio inferior. ¡Joder, qué imagen!

La cuchilla empieza a hacer su trabajo por la parte superior de su pubis, y fácilmente se va llevando los pelitos que quedaron y ahora muestran directamente su piel. Tengo que apoyar los dedos de mi mano izquierda sobre esa zona para estirar su piel y poder pasar la cuchilla con la otra mano. Mi madre sigue sin rechistar, pero veo que su chochito está más brillante que al principio. Me lo quedo mirando durante unos segundos.

– ¿Ocurre algo, hijo? – pregunta intrigada por haberme detenido.

– No, nada.

– ¿Por qué has parado?

– Es que tu rajita brilla mucho.

– Ufff, claro, es que me estas tocando por ahí y una no es de piedra, cariño.

– ¿Te está excitando? – le pregunto mirándole fijamente a los ojos.

– Mucho. Pero, anda, sigue… – responde intentando con dificultad, quitar importancia al hecho.

Me encanta la idea de estar dando gustito a mamá con mis dedos, de que ambos estemos desnudos, de que yo me apoye sobre sus muslos, acaricie descaradamente su pubis, de pasar la cuchilla por esa zona infranqueable. A partir de ese momento ya no me noto forzado, sino que lo hago con parsimonia pero con total entrega, acariciando con una mano, quitando los restos de jabón con la otra, pasando la cuchilla lentamente, aclarando con agua y descubriendo la belleza de su sexo.

A esas alturas, el coño de mamá está más que brillante, pues alcanzo a ver cómo se escurren los fluidos que emanan de su coño, cada vez más visible por cierto, hasta que termino del todo dejándola sin un solo pelito. La verdad es que he sido muy cuidadoso y nunca había hecho esto, pero me ha quedado francamente bien.

– He terminado. Creo que ha quedado bien – le digo, aclarando la cuchilla.

– No, hijo, acláralo todo bien con agua, por si queda algún pelito – me dice y noto cierto temblor en su voz.

Echo algo más de agua para un buen aclarado y noto como sus pezones están puntiagudos y sus carrillos enrojecidos.

– Ahora aplícame ese bálsamo para que no se irrite la zona. – me vuelve a indicar casi en un susurro.

Se nota que está muy excitada, tanto que no ha querido esparcirse ella misma el bálsamo, sino que prefiere que lo haga yo y que siga acariciándola ahí abajo. Me esmero al máximo y aplico esa pomada sobre mis dedos y la voy extiendo por toda esa zona inexplorada. Me recreo sobre su pubis, viendo como el líquido va cayendo por su raja y por sus ingles, luego mis dedos continúan, esta vez con total descaro acariciando sus labios mayores, más que inflamados, su rajita que se humedece con ese líquido viscoso toda la zona. Mi pulgar juega metiéndose ligeramente en su coño, apenas unos milímetros pero ella está jadeando más de la cuenta, ya son gemidos, entonces recuerdo aquellas clases de sexología del instituto donde nos contaron lo del botoncito mágico y ahí voy, acariciando con sumo cuidado su clítoris, primero alrededor, para luego más intensamente sobarlo con mi dedo corazón. Entonces mamá se agarra a mi cabeza y empieza a emitir unos pequeños gemidos que van en aumento. Me quedo mirándola, cómo echa su cabeza hacia atrás, como abre su boca y entonces entra en trance. Toda su piel se pone erizada, su boca suelta una gran bocanada de aire y sale de su garganta un sonido que me encanta, una mezcla de gritito ahogado, como si fuera una gatita en celo ¡Joder se está corriendo con mis dedos!

No sé cuánto tiempo pasa, pero por un momento he pensado que estaría así eternamente, deteniendo el tiempo y disfrutándolo como el mejor aprovechado de mi vida. Acaricia mi cabeza, me mira fijamente a los ojos y suspira intentando recuperarse del trance.

– Gracias hijo, lo has hecho muy bien – añade

Por un momento dudo si se refiere al afeitado o a esa pajilla que le he hecho y produciendo sobre su cuerpo un orgasmo brutal.

– Sí, creo que te ha quedado muy bien – añado secándola toda la zona con la toalla.

– ¿No has dejado nada de vello?

– No. Estás limpia y libre de pelitos.

– ¿Y te gusta? – me pregunta todavía con un ligero temblor en su voz.

– Sí, está precioso. Antes también me gustaba, pero ahora se te ve aun mejor.

– Asegúrate que no queda nada ni por el culo ni nada.

En ese momento mamá se levanta de la cama y se da la vuelta, abre los cachetes de su culo y me pone el coño a pocos centímetros de mi cara. Arrodillado tras ella veo su rajita abierta y sus dedos haciendo fuerza para mostrar esa zona al máximo. No le queda ni un pelo, solo una abertura sonrosada. Viendo el agujero de su coño estoy a punto de meter ahí mi lengua, porque está invitándome a entrar, como si fuera la tentadora puerta del infierno. Pero me contengo a duras penas.

– Nada, está precioso, mamá – añado pasando mi dedo por la rajita, haciendo que ella cierre ligeramente las piernas, atrapándome la mano, pues aun tiene el cachondeo encima.

– Gracias hijo has hecho un buen trabajo. – dice dándose la vuelta.

Su cuerpo desnudo con su esplendorosa rajita inflamada coronando esa obra, queda a pocos centímetros de mis ojos que miran flipados esa maravilla.

– ¿Quieres hacer unas fotos? – esta vez es ella la que se me adelanta y se ofrece a posar orgullosa de esa maravilla que es su cuerpo y su sexo completamente depilado.

Con mi móvil empiezo a disparar desde distintas posiciones y ella se divierte y se exhibe de forma que me permite sacar los mejores planos, unas de pie, otras tumbada sobre la cama, arrodillada, jugando con los almohadones, hago algunas fotos en formato “macro” a escasos milímetros de ese coño brillante sin nada de vello.

– ¡Que buenas pajas te harás después con tanto material! – dice con el cachondeo que todavía la invade.

– ¡Mamá! – protesto aunque sin mucho afán.

– ¿Acaso no es verdad? — pregunta ella súper segura estirando la piel de su recién afeitado pubis.

– Creo que sí, mamá. Me estás haciendo tan feliz…

Se me acerca y me da un abrazo muy tierno, pero que estando desnudos para mí representa algo más que fraternal, y me agarro a su cintura para disfrutar de la tersura de su piel pegada a la mía y de ese cuerpazo que ahora es solo mío.

– Venga, te toca. – dice separándose nerviosamente.

Pongo cara de no entender a qué se refiere, aunque sé de sobra de qué van los tiros y que es ahora mi turno de ser depilado al completo en mis genitales.

– Siéntate en la cama, sobre la toalla y abre las piernas. – ordena.

Me quedo en medio de la estancia sin todavía creérmelo, porque no soy capaz de verme entre las manos de mi madre y que me depile mis partes. Es ella quién me quita el móvil de mis dedos y tira de mi mano para que me siente.

– Venga, pesado, que tengo ganas de bajar a la playa y desnudarme. ¿No querrás que me arrepienta?

Esa pregunta es lapidaria y hasta retadora y no voy a ser yo quién ponga en juego ese tema. Me siento en la cama, dejando ante su vista una erección extraordinaria. Mamá se arrodilla entre mis piernas y una de sus tetas roza mi muslo. Suelto un pequeño bufido pues estoy muy excitado y no sé si voy a aguantar mucho tiempo.

– ¿Estás preparado? – me pregunta, mirándome fijamente a los ojos con un brillo especial en los suyos y las tijeras en su mano.

Y así empieza recortando por la parte de arriba hasta dejarme los pelos de mi pubis bien cortitos. El problema viene cuando mi polla le estorba, entonces tras una leve mirada y una fugaz sonrisa me agarra la punta de mi glande con dos dedos de una forma aparentemente natural y sigue recortando con la otra. El hecho de notar sus dedos en mi glande me hace estremecer y todavía no soy consciente de lo que estoy viviendo en ese instante.

– Tengo que aguantarla, que está rebelde. – aclara sonriente.

– Sí, vale. – respondo tragando saliva.

Continúa con las tijeras por diversos lugares de mi entrepierna y de vez en cuando me mira y sonríe.

– Agárrate esto que voy a cortar los pelillos de estos huevos – dice con naturalidad acariciándolos suavemente mientras yo sostengo mi polla y doy otro respingo incluso en un acto de cerrar las piernas pero al rozarme con sus pechos en los muslos esto es lo máximo.

– Ufff – es lo único que puedo decir.

– ¡Pobre, estás a tope, hijo! – dice observando mi empalmada.

– Sí, es que…

– Normal cariño. Luego te alivias, tranquilo.

– ¿Tú lo harás conmigo?

– Anda, calla, guarro. – dice y sigue recortando los pelos de mis huevos.

Agarro mi polla y la pongo hacia arriba para que ella pueda seguir trabajando en la parte baja. De alguna manera se la pongo así para que vea como me tiene, me gusta mostrar mi masculinidad en su máxima expresión. Tras otra de sus sonrisas comienza a estirar la piel de mis huevos con una mano y con la otra metiendo la tijera con sumo cuidado pues no quiere cortarme. Yo creo que en ese momento si me corta, no sangro.

– Que gordos son. – dice cuando pasa su mano a medida que los pelos de mis testículos van desapareciendo.

En ese momento deja las tijeras, pues parece que el trabajo inicial ya está hecho y coge la espuma de afeitar y se hace una bola en su mano con la que empieza a esparcir por mis ingles, mis huevos, mi pubis y roza la base de mi polla que al sentir esas manos vuelve a dar un pequeño respingo. Ella ríe, se la ve nerviosa, juguetona y excitada.

– ¿Preparado para quedarte sin pelitos? – dice mordiéndose el labio en señal de que ella está a tope también.

– Creo que sí.

– Pues déjame, que voy a para allá – dice cogiendo mi polla por la base y arrebatándomela de mi mano.

El hecho de sentir esa mano aferrada a mi tronco es algo indescriptible. Me ha embadurnado de espuma pero noto clarísimamente sus dedos apretando mi verga. En ese momento baja ese cohete apuntando hacia ella y ella se aferra con más fuerza pudiendo notar sus dedos bien cogidos a la base. Mamá abre la boca y después se vuelve a morder su labio. Me fijo en sus pezones y se les nota erectos de nuevo. Ese es el signo definitivo de su máxima calentura

– ¡Qué dura, hijo mío! – dice estrujando mi daga y mirándola con ojos vidriosos.

– Bueno…es normal, me estás dando un buen masaje – contesto a duras penas.

– Si la pillara Sandra… – añade mirándome aunque creo que le gustaría “pillarla” a ella.

– Ahora es tuya. – lo digo y noto como mis carrillos arden al decirlo.

– Oye, cochino, que yo soy tu madre…

Sí, lo dice como si tal cosa, pero a estas alturas de la película ya no tengo yo muy claro cuál es nuestro papel en esta representación, si la cosa es puramente ficción o directamente sentimientos descontrolados por una parte y maravillosos, por otra.

Mamá está sujetándome fuertemente la polla con su mano izquierda mientras que con su derecha está afeitándome el pubis, las ingles y los huevos. Al principio tenía miedo de que me pudiera cortar, pero ahora mismo es tanta mi calentura que me da igual llevarme un tajo, con tal de quedarme así, con la mano de mi madre apretada sobre mi miembro.

En un abrir y cerrar de ojos, pues francamente se me ha pasado volando estoy completamente rasurado. Miro allá abajo y me veo raro, pues nunca me he quitado los pelos. Lo cierto es que la polla parece más grande todavía.

Ella ha soltado mi tranca y esta se queda balanceante por unos instantes pero en total erección. Después de aclararme toda la zona para no dejar nada de espuma, noto sus dedos recorrer cada centímetro de mi polla, mis huevos, mis ingles… me está sobando a base de bien.

– Te ha quedado muy bien. – afirma.

– Sí, mamá, tu también hiciste un buen trabajo.

Ella termina de esparcirme el bálsamo impregnando sus manos con esa crema que noto fría entre mis piernas pero que no reduce ni un momento la gigantesca empalmada que llevo.

– Esto no baja, ¿eh? – me dice ella sosteniéndola de nuevo en su mano y admirando su largura.

– Ya lo creo, tanto tocarme ahí… – digo entrecortadamente.

– ¿Te ha gustado tanto sobeteo? – pregunta con cara de niña mala.

– Joder, ya lo creo, mamá.

– Bueno, entonces estamos empatados, porque tú también me dejaste…

– Cachonda… – le acabo yo la frase y ella sonríe.

– Sí, todavía me tiemblan las piernas.

– A mi me tiembla otra cosa – afirmo chistoso señalando la tremenda erección que sujeta su mano.

– ¿Quieres que te alivie?

– ¿Cómo? – mi pregunta es casi un grito.

– Sí, tonto, ¿Que si quieres que te haga una paja?

– ¿Pero tú? – pregunto lo absurdo.

– Claro. Bueno… ya sé que te gustaría que fuera Sandrita, pero hazte a la idea de que es ella.

– Bueno ahora mismo prefiero que seas tú, pero ¿En serio lo harías?

– Claro, amor. Es lo menos después del gustito que me has dado a mí. – añade y traga saliva dispuesta a empezar con esa tarea.

En ese preciso instante, tras una larga mirada entre ambos, la piel de mi polla es estirada por la mano de mi madre que ha bajado dejando a la vista todo mi glande. Y comienza el espectáculo, haciéndome una paja que no hubiera podido imaginar de ninguna de las maneras. Ella no deja de observar cada movimiento, parece hipnotizada procurando hacer bien su trabajo y vaya si lo hace, porque todo mi cuerpo tiembla a medida que su mano comienza a acelerar el ritmo hasta que veo sus deditos largos aferrados a mi trozo de carne y como suben y bajan haciendo que las primeras gotitas de líquido pre-seminal aparezcan en la punta.

– ¿Que tal cariño? – me pregunta dulcemente y me parece que hasta sensualmente.

– ¿Tú… qué… crees? – digo sin poder controlar ni la respiración.

Su mano sigue agarrando con fuerza y energía mi polla que parece estar hinchándose cuando ella sigue con ese ritmo cada vez más acelerado. Yo empiezo a jadear y ella sonríe al saberse tan habilidosa en ese buen arte de la masturbación. Por un momento ha debido olvidar que soy su hijo y yo no sé si realmente pensar que es mi madre, pero cada vez que lo hago eso me gusta más todavía.

Sigue trabajando con ímpetu sobre mi polla y no parece que lo haga tan obligadamente, ni siquiera se la ve cortada, para mí que le está gustando hacerlo… y yo ya no digamos, pues estoy a punto de correrme cuando mi respiración se agita, mi pulso se desboca, mi cuerpo se transforma y siento un temblor de pies a cabeza.

– ¡Mamá, me corro! – digo avisándola pues sé que la cosa está más que próxima.

– ¡Venga, amor… disfrútalo! – añade en una mirada que me encandila aún más.

– ¡Ya me viene!

En ese momento el orgasmo hace su aparición y noto un preámbulo que nunca antes había percibido. Me da tiempo a mirar a mamá, desnuda entre mis rodillas y como sus tetas siguen el compás del movimiento rápido de su mano. Intento detener el tiempo de nuevo, pero no lo consigo, el orgasmo ya está aquí.

El primer chorro nos pilla a ambos por sorpresa y sale disparado hasta que cae directamente sobre su ceja izquierda, el segundo va a parar a su cuello, el tercero en su pecho y así sucesivamente hasta creo que unos siete espasmos que van decayendo, pero no el placer que hace que gima totalmente extasiado ante esa maravillosa paja.

Mamá no dice nada, tan solo baja el ritmo y sigue con su trabajo de sacarme aun algún que otro temblor y algún que otro chorro que sale con menos ímpetu pero igual de glorioso y placentero.

– ¡Qué potencia, hijo! – acaba diciendo alarmada con los ojos bien abiertos

– Ufff… – solo puedo suspirar

– Aun después de tanta paja, sigues echando muchísimo. ¿Dónde guardas tanto?

Sonrío a mamá y me gusta tanto oírla hablar así, con esa grácil y espontánea manera de expresar las cosas, como nunca antes le había escuchado. Viéndola además, así, manchada de mi semen, me dan ganas de besarla, pero ella se pone en pie en ese momento.

– ¡Cómo me has puesto! – dice mirándose los regueros de semen que adornan su desnudo cuerpo.

– Perdona…

– No, bobo, no pasa nada, da gusto ver ese ímpetu y esa energía.

– No pude controlarlo. – respondo algo aturdido todavía y observando cómo gotea de su ceja uno mis disparos.

– Es normal, no te preocupes, me doy otra ducha y ya está.

Me quedo maravillado cuando se da la vuelta observando su culo y sus andares tan atrayentes cuando desaparece en dirección al baño.

Me tumbo en la cama, mirando al techo con la vista ida y pensando en todo lo que me ha ocurrido y no soy consciente todavía de la maravillosa paja que acaba de regalarme mi madre. Ella está desconocida, no sé por qué, si el viaje, el clima, esa forma de desinhibirse, el querer exhibirse… en fin que yo estoy más que encantado.

Sale del baño y nuevamente me quedo observando esa figura desnuda y ahora más esplendorosa sin ningún pelo en su sexo, mostrando una hendidura divina.

– Cariño, ¿no me queda ningún resto de tu leche por ahí? – me pregunta acercándose hasta donde estoy.

Me pongo en pie y la tengo ahí tan cerca, que me dan ganas de besarla, de acariciarla, de estrujarla.

– No, mami, estás bien limpia.

Se pone frente al espejo de pared y se vuelve a mirar su cuerpo reflejado. Se observa detenidamente su pubis rasurado. Creo que está contenta de verse así.

A continuación se dispone a ponerse el vestido de florecitas, ese que tan bien se ajusta a su anatomía y de nuevo me pide ayuda para bajarlo.

– ¡Ay, hijo, ayúdame con el vestido! – me reclama.

Me pongo tras ella no sin antes volver a deleitarme con su redondísimo culo. Mis manos agarran la tela del vestido intentando empujar hacia abajo.

– No baja, mamá. Es que tienes la piel húmeda todavía y no baja.

– Sigue intentándolo.

Me aproximo un poco más y consigo agarrarme a sus costados pero mis manos han abarcado sus tetas y al notar la suavidad de esos pechos siento una especie de temblor, por no hablar de mi erección que ha vuelto a ponerse de nuevo en su máxima expresión. Ni yo mismo me creo mi poder de recuperación.

– Perdona… – la digo cuando la rozo varias veces las tetas con mis dedos.

– Ahora no te vas a violentar por tocarme las tetas… – añade ella en ese esfuerzo por bajar el vestido.

– No, pero es que tengo que meter las manos debajo.

– No pasa nada, cariño, métemelas dentro, total, después de tocarme el coño a base de bien, no creo que por tocarme las tetas vaya a acabarse el mundo.

Esas palabras me dejan alucinado y a pesar de tener razón en lo que dice, ya que minutos antes, en el afeitado de su sexo, he tocado su coño por todas partes hasta hacerla correrse, no sé porque me corto ahora. Me envalentono y más que ayudar a bajar el vestido, lo que hago es meterla mano a base de bien, ya no me conformo con acariciar sus senos por los costados, sino que le estoy acariciando toda esa masa mamaria, sobándole los pezones y hasta pellizcándolos. He pegado mi cuerpo desnudo al suyo y mi polla parece querer despertarse de nuevo aprisionada entre sus glúteos

– Cariño, no te aproveches… – dice mamá, pero en su voz veo cierto temblor lo que me indica que le está gustando.

Lejos de amilanarme, me vengo a arriba y me he olvidado del vestido, limitándome a acariciar sus pechos con ambas manos y rozando mi piel contra su piel, mi pecho contra su espalda, mi polla contra su trasero.

– ¡Ay hijo, no abuses, que estoy indefensa! – dice con sus manos atrapadas en el vestido por encima de su cabeza.

Aun me entretengo en aplicar dos o tres restregones de mi polla sobre su culo para sentir una vez más esa suave piel rozando mi verga que me parece una de las cosas más increíbles que haya podido sentir.

– Vamos, cariño, no te pases – dice mamá entre hipidos.

Me cuesta mucho despegarme de ella, pero no quiero que estas sensaciones se puedan romper por forzarlas y decido separarme. Al fin logro bajar el vestido y ella se da la vuelta. Por un momento pienso que me va a cruzar la cara, pues reconozco que me he pasado tres pueblos cuando llevado por la emoción he pegado mi cuerpo desnudo al suyo para dejarme llevar con algo más que roces y caricias. Entonces mamá me besa en la frente.

– Hijo, te has vuelto a poner a tope. – dice señalando mi polla que está ya a cuarenta y cinco grados.

– Sí, no puedo evitarlo…

– Pobrecito. – responde con cara de pena.

Su mano acaricia el tronco de mi miembro con suavidad y después con su pulgar acaricia también mi glande.

– A ver si tenemos suerte y conseguimos que te folles a Sandra. – me dice sin dejar de acariciar mi polla con muchísima suavidad.

– Pero… ¿Cómo?

– Sí, cariño, no puedes estar así todo el día. En este viaje tienes que aprovechar para estrenarte y poder meter esto en un agujero que se te ponga a tiro.

Por un momento pienso que habla de su coño, pero luego recapacito y creo que no es eso precisamente lo que pretende.

– Tengo algo pensado que nos puede salir muy bien… – dice segura de sí misma

– ¿Cual es ese plan?

– Lo descubrirás dentro de un rato, tú sígueme la corriente ¿vale? Mañana te follas a esa preciosidad, ya lo verás. – sentencia.

– Mamá, yo no quiero follar con Sandra… – lo dejo caer y al tiempo me doy cuenta que no puedo decirle directamente que a la que quiero follarme es a ella por encima de todo.

– Schhssss, tú déjame a mí, amor, verás que bien.

– Pero…

– No hay peros. Venga, dúchate y bajemos a la playa.

Mamá ha soltado mi polla y se me queda mirando durante unos segundos. Yo también percibo su calor a través de ese sonrojo de sus pómulos Está preciosa cuando se ve tan caliente. Al fin me ducho, me visto y nos bajamos a la playa.

– ¿Nerviosa? – le pregunto cuando estamos a punto de pisar la arena mientras acaricio su cintura.

– Mucho. Y muy excitada también. – añade.

Me quedo callado unos instantes, sin poder asimilar cada momento vivido y ella me mira sonriente. A renglón seguido meto la mano bajo su vestido con mucho disimulo para que nadie me vea y al rozar la desnuda piel de su culo ella se da un pequeño susto.

– ¡Cochino, esa mano! – me dice dándome un manotazo

Parece mentira que después de haberme recorrido todos y cada uno de los rincones de su entrepierna o de sus tetas, ahora se ponga tan fina, pero es cierto que me he pasado y es que no puedo controlar mis instintos.

– Perdona mamá, me dejé llevar, pero es que levantas pasiones…

– No pasa nada, amor. ¿Te puse nervioso?

– Mucho.

– No te importa que tu madre se comporte así, ¿verdad?

– Para nada. Me encanta la mujer que estoy descubriendo. Apenas hace unos días querías ponerte un tanga y hoy…

– Bueno, creo que tú me estas ayudando a quitarme esa venda, al menos en este viaje, creo que aquí debemos ser otras personas diferentes. Y creo que debo empezar a comportarme con más libertad de como he hecho hasta ahora. Si te preocupa que le ponga los cuernos a tu padre, por eso no estés intranquilo. Descuida, que en este viaje no voy a follar con nadie.

Eso es una garantía de que Toni no haga nada, pero claro, nadie es nadie… y yo me incluyo.

Avanzamos hacia el mismo lugar donde habíamos estado con nuestros vecinos en esa playa y allí están ambos esperándonos. Sandra saluda efusivamente a lo lejos, desnuda, naturalmente, al igual que su marido.

– Desnúdate tú primero, ¿vale? – me dice mamá saludando a lo lejos a nuestra vecinos.

– ¿Cómo?

– Sí, que te despelotes tú primero. Quiero ver la cara de Sandra cuando vea tu polla. ¡Le va a encantar!

Joder, ella está tan segura, que me siento algo presionado, no sé si realmente cubriré sus expectativas. Ya no me asusto de oírle decir la palabra “polla” y eso que nunca antes se lo había oído, pero a este paso no voy a quedarme ahí y seguro que descubro muchas cosas inauditas de mamá.

– Hola chicos – dice Sandra cuando llegamos a su altura, poniéndose de pie.

Le planta dos besos a mamá y luego a mí, juntando, cómo no, sus tetas contra mi pecho. No se conforma con darme un par de besos cordiales, no, sino a pegarse al completo con su cuerpo y que yo tenga que agarrarme a su estrechísima cintura. Se me ha puesto mi tranca a tope otra vez. Ahora no sé si será buen momento para quitarme el bañador. Miro a mamá y veo que está Toni pegado a su cuerpo, desnudo, con su polla morcillona y restregándola por encima del fino vestido que lleva ella. Siento celos de nuevo, pero con las palabras de mamá me siento más tranquilo, sé que ese tipo no tendrá su polla dentro. O eso espero.

Me quito la camiseta lentamente, con la buena intención de que mi erección baje ligeramente, pero qué va, aquello está dispuesto a todo y no baja ni un milímetro, menos todavía cuando Sandra se ha sentado sobre su toalla a observar la operación y está con sus piernas completamente abiertas, en una pose que no se le puede pasar por alto a nadie pero que a mí me pone especialmente nervioso. Su coño está abierto, sonrosado y brillante. No me quita ojo cuando me quito la camiseta y deslizo mi bañador bajando por mis piernas mostrando mi tremenda erección.

– ¡Hala! – afirma Sandra al verme a tope y sus ojos se abren afirmando esa sorpresa.

Mi madre sonríe desde su posición sabiéndose ganadora de la primera batalla y Toni también me mira, supongo que sentirá celos igualmente.

– Parece más grande sin pelos – añade resuelta la rubia sin cortarse.

– Sí – interviene mamá – este hombre está siempre a tope y eso que acabamos de follar.

Joder, mi madre me tiene descolocado, es mucho más que una caja de sorpresas. Ya no se corta un pelo y encima habla con esa naturalidad a nuestros nuevos amigos, dejándome sin palabras y supongo que a ellos también. Creo que está poniendo todas sus armas en juego, primero para calentar a Sandra y de paso también a su chico, que también está empezando a despertar a su “cosa”.

Es el turno de mamá para quedarse desnuda ante nuestros amigos, mientras yo aprovecho para sentarme y disimular, aunque es realmente difícil. Ella se ha puesto de puntillas y se estira más de la cuenta. Agarra el vestido por sus costados y se lo saca por la cabeza. Ahora que lo pienso, no le ha costado quitárselo tanto como cuando me pidió ayuda para ponérselo.

El cuerpo desnudo de mamá sin ningún pelo sobre su piel, es algo que llama poderosamente la atención a Toni.

– ¡Joder! – suelta descontroladamente el tipo.

Yo me sonrío, sabiendo que mi madre iba a causar sensación y es la propia Sandra la que lo corrobora.

– ¡Qué cuerpazo, Laura!

Mamá lo agradece con una sonrisa y todos sus movimientos parecen medidos. Cualquiera diría que está cortada, nerviosa o con dudas de ofrecerse así al mundo y ahora viéndola parece disfrutar como una cría. Toda la gente de alrededor también parece observarla y no es para menos.

– Me voy a dar un baño. – dice ella de pronto dando saltitos, girando sobre sí misma, haciendo que sus tetas suban y bajen de forma prodigiosa y a continuación sale corriendo hacia la orilla.

Los tres nos quedamos mirando ese cuerpo que se va alejando y que me tiene completamente loco. Después salgo disparado a su encuentro y justo al llegar al compás de las primeras olas, la tomo de la mano. Me sonríe y pega su cuerpo al mío. Nos fundimos en un abrazo.

– ¡Vaya espectáculo, Victor!, ¡Les tenemos a tope! – me susurra en el oído.

– Ya lo creo y a mí también.

– Jejeje, ya veo – dice acariciando mi verga sabiendo que nuestros amigos siguen mirándonos.

– Ufff.

– Tranquilo, mi amor, que mañana te follas a esa muñequita. – añade refiriéndose a Sandra. – ahora vayamos calentándoles y verás que todo sale rodado.

Ella parece tenerlo muy claro, pero lo que yo tengo claro, cada vez con más fuerza, es que a quien deseo follarme de verdad. Ahora estoy abrazado al cuerpo de la mujer a la que adoro, a la que quiero con toda mi alma… sin embargo no puedo luchar contra algo que es evidente, ella me quiere ayudar como madre y me quiere entregar a Sandra haciendo todo lo posible para que nada salga mal, haciendo cosas impensables, completamente locas. Ya no puedo más que dudar si lo hace por mí, si le gusta complacerme o es por ella misma… ¡Estoy hecho un lío!

Jugamos en el agua y nos tocamos por todas partes. Viendo que ella no se siente molesta, la acaricio sin ningún miedo: en sus tetas, en sus muslos, le acaricio el culo, rozo su coño, pongo mi polla entre sus glúteos, joder estoy flipando en esos juegos en el mar viendo como mamá se deja sobar por todas partes y de que frotemos nuestros cuerpos mutuamente.

De regreso a las toallas donde nos esperan nuestros amigos, veo la cara de Toni, alucinando con mamá, no solo por su figura llena de curvas, sino porque se ha percatado de que es una mujer ardiente, al menos en apariencia y es que para mi fortuna, ¡Lo ha hecho tan bien!

Sandra ha traído unos bocatas y los comparte en un picnic improvisado en aquella playa, en la que disfrutamos de la comida y supongo que cada uno de los cuatro con sus respectivos sueños y fantasías. Para mí todo es increíble, estoy dentro de un mundo para mí desconocido, pero maravilloso, el mar me parece más bonito que nunca, el sol más caliente, los sonidos más armoniosos y todo junto a la mujer de mi vida, que está desnuda a mi lado.

Después de esa buena jornada en la playa y cuando el sol ya está muy metido, decidimos regresar.

– Al final, ¿No habéis visto la muralla ni las ruinas del pueblo? – pregunta mamá de repente mientras nos encaminamos de vuelta al hotel.

– No, no fuimos… a Sandra no le apetecía ver “piedras” como ella lo llama – responde Toni.

– ¡Qué lástima! – contesta mamá

– Ya lo creo. A mí sí que me hubiera gustado verlo – apunta Toni.

– A mi también – afirma mi madre – lo malo es que Víctor tampoco quiere ver cosas de esas.

Yo me quedo un poco alucinado al escucharla, pues no habíamos hablado nada de ver las murallas ni las ruinas en cuestión, pero entonces entiendo su juego cuando veo cómo me guiña un ojo y le sigo la corriente.

– No, claro, no me va ese rollo de monumentos ni piedras. –digo.

Sandra sonríe sabiendo que tenemos otra cosa en común, lógica aparente de nuestra edad. Veo que la trama de mamá está surtiendo el efecto deseado.

– Qué pena, me quedaré sin verlo y mañana es nuestro último día de vacaciones – acaba diciendo mamá con cara triste.

– Es cierto, no tendremos oportunidad de volverlo a ver. – añade Toni

– Pues se me ocurre, que podemos ir juntos. – sentencia ella segura de su plan.

– ¿Tú y yo? – pregunta el hombre sorprendido.

– ¡Claro!

– ¡Sería un placer!

– Genial. – sentencia mamá.

– ¿Y nosotros? – interviene Sandra haciendo que mamá me mire victoriosa con disimulo.

– Pues podéis quedaros en el hotel. No creo que tardemos mucho. En un par de horas lo vemos.

– Me parece perfecto. ¿No te importa cariño? – concreta Toni preguntándole a su chica.

– Para nada, yo me quedo en la terraza tan ricamente a tomar el sol.

– Bien, pues que te acompañe Víctor. – añade mamá.

– ¿Cómo? – pregunta confusa, Sandra.

– Sí, mujer, para que no estés sola. Podéis tomar el sol los dos juntos y nosotros de ruta turística. Luego comemos los cuatro y contamos nuestras experiencias – acaba diciendo mamá ante la sorpresa de todos.

Todo el montaje suena a un clarísimo intercambio, al menos eso deben pensar todos, incluido yo, que me veo en los brazos de esa rubia que ahora parece mirarme con más deseo todavía. El caso es que mamá se lo ha sabido montar y se ve tan segura que nuestros amigos parecen disfrutar con esa idea y es que en el fondo, Toni ve la oportunidad de liarse con una mujer espectacular y al mismo tiempo Sandra, como comentaba mamá, acabará echando ese polvo deseado conmigo. Yo, por supuesto, no voy a rechazar poder tirarme a ese bombón, claro, quizás fueran otros mis deseos, pero claro, uno no es de piedra y se le presenta una oportunidad de oro de perder la virginidad con una mujer preciosa. Me quedo mirando sus ojos y ella me devuelve una sonrisa en un claro mensaje que dice “no vamos a tomar el sol, vamos a follar hasta desfallecer”

Cuando llegamos al hotel y tras despedirnos de nuestra asombrada pareja, nos metemos en la habitación. Mamá se vuelve a quedar desnuda, tirando su vestido sobre la cama.

– ¿Qué te ha parecido? – me pregunta intrigada por mi parecer y al mismo tiempo exhibiéndose de forma sensual ante mí.

– Eres la leche, mamá.

– ¿No te dije que lo tenía todo pensado?

– Ya lo creo ¿Tú crees que saldrá bien?

– Estoy segurísima. ¿Viste la cara de ella, cómo te miraba?

– Sí.

– Está deseando follar contigo.

– ¿Y tú?

– ¿Yo qué?

– ¿Podrás controlar a Toni?

– Sí, hombre, tranquilo. Podré mantenerle a distancia.

– No sé yo. Le has calentado a tope. – contesto quitándome la ropa también y quedar desnudo como ella.

– ¿Tienes miedo, cariño? – pregunta melosa y acercando su cuerpo al mío hasta quedar abrazada como cuando estuvimos en la playa.

Ella tiene que notar mi polla dura entre nuestros cuerpos, no me cabe duda y creo que le gusta sentirla tanto como yo sentir todo su cuerpo desnudo adherido al mío.

– Les hemos calentado a los dos, jajaja – me dice sin dejar de abrazarme y con su boca a pocos centímetros de la mía.

Por unos instantes veo un brillo en sus ojos diferente y su boca ligeramente abierta. Creo que me va a besar. De pronto, se oyen unos ruidos en la terraza que me parecen gemidos. Nos separamos por un momento como si alguien nos hubiera despertado de nuestro sueño.

Me acerco a la terraza y me escondo detrás de la mampara que separa ambas estancias. Asomo la cabeza por una rendija y veo a Toni desnudo, sentando sobre una hamaca y Sandra a horcajadas sobre él. ¡Están follando!

La imagen no puede ser más impactante. Las curvas de Sandra se ven más armoniosas cuando se la ve cabalgar sobre el cuerpo igualmente desnudo de su marido. Puedo ver su culo y como la polla de Toni sale y entra por debajo metiéndose con rapidez en su coño. Me encanta la escena y disfruto ese bonito cuerpo sudado de esa rubia que me follaré mañana. Ella está con sus pies firmes en el suelo y agarrada al cuello de su esposo. Se les oye gemir con toda la pasión. Él la besa en el cuello y Sandra echa su cabeza para atrás totalmente entregada a un polvo frenético.

– ¿Qué pasa? – dice mamá saliendo a la terraza.

– Schssss – le digo casi con mímica y poniendo mi índice contra mis labios para que no hable y no ser oídos desde nuestra atalaya de espionaje.

El cuerpo desnudo de mamá se pega a mi espalda y se asoma junto a mi cara para ver qué ocurre. Estamos mejilla con mejilla mirando por una pequeña abertura que hay en la mampara que separa las terrazas. Recibo gustoso el peso de sus pechos contra mi espalda y noto el calor que emana de su coño contra uno de los cachetes mi culo. Joder, mamá está que arde.

– ¡Mira cómo les has puesto! – la digo susurrando al oído y su cara sigue pegada la mía así como el resto de su cuerpo. ¡Estoy en la gloria!

Ella entonces estira su mano por debajo y llega hasta mi miembro. Lo acaricia suavemente con la punta de los dedos y percibe la tensión y dureza que tengo entre mis piernas.

– ¡Tú también te has puesto…! – añade ella en otro susurro en mi oído.

En ese momento su mano rodea mi polla y comienza a pajearme despacio sintiendo como su cuerpo desnudo se adhiere más al mío. ¡Qué maravilla, qué sensación!

Mamá sigue pajeándome mirando fijamente la escena que ambos vemos desde nuestra posición y que no es otra que nuestra pareja de vecinos follando sobre una hamaca de su terraza. Yo casi no puedo ver nada, porque tengo que cerrar los ojos y poco o nada me importa lo que pasa al otro lado de esa mampara, lo único que me preocupa es sentir cómo la mano de mamá sigue acariciando mi polla tan suavemente y con firmeza a la vez, haciendo un buen trabajo del que parece tener buena experiencia. Por un momento pasa por mi cabeza la imagen de mi padre intentando averiguar cuantas pajas como esta le habrá hecho la deliciosa mano de mamá.

El sonido de los jadeos y suspiros de nuestros vecinos apaga en cierta medida los míos propios que van acompasados con aquellos gracias a la pericia masturbadora de mamá.

Justo en el momento en el que Sandra suspira más fuerte y es presa de su orgasmo sentada sobre la polla de su marido, yo no puedo más y mamá acelera el ritmo para que me corra al mismo tiempo. Así lo hago. El primer chorro sale con fuerza chocando contra la mampara y así todos los demás que va escupiendo mi verga, mientras mamá sigue con su movimiento acelerado. Apoyo mi boca en su cuello para apagar mi orgasmo y para no hacer mucho ruido y poder ser descubiertos.

Lentamente volvemos a la habitación, con una risita floja de mamá sabiendo que ha cometido otra de sus locuras proporcionándome un gran placer y es que ella no debe ser consciente de que el placer se multiplica cuando es ella la que me lo proporciona. Ella sigue creyendo que mis pensamientos están centrados en Sandra y aunque la chica tenga un buen polvo, no lo niego, la que me tiene loco es ella… ¡mi madre!

– ¿Te gustó? – me pregunta mordiéndose la uña de su pulgar en plan juguetón.

No contesto, pero creo que no hace falta que diga nada. Justo cuando ella se gira y queda de espaldas a mí, la ataco pillándola desprevenida. Vuelvo a notar su cuerpo caliente cuando soy yo el que ahora la coge por detrás. Mi pecho queda pegado a su espalda y mi polla vuelve a restregarse contra su culo. Mis manos agarran sus tetas y noto entre mis dedos como su pezón está muy duro.

– ¡Para, Víctor! – me riñe empujando con su culo hacia mí con intención de que me separe, pero con muy poca convicción.

Mi mano acaricia sus tetas y baja por su vientre hasta llegar a su sexo rasurado. No me cuesta descubrir que está empapada.

– Cariño, ¿Qué haces? – me vuelve a reñir.

– Pagarte con la misma moneda. – afirmo.

– ¡No, detente, mi amor!

No hago caso. Mi dedo recorre su rajita y sube lentamente hasta que con suavidad acaricio su clítoris que está inflamado y ella ardiendo.

– ¿Realmente quieres que pare? – le pregunto en el justo momento en el que ella comienza a gemir.

– ¡No, por Dios!

Sé que está a tope, como lo sigo estando yo. Acaricio sin parar su coño, por sus labios, metiendo un dedo y jugando con su botoncito, haciendo que se estremezca. Mi otra mano va de sus tetas a sus caderas, pasando por su culo y mi boca no pierde la oportunidad de morder ligeramente su cuello. Estoy desbocado y ella también.

De pronto parece entrar en trance y en pocos segundos es atrapada por un orgasmo que es ya una mezcla de suspiro y lamento de placer. Pierde el equilibrio y con el traspié caemos sobre la cama con nuestros cuerpos pegados. Mi polla ha quedado entre sus glúteos y aunque parezca mentira está volviéndose a poner dura otra vez.

Mamá me empuja para que me separe, sabe que estamos demasiado calientes y ella tras su enorme corrida, está intentando serenarse y detener algo que sabe no está en absoluto, nada bien.

– Perdona, mamá – digo intentando poner algo de mi parte.

– Tranquilo, mi amor. – responde con su respiración aún muy agitada.

– Es que no quise que te quedaras con ese calentón.

Se levanta y me da un beso en la frente. Yo hubiera preferido que me besara en los labios, pero ha vuelto a convertirse en madre.

– Vamos a dormir, cariño, que mañana tenemos un día muy largo y hay que aprovecharlo bien.

Tras decir eso, acaricia mi verga con dulzura y luego añade.

– ¿Ya la tienes dura otra vez? – pregunta con sus ojos abiertos en señal de sorpresa.

– Pues ya ves que sí.

– ¡Hijo mío, qué potencia! Tranquilo, mañana te follas a esa chica. Parece que lo hace bien.

– Sí, sí que lo hace bien, al menos Toni parecía divertirse.

– Verás cómo tú también la sorprenderás mañana.

Vuelvo a pensar en todo lo sucedido en el día y no puedo bajar mi calentura ni mi deseo cada vez mayor por mamá. No niego que mañana voy a follar aunque no será con ella, pero seguro que paso uno de los momentos más inolvidables de mi vida. Posiblemente lo haré pensando en ella, en mamá.

Juliaki

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juliaki@ymail.com

 

Relato erótico: “NI TU, NI YO, ¿QUIEN DARÁ EL PRIMER PASO?, ¿QUE LOBO GANARÁ?! 3 DE 3 (POR RAYO MCSTONE)

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SEXTO DÍA: La Lucha

No hay amor sin instinto sexual. El amor usa de este instinto como de una fuerza brutal, como el bergantín usa el viento.José Ortega y Gasset.

Después de veinte minutos de trabajo intenso y concentrado de dos almas sabedoras de su disciplina, el proyecto ya estaba. La Universidad lucia sola, las festividades se desarrollaban en los campos deportivos, por lo que el silencio se podía cortar con una espada.

Él estaba como el día domingo, de polo y bermuda. Ella muy parecido, solo que su bermuda era corta y ajustada y su polo le reventaba esplendorosamente sus senos.

Ni ella, ni él, daban el primer paso de lo que sus mentes no dejaban evidenciar el uno para el otro.

Parecía que todo quedaría en sus mentes, no atinaban a dar un paso que mostrara sus oscuros propósitos. Sin embargo, el sonido que a lo lejos llego de una música pegajosa y muy bailable, seguramente una de las empleadas de intendencia haciendo el aseo, que escuchaba música, hizo que la suerte fuera VIVA y EFICAZ.

Se trataba de la celebré canción del venezolano Simón Díaz:

“Caballo le dan sabana porque está viejo y cansao pero no se dan ni cuenta que un corazón amarrao cuando le sueltan las riendas
es caballo desbocao

Y si una potra alazana caballo viejo se encuentra

el pecho se le desgarra y no le hace caso a falseta y no le obedece al freno ni lo paran falsas riendas”
Al escuchar, los dos se sonrojaron al máximo, se volvieron torpes, ya estaban por salir, en su nerviosismo tiraron papeles, al agacharse sus cabezas chocaron levemente, él presto acaricio suavemente la hermosa cabellera de ella. Con solo ese hecho, los dos al levantarse quedaron frente a frente, su mirada se dijo todo, no fue necesario charlar, simplemente se fundieron en un abrazo y en un beso con todo, un faje ya en toda la extensión de la palabra. No se trataba de algo forzado, no hay chantajes de por medio, ni circunstancias de que no quiero y luego si quiero, no sabía y me gusto, de un hecho fortuito que se sale de control, de una situación en
donde un enervante, el alcohol o una droga contribuye, o de que me atraes porque eres feo, bello, violento, distinto o que será, no….aquí los dos fueron germinando su deseo y atracción de poco a poco, su emocionalidad e intelecto les fue preparando para este desenlace, solo un hombre y mujer que se desean, se gustan y se encuentran.

No supieron si fue ella o fue él o quizás al mismo tiempo, pero ella empezó a acariciar con todo la fuerte espalda de él. Él empezó a acariciar a ella, llegando incluso a su nalgatorio. Lo aprisiono, lo estrujo, lo amaso, lo palpo. Ella se dejó hacer e incluso también tocaba a ese hombre de todo a todo. El fundimiento duro hasta que la música ya era muy perceptible afuera de la oficina.

Esa música y ese abrazo era MÁS CORTANTE QUE TODA ESPADA DE DOS FILOS. Jadeando ambos se separaron, él decidido y ya en su postura de mayor edad: Lizbeth, quiero hacerte el amor….ella, decidida: siiiiii, pero aquiiiií nooooo…no estaban para andarse con rodeos.

Iván: ¿traes carro?

Lizbeth: Si, un Susuki guinda…

Iván: Bueno, sígueme de favor. Yo tengo un Cross Fox gris. Tengo un pequeño departamento amueblado que deje de rentar y que ya está listo para ser nuevamente ocupado. Por el momento está libre, ¿vienes?, ¿estás segura? Porque yo te deseo con todo el alma.

Lizbeth: Siiii, Iván, nunca he estado más segura que de esto.

Conduciendo ambos, siguiéndolo ella a él, cual chiquilla descocada, temblando ligeramente, pero plenamente consciente de que esto que haría estaría bien. Su novio la había decepcionado, se consideraba mucho más madura que la gente de su edad y estaba ya dispuesta a dar el paso a lograr su primera vez. Toda la semana, los acontecimientos que le toco vivir, le hacían reafirmar su decisión. Sentía húmeda su intimidad. Contrastaba el cuerpo de su profesor con el de su papá, incluso era mayor a su progenitor por un año, pero no lo parecía así. Nunca había visto un cuerpo casi desnudo de un hombre hecho y derecho y no el artificioso de sus jóvenes compañeros. No por ello dejaba de temblar, de manera discreta manejaba siguiendo a su tutor académico y futuro primer hombre.

Él por su parte, también temblaba ligeramente, sus pensamientos se cruzaban. Deseaba hacer un buen rol de enseñante, pero dudaba, pues pensaba que ella ya era experta en esas lides. Se relamía de gusto, así como una tremenda adrenalina le recorría el cuerpo, al saberse a solas con esa monumental joven mujer. Su imagen en bikini, en el traje de gala entallado, la caricia en el muslo, el beso robado en el Teatro Degollado…no hacían más que avivar su morbo, su erección era fuerte, al grado de hasta dolerle. Iría a por todas, sería un amante excepcional. No por todo ello dejaba de temblar, de manera discreta manejaba para que ella lo siguiera, su futura primera infidelidad en regla.
Una vez que llegaron sin mediar palabra de por medio en todo el trayecto hacia el apartamento, ya que no eran necesarias, se volvieron a fundir en un abrazo largo incluyendo besos profundos e intensos. Sabían a lo que estaban, de poco a poco se fueron quitando una a una sus prendas, sin preocuparse en donde quedaban. Un reguero de ropa se daba en el pequeño apartamento. Primero ella le quito el polo y él a su vez a ella, no sin dejar de besarse como locos desaforados. Estando así, ella procedió a desabrochar la bermuda de su mentor y este a quitarle con cierta gracia y habilidad la pequeña prenda de mezclilla. Sus zapatos salieron volando. Solo se quedaron en sus vestimentas menos visibles a los ojos de los demás.

Se llegaron a una pequeña recamara, la cama si era matrimonial. Ya solo les restaban sus prendas íntimas. Acostados siguieron con el pleno agasajo, ninguna palabra había salido de sus bocas, solo gemidos callados, como con timidez, las manos de ambos no alcanzaban para cubrir la piel del otro. Se estaban recorriendo con calma, con rapidez, con furia, con suavidad, intercambiando y cual si fuera una pieza de vals cadencioso, ponerse de acuerdo tácitamente en la nueva caricia, en el nuevo recorrido, descubriéndose uno al otro. Esto era plena conciencia, plena entrega, nada de casualidades, todo bien planeado y ejecutado.

Iván despojo del brasier a su joven amada de una manera que le resulto hasta gratificante. Lizbeth empezó a gemir ya con mayor intensidad al recibir los chupetones de su maduro amante, él no dejo ningún milímetro de piel por recorrer, con calma, sapiencia y paciencia fue besando, acariciando desde la cintura hacia arriba, poniendo especial énfasis en las aureolas virginales de esos senos duros, perfectos, ella solo gemía y le masajeaba con descaro y sin tapujo alguno la fuerte espalda y los viriles hombros. La comida de senos que se estaba dando el maduro profesor era de antología. Ella se dejaba hacer dócil, tierna, recatada a la vez, al fin joven inexperta y provinciana.

Él la supo guiar hasta ver coronados en fuertes espigas hacia el cielo las corolas de los pezones juveniles. Ella ya giraba su larga caballera negra que como cascada brotaba de esa angelical carita de un lado a otro, fuertemente apretando los hombros y la cabellera negra de él.

Ahora, Iván fue descendiendo de a poco por ese esbelto y trabajado estomago para llegar al ombligo en donde volvió a aplicarse a fondo con delicadeza y ternura que acabaron por convencer a Lizbeth, proceder a desamarrar los pequeños moñitos de los lados de su minúscula prenda íntima y cual si fuera un bárbaro invadir su más preciado tesoro. La estaba calentando con todo. A ese momento ya Lizbeth se retorcía como pez fuera del agua y sus gemidos ya eran de mujer gozosa en plena faena. Ahhhhhhhhhhhh, Ivaannnnnnaa, riiiiiicoooooooooooo, noooooooo saaabiiaiaaaaa……ahhhhhhhhhhhh, huuummmmmmmm, huuuummmmm, ayyyyyyyyyy, riiriiicoocooo, siiiiiiiiii, maasssssssssss, siiiiaisiiiiiiiiiiiiiiisiiiiiiiiiiiiii

Ahora los labios y lengua eran las principales armas invasoras de ese bárbaro que llega a la cima más alta de toda hembra, sus lengüetazos, besos, mordiscos, acciones y tareas que ejecutaba con diestra maestría evidenciaban los años de experiencia en estos menesteres. Estaba dictando su mejor catedra. Su obra maestra se estaba conformando: enseñar a una mujer a gozar como dios manda.
El tiempo, ah ese preciado recurso, del que sabemos tiene un principio y un fin, fue largo, corto, eterno, sin final, rápido, corto, el silencio se podía raspar con la famosa espada de la cual el sacerdote hablaba apenas el domingo pasado. Así el hombre se recorrió las piernas, desde arriba, pasando por esos muslos firmes, suaves, duros, increíbles hasta llegar a las pantorillas y los pies exquisitamente cuidados de esa virginal joven.

Cuando Iván, sabedor de que sus notas estaban dando en el punto exacto, con calma empezó a bajar su trusa, viéndose sorprendido cuando Lizbeth felina, coqueta, retadora y con una chispa de animal endemoniado y lujurioso en los ojos y una sonrisa que hubiera puesto a temblar a cualquiera se acercó y fue ella la que de manera lenta, pero firme y segura le bajo la masculina ropa. Ya una vez Liz le había empezado a hacer una felación a su aún novio, pero el lugar en donde estaban, que era la casa de él, con los padres presentes no permitió que la acción prosperará del todo. De hecho los penes eran muy similares, incluso el de su novio era un poco más largo, pero el de su ya inminente primer hombre más grueso. Le bajo la trusa, le empezó a menear con la manita el duro garrote e incluso poniéndose a tono con la primicia, musitar con voz ronca y sensual a más no poder: queee ricccacaaa ññooongaaaa, seríaaa la enviididaa de másss de unnaaa alumnnaaa

Lizbeth sabía muy bien que su profesor Iván era un tipo ególatra, al cual le gustaba que le enervaran la estima…al ver su reacción no verbal, continuo con su ahora calentamiento hacia ese hombre que podría ser su padre: Sabes que tienes tu pegue…que cualquiera daría lo que fuera por estar aquí….con este “amiguito” en sus manos. Ella estaba poniendo en práctica el poder de su cuerpo y de su mente que son competencias que le serían útiles en su futura vida. En estos días, ratifico eso que tenía latente en su cerebro. Ahora ella era la dominadora, el trabajo manual que hacía, estaba haciendo retorcer al otro, para ello se rozaba con sus senos en el pecho y cara de él, que no alcanzaba a contestar nada.

Ella se acomodó arrodillada para ya pasar sus senos en medio del miembro y fue la inercia lógica la que le llevo a poner sus divinos y naturales rojos labios en el chipote masculino. A lo lejos de escuchaba música de mariachis, conjunto típico de la Perla Tapatía. Shusgg, glupp, glupp glupppp, pero más que nada la mirada de ella mirando hacia la de él que viraba de un lado a otro por el placer que esta endiablada chiquilla le estaba haciendo.

En este punto, Iván no dudaba de que esta hembra era experta en estas latitudes. Su cerebro atinaba a razonar que quizás era una de las mentadas acompañantes de lujo, de una de las llamadas “putas de lujo”…ese solo chispazo de pensamiento le enervo aún más la fuerza de su virilidad, le dolían los cojones. Solo atino a acariciar y meter sus manos en la cabellera reluciente, brillante y negra de ella y musitar con gutural voz: Liizzzzbethhhh, riiiiccooooo, hummmm, asiiiii, chiiquiiiitttaaa, no sabeesss cuanttasss veceessss pennnnseee en estoooooo…hummmmmm.

Lizbeth por primera vez, pero como si fuera una experta amazona sobre su brioso corcel realizaba el acto de poner aún a punto esa daga, esa espada que la atravesaría por primera vez para hacerla al fin mujer.
Él ya estaba a punto, su alumna resultaba ser una diestra jinete, por lo que suavemente le indicio, le suplico parara y se acomodara sobre de él para con un beso demostrarle que ya serían uno para el otro sin tapujos, ni falsas posturas, compartiendo sus cuerpos, sus salivas y jugos.

Ahora, él podía palpar a plenitud el glorioso nalgatorio e incluso introducir sus dedos en la vaina. A pesar de ser virgen, esto no se apreciaba ya que al ser una deportista consumada, su himen lo mantenía muy flexible, además al estar por completo humedecida y exhumando su sabia facilitaba la labor de iniciación de su querido Cosme Iván.

El tiempo sin fin transcurría, ahora los gemidos de ella ya indicaban el punto fino en que una mujer sin pedirlo, necesita ser ya penetrada, ya empalada, ya fundirse en un solo cuerpo con el del hombre que sepa conquistar esa montaña, esa cima más alta del mundo.

Girando cual si estuvieran en una desierta y sórdida playa, en la típica posición de misionero, él procedió a pasar su acuoso estilete por la vagina sudorosa que buscaba cual aspiradora succionar ya de una buena vez dicho artefacto humano, no sin musitar con un tanto de miedo y temor: Despaaaaccciiitootoo Iváaannnnn.

La espada humana de Iván acometió su más preciada meta. Inicio su suave vaivén para empezar, disciplinado en lo académico y caballero en todo, obedecer de hacerlo despacio. Ella no aprecio el rostro de sorpresa y de maravilla, un rostro que de retratarlo hubiera reflejado de una manera fiel, fidedigna la mayor felicidad del mundo. Lizbeth era virgen…el mejor regalo que jamás hubiera recibido de estudiante alguna.

La joven pupila estaba a la altura, al ser preparada de la mejor manera posible, con un consciente consentimiento, no experimento más que un ligero dolor al principio y solo pequeñas gotas del líquido rojo fueron los signos de su ya pérdida virginidad. Ahora la espada humana penetra hasta PARTIR EL ALMA Y EL ESPÍRITU, las coyunturas y los tuétanos, Y DISCIERNE los pensamientos y las intenciones del corazón. Las palabras del sermón dominical sin saberlo ambos les llego a cada una de sus afiebradas mentes. Eso solo lo sabrían hasta compartir sus sentimientos, después de la tempestad de esta fragorosa lucha.

Ahora el gemía sin recato, ella sin pudor, él con fuerza, ella con intensidad, él con felicidad, ella con gratitud, él entusiasmado, ella optimista, él arremetía en su mete y saca, ella en el recibir y en el dar.

Lizbeth: Hummmmmmm, ayyyyyyyyyyyyyyyy, ahhhhhhhhhhhhhhhhhh Dioossss estooooo esss riqiiiiiisiiimmmmooo , Ivaannnn queriiiiidodoododo, asiiiiiii looooo queeerriiiaiaia,,,, grrararaccciaassss pappappiiittototooo chuuuuullooooooo

Ivan: chiiiquiiiiitttattaa, chiquuiiillallaa miiaaaa,, errressss miiaaaaaaa, ereresss una dioooooosaaaaaa, unaaaa diosssaaaa

La buena copula entre hombre y mujer es como una espada de dos filos. Penetra hasta partir el alma y el espíritu porque logra unir con el cosmos ofreciendo uno de
los mayores placeres mundanos, y discierne los pensamientos e intenciones del corazón porque logra conciliar al hombre y a la mujer de manera pragmática. Toda buena relación se fundamente en ese balance de mente y ser, el buen sexo es la mejor ARMA que tenemos para lograrlo.

La inercia de la salvaje copula, hizo que ella abriera aún más sus poderosas piernas y rodeara con ellas a su hombre. Con lo cual él tiene una mayor profundidad de logro, por ello mismo estando en esa postura ahora él para tener mayor presencia inclino las piernas de ella y tener así un mejor agarre, para posteriormente pasar sus piernas en sus hombros entrando más de lleno a ese acoplamiento.

Lizbeth: pappapapiiiii,,,enseññaaaammmmeee tooooodoooooo, hazzzzz lo qquuee quiearttasssss connnnmiiigooooo, perrorooooo quuue nooooo acacccnabbeeeee estoooooooo, Dioosssssss queuue riiicocooooo.

Iván: siiiiii miiii reuyyyynnaaaa saannttttaaaaa, ufffffff, hummmm

Demostrando su gran acoplamiento, él se bajó las piernas de sus hombros y sin sacar su pene y dejarla de penetrar y la otra también de estarse comiendo su garrote, se viraron para que ella fuera la que llevará el control.

Lizbeth inicio un frenético movimiento con su pelvis y cintura pasando de una rapidez a una lentitud como si se dominará de toda la vida la tarea asignada. Definitivamente estaba exentado la materia y con honores.

Ayyyyyyyyyyyyyyy, hummmmmm, asiiiiiiii,, ricoococococo, Ivaananannnn eressss un suuueeñññooooo, asiiiiiiiii, ayyyyyyyyyyyyyyy, hummmmmmmmmmmmmm, ayyyyyyyy

Iván se recostó para poder besar y amasar esos sudorosos y bamboleantes
senos….llevaban ya buen rato cogiendo como desatados.

Lizbeth por un momento paro para acomodarse los cabellos de la frente que ya todos mojados le escurrían su sudor en sus ojos.

Iván aprovecho para que con ese mudo lenguaje que ya dominaban entre los dos, destrabarla con lo cual un sonido extraño se escuchó, dando a la risa de los dos.

Ahora la acomodo de rodillas para que parara esas suculentas nalgotas. Enfilo su envarada, totalmente mojada espada y volverla a partir ahora desde atrás en la clásica postura de “perrito”. La penetración que ambos se hacían ciertamente era una espada que los estaba atravesando de cabo a rabo, sin dejar huella, ni macula alguna. A priori, ellos ya sabían que esto pasaría, que bueno que no se habían equivocado en sus elucubraciones.

Ahora el sonido fuertísimo que se escuchaba en el mete y saca era de antología incluso combinándose con el famoso “Son de la Negra” que otro conjunto de mariachi tocaba ya más cerca. Pareciera que los dos bailaban al compás de tan afamada y distinguida pieza mexicana—Pappapap. Papappaa, papapa, papapappa,
papapapa, como si fueran las guitarras y percusiones…galalaapp, galapapa,, glapapa.,, glaapap, galalalao, como si fueran las trompetas y los gemidos de ambos como si fueran las voces de los maricachis….se acerca el culmen de esta verdadera primera vez de ambos….para ella auténticamente la primera, para él, en el sentido de hacerlo fuera de su lecho nupcial y con una joven y sobre todo con su alumna…..paappappa,,glllalaaaoooo, galallaoaoa…..ambos llegaron a un fuerte orgasmo al mismo tiempo, hasta en eso, su acuerdo era mutuo, pleno y de regocijo…..terminaron juntos al igual que la pieza musical.

Esa tarde-noche aún continuaron hasta quedar exhaustos. Ese día Lizbeth ya no vio al novio, ya rompería después con él. Ese día, Iván llego muy tarde pero renovado a su hogar. Pero esos hechos son otra historia.

ELLA:

Consciente de que su precoz madurez le indicaba que con nadie de su edad hubiera experimentado lo placentero y rico que fue perder su virginidad. Simplemente la mejor experiencia corporal que se hubiera podido imaginar. Sería su más profundo secreto. Sabría ya cómo manejarse con los hombres, sencillamente se estaba graduando de todo a todo. Se sentía plena, radiante, segura de sí misma, confiada en salir a la vida para vivir, gozar y ser plena. Serúa su más profundo secreto, se lo llevaría a la tumba.

EL:

Consciente de que su serena madurez le indicaba que con ninguna otra mujer, ya sea compañera o alumna hubiera experimentado lo placentero y rico que fue traspasar este umbral de falsa moralidad. Simplemente la mejor experiencia corporal que se hubiera podido imaginar. Sería su más profundo secreto, se lo llevaría a la tumba. Se sentía pleno, radiante, seguro de sí mismo, confiado en salir al paso de esta increíble aventura extramarital para vivir, gozar y ser pleno.

SÉPTIMO DÍA: El acuerdo

Si vas a hacer algo relacionado con el sexo, debería ser cuanto menos genuinamente perverso. Grant Morrison.

Y dios hizo el séptimo día para descansar, el hombre y la mujer para retozar. Ellos retozaron como si fuera su luna de miel y las que siguieron, pero eso es otra historia por contar.

ELLA:

Las dos mejores decisiones de su vida, en tan solo siete días se habían conformado. Su intelecto le había permitido conocer la gloria y no se arrepentía, simplemente era una mujer moderna, sin trabas morales ya y dispuesta a seguir gozando. En la empresa le daban un año de estancia en México, después se iría al extranjero. Que bien, así estaría un año con Iván, siguiendo su proceso de formación. La discreción de ambos, es algo que agradecía. Era feliz y así seguiría, tan era así que no tendría que contárselo a nadie, nunca más.

EL:

Estaba maravillado y feliz, en una sola semana, logro lo que en su más profundo subconsciente quería desde siempre. Su experiencia y madurez le había permitido conocer la gloria y no se arrepentía, simplemente era un hombre nuevo, sin trabas morales ya y dispuesto a seguir gozando. En la empresa de Lizbeth le daban un año de estancia en México, después se iría al extranjero. Que bien, así estaría un año con ella, disfrutando de esta aventura de maduros. La discreción de ambos, es algo que agradecía. Era feliz y así seguiría, tan era así que no tendría que contárselo a nadie, nunca más.

FIN

 

Relato erótico: “El arte de manipular 5” (POR JANIS)

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—     ¿Al cine? ¿Los tres? – preguntó Alma.
—      Sí, Frank me ha llamado. Tiene entradas para la primicia. Quiere que vayamos los tres. Después, iremos a cenar y nos traerá de vuelta a tiempo – batió palmas Ágata.
—      No sé. Me sentiré un tanto violenta.
—      Vamos, no seas tonta. Después de todo, has follado con él.
—      Está bien.
—      ¡Perfecto!
  Se encontraron con Frank en los aparcamientos del cine. Besó a Ágata en los labios, fugazmente, y se inclinó sobre Alma. Ésta le dejó que la besara en la mejilla, como buenos amigos.
—      Nos vamos a divertir esta noche. ¡Me encanta las pelis de monstruos! – exclamó Frank, colocando sus manos en los hombros de las chicas y empujándolas hacia la rampa.
  La sala del cine estaba repleta de gente y tuvieron que sentarse bastante cerca de la pantalla. Compraron palomitas y refrescos. La gente iba bien vestida para el estreno de la película, aprovechando el fin de semana. El verano estaba cerca y los vestidos eran livianos. Frank se sentó en medio de las dos chicas, bromeando y robándoles las palomitas. La película empezó y la sala quedó a oscuras. Como toda buena película de monstruos que se preciase, las escenas eran oscuras y tétricas y la sala apenas se iluminaba con los reflejos de la pantalla. Frank pasó uno de sus brazos por los hombros de Ágata, dejando descansar su mano sobre uno de los senos, que pellizcó y sobó a placer. Intentó hacer lo mismo con Alma, pero la morena se tensó y tuvo que apartar la mano. Era demasiado pronto. Ágata se dio cuenta y se giró en el asiento, quedando de perfil, apoyada sobre una cadera. Llevó su mano todo lo lejos que pudo, posándola sobre una pierna de Alma. La morena solía llevar faldas desde su relación con Ágata. Ésta la notó tensarse y juntar las piernas, pero no se amilanó. Empujó su mano con más fuerza, insertándola entre los muslos.
—      Ábrelas – le susurró y Alma, a pesar de que Frank la miraba, obedeció.
  Los dedos de Ágata juguetearon sobre sus bragas, incitándola. Poco después, meneaba las caderas, enardecida. Ágata había introducido dos dedos bajo las bragas y le acariciaba el clítoris. Mientras tanto, Frank lo había intentado de nuevo con su brazo y, ahora, la morena no se opuso. Le acaricio ambos pechos mientras su amante se dedicaba a la entrepierna. Ágata retiró su mano cuando intuyó que su amiga estaba a punto de correrse. Entonces, desabrochó la bragueta de Frank y le sacó el pene. Volvió a estirazar el brazo y se apoderó de una de las manos de Alma, llevándola hasta el regazo del hombre y colocándola sobre el erguido miembro. Alma no retiró la mano, sino que empuñó la polla y se peleó con la mano de Ágata por su posesión. Sin embargo, no giró ni un solo instante la cabeza, la vista fija en la pantalla.
  Ágata se abrió de piernas, sin soltar la polla de Frank, cuando notó como la mano de éste subía por sus muslos hasta apoderarse de su coño. En el otro asiento, Alma la imitó. De esta manera, Frank las masturbó a las dos mientras que le pajeaban a él. Cuando salieron del cine, los tres sonreían y Frank caminó con ellas, aferrándolas de la cintura. Se sentía Dios en ese momento.
  Encuentros de este tipo se repitieron a lo largo de tres semanas. No importaba el lugar donde se encontraban, siempre había una buena ocasión para meterse mano. Alma le hizo una felación a Frank en el metro mientras Ágata vigilaba que no llegara nadie. Frank se folló a Ágata en el teatro mientras Alma les servía de pantalla y se masturbaba ella misma, al mirarles de reojo. Frank penetró a Alma en el túnel del amor de la feria mientras Ágata le masajeaba los testículos para que se corriera rápidamente, antes de salir por el otro extremo. Ágata y Alma se amaron en los lavabos de un restaurante mientras Frank pedía los postres y le llevaron los humores de sus coños recogidos en una copa para que los catase. Todo eran travesuras con las que se reían y se excitaban muchísimo, pero aún no lo habían hecho en serio, los tres en una cama, en la intimidad, y llegó el día.
  Las chicas se excusaron ante sus padres, diciéndoles que una dormía en la casa de la otra y viceversa. Fueron hasta la casa de Frank, que las esperaba impaciente. No podía creer su triunfo. Las chicas se llevaban de maravilla entre ellas y acataban sus caprichos. Ni siquiera cenaron, a pesar de que la mesa estaba puesta. Las chicas sentaron a Frank en uno de los sillones y se arrodillaron entre sus piernas, lamiéndole el endurecido miembro por turnos y besándose ellas mismas apasionadamente. Entre risas y caricias, subieron al piso superior, en donde se desnudaron presurosamente. La gran cama fue testigo de todo el desenfreno, pues Frank había preparado una buena dosis de Loto Azul para cada uno. Se corrió la primera vez al contemplar como Ágata devoraba todo el coño a su amiga. El semen se derramó sin tocarse siquiera la polla, pero ésta siguió tan dura como estaba. Las penetró dos veces a cada una y sodomizó a Ágata. Alma se tumbó a su lado para ver muy de cerca como la polla entraba en el culo de su amiga. Finalmente, cayeron rendidos y se durmieron.
  Al día siguiente, Ágata introdujo el ensanchador en el culo de Alma, las dos a solas en casa de la primera.
—      Tienes que llevarlo cuatro semanas y te sentirás otra – le dijo.
—      Me da miedo, pero me gustaría probar – le contestó Alma.
Días más tarde.
—      Necesito ese ascenso. Lo llevo esperando toda mi vida. Quiero ser director de la academia – dijo Frank mientras cenaba con Ágata, a solas, en casa. Alma tenía compromiso con su propia familia; en otras palabras, no podía salir cada noche sin una buena excusa.
—      ¿Y qué problema hay?
—      Dimitri Pasco se opone a mi nombramiento y rompe el consenso.
—      ¿Por qué?
—      Apoya a uno de sus antiguos alumnos, un petimetre de Londres que ha participado en algunas obras en Picadilly. Pero, cambiemos de tema, ¿cómo lo lleva Alma con el ensanchador?
—      Bastante bien. Le he puesto la segunda pieza y me caben dos dedos con holgura. Parece disfrutar mucho.
—      Es toda una viciosilla. Tengo ganas de sodomizarla.
—      Tendrás que esperar. No quiero que la dañes. Ayer la sorprendí masturbándose en clase de francés. Dice que el idioma la pone cachonda, pero creo que es el ensanchador. Goza como una loca.
Frank se rió, pero su semblante parecía preocupado.
—      ¿Tan malo es? – preguntó ella, dándose cuenta de ello.
—      Pienso que si, querida. Si no consigo ese puesto, tendré que marcharme.
—      ¿Por qué?
—      No te lo quería decir para no preocuparte, pero va a haber un recorte de presupuesto. Quieren anular mis clases. Tendré que solicitar plaza en otra ciudad, quizás fuera del país…
—      ¡Eso no puede ser verdad! ¡No puedes marcharte! – exclamó ella, asustada.
—      Tendré que hacerlo; debo trabajar.
—      ¿Qué puedo hacer para ayudarte?
—      ¿Qué puede hacer una estudiante?
—      No lo sé. Quizá si hablo con Pasco…
—      Tendrías que hacer algo más que hablar.
—      ¿A qué te refieres?
—      Pasco es famoso por sus amantes. Le encantan las chicas, las jovencitas, pero nadie dice nada porque tiene buenas conexiones. Se le van los ojos detrás de las chicas en clase y en los pasillos. Incluso le he visto fijarse en ti en más de una ocasión. Solo una cosa así puede hacerle cambiar de opinión, pero no puedo pedirte eso. Mañana mandaré solicitudes a otras academias y…
—      Lo haré.
—      ¿Qué has dicho?
—      Lo haré – dijo con determinación. – Me lo follaré por ti, si quieres. Le haré cambiar de opinión.
—      Ágata, no quiero que…
—      Si es la única forma de que te quedes, lo haré.
  Ágata tomó aire y pasó las manos por la estrecha minifalda, alisándola. Después, se lanzó al maremagno del pasillo y levantó una mano.
—      ¡Señor Pasco! ¡Profesor Pasco! – llamó.
  El aludido se dio la vuelta y la miró. Pasco daba clases de teoría teatral y técnicas de ambientación a los cursos superiores. No tenía aspecto de actor y parecía más bien un gorila. Bajo, peludo, ancho y fuerte. Debía de tener cerca de los cincuenta años, pero no había ni una sola cana en su pelo oscuro y ensortijado. La miró de arriba abajo cuando se le acercó.
—      ¿Sí?
—      Tengo que hablarle de un asunto privado, señor Pasco.
—      ¿No puede esperar? Es la hora del desayuno.
—      No le entretendré demasiado.
—      Está bien, señorita…
—      Ágata.
—      Ágata. Muy bien. Podemos ir a mi despacho.
  Ágata tragó saliva al caminar a su lado. Aquel hombre le daba asco, pero era necesario hacer lo que estaba dispuesta a hacer; por el bien de Frank y de ellas.
—      Siéntese – le dijo el hombre señalándole la silla ante su escritorio. Él tomó asiento detrás. — ¿De qué se trata?
—      Señor Pasco, me envía Frank Warren… – dijo Ágata, soltando el aire que mantenía en su interior y enrojeciendo.
—      Ah, entiendo. Es usted una especie de regalo, ¿no? – la sonrisa que brotó en el rostro del hombre era totalmente depravada.
—      Algo así.
—      Entonces, será mejor que venga aquí y se siente en la mesa. Está demasiado lejos para mi gusto – le dijo, golpeando con dos dedos su lado del escritorio.
  Ágata se levantó y, subiéndose la falda para que no le impidiera el movimiento, se sentó en el borde de la mesa. Tragó nuevamente saliva y se obligó a relajarse.
—      Ábrete de piernas, corazón – le dijo el hombre, tuteándola. – Veamos ese dulce coñito.
  Ágata le obedeció y se abrió de piernas, mostrando sus bragas. Las apartó a un lado. El hombre se acercó mucho, resoplando sobre sus muslos.
—      Ah, también es pelirrojo. Lo suponía – musitó al introducir un dedo. – Sí, muy suave y tierno.
  El dedo de Pasco se cebó sobre el clítoris. Ágata sintió su coño reseco y las arcadas estuvieron a punto de dominarla. Se controló lo mejor que pudo y cerró los ojos, imaginándose que era Frank quien la tocaba. Sintió el chirrido de las ruedas de la silla al acercarse más a la mesa. Al segundo, la lengua del profesor se aplicó a su coño, ensalivando suavemente. Un estremecimiento le recorrió la espalda. Se estaba excitando cuando no lo creía posible. Apoyó sus manos atrás, sobre la mesa y se abrió aún más. Sus caderas rotaron, siguiendo el ritmo que le imponía la lengua masculina.
—      Tienes un aroma muy peculiar – le dijo. – Me gusta. Ven, es hora de que me colmes.
  Ágata abrió los ojos y le miró. Pasco estaba retrepado en su silla, con las piernas abiertas y sobándose la entrepierna, por encima del pantalón. La chica se bajó de la mesa y se arrodilló en el suelo, entre las piernas de Pasco. Desabrochó la bragueta e introdujo sus dedos. Se impresionó cuando sacó el miembro. No era excesivamente largo, pero si muy grueso, surcado por gruesas venas azules. Una polla monstruosa.
—      Te ha asustado, ¿verdad? A muchas le sucede lo mismo. Venga, chúpamela.
  Ágata se la llevó a la boca y lamió su glande. Tuvo que abrir su boca al máximo para poder abarcarla. Casi se asfixió con ella dentro. El hombre gruñó y culeó dentro de su boca, follándola. Pasco no aguantó demasiado. La retiró con un movimiento y se puso en pie. La ayudó a subirse a la mesa y echarse allí, las rodillas en alto, los tirantes bajados. Con una mirada lujuriosa, le acarició los pezones mientras dejaba que su gruesa polla golpeara la entrepierna. Ágata estaba asustada pero, al mismo tiempo, muy excitada. No sabía si podría dar cabida a ese miembro. Lo supo enseguida. Pasco la penetró con fuerza y ella gimió. Tuvo que moverse bajo las embestidas para adecuar su coño al pistón de carne. Pasco le metió un dedo en la boca y la obligó a abrirla. Dejó caer un buen hilo de baba dentro y le escupió en la cara. Ágata se retorció, asqueada, pero la fuerza del hombre era descomunal. La mantenía clavada sobre la mesa. Pasco restregó el escupitajo por todo el rostro de la chica al mismo tiempo que incrementaba sus embistes. Ágata lamió aquellos gruesos dedos húmedos, sintiéndose desfallecer por el placer. Nadie la había follado de aquella manera. No fue capaz de articular más que unos gemidos cuando el fuerte orgasmo la traspasó. El hombre, sin embargo, no había terminado aún; se salió de ella y la tiró al suelo, sobre la alfombra, de bruces. Se echó encima de ella, acariciándole las nalgas con la polla.
—      Por el culo no, por favor… – suplicó ella.
—      No te preocupes, sé que no te cabe. Sólo quiero follarte otra vez, por detrás.
  Aplastada contra el suelo, Ágata soportó el peso y el aliento del hombre sobre su nuca, las piernas bien abiertas y la mejilla pegada contra el pelo polvoriento de la alfombra.
—      Aaah, putilla, ¡qué bien te mueves y qué estrecha eres! – le susurró.
—      Oooh, sigue, sigue… ¡por Dios, no pare! – consiguió articular ella.
—      Me voy a correr… dentro de ti. Lo sabes, ¿no? Espero que… tomes algo…
—      Hazlo, hazlo…
  Pasco la empaló completamente al tensar los riñones en el momento de eyacular. Ágata gimió, dolorida, pero al borde de otro orgasmo al mismo tiempo. Se corrió cuando sintió el semen resbalarle por el muslo.
—      ¿Apoyará usted al profesor Warren? – no pudo dejarle de preguntarle mientras arreglaba su ropa.
—      Ya hablaré personalmente con él, no te preocupes. Ahora, debes marcharte. Llego tarde a mi clase.
  Frank levantó la cabeza al ver entrar a Dimitri Pasco en su despacho. Le sonrió y se levantó de la silla. El griego le tendió la mano y se la estrecharon.
—      Fenómeno ese regalo tuyo; me ha gustado mucho. Siempre has tenido buen gusto en mujeres. Quedamos en paz, desde luego, pero no te acostumbres a pagarme las deudas del póquer de esa manera, aún sigo prefiriendo los billetes de curso legal.
—      Lo siento, Dimitri. Era una buena suma de dinero y no disponía de ella. Espero que hayas disfrutado.
—      No lo dudes. Hasta luego.
  Frank se quedó pensativo. Ágata y Alma podían serle de mucha utilidad en un futuro; sólo debía mantenerlas contentas y engañadas.
  Frank abrazó a Ágata cuando la vio llegar a su casa. La llevó hasta el sofá y la sentó allí, sin dejar de abrazarla.
—      ¿Cómo estás? – le preguntó.
—      Bien, aunque un poco cansada.
—      He estado a punto de correr detrás tuya para impedirlo, pero soy un cobarde en el fondo.
—      Quería hacerlo, Frank. Me resultó desagradable, pero lo hice. Haría lo que fuese por ti.
—      Gracias, amor mío. Al final de las clases tuve la contestación. Una lástima. No he conseguido el puesto, pero tampoco mi oponente de Londres. Bersens sigue con el puesto. Se lo ha pensado mejor y no se marcha. Pero tu esfuerzo ha servido para algo. Pasco me ha apoyado incondicionalmente cuando le he dicho a la junta rectora que mis clases son necesarias. No me despiden; sigo al frente – mintió él, con toda facilidad.
—      ¡Es una magnífica noticia! – exclamó ella, besándole.
—      Sí, lo vamos a celebrar a lo grande. Llamaremos a Alma y le desvirgaré ese culito apretado.
  Ágata se rió con aquellas palabras pero, en el fondo, se sentía algo culpable por haberse corrido dos veces con Pasco. No se lo diría nunca a Frank.
  Alma llamó a la puerta del despacho de Frank y entró. No sabía lo que quería, pero la había mandado llamar al acabar su clase de dicción. El profesor estaba repasando unos papeles y se levantó sonriente cuando la vio.
—      Ah, Alma, mi querida niña. Pasa y ponte cómoda.
—      ¿Qué pasa, Frank? – preguntó ella, sentándose.
—      Tengo algunas noticias para ti. Pero, antes de nada, ¿qué tal tu trasero? Ágata me ha dicho que has acabado con las cuatro semanas del ensanchador.
—      Deberías saberlo mejor que nadie en el mundo. Tú mismo me desvirgaste la semana pasada.
—      Sí, es cierto. Era necesario. Lo siento, te hice daño – le dijo, colocándose a su lado y paseándole un dedo sobre los labios.
—      No pasa nada, me gustó. Creí volverme loca de gusto en estas semanas, con ese aparato en el culo.
—      ¿Sí? ¿Te gustaría hacerlo ahora, mi vida? – su mano se deslizó por las desnudas piernas de la morena, haciendo diabluras.
—      Frank, Frank, tengo una clase enseguida…
—      Puedo darte un pase. Me tienes loco, chiquilla. Quiero follarte de nuevo por el culo – dijo besándola repetidas veces. – Mira, compruébalo tú misma – le dijo, cogiéndole la mano y llevándola hasta su aprisionada polla.
—      Oh, Frank…
  Alma se atareó en sacársela y meneársela. Finalmente, se la llevó a la boca, haciéndole una mamada a fondo, tal y como había aprendido. Frank la puso en pie y la apoyó, inclinada, contra la mesa. Le levantó la falda y se arrodilló detrás de ella, lamiéndole el trasero, ensalivándolo a consciencia. Alma movía sus caderas, deseosa de sentir de nuevo aquella polla en su culo. No tuvo que esperar demasiado. Con tiento y lentitud, Frank se la coló dentro, haciendo que Alma aplastara su torso sobre la mesa, tirando al suelo varios papeles y un juego de lápices.
—      Oooh, Frank, me quema… tócame el coño… estoy a punto… de correrme… – gimoteó Alma, sacudiendo todo su cuerpo.
—      No, aún no – le dijo él, levantándola y cogiéndole los senos desde detrás. – Tengo que contarte algo importante.
—      Entonces, ve más… despacio…
  El hombre la hizo caso y se frenó. Le colocó la boca en el oído y empezó a hablar.
—      Hoy ha venido una persona buscando nuevos talentos. Produce una obra en el Transium, una de esas obras modernas y delirantes que gustan tanto. Quería alguien nuevo, buscaba talentos. Uno de sus personajes coincidía con tu perfil.
—      Oh, Frank…
—      Te recomendé de inmediato y quedó contenta con tu foto. Sin embargo, quería alguien del último curso. Al final, conseguí que te hiciera una entrevista informal, en su casa, para conocerte mejor. ¿Te interesa?
—      Sí, Frank, sigue…
—      ¿Follando o hablando?
—      Las dos… cosas…
—      Ya no es el momento – dijo incrementando su ritmo.
  Alma se llevó una de sus manos al coño, acariciando su vulva y clítoris mientras el hombre bombeaba en su recto. Ella tampoco podía más; estaba a punto de correrse. Consiguió esperarse hasta que Frank se derramó en su interior, entonces, se dejó ir, gimiendo y estremeciéndose.
  Sentada en el váter del pequeño cuarto de baño del despacho, se limpió bien el trasero y limpió, de paso, la polla de su amante. Frank siguió con el tema.
—      Alma, ya sabes cómo es el mundo del espectáculo. Nadie te da una oportunidad sin algo a cambio. Seguramente, querrá acostarse contigo. Vi sus ojos cuando miraba tu foto. Debes estar completamente segura de que quieres hacerlo, sino, te arrepentirás después. No quiero que te hagan daño. Sé cómo son esas cosas.
—      Pero, Frank, yo no quiero acostarme con otro hombre.
—      Ni yo, tonta. Me sentiría celoso. No es un hombre, es una mujer, y muy hermosa por cierto.
  Alma se quedó atónita.
—      ¿Una mujer?
—      Sí. Sé que te gustan y que no te sentirías violenta en ese caso. Por eso pensé en ti inmediatamente. Quiere verte, mañana noche, en su casa, para cenar.
—      ¿Cenar?
—      Sí, a las ocho. Tengo su dirección apuntada. Es una persona importante y te podría ayudar mucho aunque no consigas ese papel. ¿Te interesa? – le volvió a preguntar.
—      Sí, creo que sí. Es una buena oportunidad. Además, tienes razón. No me sentiré violenta con una mujer. Pero quiero pedirte un favor, Frank.
—      Dime.
—      No le digas nada a Ágata de esto.
—      Descuida. Será nuestro secreto – le dijo, besándola para despedirla.
—      Gracias, Frank.
  Alma contempló el lujoso edificio cuando se bajó del taxi. Esa mujer vivía en el ático y debía costar una fortuna. El portero la dejó pasar después de comprobar por el teléfono interior que la señora la esperaba. El ascensor la subió sin un ruido. La señora Denisson la esperaba en la puerta. Alma no se sintió defraudada. Frank tenía razón, era hermosa. Aparentaba unos cuarenta años, muy bien llevados. Su figura era espléndida aún y poseía una hermosa mata de pelo, teñido de rubio.
—      ¿Alma, no? – le preguntó.
—      Sí, señora Denisson.
—      Por favor, vamos a cenar juntas. Llámame Andrea.
—      Claro, Andrea.
  Alma admiró el ático cuando entró. Espacioso, con grandes ventanales y muebles caros y bien distribuidos. En medio de la amplia estancia que servía de salón y comedor, se encontraba una mesa redonda dispuesta con la cena.
—      Eres mucho más bonita en persona. Esa foto no te hacía justicia – le dijo la mujer mientras escanciaba un poco de vino en unas copas. Se inclinó sobre el estéreo y puso algo de música suave.
—      Gracias.
  Se sentaron a la mesa, una frente a la otra. Alma recordó lo que Frank le había dicho antes de venir, “No saques el tema a relucir. No es una cena de negocios. No la presiones, es muy quisquillosa. Síguele el juego”. Andrea sirvió ensalada con pastas y más vino. Hablaron de sus estudios y de sus gustos. Andrea le contó algunas anécdotas de su propia juventud, de cuando trabajaba de modelo. Ambas se rieron. Se sirvieron el segundo plato, una exquisitez a base de carne con crema dulce.
—      Posees una buena estructura facial. Eso me gusta – le dijo Andrea, al servirle el postre. Estaba a su lado y le acarició la mejilla con el dorso de los dedos. – Define tu carácter. ¿Te has planteado hacer algo como modelo? No sé, quizá televisión o pasarela.
—      No, nunca. Siempre he pensado en ser actriz.
—      Ya veo.
  Se tomaron el postre y Andrea se levantó para sentarse en un mullido sofá. Alargó una mano y tomó un cigarrillo de una caja plateada y lo encendió con un gesto lánguido. Se sirvió una copa del mueble cercano.
—      Ven, aquí a mi lado. Seguiremos charlando, Alma.
  La joven obedeció y se sentó a su lado, algo tímida. Esa mujer la impresionaba y no sabía cómo actuar. En un principio, creyó que por ser mujer estaría más cómoda, pero la verdad no era esa. Andrea la atraía con su hermosura y su experiencia, pero también le daba miedo meter la pata, así que esperó acontecimientos.
—      Tienes una piel increíble – la volvió a acariciar el rostro con sus dedos. — ¿Es natural este color?
—      Sí. Tengo alguna mezcla de sangre por mis antepasados.
—      Envidio tu juventud. Cuando se es joven, se piensa que todo es banal, que se puede conquistar el mundo con solo pretenderlo. Los años te enseñan que no es así – susurró Andrea al mismo tiempo que le acariciaba la rodilla que su falda dejaba al descubierto.
—      Parece que usted ha conseguido llegar lejos, Andrea – musitó Alma nerviosa. La mujer se inclinaba cada vez más sobre ella.
—      He luchado mucho para conseguir lo que poseo. Me gusta luchar, pero no en este momento. Voy a besarte, Alma, quiero gozarte, y no pienso luchar para conseguirte, ¿lo entiendes?
  Alma no pudo contestar, sólo asentir. Los labios de Andrea se pegaron a los suyos; su lengua se convirtió en una voraz serpiente que buscaba robarle el aliento. La cálida mano que mantenía sobre la rodilla de la chica, se movió lentamente, buscando un tesoro oculto bajo la falda. Alma notó su propia pasión cuando se abrió de piernas inconscientemente; lo deseaba tanto como Andrea. Mientras se besaban apasionadamente, Andrea fue subiendo la falda hasta dejar al descubierto sus bragas. Introdujo su mano bajo ellas y le acarició impúdicamente, haciendo gemir a la chica.
—      Ah, qué sexo tan virginal – musitó Andrea, apartándose y mirando hacia abajo. – Voy a besarlo, voy a adorarlo, pequeña…
  Se inclinó hasta quedar con la cabeza entre los muslos de Alma, que se abrió aún más de piernas, colocando uno de sus talones contra sus nalgas. Andrea le bajó las bragas y las dejó en el suelo. Aplicó su lengua al coñito, con dulzura, con sabiduría. Alma cerró los ojos y colocó una mano sobre la cabeza de la mujer. Se agitó y gimió, enardecida por la lamida. Andrea, sin variar su posición, le cogió una mano y la llevó hasta su propio sexo, a través de una apertura que su larga falda escondía. No llevaba bragas. Alma hundió sus dedos en aquel coño profundo y experimentado, notando como se humedecía tremendamente.
—      Ven, vamos al dormitorio. Estaremos más cómodas – le dijo Andrea, tomándola de la mano.
  Frank, sentado en la cocina de su casa, miró el cheque entre sus manos. Cinco mil dólares. Una pequeña fortuna. Sabía que aquellas chiquillas podían serle de utilidad cuando fue a ver a Andrea con la foto de Alma. Conocía a Andrea desde hace años, desde que usó a varias de sus estudiantes para un pase de modelos, del cual se embolsó los beneficios, claro estaba. Andrea no era ninguna productora, sino la dueña de una cadena de tiendas de moda exclusiva. Pero eso, Alma no lo sabría nunca. Podía estar dándole largas todo el tiempo que hiciera falta. Andrea se pirraba por las menores, hermosas y dúctiles. Alma lo era y, además, lesbiana. Todo encajaba.
  Los tres se hallaban desnudos sobre la cama. Acababan de hacer el amor. Frank encendió un cigarrillo y expulsó el humo hacia el techo.
—      He decidido ser vuestro representante – dijo de sopetón.
—      ¿A qué te refieres? – inquirió Ágata.
—      Ya sabéis que sois unas chicas con futuro, de lo mejor de la academia. Tengo una reunión mañana por la tarde con unos productores japoneses que están dispuestos a invertir en una obra nueva.
—      ¿Qué obra? – preguntó Alma.
—      “Por techo el cielo”, de Ivanoski. Hace tiempo que tengo un proyecto para hacerla en una sala comercial y no en la academia, pero para eso necesito dinero.
—      ¡Woah, Ivanoski! No nos habías dicho nada.
—      Bueno, lo he intentado tantas veces sin resultado que no me gusta hablar de ello.

Pero ahora, tengo una buena oportunidad. Pero estos japoneses son muy puntillosos; no arriesgarán su dinero sin estar seguros o, por lo menos, contentos. Por eso mismo, quiero pediros que me acompañéis a la reunión.

—      ¿Nosotras? ¿Para qué? – se extrañó Alma.
—      Porque sois las protagonistas, porque si no – dijo, cogiéndolas por sorpresa.
—      ¡Estupendo! – exclamó Ágata, besándole.
—      Sí, pero, ¿qué vamos a hacer en esa reunión nosotras? – preguntó Alma.
—      Sois mis socias. Así que os llevaréis parte en esto. Quiero que esos japoneses os vean bien, que se enamoren de vosotras, de vuestro talento. ¿Me ayudaréis?
—      Claro que sí, cariño – contestó Ágata sin dudarlo.
—      Bueno – dijo Alma. — ¿Y qué haremos?
—      Nada, sólo dejar que os miren y ser muy amables, pero que muy amables – dejó la frase en suspenso mientras miraba a Alma. Ésta le comprendió y le dolió. Frank se estaba cobrando el favor que le debía.
 Su asunto con la Denisson ya duraba un mes, una noche por semana, y aún no había tenido noticias. Pero ahora, Frank implicaba a Ágata. Estuvo a punto de saltar, pero se lo pensó mejor. También sería un triunfo para ellas si conseguían el dinero. Valía la pena aguantar a unos japoneses y se aseguraría que Ágata lo comprendiera.
  Frank entró solo en la sala de reuniones. Las chicas se quedaron en la sala de espera, vigiladas por la atenta mirada de una nipona que hacía de secretaria. Las chicas alucinaban con todo lo que veían. Frank las había llevado a Numasi Inc., una de las grandes corporaciones japonesas del país y le habían hecho pasar enseguida. Ágata estaba un tanto nerviosa. Alma había hablado con ella muy seriamente aquella noche, explicándole lo que seguramente deberían hacer con los japoneses. Finalmente, comprendió su punto de vista y acordaron no decirle nada del asunto a Frank. Éste podía sospechar a lo que las estaba enfrentando, pero lo hacía con buen corazón.
—      Bueno, chicas, es vuestro turno. Me han dicho que quieren que les recitéis algo. Suerte, os esperaré en el hall – dijo Frank, saliendo de la sala.
  La sala de reuniones era amplísima, con una descomunal mesa oval en el centro, rodeada de confortables sillones. Todo el mobiliario era de corte modernista y el suelo estaba enmoquetado. Cuatro orientales estaban sentados a la mesa y se inclinaron cuando entraron.
—      Por favor, ocupad estas sillas – les dijo uno de ellos en un perfecto inglés.
  Les entregó unas cuantas páginas sueltas y volvió a inclinarse.
—      Quisiéramos que nos leyeran esto, por favor. Utilizad un tono agresivo y realista. Primero una de ustedes, después la otra.
  Ágata reprimió una carcajada cuando leyó sus folios. Era una larga lista de insultos y obscenidades.
—      Pero esto es… – intentó decir.
—      Por favor, empezad – la atajó un nipón. Los cuatro habían vuelto sus sillones hacia ellas y las observaban, atentos.
—      Bueno, allá va – dijo Alma y empezó a leer. – Desgraciado hijo de una perra amarilla, tu padre era un alcohólico que se bebía los orines de las camareras para suplicarles una copa. No mereces más…
—      Por favor, nos han dicho que sois actrices. Demostradlo. Tenéis que sentir lo que decís.
  Alma carraspeó y tomó aire.
—      ¡No mereces más que lo que tienes, rata de alcantarilla! – exclamó con desprecio. – Tu esposa se humilla a mis pies cuando te vas a trabajar, lamiendo mis tacones que antes he restregado sobre una mierda de perro. Se baja las bragas a un chasquido de mis dedos y me ofrece sus dones de mujer con toda impunidad. Cuando me corro, llama a tu hijita para que limpie la lefa de mi vagina con su lengua y, después, le ordeno que le coma el coño a su madre. Utilizo a tu hijo para contentar a mis amantes, que se apasionan con un efebo como él…
  Alma se quedó muda cuando contempló cómo los japoneses abrían sus braguetas y extraían sus penes ya endurecidos.
—      Prosigue – ordenó uno. Ella lo hizo, alternando su mirada entre los papeles y los nipones que se estaban masturbando mientras la escuchaban.
  Ágata se remojó los labios, aturdida y confusa.
—      Su semen salpica las paredes de tu casa y escribo tu estúpido nombre mojando mi dedo en él. Eres la personificación de la deshonra, de la estupidez. Todo lo que posees, lo ha conseguido tu esposa a golpes de coño y, ahora, tus hijas la ayudan en su tarea.
  Los hombres seguían masturbándose lentamente, como si no tuvieran ninguna prisa, gozando con las obscenidades y la voz de Alma. Ésta acabó pronto su lista y Ágata siguió con la suya.
—      Ahora es el momento de gozar de preciosas chicas occidentales – dijo uno de ellos, señalando con el dedo delante de ellos, sin dejar de acariciar su pene.
  Ágata y Alma se miraron. Todas aquellas obscenidades y contemplar la masturbación de los hombres, las habían enardecido. Se levantaron de las sillas y se acercaron a ellos. Ágata se arrodilló entre dos de ellos y Alma la imitó. Cogieron con ambas manos aquellas pollas, alternando sus labios con el movimiento cadencioso de sus manos. Los nipones sonreían, extasiados. Se levantaron de sus sillones al cabo de unos minutos y las desnudaron. Entonces, sobre la moqueta, Ágata y Alma fueron poseídas una y otra vez por aquellos pequeños hombres de ridículos miembros pero que parecían disponer de una energía descomunal. Fueron embestidas por todas partes, en todas las posturas; tragaron sus pollas con la boca, una y otra vez; fueron sodomizadas por los cuatro, uno detrás de otro, hasta que rendidas y colmadas, acabaron regadas por el esperma de los cuatro.
  Cuando bajaron para reunirse con Frank, estaban duchadas y algo más frescas.
—      ¿Qué ha pasado allí dentro? ¿Qué os han dicho? – preguntó Frank.
—      Nos hicieron un par de pruebas y ya está. No nos dijeron nada más.
—      Parecéis agotadas.
—     Fueron unas duras pruebas – dijo Ágata, con una sonrisa de complicidad hacia su amiga.
Si quieres ver un reportaje fotográfico más amplio sobre la modelo que inspira este relato búscalo en mi otro Blog:     http://fotosgolfas.blogspot.com.es/
¡SEGURO QUE TE GUSTARÁ!
 

Relato erótico: “Hechizo de una noche 2” (POR MARTINA LEMMI)

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                  Cuando salí de la carpa y dejé la playa, caminé largo rato meditando sobre lo que acababa de ocurrir y lo que me estaba pasando.  ¿Era posible?  ¿O era un sueño?  Unas chicas adolescentes pasaron en un auto y me gritaron cosas de un modo totalmente desinhibido y desaforado:

                    “Mmmm…, ¡Bombón!  ¿Cómo hacés para ser tan lindoooo????”
                    “¡Guauuuu! ¡Te bajo el pantalón con los dientes, preciosooo!!!”
                    “¡Haceme un hijo!!! ¡O dos!!! Jajaja….”
                     Eran las típicas adolescentes de veraneo que no escatiman absolutamente nada cuando se trata de piropear a un chico porque están de vacaciones y nadie las conoce; es la desinhibición que otorga el anonimato.  En otro contexto, la actitud que con tal descaro exhibían me hubiera parecido desagradable e histérica.  Sin embargo, en ese momento, hasta me produjo una sonrisa.  Era algo totalmente nuevo que la gente se fijara en mí y que incluso me deseara abiertamente.  De pronto recordé a la camarera.  Introduje mi mano en el bolsillo del jean y extraje el ticket con el número telefónico; recién entonces recalé, al mirar el reverso, que además había escrito: “salgo a las trece”
              Miré el reloj.  Faltaban sólo quince minutos para esa hora.  Justo en ese momento entró un mensaje de texto en mi celular.  Era Paula; claro, ya era la hora del almuerzo y debía estarme extrañando.
             “¿Qué onda, turra?  ¿Por dónde andás” se leía en el mensaje, expresado, demás está decirlo, en un tono cariñoso propio de dos amigas que comparten casi todos los códigos.  ¿Qué tenía que hacer?  ¿Cómo explicarle que no podía volver al departamento porque mi nuevo aspecto…, en fin, la shockearía un poco?  Finalmente contesté, también en mensaje de texto: “Pintó algo con alguien y me tengo que encontrar a la una.  No voy a estar para almorzar, locura.  Comé solita… ¿No te enojás, no?”  Pasó algo así como un minuto y llegó la respuesta: “Aaaaah bueeeeno!!!!! Jajajajaaa… miramela… Mmmmmmmm…. con quién te estarás viendo, yegüita??? Jaja… No, hermosa, ¿cómo me voy a ofender?  No me extrañes muchoooooo, jajaja… ¡DISFRUTAAAÁ!”
              Pau es un encanto.  Se alegra cada vez que interpreta que puede haber buenas noticias para mí en el terreno afectivo o sentimental.  Se pone mal de saberme sola todo el tiempo y, a veces, gasta esfuerzos en presentarme chicos que, por supuesto, jamás están interesados en mí.  Es tan buena persona y tan excelente amiga que, si algo me alegró en ese momento, fue no haberle mentido: era totalmente cierto que me vería con alguien a la una del mediodía.
              Llegué, una vez más, a la puerta del bar de la playa.  No fue necesario entrar porque me topé con la chiquilla camarera en la entrada.  Ella justo salía.  Lucía una falda muy corta y una remera color violeta, sumándole, sobre su cabeza, una boina en el mismo tono que le quedaba maravillosamente bien.  Lindos ojos, de un marrón profundo y casi negro; tez muy blanca y algún que otro lunarcito que sólo contribuía a embellecer aún más su rostro juvenil.  Por cierto, no debía pasar de los dieciocho o diecinueve años.  Me sentí una pedófila, ja, pero la sensación era extraña porque yo, es decir Abigail, tendría, en todo caso, su misma edad o tal vez a lo sumo un año más, pero Abel…, Abel le llevaría unos seis o siete.  La chica, sosteniendo un bolsito que le caía desde el hombro por la espalda, se me quedó mirando mientras mascaba chicle.
                “¿Y?  ¿Qué pasó con la putita ésa?” – preguntó, con un fuerte tono de desprecio que, interpreté, no era para mí.
                   Su acceso de celos me divirtió.  Después de haber sufrido durante tanto tiempo el que nadie me viera como objeto de deseo, no podía dejar de disfrutar el hecho de que, de repente, una hermosa muchacha me celara de tal modo, al punto de aborrecer a cualquier “rival”.  No contesté su pregunta; amagué hacerlo pero no me salió ninguna palabra sino que sólo gesticulé estúpidamente.  Ella, con un movimiento de cabeza, me invitó a seguirla.
                   “Dale… vamos para mi casa” – dijo.
                   Y así fue.  Caminamos unas diez o doce cuadras por la calle inmediatamente paralela a la que bordeaba la costa y de pronto me encontré entrando con ella en una casa que estaba muy lejos de ser opulenta pero que era lo suficientemente digna y estaba amueblada con buen criterio.  Al momento de trasponer la puerta, ella me apoyó una mano en el pecho:
                 “Aguantame un toque” – dijo, y desapareció por un pasillo.
                  Apenas unos instantes después regresó con cara de fastidio.
                 “La pelotuda de mi hermana está con el novio y tienen la pieza ocupada.  La de mi hermano tampoco se puede usar porque el boludo está fumando porro con los amigos… Vení, seguime” – me tomó por la mano y prácticamente me arrastró hacia otro ambiente, que no fue difícil de reconocer como la cocina: era estrecha y sólo dejaba un pequeño corredor para no más de una persona entre la heladera y la mesada.  La realidad era que no se veía como el lugar más propicio para tener sexo, pero la chica se las arregló.  Arrojó su bolso sobre la mesada y luego se apeó a ella, sentándose sobre el borde y de frente a mí.
                    Echó sus brazos en torno a mi cuello y, sin darme más chance de nada, me atrajo con fuerza hacia ella.  Su lengua entró larga y húmeda por entre mis dientes y, al hacerlo, me dejó prácticamente sin aliento ya que me estrujaba contra su rostro con tal fuerza que hasta aplastaba mi nariz.  Una vez más, yo no podía terminar de creer el camino que seguían las cosas: estuve toda mi vida sin ser besada por una chica; y ahora llevaba dos en poco más de una hora.  Levantó mi remera con ambas manos y se dedicó a recorrerme la espalda, clavándome prácticamente las uñas.  Dolía pero debo reconocer que era excitante.  Decidí que siendo ya mi segunda vez, debía empezar a asumir un rol algo más activo que el que había tenido con la chica de la carpa; no era fácil porque la camarera, de quien aún no sabía el nombre, era una tigresa decidida a apropiarse de lo que consideraba suyo.  Estaba, además, sedienta de venganza después de que yo le fuera arrebatado por esa “putita” en el bar.  Tal vez venganza contra ella, tal vez venganza contra mí, tal vez ambas…, o, quizás se trataba simplemente de salvar su autoestima.  Aun dentro del ataque furiosamente pasional del que yo estaba siendo objeto, busqué esta vez ir con mi propia lengua dentro de su boca y, al hacerlo, empujé inevitablemente la suya hacia adentro.  Ella hacía esfuerzos denodados por recuperar el control pero no lo lograba y, en algún momento, decidió simplemente entregarse, mientras con su espalda derribaba algunos de los frascos y utensilios que poblaban la mesada.  Su venganza, más bien, fue clavar aún más sus uñas sobre mi espalda, tanto que me arrancó un alarido y debí interrumpir el beso.  Se notó que lo disfrutó.  Me miraba fijamente, sus ojos a escasos centímetros de los míos.  Sus uñas siguieron recorriéndome la espalda hacia abajo hasta llegar al borde del pantalón.  Trajo una de sus manos hacia adelante para aflojármelo y, una vez, logrado su objetivo, volvió a concentrar la acción de ambas manos sobre la base de mi espalda, pero ahora descendiendo claramente por debajo de mi pantalón y de mi bóxer en busca de mis nalgas: las encontró, las sobó, las frotó, les enterró las uñas y las pellizcó varias veces.

“Qué hermoso culo que tenés” – me dijo, entre dientes, justo antes de introducir una vez más su lengua en mi boca; la pendeja había recuperado el control.

                Su mano jugueteó en mi zanja hasta que un dedo encontró mi orificio y se introdujo dentro del mismo como una alimaña en su cueva.  Di un respingo: estaba ante otra sensación nueva.  Hurgó con el dedo trazando círculos entre mis plexos y fue cada vez más adentro, más adentro, más adentro… Comencé a jadear y volví  a sentir que mi verga se ponía dura.
                 De repente quitó su dedo y se bajó de la mesada de un brinco.  Giró alrededor de mí y ello me provocó una cierta incertidumbre, acompañada por inseguridad.  No dejaba de mirarme con ojos terriblemente lascivos y, extrañamente, posesivos, como si ella fuera una cazadora y yo su presa.  Una vez que estuvo a mi retaguardia, me bajó pantalón y bóxer de un solo tirón y, besándome sobre el omóplato, me apoyó una mano en el centro de la espalda de tal modo de obligarme a inclinarme sobre la mesada, cuyo borde de acero se clavó en mi estómago en toda su longitud.  Yo no sabía realmente qué me esperaba; eché una mirada de reojo por encima del hombro y pude ver cómo la chiquilla se acuclillaba.  Con ambas manos separó bien mis nalgas y luego, sin aviso alguno, me enterró la lengua.  La impresión fue tan fuerte que eché la cabeza hacia atrás y dejé escapar una exhalación tan profunda que se mezcló con algún gritito agudo que no encajaba con mi flamante masculinidad.  Después me dejé caer hacia adelante, con las palmas, el pecho y el mentón contra la mesada, desplazando otra vez varios utensilios, algunos de los cuales cayeron dentro de la pileta y otros al piso.  Su lengua no se detuvo y siguió jugando en mi agujero: afuera y adentro, afuera y adentro…, y cada vez más adentro.
                  Ya para ese entonces tenía yo la verga durísima y, de hecho, la muchacha pasó una mano por debajo de mis testículos y la tanteó.  Aun sin decir palabra, dio la sensación de estar plenamente conforme o, al menos, eso creí interpretar porque dejó de penetrarme con la lengua y, tomándome por los hombros, me giró hacia ella.  Me estaba invitando claramente a recuperar la iniciativa y así lo hice, pero sólo podía yo aportar como experiencia lo que había visto en las películas.  Así que la tomé calzando mis manos en la base de sus glúteos y la levanté en vilo, llevando su espalda contra la heladera, la cual corcoveó a tal punto que pareció a punto de caer.  Manteniéndola aprisionada  entre mi cuerpo y la heladera ella no podía caer, así que aprovechando esa situación solté uno de sus sabrosos glúteos e introduje una mano por debajo de su falda hasta bajarle la bombachita, la cual ella misma se encargó luego de hacer deslizar hasta el suelo ayudándose con sus pies.  Rodeó entonces mis caderas con sus piernas y yo sabía que, a partir de ese momento, sólo quedaba una cosa: cogerla.  Pensé que iba a tener más problemas para ensartarla pero no fue así: una mujer sabe bien en dónde está la concha de otra.  Ya no podía, por lo tanto, escaparle a  mi verga, así que comencé a penetrarla con un salvajismo que me resultaba nuevo y desconocido en mí, todo ello acompañado por el tintinear de botellas, frascos y estantes sacudiéndose rítmicamente dentro de la heladera.  Hacía menos de dos horas que yo había tenido dos polvos: uno por vía oral y otro vaginal, ambos con la chica de la carpa.   Considerando eso, bien podía esperarse que mi rendimiento sexual mostrara alguna merma, pero no fue así.  La cogí implacablemente hasta arrancarle frenéticos aullidos de placer.  El hechizo de la bruja no sólo me había convertido en un varón ermoso sino también en una máquina sexual imparable.  No estaba nada mal por veinte pesos…
                 Fue, en parte, una salvación el hecho de que Gabriela (así fue como me dijo finalmente que se llamaba) me hubiera llevado a su casa puesto que desde el momento en que las circunstancias derivadas de mi nuevo aspecto me habían convertido en una paria, yo no tenía dónde parar in dónde quedarme.   Durante un par de horas permanecí allí y hasta me invitó a almorzar: una pizza de delivery, por supuesto, ya que allí no daba la impresión de que ninguno tuviera muchas intenciones de cocinar.  A la hermana apenas la vi: pasó un instante con su novio por la sala de estar, saludaron sin demasiada efusividad, comieron alguna porción de pizza y luego se fueron sabe Dios con qué destino, pero lo cierto es que se los veía terriblemente embobados el uno con el otro.  En cuanto al hermano y sus amigos, se acercaron también para dar cuenta de las pizzas pero se los veía tremendamente idiotas, riéndose de cualquier estupidez seguramente por efecto del cannabis.  En algún momento pedí permiso para ducharme y Gabriela me lo concedió.  Ignoro si había padres en aquella casa y, de ser así, en dónde estarían, pero daba la impresión de que los tres hermanos se movían con una libertad bastante importante: una traía a su novio a coger a la casa y el otro a fumar a sus amigos, en tanto que Gabriela se aparecía de la nada con alguien a quien acababa de conocer con el único objetivo de tener sexo.  Ducharme fue también una experiencia nueva, ya que ello implicó recorrer con la esponja cada centímetro de un cuerpo nuevo, que aún me resultaba extraño y que estaba en etapa de exploración.   Lo peor fue tratar de hacer pis: el método de los hombres de hacer parado requería, al parecer, una cierta práctica y me convencí de seguir haciendo sentada apenas las primeras gotitas me cayeron en la pierna.
               “Yo tengo que volver al bar…, hasta las nueve de la noche – anunció Gabriela apenas salí de ducharme -.  Vos qué vas a hacer?”
              La pregunta me tomó desprevenido.  Verdaderamente no había plan alguno, sólo seguirme escondiendo de Paula.  Pero…, a la vez era una contradicción: se suponía que aquel don que había recibido por un día y una noche servía para acercarme a ella y, paradójicamente, sólo había hasta entonces escapándole y haciendo el amor con mujeres que eran absolutas desconocidas.  En un momento, incluso, ella me llamó al celular pero obviamente no contesté, no con mi nueva voz.  Respondí al rato con un mensaje de texto pidiéndole disculpas por estar ocupada.
                “Aaaaaah trolaaaaaa… ¿en qué andarás??? Jajajajaa” me contestó Pau.  La forma de escribir evidenciaba su irrefrenable alegría por saberme acompañada.
                “Creo que voy a ir a la playa” – anuncié finalmente, respondiendo a la pregunta de Gabriela.
                “Ok – dijo la chica mientras se calzaba y acomodaba una vez más la boina que tan bien le quedaba -.  Ya sabés dónde encontrarme”

Me guiñó un ojo, se me acercó y me besó delicadamente en los labios.  Luego se fue y yo, obviamente, también tuve que hacerlo ya que la compañía en el lugar no se avizoraba como muy interesante.  La acompañé algunas cuadras y luego me desvié.  Tuve que comprarme un short de baño en una tienda; supongo que no vendría incluido en el pack del hechizo.  Pasé por la única librería que encontré en Mar del Tuyú para hacer unas compras y luego me dirigí a la playa… Y caminé en busca del lugar donde siempre solíamos estar Paula y yo… En efecto, allí estaba: sola, desde ya.  Su figura grácil y armoniosa se la viese por donde se la viese, se recortaba contra la arena como si fuera alguna deidad marina.  Saqué del bolso una esterilla y me ubiqué a unos cuatro metros de ella, algo fastidiado por la presencia molesta de varios jóvenes alrededor que no le sacaban el ojo de encima.  Desplegué la esterilla y dejé caer mi bolso sobre ella para, a continuación, pasar a desvestirme.  Y fue, en ese momento, al alzar la vista hacia la playa, que noté que todas las miradas femeninas estaban sobre mí.  Ya tenía, para esa altura, que empezar a acostumbrarme, pero sin embargo no paraba de sorprenderme.  Absolutamente todas me miraban con ojos hambrientos y las que estaban con sus esposos o novios escudriñaban de soslayo con muy mal disimulo, pero también miraban.  Y sin embargo, la peor noticia posible era que la única mujer en la playa que parecía ni darse cuenta que yo estaba ahí era Paula, quien estaba dedicada a tomar sol con sus auriculares puestos y sus ojos cerrados.  Lo bueno del asunto era que, con tal actitud, también ignoraba a las aves de presa que le revoloteaban alrededor.

                Una vez que quedé sólo con mi short de baño, reciente adquisición, me senté sobre la esterilla de perfil a Paula que aún seguía en su mundo.  El sol realmente picaba.  Yo sabía que en algún momento ella dejaría de escuchar música: la conozco bien y sé que, llegado cierto punto, guarda su i-pod y se dedica a leer un libro.  Nunca hace las dos cosas juntas porque dice que la música la desconcentra al leer y sobre todo si está cantada en español.  Por lo tanto, había que ser paciente.  Se hizo larga la espera, más larga de lo que hubiera pensado; tardó mucho más que de costumbre en deshacerse de sus auriculares y, cuando lo hizo, ya el sol estaba empezando a caer hacia el oeste y unos cuantos comenzaban a desalojar la playa.  Ése era mi momento; la miré de reojo pero ella seguía sin anoticiarse de mi existencia.  Tomó el celular  e hizo un llamado; en ese momento el ringtone resonó dentro de mi bolso y me quise morir: ella me estaba llamando a mí.  Temerosa y paranoica, le dirigí una mirada de reojo pero lo cierto fue que ni siquiera pareció percatarse de la coincidencia: o no escuchó sonar mi celular o, si lo hizo, lo dejó pasar como un dato más: uno de los tantos ruiditos que se podían llegar a escuchar en una playa en verano.  Después de todo y pensándolo fríamente, ¿cuál era mi miedo?  ¿Qué Pau se diera cuenta de que ese hermoso muchacho que estaba a unos metros de ella era, en realidad, su amiga Abigail pero que había sido transformada en hombre por el conjuro de la bruja de un parque de diversiones?  Mi paranoia, claro, no tenía la menor razón de ser…, porque era justamente la realidad que yo estaba viviendo la que parecía carecer de todo sentido.  De todas formas, puse en silencio mi celular y, obviamente, no contesté.  Aprovechando haber abierto mi bolso extraje mi MP3 y me calcé los auriculares.  Escudriñaba de tanto en tanto para ver si Paula miraba hacia mí pero nada… Me puse de pie a los efectos de conseguir un mayor impacto, pero la realidad es que éste se produjo en todas las demás chicas que había en la playa pero no en ella: Pau, ahora, estaba concentrada en leer una novela.
              Agotados mis esfuerzos por llamar su atención, jugué una última carta.  Me senté una vez más sobre la esterilla y, fingiendo moverme al ritmo de lo que fuera que estaba saliendo por mis auriculares, comencé a canturrear y de a poco fui subiendo el volumen de mi voz:
              “He oído que la noche es toda magia…y que un duende te invita a soñar”
             Con disimulo, le eché una mirada por el rabillo del ojo y pude comprobar que… ¡me miraba!  ¡Por fin!  Claro, lo que había cantado no era otra cosa que un fragmento de “Maldito Duende” de los Héroes del Silencio y mi estrategia… había funcionado.  Bien, ahora que había conseguido captar su atención, tenía que defender el terreno conquistado.  Extraje del bolso un libro de Anne Rice, el único de ella, por cierto, que había podido conseguir en la librería y, deliberadamente, me ubiqué leyendo de tal modo que ella pudiera, desde donde se hallaba, visualizar sin problemas la cubierta del volumen.  Sabía que me estaba mirando embelesada… y que no podía creer haber encontrado a alguien a quien le gustaran los Héroes del Silencio y Anne Rice; por cierto, no era mi única carta por jugar: tenía algunas más en la manga.  Siempre de reojo, pude ver que ella se ponía en pie y caminaba hacia mí; fingí concentrarme en el libro, aparecer como que estaba en mi mundo.  De pronto su silueta me ensombreció.

“Perdoname que te moleste… – dijo, con una educación digna de una auténtica señorita; levanté los ojos hacia ella y me estremecí: tuve la sensación y el temor de que ella iría a reconocerme, que se daría cuenta de quién era yo con sólo mirarme a los ojos, pero claro: tal cosa era, por supuesto, absolutamente imposible.  Una vez más busqué alejar mi paranoia -.  ¿Vos escuchás a los Héroes? – me preguntó, con el rostro iluminado y la mirada extasiada -.  ¿Y leés a Anne Rice?”

                  Gol.  Estaba subyugada.  Y yo disponía aún de más armas para aumentar tal efecto.
                     “Sí, sí – dije -.  Me gustan mucho los Héroes.  Son mi banda favorita”
                     Abriendo la boca enorme, se llevó a ella una mano cerrada en puño hasta casi tragársela, aun a pesar de lo cual se le escapó una exclamación ahogada.
                    “No te puedo creeeer… ¡La mía también!”
                    “Jaja, qué casualidad – intentaba sonar seguro pero temía que mis miedos y nervios me jugaran una mala pasada -.  También me gustan los Doors, Led Zeppelin…”
                    Los ojos se le abrieron tanto que parecieron estar a punto de escapársele de las órbitas.  Abrió aún más la boca, cosa que hasta un segundo antes hubiera parecido imposible.
                    “Nooooo… ¡Me estás matandoooo!!!” – exclamaba Paula.
                     En ese momento, fingiendo una cierta indiferencia, eché un vistazo en derredor y me di cuenta de que Pau estaba concentrando todas las miradas de envidia femenina de la playa por estar hablando conmigo, pero no sólo eso: también me percaté de que los muchachitos me miraban a mí con una envidia muy semejante.
                      “¿Y te gusta leer?” – le pregunté, enseñándole la cubierta del libro.
                       “Sí – dijo ella sin salir del limbo al que parecía haber sido transportada… – Y Anne Rice es… una de mis escritoras favoritas”
                      “Mía también – acoté -, lo mismo que Larsson o Le Guin”
                      “Nooooooooo… – aulló – ¡Sos mi Í- DO – LOOOO!  ¿De dónde saliste???  ¿Del mar? Jajajaja….”
                       Festejé, desde ya, su ocurrencia y quedamos un instante mirándonos a los ojos.  Esa mirada que ahora veía en Paula era el tipo de mirada que de ella había yo esperado recibir durante toda mi vida.  Gracias, brujita…
                         “¿Te querés sentar?” –le espeté, haciendo un gesto con la cabeza de tal modo de invitarla a compartir mi esterilla.
                         Su rostro se iluminó aún más, tal la alegría que hizo presa de ella ante mi invitación.  Se ubicó junto a mí y pasamos el resto de la tarde charlando.  Me preguntó, desde ya, todo sobre mi vida, cómo pensaba y cómo sentía.  Pero si algo sabía de sobra era lo que ella deseaba escuchar así que todo fue sobre rieles y su expresión fue luciendo cada vez más embobada.  El sol fue cayendo y la playa despoblándose mientras los últimos que se retiraban con sus lonas y esterillas nos miraban llenos de envidia.  Es que era tan rara la sensación que yo misma sentía envidia…, envidia de Abel desde ya y, a la vez, agradecía en el alma a la bruja o a quien fuese por estar disfrutando de la mejor tarde de mi vida.  Ella también me habló de sus cosas, por supuesto, incluso de mí… Perdón, je, es confuso y no sé cómo decirlo: o sea, habló de Abigail.
                         “Es mi mejor amiga y es lo mejor que me pasó en la vida – el corazón me saltó en el pecho porque me estaba poniendo por encima de cualquier novio o amante; de hecho, sus palabras siguientes confirmaron eso -.  Otros amigos van y vienen, lo mismo que las parejas, pero ella siempre estuvo y siempre está.  Me da pena que esté tan sola: a la gente, a los hombres sobre todo, les cuesta mucho ver a una mina por su interior.  Y ella, en su interior, es la persona más bella que existe…”
                   Asentí, pensativo (o pensativa).  Me quedé pensando en cuán bueno sería que ella misma algún día desdeñara mi exterior y se olvidara que soy mujer…, o bien, al menos, que lo aceptase.  Pronto las sombras fueron poblando la playa y sólo quedaban, como siempre, algunos niños metidos en el mar bajo la recelosa mirada de sus padres.  La temperatura era agradable y el viento soplaba desde el continente y no desde el océano, con lo cual no se sentía para nada el clásico fresco que acompaña la llegada de la noche en la costa.  Un deje de tristeza se apoderó de mí en la medida en que muy posiblemente el final de la luz marcara también, no el final del hechizo (ya que según había dicho la bruja, tal cosa ocurriría con el amanecer) pero sí el final de la charla.  Ella se quedó un rato mirando su celular.
                        “¿Vos qué hacés ahora? – me preguntó.
                        La pregunta me tomó desprevenida y la realidad era que no tenía nada para hacer, sólo dejar pasar la noche hasta que el embrujo terminase.  Me encogí de hombros.
                        “¿Querés venir a mi departamento y tomamos unos mates?” – me dijo, ante mi falta de respuesta.
                          La invitación hizo aumentar el ritmo de mis latidos.  No podía creerlo.
                         “Hmm, no sé – contesté -, o sea, yo encantado, pero…¿ no será molestia?  ¿Y tu amiga?”
                          “Hace rato que no me está contestando los mensajes – respondió, mirando su celular -.  Se nota que está muy entretenida, jaja”
                          Me quedé pensando que, en definitiva, tenía razón: su amiga estaba muy entretenida.
                           Sólo tuvimos que caminar unos cien metros.  Un sendero ascendía desde la playa serpeando entre algunos médanos y matorrales para llegar hasta un conjunto de dúplex, uno de los cuales era, por supuesto, el “nuestro”.  Primero nos sentamos a tomar unos mates afuera, en una mesita y unas sillas que se hallaban sobre el césped, apenas a la salida del porche y allí fue donde nos sorprendió la noche con los cantos de los grillos; luego nos fuimos adentro y todo fue compartir charlas, risas y miradas que podían ser, a veces sugerentes y otras pícaras; en ocasiones, incluso, ella bajaba la vista y se sonrojaba con vergüenza ante algún comentario.  Era una situación muy particular y curiosa porque cada vez que me contaba algo, yo ya lo sabía…, y sin embargo, me quedaba en silencio siguiendo atentamente su relato: quería oír sus historias una y otra vez porque, además, cada una de ellas era para ambas, un recuerdo compartido, aun cuando Pau, en ese particular contexto, no lo supiera.  Me vino a la cabeza una vieja canción que decía “invítame a ver tu historia; nunca diré que ya la sé”: era eso…, exactamente eso.  De todos modos, Pau jamás me dijo que tenía novio: je, pilla la niña.  No fue que me hubiera mentido; no dijo que no tenía: sencillamente no lo mencionó.
                         En un momento le pedí permiso para ir al baño y me llevé el celular conmigo tratando de que Paula no lo advirtiera.  Una vez dentro le envié un mensaje de texto: “Pau, querida , ¡no me mates!  Lo mío va para largo y hoy no vuelvo… ¡Te quiero, locura!  Pasala bien de todas formas… No te prives de nada, ja… ¡Besitooossss!!!! ¡Muack!!!”  No sería hasta el otro día que leería la respuesta.  De hecho, al salir del baño, hallé a Paula sentada en el sillón de mimbre mirando al celular con el rostro sonriente.  Un instante después la vi enviar un mensaje.  En lugar de tomar asiento en el sillón que se hallaba transversal al de ella como haciendo una “ele”, lo hice a su lado.  Al principio denotó una cierta sorpresa o bien se puso algo nerviosa, pero siguió atenta al celular durante un momento más, tal vez para esquivar el asunto; y así, cuando finalmente dejó el teléfono, se comportó como si todo estuviera normal.
                        “Mensaje de Abi – me dijo -.  No viene esta noche, ja… Así que voy a estar solita”

Me quedé mirándola a los ojos y ella también; una vez más la noté nerviosa y bajó la vista.  La conozco demasiado bien; supe que ése era mi momento y que debía explotarlo.  Llevé mi mano hacia su regazo y tomé una de las suyas: era impactante ver la diferencia en el tamaño de una y otra, sobre todo considerando que entre Paula y yo no había diferencia en ese aspecto.  Se la notó turbada.  Fue como que intentó levantar la mirada pero desistió y, más bien, la desvió hacia algún punto indefinido en el piso.  Con la otra mano tomé suavemente su mentón y giré su cabeza hacia mí, con lo cual nuestros ojos quedaron enfrentados y ella ya no podía escaparse.  Su mirada estaba como perdida y el labio inferior le caía flojo, seguramente por estar superada por la situación.  Momento de flaqueza, ya lo sé (¡la conozco!) y fue entonces cuando aproveché para llevar mis labios hacia los de ella; lo hice despaciosamente, como disfrutando de un momento que había esperado durante toda mi vida y que no tenía sentido estropear por ansiedad.  En el momento en que mis labios se apoyaron contra los suyos sus ojos se cerraron…, y yo la imité.  Entreabrió algo más sus labios y ello me permitió juguetear con mi lengua por sobre ellos: recorrí primero el superior, luego el inferior, luego el superior otra vez y así sucesivamente…, para después, sí, entrar en su boca.  No fue una arremetida feroz como las que había tenido con la chica de la carpa o con la camarera: esto fue totalmente distinto porque estaba besando a la mujer que siempre había querido besar.  Estaba ante un evento único y seguramente irrepetible en mi vida y, como tal, quería disfrutarlo.  No busqué, por tanto, enterrarle de entrada la lengua hasta el fondo sino que procuré que nuestras lenguas quedaran jugando entre sí apenas a la entrada de su boca.  Ambas se tocaron, se rozaron, se acariciaron, se entrelazaron: parecía que eran en realidad dos cuerpos dotados de vida propia en lugar de extensiones de los nuestros.

             Ella apoyó una mano sobre mi pierna y lentamente la fue desplazando hacia la zona de mis genitales.  Cuando tocó mi pene por encima del pantalón, lo hizo con tal suavidad que pareció, paradójicamente, que no lo tocara.  Otra vez volvió el hormigueo en esa región de mi cuerpo pero puedo asegurar que lo hizo de un modo distinto a cualquiera de las oportunidades en que lo había sentido durante el día.  Yo seguía aún sosteniéndola por el mentón y, muy despaciosamente, mi mano bajó desplazándose a través de su cuello y se detuvo un instante danzándole sobre el esternón para luego, ya sólo con dos dedos, deslizarse por entre sus senos de la misma forma que si estuviera tocando una obra de arte preciosísima.  Ella llevó una pierna por sobre la mía y, decidida pero no descontroladamente, se me echó encima sin dejar de besarme, con lo cual mi espalda y mi cabeza quedaron apoyadas contra los almohadones del sillón de mimbre.  Masajeó largo rato mi pene y luego, tan sólo con el extremo de su índice, subió a lo largo de mi pecho llevando, al hacerlo, mi remera hacia arriba.  Supe que sólo debía entregarme y así lo hice.  Nos besamos largo rato, sin prisa alguna, sabiendo que teníamos toda la noche por delante.  Y, sobre todo en mi caso, lo sabía particularmente bien.  Antes de que nuestras bocas se separaran, tomé su rostro entre mis manos y lo besé de tal forma que a nuestros labios les costó despegarse.  Luego la tomé por los hombros y la hice girar un poco.  Ella tenía aún puesto el bikini con el cual había ido a la playa y lo único que llevaba aparte de eso era un pareo atado a la cintura haciendo las veces de falda.
                  Apartándole el cabello hacia un costado con suma delicadeza, apoyé mis dos pulgares en su nuca y se notó que acusó el impacto, ya que dejó caer su cabeza hacia adelante como vencida, sin fuerzas.  Masajeé con mis pulgares en el centro de su nuca a la vez que mis manos describían círculos danzarines sobre su cuello y omóplatos, casi como si se tratase de una mariposa que estuviera rozando una bella flor con sus alas.  La besé en el cuello: una, dos, varias veces.  Su cabeza se ladeó hacia un lado y hacia otro; emitió un sonido semejante al ronroneo de un gato.  Luego mis dos pulgares bajaron a lo largo de su médula espinal mientras el resto de mis dedos seguían acariciándole la espalda.  Al llegar hasta el bretel de la parte superior del bikini lo solté; yo estaba muy atento (o atenta) a cuál sería la reacción de ella pero la realidad fue que no opuso la menor resistencia.  La parte de arriba del traje de baño, por lo tanto, cayó y se depositó sobre su regazo mientras mis manos, deslizándose como serpientes por sobre sus costillas, fueron hacia sus senos.  Los capturé.  Tomé sus pezones con ambas manos entre mis dedos pulgar e índice; jugueteé un poco con ellos y luego comencé a describir círculos en derredor.  En escasos instantes noté que se le ponían duros.  Su respiración comenzó a hacerse más audible a la vez que llevaba su cabeza hacia atrás apoyándola contra mi mentón.  En un gesto casi reflejo llevó una mano hacia su sexo y comenzó a masajearlo.  Solté uno de sus pezones y bajé hacia esa zona hasta tomar su mano con la mía; se la aparté con delicadeza para, luego, deslizar la mía por debajo del pareo y dedicarme a hacer con ella el mismo trabajito que Pau había iniciado.  Su respiración ya pasaba de ser sólo audible: directamente había pasado a ser jadeo.  Aun a pesar de que tenía la parte inferior del bikini todavía puesta, noté cómo se iba humedeciendo, casi al mismo ritmo en que su pezón, el único que mantenía aprisionado, se iba endureciendo.  Echó su cabeza aún más hacia atrás y la ladeó un poco de tal modo de apoyarla sobre mi hombro derecho.  Su rostro quedó junto al mío; sus ojos seguían cerrados, entregados a un éxtasis que gobernaba cada uno de sus sentidos.  La besé nuevamente, varias veces…
                De pronto se puso en pie.  No lo hizo de modo presuroso ni ansioso; hasta en eso fue grácil: lo hizo como si su cuerpo flotara ascendiendo en el aire.  Se giró y sus hermosos pechos quedaron a la altura de mi rostro.  Yo seguía sentado sobre el sillón y ella me miraba desde lo alto.  Me tomó la cabeza con ambas manos.  Me dio un par de besos cortos y luego me empujó hacia su seno.  Mi rostro se sumergió en él y cerré los ojos como tratando de archivar en mi interior para siempre ese recuerdo, pues sencillamente no podía creer lo que estaba ocurriendo.   Rodeé con mis manos su perfecta cintura y la atraje aún más hacia mí de lo que ya ella me había atraído hacia sí.  Solté el pareo que la cubría y bajé la parte inferior del bikini, dejándola desnuda, como en aquellos juegos y apuestas infantiles de cuando teníamos doce años.   De ese modo yo conservaba toda mi ropa puesta (a decir verdad, sólo mi remera y mi short de baño) en tanto que ella estaba ante mí pura y etérea como cuando había venido al mundo.  Me puse en pie porque la situación ameritaba buscar su boca una vez más y así fue.  Y mientras nuestros labios volvían a encontrarse mis manos bajaron por su espalda en dirección hacia su perfecta cola; pasé con suavidad las palmas de mis manos por sus bellamente redondeadas nalgas y puedo decir que el contacto con su piel era tan celestial que daba la impresión de que la misma ni siquiera existiese, que estuviera tratando de asir alguna sustancia de naturaleza vaporosa pero a la vez extrañamente tangible y maravillosamente real.  Encontré la zanjita entre sus nalgas y bajé por ella buscando aprovechar y sentir cada segundo de contacto, cada milímetro de ella que caía bajo las yemas de mis dedos.
                 Ella, al parecer, decidió que yo estaba, ya para esa altura, demasiado vestido.  Tomó mi short de baño y lo llevó con ambas manos hacia abajo, haciéndolo con algo más de rudeza que la mostrada hasta el momento o que la que yo había exhibido al momento de desnudarla; de hecho, en el mismo instante en que me dejaba sin short, me mordió el labio inferior provocándome un dolor que, extrañamente, fue placentero.  Su mano encontró mi aparato sexual y envolvió cuanto más pudo pene y  testículos para, luego, zamarrearlos suavemente de tal modo de describir círculos con ellos.  El pene, “mi” pene, se fue parando cada vez más.  Su otra mano se encargó de llevar hacia arriba mi remera hasta por encima de mis tetillas; cuando me las acarició e insistió particularmente en juguetear con ellas entre sus dedos, me pareció que yo dejaba de ser Abel y volvía a ser Abigail: en ese momento sentía que Pau me estaba acariciando los senos.  Fue sólo una sensación, desde ya; el hormigueo creciente acompañado por la erección de mi miembro hablaban a las claras de que todo seguía puesto en su lugar y de que yo, por efecto de un conjuro, seguía siendo para ella un hombre…Si algo deseaba más que nada era que el sol no saliera nunca más: por suerte había aún unas cuantas horas de sombras por delante.

Pau bajó con una de sus uñas por mi pecho y pareció como si trazara un surco.  No lo hizo con suavidad pero, sin embargo, tampoco con rudeza; todo era muy particular, todo único y difícil de comparar con cualquier otra cosa.  Jugueteó con sus dedos por sobre mi pecho describiendo caprichosos e imaginarios dibujos como si pugnara, inútilmente, por atrapar mi vello, el cual era, por cierto, ínfimo e insignificante.  Una vez que dejó de recorrerlo con sus dedos y mientras la otra mano seguía ocupada en mi pito y mis testículos, bajó su rostro a la altura de mi pecho y fue ahora su lengua la que se dedicó a recorrerlo.  Al llegar a mi ombligo la enterró casi como queriendo llegar a mi estómago y ello me hizo dar un respingo rayano en la excitación.  A continuación, siguió su camino hacia abajo y así su lengua llegó hasta mi pene; sin dejar de sostenerlo en su mano, se dedicó a lamerlo como si en ello dejara la vida, tal la profundidad, el deseo y el amor que le puso al acto.  Los primeros hilillos de mis fluidos comenzaron a impregnar la cabeza de mi miembro y pude sentir como ella me iba dando besos y, cada vez que se separaba nunca lo hacía del todo, pues sus labios y mi pene quedaban unidos por algún hilillo de fluido seminal; era como si el puente entre ambos se negara a romperse, como si cada vez que ella se alejara de mi cuerpo, por más que lo hiciera durante unos segundos y no más de unos pocos centímetros, tuviera que seguir operando algo que la mantuviera unida a mí o que me mantuviera a mí unido a ella.  Era una química perfecta, impensable e incomparable con ninguna de las dos experiencias sexuales que había tenido en ese día.  Quedaba más claro que nunca que éstas habían sido el prólogo, la preparación para lo que se venía, como si fuera necesario que yo llegara a Paula con alguna mínima experiencia en el campo de las relaciones.

                 Levantó la vista hacia mí y sentí que sus ojos irradiaban deseo, pero un deseo diferente, muy especial, lindante con algún otro sentimiento.  Ella estaba ahora acuclillada frente a mí y, sin moverse de tal posición, me tomó por las caderas y me giró.  Mi cola quedó, de ese modo, totalmente expuesta ante su rostro y, por si fuera necesaria alguna forma de hacérmelo saber, sentí en ella un mordisco.  Me causó dolor, sí, porque lo sentí como si me hubiera querido arrancar un pedazo pero,  a la vez, esa misma sensación era infinitamente placentera.  Repitió el mordisco varias veces en distintos puntos de mis nalgas y luego abrió su boca de modo de envolver con sus labios secciones enteras de piel como succionando: exacto, ésa era la sensación; era como si me estuviera chupando.  Sin abandonar su labor ni por un momento, me terminó de quitar el short por los pies y luego, de manera no prevista al menos por mí, me propinó un largo lengüetazo que recorrió toda mi zanja cuan profunda y larga era.  Me hizo dar tal respingo que no pude evitar emitir un jadeo que fue casi un gemido y hasta tuve, una vez más, temor de que hubiera sonado muy femenino.  Paula repitió el lengüetazo varias veces, no sé cuántas, tal vez seis o siete y luego introdujo sus manos por el hueco entre mis piernas, justo donde mi cola terminaba; empujó hacia afuera separándome ambas piernas y así su lengua logró llegar hasta mis huevos: otra vez una serie de largos lengüetazos se encargaron de ponérmelos a mil y luego abrió la boca tan grande que prácticamente los envolvió.  Me los chupó, tironeó de ellos y…, me dolió: por primera vez tomé contacto con lo que los varones llaman “dolor de huevos” pero debo decir que la experiencia, al menos en este caso, no por dolorosa dejaba de ser hermosa, placentera y disfrutable.
             Una de sus manos pasó, desde atrás, por entre mis piernas y capturó mi erecto miembro; tironeó de él hacia abajo y fue dolorosísimo porque mi verga quería seguir horizontal.  Temí incuso que se me fuera a quebrar y no pude evitar que de mi garganta brotara un grito de dolor del cual ella hizo, sin embargo, caso omiso.  Llevó mi pene del mismo modo que si moviera un pico de manguera hasta introducirlo en su boca, la cual, ávida por devorarlo, se abría hambrienta por debajo de mis testículos.  Y una vez que lo atrapó, ya no lo soltó, por mucho que mi pito pugnara por regresar a su posición horizontal.  Ella chupó y chupó, sin prisa pero también sin pausa, aunque fue de a poco incrementando el ritmo en la medida en que la excitación, tanto de ella como mía, iban en aumento.  Ya no pude detener mis jadeos y volvió esa sensación de estarme haciendo pis, pero yo ya hacía rato que sabía que no era eso: que lo que empezaba a viajar hacia la garganta de Pau era la hermosa leche con la cual iba a llenar su boca para descender luego en busca de su estómago.  El momento de acabar fue tan intenso que creí estar en las nubes: mi grito se prolongó tanto que pensé que me quedaría mudo (o muda) y hasta temí que nada volviera a salir de mis cuerdas vocales por el resto de mi vida.  Mientras tanto Pau, con toda dedicación, tragó toda la leche como si no hubiera posibilidad de no hacerlo, como disfrutando cada gota que iba llenando su interior.
              Me sentía extenuado (o extenuada); el goce alcanzó tal grado de intensidad que hasta me costó mantener el equilibrio.  Mi cuerpo se venció y comencé a caer hacia adelante; intenté sin éxito aferrarme a mis rodillas pero ya el viaje hacia el piso era un proceso irreversible.  Caí sobre palmas y rodillas, con lo cual quedé, literalmente, a cuatro patas, pero lo más sorprendente de todo era que Paula no había liberado en ningún momento mi verga sino que la mantenía atrapada en su boca.  Terminé apoyando la frente contra el piso, perdida mi ambivalente sexualidad en un inmenso mar que ahogaba mis sentidos.   Recién entonces Pau soltó mi pito y, poco a poco, fui recuperando la respiración y la cordura.  Apoyando ambas palmas de mis manos en el piso volví a levantar mi caja torácica y así quedé, otra vez, perfectamente en cuatro patas.  Caminando sobre sus rodillas, Paula se acercó a mí por la derecha; su rostro lucía una radiante sonrisa.  Lo acercó al mío.
                “¿Estás bien?” – me preguntó y recalé entonces en que eran las primeras palabras que alguno de ambos pronunciaba desde que toda la escena sexual diera comienzo.
                  Yo apenas asentí con la cabeza; aún jadeaba por el intenso momento vivido y no era capaz aún de articular alguna palabra que pudiera resultar medianamente inteligible.  Ella se acercó aún más a mí y sentí su respiración sobre mi oreja; primero sólo me besó en el lóbulo pero luego introdujo su lengua.  En un gesto más bien reflejo, encogí mi cabeza contra mis hombros pero ni aun así logré evitar que la lengua de Pau recorriera cada curva y circunvolución de mi oreja.  Y fui entendiendo, entonces, que no tenía sentido alguno resistirme.  Ella, a su modo, me estaba penetrando.  Luego de hacerlo durante algunos minutos pasó una mano por debajo de mi vientre y volvió a acariciar mi miembro, el cual casi no tuvo tiempo de llegar a colgar fláccido porque comenzó a erguirse nuevamente apenas recibido el estímulo.  En pocos minutos ya tenía otra vez una nueva erección: realmente no podía creer el buen trabajo que había hecho la bruja con su conjuro.
                   Paula abandonó mi oreja y se echó al piso apoyando contra él tanto espalda

como nuca y, así,  estando yo en cuatro patas, se introdujo por debajo de mi cuerpo de un modo que me remitió a la imagen de un mecánico echándose debajo de un auto.  Volvió a envolver mi pene con su boca y recomenzó con la tarea de recorrerlo con su lengua.  ¡Oh, Dios!  ¿Otra vez?  ¿Sería así como Paula se comportaba con sus novios habitualmente?  Cierto era que, en esas eternas charlas en que ella me contaba absolutamente todo, siempre manifestó practicarle sexo oral a sus parejas, pero… estaba muy lejos de pensar que sus habilidades llegaran a tal extremo.  De ser así, menos podía entenderse por qué los novios no le duraban o, incluso, la engañaban.  ¿En dónde podrían conseguir una joven que fuera capaz de mamar con esa intensidad y a la vez con tanta dulzura?  A menos, claro, y esa idea me pegó particularmente en mi cabeza, que Paula estuviera conmigo actuando de una manera muy distinta al modo en que lo hacía con los demás.

                    En algún momento debió considerar que mi verga estaba ya otra vez lo suficientemente dura y la soltó, pero eso no significó, en modo alguno, el final de algo sino que, muy por el contrario, se desplazó sobre sus palmas y sus rodillas por el piso del departamento hasta ubicarse a cuatro patas por delante de mí.  Su conchita, provocativa y apetecible, se abrió allí, por delante de mis ojos y nunca estuvo más claro qué era lo que quería.  Me incorporé sobre las palmas de mis manos y quedé de rodillas; avancé sobre ellas hasta ubicarme exactamente por detrás de Pau.  Primero acaricié el montecito y el tajo que tan generosamente se ofrecía; ella dio un respingo y se notó que la excitación la poseyó de la cabeza a los pies.  Luego, simplemente, introduje mi verga.  Lo hice con el mayor cuidado y delicadamente; nada podía estar más lejos de mis intereses que dañar a Paula.  Apenas mi miembro entró en ella lanzó, no obstante, un suspiro que, a medida que salía de su garganta, se fue transformando en gemido.  La  tomé por las caderas y, sin más preámbulo, bombeé y bombeé.  Ella comenzó a despedir una serie continuada de interjecciones que fue aumentando cada vez el ritmo en la medida en que, justamente, mi bombeo se iba haciendo más intenso.  Entré y entré en ella.  Disfruta el momento, pensé, es lo que siempre soñaste: y está ocurriendo; quizás no ocurra nada más.  Sólo cógela y cógela, que te sienta dentro suyo, que tu presencia allí la marque de por vida.  Ya la tenía: se notaba en el ritmo de sus jadeos que estaba al borde del orgasmo y yo también; fue entonces cuando cambié de plan.  Con cuidado, retiré mi verga de adentro de ella.
                   “¿Qué… pasó?” – preguntó, entre sorprendida y decepcionada.
                   La tomé por la cintura, prácticamente la levanté en vilo aprovechando mi prestada masculinidad y la giré completamente hasta hacerla caer de espaldas contra el suelo.
                    “Cuando llegue a mi orgasmo – le dije – y vos llegues al tuyo, quiero estarte viendo a la cara”
                    Sus ojos se iluminaron y sus labios dibujaron otra vez esa tan preciosa sonrisa de la cual era dueña.  Apoyé los puños en el piso a ambos flancos de ella y estiré mi cuerpo cuan largo era hasta que mi pecho se tocó con el suyo.  Intenté ensartar su preciosa conchita en mi verga pero esta  vez se me hizo difícil: aquél sí que parecía un trabajo de hombre y, como tal, se me complicaba siendo mujer.  Pero Paula, sonriendo, me dio la ayuda que me faltaba: capturó mi pene con dos dedos y lo llevó hasta la puerta de su sexo.  Y, una vez allí, todo fue fácil.  Como si se tratara de hacer flexiones de brazos pero de un modo infinitamente más sublime para los sentidos, me balanceé de forma ascendente y descendente moviendo mi cintura una y otra vez.  Y así la fui penetrando: más adentro, más adentro, más adentro… Su cara adoptó un color que nunca le había visto y que no podría definir: era, seguramente, el color del placer extremo, el cual no es posible hallar en ningún arco iris ni en la paleta de pintor alguno; era como si una luz divina y celestial bañase su semblante.  Ladeó su rostro un poco, entrecerró los ojos y gimió, gimió y gimió… Sonidos guturales, irreconocibles en mí, brotaron de mi garganta, esta vez inequívocamente viriles.   Y la cogí, la cogí, la cogí… Supe que ella se acercaba al orgasmo por el crescendo de sus gemidos… y también supe que yo también estaba llegando.
                “Mirame… – le dije, entre dientes y sin parar de jadear -.  Mirame, Pau…”
               Ella volvió a dirigir su rostro hacia mí y, con gran esfuerzo por el momento que yo la estaba haciendo pasar, me miró a los ojos.  Y yo miré a los suyos.  Y supe que ese solo instante, único, irrepetible, le estaba dando sentido a toda mi vida, que ya no importaba qué viniera después en los años que me quedaban en el mundo.  Ese rostro hermoso, esa mirada dulce, era lo que me quería llevar a la tumba…
                El doble orgasmo estalló en un dúo de incontenibles gritos de placer y, por mucho que costara, ambos buscamos mantener los ojos abiertos… Hasta que todo terminó… Y supe que mi semen ya estaba dentro de ella.  Agotado por el esfuerzo caí sobre ella aunque lo hice lo más suavemente que pude y siempre buscando sostenerme con las palmas de mis manos para no aplastar al más hermoso pimpollo que pudiera existir en este mundo.  Ladeé mi rostro y apoyé mi cabeza sobre su hombro: finalmente mi vida, esa vida apagada, sin expectativas y sin satisfacciones, acababa de encontrar su sentido.  Por fin entendía que el camino recorrido en esos diecinueve años había, al fin y al cabo, valido la pena.
                    Quedamos abrazados (o abrazadas, no sé), uno contra el otro (o una contra la otra) durante un largo rato en el que no hubo palabras.  También ésa fue una escena que busqué valorar como irrepetible: con la llegada del día, el hechizo se iría y yo volvería a ser su amiga.
                 Pasaron  los minutos y las palabras siguieron faltando.  Finalmente ella me besó sobre la mejilla y apoyó la palma de su mano como impeliéndome a levantarme un poco para lograr liberarse de mi peso
                   “¿Te molesta si pongo música?” – me preguntó, sonriente.

Negué con la cabeza y ya sabía, por supuesto, que se venían los Héroes del Silencio.  Se dirigió hacia el i-pod que tenía conectado a un par de parlantes, seleccionó algo y de inmediato, tal como preveía, comenzaron a sonar los españoles.  Ella volvió hacia mí y prácticamente se me dejó caer encima de un salto, haciéndome incluso temer por sus costillas.  Entrecruzó las manos sobre mi pecho y se me quedó mirando, su rostro siempre iluminado por una permanente sonrisa.

                 “¿Te puedo decir algo, Abel?”
                “Abi…” – la corregí
                 Soltó una risita.
                 “Jaja, así es cómo le digo a mi amiga… Bueno, te hablé de ella un montón… Abigail, Abel – sacudía la cabeza y revoleaba los ojos -: claro, Abi, jaja… por los dos caminos se llega a lo mismo”
                 Acompañé su comentario con una sonrisa y le pasé una mano por la mejilla.
                 “¿Qué era lo que me querías decir?” – indagué.
                  “Bueno, es que… no sé cómo decirte esto sin que suene hipócrita o como algo que bien puedo decir para este momento como para cualquier otro, pero…”
                   “Sé que no sos hipócrita – la interrumpí, aunque con amabilidad -.  Simplemente decime lo que querías decirme…”
                    Se mordió el labio inferior y sus ojos se desviaron por un instante, dándome la impresión de que destellaban un pequeño toque de vergüenza; luego volvió a clavarlos en mí y, aunque la sonrisa nunca parecía desaparecer del todo, fue como si se hubiera puesto algo más seria de repente, como si quisiera darle, sobre todo, autenticidad a sus palabras.
                     “Bueno… es que, esto que me ocurrió hoy con vos, no me pasó jamás  con nadie.  No es chamuyo, Abi – me saltaba el corazón cada vez que me llamaba de ese modo -, no te estoy mintiendo: es la pura verdad.  Me hiciste el amor de un modo, hmm…, no sé, diferente; ésa es la palabra.  Ningún hombre me produjo algo así…”
                     Y sigue sin producírtelo ningún hombre, pensé para mis adentros.  Continué acariciándole la mejilla y llevé mi mano por detrás del lóbulo de la oreja.
                     “Me alegra oír eso – le dije -; el secreto para que el momento de hacer el amor sea único es entender que la persona con quien lo estás haciendo es también única…”
                       “No podés ser taaan divino” – dijo ella, notablemente afectada por mis palabras.
                      Besó mi pecho mientras en el departamento seguían sonando los Héroes del Silencio: “No es la primera vez que me encuentro tan cerca de conocer la locura y ahora por fin ya sé qué es no poder controlar  ni siquiera tus brazos… Y sientes que están completamente agotados y no entiendes por qué.  Antes o después, debería intentarlo, someterme a su hechizo, olvidando mentir en otro nivel, no querer recordar ni siquiera el pasado que está completamente agotado…”  Era la canción preferida de Pau y la cantamos a dúo, como tantas veces lo hicimos siendo yo Abigail, aumentando el volumen de las voces en crescendo hasta terminar, prácticamente, gritando el estribillo: “… Vámonos de esta habitación al espacio exterior…”  Y yo realmente sentía, teniéndola en mis brazos sobre el piso del departamento, que no había más nada, que no había pasado ni futuro, ¿a quién le importaba si ayer había sido Abigail o si volvería a serlo con el amanecer?  Sólo había presente, y mi presente estaba con ella allí, ¿dónde más sino?  Y asimismo tampoco parecía haber un mundo allá afuera: aquel departamento de veraneo ya no estaba en Mar del Tuyú ni en ningún lugar del mundo que conocíamos, no: viajábamos quién sabe adónde, lejos de todo, lejos de las miradas, de los prejuicios, de los temores…
                      “¿Sabés que Abi… – comenzó a decir ella; se interrumpió y rió -, ja, la otra Abi, o sea… tiene un bolso igualito al tuyo?”
                       Y sí, claro, podría al menos haber comprado otro pero…, ¿qué se podía temer?  ¿Que Pau se diera cuenta de que ese chico tan hermoso e increíble que acababa de hacerle el amor de una forma, según ella, nueva en su vida, era en realidad su amiga Abigail transmutada en varón?
                      “¿Ah, sí? – fue lo único que atiné a decir.
                      “Sí… ¿qué será de ella? – súbitamente tomó su celular de arriba del sillón de mimbre que ocupáramos antes de que el sexo nos llevara al desenfreno -.  Ya ni me contesta los mensajes la guacha, tampoco me llama, jiji… ¡Qué bueno!  ¡Ojalá la esté pasando bárbaro!  Se lo merece, la quiero mucho…”
                      “Se nota que es así – dije -, se nota que es… muy especial para vos…”
                        “Mmmmmuuuuy especial – remarcó, y luego me miró, sonriendo de oreja a oreja y guiñando un ojo – Como vos…”
                        De pronto una sombra se posó sobre su rostro.
                       “¿Sabés qué? – dijo -.  Hay… algo que no te dije”
                       “Me imagino.  Tenés novio”
                       Su rostro acusó recibo; adoptó una expresión algo tonta y la mandíbula se le cayó.
                       “¿Cómo sabés?” – me preguntó.
                        “¿Qué otra cosa podía ser tan importante como para omitir decírmela?” – repregunté.
                       “S… sí, es cierto…” – balbuceó, advirtiéndose en su tono y en su expresión algo de culpa.
                        “¿Cambia algo?” – pregunté.
                        Estaba totalmente descolocada.  Movió la cabeza en señal de negación.
                         “Para mí no – respondió -.  Lo que te dije sigue siendo totalmente cierto y si de algo me doy cuenta ahora es de que estoy y estuve siempre con tipos que… no me dieron nada, o…, como vos decís, no me hicieron sentir especial”
                        “No tenían que hacerte sentir especial – le retruqué -, sólo darse cuenta de lo especial que sos, como antes te dije”
                         Se acodó en el piso y apoyó su sien contra la mano.
                         “Y para vos cambia algo?”
                         Acerqué mis labios a ella y la besé.

“No cambia nada.  Por el contrario, el hecho de que me lo hayas reconocido me termina de confirmar que no sos una mina hipócrita…”

                        “Pero antes no te lo dije…” – replicó ella, culposa.
                         “Porque… no surgió el tema” – respondí con un encogimiento de hombros.  Ambos reímos; la abracé y nuestros cuerpos se estrujaron con fuerza uno contra el otro, dando varias vueltas en el piso.  Un larguísimo beso dio la impresión de no querer terminar nunca.  Ella, en un momento, llevó una mano hacia mi pito y comenzó a acariciarme.  En ese momento el beso se interrumpió; fui yo quien lo hizo en realidad.  Me miró algo sorprendida.
                         “¿Vamos de vuelta?” – le pregunté.
                         “Jiji, si te la aguantás, sí” – respondió ella con tono de invitación y de provocación a la vez, al tiempo que exhibía una amplia sonrisa que mostraba toda su blanca dentadura.
                          “Está bien – dije -, pero… te propongo algo diferente – llevé mi mano hasta la que ella tenía sobre mi pene y, tomándola con la misma delicadeza que a una pieza de porcelana, se la aparté -.  No vamos a usar esto…”
                         Su rostro mostró sorpresa.
                        “¿Usar qué…? – preguntó, intrigada.
                       “Esto…” – le di un par de cachetadas a mi pito.
                       Su sonrisa se hizo aún más amplia y se convirtió en risa.
                       “Me estás jodiendo, ¿no?”
                      “Para nada – respondí, con la mayor seriedad posible en mi rostro -.  Acordate de lo que te dije: quien te hace el amor verdaderamente tiene que entender que sos especial… VOS sos especial.  Por lo tanto, hasta se puede prescindir de un miembro; sólo alcanza con que estés vos y te dejes llevar…”
                      Estaba perpleja; su rostro sólo rezumaba confusión.
                      “No puedo creer lo que estoy oyendo – dijo -.  Un hombre… me está diciendo que no hace falta usar el pene…”
                      “Es que es así, Pau, para hacerte el amor no hace falta… Alcanza con la mente… y con el espíritu”
                        Sus ojos se entornaron tanto que parecieron a punto de cerrarse.  Me besó suavemente en los labios.
                       “A ver… – dijo -, quiero que me muestres cómo es eso…”
                        Mis manos, muy despacio, la tomaron por la cintura y la hicieron girarse.  Una vez que quedó boca abajo mis pulgares fueron hacia el centro de su espalda, tal como lo habían hecho cuando todo empezara.  Otra vez  volvió el movimiento de mis manos trazando semicírculos alrededor de mis pulgares como si se tratase del batir de las alas de una mariposa.  Luego las llevé hacia arriba y mis pulgares se instalaron sobre su nuca mientras el resto de mis dedos de ambas manos se deslizaba por la parte de atrás de su cabeza levantando cascadas de cabello a su paso.  Ella cerró sus ojos y se entregó.  Cuando hube terminado con la cabeza, la mariposa volvió a bajar por la espalda como si en ningún momento quisiera levantar vuelo ni desprenderse de su cuerpo siquiera por un segundo.  Bailó sobre sus nalgas sintiéndolas como si fueran el aire mismo y luego siguió a lo largo de sus hermosas piernas, primero una, luego la otra.  Me arrodillé para poder trabajar mejor e incliné mi cuerpo hasta que mis labios tomaron contacto con sus tobillos.  Recién entonces la mariposa levantó vuelo y mis manos se retiraron, al menos por un momento, como si el puente estuviera ahora restablecido de otra forma.  La besé allí y se sacudió como si sintiera un cosquilleo pero aun así no hizo demasiado ademán de querer zafarse ni dijo absolutamente nada: sólo me dejaba hacer, entregada como estaba con total confianza a mis designios sobre su cuerpo.  Recorrí una de sus piernas con mi lengua tratando de no dejar pulgada alguna de piel sin humedecer y luego hice lo propio con la otra.  Viajé entonces hacia su preciosa cola y me dediqué a lamer sus nalgas; se notó que un escozor muy especial le recorrió el cuerpo cuando mi lengua se desplazó por la delicada zanjita, como separando las nalgas con su empuje.  Una vez que hube llegado al final de la zanja en la parte superior de la cola, me seguí desplazando como si la misma se continuara y fui trazando un húmedo surco a lo largo de toda su espalda por sobre la columna vertebral hasta llegar a su cuello y detenerme ahí por largo rato.  Envolví la piel con mis labios y tironeé, aunque siempre delicadamente.  Le besé el cuello por todas partes y se lo chupé.
                    Mis manos se ocuparon después de girarla nuevamente y así dejarla boca arriba.  No pude evitar, por supuesto, pasar una vez más por su boca y besarla, pero luego mi lengua la siguió recorriendo en sentido descendente y, bajando por el esternón, viajó hacia sus preciosos senos.  Tracé círculos con la lengua todo alrededor de cada uno de ellos y, en la medida en que iba lamiendo, los círculos se fueron haciendo cada vez más pequeños, como si se tratara de una sensual espiral descendente.  Cuando mi lengua se desplazó en derredor de sus pezones y los rozó sutilmente, pude sentir cómo se endurecían.  Fui luego hacia el centro, hacia el lugar en el cual sus tetas se juntaban y, bajando por entre ellas, seguí camino hacia su ombligo y de ahí, sin más paradas, derecho a su conchita.  En ese momento abrió las piernas y la invitación quedó así formalizada.  Entré en ella del mismo modo que si me hubieran abierto las puertas del cielo y Pau no pudo evitar soltar una interjección en forma de gemido.  Una de sus piernas se flexionó y se apoyó sobre mi hombro mientras una de sus manos me tomaba mi cabeza por los cabellos, muy suavemente pero a la vez con mucha pasión.  Y mi lengua entró…y entró… y entró.  Y ella gimió y pataleó mientras mis manos volvían a hacer el movimiento de mariposa sobre su vientre, pudiendo notar yo al hacerlo cómo su piel se erizaba por debajo de las yemas de mis dedos.  Y mi lengua siguió, siguió y siguió… Hasta que el orgasmo llegó… y el grito de placer que escapó de ella fue la música más hermosa que escuché jamás…  Durante un rato quedó allí, tendida de espaldas sobre el piso, perdida en algún mundo que sólo ella y yo habitábamos.
                     Eché hacia atrás mi cabeza retirando mi lengua de su hendidura.
                  “¿Ves?  Te lo dije… No hace falta” – apunté, con tono triunfal.
                  A ella le costaba recuperar la respiración; estaba casi muerta tras el momento vivido.
                  “S… sí, pero… te quedaste sin tu orgasmo” – se lamentó.

“No, no, no… te equivocás – le repliqué -.  El orgasmo se siente aquí – me golpeé con un dedo la sien – y aquí – hice lo propio sobre mi pecho – y tu orgasmo fue el mío.  No hay placer máximo que saber que lo disfrutaste… Si eso ocurrió, es suficiente para mí, suficiente para sentir un placer que excede lo fisiológico…”

                   “N… no lo puedo creer… – balbuceaba ella -.  No puedo creer ni lo que me hiciste ni lo que me estás diciendo.  ¿De dónde saliste, nene?  Vení, dame un beso…”
                     Me incliné hacia ella y nuestras bocas se confundieron nuevamente.  Y así quedamos, extenuados, abatidos y llenos de placer hasta que el sueño hizo presa de nosotros.  Nunca, pero nunca en mi vida me había dormido con tanta paz encima.  La apreté fuerte entre mis brazos y así nos fuimos entregando…
                      De pronto me desperté.  Ella seguía profundamente dormida.  Eché un rápido vistazo alrededor.  ¿Qué hora sería?  Con mucho sigilo, quité su cuerpo de encima del mío y deposité uno de los almohadones de los sillones de mimbre debajo de su cabeza.  Fui hasta mi bolso y tomé el celular para ver la hora.  Había un mensaje sin leer y, obviamente, era de Paula, pero… la hora… ¡Dios mío, la hora!  Eran las cinco y media.  Era verano y el sol asomaría de un momento a otro… No podía permanecer allí; tenía que largarme.  Presurosamente junté mis cosas y me vestí.  Eché un último vistazo al ángel que dormía en el piso.  No pude contenerme: planté rodilla en suelo y le besé la mejilla.  Me quedé mirándola un rato más tratando de capturar para siempre la imagen, no porque no volviera jamás a verla ya que era mi amiga, pero lo que sí era cierto era que nunca volvería, seguramente, a verla de ese modo, entregada y durmiendo en paz como un angelito luego de haber disfrutado la noche de su vida conmigo.  Me marché: bajé por el sendero hacia la playa, no había nadie.  El cielo estaba empezando a clarear y el sol estaba al asomar… Y finalmente ocurrió.  El círculo rojo amarillento comenzó a despuntar  a lo lejos, mucho más allá de las olas; me dejé caer de rodillas sobre la arena y sentí que mi cuerpo volvía ser más liviano; otra vez lo percibía como familiar aunque la verdad era que después de un día completo ya me había familiarizado con el otro.  Miré hacia mis piernas y otra vez vi ese blanco lechoso; mis manos eran pequeñas una vez más.  Me llevé el antebrazo hacia mi pecho y comprobé que mis tetas estaban otra vez allí; luego bajé para constatar que, en efecto y tal como suponía, no había ninguna protuberancia alargada colgando entre mis piernas.  Era yo nuevamente: Abigail… Y estaba prácticamente desnuda.  Mi remera y mis zapatillas, que habían venido con el hechizo, habían desaparecido y sólo quedaba el short de baño, el cual yo misma había comprado en la tarde anterior cuando aún era Abel.  Por suerte no había nadie en la playa y supe que tenía que vestirme de un modo más presentable para una dama; había alguna que otra prenda dentro de mi bolso.  Y, en ese momento, mientras rebuscaba en el interior del mismo, una lágrima me corrió por la mejilla y cayó a la arena dejando un pocito.  La noche más hermosa de mi vida, la que le había dado sentido a todo, había llegado a su fin.  Ahora todo volvería a ser como antes y ello me producía una sensación en la cual se mezclaban felicidad y congoja.  Felicidad porque lo vivido en la noche previa lo llevaría por el resto de mi vida como una marca y congoja porque no hay nada peor que volver a tu vida de siempre cuando has conocido la felicidad aunque más no sea por un día… o por una noche.
                    Ese mismo mediodía volví al departamento.   Paula estaba en un estado muy especial.  Primero, por supuesto, se preocupó por mí: cómo lo había pasado y todo eso.  Quería detalles pero no se los di: fui directamente a lo que me interesaba:
                   “Pero… ¿qué te pasa a vos, Pau?  Se nota en tu carita que no viviste una noche cualquiera…”
                      Y me contó todo.  Con lujo de detalles.  Tal como me lo había dicho cuando yo era Abel, volvió a decir que había vivido algo que no tenía parangón con ninguna experiencia con hombre alguno en su vida.  Me dijo que eso la había llevado a replantearse un montón de cosas y que ahora sabía que no quería realmente a su novio (tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para que los músculos de mi cara no dibujaran una sonrisa) y que tenía que cortar con él.  Estaba convencida de que ya nada volvería a ser lo mismo, pero por otra parte…
                     “Él se fue, Abi – me dijo tristemente, sentada sobre el sillón de mimbre con las piernas recogidas y el mentón enterrado entre sus rodillas -.  No sé en qué momento lo hizo… Se fue; ni siquiera llegué a pedirle su celular.  Y ahora tengo la sensación de que no lo voy a volver a ver nunca…”
                    Durante los días que nos quedaban en Mar del Tuyú, el semblante de Paula siguió invadido por las mismas sombras de tristeza.  Se la veía ida; cada tanto parecía que viajara hacia algún momento vivido en aquella noche y cuando eso ocurría se advertía un brillo de ensoñación, dibujándosele incluso una ligera sonrisa.  A veces intentaba leer, pero se notaba que se desconcentraba muy rápido, así que terminaba abandonando la lectura.  Deambulaba por la playa sin rumbo, ajena totalmente a las miradas de los babosos y libidinosos y, por momentos, se quedaba acuclillada mirando hacia el mar por largo rato.  ¿Buscando qué?  En algún momento, cuando yo era Abel, ella me había llegado a preguntar si no había venido del mar…
                   Y llegó nuestro último día en Mar del Tuyú.  En la mañana siguiente ya teníamos que tomar el micro que nos llevaría de vuelta a la rutina de nuestras vidas.  Yo sentía una especie de hueco en el pecho al saber que todo terminaba pero, por otra parte, no podía sacarme de la cabeza cada segundo que había pasado con Paula en ese departamento.  Era el atardecer y la noche estaba cayendo sobre la playa; las primeras sombras iban expulsando a los turistas que, aquí y allá, se dedicaban a cerrar sombrillas o a recoger lonas o esterillas.  Pau estaba echada sobre la arena con el rostro entre las palmas de las manos, perdida su mirada en una ensoñación que viajaba hacia lo lejos, mucho más allá de las olas.  Su espalda, por tanto, estaba expuesta ante mí e inclusive se había soltado momentáneamente el bretel de la parte superior del bikini como modo de que no le quedara marca al broncearse.  Y fue entonces cuando, no sé cómo ocurrió, pero ocurrió…
                   Mis pulgares se posaron en el centro de su espalda y ella dio un respingo.
                     “¡Abi! – exclamó – ¿Qué hacés?”
                      “Relajate – le contesté -, simplemente dejate llevar…”

Se la notó tremendamente sorprendida y turbada por la situación; echó hacia mí una mirada de reojo por encima del hombro pero en ese momento mis manos comenzaron a trazar el movimiento de mariposa por sobre su espalda y pude ver entonces cómo su cabeza se vencía y caía hacia adelante.  La seguí recorriendo, centímetro a centímetro y pulgada a pulgada.  Mis pulgares se posaron en su nuca y juguetearon con su cuero cabelludo.  Bajé una vez más a lo largo de su espalda y llegué hasta su cola.  Dio otro respingo cuando, sin previo aviso y sin importarme si había alguien observándonos, le bajé la parte inferior del bikini.  Pero cuando mis manos comenzaron a recorrer sus nalgas volvió a relajarse nuevamente, tanto como cuando hicieron lo propio con sus piernas deteniéndose en sus tobillos.  Una vez allí apoyé mi lengua y la besé; volvió el cosquilleo.  Fui subiendo con mi lengua a lo largo de sus piernas hasta llegar a su cola pasando por entre sus nalgas y luego por la espalda hasta llegar a su cuello, el cual le besé envolviendo su piel con mis labios varias veces, como queriéndosela arrancar pero a la vez con dulzura.  En ese exacto momento Paula se removió y se giró hacia mí.  De pronto su mirada volvía a ser la de aquella noche, pero… ¡ahora yo era Abi!  ¡Y no Abel!  ¡Abigail!

                    Me besó en los labios.
                     “Abi – me dijo -.  Llevame al departamento.  Quiero que me hagas el amor…”
                    Esta vez fui yo la desconcertada.  Un súbito arrebato de vergüenza me invadió:
                    “Pero… ¡Pau!  ¿Qué decís?  ¿Yo…?  ¿Hacerte el amor?”
                     Su mirada se mantuvo serena y ensoñada, a la vez que su boca sonriente.
                     “¿Sabés qué aprendí en este verano?  Que no hace falta un pene para hacer el amor… Alcanza con esto… – apoyó un dedo en mi cabeza – y con esto” -; lo apoyó sobre mi pecho.
                       Y ya no había nada más par a decir.  Todo lo demás ocurrió en el departamento y, perdónenme si me consideran descortés, pero esta vez no ahondaré en detalles.  Éste es el momento en el cual, incluso para ustedes, tengo que correr la cortina.  Lo que hicimos esa noche es entre ella y yo… Sólo dos personas, dos mujeres, en una habitación…, yendo hacia el espacio exterior.
                      Me dio pena, al otro día, despedirme del departamento, porque, en definitiva, las cosas más importantes de mi vida habían ocurrido allí dentro.  Antes de ir a tomar el micro, dimos unas vueltas por Mar del Tuyú y, por momentos, no tuvimos ninguna vergüenza en caminar de la mano o, incluso, en besarnos, sin importarnos en absoluto las miradas de los demás.  Pasamos por el parque de diversiones y lo estaban desmontando, seguramente con destino a alguna otra localidad balnearia de la costa.  Por más que busqué entre las cosas que estaban cargando en los camiones, no logré identificar las planchas de aglomerado del puesto de Circe.  Lástima no haberla visto: me hubiera gustado agradecerle aunque lo más posible era que ella ya lo supiera.
                    “Qué pena… – se lamentó Pau -.  Al final nos colgamos y no vinimos nunca a este parque; ahora se va…”
                     No hice comentario, por supuesto.  ¿Qué iba a decirle?  ¿Qué podía explicarle?  Nos detuvimos a tomar algo en el bar de la playa y se acercó a atendernos Gabriela, la camarera que se había convertido en la segunda mujer en mi vida pero que en realidad no lo sabía.  Se me quedó mirando, intrigada…
                     “Yo…  Te conozco, ¿no?” – preguntó con el ceño fruncido y los ojos achinados.
                       “No, no creo – respondí sonriendo -. Bah, puede ser que me hayas visto por la playa…”
                         Se quedó pensativa.
                        “Hmmm, no, no… no sé, es como si te conociera de otro lado pero… no me doy cuenta” – dijo.
                      Hicimos nuestro pedido y nos besamos en la mesa ante las miradas azoradas de todos los asistentes.  Luego fuimos a recorrer una pequeña feria de artesanos a la cual habíamos ido casi todos los días a comprar chucherías.  Nos detuvimos en un puesto que estaba lleno de pequeños duendes y hadas que pendían de hilos atados a los maderos del escaparate.  Y me llamaron, particularmente, la atención dos brujitas… Eran hermosas, delicadamente realizadas, como volando sobre escobas… y con ojos rojos.
                      “¿Te gustan?” – preguntó Pau.
                      “Sí – respondí acariciando las figuras -.  Mucho.  Voy a llevar dos…” – le dije luego a la mujer que atendía el puesto.
                       Cuando nos marchábamos de la feria, abrí el paquete que me habían dado, extraje de su interior una de las dos brujitas y se la tendí a Pau:
                        “Vamos a quedarnos con una cada una – le dije -.  Y cada vez que alguna de las dos no esté, va a alcanzar con mirar a la brujita y estaremos ahí, una junto a la otra, como siempre va ser”
                        Pau sonrió y su rostro lució maravillosamente hermoso.  Tomó la brujita y luego me besó:
                        “Siempre” – dijo.
                          Y eso es todo, queridos lectores.  Así fue cómo un verano cambió para siempre mi vida y me hizo descubrir quién era yo realmente… Ah, y si les dicen que las brujas son malas, no lo crean; sólo tienen mala prensa…
¡SEGURO QUE TE GUSTARÁ!
 

Relato erótico: “Destructo III Caza dragones” (POR VIERI32)

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Guiá de lectura y personajes de Destructo III (Link).

I. Año 2332

Durante las oscuras noches en el desierto de Bujará reinaba un silencio absoluto, tanto que parecía posible escuchar rugidos de dragones, en la lejanía, mezclándose con la brisa, aunque muchos creían que aquello era más bien imaginaciones de los que se adentraban en las profundidades del Mar Radiante, de por sí un lugar que acrecentaba la tensión y el nerviosismo.

El comandante Albion Cunningham se sentó en la cima de una duna y, viendo las estrellas, echó a suspirar; eran mucho más brillantes en el desierto que desde cualquiera de las urbes del Hemisferio Norte y la supernova Betelgeuse incluso destacaba más que una luna llena. El hombre de mayor rango en el ejército de Reykō estaba preocupado. No esperaba que el ángel que rastreaba a los dragones les guiara hasta el Mar Radiante. Perdían mucho sin la tecnología de su lado, pero incluso así se sentían con la suficiente confianza de que volverían victoriosos.

El futuro de la humanidad dependía de ellos y no podían retroceder.

Otra brisa levantó una fina capa de arena a su alrededor y el hombre escupió a un lado. Le hartaba que la arena se colara en su uniforme y hasta en su boca; con una armadura EXO todo sería más sencillo. Dio un trago de agua de su cantimplora mientras, de refilón, notó a Deneb Kaitos descendiendo cerca de él.

La sola presencia del ángel lo irritó más; Cunningham tenía a mil hombres en su operativo, todos bien entrenados en el sigilo y camuflados para pasar desapercibidos en el desierto, pero allí estaba el ser celestial, llamativo con su radiante túnica y alas plateadas, toda una invitación de almuerzo para los dragones. “Maldito pajarraco”, pensó dando otro trago, “debí exigirle una túnica con camuflaje…”.

—Cunningham —saludó el ángel.

—Deja de aletear cerca de mí, plumífero, levantas la arena.

—Los dragones no están muy lejos —continuó sin hacerle caso—. Y, sin embargo, creo que tienes la cabeza en otro sitio.

El mortal ni siquiera lo miró.

—No hables sin mi permiso.

—Tienes una gran verga, Cunningham.

El hombre lo fulminó con la mirada y se repuso completamente enrojecido. Deneb Kaitos sonreía; en verdad que el ángel poseía una sinceridad arrolladora que empeoraba con su poca desenvoltura social. El mortal escupió nuevamente al suelo.

—No vuelvas a mencionarlo.

—Lo digo con sinceridad. Cuando tú comandas se siente algo que solo sentí con los Serafines. Eres un hombre que haría fácilmente que los demás lo siguieran tras su estela. Veo a mil guerreros siguiéndote y me maravillo. Eres un gran mortal, Cunningham. Tu compañía me resulta agradable, lo confieso.

—Oh, cállate…

Desenfundó su pistola de impulsos plásmidos y disparó a la cabeza del ángel. Apretó los dientes cuando notó que su arma no funcionaba; se había olvidado que estaban en el Mar Radiante. De todos modos, ya había disparado en un par de ocasiones a Deneb Kaitos y nunca consiguió herirlo, ya ni decir matarlo. Lanzó la pistola, que fue cayendo por la duna.

—Dices que seguirías mi estela y sin embargo no eres capaz de cumplir una simple orden. Vete a tomar por viento y déjame en paz.

—No me malinterpretes. Seguiría tu comando. Pero, ahora mismo, solo sigo órdenes de vuestra señora.

—¿También te ordenó sacarme de mis cabales?

Cunningham miró de reojo las tiendas agrupadas en el campamento, agrupadas entre las dunas. Las antorchas arrojaban un parpadeante destello amarillento y por un momento sonrió pensando que se encontraban en la Edad Media, con arcos y espadas en vez de rifles y equipamientos tecnológicos.

—Pero no creas que llegar hasta aquí me resultó fácil. Tengo el puesto por preferencia de Reykō, no es ningún misterio. Muchos de los soldados son mayores que yo y al principio les frustraba estar bajo mis órdenes.

—Soy diez mil años más mayor que tú. No me siento frustrado al seguirte.

—¿A qué viene todo esto?

—Moriréis todos. Con vuestra tecnología o sin ella, los dragones os harán trizas.

Cunningham ahogó una risa.

—Ya veo que te gusta la idea.

El ángel meneó la cabeza.

—No me agrada la idea de que un gran hombre como tú termine en el estómago de un dragón.

—No te preocupes. No terminaré en el estómago de ninguna bestia. Las mataré a todas, Leviatán incluido. Y luego serán los ángeles los siguientes.

El comandante agarró la empuñadura de su espada, sujeta en su espalda mediante correas. La desenvainó; era radiante bajo la luz de las estrellas. La clavó enérgicamente en la arena, frente a un inexpresivo Deneb Kaitos.

—Recuerda que tú serás el primero en caer, pajarraco.

—Si con eso consigues tranquilizar tu dolor, me ofreceré. Pero primero la misión.

Cunningham se mantuvo allí, de pie y pensativo ante el ofrecimiento del ángel. “¿Lo dijo en serio?”, pensó dudoso.

Desclavó la espada.

—No tendría gracia matarte si te ofreces.

—Nunca hay gracia en la muerte, Cunningham.

El mortal suspiró. Enfundó la espada, un acto que el ángel comprendió como una apertura inesperada. Un momentáneo cese de las hostilidades verbales. Cunningham, aunque no lo admitiera, se sentía inesperadamente cómodo conversando con el ángel. Era como si el descaro de Deneb Kaitos le hiciera olvidar toda la tensión que implicaba la caza de los dragones.

—¿Temes a los dragones, saco de plumas?

—No confundas mi respeto por miedo. ¿Sabes acaso por qué fueron creados?

—Para dar por culo.

Deneb Kaitos enarcó ambas cejas.

—Estoy bastante seguro de que algo así sería imposible.

—¿Cómo que imposi…? ¿No comprendes? Tú, por ejemplo, sabes dar por culo. Molestas. ¿Ahora lo pillas?

—¿Cómo se implica vuestro trasero en todo esto?

—Solo cuéntame la condenada historia.

—No fueron creados para perforar vuestros traseros. Hace más de diez mil años, los hacedores crearon a los Titanes, gigantescos seres, para organizar vuestro mundo. Mares, tierras, bosques, ríos, montañas. El problema fue que, cuando los Titanes terminaron su trabajo, no querían abandonar el mundo ni permitir que otros lo reinasen. Ellos lo habían transformado con su esfuerzo y tiempo, y querían gobernar en él. Los humanos aún no existíais, pero ya teníais enemigos.

Cunningham desencajó la mandíbula; pero, ¿qué patraña le estaba contando? Creyó que el ángel estaba gastándole una broma, pero Deneb Kaitos se mostraba lo bastante serio y convincente.

—Titanes… —repitió enarcando una ceja.

—Sí. Titanes.

Se rascó la frente.

—Está bien. Puedo aceptarlo. Titanes. Continúa…

—Bien. Los hacedores pueden crear vida, mas no sesgarla. Fue por eso que crearon a los dragones, para eliminar a los Titanes. Son auténticas bestias de caza; cientos de miles de dragones surcaron vuestros cielos; para cada Titán, treinta dragones se abalanzaban y lo descuartizaban sin piedad. Ganaron la guerra en menos de dos días.

Una pluma plateada se desprendió del ala de Deneb Kaitos para flotar perezosamente en el aire, en dirección del comandante. Cunningham lo atrapó con la palma de la mano para luego cerrar el puño. Cientos de miles era un número abismal; un enjambre mortal que estremecía solo de imaginarlo. El ejército del Hemisferio Norte manejaba números menores. Poco más de quinientos dragones conocidos.

—¿Cientos de miles?

—Bueno, no estuve allí, los ángeles aún no existíamos. Eso es lo que dicen las Potestades, quienes apuntaban todo lo narrado por los hacedores. Pero, luego de un tiempo, incluso los dioses empezaron a ver a los dragones con malos ojos. Aunque esa será una historia que te contaré en otra ocasión —dijo señalando el cielo.

Cunningham se fijó en la dirección que señaló el Dominio, hacia las estrellas, y notó una sombra cruzando fugazmente el cielo. Abrió los ojos cuanto pudo cuando oyó el rugido que, para colmo, hizo vibrar la arena a sus pies. Su corazón apresuró latidos y tragó saliva porque el momento parecía haber llegado. Esperaba encontrarse con varias cosas en el Mar Radiante, pero no tan rápidamente con los dragones. Desenvainó su espada y gritó a todo pulmón.

—¡Cambio de planes! ¡Dragón a la vis…!

Notó de reojo una flecha cortando el aire y clavándose en la arena, a centímetros de sus botas, hundiéndose hasta las plumas. El astil era de un brillante plateado; definitivamente, no era como sus saetas ni la de sus hombres. Miró a un lado y otro, buscando al enemigo. Dio un respingo cuando Deneb Kaitos se levantó para atrapar otra flecha, con la mano desnuda. Tragó saliva; aquel disparo se dirigía hacia él y ese “condenado saco de plumas”, como lo llamaba, lo salvó.

—Enemigos —dijo Deneb Kaitos.

Cunningham enrojeció de furia. Preferiría que la saeta se hundiera en su cuerpo antes que tener que agradecérselo.

—La próxima vez, no la detengas.

El Dominio se limitó a señalar, con el mentón, una duna por donde la supernova Betelgeuse se posaba. Varias figuras oscuras asomaban y parecían fijarse en ellos.

Ámbar lanzó el arco de polea hacia uno de los cruzados del Vaticano que tenía a su lado, quien lo cogió al vuelo. “Gracias”, dijo ella sin dejar de mirar al peculiar dúo de enemigos. No esperaba encontrarse con soldados del Hemisferio Norte en el desierto de Bujará. La mujer se acuclilló hundiendo sus dedos en la arena y tratando de sopesar opciones para actuar. Planeaba deshacerse de los dos vigías con saetas tranquilizantes, al menos creía que ambos eran vigías, pero no esperaba que uno fuera un ángel.

Diez cruzados aguardaban en el flanco derecho y otros diez en el izquierdo, prestos a atacar en caso de que fuera necesario, pero con un ángel en filas enemigas debía tener extremo cuidado. Uno solo era lo suficientemente peligroso como para acabar con los treinta hombres de su escuadrón. Además, aún no tenía idea de cuántos soldados estarían acampando cerca.

—Atrapó la flecha con las manos desnudas, el muy… —la mujer apretó los dientes—. ¿Qué hace un pichón ayudando al ejército del Norte?

El comandante Alonzo Raccheli, a su otro lado, levantó el puño cerrado para que nadie se moviera. En verdad que pensar que un ángel estuviera aliado al ejército enemigo era algo imposible de imaginar.

—No lo creería si no lo viera —dijo Alonzo—. Reykō no deja de sorprenderme.

—¿Adulando al enemigo?

—¿Qué? ¿Estás celosa?

Ámbar resopló; miró el cielo buscando al Dominio Fomalhaut. Él podría poner equilibrar la balanza en caso de una lucha, pero había partido en búsqueda de un dragón para iniciar las negociaciones. “Apúrate”, pensó reponiéndose. Levantó la mano, esta vez, cerrando y abriendo el puño un par de veces; los flancos fueron acercándose a los dos enemigos, arcos en ristre, en tanto ella bajaba por la duna junto con sus hombres.

—¡Quietos y las manos tras la cabeza! —gritó ella.

Deneb Kaitos acató sin pensarlo mucho; al fin y al cabo, los conflictos entre los humanos no eran de su conveniencia ni su interés. Cunningham, en tanto, frunció el ceño al percibir el peculiar acento portugués de la mujer. Cuando se le acercó lo suficiente distinguió su rostro bajo la luz de las estrellas. Tenía que ser la ex capitana de Nueva San Pablo, Ámbar Moreira, aliada ahora a los cruzados del Vaticano. Se fijó en ella y ni siquiera se molestó en mirar a los hombres que les arrinconaban desde los lados.

—Cuesta quedarme quieto en tu presencia —dijo el comandante llevando las manos tras la cabeza—. El premio por presentar tu cabeza cercenada es el segundo más valioso en el mundo.

Ámbar, al aproximarse, se fijó mejor en él. Era un hombre joven y con un descaro peculiar para ser un simple vigía.

—¿Segunda? ¿Quién se supone que vale más que yo?

Alonzo Raccheli, tras la mujer, sonrió con los labios apretados.

—Deberíais rendiros —dijo Cunningham—. Sois solo treinta. Aquí somos un millar.

Ámbar se sorprendió al oírlo. Que el hombre supiera cuántos eran, exactamente, levantaba sospechas de que tal vez ya los estuvieran rastreando desde mucho antes. Si era verdad que ellos llegaban a mil hombres, desde luego contarían con muchos más vigías y por ende con mayores probabilidades de haberlos descubierto. Intentó disimular su sorpresa con serenidad.

—Hablas muy suelto para ser un simple vigía. ¿Quién eres?

—Albion Cunningham, comandante del escuadrón “Caza dragones”.

Ámbar silbó. Era un pez gordo.

—Si crees que solo somos treinta te llevarás una decepción.

—No. Sois treinta. Entrasteis al Mar Radiante pensando que seríais los únicos maniáticos que iríais tras un dragón porque tenéis un ángel de vuestro lado. Pero, como ves, yo también cuento con uno. Y entré anticipando que no estaríamos solos.

Tras él, en el horizonte negro cortado por dunas plateadas, asomaron cientos de soldados del Norte con sus arcos de polea tensados. Desde las alturas se notaba el gigantesco anillo de hombres que, poco a poco, se reducía alrededor de Ámbar y su sorprendido escuadrón. La mujer no se lo podía creer; cualquier atisbo de admiración que pudiera sentir por la osadía y previsión del enemigo fue enterrada bajo la abrupta rabia que sentía.

Absolutamente todos dieron un respingo al oír el rugido de un dragón, en las alturas; muchos miraron aquí y allá, pero no lograban divisar al lagarto volador. Cunningham, en cambio, se sentía eufórico al haber capturado a los rebeldes. Prefería despachar a las dos cabezas visibles de la “resistencia dogmática” que a los dragones.

—Os estaba esperando, cruzados. Manos tras la cabeza y de rodillas.

Deneb Kaitos no se mostraba peculiarmente preocupado. No conocía a Ámbar y ni su posición como representante del reino de los mortales. No obstante, percibió el súbito cambio de aura que acusó de Cunningham. Notó que, en presencia de aquellos que él consideraba enemigos, se transformaba en un hombre más siniestro, más oscuro.

Notó una inesperada ansia de sangre.

—Cunningham —dijo Deneb Kaitos—. Eres un gran hombre y estratega. Y lo seguirás siendo mostrándote piadoso con tus enemigos.

El comandante hizo un ademán.

—Tú no pintas nada aquí. Terminemos con esto rápido.

—¿“Terminar”? —preguntó el ángel.

El mortal asintió, extendiendo los brazos.

—Desde luego. Estamos en el Mar Radiante, cortesía de tu Arcángel. Estamos en la Edad Media, ¿no es así? Aquí no hay Unión de Hemisferios ni Alianza de Naciones que meta sus narices, entonces actuemos en consonancia. Dirigiré la ejecución.

II. Año 1396

—¡Detenedlo de una vez, voy a ejecutarlo!

Esa era la orden que partió del general de los soldados afganos. Enfundado en su túnica blanca y fajín rojo con símbolos dorados, el barbudo persa salió de su cuartel llevándose tras sí una estela de soldados; el estruendo del cañón disparado lo había despertado y estaba visiblemente enfadado luego de que le informaran el motivo: un Orlok se había hecho con el control de la fortaleza, disparando contra los comerciantes sin ningún motivo aparente.

Se dirigió a los pasillos del muro, abriéndose paso entre sus hombres y desde allí se fijó en el terreno exterior. Apretó los dientes al ver las volutas de humo negro ascendiendo desde donde había impactado el disparo del cañón. ¡Qué atrevimiento!, pensó apretando la empuñadura de su cimitarra. Kabul poseía autonomía y libertad gracias al matrimonio entre Tamerlán y la hermana del gobernador, y le habían prometido que, debido a su importancia comercial en la Ruta de la Seda, la ciudad sería protegida y respetada por el Imperio mongol.

Abajo, a las sombras de la fortaleza militar, el gentío se había arremolinado en el lugar formando una suerte de herraje de caballo; destacaban varios monjes budistas agrupándose en una larga y gruesa fila, una suerte de muro humano; delante de todos ellos, el joven Mijaíl, montado sobre su caballo blanco, miraba fijamente al mariscal mongol bajando por la cuerda.

—¡Wang Yao! —gritó el ruso—. ¿Acaso no me habéis oído? ¡Vosotros continuad!

Buscó su pendiente de Santa Sofía bajo la chilaba, empuñándolo con fuerza y dedicando una oración para tranquilizarse. Tan ensimismado estaba ante lo que creía sus momentos finales que no se percataba de los budistas engulléndolo en sus filas. Como un mero custodio, no tenía la importancia de un hombre como el embajador. Se le hizo evidente que el Orlok lo estaba cazando a él: lo llamó por su nombre; debía confrontarlo porque de seguir con el anciano lo pondría en peligro.

—Oh, Dios… —se lamentó meneando la cabeza para espabilar—. Este es. Llegó el día. ¡Hacedme un favor! Cuando lleguéis a Koryo, mandadle una carta a mi hermano. Decidle que morí como un hombre y que lo esperaré en el Paraíso con su espada. Y luego otra carta para Anastasia. Decidle que…

Wang Yao no lo dejó terminar. Llevó su montura hasta el ruso atravesando la marea de budistas y martilleó, con la empuñadura de su espada, la cabeza del guerrero. Mijaíl perdió el conocimiento, pero el oriental lo sujetó para que no cayese del caballo. No iba a permitir, bajo ninguna circunstancia, que su pupilo enfrentara a semejante bestia.

Agarró las riendas del caballo y se la acercó a uno de los budistas. Se le había hecho evidente que la presencia de estos no era simple coincidencia.

—¿Sois los enviados de la Sociedad de Loto Blanco?

—Mi señor —asintió el budista—. Somos enviados del comandante Syaoran. Un gran ejército de Xin está esperando al embajador en la entrada del corredor de Wakhan. No entrarán a Transoxiana pues no desean crear conflictos con los afganos. Os está esperando.

—Entonces es clave que sobreviva este muchacho —Yang Wao entregó la rienda al monje—. Durante tres meses protegió al embajador con su vida. Confío en la honorabilidad de vuestra sociedad.

El monje reverenció y tiró de la rienda para llevárselo. Wang Yao se giró sobre su montura y miró al embajador, quien estaba alejado del ajetreo.

—¡Mi señor! Los budistas os guiarán hasta el corredor de Wakhan. Procurad pasar desapercibidos. Os alcanzaré.

El embajador hizo una mueca; no era lo que deseaba oír. No quería perder ni al ruso ni a su sirviente, pues los meses en compañía de ambos no pasaron en vano.

—¿Vas a enfrentarlo?

—Así es, mi señor.

—Me estás abandonando.

—Soy vuestro sirviente y cumplo con mi misión de protegerlo. Como os he dicho, os alcanzaré.

Wang Yao desenvainó su sable y lo ladeó para comprobar el filo. Era una espada de hoja gruesa y se robó la admiración de los mercaderes. El sirviente estaba convencido de que la lucha sería un “baile” brutal, pero sentía que podía ganarla.

—Todavía tenemos tiempo de huir —insistió el embajador.

—Si huimos, nos alcanzará antes de llegar a Wakhan. Confíe en mí. Caerá bajo mi sable y me uniré a vosotros más adelante.

El embajador chasqueó la lengua, frustrado de no poder convencerlo.

El Orlok saltó los últimos tramos del muro y rodó por el suelo, levantando una espesa niebla de arena a su paso. Se repuso rápidamente, echando un vistazo a su alrededor; se internó en el tumulto de comerciantes y ciudadanos, abriéndose paso a empujones. Desenvainó un cuchillo guardado en su bota y se abalanzó enérgicamente sobre un jinete afgano que intentaba controlar a la muchedumbre; tras clavársela en el cuello, lo derribó de un manotazo y agarró las riendas de la montura para cabalgarlo.

Se fijó hacia adelante esperando encontrarse con el ruso, pero no lo vio; frunció el ceño al notar un auténtico mar de monjes budistas en el sitio, imitando un incendio con esos vivos colores de sus túnicas flameando al viento; era casi como si intentasen confundirlo. Y, para su frustración, había perdido de vista al novgorodiense. No obstante, el “mar de fuego” se abrió en dos, permitiendo que surgiese un guerrero oriental de calva brillante, montando un caballo blanco.

Wang Yao apuntó al Orlok con su sable y rugió:

—¡Orlok! ¡Wu huang wangsui!

El Orlok se fijó quietamente en él. Estaba al tanto de que había tres viajeros: el ruso, el embajador y su leal sirviente. Aquel hombre debía ser el último. No entendió el grito de guerra ni el motivo por el que lo confrontaba, pero pensó que debía ser un completo necio para desafiarlo; preparó su sable y también lo apuntó.

—¿Proteges al ruso? Suficiente razón para considerarte mi enemigo.

El oriental hizo caso omiso; se inclinó sobre su montura y galopó con velocidad, elevando su espada a un lado, horizontalmente. El Orlok ladeó el rostro al observar la postura; se había enfrentado a cientos de jinetes experimentados y siempre había salido victorioso, aunque este especialmente parecía saber lo que hacía, con confianza y soltura; espoleó su montura y se echó a la carrera mortal.

Alejado del duelo a muerte, el embajador se retiraba cabalgando a trote moderado. En la montura cargaba a un adormecido Mijaíl; los brazos del joven colgaban de un lado y las piernas del otro. Juntos se abrían paso, lentamente, entre los comerciantes que cumplían las veces de espectadores de la lucha. Oía los casquetazos de los caballos enfrentándose y al anciano le dolía no girarse para ver la batalla.

Un budista se prestó para acompañarlo hasta la frontera, pero el anciano meneó la cabeza.

—Aprecio tu ayuda, pero a partir de aquí continuaré por mi cuenta.

—Usted necesita de un guardia, mi señor.

—No lo parece, pero este sirve —palmeó al adormecido ruso—. No iré acompañado de budistas. Me temo que, con vuestro pequeño telón montado para protegerme, os habéis revelado como cómplices. El Orlok es un hombre inteligente y estoy seguro de que mandará a cazar a todos los budistas aquí en Kabul.

El monje reverenció con quieta tranquilidad. Todos estaban preparados para morir protegiendo al hombre que, estaban convencidos, sería la clave para restaurar el auténtico orden en el reino Xin.

—Os cubriremos. El comandante Syaoran os está esperando, mi señor.

El murmullo del gentío aumentaba entre los casquetazos de los caballos que corrían el uno contra el otro; tanto el Orlok como el sirviente se encontraron cruzándose un potente y sonoro sablazo solo para comprobar la fuerza de uno y otro. Se alejaron a trote moderado; Wang Yao se armó con una ballesta atada en la grupa de su montura y giró su cuerpo para realizar el disparo. Era difícil ver al Orlok debido a la espesa niebla de arena que levantó la carrera, pero calculó su posición por el trotar del caballo del mongol, y disparó.

El Orlok apenas se giraba cuando sintió el virote hundiéndose en su muslo derecho; gruñó fuerte, como un animal; meneó la cabeza y con otro bramido esperó librarse del punzante dolor que lo martilleaba, causando un respingo generalizado de los aterrorizados comerciantes; luego tomó el astil con sus gruesos dedos y, girándolo a un lado y otro, se arrancó el virote ensangrentado.

Wang Yao entornó los ojos; la arena se había levantado tanto que se había formado una auténtica pared que imposibilitaba saber dónde estaba su enemigo; oyó galopadas acercándose y se sorprendió cuando vio al Orlok rompiendo el muro de polvo a su izquierda, con su sable levantado y radiante bajo el sol. Se sintió sobrecogido; parecía que podía cortarlo en dos sin mucho esfuerzo.

Para su sorpresa, el mongol arrojó el sable hacia él como si fuera una lanza, por lo que el sirviente tuvo que escudarse con su propia espada para evitar que se clavara en su pecho; Wang Yao se tambaleó y perdió un tiempo valioso tratando de acomodarse con las riendas. Cuando levantó la mirada, notó que el Orlok había desenfundado su arco con rapidez, tensándolo hasta la oreja.

El embajador ya se había alejado lo suficiente y ahora se internaba en una larga fila de comerciantes que salía de Kabul; oyó el murmullo del gentío a sus espaldas e incluso distinguió el lejano alarido de su sirviente cuando este recibió el flechazo mortal. Cerró los ojos y apretó los puños. Le resultó imposible disimular su dolor por perder a un hombre que le había hecho compañía durante tantos años.

El gentío a los pies de la fortaleza militar exclamó de admiración cuando el guerrero mongol bajó de su caballo, rengueando y con la pierna ensangrentada, dirigiéndose hacia el herido Wang Yao; el oriental había caído al suelo con una flecha hundida en el centro del pecho; no sentía las piernas y, además, el dolor del flechazo había desaparecido por completo. El Orlok recogió su sable del suelo y se acercó.

Miró al oriental y gruñó en idioma persa.

—¿Por qué protegías al ruso?

Wang Yao esperaba la muerte con paciencia. Pero oyó la pregunta y sonrió pese a la sangre brotándole en la boca. Recordó aquella mañana que, junto con Mijaíl y el embajador, partió de la fría Nóvgorod. Hubo un hombre que se acercó a él y le rogó un favor. De hombre a hombre. Wang Yao, un guerrero con honor, no dudó en aceptar la desesperada petición. Porque sentía que había una nobleza innegable en ese acto.

“Se lo prometí”, pensó el debilitado oriental. “Prometí a ese hombre que yo cuidaría de su hermano menor”.

El Orlok prosiguió ante el silencio.

—Sé que también protegías al embajador de Koryo. Sois vasallos de nuestro Imperio y por ello no tenía intención de meterme en vuestro camino; solo quería al ruso. Pero, por este acto, yo mismo me encargaré de llevarles la muerte. Sois traidores.

El Orlok posó la punta del sable en el pecho de Wang Yao.

—A los hombres de alta sangre de Koryo y Xin los llaman los descendientes de los dragones, ¿no es verdad? Que esto sea lo último que oigas, traidor. Cazaré al ruso y a vuestro envejecido dragón. Y mearé sobre sus cadáveres.

Hundió el sable en el corazón.

III. Año 2332

El comandante Cunningham avanzaba entre la fila de los enemigos capturados. Estaban esposados y de rodillas, visiblemente nerviosos. El joven silbaba una canción y pareciera que el asunto de la caza de dragones entró en un segundo plano. Tal vez era el Mar Radiante, pensó, que los aislaba del mundo exterior y por lo tanto sentía que tenía libertad de hacer lo que le viniera en gana. Podía incluso desarrollar su lado más animal sin temor a consecuencias. Sonrió al considerarlo; ¡no habría consecuencias!

Deneb Kaitos nunca abandonaba su lugar al lado del comandante. Y, en esta ocasión, a Cunningham no parecía molestarle. Estaba demasiado animado al tener entre los capturados a las dos personas más importantes del ejército del Vaticano como para perder tiempo con el ángel. Esa noche, él pondría fin a lo que consideraba un oscuro capítulo de la humanidad.

Se dirigió al frente de la fila; todos sus hombres se habían arremolinado alrededor de los prisioneros, curiosos ante lo que acaecía. Muchos se preguntaban si la ejecución iba en serio o solo era una forma de torturar mentalmente a sus presas, algo que sería propio del hombre preferido de Reykō.

El joven asintió a un grupo de soldados de confianza y estos se prestaron a ir detrás de cada prisionero. Raccheli y Ámbar se encontraban allí entre los capturados, también de rodillas y esposados; esta última devorándose al joven comandante con la mirada.

Cunningham levantó la mano.

—¡Desenvainad las espadas!

Sus hombres lo hicieron. Los demás soldados rugieron y levantaron sus armas al aire en señal de aprobación; la euforia se había desatado en el campamento. Los prisioneros protestaron airadamente al caer en la cuenta de que todo parecía ir en serio, pero sus protestas se perdieron en el mar de bramidos ensordecedores. Y Ámbar, sobre todo, se exaltó al oír, detrás de ella, el sonido de una espada saliendo del cuero de la vaina. ¡No podía ser ese su final! Intentó levantarse, pero el soldado tras ella se lo impidió martilleando la empuñadura en su cabeza, acto que fue celebrado con más vítores.

El comandante Raccheli inquirió airadamente cuando sintió la hoja de una espada apretándole el cuello.

—¿Pero esta tontería va en serio?

—¿Tontería, dices? —preguntó Cunningham, temeroso bajo la luz azulina de la supernova Betelgeuse—. Voy a daros lo que os merecéis.

—¿Te estás escuchando, niño? ¿Qué diantres hemos hecho para merecer esta ejecución?

—¡Y encima me preguntas por qué! ¿Así de cegado estáis? ¡Protegéis a los ángeles y los encumbráis! ¡Pretendéis aliaros con dragones! ¡Dragones! ¡A los mismos que nos han dejado este mundo de mierda! Sois todos de la misma calaña. ¡Me basta con ello para ejecutaros y descabezar vuestra ridícula secta!

—¿Secta? ¿Cómo un maniático como tú podría estar al frente del ejército del Norte? Dragones y ángeles podrían destruirlo todo ahora mismo si lo desean y no tendríamos la manera de detenerlos. ¿Ves a alguno haciéndolo? ¡No dejes que Reykō te ciegue el juicio!

—¡No menciones a Reykō, maldito anciano, es por ella que soy lo que soy! ¡Un hombre libre de dogmas!

Levantó la mano, presto a bajarla para realizar la señal de ejecución y aquello hizo que los soldados celebrasen como auténticos animales, alentando a su líder.

—¡Caeréis todos!

—¡Basta! —gritó Ámbar, alarmada—. ¡Tiene una hija, tiene una hija que la está esperando! ¡Piensa por un momento! Esto no va a devolverte ni hacerte entender nada. No lo hagas, ¡piensa en las consecuencias!

—¿De qué consecuencias hablas, mujer? ¿Y tienes una hija, Raccheli? Esto lo vuelve mejor. Solo me apena que no esté aquí para verlo todo.

Bajó la mano.

Ámbar cerró los ojos y agachó la cabeza temiendo el tajo final. Una auténtica oleada avasallante de pensamientos y emociones inundó su cabeza; no encontró paz ante la llegada de la muerte, sino una gigantesca frustración por haber fallado con todos lo que confiaron en ella. Oyó los sables silbando, cortando el aire aquí y allá, gruñidos y el sonido seco de varios objetos cayendo sobre la arena. Pero ella no sentía dolor alguno. Levantó la mirada y aún seguía allí, viva, pero se congeló cuando vio a un lado y otro.

Los cruzados, Raccheli incluido, habían sido salvajemente ejecutados por el sádico comandante y sus soldados. Regueros de sangre, ennegrecidas por la noche, serpenteaban sobre la arena en tanto los cuerpos, sin sus cabezas, caían desplomados. El corazón se le aceleraba incluso más que hacía momentos y sus manos temblaban demencialmente; no creía el salvajismo del que era capaz aquel enloquecido muchacho. Pero, abruptamente, se preguntó por qué a ella la dejaron con vida.

El joven se dirigió hacia la mujer dando espadazos al aire y pisando la sangre ya absorbida por la arena; era una suerte de baile que era celebrado por los soldados del Norte. Pateó un par de cabezas a su paso. Deneb Kaitos lo seguía por detrás, inexpresivo como siempre, pero por dentro estaba bastante confundido. En verdad que Cunningham le caía bien, pero desde que capturara a los enemigos acusó un cambio tan drástico que, por un momento, le pareció irreconocible. Se preguntó si aquella familia que había perdido a manos de los fanáticos, “Secta de Alas”, tenía que ver con todo esa rabia y oscuridad que parecía emanar.

Cunningham se acuclilló frente a Ámbar.

—He venido a sabotear vuestra alianza con dragones, pero he conseguido algo mucho mejor. El dogma tiene los días contados en el mundo civilizado.

La mujer tenía los ojos ausentes. Todo había dado un vuelco tan repentino que sentía que no tenía la voluntad suficiente para siquiera hablar. El joven le descorrió un mechón de la frente, tratando de sacarle algunas palabras. Finalmente, Ámbar tragó saliva y dijo con voz apenas perceptible.

—¿Por qué…? ¿Por qué no me habéis ejecutado?

—Estoy seguro de que lo deseas. Vosotros los creyentes esperáis reuniros con vuestros seres queridos tras la muerte, ¿no es así? Tú tenías una hija, si mal no recuerdo. ¿Es ella en quien piensas? Ahora que estás cerca de la muerte, respóndeme con sinceridad. ¿Realmente crees que está en algún lugar esperándote?

La mujer empotró su cabeza contra el rostro del comandante, quien cayó hacia atrás completamente despatarrado. Cunningham se tomó de la nariz mientras sus hombres pedían que no la perdonara; sangraba y el golpe le causó un mareo terrible, pero ya tenía su venganza preparada. Miró a Ámbar y esta tenía los ojos inyectados de sangre.

—¡Eres un condenado monstruo y esos hombres te pesarán hasta el fin de tus días!

Cunningham meneó el rostro y se repuso ágilmente, sacudiéndose la arena sobre su uniforme.

—Que así sea. No te maté porque la “Secta de Alas” no mataba mujeres cortándoles el cuello. Antes de inmolarse, a las mujeres las ejecutaban de otro modo.

—¿Secta de…?

Hizo una señal con la mano elevada y se alejó mientras una decena de hombres sujetaban a la mujer, quien, rabiosa, daba patadas como podía, aunque poco podía hacer apresada. Jamás había sentido tanto odio por alguien. Deseaba ir a por él y clavarle una espada en el corazón, pero no tuvo tiempo de seguir pensando en su venganza; un hombre la abrazó por detrás, eran brazos fuertes, y la apretó contra sí para levantarla para algarabía de los hombres. Ámbar estaba cegada de ira; llamó a Cunningham una y otra vez, desafiándolo a un duelo que él no aceptaría. Pronto su voz se perdió entre la euforia de los soldados mientras una maraña de manos tironeaba de sus ropas con intención de deshacerla en jirones.

Cunningham recogió su espada del suelo y se sentó sobre un par de cajas apiladas al costado de una tienda. Se tomó la cabeza con las manos y sintió los ojos ardiéndole; pronto se encontró allí, solitario y llorando como un niño. Estaba completamente alienado del campamento; nadie deseaba irrumpir en un momento delicado del hombre más poderoso del ejército del Norte.

Nadie, salvo uno.

—¿“Secta de Alas”? —preguntó Deneb Kaitos—. ¿Entonces es así como perdiste a tu familia?

—Aléjate —hizo un ademán.

—No esperaba este salvajismo de tu parte. Debo decirte que me siento decepcionado.

—¿Por qué crees que me importa tu opinión sobre mí, maldito plumero?

—¿Pretendías ganar algo imitándolos?

Cunningham escupió a un lado, enjugándose las lágrimas sin disimulo. Sus manos temblaban. Deseaba estar solo, pero ya sabía que exigirle al ángel que se alejara de él sería un desperdicio de tiempo.

—¿Qué sabrás tú de una familia? ¿Qué sabrás tú de lo que significa perder un hermano? Si lo que me contaste es cierto, que fuisteis creados sin más, ni siquiera tenéis noción del amor de una madre a un niño. ¿Te decepciono, dices? ¡Jamás podrás estar en mi lugar! Deja de juzgarme y aléjate.

Ahora así, el joven hombre se sumió en un llanto desgarrador, agachando la cabeza y abrazando sus rodillas. A Deneb Kaitos le pareció, por un momento, un niño. Un mortal corrompido por completo debido al mundo salvaje en el que vivía. Se preguntó si, de ser un humano, él también se vería así de frágil. Porque era cierto lo que él le había restregado; Deneb Kaitos no conocía los lazos de los mortales más que superficialmente. No amaba. No temía. No vivía en un mundo como en el que el comandante había crecido.

El ángel se tomó el pecho, empuñando su túnica. Se preguntó si debía consolarlo de alguna manera. Un beso. Eso tal vez. Como aquel que le dio en la cama de Reykō y que tan bien se sentía en sus labios. Dobló las puntas de sus alas y concluyó que sería arriesgado.

—Debo decirte algo, Cunningham.

—Solo cállate por una vez porque lo que diré no lo volveré a repetir… Tenías razón, Deneb Kaitos. ¿Lo has oído? No hay gracia en la muerte. Esa mujer también tenía razón. Nada de lo que pueda hacer va a limpiar esta mancha en esto que los creyentes llaman “alma”. ¿Estás contento ahora? ¿Venías a decírmelo? ¿O vienes a regodearte de mi llanto?

—No. Cunningham. He venido a decirte que los dragones están aquí.

Cunningham lo miró con sus ojos húmedos, incrédulo, pero Deneb Kaitos volvió a señalarle con el mentón un lugar detrás de él, en el horizonte poblado de dunas y estrellas. El joven se giró y lo vio por fin, cruzando la luna llena. Gigantesco como ningún otro animal en el mundo, oscuro como la noche más negra, dando una fuerte aleteada para atravesar el desierto en dirección al campamento y levantando la arena a su rasante paso.

Rugió y, del susto, Cunningham cayó de entre las cajas.

—¡Dr…! ¡Dragón! ¡Dragón a la vista!

Deneb Kaitos ladeó el rostro.

—¿Dragón? Observa bien, son cientos.

Ámbar cayó tropezando sobre la arena intentando librarse de aquellos maniáticos y violadores; había conseguido devolver un par de puñetazos, pero tarde o temprano se vería vencida. Era increíble pensar que hacía solo unos minutos eran hombres disciplinados y ahora, en el Mar Radiante, se convirtieran en prácticamente animales. Un soldado, de pie frente a ella, empuñó una espada presto a darle un tajo para castigar su rebeldía y esperar que así dejara de resistirse; como miembro de un escuadrón policial, Ámbar estaba preparada para enfrentar cualquier tipo de muerte, pero morir desangrada y ultrajada era la peor de todas.

Surgió una fuerte brisa por detrás que hizo tambalear al soldado; un gruñido paralizó a todos los hombres allí, que se giraron y vieron con horror cómo un dragón surgía imprevistamente de la niebla de arena que se había levantado. Abrió su gigantesca boca de incontables colmillos y capturó al soldado que envainaba su espada; lo sacudió con saña para luego lanzarlo aire como si este fuera un muñeco de trapo. Otro dragón, tan rápido que solo parecía ser un fulgor negro, atravesó el cielo y atrapó al enemigo, llevándoselo a una velocidad pasmosa.

Ámbar desencajó la mandíbula cuando el primer dragón se detuvo frente a ella, el animal más grande que cualquiera que había visto, ladeándose y deshaciéndose a los demás soldados por los aires con un latigazo certero de su cola. Por un instante, notó los enormes y atigrados ojos purpúreos de la bestia y sintió un escalofrío al saberse observada. Tras él se oían más rugidos mezclándose con la cacofonía de gritos de los soldados del campamento. Cuando la polvareda fue bajando, notó asombrada cómo incontables dragones cruzaban el cielo, todo un enjambre oscuro, cayendo en picado para arremeter contra los mortales, como una lluvia de flechas haciendo estragos.

La mujer se repuso. Las manos aún le temblaban debido a la horrible experiencia que aún tenía a flor de piel, aunque era verdad que aquella bestia alada, gigantesca y oscura, viéndola detenidamente, le resultaba temible.

—Gracias —dijo esperando que la entendiera.

El dragón, ahora rampante, extendió sus imponentes alas, batiéndolas para levantar vuelo y unirse a la sangrienta cacería.

Ámbar se sujetó de las rodillas y trató de regular la respiración. ¿Tal vez el ángel Fomalhaut consiguió pactar la alianza con los dragones y era por eso que ahora estaban allí, ayudándola contra sus captores? “Debe ser eso”, pensó convencida. Avanzó un par de pasos y recogió su espada zigzagueante, apretando la empuñadura con ambas manos en un intento de recuperar la tranquilidad.

“Alonzo”, pensó cerrando los ojos con fuerza. Aquel “galán” había caído y se sentía la culpable directa por su muerte. Mandó un puñetazo al suelo y murmuró decenas de “Perdóname”. Por un momento, decidió rendirse. Se sintió fracasada. Deseó dejar de ser la representante de los ángeles y los humanos. Deseó dejar de luchar. Deseó que el mundo entero se terminara de una vez porque, viendo lo que tenía ante sí, pensó que solo había una gran y larga cadena de violencia y muerte.

Pero no podía. No debía. Aunque no le gustara, había algo dentro de ella la empujaba a seguir. Miró la supernova en el cielo y, por un momento, se olvidó de los dragones y el ejército del Norte. Levantó las manos apresadas y dejó que la luz se colara entre sus dedos.

Ella era la heroína de alguien.

Y cerró los puños.

El Dominio Fomalhaut descendió frente a ella, con el rostro impasible como siempre. Podría traer la mejor de las noticias, se dijo la mujer, y el “pichón” siempre actuaría como si fuese una estatua. Deseó tener ese tipo de temple o frialdad en una situación como aquella.

—Lo conseguiste —asintió la mujer—. Trajiste a los dragones.

—No. Lo siento.

—¿Cómo que no?

El ángel se inclinó hacia ella para partir las esposas con una mano.

—Las negociaciones fracasaron. Los dragones no desean una alianza ni con los ángeles ni con vosotros. Han dicho, en lengua dragontina, que no olvidan ni perdonan. Nos quieren muertos a todos.

Ámbar enarcó una ceja.

—¿Estás seguro? Creo que no viste a uno de ellos salvándome el pellejo.

—Sí, lo he visto. Les hablé sobre ti, la portadora de la espada del Arcángel Miguel, la nueva representante de ambos reinos. Esperaba que comprendieran la situación acerca de la nueva guerra contra el Segador y la necesidad que tenemos de contar con ellos como caballería…

—¿Y bien?

—Lo siento. Detestan a los mortales. Detestan a los ángeles. Pero, sobre todo, odian a los Arcángeles o cualquiera que porte sus espadas. Así que, cuando les hablé sobre ti, Nari-il, me dijeron que te despellejarán última.

Parpadeó un par de veces, incrédula; el Mar Radiante era, definitivamente, el peor lugar en el mundo. Miró el innumerable ejército de dragones haciendo mella en el ejército contrario y se preguntó cuál sería la razón de tanto odio. Para colmo aquel aviso de que se ensañarían especialmente con ella la hizo estremecer.

Luego miró a Fomalhaut.

—Regresa junto a los tuyos y diles que lo siento. He fracasado. Me temo que no he podido ayudaros a conseguir vuestra caballería. Dile a la hija de Alonzo que entiendo que no me perdone. La muerte de su padre es completamente mi responsabilidad.

A lo lejos, un de par de dragones arrojaban su aliento incendiario sobre los soldados del campamento, en tantos otros hombres caían del cielo, ya calcinados y dejando una estela de fuego, como cometas; el infierno se había desatado en el desierto de Bujará y pareciera que no había escapatoria; no obstante, el Dominio meneó la cabeza.

—Tengo órdenes expresas de no abandonarte.

—¿Ah? ¿Quieres asarte conmigo? ¿Quién te lo ordenó?

El fuego en el campamento se irradiaba en sus alas plateadas y rostro sereno; el ángel desenvainó sus dos sables sujetos en la espalda y miró a los dragones.

—Órdenes de la Querubín.

IV. Año 393

El Orlok silbaba una canción mientras avanzaba por la fila de budistas apresados; eran tantos que no había tiempo de llevarlos a los calabozos de la fortaleza Bala-Hissar, que simplemente los agruparon a todos en las afueras de Kabul, a la vista de los ciudadanos y comerciantes; un claro aviso de qué les deparaba a aquellos contrarios al Imperio mongol. Los monjes estaban arrodillados y con sus manos atadas a la espalda. Sendos soldados persas aguardaban la orden de ejecución, prestos a acatarlas con sus cimitarras.

El barbudo general afgano acompañaba al Orlok en su peculiar caminata.

—No os mentiré, Orlok. Me encantaría verlo allí también, arrodillado y listo para probar el acero de mi cimitarra.

El mongol enarcó una ceja. Era evidente que los afganos eran guerreros orgullosos que no deseaban ser comandados por ningún extranjero.

—Arréstame o mátame si lo deseas —amenazó el Orlok—. Mi ejército vendrá aquí. Si no me encuentran, habrá problemas.

—¿Crees que solté la teta ayer, mongol? Guarda tus amenazas, no asustas. Vosotros, Horda de Oro, no tenéis potestad aquí. Si procedo a ayudarte a ti y tu ejército es porque servís al propósito de eliminar cualquier enemigo de Tamerlán. ¿Habéis venido de Rusia para aplacar la rebelión de los Xin, no es así?

El general hizo un ademán y, tras él, sus soldados procedieron a ejecutar a los budistas. Una decena cayó instantáneamente, aunque otros guerreros no fueron lo suficientemente hábiles para cercenarles el cuello de un solo tajo. O dos. Pese a todo, ni un solo monje emitió más que imperceptibles gruñidos ahogados.

—Debido a la rebelión en Xin, Tamerlán dispuso vigías para proteger Kabul —continuó el general afgano—. En el “Techo del Mundo” existen casi doscientos vigías a lo largo del Corredor de Wakhan. Recibíamos reportes a diario. Pero, desde hace cinco días, se ha perdido el contacto con más de la mitad de ellos. Ayer ni siquiera recibimos un reporte, Orlok, y estoy empezando a dudar de que el explorador que envié esta mañana vuelva. Algo enorme avanza allí.

El Orlok se detuvo.

—Son los xin —se rascó la frente y unió cabos—. Es probable que estén buscando al embajador. Una alianza entre los reinos de Koryo y Xin podría ser fatal para la hegemonía del Imperio.

—No eres tan necio como pareces. No puedo permitir que esos xin sigan acercándose a Kabul. Este es el caso: tú tienes un ejército, entonces me sirves con la cabeza puesta en el cuello.

El mongol lo miró con una mueca. El afgano era un hombre difícil de tratar, rudo como pocos, pero debía admitir que al menos no parecía esconder sus intenciones.

—Me caes bien. Mejor que el último persa que conocí.

—Tú me caes como una picazón de escorpión en los huevos, Orlok. No sé si los Xin planean invadir Transoxiana o simplemente encontrarse con ese embajador del que hablas, pero eliminad a la amenaza con vuestro ejército y me olvidaré de este incidente con el cañón. Entendería si necesitas que te prestase efectivos, pero somos pocos y tenemos orden de resguardar Kabul.

El mongol se acuclilló hacia una cabeza cercenada que rodó hacia él. Estaba cada vez más convencido de que el Dios Tengri estaba disponiéndolo todo a su favor. Iría al temido corredor entre las cordilleras y allí no solo cazaría al ruso, sino que además se encargaría de eliminar a un ejército xin, tal y como se le había ordenado.

—Cabalgaremos hacia el corredor de Wakhan. No te preocupes, no necesito de bebedores de leche. Mi ejército será suficiente.

Mijaíl montaba desganado en un terreno accidentado por colinas; cualquier vestigio del rocoso terreno desértico de Transoxiana había desaparecido por una vegetación irregular, hierbajos principalmente, y lejanas montañas de picos nevados tenuemente dorados por el sol del amanecer.

El ruso estaba con pocas ganas de conversar con el embajador, quien compartía la montura con él. Era una mezcla de sensaciones extrañas la que experimentaba a solo dos días de haber escapado de Kabul. Deseaba con toda su vida volver sobre sus pasos y confrontar al Orlok; vengar a quien actuó como su maestro durante los duros meses de viaje y de paso eliminar a un potencial destructor de Nóvgorod. Pero, si ese mongol derrotó a Wang Yao, no debía ser tomado a la ligera. Sentía respeto… y miedo.

Además, tampoco podía abandonar al viejo embajador a su suerte.

Ya no tenían dinero ni joyas; pensó que al menos podrían haber vendido los caballos, pero ahora ya solo contaban con uno; demacrado, además, lento y que echaba espumarajos amarillentos al poco de galopar. La idea de que ambos morirían antes de alcanzar Xin ya flotaba pesadamente sobre su cabeza. El embajador, en cambio, se mostraba sorprendentemente apacible y murmuraba una canción.

—¿Fue así de desastroso, mi señor? —preguntó Mijaíl.

—¿El qué?

—Cuando usted partió de Koryo en dirección a Nóvgorod. ¿Fue tan horrible el viaje como este?

—Fue mucho mejor, desde luego —rio el embajador—. Pero tengo la esperanza de que todo mejorará. ¿Y tú, Schénnikov?

—Sigo aquí, ¿no? Con ganas de seguir viviendo. Al menos lo suficiente para clavarle mi espada a ese Orlok…

—Y montar a una mujer oriental. Solo te falta eso, Schénnikov.

—¡Montar a una mujer oriental!

Dio un respingo cuando oyó una flecha cortando el aire; la notó clavándose a los pies de su caballo. Ladeó su montura y se preparó para galopar, aunque a saber si el animal estaba en condiciones; echó una mirada en derredor. Entonces los vio, a lo alto de una colina, a un grupo de guerreros que asomaban delante del sol. Tragó saliva esperando que no fueran mongoles.

Wezen lanzó el arco a un lado, hacia su amigo Zhao, quien lo cogió al vuelo. “Gracias”, dijo sin mirarlo y fijándose en aquel llamativo dúo de viajeros. Trató de verlos mejor. En verdad que no se parecían ni a los mongoles ni a los afganos que solían entrar en el Corredor de Wakhan y que rápidamente eran despachados por él y su escuadrón de arqueros dispersos en las colinas circundantes.

—Podría ser el embajador —dijo el budista.

—Levanta la bandera roja. Son mongoles —asintió el guerrero xin.

—No, no lo son. Wezen, uno de ellos es un anciano… y el jinete ni siquiera luce como un mongol…

Wezen se frotó el mentón.

—No me estoy refiriendo a ellos.

—¿De qué hablas?

Wezen señaló con un cabeceo a un sitio más allá de los dos viajeros; en el lejano horizonte irregular, una larga fila de sombras asomando y levantando tras de sí una gigantesca polvareda; se acuclilló y posó la palma abierta de la mano sobre la roca a sus pies, esperando sentir la más mínima vibración que le confirmase lo que parecía mostrarse: millares de jinetes dirigiéndose en rápida galopada hacia su posición. Notó las banderas, llevadas por los que deberían ser los portaestandartes, pero desde esa distancia no podía distinguir más que el blanco y rayas de algún color oscurecido.

—La Horda de Oro —susurró el budista.

Wezen sintió el corazón latirle con prisa. Apretó los puños y se repuso sintiendo una inyección de energía repentina. ¡Mongoles a la vista! La batalla era inminente y no veía el momento de repartir espadazos.

Aunque no pudieran notarlo, al frente de aquel ejército se encontraba el Orlok cabalgando con velocidad endemoniada, comandando a sus hombres a la batalla y contagiándoles de valor. Durante dos días viajaron desde Kabul hasta la entrada del corredor de Wakhan con apenas tiempo para descansar. Movido por su firme creencia religiosa de que todo estaba dispuesto para su venganza, no escatimó en recursos. Su tumán completo, diez mil jinetes, habían seguido su estela para dar caza a los rebeldes xin y al ruso de Nóvgorod.

Wezen se repuso y tomó rumbo a su caballo, presto a bajar por las colinas y advertir a su comandante, quien aguardaba en el extenso campamento xin armado en las inmediaciones. Estaban preparados para un encuentro así; era de esperar tras haber eliminado a todos y cada uno de los vigías y exploradores que venían de Kabul.

El budista lo sujetó de la hombrera.

—¡Wezen! No te olvides del embajador.

—Es verdad. Enviaré a un escuadrón para custodiar a ese anciano. Es posible que sea el embajador. La verdad es que no podría importarme menos.

El xin montó enérgicamente sobre su animal y tomó las riendas. Miró al budista con esos ojos amarillentos, feroces, que parecían destellar fuego.

—Y tú no te olvides de levantar la bandera roja, Zhao. Mostrémosles los dragones a esos mongoles. La guerra está aquí.

Continuará.
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Sinopsis:

Una amiga viendo que era un desastre, me contrata una criada para que al menos organice la pocilga que es mi casa. Sin saber que la presencia de Meaza, cambiaría para siempre mi vida al descubrir junto a ella una nueva clase de erotismo.

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Para que podías echarle un vistazo, os anexo el primer capítulo:

Capítulo uno.

-Necesitas alguien fijo en tu casa- dijo Maria viendo el desastre de suciedad y polvo que cubría hasta el último rincón de mi apartamento.-Es una vergüenza como vives, deberías contratar a una chacha que te limpie toda esta porquería.
Traté de defenderme diciéndola que debido a mi trabajo no lo uso nada más que para dormir pero fue en vano. Insistió diciendo que si no me daba vergüenza traer a una tía a esta pocilga, y que además me lo podía permitir. Busqué escaparme explicándole que no tenía tiempo de buscarla ni de entrevistarla.
-No te preocupes yo te la busco-soltó zanjando la discusión.
Mi amiga es digna hija de su padre, un general franquista, y cuando se le mete algo entre ceja y ceja, no hay manera, siempre gana. Suponiendo que se le iba a olvidar, contesté que si ella se ocupaba y no me daba el tostón, que estaba de acuerdo, y como tantas otras cosas, mandé esta conversación al baúl de los recuerdos.
Por eso, cuando ese sábado a las diez de la mañana, me despertó el timbre de la puerta, lo último que me esperaba era encontrármela acompañada de una mujer joven, de raza negra.
-Menuda carita- me espetó nada más abrirla y apartándome de la entrada, pasó al interior del piso diciendo: – Se nota que ayer te bebiste escocia.
-¿Qué coño quieres?- respondí ya enfadado.
-Te he traído a Meaza- dijo señalando a la muchacha que sumisamente la seguía: – No habla español pero su tía me ha asegurado que es muy buena cocinera.
Por primera vez me fijé en ella. Era un estupendo ejemplar de mujer. Muy alta, debía de medir cerca de uno ochenta, delgada, con una figura al borde de la anorexia y unos pequeños pero bien puestos pechos. Pero lo que hizo que se derribaran todos mis reparos fue su mirada. Tras esos profundos ojos negros se encerraba una tristeza brutal, producto de las penurias que debió pasar antes de llegar a España. Estaba bien jodido, fui incapaz de protestar y dando un portazo, me metí en mi cuarto, a seguir durmiendo.
Cuando salí de mi habitación tres horas después, mi amiga ya se había ido dejando a la negrita limpiando todo el apartamento. Parecía otro, el polvo, la suciedad y las botellas vacías habían desaparecido y encima olía a limpio.
-¡Coño!- exclamé dándome cuenta de la falta que le hacía una buena limpieza.
Pero mi mayor sorpresa fue al entrar en la cocina y ver el estupendo desayuno que me había preparado. Sobre la mesa estaba un café recién hecho y unos huevos revueltos con jamón que devoré al instante. Meaza, debía de estar en su cuarto, porque no la vi durante todo el desayuno.
Con la panza llena, decidí ir a ver dónde estaba. Me la encontré en mi cuarto de baño. De rodillas en el suelo, con un trapo estaba secando el agua que había derramado al ducharme. No sé qué me pasó, quizás fue el corte de hallarla totalmente empapada, descalza sobre los fríos baldosines, pero sin hablarla me di la vuelta y cogiendo las llaves de mi coche salí del apartamento.
Nunca había tenido ni una mascota, y ahora tenía en casa a una mujer, que ni siquiera hablaba mi idioma. Tratando de olvidarme de todo, pero sobre todo de la imagen de ella, moviendo sus caderas al ritmo con el que pasaba la bayeta, llamé a un amigo y me fui con él a comer a un restaurante.
Alejandro no paró de reírse cuando le conté el lío en que me había metido Maria, llevándome a casa a esa tentación.
-No será para tanto- soltó tratando de quitar hierro al asunto.
-Que sí, que no te puedes imaginar lo buena que está.
-Pues, entonces ¿de qué te quejas? Fóllatela y ya.
-No soy tan cabrón de aprovecharme- contesté bastante poco convencido en mi capacidad de soportar esa tentación dentro de casa.
El caso es que terminado de comer nos enfrascamos en una partida de mus, que al ser bien regada de copas, hizo que me olvidara momentáneamente de la muchacha.
Totalmente borracho, volví a casa a eso de las nueve. No había terminado de meter las llaves en la cerradura cuando me abrió la puerta para que pasara. Casi me caigo al verla únicamente vestida con un traje típico de su país, consistente en una tela de algodón marrón, que anudada al cuello dejaba al aire sus dos pechos. Para colmo, lejos de incomodarse por mi borrachera y su desnudez, me recibió con una sonrisa y echando una mano a mi cintura me llevó a la cama.
Sentir su cuerpo pegado al mío alborotó mis hormonas y solo el nivel etílico que me impedía incluso el mantenerme de pie, hizo que no saltara sobre ella violándola. Solo tengo de esa noche, confusas imágenes de la negrita desnudándome sobre la cama, pero nada más porque debí de quedarme dormido al momento.
A la mañana siguiente, al despertarme, me creía morir. Era como si un clavo estuviera atravesando mis sienes mientras algún hijo de puta lo calentaba al rojo vivo. Por eso tardé en darme cuenta que no estaba solo en la habitación y que sobre la alfombra a un lado de mi cama dormía la muchacha a rienda suelta.
Meaza usando como almohada su vestido, estaba totalmente desnuda y ajena a mi examen, descansaba sobre el duro suelo. Estuve a punto de despertarla pero algo en mi me indujo a aprovechar la situación para dar gusto a mis ojos. Durante más de media hora estuve explorándola con la mirada. Era perfecta, sus piernas eternas terminaban en un duro trasero que llamaba a ser acariciado. Luego un vientre duro, firme, rematado por dos bellos pechos que se notaba que nunca habían dado de mamar. El pezón negro era algo más que decoración, era como si estuviera dibujado por un maestro. Redondo, bien marcado, invitaba a ser mordisqueado. Y su cara aun siendo negra tenía unas facciones finas, bellísimas. Poco a poco me fui calentando y solo el corte de que me pillara, evitó que me hiciera una paja mirándola.
De improviso, abrió los ojos. Sus negras pupilas reaccionaron al verme y levantándose de un salto abandonó la habitación. Decidí quedarme en la cama esperando que se me bajara el calentón. Por eso, todavía estaba ahí cuando al cabo de tres minutos, la muchacha volvió con mi desayuno.
No se había molestado en taparse. Desnuda, me traía en una bandeja, el café y unas tostadas. Sin saber qué hacer, me tapé con la sabanas mientras desayunaba y reconozco que no paré de mirar de soslayo a la muchacha.
Ella, como si fuera lo más natural del mundo, se agachó por su vestido y atándoselo al cuello, esperó arrodillada mientras comía. A base de señas, le pregunté si no quería y sonriendo abrió su boca para que le diera de comer.
Estaba alucinado, cuando todavía no me había repuesto de ese gesto, vi como sus blancos dientes mordían la tostada tras lo cual su dueña volvió a arrodillarse a mi lado, satisfecha de que hubiese compartido con ella mi comida. Su postura me recordaba a la de una sumisa en las películas de serie B. Con las manos en la espalda y los pechos hacía delante, mantenía su culo ligeramente en pompa.
«¡Qué buena está!», maldije al percatarme que me estaba volviendo a poner cachondo.
Tratando de evitarlo, me levanté a darme una ducha fría sin importarme que al hacerlo ella me pudiera ver desnudo. No sé si fue idea mía pero me pareció que ella se quedaba mirándome el trasero. De poco me sirvió meterme debajo de chorro del agua, no podía dejar de pensar en su olor y su cuerpo.
«No puede ser», mascullé entre dientes al pensar que aunque nunca había cruzado una palabra con ella y ni siquiera me entendí, me resultara hasta doloroso el comprender en lo difícil que me iba a resultar el respetar la relación criada-patrón si esa niña no dejaba de andar medio en pelotas por la casa.
Al salir de la ducha fue aún peor, Meaza me esperaba en mitad del baño con la toalla esperando secarme. Traté de protestar pero me resultó imposible hacerla entender que quería hacerlo yo solo por lo que al final, no tuve más remedio que dejar que ella agachándose empezara a secarme los pies.
«Esto no es normal», sentencié observando sus manos y la tela recorriendo mis piernas mientras su dueña con la mirada gacha miraba al suelo.
Interiormente aterrorizado de lo que iba a pasar cuando esa mujer llegara hasta mi sexo, me quedé quieto. Al hacerlo, me tranquilizó ver su profesionalidad cuando se entretuvo secando todos y cada uno de mis recovecos sin que en su cara se reflejara nada sexual.
También os he de decir que aunque Meaza no mostró ningún rubor, mi pene en cambio no pudo más que reaccionar al contacto endureciéndose. La muchacha haciendo caso omiso a mi calentura sonrió y levantándose del suelo terminó de secarme todo el cuerpo para acto seguido salir después con la toalla mojada hacía la cocina.
«Parezco nuevo», murmuré avergonzado. Me había comportado como un niño recién salido de la adolescencia. Cabreado conmigo mismo me vestí y saliendo al salón, encendí la tele.
Allí me resultó imposible concentrarme al ver a esa negrita limpiando la casa vestida únicamente con ese trapo. Confieso a mi pesar que aunque lo intenté que estuve más atento a cuando se agachaba que al programa que estaban poniendo.
«Todo es culpa de Maria», sentencié hecho una furia con mi amiga por habérmela traído.
Cabreado hasta la medula, cerré los ojos mientras buscaba relajarme. No debía de llevar ni tres minutos en esa postura cuando sentí que tocaban mi pierna. Tardé unos segundos en abrir mis párpados y cuando lo hice me encontré a Meaza hincada a mi lado con un plato de comida entre sus manos.
-No tengo hambre- dije tratando de hacerme entender.
Mis palabras le debieron resultar inteligibles porque obviando mis protestas, esa muchacha no hacía más que alargarme el plato.
– No quiero- contesté molesto por su insistencia y señalando con el dedo el jamón y el queso, y posteriormente a mi estómago, le hice señas diciéndole que no.
Imposible, la negrita seguía erre que erre.
-¡Coño! ¡Que no quiero!- grité ya desesperado.
Entonces ella hizo algo insólito, agarrando mi mano me obligó a coger una loncha para posteriormente llevársela a su boca. Por fin entendí que lo que quería es que le diera de comer.
«Seguramente en su tribu, los hombres alimentan a las mujeres y obligada por su cultura espera que yo haga lo mismo», me dije y pensando que ya tendría tiempo de explicarle que en España no hacía falta, agarré otro trozo y se lo metí en la boca.
Agradecida, esa monada sonrió mostrándome toda su dentadura. Reconozco que estaba encantadora con una sonrisa en la cara y ya más seguro de mí mismo, seguí dándole de comer como a un bebé. Contra todo pronóstico comprendí que era una gozada el hacerlo porque de alguna manera eso me hacía sentir importante. Lo quisiera o no, era agradable que alguien dependiera de ti hasta los más mínimos detalles por lo que cuando se acabó todo lo que había traído, fui al frigorífico a por algo de leche.
Cuando volví seguía en el mismo sitio, en el suelo al lado del sillón. Más interesado de lo que nunca había estado con una mujer, acercándole el vaso a los labios, le di de beber. Meaza debía de estar sedienta por que se tomó el líquido a grandes tragos de manera que una parte se le derramó por las mejillas, yendo a caer en uno de sus pechos.
Juro que lo hice sin pensar, no fue mi intención el hacerlo pero como acto reflejo mi mano recorrió su seno y recogiendo la gota entre mis dedos me lo llevé a mis labios saboreándolo. Sus pezones se endurecieron de golpe al verme chupar mis dedos y con ellos, mi entrepierna. Cuando nuestras dos miradas se cruzaron, creí descubrir el deseo en sus ojos pero decidí que me había equivocado por lo que levantándome de un salto, traté de calmarme, diciéndome para mis adentros que debía de ser un caballero.
«Puta madre, ¡es preciosa!- pensé mientras combatía la lujuria que se estaba adueñando de mi cuerpo y sabiendo que eso no podía continuar así y que al menos debía de ir decentemente vestida para intentar que no la asaltara en cualquier momento, la cogí del brazo y la llevé a su cuarto.
Una vez allí, busqué algo con que vestirla pero al ver el armario totalmente vacío, descubrí que esa muchacha solo había poseía la blusa y la falda con la que había llegado a casa.
-Necesitas ropa- le dije.
Con los ojos fijos en mí, se echó a reír dándome a saber que no había entendido nada.
« Es primer domingo de mes», pensé, «luego los grandes almacenes deben de estar abiertos».
Tras lo cual, la obligué a ponerse esas ajadas pertenencias y la llevé de compras. Mi siguiente problema fue subirla al coche. Asumiendo que sabía hacerlo abrí las puertas con mi mando y me subí para descubrir al sentarme que ella seguía de pie fuera del automóvil.
-¡Joder!- exclamé saliendo y abriéndole la puerta, la hice sentarse.
Nuevamente en mi asiento y antes de encender el motor, tuve que colocarle el cinturón y al hacerlo rocé sus pechos con mi mano, los cuales se rebelaron a mi caricia, marcando sus pezones debajo de su blusa.
-Tengo que comprarte un sujetador, ¡me estas volviendo loco! Cómo sigas con tus pechos al aire no sé si podré aguantarme las ganas de comértelos.
Meaza, no me entendió pero me dio igual. Me gustaba como sonreía mientras le hablaba y por eso , le expliqué lo mucho que me excitaba el verla. Recreándome en su ignorancia, alabé su maravilloso cuerpo sin parar de decir burradas. Durante unos minutos, se mantuvo atenta a mis palabras pero al salir a la calle y tomar la Castellana, empezó a mirar por la ventanilla señalándome cada fuente y cada plaza. Para ella, todo era nuevo y estaba disfrutando, por eso al llegar al Corte Inglés y meternos en el parking, con un gesto me mostró su disgusto.
-Lo siento bonita pero hay que comprarte algo que te tape.
Como una zombie, se dejó llevar por la primera planta, pero al tratar de que montara en la escalera mecánica tuve que emplearme duro porque le tenía miedo. Cómo no había más remedio, la obligué y ella asustada se abrazó a mí en busca de protección, de forma que pude oler su aroma penetrante y sentir como sus pechos se pegaban al mío al hacerlo.
-¿Qué voy hacer contigo?- dije acariciándole la cabeza: -Estás sola e indefensa, y yo solo puedo pensar en cómo llevarte a la cama.
Sentí pena cuando llegamos al final, porque eso significaba que se iba a retirar, pero en contra de lo que suponía no hizo ningún intento de separarse por lo que la llevé de la cintura a buscar ropa.
El segundo problema fue elegir su talla. Incapaz de comunicarme con ella, le pedí a una señorita que me ayudara inventándome una mentira y diciéndole que la negrita era parte de un intercambio y que necesitaba que le comprara unos trapos. Me daba no sé qué, el decirle que era mi criada.
La empleada se dio cuenta que iba a hacer el agosto a mis expensas y rápidamente le eligió un montón de camisas, pantalones y vestidos, de forma que en poco tiempo, me vi con todo un ajuar en el probador de señoras.
Por medio de la mímica, le expliqué que debía de probársela para comprobar que le quedaba. Meaza me miró asombrada, y haciendo un círculo sobre la ropa, me dio a entender que si era todo para ella.
-Si- asentí con la cabeza.
Dando un gritito de satisfacción, se abrazó a mí pegando sus labios a mi mejilla. Se la veía feliz, cuando se encerró en el probador. Ya más tranquilo, esperé que saliera pero al hacerlo lo hizo vistiendo únicamente un pantalón, dejando para escándalo de las mujeres presentes y gozo de sus maridos, todo su torso y sus pechos al aire.
Obviando el hecho que la presencia de hombres está mal vista en un probador de mujeres, la agarré del brazo y me metí con ella. Si no lo hacía, nos iban a echar del local. De tal forma que en menos de dos metros cuadrados estuve disfrutando de la niña mientras se cambiaba de ropa. Pero lo mejor fue que al darle un sujetador, se lo puso en la cabeza, por lo que tuve que ser yo, quien le explicara cómo usarlo.
-Tienes unas tetas de locura- susurré mientras acomodaba sus perfectas tetas dentro de la copa: – Me encantaría sentir tus pezones en mi lengua y estrujártelas mientras te hago el amor.
La muchacha ajena a las bestialidades que salían de mi boca, se dejaba hacer confiada en mi buena voluntad. Todavía hoy me avergüenza mi comportamiento pero no pude evitar hacerlo porque estaba disfrutando. Pero todo lo bueno tiene un final y saliendo del probador con Meaza vestida como una modelo, pagué una cuenta carísima alegremente al percibir que hombres y mujeres no podían dejar de admirar al pedazo de hembra que tenía a mi lado.
«Parece una modelo».
Nuevamente tuve que abrirle la puerta y de igual forma y aunque la negrita se había fijado como lo había hecho, en plan coqueta dejó que fuera yo quien le abrochara el cinturón. Creo que incluso provocó que nuevamente rozara su pecho al incorporarse mientras lo hacía.
-Eres un poco traviesa, ¿lo sabias?- dije mirándola a los ojos sin retirar mis manos de sus senos.
Soltó una carcajada como si me entendiera y dándome un beso en la mejilla, se acomodó en el asiento.
«Esta mujer está alterando mis neuronas y encima lo sabe- medité mientras conducía.
Mirándola de reojo, no podía más que maravillarme de sus formas y la tersura que parecía tener su piel. Sus piernas parecían no tener fin, todo en ella era delicado, bello. Haciendo un esfuerzo retiré mi mirada y traté de concentrarme en el volante al sentir que mi entrepierna empezaba a reaccionar. No sé si ella se dio cuenta de mi embarazo pero tocándome la rodilla, me dijo algo que no entendí.
-Yo también te deseo- contesté haciéndome ilusiones. Realmente quería con toda el alma que así fuera.
Como iba a ser un raro espectáculo el darla de comer en la boca en un restaurante, decidí irnos de nuevo a mi apartamento. Al menos allá, nadie iba a sentirse extrañado de nuestra relación. Ya en el garaje de mi casa y habiendo aparcado el coche, la negrita insistió en ser ella quien llevara las bolsas con la ropa.
«Debe ser lo normal en su país», pensé mientras acptaba que fuera ella quien cargara, tras lo cual y manteniéndose a una distancia de unos dos metros de mí me siguió con la cabeza gacha.
Su actitud me hizo recordar a las indias lacandonas en Chiapas que son ellas las que cargan todo y siguen a su hombre por detrás. Ya en el piso, lo primero que hizo fue acomodar su ropa en su cuarto mientras yo me servía una cerveza helada. Nunca he comprendido a los del norte de Europa, cuando la toman caliente, una cerveza, para ser cerveza, tiene que estar gélida, muerta, fría y si encima se bebe en casa, con una mujer espléndida, mejor que mejor. Ensimismado mientras la bebía, no me di cuenta que Meaza había terminado de colocar sus trapos y que se había metido a duchar, por eso me sobresaltó oír un desgarrador grito proveniente de su cuarto.
Salí corriendo a ver qué pasaba. El tipo de chillido indicaba que debía de ser algo grave por lo que cuando entrando en el baño, me la encontré llorando desnuda pensé que se había caído y nerviosamente empecé a revisarla en busca de un golpe o una herida, sin encontrar el motivo de su grito.
-¿Qué ha pasado?- pregunté. La muchacha señalando la ducha y posteriormente a su cuerpo, me explicó lo ocurrido. Cuando comprendí que la pobre se había escaldado con el agua caliente, no me pude contener y me destornillé de risa con su infortunio.
Cuanto más me reía, más indignada se mostraba. Me había visto duchándome, y no se había percatado de que había que usar las dos llaves, para conseguir una temperatura óptima. Solo conseguí parar cuando vi que no paraba de llorar y sintiéndome cucaracha, por reírme de su desgracia, la llevé a la cama para darle una crema anti-quemaduras.
-Ven, túmbate- dije dando una palmada en el colchón.
La negrita me miraba, alucinada, de pie, a mi lado, pero sin tumbarse. Tuve que levantarme y obligarla a hacerlo.
-Quédate ahí, mientras busco algo que echarte- solté en voz autoritaria para que entendiera.
Dejándola en su cuarto, me dirigí a donde tengo las medicinas. Y entre los diferentes tarros, y pomadas encontré la que buscaba, “Vitacilina”, una especialmente indicada contra las quemaduras. Cuando volví, Meaza seguía tumbada sin dejar de llorar. Sentándome en la cama, me eché en la mano un poco de pomada, pero al intentar aplicárselo, gritó asustada y encogiendo las piernas, trató de evitar mi contacto. Estaba tan histérica que por mucho que intenté calmarla seguía llorando. Sin saber que hacer pero sobretodo sin pensármelo dos veces le solté un sonoro bofetón. Bendito remedio, gracias al golpe, se relajó sobre las sabanas.
Por primera vez, tenía ese cuerpo a mi completa disposición y aunque fuera para darle crema, no pensé en desaprovechar la ocasión de disfrutar. La piel de su pecho, estómago y el principio de sus piernas estaba colorada por efecto del agua, luego era allí donde tenía que echarle la pomada en primer lugar.
Meaza, tumbada, me miró sin decir nada mientras vertía un poco sobre su estómago, para suspirar aliviada al darse cuenta de efecto refrescante al irla extendiendo por su vientre. Viendo que se le había pasado el miedo y que no se oponía, derramé al menos medio tubo sobre ella, y con cuidado fui repartiéndola.
Aun sabiendo que me iba a excitar, lo hice desesperadamente despacio, disfrutando de la tersura de su piel y de la rotundidad de sus formas. Lentamente me fui acercando a sus pechos. Eran preciosos, duros al tacto pero suaves bajo mis palmas. Sus negros pezones se contrajeron al sentir que mis dedos se acercaban de forma que cuando los toqué, ya estaban erectos, producto pensé en ese momento de la vergüenza.
Quizás debía de haberme entretenido menos esparciendo la crema sobre sus senos pero era una delicia el hacerlo y sin darme cuenta mi pene reaccionó irguiéndose debajo de mi pantalón. Por eso, no caí en que la mujer había apartado su cara para que no viera como se mordía el labio por el deseo.
Ajeno a lo que estaba sintiendo, me fui acercando a sus piernas. Quizás era la zona más quemada por lo que abriéndolas un poco, le empecé a untar esa parte. Tenía un pubis exquisitamente depilado, su dueña se había afeitado todo el pelo dejando solo un pequeño triangulo que parecía señalar el inicio de sus labios.
Era una tentación, brutal el estarle acariciando cerca de su cueva, sin hollarla. Varias veces mis dedos rozaron su botón del placer, como si fuera por accidente, pero siendo consciente de que yo cada vez estaba más salido. No dejaba de pensar que mi criada era la hembra con mejor tipo que nunca había acariciado pero que era indecente el abusar de su indefensión. Por eso no me esperaba oír, de sus labios, un gemido.
Al alzar la cara y mirarla, de improviso me di cuenta que se había excitado y que con sus manos se estaba pellizcando los pechos mientras me devolvía la mirada con deseo. Fue el banderazo de salida, sin poderme retener, tomé entre mis dedos su clítoris para descubrir que me esperaba totalmente empapado. La muchacha al sentirlo, separó sus rodillas para facilitar mis maniobras, hecho que yo aproveche para introducirle un primer dedo en su vagina.
Meaza, o bien se había cansado de fingir, o realmente estaba excitada, ya que de manera cruel retorció sus pezones, intentando a la vez que profundizara con mis caricias, presionando con sus caderas sobre mi mano. Acercando mi boca a su pubis, saqué mi lengua para probar por vez primera su sexo. Siempre se habla del olor tan fuerte de los negros, por lo que me sorprendí al descubrir lo delicioso que me resultó su flujo. Mi lengua fue sustituida por mis dientes y como si fuera un hueso de melocotón me hice con su clítoris, mordisqueándolo mientras con mi dedo no dejaba de penetrarla.
No sé cuánto tiempo estuve comiéndole su coño, antes que sintiera como se anticipaba su orgasmo. Ella, al notarlo, presionó mi cabeza, con el afán de buscar el máximo placer.
De pronto, su cueva empezó a manar el néctar de su pasión desbordándose por mis mejillas. Por mucho que trataba de beberme su flujo, este no dejaba de salir empapando las sabanas. Meaza se estremecía, sin dejar de gemir, cada vez que su fuente echaba un chorro sobre mi boca. Parecía una serpiente retorciéndose hasta que pegando un fuerte grito, se desplomó sobre la cama.
-¡Menuda forma de correrse!- exclamé al ver que se había desmayado y sin darle importancia aproveché la coyuntura para desnudarme y tumbarme a su lado.
Tardó unos minutos en volver en sí, tiempo que usé para mirarla como dormitaba. Al abrir los ojos, me dedicó la más maravillosa de las sonrisas, como premio al placer que le había dado y sin mediar palabra, tampoco la hubiese entendido, me besó la cara para acto seguido y sin dejar de hacerlo, bajar por mi cuello recreándose en mi pecho.
Mi pene esperaba erguido su llegada, totalmente excitado por sus caricias pero cuando ya sentía su aliento sobre mi extensión, sonó el teléfono. Por vez primera me arrepentí de haber elegido su alcoba, ya que en mi cuarto había una extensión y contra mi voluntad me levanté para ir a descolgarlo al salón al no pararparaba de sonar.
Cabreado contesté diciendo una impertinencia de las mías, pero al percatarme que era María la que estaba al otro lado de la línea, cambié el tono no fuera a descubrirme.
-¿Qué quieres, cariño?- le solté.
Ella me estaba preguntando como me había ido con la muchacha cuando vi salir a Meaza a gatas de la habitación y ronroneando irse acercando adonde yo estaba. No salía de mi asombro al ver como seductoramente se acercaba mientras yo seguía disimulando al teléfono.
-Bien, es una muchacha muy limpia- contesté a Maria, observando a la vez como la negrita se arrodillaba a mi vera y sin hacer ningún ruido empezaba a lamer mi pene.
Mi amiga, un poco mosqueada, me amenazó con dejarme de hablar si me portaba mal con ella, insistiendo que era una muchacha tradicional de pueblo.
-No te preocupes, sería incapaz de explotarla- dije irónicamente al sentir que Meaza abriendo su boca se introducía toda mi extensión en su interior y que con sus manos empezaba a masajear mis testículos.
Era incómodo pero a la vez muy erótico, estar tranquilizando a Maria mientras su objeto de preocupación me estaba haciendo una mamada de campeonato.
-Que sí. No seas cabezota, me voy a ocupar que coma bien- respondí por su insistencia de lo desnutrida que estaba.
-Vale, te dejo, que están llamándome al móvil- tuve que mentir para que me dejara colgar, porque estaba notando que las maniobras de la mujer estaban teniendo su efecto y que estaba a punto de correrme.
Habiendo cortado la comunicación, pude al fin dedicarme en cuerpo y alma a lo importante. Y sentándome en el sofá, me relajé para disfrutar plenamente de sus caricias. Pero ella, malinterpretó mi deseos y soltando mi pene, se sentó a horcajadas sobre mí, empalándose lentamente.
Fue tanta su lentitud al hacerlo, que pude percatarme de cómo mi extensión iba rozando y superando cada uno de sus pliegues. Su cueva me recibió empapada pero deliciosamente estrecha, de manera que sus músculos envolvieron mi tallo presionándolo. No cejó hasta que la cabeza de mi glande tropezó con la pared de su vagina y mis huevos acariciaban su trasero, entonces y solo entonces se empezó a mover lentamente sobre mí y llevando mis manos a sus pechos me pidió por gestos que los estrujara…

 

relato erótico: “Cristi y el patán 3” (POR SIGMA)

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CRISTI Y EL PATÁN
Por Engine X
Traducido por Sigma

 

 

Parte 3 – Cristi entretiene

 

 

En la que Cristi conoce íntimamente a algunos nuevos abusadores…
El padre del Patán era un hombre generalmente conocido como Migue. Era un fumador compulsivo a sus sesenta años, con una tupida barba y una actitud y físico tan duros como un clavo de acero. Años de trabajar con bandas de motociclistas lo habían endurecido y tenía un fuerte acento del norte a pesar de haber vivido más de cuarenta años en la capital. Sus brazos estaban bronceados del color de la nicotina y cubiertos con amorfos tatuajes verdes.
Migue pasó a visitar a su hijo, una semana después de la captura de Cristi. El Patán lo dejó pasar y no hizo comentarios mientras sus ojos eran inevitablemente atraídos hacia donde estaba Cristi, en la tarja lavando trastes. Vestida en un uniforme de doncella francesa la pequeña rubia era una visión maravillosamente erótica y el Patán no pudo evitar sonreír cuando vio expresiones de sorpresa, lujuria y finalmente envidia cruzar por el rostro de su padre.
“Es tu nueva novia”, dijo Migue al sentarse.
“No tiene tanta suerte”, dijo el Patán jubiloso. “No, sólo es mi doncella. ¡Cristi! Prepáranos una taza de te”
El Patán fingió interés casual mientras Cristi ponía una olla en la estufa y la llenaba de agua. Se dio cuenta de la manera en que Migue miraba descaradamente a la ansiosa joven rubia. Pronto Cristi había colocado un plato de galletas enfrente de los dos hombres y les sirvió te. El Patán chasqueó sus dedos, lo que era una señal para la doncella para que esperara a lado de su silla con las manos tras la espalda. La falda de Cristi era extraordinariamente corta y sus enmediadas piernas estaban bien expuestas y accesibles para su amo – un hecho del cual él ahora tomó ventaja. Con un guiño de su ojo el gordo deslizó su mano arriba y abajo acariciando la pierna izquierda de Cristi, haciendo que Migue se detuviera y observara abiertamente.
“Pensé que habías dicho que no era tu novia”, dijo mirando el inclinado rostro de Cristi.

Un delicioso rubor rosa se había extendido sobre su faz. La joven estaba totalmente avergonzada por las atenciones del Patán, aunque por supuesto no era nada que no hubiera experimentado antes. Pero nunca había sido enfrente de alguien más.

“No lo es”, se rió el Patán. “Sólo es una doncella. Cocina, limpia y arregla mi cama. Pero esos no son todos sus deberes. Veras que he encontrado otros usos para su cuerpo y son parte de sus condiciones de trabajo. ¡También son muy placenteras!”
“Ella coge como una conejita en celo, ¿Verdad Cristi?, se burló el Patán.
“¿Quieres decir que sólo es una putita tonta que recogiste por ahí?” dijo Migue.
“¡No es nada de eso!”, el Patán respondió molesto, apretando duro la pierna de Cristi. “Una puta sólo abre sus piernas por dinero. ¡Cristi lo hace siempre que se lo digo y sin preguntas! ¡Y no tienen ningún interés en el dinero! ¡No señor! Para Cristi, acomodar mi verga dentro de su dulce carne es parte de su trabajo y lo hace le guste o no”
Migue estaba ya sonriendo abiertamente. No sabía como lo había hecho su hijo pero esta adorable rubia parecía estar esclavizada al gordo monstruo que ahora estaba manoseando su cuerpo abiertamente.
“Así que hace todo lo que le digas ¿Eh?”
“¡Exacto!”
“¿Entonces supongo que ella me cabalgaría si tú se lo ordenas?”
El Patán se carcajeo ante el ingenio de su padre, muy divertido por el giro de la conversación.
“Por supuesto”, dijo. “Llévala a la recamará y móntala si quieres”.
Se volvió hacia Cristi. La rubia temblaba claramente y trataba de evitar su mirada pero sabía que tenía que hacer lo que se le decía. El prospecto de ser pasada del Patán a su padre como si no fuera más que un juguete la horrorizaba.
“Más te vale que hagas exactamente lo que mi padre te dice”, dijo el Patán. “¡Si no queda completamente satisfecho contigo el señor Bastón le hará media docena de visitas a tu trasero!”
Se rió suavemente cuando Cristi gimió de miedo.
“¡Vamos bruja!, dijo Migue, agarrándola repentinamente de la mano y llevándosela lejos de su hijo. “¡Veamos si eres tan buena como mi chico piensa que eres!”
Pronto Cristi yacía en la cama con sus piernas abiertas y su vestidito levantado hasta la cintura. Migue se divirtió al descubrir que no usaba pantaletas y no sintió necesidad de desvestirla más. Así la indefensa joven rubia fue cogida por el cruel viejo, con su uniforme de doncella francesa aun puesto. Migue disfrutó el encuentro enormemente y no le importó que Cristi pareciera luchar en una enorme batalla interna para resistírsele. El punto importante era que ella perdía la batalla tan pronto como él levantaba la voz. Era dulce, sumisa y muy satisfactoria. Después de un poderoso bombeo en el que le metió una dosis completa de su semen, hizo que la chica se desvistiera para poder acariciarle los pechos y tocarla antes de ordenarle lamer su verga hasta dejarla limpia. Migue no tenía quejas cuando regresó a la sala. De hecho se decidió a visitar a su hijo más seguido y tomar ventaja de manera regular de su hospitalidad…
El Patán no tenía un trabajo – o al menos ninguno que se pudiera mencionar en la declaración del pago de impuestos. Pero hacia dinero de varias maneras sucias. De hecho su principal fuente de ingresos venía de comerciar con mercancías robadas. Y fue gracias a esto que obtuvo los instrumentos que había usado para esclavizar tan exitosamente a Cristi. Uno de los muchos criminales con los que negociaba por mercancía “caliente” le había conseguido el paquete de hipnosis y lavado cerebral tras “obtenerlos” de un automóvil de lujo en un estacionamiento multinivel mal vigilado. El joven criminal no era particularmente muy inteligente y no tenía idea de lo que había robado. El Patán sin embargo, encontró el equipo y los documentos que lo acompañaban fascinantes. No sabía quien estaba produciendo este tipo de material experimental aunque había pistas que sugerían fuentes secretas del gobierno. Para el Patán lo importante era que no tenían manera de llegar a él por medio del ladrón y que podía realizar sus propios experimentos…
Dos semanas habían pasado desde que Cristi se había mudado al apartamento del Patán y había comenzado a servirle como su esclava. Durante ese tiempo había aprendido mucho sobre sus requerimientos y preferencias; mucho de su conocimiento era reforzado por frecuentes azotes en su trasero desnudo y alguna dosis ocasional del bastón. Rápidamente se acostumbró a lavar, limpiar y cocinar, siempre usando su traje de doncella francesa, pero todavía odiaba los deberes más íntimos de carácter sexual que su propietario la obligaba a realizar. Al Patán eso no le importaba. Estaba encantado con la obediencia de Cristi y disfrutaba cada aspecto de su nueva propiedad.
Un lunes por la tarde el Patán invitó a algunos de sus amigos para ver un juego de fútbol por satélite. Eran un grupo siniestro; todos ellos de mente retorcida y a veces también de cuerpo para combinar. Estaba Migue, por supuesto, quien estaba intrigado por saber como reaccionarían los otros a Cristi. Ricardo era un joven matón. Un maleante con un mal corte y mala actitud. Leonardo era un vendedor de autos usados con piel y actitud grasosas. Incluso su negocio legitimo era una forma de robo y no le molestaba un poco de actividad criminal secundaría. El Patán se llevaba muy bien con él. Y finalmente estaba “el gran Toño”, un muy desagradable espécimen en verdad…
“¿Este es tu nuevo juguete?” preguntó Ricardo con un aparente interés casual que normalmente se aplicaría a discusiones sobre autos u otros objetos inanimados. El Patán le había contado a todos sus invitados sobre Cristi y estaban fascinados con el concepto de poder controlar a una involuntaria jovencita tan completamente. Pero ninguno de ellos le quería dar la satisfacción de ver lo envidiosos que se sentían así que todos pretendieron que era una situación normal.
Cristi era una visión seductora en sus medias negras con un vestido ridículamente corto y tacones de aguja absurdamente altos. Se quedó parada nerviosamente en la esquina, segura de que esta sería una ocasión muy desagradable. El Patán le había dicho que esperaba que obedeciera a sus amigos como si él mismo estuviera dando las órdenes y ella temía las posibilidades de ello. No obstante quizás – y aquí ella se aferraba a la esperanza antes que a la razón – quizás no harían nada más que mirarla. Quizás no se atreverían a molestarla. Ya era bastante malo que se hubiera convertido en el juguete del Patán pero la humillación de esta confirmación pública de su papel era demasiado para poder soportarlo. Se mordió el labio y luchó por no llorar.
“Buenas piernas pero sus tetas son más bien pequeñas”, continuó el joven criminal. “Pero no deja de ser una muñeca, lo acepto”.
“Mantiene el lugar en orden”, comentó Toño con aprobación. Toño era aun más repugnante que el Patán – un adicto a las carreras de perros y un mentiroso sin perdón. Pero esta vez su declaración era cierta. El espantoso desastre que era el estado usual del apartamento se había transformad en algo extraordinariamente limpio y ordenado. El gordo sonrió y dejó caer las cenizas de su cigarro sobre la alfombra.
“Bueno”, dijo con una sonrisa maliciosa. “Límpialo chica – ¿Es para lo que estás, no?”
Cristi corrió por un recogedor y un cepillo, luego se puso a cuatro patas para recoger la ceniza. Su vestidito se subió y presentó a los observadores una vista perfecta de sus ligueros y su trasero sin pantaletas.
“¿Es una zorrita desvergonzada, verdad?, susurró uno de los hombres.
Cristi quería negarlo – acabar con las despectivas opiniones de esos hombres. “¡No lo soy, no lo soy! ¡Es el Patán – él me obliga a estar así!”, ella gritó en su interior pero por supuesto no se atrevió a decir su queja en voz alta. En su lugar, dócilmente, sólo limpió el piso y esperó por las siguientes instrucciones.
Cuando el juego de fútbol empezó, a Cristi se le ordenó esperar en la habitación con los hombres, traerles bebidas y bocadillos y realizar cualquier tarea minúscula que les divirtiera. Ella fue continuamente manoseada, sus muslos y nalgas acariciados, apretados y pellizcados mientras se esforzaba en servirles.
En un momento dado, después de traerle al “gran Toño” una lata de cerveza helada, este la hizo sentarse en su regazo mientras le sacaba su seno derecho de su escote. Usando la lata como un rodillo de amasar el aplasto la suave carne contra su pecho hasta que la presión y el frío se combinaron para producir una dolorosa mezcla de estimulaciones insoportables. Cristi se había retorcido desesperadamente en un esfuerzo por evitar los peores efectos, gimiendo como un animalito pero era inútil. El cruel tratamiento continuó hasta que su torturador deslizó su pulgar sobre el pezón de ella y tras encontrarlo endurecido por el abuso lo pellizco fuertemente antes de empujarla lejos con una sonrisa maligna.
Desafortunadamente para Cristi, el equipo visitante anotó un gol en el último minuto derrotando al equipo local y poniendo a los invitados del Patán de mal humor. “Ah, bueno”, pensó el Patán, “siempre queda el entretenimiento posterior al juego”.
“Muy bien”, dijo Leo mientras la tele era apagada. “¿Por que no vemos si tu tonta putita tiene otro uso además de mantener tu casa limpia? ¿Qué tal si te quitas la ropa para nosotros niñita? Ya vimos lo que tienes de todos modos”.
Cristi tragó nerviosamente. Era el momento que había estado temiendo pero no había escape. Todos los ojos estaban puestos en ella ahora mientras lentamente removía sus ropas.
“Las manos juntas y ponlas tras tu cabeza”, ordenó el Patán abruptamente después de que pusiera su vestido sobre una silla, sus zapatos bajo la mesa y cuidadosamente retirado sus medias. “¡Enderézate y date la vuelta lentamente para que mis amigos puedan darte un buen vistazo!”
Una sucesión de vulgares comentarios se escucharon y entonces escuchó la demanda que hizo que su estomago se contrajera y empezara a revolverse de ansiedad.
“Muy bien Cristi, ahora quiero verte jugar contigo misma para deleite de mis amigos. ¡Y hazlo bien – como si lo disfrutaras o te pondré sobre mis rodillas y te azotaré! Empieza con tus tetas. ¡Dales un buen apretón!”
Para el intenso interés de los hombres, la sumisa rubia levantó las manos y comenzó a manipular las suaves carnes de sus sensitivos y jóvenes pechos, apretándolos y masajeándolos entre sus dedos. Los grandes ojos azules de la chica estaban fijos en el techo y su piel muy pálida.
“¡Más duro!, ordenó el Patán, “¡y empieza con tu coño ya!”
Tentativamente los dedos de su mano izquierda se dirigieron hacia su sexo mientras la otra continuaba la rítmica presión de sus glándulas mamarias…
“¡Pícalas y acarícialas en círculos!”, dijo toscamente uno de los hombres entre risas. No había esperanza. Cristi sentía que iba a llorar y su cara comenzó a endurecerse. Estaba tan avergonzada y raramente se había sentido menos excitada desde que cayó bajo el yugo de su cruel captor. Esta vergonzosa exhibición la llevó a la verdadera profundidad de su humillación.
Y aun así no podía hacer nada al respecto. Sus dedos abrieron los labios entre sus piernas y comenzó a presionar la sensitiva protuberancia de su clítoris con desesperación.
El patán observó divertido por un rato y luego dijo impacientemente, “¿Sería más fácil si te pidiera que lo hicieras por mi, Bizcocho azucarado?”
Era todo lo que ella necesitaba. Las palabras clave empujaron su bien programada mente hacia las suaves y estrechas vías para las que ahora estaba tan bien preparada. Cristi dio una pequeña boqueada y sintió como se calentaba. Los pezones de la chica eran como una fruta rosa brillante, hinchados, doloridos, mientras pulsaban con nueva excitación. Sus caderas se meneaban en sorpresiva lujuria y su sexo se humedeció.
“Eso es mejor”, dijo satisfecho Ricardo. Los hombres observaron fascinados por algunos minutos mientras la cada vez más frustrada rubiecita jugaba con ella misma y trataba de alcanzar el orgasmo. Por supuesto no podía. La programación del Patán había sido muy efectiva en bloquear incluso esta forma de liberación para la terrible atadura mental de Cristi. Un orgasmo sólo era permitido con su permiso específico y esta vez se lo negó, disfrutando la visión de ella mojándose y tocándose ante sus amigos…
Para aliviar su creciente sufrimiento, Cristi se encontró a si misma aplicando mayor presión a sus pechos, jalando, apretando e incluso pellizcando la elástica carne hasta que le ardió – el dolor auto inflingido actuó como una distracción de su desesperada necesidad.
“Creo que necesita un poco de ayuda”, dijo Toño. “¡Con esto terminará!”
El Patán sonrió. Su calvo amigo ondeaba una botella café de cerveza vacía. “Adelante”, dijo y entonces le dijo a Cristi, “¡Abre tus piernas para el caballero perra! ¡Te va a meter algo en el coño que te arreglará!”
La cara de Cristi estaba rojo brillante de vergüenza e incomodidad cuando caminó hacia el horrible hombre y lo dejo hacer lo que quería. El cuello de la botella fue introducido en su más íntimo pliegue y movido toscamente adelante y atrás.
“Ya puedes venirte”, dijo el Patán al fin, y para su intensa vergüenza Cristi lo hizo.
Fue sólo el preludio a la orgía general en la que cada uno de los amigos del Patán obtuvo placer con el joven cuerpo de la chica rubia. Durante la siguiente hora la mujer no se salvo de ninguna humillación que pudiera satisfacer la lujuria de los amigos de su captor. Llevada al punto del orgasmo en numerosas ocasiones sólo se le permitió alcanzar el clímax rogando por el, sincera y humildemente. El Patán abrió el camino para violar la sensitiva entrada al bello trasero de Cristi – una forma de asalto sexual para la cual se había controlado. Pero hoy no habría barreras. Después de unos sonoros azotes, separó a la fuerza sus nalgas y lubricó el área alrededor de su angustiado esfínter con vaselina. Las nalgas de la chica se contrajeron en un acto reflejo de resistencia, pero fue inútil cuando él se puso arriba y metió su triunfante órgano en ella. El calor de la recientemente castigada carne otorgó un placer extra al cruel gordo mientras bombeaba su semilla dentro de ella. Entonces ella fue pasada de uno a otro, su cuerpo bien trabajado y bien usado.
El Patán estaba muy complacido con el resultado de su fiesta. Cuando los hombres finalmente se fueron, les agradeció por presentarse y le ordenó a su doncella que besara a cada uno de sus sonrientes asaltantes por última vez. Cristi había sido un verdadero éxito. Recordando el momento en que puso sus ojos por primera vez en la pequeña y dulce rubia el Patán sintió una calida sensación de triunfo, confiado en el conocimiento de que todos sus planes para la desafortunada joven agente de seguros habían dado frutos. La completa transformación de la bonita y recatada oficinista en una desesperada e indefensa esclava sexual había tomado menos de dos meses. Ahora ella era suya para disfrutarla, una y otra vez, cuando quisiera…
Si quieres ver un reportaje fotográfico más amplio sobre la modelo que inspira este relato búscalo en mi otro Blog:     http://fotosgolfas.blogspot.com.es/
¡SEGURO QUE TE GUSTARÁ!

 

 

Relato erótico: “La nueva asistenta 2” (POR XELLA)

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Silvia estaba confusa. Había tenido un sueño extraño…
Estaba sola en una habitación oscura, desnuda, no veía nada. Entonces, varias voces de hombres empezaron a increparla, la decían de todo. La llamaban puta, guarra, zorra… Le decían que les chupase las pollas, que era para lo único que servía. Intentaba huir de allí, corríaen todas direcciones y la habitación no se acababa, no tenía fin. Entonces vió a Peter, estaba hablando con Ian. Intentaba acercarse a ellos pero no podía, les gritaba, les llamaba, pero ellos sólo la miraban y se reían. Se dejó caer al suelo. Y no pudo volver a levantarse. Tenía algo al cuello, era una correa de perro. De ella salía una cadena que estaba enganchada a un gancho del suelo. Los hombres seguían gritándola, le decían todas las formas en las que se la follarían. Entonces, de la nada, surgió una voz de mujer:
– Serás mi esclava, perra
Y entonces fué cuando despertó. Se encontró desnuda en la cama y entonces lo recordó todo. Un desasosiego recorrió su mente. ¿Qué había hecho? Se había dejado chantajear por esa joven, ¡Y le había permitido grabarlo en video! Seguro que había una salida de esa situación, sólo tenía que buscar la manera de encontrarla…
Se levantó de la cama y entonces vió en el suelo el vestido de asistenta. Un escalofrío recorrió sus partes intimas, ¿Por qué le pasaba esto? Sólo recordar las sensaciones de ayer le infundía unas ganas enormes de masturbarse otra vez. Se resistió con todas sus fuerzas y, guardó el vestido en un armario y se puso un batín. Bajó a desayunar y allí intentó pensar en sus opciones. No veía mucha salida… Lo único que sacó en claro es que de momento no podía contrariar a mistr… Ivette, no podía contrariar a Ivette. Así que esa mañana iría a una clínica depilatoria a que le afeitasen las partes.
Subió a darse una ducha y se dió cuenta de que había vuelto a dejar la puerta abierta, ¡Ese había sido el comienzo de todo! Se maldijo a si misma mientras se duchaba, pero no pudo evitar notar la humedad de su entrepierna…
Cuando llegó a la clínica y comenzaron con el proceso, Silvia estaba aterrada. Llevaba toda la mañana cachonda… ¡Seguro que la esteticien se daba cuenta! ¡Era inevitable! Así que pasó la sesión entera cerrando los ojos con fuerza y tratando de pensar en otra cosa.
Si la Chica se dió cuenta o no, no lo supo, pues no hizo ningún comentario ni reacción que lo demostrase. Salió aliviada de la clínica en dirección a su casa, hoy no iría al gimnasio, no tenía demasiadas ganas.
Pasó el resto del día recogiendo la casa; no tenía mucha idea de hacerlo, pero lo dejó lo mejor que pudo. Después de comer, llegó un mensajero a entregar un paquete, lo recogió extrañada, pues no esperaba nada. No tenía remitente, ni daba ninguna pista de qué podía ser, así que se dirigió al salón para abrirlo. Cuando lo hizo, se asustó tanto que lanzó el paquete sobre la mesa. Todo el contenido se desparramó por encima, un montón de fotos en las que se la veía claramente mostrándose y exibiendose, otras follando con Ian, otras comiendole el coño a Ivette y dos cd’s con una inscripción que rezaba “Video 1” y “Video 2”. No le hacía falta verlos para saber lo que eran…
Estaba asustada, ahora que tenía las pruebas delante se dió cuenta de que la situación era más grave de lo que pensaba…
En ese momento, la puerta de la calle se abrió e Ivette entró en la casa. Iba con una bolsa grande de deporte. Entró en el salón y al ver a Silvia con las fotos, dejó la bolsa y exclamó:
– Bien, veo que el paquete ha llegado a tiempo. Espero que ahora te des cuenta de que no tienes escapatoria. Si no me tienes contenta, todos tus conocidos tendrán acceso libre a ese material.
Silvia miró a Ivette con cara de desolación.
– ¿Que miras con esa cara de estúpida? Ven aquí a presentar tus respetos a tu ama.
Silvia se levantó y avanzó rapidamente hacia Ivette, cuando estuvo frente a ella no supo como reaccionar.
– ¿No sabes que hacer? ¡Lame mis botas! – Silvia se arrodilló y, con algo de apreensión empezó a lamer.
Ivette se estaba divirtiendo muchisimo. Había pasado la mañana buscando juguetitos y planeando que hacer con su apetitosa esclava. Cuando pensó que la había humillado lo suficiente, le ordenó que parara.
– Desnudate. De ahora en adelante, cuando estés en mi presencia estarás desnuda. Sólo deberás llevar liguero, unas medias y zapatos de tacón. A parte de ésto.
Tendió la mano hacia Silvia mostrandole un collar de perro, tenía una pequeña argolla para poner una chapita con el nombre y otra para enganchar una correa. Silvia se lo puso lentamente, cuando lo abrochó, sintió que estaba sellando su destino.
– Cuando estemos fuera de casa (¡Fuera de casa! ¡Pensaba hacerla salir!) YO elegiré tu ropa hasta que tengas la destreza de hacerlo tú. Cada vez que llegue a casa tendrás que venir a presentar tus respetos y después te situarás en posición de inspección. Esto es, de rodillas, piernas separadas a la altura de los hombros, espalda erguida, mirando al frente y manos detrás de la cabeza.
Silvia obedeció.
– Vamos a ver si me has hecho caso…
Ivette examinó con su mano el coño de Silvia, pudo comprobar que seguía tan cachonda como ayer; Esta perra iba a ser una esclava de primera – Pensó.
– Ahora la siguiente postura: posición de sumisión. De rodillas en el suelo, apoya tus pechos en el suelo, los brazos extendidos, el culo apoyado en los tobillos.
Ivette rodeó a Silvia, examinando su culo y vió que todavía estaban visibles las marcas del día anterior.
– Siguiente postura: Posición de ofrecimiento. Sobre las rodillas, el culo en alto y la cara en el suelo, sepárate las nalgas con las manos ofreciendote a tu ama.
A Silvia, le costó ponerse en esa posición, su pudor le impedía mostrarse tan descaradamente, pero el recuerdo del castigo del día anterior hizo que obedeciera.
– Muy bien esclava. Cuando no te haya ordenado nada, esperarás en un rincón de la habitación, de pie, con las piernas separadas, las manos juntas detrás de la espalda y la mirada al suelo.
– Si mistress. – Contestó Silvia ocupando un lugar en el rincón del salón.
Ivette salió de la sala sin decir nada, comenzó a examinar la casa. Parece que Silvia había estado limpiando, no estaba perfecto, pero estaba correcto. Subió a la habitación de su esclava, empezó a examinar la ropa de su armario y a seleccionar la ropa que le permitiría ponerse. Sólo le dejó las faldas que llegaban a medio muslo, shorts, unas mallas cortas del gimnasio y unas pocas camisetas escotadas y ajustadas. Después fué al cajón de la ropa interior, donde
acabo con todo lo que no fuese tanga, liguero, media o sujetador sugerente. Metió toda la ropa en bolsas de basura y las dejó en la entrada.
Silvia no se atrevía a moverse. Oía a Ivette rondar por la casa pero no movió ni un pelo. Y le costó trabajo. Estaba loca por llevar las manos a su coño.
– Está bien – Dijo Ivette volviendo a entrar en la sala. – Vamos a empezar con la sesión de hoy
Se acercó a la bolsa y comenzó a sacar un trípode y una cámara que colocó en un rincón de la habitación. Después comenzó a desvestirse y, quedandose en ropa interior, sacó de la bolsa unas botas de cuero hasta las rodillas, de tacón alto, un corset y un antifaz, que, poniendoselo, le daban un aspecto de dominatrix que dejó impresionada a Silvia. Pulsó un botón de la cámara y se colocó a un lado.
– Ponte en el centro de la habitación esclava. – Silvia obedeció.
– Ahora te voy a ir haciendo unas preguntas, y deberás contestarme la verdad si no quieres que me enfade. – Amenazó, enseñando a Silvia la pala de ping pong. – ¿Entendido?
– Si mistress.
– ¿Cual es tu nombre?
– Silvia Arellanos, mistress
– ¿Trabajo?
– No tengo Mistress
– ¿Estás casada?
– Si, mistress
– ¿Tu marido te satisface sexualmente?
– Si mistress.
– ¡No quiero mentiras perra! – Exclamo Ivette acercandose a Silvia y poniendole una pinza en el pezón izquierdo.
– ¡Ahhhh! – Grito Silvia.- ¡NO! ¡No me satisface! ¡Siempre está de viaje! ¡Quíteme esto, por favor mistress!
PLAFF
– ¿Crees que puedes darme ordenes? – Gritó Ivette.- Una desobediencia conlleva un castigo, tendrás que soportar.
– ¿Has chupado alguna vez una polla?
– Si mistress
– ¿Has tragado semen?
– No mistress, siempre lo escupo.
– Ya te acostumbrarás… ¿Te han dado por el culo alguna vez?
– ¿Eh? ¿P-Porqué lo quiere saber?
Ivette rapidamente le puso una pinza en el otro pezón. El grito de Silvia se escuchó en toda la casa.
– ¡Basta de insolencias! Ya he tenido suficiente. – Ivette fué a la bolsa a por más cosas. Le puso unas esposas a Silvia, atandole las manos por detrás.
– ¡Abre la boca! – Silvia obedeció con miedo. Ivette introdujo un ballgag con forma de doble pene en su boca. Una parte quedaba fuera y la otra en su garganta. Agarró del cuello a Silvia y la hizo sentarse al borde del sofá, con la cabeza inclinada hacia atrás. Ivette se quitó el tanga y se sentó sobre la cara de Silvia, introduciendose el pene en el coño.
En la postura que estaban, el ojete de Ivette quedaba sobre la nariz de Silvia y no podía respirar bien. La dominatrix empezó a cabalgar la cara de Silvia, follandose con el pene de plastico. A través de un pequeño agujero en el ballgag, llegaban a la boca de Silvia los flujos de su ama. No tenía más remedio que tragar.
Ivette se levantó, sentandose con las piernas abiertas en el borde del sofá. Puso a su esclava de rodillas sobre ella y, agarrándole la cabeza, empezó a masturbase con ella. Cuando estaba a punto de correrse, le quitó el ballgag a Silvia, ordenándole que acabara con su lengua.
Silvia no quería decepcionarla, todavía notaba el dolor de los pezones, así que se afanó con ganas en su nueva tarea, intentando satisfacer  a su mistress.
Ivette se corrió en la boca de Silvia entre sonoros gemidos, obligando a su esclava a seguir lamiendo un rato más.
Cuando se levantó, fué a la bolsa, manipulando algo que Silvia no era capaz de ver. Ésta no se atrevió a moverse.
– Ya que no has contestado a mi pregunta, perra, voy a hacer que me de igual la respuesta. – Dijo Ivette, empujando a Silvia para que dejase su culo en pompa.
De repente, Silvia abrió los ojos tanto como pudo y soltó un grito al notar sus intenciones. ¡La iba a dar por el culo!
– Ahhhhh. ¡Por favor mistress! ¡No lo haga!. – La súplica de Silvia se cortó con un empujón de Ivette, que introdujo el falo de plástico hasta dentro del culo de la esclava.
El dolor recorrió a Silvia de arriba a abajo, ¡La estaba partiendo por la mitad! El consolador que estaba usando debía ser enorme. Ivette esperó unos segundos para que Silvia se adaptase al enorme falo que le había metido por el culo, después, lentamente, empezó a sacarlo y meterlo de nuevo. Mientras lo hacía, su mano se dirigió al coño de Silvia, que a pesar de todo, seguía empapado. COmenzó a acariciarle el clitoris, para que el placer enmascarase el dolor.
Poco a poco, las sensaciones de Silvia comenzaron a cambiar, el dolor dió paso a un placer extraño, que nunca había sentido. Notaba como el placer dominaba su cuerpo y empezó a moverse alante y atrás, intentando aumentar el ritmo.
– ¿Te gusta esclava? ¿Te gusta que te rompan el culo?
– Mmnmnn Si mistressssss- Gimió Silvia.
Ivette aumentó el ritmo hasta que la tuvo al límite y entonces, de golpe, paró. Silvia se quedó extrañada e intentó echarse atrás para volver a penetrarse. Ivette paró su intento con un fuerte azote.
– Tus orgasmos me pertenecen esclava. Y ahora no te lo mereces.
– ¡Por favor mistress! Deje que me corra, ¡Haré lo que sea! – Ivette sonrió para sus adentros, aunque no dejó que esa expresión se notara en su cara.
– Quiero ver como chupas una polla, así que ponte de rodillas y limpia esta polla de plastico.
Silvia, sin pensar donde acababa de estar esa polla se la metió en la boca y comenzó a chuparla. Siguió lamiendo por un tiempo hasta que Ivette estuvo satisfecha.
– Esta bien. Si quieres correrte, acercate a la camara y dile quién eres ahora y a quien perteneces. Después comienza a sobarte las tetas ante el objetivo y si lo haces bien, te daré tu orgasmo.
Silvia corrió a situarse ante la cámara y sobando sus tetas y acariciando sus pezones comenzó a gemir y a exclamar.
– Soy Silvia, la esclava de mistress Ivette. Mi cuerpo le pertenece, mis orgasmos le pertenecen.
Como Ivette no se acercaba Silvia continuó.
– Necesito servirla, darle placer, ¡Mi única misión es obedecerla!… Mi coño es suyo, ¡mi culo es suyo! – Notó la mano de Ivette inclinandola sobre la cámara, sus pechos quedaban obscenamente colgando ante ella ofreciendo un primer plano de su cara y de como se las sobaba.
Entonces Ivette le metió la polla de una estacada en el coño. Silvia se volvió loca de placer. Ivette continuó sus embestidas hasta que su esclava se deshizo de placer en un orgasmo interminable, quedando inmortalizado ante la cámara.
Silvia quedo tendida sobre la mesa, extasiada, pero Ivette no le dió descanso.
– ¿Que crees que haces esclava? ¡Debes agradecerme cada orgasmo que te permita tener! ¡Al suelo!
Silvia se arrodilló ante su ama, y al ver como ésta le ofrecía la punta de sus botas, entendió lo que quería y empezó a lamerlas.
– Ahora vamos a ver como te desenvuelves durante el resto de tu primer día como esclava. – Dijo Ivette. – De ahora en adelante, yo ocuparé tu lugar como señora de la casa, dormiré en tu cama y tú dormirás en el suelo, a mis pies. Debes despertarme todas las mañanas con una comida de coño y, por tu bien espero que lo hagas correctamente, por que tengo muy mal despertar. Como hemos dicho antes, tu única vestimenta en casa será un liguero, unas medias a medio muslo, zapatos de tacón de aguja y tu collar, que llevarás siempre. Eso de momento. (¿De momento? – Pensó Silvia). El tiempo del día en el que no te haya ordenado nada, lo emplearás en hacer las tareas de la casa e ir al gimnasio. – Silvia quedó sorprendida. – Quiero que mi esclava se mantenga en buena forma.
– Además de eso, continuaremos con tu entrenamiento para que seas una buena esclava. ¿Tienes algo que objetar?
– No mistress. – Contestó Silvia.
– Esta bien. Posición de ofrecimiento, esclava.
Silvia dudó, intentó recordar las tres posturas que le había enseñado, y después de unos segundos, se echó hacia alante levantando su culo y separó sus nalgas con las manos.
Ivette se acercó por detrás y colocó en el culo de Silvia un pequeño plug anal. La sorpresa hizo que la esclava soltase las nalgas, pero inmediatamente reaccionó y se las volvió a separar.
– Llevarás puesto este plug en todo momento. Hay que preparar tu culo para que seas una buena esclava. Cuando tengas que ir al servicio, te lo quitarás, lo limpiarás y, cuando acabes, lo volverás a introducir. Si me entero de que no lo llevas, serás castigada severamente.
– Como he dicho antes, tus orgasmos ya no te pertenecen. Tienes prohibido masturbarte y, por supuesto, tener relaciones sin mi permiso. Ni con tu marido ni con ninguno de tus amantes.
– P-Pero, ¿Que haré cuando venga Peter? No podré evitarle siempre. – Preguntó Silvia
– ¿Te crees que eso me importa? Es tu problema como lo hagas, pero más vale que en ese coño no entre ni una polla sin mi permiso.
– Si mistress.
– Eso es todo de momento, puedes comenzar con tu labor.
– Si mistress.
Silvia pasó el resto del día en esa humillante situación. Prácticamente desnuda, con unos tacones imposibles y un consolador metido en el culo. Le costaba acostumbrarse a eso, el plug le molestaba cuando se movía, pero a la vez le daba una sensacion placentera que la
tenía en un estado de calentura en todo momento. La situación también la ponía cachonda, no sabía porqué. Era como cuando dejaba la puerta abierta del baño, pero a lo bestia, se estaba exhibiendo ante esa joven que la dominaba y no podía hacer nada por evitarlo…
¿Y cuando llegase Peter? Suponía que Ivette evitaría la situación mientras estuviese él… Después de todo, lo que estaba haciendo era para que ocultarselo a Peter…
Éntre esos pensamientos se acabó el día. Ivette durmió en la cama de Silvia, y ésta, en el suelo, sobre una manta, acurrucada como la perra que era.

Para contactar a la autora:
Paramiscosas2012@hotmail.com
http://losrelatosdexella.blogspot.com.es/
 
 

Relato erótico: “Women in trouble 05 – Joder con el perrete” (POR TALIBOS)

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WOMEN IN TROUBLE 05: JODER CON EL PERRETE

– Toc, toc – los golpes resonaron suavemente en la puerta del dormitorio.

La bella mujer que yacía en la cama alzó la vista, nerviosa al oír la llamada, mientras sentía cómo la pasión la azotaba. Vestida únicamente con un insinuante camisón de raso, que a duras penas lograba ocultar sus numerosos encantos, la chica hizo esperar al visitante unos segundos, regocijándose con la impaciencia que de buen seguro debía de sentir.

– Toc, toc, toc – resonaron nuevamente los golpes, más apremiantes esta vez.

La joven sonrió con lascivia al escucharlos y aún se recreó unos instantes más alargando la agonía del visitante, gozando mientras imaginaba lo que iba a pasar a continuación, antes de dar permiso para pasar.

– Adelante – dijo simplemente, mientras sentía cómo la excitación se extendía por su cuerpo, estremeciéndola y haciéndola que ronronear como una gatita.

La puerta se abrió de inmediato y en el umbral apareció el guapo jardinero que estaba esperando. El hombre iba vestido con botas y pantalón de trabajo, cubriendo su torso con una sucia camiseta sin mangas, bien ceñida, que delineaba perfectamente su musculado cuerpo, lo que hizo que la joven se relamiera en silencio de pura expectación.

– Señorita – dijo el atractivo joven con timidez al ver a la hambrienta hembra medio desnuda tumbada en la cama – Ya he terminado los encargos que me hizo. Venía a ver si necesitaba usted algo más.

– Pasa, Abel, pasa. Has terminado muy rápido – dijo la mujer deslizándose voluptuosamente en el lecho, procurando que el camisón dejara bien a la vista sus firmes y torneadas piernas.

– Gracias señorita – dijo el hombre, dando un paso hacia el interior mientras tragaba saliva – ¿Se le ofrece algo más?

– Bueno… Había pensado – dijo la mujer simulando estar sopesando algo – ¿Se te da bien la fontanería?

– Sí, claro, señorita. Se me da muy bien “desatascar cañerías” – musitó Abel con una sonrisa jocosa en el rostro.

– ¿De veras? Y supongo que para hacerlo usarás… tus herramientas.

La sonrisa masculina se hizo más amplia.

– Pues verá, señorita Sabrina. Tengo sólo una herramienta, pero con ella me las apaño perfectamente.

– ¿Sólo una? – siseó la chica con tono sugerente – Debe de ser una herramienta increíble si te sirve para todo.

– ¿Quiere usted verla?

– ¿La llevas encima? – preguntó la chica, fingiendo sorpresa.

– No voy a ninguna parte sin ella.

Y, sin pensárselo más, el joven penetró en la habitación hasta quedar junto a la cama en la que seguía tumbada la guapa mujer. Sin cortarse un pelo, se abrió la bragueta y, con un gesto habilidoso, extrajo su polla semierecta, luciéndola con descaro ante los atónitos ojos de la fémina, que ni tan siquiera pestañeaban.

Sin poderlo evitar, Sabrina se relamió de gusto al ver el rabo de su compañero y cómo éste iba endureciéndose a toda velocidad. Le encantaban aquellos juegos.

– Pero, ¿cómo te atreves? – exclamó la mujer en tono de falsa indignación – ¡Eres un sinvergüenza! ¡Guárdate eso inmediatamente!

– ¿No había usted dicho que quería ver mi herramienta? Si me deja, con esto le desatasco las cañerías en un segundo – replicó Abel sin perder un ápice la compostura y acercando con descaro su pene hacia donde yacía la joven.

– ¡Aparta eso de mí! – chilló Sabrina, siguiendo con el juego – ¡Gritaré y mi marido vendrá!

– Tu marido es un idiota y no me preocupa lo más mínimo. Además, ¿cómo vas a gritar con la boca llena?

Abel, con completa confianza, apoyó una rodilla en el colchón y aproximó su erección al rostro de la chica, que no se apartó ni un milímetro, con los ojos clavados en la poderosa lanza que se le aproximaba. Apoyando una mano en su nuca, el hombre acercó la cabeza de la mujer a su erección, hasta que ésta quedó apretada contra los carnosos labios femeninos, mientras su dueña los mantenía apretados, fingiendo estar escandalizada por todo aquello

– ¡Voy a gritar! ¡Sal de aquí de inmegfllhlhlh!

Grave error. En cuanto abrió la boca para protestar, el hombre cumplió su amenaza y de un habilidoso golpe de cadera, hundió su herramienta en la boca de la joven, ahogando eficazmente sus reniegos.

Sin dejar de empujar, Abel embutió su ya completamente erecta verga en la garganta de su compañera y, aunque a ésta se le saltaron las lágrimas por la súbita intrusión, lo cierto es que no hizo ademán alguno por resistirse o intentar expulsar la tremenda ración de carne.

– ¡Ghlhlgllll mpuffff! – gorgoteó la chica, medio asfixiada – ¡Saclfffffg!

– Sí, sí, lo que tú digas. Ahora chúpala con cuidado. Y presta atención a los dientes, que la última vez me la arañaste.

Con lentitud, el hombre echó hacia atrás las caderas, extrayendo su rabo totalmente pringoso por la saliva de la chica. Ésta, ahogando un gemido de frustración por verse separada de su trofeo, intentó retenerla apretando con fuerza los labios, provocando un gruñido de placer en el afortunado caballero.

– Joder, nena, cada día lo haces mejor. Cómo me pones.

Sonriendo, la mujer permitió por fin que la polla saliera por completo de su boca. Sin embargo, no renunció a ella, aferrándola con firmeza con la mano, pajeándola libidinosamente, mientras la acariciaba y lamía por todas partes con su serpenteante lengua.

– Así que vas a desatascarme las cañerías, ¿eh? Eres un fontanerito muy perverso… – dijo Sabrina, con su mejor voz de niña mala.

– Te las voy a dejar como nuevas – respondió Abel con un gruñido.

Bruscamente, el joven retiró su verga echando el culo para atrás, provocando que ésta escapara de entre los de dedos de la mujer, resbalando gracias a que estaba llena de babas.

Con fuerza, la aferró por los tobillos y la arrastró hacia si por encima del colchón, mientras ella profería un gritito a medias de sorpresa, a medias de excitación.

– ¡Socorro! ¡Por favor, ayuda! – gemía la joven – ¡El jardinero va a violarme! ¡Ayuda!

– Vaya si voy a violarte. Varias veces – jadeó el joven, resoplando como un toro – Te la voy a meter hasta las orejas.

Manejándola a su antojo, aunque sin que ella hiciera el menor esfuerzo por resistirse, Abel colocó a Sabrina a cuatro patas sobre el colchón, subiéndole de inmediato el camisón hasta el cuello, con violencia, dejando expuesto el cuerpazo de la hembra.

Sus pechos, rotundos y plenos, colgaban como fruta madura y él tuvo que resistir como pudo el deseo de abalanzarse sobre ellos y devorarlos. Aunque, en realidad, en ese momento tenía otra idea en mente. A ver si ese día sí lo conseguía.

Con un rugido, se abalanzó sobre la formidable grupa de Sabrina, empezando a amasar, chupar y morder las espectaculares nalgas de la muchacha, haciendo que ella diera quedos grititos de excitación, mientras reía esforzándose por mantener la postura y no derrumbarse sobre el colchón.

– ¡Ay, coño, Abel, no seas bestia! – protestó la joven, entre risas – Que luego me dejas el culo todo lleno de morados. ¡Ay, no muerdas, mamón!

Pero Abel no le hacía ni puñetero caso, magreando la grupa de la chica con completo descontrol. Cuando sus insidiosas manos separaron los turgentes mofletes del soberbio culo, se mordió los labios, admirando el sublime espectáculo que escondían.

La sensual rajita de Sabrina estaba, como siempre, literalmente hecha agua, con los labios hinchados, incitadores y deliciosos. Pero no era eso lo que buscaba Abel. Su objetivo era otro, pero sabía perfectamente que, si quería obtener su premio, tenía que llevar a la mujer más allá del punto de no retorno.

Sujetando las nalgas con ambas manos y manteniéndolas separadas, el hombre deslizó el rostro entre las prietas carnes y, con ansia, empezó a devorar la rezumante rajita, provocando que su dueña se derritiese de placer.

– ¡Joder, Abi, así, cómemelo, cariño! ¡Méteme la lengua hasta el fondo! – gimoteó la joven, arrasada por el gozo, saliéndose del papel sin darse cuenta.

Abel, sin perder el ritmo y sabiendo perfectamente cómo pulsar los resortes de la hembra, aplicó todo su arte en poner la caldera literalmente en ebullición. Descuidadamente, como el que no quiere la cosa, empezó a deslizar la lengua por toda la raja del culo, llevándola hacia arriba para juguetear con la punta en la bien apretadita entrada del ano de la chica.

Ella, disfrutando del tratamiento oral de primera categoría, no acertó a esgrimir protesta alguna, lo que fue enardeciendo el ánimo del macho, que veía más próxima su meta, por lo que se animó incluso a deslizar un bien ensalivado dedito en el interior del esfínter de la mujer, sin que ella profiriera más que un perturbador gemido de placer.

– Esta vez sí que es la mía – pensó Abel para sí, mientras redoblaba sus esfuerzos en volver loca de placer a la muchacha.

El hombre, ilusionado por la perspectiva que se le presentaba, no escatimó esfuerzos en darle gusto a la contoneante mujer, que gemía y relinchaba cual yegua en celo, sin poder reunir suficiente sentido para comprender el botín que pretendía conquistar su amante.

Éste, cada vez más excitado y embrutecido, sentía cómo su polla era un auténtico cohete a punto de despegar de entre sus piernas, costándole horrores mantener a la bestia sujeta, pues sabía que, si permitía que se desbocara, Sabrina podría cabrearse y poner punto y final al show. No sería la primera vez.

Decidido pues a llevar su plan hasta el final, Abel aplicó todo su arte y experiencia a proporcionarle placer oral a su bella compañera, que gemía y gritaba como posesa, mordisqueando las sábanas con tal fruición, que más tarde tendrían que tirarlas llenas de agujeros.

– Ya tiene el motor en marcha – musitó Abel para sí – Ahora, a darle con todo.

Moviéndose muy despacio, sin dejar de juguetear con sus dedos en el mojado coñito de la chica y con un dedo bailarín bien enterrado en el cálido y acogedor culito, el hombre se las apañó para incorporarse detrás de Sabrina, que de inmediato percibió que el macho se disponía por fin a empitonarla.

– Sí, cariño – gimió la chica tras escupir un trozo de tela arrancada de la cama – ¡Fóllame ya! ¡Métemela hasta el fondo! ¡Estoy hirviendo!

– Y más que vas a hervir – musitó el hombre en voz baja.

Obedeciendo las instrucciones de su compañera, el hombre dejó de jugar en su entrepierna y se dispuso a meterla por fin en caliente. Sólo que, en su cabeza, la idea que rondaba no era simplemente penetrarla, sino que, esa tarde, aspiraba al premio gordo.

– Vamos allá – pensó Abel, mientras extraía el dedo del culo de la muchacha, lo que produjo un divertido “pop”, como si una botella hubiera sido descorchada – Joder, si tiene que tenerlo apretado…

Sin hacer movimientos bruscos, temeroso de espantar a la potra antes de montarla, Abel aproximó su durísima verga a la desprevenida grupa de la chica, disponiéndose a ejecutar una maniobra de ataque relámpago a la retaguardia indefensa.

– Y déjate de tonterías – dijo Sabrina de repente, echándole un jarro de agua fría – Ni se te ocurra ninguna estupidez. Ya te he dicho mil veces que por el culo no. Eso duele.

Ahí estaba. Ya le habían jodido el invento otra vez. Su gozo en un pozo. Y pensar que había estado tan cerca… Abatido, miró la colorada cabezota de su polla, que parecía a punto de explotar, ubicada a escasos centímetros del cerrado ano de la chica.

Por un loco momento, Abel se imaginó a sí mismo embistiendo con ganas el apretadito agujero, atacándolo con su ariete y derribando las defensas de Sabrina con su ímpetu masculino. Casi podía sentir cómo los músculos del violado culo se cerraban alrededor de su carne tumefacta, haciéndole rugir de placer. Sería tan fácil… sólo tendría que echarse encima de ella, someterla con su peso y empujar…

– Claro – pensó el hombre en silencio – Y luego, como poco el divorcio. Conociendo a Sabrina, me sacaría hasta los ojos.

Así que, aceptando su destino como inevitable, Abel penetró a su esposa vaginalmente, de forma harto placentera, haciéndola rebuznar de placer.

La cabalgata que siguió a continuación fue de las que hacen época, con el jinete usando los negros cabellos de su esposa como riendas, mientras le azotaba las nalgas con ímpetu, mientras ella le gritaba al cabrón del jardinero que la follara con más ganas.

– Algún día – pensaba Abel para sí mientras empitonaba una y otra vez el dulce coño de su esposa….- Algún día…

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Una hora después, la fogosa pareja dormitaba agotada en el revoltijo de sábanas que había quedado en la cama. La almohada yacía en el suelo, despedida de una patada y ambos descansaban casi desnudos, tratando de recuperar las fuerzas.

Sabrina se cubría únicamente con un exiguo fragmento de camisón, que había quedado destrozado por el ímpetu de su marido, mientras que él, con el torso visiblemente arañado por las lujuriosas uñas de su esposa, únicamente conservaba los calcetines de trabajo, estando el resto de su ropa desperdigada por la habitación. Una bota había volado incluso hasta el pasillo, donde esperaba, solitaria, que alguien la recogiera.

– Menudo polvazo, cariño – susurró la joven dando un suave beso en los labios de su marido – Está bien el rollo éste de los juegos de rol. La próxima vez escoges tú, ¿no? Si quieres, me compro el disfraz ese que vimos de enfermera…

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Agotado y satisfecho, Abel contemplaba en silencio a su esposa, que dormía con la cabeza apoyada en su pecho. Se sentía afortunado por haber encontrado una pareja con la que se complementaba tan bien. Aunque no siempre había sido fácil.

Meses atrás, Abel y Sabrina que formaban una joven pareja con tres años de matrimonio a sus espaldas, empezaron a darse cuenta de que su vida sexual se estaba volviendo un tanto monótona. Aconsejados por amigos, decidieron ponerle un poco de picante a su relación, así que empezaron a probar cosas nuevas.

Tras visitar un par de locales de intercambio de parejas, comprendieron que ese rollo no les iba, pues a ninguno de los dos les gustaba ver a su cónyuge con otra persona, ya que los celos estropeaban la experiencia.

Dándole vueltas al asunto y, como no acababan de encontrar algo que les satisficiera a ambos, acabaron por adoptar una solución de compromiso.

Cada dos fines de semana, uno de ellos se convertía en el rey y el otro tenía que cumplir con los deseos del primero. Eso sí, ninguno estaba obligado a hacer algo que no quisiera, con lo que, aunque se abrieron de esta forma a nuevas y muy variadas experiencias, nunca traspasaban los límites marcados.

Playas nudistas, porno, juguetes, bondage, algo de exhibicionismo… eran una pareja moderna y abierta y probaban todo aquello que les apetecía, sin más complejos. Eran conscientes de que no experimentaban a fondo ninguna de estas disciplinas, quedándose un poco en la superficie, pero eso no les importaba, pues lo que buscaban era evitar que el sexo y su relación se volvieran algo repetitivo y con esos juegos lo conseguían.

A Sabrina parecían gustarle los juegos de teatro, donde cada uno de ellos adoptaba un papel, fingiendo ser quienes no eran. Así, por ejemplo, Abel se había encontrado ligando con ella en el bar de un hotel, donde simularon no conocerse de nada (aquella noche disfrutó bastante sintiendo las miradas de envidia de los hombres del local, especialmente por lo espectacularmente sexy que se había vestido Sabrina).

En los últimos meses, Abel había sido bombero, piloto de aviación, soldado, policía y un sinfín de fetiches que, al parecer, ponían al rojo el sistema de su compañera.

A él, en cambio, aunque sin hacerle ascos en absoluto a disfrazar a Sabrina de azafata o colegiala, le iba un poco más el medio audiovisual. En la caja fuerte de su hogar se escondían multitud de grabaciones de ellos dos practicando sus juegos y a Abel le gustaba mucho verlas en compañía de su esposa, para prender así la mecha y acabar echando uno de sus polvos de campeonato.

La única espinita que tenía clavada era la negativa de su esposa al sexo anal. Y claro, culo veo, culo quiero, cuanto más empeño ponía ella en negarle el ojete, más se obsesionaba él con la idea de torpedearle la popa, por lo que más de una discusión habían tenido sobre el tema.

Y lo peor era que ella admitía que no era virgen por ahí, sino que, años atrás, le había entregado el bollo a un imbécil con el que estuvo saliendo en la universidad. El tipo (al que Abel pensaba romperle la cara si algún día se lo cruzaba) por lo visto no fue demasiado delicado en la perforación, con lo que Sabrina quedó traumatizada y convirtió su trasero en reserva protegida (hasta una solicitud a la UNESCO envió y todo) y se negaba en redondo a que esa zona fuera horadada de nuevo.

Abel amaba a su esposa y el hecho de que no se dejara sodomizar no iba a cambiar eso en absoluto (sobre todo, teniendo en cuenta el sinfín de cosas que SI se dejaba hacer), pero, aún así, no podía evitar fantasear en cómo sería darle un buen puntazo al tremendo culo que en aquel momento admiraba a gusto en el silencio de la habitación.

– Bueno – pensó para sí mientras miraba la fuente de sus anhelos – Por lo menos no pone pegas a chupármela. No como la puta de…

Abel se perdió en sus pensamientos, rememorando antiguas andanzas con novias del pasado, que, como tenía que admitir, no le llegaban a la suela del zapato a su mujer.

Lentamente, el hombre fue quedándose adormilado, con lo que la feliz pareja se pasó el resto de la tarde del sábado durmiendo abrazados, hasta que el hambre y la sed les despertó ya bien entrada la noche.

Fue un buen fin de semana.

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Durante los siguientes días se vieron poco, pues Sabrina tuvo que ir a Sevilla para asistir a una serie de conferencias, mientras que Abel estaba ocupadísimo dando clase en el instituto a las futuras generaciones que iban a regir los destinos del país, o como él solía decir, apacentando al rebaño de cabestros que le habían tocado en suerte.

Sabrina regresó el viernes y, como hacían siempre, esa misma tarde planearon el numerito que celebrarían una semana después. Siempre lo hacían así, un fin de semana descansaban (lo que no quería decir que no follaran, sino que no hacían nada especial) y al siguiente cumplían la fantasía de uno de ellos, por turno, para no pelearse.

– ¿Entonces qué? – preguntó Sabrina mirando a su esposo por encima de su humeante taza de café – ¿Me pillo el disfraz de enfermera?

Abel la miró, sonriente, solazándose durante un instante con la imagen mental de su bella mujer disfrazada de enfermera sexy.

– No, nena, me apetece otra cosa.

– Pues tú dirás.

– Creo que vamos a probar un poquito de bondage.

– ¿Otra vez vas a atarme? – dijo ella frunciendo el ceño – No te pases ni un pelo, Baldomero, que después me toca a mí…

– Tranquila, nena, no voy a hacerte daño. Los latigazos y los hierros al rojo los dejamos para otro día.

Sabrina le sacó la lengua a su marido, en respuesta a las burlas de éste.

– Quiero, por una vez, ser yo el que mande, tenerte dominada y hacer lo que me plazca.

– Ya, claro, porque yo soy una marimandona de cuidado y siempre impongo mi santa voluntad – dijo Sabrina un tanto molesta.

– Pues no vas muy desencaminada – continuó bromeando su marido, guiñándole un ojo – A ver Sabri, ya en serio, date cuenta de que la mayor parte de las veces hacemos lo que tú quieres. El rollo de los disfraces es divertido, pero a mí tampoco es que me vuelva loco. Eres tú la que se lo pasa bomba vistiéndose de colegiala putilla, de maestra putilla, de azafata put…

– Ya, ya lo pillo – le interrumpió su mujer – Aunque no te recuerdo quejándote mientras te follabas a la colegiala en la mesa de la cocina ¿verdad?

– Mujer… – dijo Abel encogiéndose de hombros – Es que la colegiala estaba buenísima.

Ambos se echaron a reír.

– ¿Y no será… – dijo Sabrina con expresión suspicaz – …que quieres tenerme atada para poder hacer… lo que tú ya sabes?

– No te entiendo – dijo Abel, haciéndose el sueco.

– Abel, ya hemos hablado mil veces del tema – dijo Sabrina, poniéndose seria – El anal es tabú. Ya sabes que fue una mala experiencia y que no quiero hacerlo de nuevo.

– Sí, ya, con otro – pensó Abel para sí.

– Coño, Sabri, qué cojones te piensas – fue lo que dijo en cambio – ¿Crees que voy a atarte y luego a sodomizarte a lo bestia?

– No sé, no sé… – dijo burlona la mujer.

– La verdad es que no sería mal plan – bromeó su marido – Pero claro, luego tendría que soltarte…

– Exacto – concluyó Sabrina, apuntando a su esposo con un dedo.

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Los días pasaron con monotonía, ambos jóvenes inmersos en sus trabajos, contentándose con pasar juntos un rato por las noches. A veces salían a cenar, a veces veían una película, procurando siempre compartir el tiempo que pasaban a solas con actividades que les gustaran a los dos (incluyendo el sexo, por supuesto).

Pero lo cierto era que, desde que habían empezado con sus juegos sexuales, ambos esperaban con gran expectación a que llegara el sábado y pudieran ponerlos en práctica, aguardando con ansia descubrir qué habría planeado su pareja para disfrutar del fin de semana.

El viernes, Abel estaba ya casi en el punto de ebullición, deseando regresar a casa y ponerse a preparar lo que necesitaría al día siguiente para su juerga con Sabrina. Había dedicado las tardes a buscar información en la red, intentando encontrar cosas que no hubieran probado aún y que no fueran demasiado complicadas. Como solía hacer, había aprovechado una tarde para desmarcarse e ir al sex shop del que eran clientes, para hacerse con un par de accesorios que le apetecía probar.

Estaba dándole vueltas a lo que iba a hacer con Sabrina el fin de semana, sentado en la sala de profesores, cuando apareció Julián, un compañero de trabajo, de los veteranos y que, como siempre, venía a pedir un favor.

– Hola tío, menos mal que te pillo – dijo el tipo saludando a su colega.

– Por puta mala suerte – pensó en silencio el joven, aunque lo que hizo fue dedicarle una sonrisa amistosa a su compañero.

– Necesito un favorcillo.

– Ya me lo esperaba – pensó Abel sin decir ni mú una vez más.

– ¿Podríais quedaros el finde con Rocco? Mi mujer y yo nos vamos a un hotel y el cabrón de mi cuñado nos ha fallado a última hora.

– Claro, tío, no es problema – dijo Abel, más tranquilo, al ver que el favor no era ninguna putada.

No era la primera vez que Julián les pedía que se quedaran con Rocco, un gran danés cruzado con caballo, más parecido a un búfalo que a un perro. El animal era realmente imponente, aunque lo cierto era, como decía su dueño, que todo lo que tenía de grande lo tenía de tonto.

El pobre bicho no podía ser más bueno y en todas las veces en que Abel lo había visto, jamás lo había escuchado gruñir o ladrar. El chucho tenía una pachorra de campeonato.

– Perdona por pedírtelo tan de repente, pero es que…

– Tranqui, Julián, que ya sabes que Rocco me cae de puta madre. Y a Sabrina también. Total, si basta con soltarlo en el jardín, echarle pienso y luego recoger su mierda con una pala bien grande – bromeó Abel – El pobre no da ni un ruido.

Era verdad. La primera vez que Julián le pidió que le cuidara el perro, Sabrina se encerró en el cuarto al ver llegar a su marido con semejante mastodonte. Pero, en cuanto vio que el animal era más inofensivo que un peluche, acabó por cogerle cariño.

– No teníais planes, ¿verdad? – insistió Julián – Si ibais a salir o algo, busco a otro.

– Que no, hombre, que no pasa nada. Este finde toca tranquilidad en casa – dijo Abel, mientras se hacía un cuadro mental de su linda esposa encadenada a la cama – No hay problema.

Y aunque lo hubiera. ¿Qué iba a hacer? Julián era el jefe de estudios y Abel hacía tiempo perseguía una plaza para la que le vendría muy bien su recomendación. Así que, sumando dos y dos…

– ¿Te viene bien que te lo lleve a las cuatro?.

– Perfecto. Así me da tiempo a buscar la pala gigante en el garaje – se rió Abel.

– Buena idea. Si quieres te presto un pequeño bulldozer que tengo en casa. Viene de puta madre para estas cosas – siguió Julián con la broma.

– No te creas…

Mientras conducía hacia casa, Abel llamó a su esposa por el manos libres y le anunció que tenían invitados a pasar el finde. Sabrina, que sabía perfectamente lo conveniente de estar a buenas con el jefe, no protestó por tener que bregar un par de días con la bestia, sobre todo porque ya sabía que el perro más tranquilo no podía ser.

Con puntualidad inglesa, Julián se presentó en casa de la pareja a la hora convenida, llevando de la correa (aunque más bien parecía que el llevado era él) al monumental Rocco, el gran danés de pelo moteado, que olisqueaba el suelo de la cocina poniendo cara de “yo he estado aquí antes”.

Tras deshacerse en agradecimientos que la pareja se apresuró a interrumpir, Julián les dejó a su cargo al tremendo perrazo, junto con un enorme saco de pienso perruno para alimentar al leviatán.

– Te acuerdas del las normas, ¿no? – preguntó el dueño antes de dejar a Rocco con la pareja.

– Sí claro. No mojarlo, no darle de comer después de medianoche… y que no le diera la luz del sol, ¿no?

– Friki… – dijo Julián poniendo los ojos en blanco mientras salía.

– Sí, debo de serlo – asintió Abel – Pero tú lo has pillado, ¿verdad? Ja, ja.

– Ya. Bueno, lo recojo el domingo por la tarde, ¿ok?

– Perfecto.

Abel, al que le encantaban los perros, enseguida salió al jardín para jugar con él un rato, pero Rocco, tras ir en busca de la pelotita de goma un par de veces, le demostró al hombre que no tenía mucha ganas de juegos, con el sencillo sistema de tumbarse en el césped con una pata cubriendo la pelota de goma y mirando al humano como diciendo: “Si tienes huevos ven a por ella y la tiras”.

Abel desistió y dejó al perro tranquilo, reuniéndose con su mujer.

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El sábado pasó sin incidentes. Abel fue el encargado de sacar a pasear a Rocco, que por fortuna era tranquilo y no llevaba al hombre a rastras. La gente les miraba medio nerviosa medio admirada al ver pasar al enorme perrazo, acompañado de un hombre que podría ir cabalgando sobre él sin problemas.

Por si las moscas y aunque Rocco parecía de lo más afable, nadie se acercó a preguntar si podía acariciarlo y, de hecho, más de uno se cambiaba de acera en cuanto veía venir de frente al novillo, lo que parecía divertir mucho a Rocco y a Abel, que miraban sonrientes y orgullosos a los que huían.

Eso sí, Abel se rió menos cuando a Rocco le dio un apretón y, tras dar una par de vueltas, plantó un zurullo del tamaño del peñón de Gibraltar en medio de la acera, teniendo que recogerlo el pobre con una bolsita que amenazaba con ser insuficiente.

– Tendría que haber traído un saco – musitó para sí Abel, poniendo cara de asco – Y también la maldita pala. Aunque bueno, por lo menos no tienes cagaleras.

Ese último comentario hizo que Abel recordara algo que podía ser importante, aunque no estaba seguro de qué. Una idea empezó a zumbar en su mente.

Meneando la cabeza, continuó con su tarea de recoger mierda de dinosaurio.

En fin. Todo fuera por el ascenso.

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Un poco antes de la hora del almuerzo empezó a llover, así que Sabrina, apiadándose del chucho, lo dejó entrar en la casa, con lo que la comida fue de lo más amena.

El perro, en cuanto olió los filetes, pensó que el pienso se lo podían ir metiendo donde les cupiera, que él prefería la ternera, así que, apoyando su monumental cabezón en el muslo de uno de sus cuidadores, no lo quitaba hasta que recibía un buen pedazo de carne que masticaba con desgana, como sintiéndose ofendido porque la ración hubiera sido tan pequeña.

Eso sí, como era un perro demócrata y creía en la igualdad, tras coaccionar a uno de sus anfitriones se desplazaba hasta donde estaba el otro, para que ambos miembros de la pareja pudieran disfrutar del honor de alimentarle, alternándolos a ambos, para que ninguno se sintiera abandonado.

Entre risas, el feliz matrimonio comió lo que pudo, bromeando sobre qué le parecería a Rocco si a ellos se les ocurriera meter la cabeza en su plato. Mejor no averiguarlo.

Por la tarde, los tres vieron una peli, de esas fantásticas que echan en Antena 3 intercalada entre los anuncios. Sí, ya saben, una de esas que compran en al peso en Escandinavia y que siempre se llaman, “No sé qué mortal”, “No sé cuantos al límite” y que, en realidad, podrían denominarse todas como “Mojón infumable”, que es lo que, al parecer, piensan los directivos de la cadena que nos interesan a los españoles.

Como la película les importaba un pimiento y como a Rocco le daba igual, la parejita no dejó de hacerse carantoñas en el sofá, mientras no dejaban de pensar en lo que iban a hacer luego y lo bien que iban a pasarlo con sus juegos.

Abel se burlaba de su esposa, diciéndole que la iba a colgar del techo y a darle con un látigo, a lo que ella respondía que se atreviera, que Rocco era muy amigo de ella y que, a una orden suya, se comería sus cojones.

– Puede – dijo Abel sonriendo – Pero, si eso pasara, tú te quedarías atadita colgando del techo, ja, ja.

– Ya bajaría, ya… – respondió su mujer, sonriendo enigmáticamente.

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La hora había llegado. La pareja llevaba ya un buen rato enrollándose en el sofá, besándose y acariciándose con pasión progresiva. Aunque ninguno lo admitía, ambos estaban deseando que la cosa fuera a mayores, pues los dos habían descubierto que disfrutaban muchísimo con sus jueguecitos de fin de semana.

Rocco seguía tumbado, sin hacer ni puñetero caso a la pareja que se morreaba a su lado, mirando distraído a la tele.

Olvidándose del perro, el matrimonio decidió ponerse en marcha y, subiendo al piso de arriba, entraron al dormitorio, donde, un rato antes, Abel lo había dejado todo dispuesto.

A Sabrina no le sorprendió ver que su esposo había ubicado el trípode con la cámara de vídeo apuntando a la cama, para grabar una de sus famosas películas privadas. A saber lo que tenía en mente.

– ¿Y eso qué es? – preguntó la joven al ver una extraña barra metálica de color negro con grilletes en los extremos.

– ¡A callar! – le respondió bruscamente su marido – ¡A partir de este momento soy tu amo, y no voy a consentir la más mínima desobediencia!

Para reforzar el contenido de sus palabras, Abel propinó un sonoro azote en la carnosa grupa de su esposa, lo que le hizo dar un respingo de sorpresa. Lejos de sentirse molesta por la rudeza de su esposo, Sabrina percibió que estaba cada vez más cachonda y lasciva.

– Sí, amo – dijo la chica sonriendo pícaramente, entrando de lleno en el juego – He sido una niña mala.

– Y tanto que lo has sido. ¿Y sabes lo que se le hace a las niñas malas?

– ¿El qué? – preguntó ella sonriendo con picardía, aunque tenía bastante clara la respuesta.

– Se las castiga…

Instantes después y tras haber puesto en marcha la cámara, Abel se hallaba sentado en la cama con su mujer acostada boca abajo en su regazo. El joven, admirando nuevamente la carnosa fuente de sus desvelos, le había bajado a su esposa las bragas hasta medio muslo y, muy diligentemente, le azotaba las nalgas con la palma de la mano, alternado un golpe en cada cachete, sin demasiada fuerza, eso sí, lo justo para que la carne adquiriera un saludable tono rojizo, pero sin llegar a causar verdadero dolor.

– ¡Ay! – gemía Sabrina, sintiéndose inexplicablemente cachonda por estar recibiendo unos azotes – ¡Amo, te juro que seré buena! ¡No me pegues más!

– ¡Silencio! – le espetó Abel dándole un poco más fuerte – ¡Si vuelves a protestar te daré veinte más! ¡Te voy a dar hasta ponerte el culo en carne viva!

Al oír esto, Sabrina volvió la cabeza y dijo con voz muy seria.

– A ver si se te va a ir la mano y luego te doy yo.

– ¡Nah, no seas tonta! Y sígueme el rollo que así es más divertido.

– Ya, ya veo cómo te diviertes. Ya noto algo bien duro aquí debajo.

Era verdad. Abel se había puesto bastante a tono azotando el soberbio trasero de Sabrina. No era la primera vez que le daba unos azotes, pero siempre lo había hecho en medio del frenesí del sexo, nunca de esa manera, como si se tratara de un castigo.

Y lo cierto era que aquello le ponía.

– ¡Plas! – resonó un nuevo golpe – ¡Ni una palabra más! ¡Sólo hablarás cuando yo te lo diga!

Sabrina sonrió para sus adentros, divertida porque a su esposo le pusiera tan caliente vapulearle el culo. Notaba perfectamente cómo su erección se apretaba contra su estómago y tenía que reconocer que se le había puesto durísima. Al parecer, a su querido maridito lo estimulaba canearle el pandero y, a fuerza de ser sincera, debía de reconocer que ella estaba disfrutando también.

– ¡Eres una golfa! – le espetó su marido – ¡Te estás poniendo cachonda mientras te castigo!

Y, para refrendar sus palabras, el joven hundió bruscamente una mano entre los muslos de su esposa, apoderándose con rudeza de su tierno coñito que, efectivamente, había empezado a mojarse.

– ¡No, por favor, Amo, no me toque ahí! – gimió Sabrina, bastante estimulada por el inesperado ataque – ¡Me da mucha vergüenza que vea lo mojada que estoy!

Con un gruñido, Abel siguió explorando entre las piernas de su esposa. Ella, divertida y excitada, pataleaba simulando intentar librarse del la pérfida zarpa, pero la verdad era que se lo estaba pasando muy bien.

Habitualmente, Abel no se prodigaba acariciando con las manos esa zona (prefería el oral) pero, esa tarde, estaba haciéndole una soberbia paja mientras la sostenía en su regazo con el culo en pompa.

– ¡Coooooño! – gimió Sabrina para sí – ¡Parece que ha aprendido cosas nuevas!

Pero su torrente de pensamientos fue interrumpido cuando los pícaros dedos de su esposo penetraron más profundamente en su cuerpo, haciéndola boquear de placer. Si seguían así, se iba a correr como una burra.

Pero, de repente, todo acabó.

– ¡Ponte de pie, zorra!

Ya habían hablado de los insultos durante el sexo. A ambos les ponía decirle guarradas al otro, así que no se cortaban.

Ahogando un gruñido de frustración por haberse quedado tan próxima al orgasmo, pero decidida a continuar dentro de su papel, Sabrina se incorporó como pudo hasta quedar de pie frente a su esposo.

Sus bragas, que seguían a medio muslo, se deslizaron por sus piernas hasta quedar enredadas en sus tobillos, con lo que quedó completamente desnuda de cintura para abajo. Sin poder evitarlo, echó un disimulado vistazo al pantalón de su pareja, constatando la tremenda empalmada que llevaba. Le encantaba ver cómo se excitaba gracias a ella.

– Y dentro de poco todo eso será para mí – canturreó Sabrina mentalmente, deseosa de averiguar qué iba a hacer su marido a continuación.

Abel se quedó mirándola unos instantes en silencio, deleitándose con la sensualidad que rezumaba su esposa. Sabía perfectamente que estaba muy excitada (conocía hasta el último centímetro de su piel) y que se había quedado al borde del orgasmo. Justo como él quería.

– Quítate la camiseta.

Sabrina lo hizo de inmediato, quedando desnuda por completo. Sintió un escalofrío al sentir el roce de la tela sobre sus erectos pezones, lo que sólo consiguió excitarla más aún.

– Ponte a cuatro patas en la cama – le ordenó entonces Abel.

Sabrina dudó un segundo, pero acabó obedeciendo, pues, al fin y al cabo, ese día le tocaba a él dar las órdenes y, en el fondo, ella sabía que Abel jamás haría nada sin su consentimiento, así que acabó adoptando la postura solicitada, sintiendo cómo sus pechos tiraban de ella hacia abajo.

– Pega la cara al colchón – dijo entonces Abel – Y echa las manos para atrás.

– ¿Para qué? – No pudo menos que preguntar, incumpliendo un poco las normas.

– Vamos a probar estos grilletes para inmovilizarte – dijo el hombre, enseñándole el instrumento en el que se había fijado al entrar – Y tranquila, que esto te va a gustar, no estoy pensando nada raro.

Extrañada, pero confiada en que no se tratara de un ardid, Sabrina se inclinó hasta que su rostro quedó apoyado sobre la cama. Cuando llevó las manos hacia atrás, sintió cómo su marido las aferraba y empezaba a ajustarle los grilletes.

– ¿Ves cómo funciona esto, nena? – dijo Abel – La barra lleva dos juegos de grilletes, uno para las muñecas y otro para los tobillos. Así quedarás sujeta con las manos pegadas a los pies sin poder moverte y las piernas separadas.

– Y con el culo en pompa – dijo ella, un tanto escamada.

– Ya te he dicho que no estoy pensando nada raro. Lo que quiero es probar esto.

Como pudo (pues ya tenía los dos grilletes de un lado cerrados) Sabrina alzó la cara y vio lo que su marido sostenía. Era un pequeño bote de cristal.

– ¿Y eso qué es? – preguntó con curiosidad.

– Un afrodisíaco. Me lo vendieron en el sex shop. Por lo visto, si lo untas en las zonas erógenas esta sustancia las estimula y las excita. Quiero ver si es verdad que funciona. A ver si soy capaz de ponerte tan caliente como para hacerte suplicar que te folle. Me han dicho que esto tarda un poco en hacer efecto, pero que es infalible.

– O sea, que vas a atarme y a untarme eso…

– Exacto. A ver si podemos ponerte en ebullición.

– Pues no va a costarte mucho – pensó Sabrina en silencio – Estoy ya como una moto.

Dejando el frasco sobre la mesita de noche, Abel acabó de cerrarle los grilletes a su esposa, dejándola inmovilizada sobre la cama. Mirando su culo indefenso, Abel tuvo que tragar saliva y apretar los dientes para resistir la tentación.

– Y ahora te voy a poner esto.

No era la primera vez que jugaban con la mordaza. Una bolita de goma roja sujeta con correas para evitar que cerrara la boca. Con dificultad, pues Sabrina no podía levantar la cabeza por estar atada, Abel logró colocársela, ahogando así cualquier posibilidad de protesta.

Eso no preocupaba a Sabrina, pues se sentía perfectamente capaz de echarle la bronca a su marido únicamente con el fuego de sus ojos. No sería la primera vez. Así que, como se le ocurriera algo malo…

– Vale. Ya estás lista – dijo Abel dando un paso atrás para admirar su obra – Para hacer un cuadro, ja, ja.

– ¡Vehgteh af lah mierfdah! – aulló su mujer, con la mordaza impidiéndole articular palabra.

– Y ahora… vamos a probar ese potingue.

Con una sonrisilla en los labios. Abel recogió el bote de cristal y lo abrió. Sabrina, completamente inmovilizada, no podía ver las maniobras de su esposo, que estaba detrás de ella, pero enseguida percibió un delicioso aroma a frutas que le gustó.

– ¡Vaya! – pensó – ¡Me va a saber el coño a frambuesa!

Sin dejar de sonreír y deseando ver si aquel potingue servía para lo que él esperaba, Abel introdujo los dedos dentro del tarro y sacó un buen pegote de su contenido. Apoyando una rodilla en la cama, se aproximó a la expuesta grupa de su esposa y, con delicadeza, empezó a extenderlo entre los muslos entreabiertos, untando con una generosa capa la ya bastante húmeda vagina, mezclando los jugos femeninos con el afrodisíaco.

El olor a frutas se hizo más intenso, mientras que las caricias de las manos de su esposo se hicieron más profundas, extendiendo la sustancia que iba a volverla loca no sólo por los labios externos, sino introduciendo una buena dosis en el interior de su cuerpo. Si aquello funcionaba, iba a ponerse en órbita.

– Bueno, ya está – escuchó que decía Abel cuando estuvo satisfecho – Ahora sólo hay que esperar a que esto haga efecto. A ver si funciona o es un timo. Según me dijeron, deberías ponerte cachonda perdida y ser capaz de cualquier cosa con tal de que calmen tus ansias. Veremos si es verdad.

Y, disponiéndose a dejar que la cosa se pusiera en marcha, Abel aprovechó para desnudarse, procurando, eso sí, que su erección quedara bien a la vista de su compañera, que, como no podía mover la cabeza, sólo miraba en una dirección.

– Te ves muy sexy así atada – dijo Abel mientras acercaba una silla y se sentaba donde Sabrina pudiera verle – Creo que vamos a repetir esto otro día.

Como el que no quiere la cosa, Abel empezó a acariciarse el falo muy lentamente, lo justo para mantener el riego de sangre y que la erección no menguara. Tampoco es que le hiciera mucha falta, pues el ver a su querida Sabrina allí atada e indefensa le excitaba muchísimo.

– Bueno, a ver si esta cosa funciona – pensó Sabrina para sí – De momento no noto nada especial. Aunque me da igual; como dentro de dos minutos la cosa no se active, fingiré que me vuelvo loca de calentura y que me folle de una vez.

Calmada por tener un plan de acción en mente, Sabrina concentró sus sentidos en el mejunje que le habían untado, a ver si era cierto que la estimulaba. Pasaron un par de minutos sin experimentar nada extraño, con lo que la chica empezó a pensar que Iván, el tipo del sex shop, le había dado el timo de la estampita a su marido.

– ¡Mierda! – exclamó Abel de repente – ¿Eso es mi teléfono? ¡Joder!

Y se levantó de golpe de la silla, dirigiéndose bruscamente a la puerta del dormitorio.

– ¿Dhfonde vjhaaff? – chilló Sabrina al ver que la dejaba sola.

– ¿No oyes mi móvil? ¡Nadie me llama a estas horas si no es algo importante! Voy un segundo a ver quién es. Vuelvo enseguida.

Y, sin darle tiempo a su mujer de asesinarle con la mirada, salió rápidamente de la habitación, dejando la puerta entreabierta.

Sabrina estaba atónita, no podía creerse que la hubiera dejado allí tirada.

Bueno, tirada no, más bien atada como una morcilla y sin poder moverse.

Mujer de mente fría, enseguida empezó a calmarse, haciéndose cargo de la situación. Sin duda, con la empalmada que llevaba y las ganas de follar que debía tener, Abel despacharía con rapidez a quien quiera que fuese y volvería de inmediato. Nada de qué preocuparse.

Pero los minutos pasaron. Y Abel no volvía.

– ¿Dónde se habrá metido este gilipollas? – pensaba la inmovilizada mujer – Si no fuera por el calentón que llevo, lo mandaba a la mierda y que se quedara con las ganas.

Estaba sopesando la idea de ponerle fin a todo aquel numerito, cuando su oído captó el inconfundible sonido de las bisagras chirriando quedamente.

Sin poder moverse, Sabrina se esforzó por mirar de reojo hacia la puerta, para hacerle ver a su marido que toda aquella espera estaba mosqueándola, pero el ángulo no era el apropiado, resultándole imposible ver la entrada.

– Venga, capullo, ven de una vez – rezongó para sus adentros.

Pero Abel no aparecía en su campo de visión. Enfadada, Sabrina podía imaginar perfectamente a Abel, de pie a sus espaldas, observando divertido su obra.

Consciente de que estaba cabreándose cada vez más, Sabrina intentó calmarse, porque si no, iba a acabar poniéndose histérica y no le apetecía concluir la noche de sábado con una pelea apocalíptica con su esposo.

Así que, cerrando los ojos, respiró profundamente tratando de recobrar la calma, repitiéndose a sí misma de que todo aquello era parte del jueguecito que Abel se traía entre manos y que, si participaba en ello de buen grado, disfrutaría mucho más.

Durante un par de minutos, fue logrando serenarse, respirando hondo y relajando los músculos. A pesar de todo, seguía con el oído bien atento para percibir la menor señal del regreso de su marido.

Sin embargo, cuando por fin notó algo, no fue un ruido como esperaba sino que, sorpresivamente, recibió en pleno rostro una intensa vaharada, como si acabaran de soplarle directamente en la cara.

Dando un respingo por la sorpresa (tanto como le permitieron sus ataduras), Sabrina abrió los ojos, topándose de bruces con el descomunal hocico de Rocco, que la observaba a escasos centímetros de su cara, dándole un susto morrocotudo.

– ¡COÑO! – exclamó Sabrina contra la mordaza, los ojos como platos – ¡SERÁ POSIBLE EL PUTO PERRO! ¿QUÉ COÑO HACE AHÍ?

Aunque, lo único que se le entendió, fue algo así como “ONOCRAPOSBBEUTO EDROOÑOCEQUI?”

Rocco, al ver la furia que sustituyó a la sorpresa refulgiendo en la mirada de la mujer, apartó muy sabiamente la cabezota de la cama, poniendo una distancia prudencial de por medio, pues había visto a la parca amenazando desde los enloquecidos ojos de la hembra.

– ¡AFBEHHLLLL! – aulló con rabia Sabrina contra la mordaza – ¡FHENDENAUTAFEEEEEZ”

Rocco la miraba sorprendido, sin entender ni un pijo de lo que decía y eso que, habitualmente, se le daba bastante bien interpretar las palabras de los humanos. Para luego no hacerles ni puñetero caso, claro.

Nerviosa, aunque comprendiendo que no servía de nada ponerse a pegar gritos por culpa de la mordaza, Sabrina intentó recuperar la calma, volviendo a respirar con normalidad.

A esas alturas, ya estaba más que decidida a ponerle fin a la noche del sábado, ya no le apetecía follar ni hostias, así que, cuando Abel regresara, le obligaría a soltarla y si se quedaba con las ganas… que le dieran mucho por el saco. Para eso le había dado Dios manos a los hombres.

Un poco más tranquila, Sabrina clavó sus ojos en el formidable perrazo, que la observaba en silencio, sentado muy tieso sobre sus cuartos traseros, sin mover siquiera un músculo.

– A saber lo que está pensando Rocco ahora mismo – pensó la mujer – Seguro que opina que estamos los dos locos.

No iba muy desencaminada.

Más sosegada ahora que había decidido pegarle la gran bronca a su marido, Sabrina miró al enorme animal. Éste seguía sentado, muy erguido, mirándola sin moverse, con la sonrosada lengua colgando entre los dientes y jadeando ligeramente.

– ¿Qué hace ahí? – se preguntó Sabrina – ¿Por qué no se va? Si aquí no hay comida ni nada y esa es la única razón para que este puñetero perro menee el culo…

Desde su forzada posición, Sabrina miró a Rocco a los ojos. Entonces notó cómo sus aletas nasales se movían, como si el perro estuviera olisqueando algo.

– ¿Será que le atrae el olor a sexo? – Se preguntó la mujer con inquietud – No puede ser, ¿verdad? Las feromonas humanas no atraen a los perros ¿no?

Lo cierto era que no tenía ni puta idea, pero, en cuanto el perturbador pensamiento se hizo hueco en su mente, empezó a recordar los escabrosos vídeos que había visto alguna vez en internet, de mujeres haciéndoselo con perros.

– ¡Nah! Es imposible – se dijo Sabrina – A un perro deben atraerle las perras. Por eso están siempre oliéndose el culo, para encontrar hembras en celo…

La inquietud se acrecentó de repente, al darse cuenta de que ella, en ese momento, encajaba a la perfección en la definición de hembra en celo.

– No, no puede ser – repitió la mente de Sabrina con cada vez menos seguridad – Es una estupidez. Deja ya de pensar tonterías y céntrate en las patadas que le vas a dar en el culo a tu marido cuando regrese.

De repente, Rocco se movió, inclinándose hacia la cama. Lo que hizo fue apoyar su cabezota en el colchón justo frente a los aterrorizados ojos de Sabrina, con lo que mujer y perro quedaron cara a hocico.

– ¡OCCO! ¡UERHA!¡ÁRGATE! – berreó Sabrina, descompuesta.

Pero el perro, sin inmutarse, siguió mirándola directamente a los ojos, olfateando de nuevo.

Cuando el perro sacó su gigantesca lengua y le cruzó la cara con un sonoro y húmedo lametón, Sabrina estuvo a punto de perder el control de sus esfínteres y hacérselo encima. A pesar de estar sujeta por los grilletes, todo su cuerpo tembló de la cabeza a los pies, al borde del infarto.

– ¡Ay, madre, que me está probando! ¡La madre que lo parió, se ha quedado con hambre y se me va a zampar! ¡Abeeeeeeeel! – aulló la pobre chica con medio colapso encima.

Pero Rocco no pretendía nada de esto, sino que, tras saludar a su simpática anfitriona con un buen lametazo, continuó olisqueando en busca del origen del agradable olorcillo que le había atraído al interior de la habitación. Se apartó de la cama olfateando un poco por la habitación, mientras Sabrina amenazaba con romperse el pescuezo en su intento de no perder de vista al animal.

– Bueno – se decía Rocco mientras tanto – Si la mujer no protesta, supongo que no pasa nada por buscar qué es lo que huele tan bien. ¡Uy, espera, que me pica un huevo!

Efectivamente, un inesperado escozor había surgido en la entrepierna de Rocco (nada extraño, a todos los machos nos pasa). No estando dotado de dedos con los que rascarse (lo que, bien mirado, es una putada) el pobre perro hizo lo que siempre hacen los de su especie: se dio un par de buenos lametones en las pelotas.

Sabrina lo observaba aterrada.

– ¡Míralo! ¡El cabronazo! ¡Se la está estimulando! ¡Está intentando que se le empalme! ¡Este cabrón me quiere montar!

Acojonada, Sabrina se hizo cargo de la situación. Estaba atada en la cama, incapaz de moverse, con el culo apuntando al techo. Y mientras, un perro del tamaño de un Seiscientos con las puertas abiertas, se chupeteaba los cojones para empalmarse y así montarse una juerga de aquí te espero con la estúpida que se retorcía en la cama cagándose en los muertos de su marido.

– ¿Qué le pasa a esta mujer? – rezongaba Rocco para sus adentros mientras se aliviaba el escozor – Le va a dar un síncope. ¿Será que también huele lo que yo? Pues que lo hubiera pensado antes de portarse mal y así su dueño no le habría puesto el bozal.

– ¡AHBBBEEEELLLLL! – gritaba la pobre chica, a punto de ponerse a llorar.

A Sabrina la cabeza le daba vueltas, se sentía mareada y enferma. Ya se veía montada por el perro, que, dada su actual indefensión, podía follársela a gusto sin que ella pudiera mover un músculo para evitarlo.

– ¡Y el perro se llama Rocco! ¡A saber por qué el imbécil de Julián le ha puesto ese nombre a este monstruo! ¡Espero que no sea por lo que estoy pensando!

Sí. Estaba pensando en lo mismo que todos ustedes. Guarrones.

– ¡Abel, por favor, ven ya, te lo suplico! Si me sacas de aquí te prometo que no me voy a enfadar ni nada, sacamos al perro a la calle y luego hacemos lo que quieras!

Mientras tanto, Rocco, que ya se había aliviado el picor, empezó a deambular por el cuarto, olisqueando. Habitualmente, cuando hacía eso, su dueño (pensando que se disponía a plantar un pino) le regañaba, pero, como en esa ocasión nadie le decía nada, el perro seguía a lo suyo.

– Padre nuestro que estás en los cielos… – rezaba la asustada mujer, viendo de reojo como el perro deambulaba por el cuarto y se acercaba perturbadoramente a la cama.

Efectivamente, el olfato de Rocco lo atraía hacia donde estaba la mujer. Al principio no se había atrevido a subirse a la cama, pues era una lección que tenía bien aprendida de casa, pero, como aquello olía tan bien y nadie le decía que no, el perro fue ganando confianza.

– ¡Ay, madre mía, que viene! – gimoteaba la mujer – Que ya está dispuesto. No tiene cara de ir a pensárselo más. Me va a pegar una estocada en todo lo alto y, lo mejor, es que va a quedar todo grabado en vídeo. Seguro que el cabrón de mi marido lo sube luego a Internet, aunque de ésta me divorcio, vaya si me divorcio, le voy a sacar hasta el tuétano….

La mente de Sabrina, azotaba por el pánico, empezaba a divagar, mientras que, como si fueran flashes, veía imágenes en su mente de sí misma siendo montada por el bueno de Rocco.

– ¿Y si luego se le hincha y se queda enganchado? – se preguntó la aterrorizada fémina – ¡He oído que eso les pasa a los perros! ¡Ay, Dios mío! ¿Y si luego me tienen que llevar a urgencias enganchada al puñetero perro? ¡ABEEEEEEEEL!

De repente, la cama se agitó, con lo que el corazón de Sabrina se detuvo durante un instante. Aterrorizada, dobló el cuello tanto como pudo para mirar hacia atrás, constatando que el perro había subido sus patas delanteras a la cama, quedando justo detrás de ella, peligrosamente cerca de su trasero indefenso.

– Ave María purísima… – rezaba la pobre chica, a punto de echarse a llorar.

Le resultaba imposible girar la cabeza lo suficiente para ver qué estaba tramando Rocco a sus espaldas, lo que, en cierta manera, resultaba todavía peor. Lo único que escuchaba eran los sonoros olfateos del perro, que parecía estar buscando algo.

– Ay, mi madre. ¿Será verdad que puede oler que estaba cachonda? ¿Se habrá puesto caliente por eso? Ay, Dios mío, que me monta, ¡el puñetero perro me va a montar!

De pronto, sintió el cálido aliento del perro husmeando en su entrepierna. Dando un gritito, Sabrina apretó el culo con tanto ímpetu que a punto estuvo de caerse de cabeza por el otro lado de la cama. A esas alturas, ya se veía convertida en la concubina del jodido perro.

Entonces Rocco le dio un lametón, con lo que la mordaza fue lo único que impidió que el corazón se le saliera por la boca. Asustada, la chica gritó llamando a su marido, tan fuerte que empezó a ver estrellitas y la vista empezó a nublársele, a escasos segundos del desmayo.

Rocco, que por fin había encontrado lo que buscaba y en vista de que nadie le regañaba ni le prohibía hacer lo que le daba la gana, pegó un nuevo lametón, más intenso esta vez, deleitándose con el delicioso sabor que había en el trasero de la chica, recorriendo con su áspera lengua la raja del culo femenino desde la vagina hasta el comienzo de la espalda.

– ¡Está bueno esto! – se dijo Rocco entusiasmado – ¡Si llego a saber que esto sabía tan bien, lo hubiera probado mucho antes!

Gozoso por el descubrimiento, el perro dio un par de sonoros lametones en la entrepierna de la hembra, que se había quedado rígida como un palo, como si le hubiera dado un pasmo.

– ¿Se puede saber qué cojones pasa aquí? – resonó la asombrada voz de Abel, que acababa de regresar al cuarto.

El hombre se quedó con la boca abierta. Sobre la cama, con los ojos llorosos, su esposa seguía inmovilizada por completo, justo como él esperaba. Sin embargo, no se esperaba tanto encontrarse al perro de su jefe propinándole vigorosos lametones en el culo, recorriendo con evidente placer la raja de su esposa de arriba abajo.

En cuanto escuchó la voz de su esposo, Sabrina recobró de golpe las fuerzas y, agitándose como posesa, empezó a berrear contra la mordaza, mentándole a su marido a su padre, a su madre y a todos sus ancestros de al menos seis generaciones.

Reaccionando por fin, Abel se abalanzó hacia la cama y, aferrando a Rocco por el collar, tiró de él, apartándolo de su esposa.

Por fortuna, el perro no se resistió y se dejó retirar, relamiéndose el hocico, degustando el exquisito manjar que acababa de catar.

– ¡Míralo, el muy cabrón! – dijo una llorosa Sabrina para si – ¡Se ve que le ha gustado!

Abel llevó al perro a un rincón, dándole la orden de que se sentara. Rocco, como siempre, interpretó la orden como le pareció y se tumbó en vez de sentarse, aunque Abel no pensaba quejarse.

Rápidamente, regresó junto a su mujer, que forcejeaba con furia, con el peligroso brillo que él tan bien conocía refulgiendo en su mirada. Y lo hacía con más intensidad que nunca.

– Espera que te quite esto – dijo el hombre mientras soltaba la mordaza – ¡Ya está!

Sabrina escupió la bola de goma con rabia, completamente empapada de saliva y volvió la cabeza hacia el imbécil de su marido, que la miraba con una estúpida sonrisa en el rostro que acrecentó todavía más su furia.

– ¿Se puede saber qué estabais haciendo? – preguntó el hombre con una risilla.

– ¡SUÉLTAME, MALDITO GILIPOLLAS! ¡A QUIEN SE LE OCURRE DEJARME AQUÍ TANTO RATO! ¡UN POCO MÁS Y ME VIOLA EL PUTO PERRO! ¡TE VAS A CAGAR LA QUE TE VA A CAER ENCIMA!…

Abel dejó que su mujer se desahogara durante un rato, soltando improperios a tal velocidad que las palabras se confundían unas con otras y perdían su sentido. Consciente de que era lo mejor para su propia seguridad, Abel no hizo ademán alguno de liberar a su esposa, aunque ésta, inmersa en una interminable retahíla de insultos, ni siquiera se dio cuenta de ello, contentándose con ponerle de vuelta y media.

– Venga, mujer, no te pongas así, que no ha sido para tanto… – dijo Abel cuando notó que Sabrina empezaba a perder las fuerzas y ya no chillaba con tantas ganas.

– ¿CÓMO?

– En realidad, no he tardado mucho. Y, al fin y al cabo, no ha pasado nada. He vuelto antes de que el perro te hiciera nada.

– ¿CÓMO QUE NADA? ¡ME HA DADO UN MONTÓN DE LAMETONES EN EL COÑO!

– ¿Y qué tal? ¿Te ha gustado?

Sabrina se quedó sin habla. No podía creerse lo que acababa de escuchar. Por primera vez en su matrimonio, su marido la había dejado sin saber qué decir.

Rocco los miraba divertido, pensando que aquellos dos estaban como cencerros. Ni siquiera Toby, el Yorkshire del vecino con la manía de tirarse cada dos por tres por el balcón (menos mal que vivía en un primero) estaba peor que estos.

– Porque, si te soy sincero – continuó Abel para congoja de su esposa – Al verte así, con el perro… Se me ha ocurrido que podríamos…

– ¡¿ES QUE TE HAS VUELTO LOCO?! – aulló Sabrina, al comprender las intenciones de su esposo.

– Venga, Sabri, no te pongas así. Si quieres, le doy un baño al perro y luego…

– ¡Suéltame de inmediato, mamón! ¡No sigas por ahí que te la corto! ¡Dejaré a Lorena Bobbitt a la altura de Teresa de Calcuta!

– Coño, Sabrina, que hoy es mi turno de ser el rey. Y tampoco es para tanto…

Tratando de serenarse y ocultar sus ansias de cometer un homicidio, Sabrina serenó el tono, tratando de parecer razonable.

– Abel, ya basta de bromas, ¿vale? Ya te has reído bastante. Vale que hoy es tu turno y que tengo que hacer lo que tú digas, pero dentro de ciertos límites, ¿no? No me puedo creer que estés sugiriendo siquiera esa locura.

– ¡Coño, nena, es que siempre estamos igual! – exclamó Abel, enfurruñado – ¡Joder! ¿Acaso te crees que yo quería ponerme el maldito disfraz de animadora? ¡A mí no me gusta travestirme, pero como a la señora le hacía gracia!

– ¡NO COMPARES TENER QUE VESTIRSE DE TÍA A QUE TE DÉ POR EL CULO UN PERRO!

– ¿Por el culo? Yo no he dicho nada de que te dé por el culo…

– No, ya. Es una forma de hablar…

El ambiente se enrareció. De repente, Sabrina comprendió las intenciones de su esposo. Se volvieron cristalinas. El problema era que ella seguía atada y él tenía el control. Parecía que, por una vez, iba a tener que ceder. Tampoco era tan grave, llevaba un tiempo pensando en dejarle salirse con la suya. El pobre tenía tantas ganas…

– Ya veo por dónde vas, mamón – dijo la mujer, resignada, cuando las últimas piezas del puzzle encajaron en su sitio.

Abel se puso en tensión. No podía creerse que aquello fuera a salirle bien. Tratando de de disimular su impaciencia, fingió no entender a qué se refería su esposa.

– ¿Qué quieres decir? – preguntó.

– No te hagas el tonto conmigo. Ya sé lo que quieres.

– ¿Cómo?

– Anal. ¿Verdad?

Abel casi pega un salto por la emoción. Allí estaba lo que llevaba años deseando. Tan cerca, que casi lo rozaba con la yema de los dedos. Pero tenía que mantener la calma. No precipitarse.

– ¿Insinúas que me dejarás… hacerlo si no te pido que hagas nada con Rocco?

– No digas más tonterías, Abel. Los dos sabemos que no vas a dejar que el perro me haga nada…

– No estés tan segura. Tiene su morbo grabarte en vídeo montándotelo con un perrazo…

– Eres idiota – dijo la mujer, vencida – Anda, saca a ese bicho de aquí. No quiero que me mire.

– Entonces… ¿Puedo sodomizarte? – preguntó Abel dominando a duras penas la ilusión.

– Pero sólo esta vez…

Trompetas celestiales. Los poderosos acordes del “Himno a la alegría” resonaron en la cabeza de Abel, que sintió cómo se inflamaba su pecho y le embargaba la emoción. Flotando en una nube, el hombre caminó adonde reposaba el perro y, aferrándolo de nuevo por el collar, trató de ponerlo en pie.

Divertida y un poco menos enfadada gracias a la expresión de atontamiento que había en la cara de su marido, Sabrina le observó mientras forcejeaba con el mastodonte, que debía de haber encontrado un sitio cómodo, pues no se movía ni un milímetro. O quizás fuera que quería asientos de primera fila para el espectáculo.

– ¡Joder, Sabri, el puñetero perro no se mueve! ¿Qué más da que se quede aquí? – exclamó Abel, tratando de controlar el nerviosismo.

– De eso nada. Después de lo que ha hecho el muy cabrito, no quiero tenerle ahí mirando…

Entonces Abel se incorporó de un brinco, como si se hubiera acordado de algo. Rodeó la cama hasta salir del campo de visión de su mujer para regresar enseguida junto al perro. Inclinándose, le dijo algo al oído al animal y debió de ser muy interesante para Rocco, pues éste se levantó de inmediato y se dejó conducir fuera del cuarto con completa mansedumbre.

Abel regresó como un rayo, cerrando la puerta tras de sí, con una estúpida sonrisa de oreja a oreja. De haber podido, Sabrina habría meneado la cabeza, mientras observaba, a medias inquieta, a medias divertida, que el pene de su marido volvía a estar como una estaca, señal inequívoca de las ganas que tenía de que aquello pasase.

– Al final, se ha salido con la suya – pensó la mujer en silencio.

Aunque, como tenía que reconocer, tampoco a ella le importaba demasiado. Más que nada, se había negado siempre al sexo anal… porque él se moría de ganas.

Y la mujer sabe que ella debe mandar siempre. Para eso es más lista que el hombre (Nota del autor: verdad como un templo).

– Tú tranquila, cariño, que lo tengo todo preparado – dijo Abel con entusiasmo mientras rebuscaba en un armario – ¿Recuerdas que compré esto hace tiempo?

Sabrina sabía lo que buscaba. Un bote de vaselina.

Segundos después, Abel se arrodillaba sobre el colchón, situándose a popa de su esposa y, con la ilusión de un crío, procedió a embadurnar a su esposa, preparando su ano para la inminente penetración.

– Joder, nena – siseó Abel cuando el área quedó lista – No sabes cuánto he soñado con este momento…

– Acaba rápido, mamón – le espetó su esposa, tensándose nuevamente.

– Shhh. Tú tranquila cariño, que ni te vas a enterar.

Pero vaya si se enteró. Cuando notó la punta del rabo de su esposo apoyada en su ojete, la pobre chica, a pesar de estar dispuesta e intentando permanecer relajada, no pudo evitar ponerse en tensión, apretando el culo.

Abel le susurraba que estuviera tranquila, acariciándole el pelo, mientras ejercía una firme presión con su erección en la indefensa retaguardia, mientras Sabrina se afanaba en relajar el músculo para facilitar la penetración.

Con un sutil golpe de cadera, Abel logró abrirse por fin paso en el ano conyugal, haciendo que su esposa diera un gritito de dolor que le puso más cachondo todavía. Sabrina, boqueando por la intrusión, apretó el culo sin querer, ciñendo la cabeza de la polla de su esposo, que gimoteó de gusto al sentir cómo el esfínter apretaba deliciosamente su endurecida carne.

– Ve despacio, nene. Ten cuidado, por favor – gimoteaba una nerviosísima Sabrina, mientras sentía cómo el intruso iba abriéndose paulatinamente paso en sus entrañas.

– La, lalalalalalalalalalalala – tarareaba mentalmente Abel, aferrado a las caderas de su esposa, mientras sentía cómo el Enterprise iba entrando poco a poco en puerto seguro.

Finalmente, el torpedo encajó hasta el fondo de la cañería y los testículos de Abel quedaron apretados contra el trasero de su esposa. Creyó que iba a llorar de alegría.

En ese momento, la puerta del dormitorio, que había quedado mal cerrada, se entreabrió y la gorda cabezota de Rocco asomó de nuevo al cuarto, observando con la lengua colgando cómo el bueno de Abel le daba por el culo a su esposa, que seguía atada.

Olfateando el ambiente, Rocco comprendió que allí dentro no había más de lo que le gustaba y, girando la cabeza, miró con tristeza el bote de mermelada vacío que había en el pasillo, con el que el bueno de Abel lo había atraído fuera minutos antes. Volvió a mirar dentro, viendo la cara del hombre brillando de entusiasmo.

– Estos humanos están locos – pensó Rocco para sí – La que lían con tal de echar un polvo.

…………………………………….

Ya era lunes por la mañana. Abel, feliz y relajado, se solazaba en la sala de profesores tomando una caliente taza de café, que, por una vez, le sabía delicioso, en vez de como habitualmente, cuando le parecía un pegote de lodo grumoso sacado directamente del infierno.

– ¡Anda, que ya te vale capullo! – resonó de repente la voz de Julián mientras le daba un capirotazo en la cabeza a su compañero.

– Ho… hola Julián – dijo Abel, sorprendido – ¿Qué te pasa?

– ¿Cómo que qué me pasa? ¡Eres un capullo! ¡Anda que no te lo he dicho veces! No le des a Rocco nada dulce, que luego se va por las patas abajo…

– Hostia tío, perdona. No me acordé de decírtelo ayer cuando lo recogiste. El muy cabrito se las ingenió para coger un tarro de mermelada de la mesa del desayuno. No sé cómo se las apañó para abrirlo, pero, cuando lo encontré, se lo había zampado entero.

– No, si me lo creo. ¡No veas la que ha formado esta mañana cuando lo he sacado a pasear! ¡Ha hecho “Pfffffftt” y ha rociado tres metros de acera de mierda! ¡He tenido que llamar a los bomberos para que vinieran con la manguera! ¡Puto perro cabrón!

– Venga, tío, no insultes al pobre Rocco. Es un perro buenísimo – dijo Abel, con una estúpida sonrisilla bailando en los labios.

——————————-

Un par de días después, una mujer embozada en una gabardina y ocultando su rostro tras unas enormes gafas de sol entraba en un conocido sex shop de la ciudad.

A pesar de que iba de incógnito, Iván, el dueño, la conocía por ser cliente habitual, así que se acercó a saludar.

– Hola, Sabrina – dijo el hombre con simpatía – Así que esta semana vienes tú. ¿Qué es lo que necesitas?

La mujer se lo dijo.

Minutos después, en su propio despacho, donde Iván solía atender a los clientes habituales, el hombre enseñaba a la mujer un muestrario de los artículo solicitados.

– Éste – dijo Sabrina sin dudar, señalando un consolador de látex de casi medio metro de largo y el grosor de una botella de litro de agua mineral.

– ¿Éste? – exclamó Iván admirado – Sabrina, quizás esto sea pasarse un poco. Este cacharro está pensado para profesionales. El sexo anal con este bicho quizás sea demasiado para ti.

– ¡Oh, tranquilo! Si yo no voy a probarlo. El próximo fin de semana, me toca mandar a mí…

Sí. Al siguiente fin de semana le tocaba mandar a ella y, desde que había mirado en el móvil de su marido y descubierto que no había recibido llamada alguna el sábado por la noche, había dedicado muchas horas a decidir qué iban a hacer la vez siguiente.

Y se le habían ocurrido un par de cosas…

———————

¿Y Rocco? En su casa, tumbado a la bartola en el salón, rememorando el hartón de mermelada que se había pegado días atrás. Se había cagado vivo, pero había merecido la pena.

– Ojalá mi amo me lleve pronto a casa de estos dos – pensaba el perro – Allí me divierto más que aquí.

FIN

Si deseas enviarme tus opiniones, mándame un e-mail a:

ernestalibos@hotmail.com

 

Relato erótico: ” En manos de mi taxista” (POR LEONNELA)

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Laboraba en una empresa con horario de la tarde, que se extendía desde las 2 hasta las 10 de la noche, por lo que me veía obligada casi a diario a tomar un taxi que me condujera a mi departamento, que estaba ubicado  en las afueras de la ciudad. Con el fin de ahorrar unos centavos compartía la tarifa con Sandra, una compañera de trabajo, puesto que ella iba en la misma dirección aunque se quedaba a mitad del camino.

 A esas horas el sector comercial ya era un tanto escaso y los peligros que pudieran amenazar a dos jóvenes guapetonas, se incrementaban, sin embargo pecábamos de confiadas por ser una ciudad relativamente tranquila.
 Afortunadamente para nosotras, una parada de taxis quedaba a menos de una cuadra y desde la oficina podíamos observar si había algún vehículo disponible. Como tantas noches Julio  esperaba pasajeros sentado en la calzada, vestía una  camiseta que marcaba sus pectorales  y un jean ceñido, que dejaban en claro su aspecto fortachón; no se podía decir que era guapo, pero tenía un no sé qué, que lo hacía sexy, lo más rescatable eran esos labios carnosos, y sus ojos negros dueños de una intensa  mirada, en eso coincidíamos plenamente con Sandra, puesto que solíamos bromear diciendo que para un vacile andaba muy chulo.
  En un lapso de cinco meses, tiempo aproximado que él era taxista,  habíamos coincidido varias veces, por lo que se había generado algo de confianza como para bromear durante el recorrido. Era agradable su forma descomplicada con la que nos hacía entretenido el trayecto,  además  de que al ser joven como nosotras disponía de música actual y en lugar de percibir la típica fragancia de auto, se sentía el delicioso aroma de un perfume masculino y eso en comparación con los otros taxistas ya era una gran diferencia. No era el tipo de hombre con quien pensaría en salir y no lo digo porque fuera taxista, sino mas bien porque me gustaban los hombres más formales,  pero eso no quitaba lugar, a que varias veces aprovechando las insinuaciones de Sandra también me hubiera escabullido en algún coqueteo.
 Aquella noche miraba hacia nuestro edificio, como si nos esperara,  eso se podía interpretar, puesto que últimamente casi siempre lo encontrábamos a las 10, y alguna vez que nos retrasamos un poco,  le descubrimos chequeando su reloj  pendiente de nuestra salida. Vamos, se le notaba que tenia algún interés de por medio, bueno mas bien tenía la esperanza vacilar conmigo, al menos eso decía Sandra.  En ocasiones nos gustaba el juego de provocarle y dejarle con ganas, como todo un par de chicas calentonas; no estaba bien hacerlo, pero era nuestra terapia anti estrés después de un agotador día de  trabajo, era algo como un  entretenimiento para nuestra vanidad y pues a él, parecía divertirle.
 Caminé bamboleando mis caderas,  llevaba el clásico uniforme de oficina, faldita corta con partido trasero, blusa manga larga por dentro, con abertura en el cuello, con una par de botones abiertos cómplices de la insinuación de mis pechos, tacones  altos que levantan el trasero, mostrándolo aun mas redondeado.
 Llevaba  la chaqueta agitándola en la mano, pese al frio que se empezaba a sentir y que se evidenciaba en mis pezones enhiestos, pero cualquier sacrificio valía la pena con tal de dejarle nuevamente babeando, desde luego Sandra iba a mi lado vestida de igual forma, aunque esta noche en particular, no resaltaba tanto, pues su paso se veía algo torpe, gracias a las copitas de mas que bebió en la reunión de compañerismo de la cual acabábamos de escapar.

Bastó mirarnos para que automáticamente se levantara, y pasara los dedos por su cabello en un acto reflejo de coquetería, dejó sus manos en los bolsillos delanteros como si quisiera atraer  miradas  a su bragueta, y claro que lo lograba  humm de veras que era todo…todo un fortachón. Mi mirada desinhibida quizá por las dos o tres copas de licor que me calentaban las mejillas, (bueno no solo las mejillas), provocó su sonrisa de satisfacción, levantando  por los aires su ego y quién sabe si algo mas….

_Hola saludé  asiéndome de la manija del auto para abrirlo.
_Buenas noches guapas, pensé que  ya no vendrían
_Tuvimos una reunión….pero no sabía que teníamos un auto esperándonos
 _Pues de hecho sí, es más sepa que está totalmente a su disposición para cuando lo necesite, usted solo ordene.
Pestañeando hacia un lado esbocé un  mmm de aquellos cuyo significado se complica interpretar, provocando las risitas de mi amiga que el alcohol la tenia por demás feliz.
Le ayudé a subir puesto que contrario a ella me encontraba en buen estado, salvo por el aliento que los chicles no disimulaban totalmente y una cierta coquetería más allá de lo usual.
  Al subir,  la faldita corta se me trepó más de la cuenta, proyectando  a través del espejo la imagen de mis muslos desnudos, procuraba bajármela, más que por pudor, por picardía y cruzándolas sensualmente cincelé  en su retinas el satín  del forro de la falda, confundido con el encaje de una diminuta tanga perdida en mi sexo. Sus ojos fijos en el retrovisor y su pantalón hecho carpa  me provocaban ganas de ser más insinuante, aunque no había necesidad de mucho, puesto  que  fácilmente le idiotizaba, hasta casi hacerle confundir entre el acelerador y el freno.
_Perdona que me quite los tacones dije con voz sugestiva, pero no sabes todo lo que he bailado
_Por mi encantado, quítese todo lo que haga falta…
 Los tres reímos por la doble intención de su frase, e inclinándome, desaté las correíllas de mis zapatos,  consciente de que al hacerlo la profundidad del escote exhibía  mis  pechos casi hasta las aureolas, apenas protegidas por la transparencia fucsia del brasier; al incorporarme tropecé con su mirada indiscreta y con el ágil movimiento de mano escapando de su bragueta.
 Fingí no notarlo y sin importar el efecto que podría causar,  me recliné hacia atrás y confianzudamente  estiré mis piernas dejándolas entre los asientos delanteros… Sandra hizo lo mismo, recostándose sobre mi hombro.
 La música suave, el aire acondicionado, y un tipo de ese calibre, me hacían desear mi cama, y dejándome arrastrar por algún pensamiento desviado me quedé en silencio, con la mirada perdida en aquella entrepierna que parecía estar erecta.
 Al fin llegamos al domicilio de mi acompañante,  se despidió con un beso y con un: cuidado con pasarte con mi amiga eh? palabras que se volvieron proféticas…
 Habían trascurrido unos breves minutos cuando un ligero roce en mis pies me hizo agitar, sentí la  suavidad de sus dedos tocando los míos, masajeándolos con cuidado, la presión se deslizaba hacia la planta, dándome un cosquilleo agradable que caminaba hacia mi talón, luego avanzaba hacia los dedos y subía hasta los tobillos. Me gustaba el contacto…
 La caricia ascendía por mi pierna jugueteando en   mi rodilla, erizando mis muslos que traidores se separaron un poco; subió más, hasta encontrarse con el filo de mis medias color carne y con maestría tiró de ellas deslizándolas hacia abajo, las percibió hambreando mi aroma y se las guardó en el bolsillo del jean.

Perdiendo un poco el control del volante optó  por parquear el auto a un lado de la carretera, que se veía oscura como seguramente oscuras ya eran sus intenciones. Mientras deslizaba su mano nuevamente por la cara interna de mis muslos, se inclinó sobre mis pies y lamió mis dedos, uno a uno, pasaba su legua entre ellos y se los introducía ascendiendo y descendiendo, ensalivándolos, chupándolos, mordisqueándolos. Se sentía delicioso,  se concentró en la succión de mi pulgar que es una de mis grandes debilidades; me provocó una electricidad que bajaba desde mi espalda hasta mi cadera y terminaba con una  contracción en mi sexo, no podía negarlo, inescrupulosamente perdía el control en manos de mi taxista  y luchando contra mi propia debilidad quise   alejar mis pies de aquella rica sensación, pero él me los sujetó, obligándome a aceptar las caricias. Hice un nuevo  intento de retirarlas, pero visiblemente me lo impidió, me sujeté del asiento y  empujé sus brazos, pero lo único  que conseguí es que sus dedos se aprisionaran como garfios en mis rodillas  y me las abriera despiadadamente.

 En ese instante sentí miedo de lo que podía pasar, ya no era un juego de seducción, en el que una decide hasta donde llegar, estaba siendo violentada. Se pasó al asiento posterior, agarrándome del trasero me impulsó y en cuestión de segundos quedé tendida con mis piernas semiflexionadas frente a él, empujó la una contra el espaldar del asiento y la otra deteniéndola por el tobillo la extendió hacia afuera; como mi falda no daba muchas facilidades de abrirme, con brusquedad la  subió por encima de la cintura, quedando a la vista la tanguita que apenas protegía mi pubis. Pasó sus sucios dedos por el encaje  como si valorara mi buen gusto al elegir lencería, y apretando su palma  me dejó muy en claro lo que quería.
 Luchaba por zafarme, pero abriéndome brutalmente  me ocasión un tirón en la ingle que me dejó quieta unos segundos, luego  me asió  del cabello forzándome a permanecer inmóvil, mientras restregaba sus labios por mi cuello. Se subió sobre mí, llenaba mi boca de su aliento  hasta asquearme de sus besos que dejaban restos de saliva casi por toda mi cara,  a la menor oportunidad que tuve, mordí con furia sus labios haciendo que por el dolor, automáticamente retirara sus manos de mis senos.
 _Perra!!! Gritó mientras me cruzó la cara de una bofetada, Y se lanzó nuevamente sobre mí, besándome con más intensidad, mordiéndome hasta obligarme a abrir la boca y mezclar el sabor  de su sangre con mi saliva.
 A momentos lograba zafarme de sus garfios, y le propinaba golpes en sus hombros, rodillazos en su rostro, pero de nada servían porque seguía sintiendo como apercollaba mi sexo, y como era incapaz de moverlo, su cuerpo me avasallaba dejándome extenuada y cada vez me sentía más débil…

A medida que mis golpes se suavizaban por el agotamiento, sus besos se volvían  mansos,  el dolor por los jalones de mi cabello era reemplazado por caricias, y sus manos antes verdugas, me tocaban con suavidad…volvió a besarme deslizando su lengua por los laberintos de mi boca, buscando mi disposición, y maldición que me provocaba una absurda gana de responder, de gozar de esa lengua que me ensartaba, de ese sudor que se mezclaba con el mío, de ese pieza que punteaba mi sexo.

 No se quien era más enfermo o depravado, pero se me antojaba ser sucia en sus brazos, nadie me había dominado y en el sexo siempre se hacia lo que yo quería, y ahora estaba allí, sometida por un degenerado que despertaba mis ganas de ser tomada…
 La blusa perdió sus botones y el brasier de encajes fue desatado, su lengua  caliente se paseaba triunfante  lamiendo mis senos, y los pezones se alborotaban ante el tibio contacto, y yo me odiaba a mi misma  por gemir en cada succión y temblar en cada manoseo…
 Hice un gesto de dolor por la incomodidad, la espalda parecía rompérseme, se incorporó dejándome respirar libremente,  a la vez que aprovechaba de abrirse el pantalón, y en ese momento recuperando un poco la conciencia supe que  tenía un segundo para escapar…
 Con rapidez abrí la manija  me lancé hacia afuera, pero la incomodidad no me permitió dar un paso muy largo ni pude ser tan ágil y fácilmente me detuvo
 Me agarró del brazo marcándome sus dedos, y sujetándome el rostro  hasta lastimarme, gruño
_Casi me engañas, puta!!, debí suponer que fingías,  vas a ver lo que puede darte un taxista…
Mis súplicas de auxilio ni remotamente eran escuchadas y mi voz se perdía sin lograr ayuda.
_Por cada nuevo grito, te  caerá un golpe zorra!!
De un tirón  arrebató mis pantis, y  solo pude ver como  bajaba sus pantalones y mostrándome su sexo me gritaba:
_Esto esto es lo que mereces por calienta pollas!!
Sin piedad descuartizó mis piernas colocándolas por encima de sus hombros, y sin importarle agredirme me lo hundió de golpe, grité producto de la cruel embestida, llegó hasta el fondo raspando las paredes de mi sexo y en ese momento supe que ya no valía la pena luchar más, sino rogar porque todo acabara rápido. Totalmente humillada viré mi rostro y dejé de defenderme…
_Eso así está mejor…tranquila…no me obligues a lastimarte…
Sacó su pene de mis entrañas y lo ubicó por encima de mis labios, con suaves movimientos  rozaba mi clítoris, una y otra vez, su boca chupaba mis pechos, y yo procuraba pensar en todo para ya no sentir, odiaba esa sensación de placer que me hacia apretar los dientes para que no se me escape un gemido, su arma  volvió a ingresar esta vez suave, despacio, buscando la medida justa para causarme placer, entraba, salía y mi vagina lubricando le facilitaba el movimiento, a momentos paraba tan solo para volverme a punzar con mas maña;  sus bolas chocaban contra mis nalgas, como si quisieran meterse dentro mío y mis senos se agitaban al vaivén que hacia gozar mis entrañas…
Volvía a golpearlo queriendo convencerme de que era una violación, no importaba si mi cuerpo reaccionaba a sus embates, no tenía la culpa de ser sensible y que mi vagina no distinguiera entre lo deseado y lo no consentido, pero que va,  no solo ella estaba confundida, también mis pechos se mostraban duros deseosos, de ser tomados… usados … humillados…

Su pene resbalaba con facilidad, me lo hacía suave, controlando el movimiento, y luego acelerándolo sin piedad al mismo ritmo que sus dedos en mi clítoris, me llenaba toda, saciaba mis ganas, y retirándose un momento bajó sus labios a mi vulva, y tuve que morderme la mano para no gritar ante un orgasmo producto de un ultraje.

Acerco su pene a mi boca, y remordí mis labios para no rozarlo, jugó con él por mis pechos, y descendió nuevamente a mi vulva, introdujo sus dedos y yo ya no tenía fuerzas para ocultar el placer, hervía por dentro, de rabia, de humillación y de…ganas.
Se sentó reclinándose contra la espalda, y acariciando su pene de arriba abajo ordenó:
_Ven linda ven siéntate aquí,
Me tomó la mano ayudándome a incorporar y se la empujé enfurecida
Sonriendo burlonamente dijo:
_Está bien, si quieres seguir fingiendo que no te gusta, lo haremos a tu manera
Me haló con fuerza y tomándome de la cintura hizo que me sentara en sus piernas y forzando para que abriera mis muslos me llenó profundamente con su herramienta.
Sacando mis medias de sus bolsillos me las cruzó haciendo un nudo en mi cuello
_Ya mamita si no te mueves ajustaré el lazo hasta ahogarte…así que a moverte…
Suavemente lo iba apretando, haciéndome sentir “obligada a menear mis caderas”, sí, las movía al ritmo que él dictaba y al compás de mis estúpidas ganas de ser cogida.
Ya no podía callar más, lo que inició como un ultraje estaba terminando con un destape de placer. Subía, bajaba, sin necesidad de que el lazo me ahorcara, y le ofrecía mis pecho sin que hiciera falta la fuerza, me apretaba contra su sexo, y lo abrazaba con las piernas tras su espalda queriendo alargar la furia de un nuevo orgasmo.
Sudorosa y gimiendo echaba mi cuerpo hacia atrás, mientras sus manos acariciaban mi espalda hasta perderse en mis glúteos;  su pene aun estaba duro,  y mientras nos besábamos, sus dedos jugueteaban en mi cola. Suave muy suave lo dilataba, su punta empezó el ingreso, y con cortitos movimientos de cadera iba abriéndose espacio, sus labios en mis pezones disminuían el dolor, y poco a poco me rompió totalmente…
Empujaba con más fuerza, sin ninguna contemplación, como si mi pequeño agujero, tuviera el poder de enloquecerlo, de hacerle babear. Entraba y salía, de aquel espacio reducido, cogiéndome como le daba la gana, no tardó en acelerarse, para luego asentarme fuerte contra su trozo, y soltar de sus entrañas  la leche que pugnaba por fluir.
Terminé como al inicio, recostada sobre el asiento trasero mientras nuestras respiraciones, poco a poco volvían a la normalidad.
Me besó una vez mas y cambiándome de asiento, lo recline hacia atrás, casi vencida por el cansancio
_Me llevas a casa?
_Claro preciosa, tranquila, te despierto al llegar
Varios minutos de recorrido, algunos cruces de calle, y al fin acabamos frente a mi departamento.
Tomé  mi cartera, mi chaqueta, mis medias y como todo un caballero bajó del auto, me abrió  la portezuela, e  inclinándose rozó mis labios murmurando:
_Hasta mañana linda…
Acaricie su mejilla, sonreí dulcemente y estrellando una piedra contra el parabrisas grité:
_Hasta mañana… hijo de puta!!!!
 

Relato erótico: “Mi cuñada, mi alumna, mi amante (9 y final)” (POR ALFASCORPII)

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DE LOCA A LOCA PORTADA2Mi cuñada, mi alumna, mi amante (9 y final)

sin-tituloDesperté de un plácido sueño y, gracias a la tenue luz que entraba por la ventana, confirmé que me encontraba dentro de uno aún mejor. A mi derecha, completamente desnuda, dormía boca arriba mi amante esposa. A mi izquierda, también totalmente desnuda pero boca abajo, dormía mi cuñada amante. La belleza de los dos cuerpos, uno mostrándome sus firmes y manejables pechos, y el otro regalándome la vista con su redondo y firme culito, parecía surgida de una divina ensoñación.

Miré el despertador y corroboré lo que la suave luz de la primera hora de la mañana ya me había anunciado, aún era muy pronto para levantarse, y más siendo sábado, así que aún somnoliento, cerré los ojos y me quedé dormido de nuevo.

Cuando volví a abrir los ojos la luz invadía toda la habitación, y para mi sorpresa me encontraba solo en la cama. Miré el despertador, y comprobé que ya eran las 9.30 de la mañana; mi última cabezada, que pensé que había sido de diez minutos, se había prolongado por hora y media.

– Buenos días, dormilón – escuché.

En la puerta del cuarto de baño del dormitorio se encontraba mi mujer, con su largo cabello moreno mojado, y su cuerpo cubierto con el albornoz.

– Buenos días, cariño – contesté – ¿hace mucho que te has levantado?.

Tere se acercó a mí y, sentándose en la cama, me dio un profundo beso.

– Hace apenas diez minutos, el tiempo justo para darme una ducha.

– ¿Y tu hermana?- pregunté inquisitivo -, ¿ya se ha marchado?.

– No, está en el otro cuarto de baño dándose también una ducha… ¿ya la echas de menos?- añadió con una media sonrisa.

– No es eso- contesté sorprendido por la pregunta e intrigado por la sonrisa-, es que creo que deberíamos hablar sobre lo que pasó anoche.

– Lo que pasó anoche…- repitió Tere ampliando su sonrisa- …date una ducha rápida y ahora lo hablamos los tres.

La extraña actitud de mi esposa me hacía entrever que no se arrepentía en absoluto de lo ocurrido la noche anterior, es más, me daba la impresión de que lo había asumido como algo natural que le traía placenteros recuerdos. Estaba alucinado con ella.

Nos dimos otro beso y me metí en el cuarto de baño para ducharme. Con la gratificante sensación del agua caliente cayendo sobre mi cabeza y rostro, mi cerebro no cesaba de formularse preguntas sobre lo acontecido esa noche: ¿Cómo había pasado todo tan deprisa?, ¿cómo había acabado en la cama con mi mujer y mi cuñada?, ¿cómo era posible que las dos hermanas se hubiesen entregado la una a la otra en incestuoso sexo lésbico?… Tantas cuestiones… pero sobre todas ellas, la más importante y fundamental: ¿qué ocurriría a partir de ese momento?.

Terminé de ducharme, y mientras me secaba con la toalla, escuché risas femeninas procedentes del dormitorio. A través de la entreabierta puerta del baño me llegó el inconfundible aroma de un cigarrillo. Sin duda, Patty también había terminado de ducharse y me esperaba con su hermana fumándose el primer cigarrillo de la mañana.

– ¡Pero qué vicio tiene! – pensé mientras me ataba la toalla a la cintura-, aún no ha desayunado y ya está dándole al cigarro.

Salí del cuarto de baño y ahí estaban las dos hermanas riendo al unísono. Tere tenía su larga cabellera negra, aún mojada, cayendo sobre su hombro izquierdo. Como ya había observado antes de mi ducha, estaba ataviada con su albornoz de color rosa, lo suficientemente abierto para dibujar un sugerente escote, a través del cual se colaba la mano izquierda de su hermana acariciándole un pecho. Sonreía alegremente, con sus enormes ojos color miel brillantes, sentada al borde de la cama con la pierna izquierda cruzada sobre la derecha, de tal modo que el albornoz no llegaba a tapar su firme muslo sugiriendo la curva de su culito. Estaba tan sexy, que sentí una punzada en mi entrepierna mientras mi polla se desperezaba recibiendo un abundante torrente de flujo sanguíneo.

Patty estaba sentada junto a su hermana, con su azabache media melena totalmente empapada, de tal modo que varias gotas de agua partían de su brillante cabello para recorrer delicadamente su cuello. Había envuelto su cuerpo con una toalla blanca que se había ceñido para apenas cubrir desde su generoso busto, hasta justo por debajo de su sexo, como si fuese un vestido de escueta minifalda. Al contrario que su hermana, tenía la pierna derecha cruzada sobre la izquierda, mostrándomela por completo y descubriendo su tentadora nalga. La mano derecha de Tere recorría con una suave caricia su terso muslo, desde la cadera hasta la rodilla. Como ya he mencionado, su mano izquierda se perdía bajo la abertura del albornoz de mi mujer, mientras que con la derecha sujetaba delicadamente el humeante cigarrillo que yo había percibido desde el baño. Por un instante, me sorprendió el ver que llevaba unas elegantes gafas de fina montura negra enmarcando sus hermosos ojos verdeazulados, hasta que recordé que desde pequeña siempre había usado gafas y que en los últimos años yo siempre la había visto con lentillas. Las gafas le daban un aspecto más maduro, le favorecían adornando su felina mirada de tal modo que, junto con el brillante cabello mojado como si llevase gomina, le daban un halo de ejecutiva agresiva; la imagen de la mujer poderosa, dura y terriblemente sexy, que a cualquier empleado le gustaría tener como jefa para darle su merecido follándosela salvajemente por estar tan buena y ser tan cabrona.

– Buenos días, semental – me dijo con su voz cargada del tono más sugerente.

El modo en que las dos preciosas hermanas estaban sentadas esperándome, y su actitud, conseguían que el erotismo flotara en el ambiente mezclándose con el humo que Patty exhaló a través de sus deseables labios tras besar suavemente la rubia boquilla de su malsano vicio.

La sangre inundó completamente mi músculo del placer para que se pusiese rígido y duro como acero toledano.

– Buenos días – contesté sintiendo el suave tacto de mi toalla en mi erecta verga.

Las dos bellezas miraron cómo mi improvisada faldilla se elevaba con el empuje de mi inhiesto miembro, dando forma a un bulto que las apuntaba acusándolas de provocarlo. Se echaron a reír.

– ¿Qué tiene tanta gracia? – pregunté visiblemente acalorado.

– Nada – contestó mi esposa intercambiando miradas cómplices con su hermana -, sólo que Patty y yo nos preguntábamos cuánto tardarías en estar dispuesto para seguir donde lo dejamos anoche.

– Y ahí está la respuesta – añadió mi cuñada soplando el aromático humo blanco de su cigarrillo a mi entrepierna.

Acababa de quedarme claro que en ese momento no había nada que hablar sobre lo ocurrido la noche anterior. Tere se había entregado por completo a su viciosa hermana para convertirse en una lujuriosa hembra sedienta de sexo, sin importar prejuicios o connotaciones, y su actitud denotaba que quería continuar descubriendo placeres al compartir su marido con su amante hermana.

– Ante este cálido recibimiento… – contesté entrando en su juego con una sonrisa – …y las dos increíbles bellezas que tengo delante… es lo mínimo.

Las dos sonrieron conmigo con sus ojos brillantes de excitación. Patty abrió el albornoz de Tere y se lo dejó caer sobre la cama para mostrarme el espectáculo del cuerpo desnudo de mi esposa, con sus deliciosos pechos de rosados pezones puntiagudos por las caricias de su hermana. Estaba espléndida, tan radiante que en aquel momento nadie sabría decir cuál de las dos era la hermana mayor y cuál la menor.

Mi mujer arrancó la toalla de mi cuñada, y sus magníficos pechos, redondeados, turgentes y más voluptuosos que los de su hermana, se presentaron ante nosotros.

– ¡Pero qué tetazas tienes, hermanita! – exclamó sopesando el pecho izquierdo para, acto seguido, acercar sus rosados labios al marronáceo pezón y succionarlo hasta conseguir que las dos cúspides de ambos senos se erizasen como pitones de toro miura.

– Mmmmmm – gimió mi cuñada llevándose el cigarrillo a los labios y exhalando el humo con deleite.

Tal vez fuese porque no me había atado bien la toalla a la cintura, o tal vez por el sudor frío que dejaba mi piel resbaladiza, o tal vez fuera por el empuje de la vida propia que había cobrado mi verga, pero como por arte de magia, en respuesta a lo que estaba presenciando, mi prenda se aflojó y cayó por mis muslos dejando el latente músculo, rígido, con el glande enrojecido y el tronco surcado de gruesas venas, ante la mirada de mis dos objetos de deseo.

– Estáis para follaros a las dos hasta quedarme seco – dije embriagado por la lujuria.

Ambas intercambiaron una mirada y volvieron a reír.

– Lo sé, cariño – contestó Tere -. Y las dos queremos compartirte y que nos folles como tú sabes…

Mi mujer había tomado totalmente la iniciativa, representando el papel de esposa dominante y hermana mayor. Aquello era muy bueno.

– …pero mientras te duchabas hemos estado hablando…

– Oh, oh – pensé – se acabó lo bueno.

– …y Patty cree que no podrás seguirnos el ritmo a las dos desde el primer momento…

– Eso es – le interrumpió mi cuñada -, y por eso hemos pensado que para que aguantes más haciéndonos gozar a las dos, habrá que hacerte antes una buena mamada – concluyó relamiéndose.

– ¡Uf! – pensé -, esto no es bueno… ¡es mucho mejor!.

Tere asintió y, abriéndose de piernas y mostrándome que su coñito ya estaba húmedo, me hizo un gesto para que me acercase. Sin dudarlo, dí dos pasos hacia ella y me situé entre sus muslos con la polla a la altura de su boca. Mi amante esposa agarró el falo con la mano derecha y posó sus suaves labios sobre el glande para besarlo y deslizarlo entre ellos hacia dentro. Se recreó con el capullo, friccionándolo con los labios, haciéndolo salir y entrar mientras su lengua lo circundaba una y otra vez.

– ¡Uuuummm! – gemí con los suaves besos y húmedas caricias que me provocaban cosquilleos.

Patty observaba la escena complacida por lo que veía, fumando pausadamente, recorriendo con su mirada mi anatomía de abajo a arriba, partiendo desde los labios de su hermana para llegar a encontrarse con mi mirada. Con cara de viciosa meretriz, dio un último beso a su cigarrillo, lo apagó en el cenicero que dejó en el suelo y, esbozando con sus rojizos labios una sensual “o” como si me lanzase un beso, me envió el humo de su aliento a sabiendas de que aquello me ponía cardíaco. El aroma y calidez me llegaron hasta el rostro y, con un aleteo de sus largas y negras pestañas, mi cuñadita me guiñó con picardía un ojo a través del límpido cristal de sus gafas. Yo le sonreí, y ella me acarició el culo con la mano derecha mientras con la izquierda apretaba el muslo de su concentrada hermana para llamarle la atención:

– No seas egoísta, Tere – le dijo con tono de reproche -, yo también quiero saborear esa polla.

Con un “¡Flock!” debido a la succión, mi glande volvió a surgir de entre los labios de mi mujer, estaba brillante de saliva y con la sensible piel totalmente colorada.

– ¿Te gustaría que mi hermanita te chupase también la polla? – me preguntó sin dejar de sujetármela con la mano como si fuese a escapar.

Una amplia sonrisa se me dibujó en el rostro, estaba deseando una de las increíbles mamadas que Patty ya me había hecho sin que Tere lo supiera. No es que a ella se le diera mal, de hecho me encantaba su manera de prolongar mi placer chupándome sólo la punta, pero es que su querida hermana era la reina de las felatrices.

– Si lo hace la mitad de bien que tú, cariño – contesté -, me encantaría.

Tere me sonrió e intercambió una enigmática mirada con Patty que yo entendí como asentimiento. Tiró suavemente de mi verga hacia su hermana mientras ésta descruzaba las piernas, mostrándome que su coñito también estaba húmedo. Dando yo un ligero paso lateral, Patty metió su pierna izquierda entre las mías, al igual que hizo Tere con su pierna derecha, quedando sentadas cadera contra cadera y muslo contra muslo. Yo quedé sobre ambas, de pie, al alcance de sus dos golosas bocas, con los brazos en jarras ofreciéndoles mi espada.

– Una para todas y todas para una – pensé alegremente versionando en femenino el célebre lema de los mosqueteros.

La hermana mayor cambió de mano para sujetar mi verga con la izquierda, mientras su mano derecha recorría la cara interna del muslo de la hermana pequeña para encontrar su sexo y acariciarlo. Mi cuñada deslizó su mano izquierda hacia el coño de mi mujer, y se lo acarició de tal modo que las dos gimieron al unísono.

– Mmmmmm.

La mano libre recorrió mi culo y cintura para unirse a la de su hermana sujetándome la base de la polla, y se reclinó hasta que sus jugosos labios contactaron con la húmeda punta.

Inconscientemente, ansioso por volver a sentir aquella experta boca, empujé ligeramente hacia delante abriéndome paso entre esos apetitosos labios para invadir la húmeda y cálida cavidad que tanta satisfacción me había dado en otras ocasiones. Sólo introduje la cabeza, y Patty hizo el resto dirigiendo mi rígido músculo con su mano y la de Tere para continuar acercando su rostro a mi pubis, engullendo la dura carne hasta que tocó garganta.

– “Ummppff”.

Entonces succionó con fuerza y se la fue sacando lentamente, “ssluuuuuurpfffff”, haciendo que toda su extensión palpitase mientras mis glúteos se contraían por el placer.

– ¡Ooooooohhhhh! – gemí extasiado cuando terminó de sacársela.

– Me encanta la polla de tu marido – le susurró a su hermana.

Tere besó sus húmedos labios mientras ambas seguían masajeándose mutuamente el clítoris. Sin separar sus caras, Patty guió mi falo hacia ambas, y lo hizo penetrar en la boca de su hermana, que acogió el glande y lo chupó rodeándolo con la lengua provocándome placenteros cosquilleos. Acto seguido, se lo sacó de la boca, deslizó la punta por el borde de su labio inferior; besó dulcemente a su hermana, y guió la verga por los labios de Patty para, finalmente, penetrarlos con ella.

Mi hambrienta amante succionó al invasor y devoró cuanta extensión cabía en su boca, provocándome un estremecimiento. Cuando se la sacó, arrancándome un gemido, mi verga apareció totalmente congestionada, virando sutilmente su color del rojo al morado.

– ¡Diosssss! – dije loco de placer por lo que sentía y veía – ¡sois increíbles!.

Las dos levantaron la mirada y sonrieron con lujuriosa malicia sin dejar de masturbarse mutuamente. Sus ojos, incendiados con lascivia, y sus pícaras sonrisas me revelaron que ambas estaban disfrutando al compartir ese acto de perversa intimidad tanto como yo. Volvieron a unir sus labios en otro dulce y erótico beso y, al igual que anteriormente había hecho Tere, Patty guió mi miembro acariciándolo con su labio inferior hasta hacerlo llegar a la boca de su hermana para penetrarla y que ésta degustase, nuevamente, el sabor de mi polla.

Y así, mi herramienta de placer fue pasando sucesivamente de una boca a la otra, alternándose las deliciosas chupadas de glande y frenillo, con succiones lentas, poderosas y profundas; cada cual con su propia técnica, las dos increíblemente placenteras.

Yo no podía dejar de gemir, las dos estaban tan entregadas a lo que estaban haciendo, que prolongaban mi gozosa agonía mientras yo observaba cómo mi congestionadísimo miembro pasaba de una boca a otra, fusionándose entre felación y felación los rosados labios de Tere con los rojizos labios de Patty en suaves y sensuales besos. De no haber sido por el magnífico sexo disfrutado la noche anterior con las dos, me habría corrido enseguida, pero tras aguantar quince gloriosos minutos, mi estaca ya no podía soportar tanto placer, y comenzó a latir en la boca de la hermana mayor anunciándole que se aproximaba mi orgasmo.

– Está a punto de correrse – dijo sacándose la polla de la boca y apretando su mano con firmeza para estrangular mi orgasmo y retardarlo.

– ¡Noooooo! – grité yo con el rabo dolorido por la presión de la mano y los huevos y la próstata más doloridos aún por la inminente eyaculación frustrada.

– Nunca le he dejado correrse en mi boca – sentenció.

– ¿No? – preguntó Patty abriendo de par en par sus ojazos verdeazulados-. Pero si es delicioso, y seguro que tú bien que te has corrido en su boca. Joder, si hasta yo me corrí anoche en tu boca.

– Ya, es cierto… – respondió mi mujer dubitativa sacando la mano derecha del coño de su hermana y relamiéndose los dedos – …pero no sé…

– ¡Joder! – exclamé yo fuera de mí – ¡acabádmelo ya, aunque sea con una paja!.

– Dámelo a mí, que me encanta la leche de polla – sugirió mi cuñada sacando también los dedos de la almeja de Tere y saboreando distraídamente su flujo en ellos.

Mi mujer, aún dudando si traspasar otra frontera, soltó su presa, y rápidamente Patty se erigió en mi salvadora tomando la decisión por ella. Se metió mi violácea verga en la boca dándole agresivas y profundas chupadas, que no sólo volvieron a hacerme sentir los espasmos anteriormente detenidos, sino que los intensificaron para provocarme un grandioso orgasmo que descargó un torrente de hirviente leche en su boca, inundándola con el ímpetu de una botella de champán recién agitada.

Tere contempló fascinada cómo su preciosa hermana recibía mi candente corrida sin sacarse la polla de la boca, hasta que el denso líquido comenzó a rebosar por las comisuras de sus labios.

Mi cuerpo se estremeció con las dos primeras y generosas eyaculaciones. Con la tercera, observé cómo mi blanco néctar ya comenzaba a salirse, puesto que Patty no estaba tragando como había hecho otras veces. En lugar de eso, y con la boca colmada, succionó con un sonoro “Sssluuuuurrrp” para sacarse el falo sin perder una sola gota más.

Mi mujer y yo nos quedamos atónitos cuando mi cuñadita tomó velozmente la cara de su hermana entre sus manos, y acopló sus labios a los de la desprevenida que, con la boca abierta por la sorpresa, recibió la lengua de Patty transmitiéndole el semen acumulado.

Mi corrida aún no había concluido, y un cuarto disparo no se hizo esperar ante esa sorprendente y magnífica visión, impactando en la mejilla de mi cuñada.

– ¡Diosssssssss! – me oí gritar gruñendo.

Patty ni se enteró, totalmente entregada a devorar la boca de su hermana, llenándosela con mi leche caliente.

Tere, tras el desconcierto inicial, descubrió que sus labios y lengua estaban acompañando a los de quien la besaba, degustando el cálido, denso, salado y agridulce sabor del semen de su marido. Aquello la excitó tanto, que pasó sus brazos por encima de los hombros de su hermana y se entregó por completo a ese delicioso beso blanco.

El espectáculo de aquellas dos bellezas compartiendo mi corrida con sus labios y lenguas, y mi sublime grado de excitación, hicieron que mi polla aún diese unos últimos estertores salpicando con algunas gotas blancas el rostro de mi salvadora.

Ambas se separaron, y se quedaron mirando fijamente.

– Tienes lefa en las gafas – dijo Tere.

Patty se las quitó y miró las gotas que habían caído sobre el cristal derecho. Las dos se echaron a reír y me miraron como si en ese instante acabaran de recordar que yo estaba ante ellas. Reí con ellas observando cómo mi mujer se relamía los labios paladeando, aún, el nuevo sabor que acababa de descubrir. Patty tenía algunas gotas repartidas por el lado derecho de su cara junto con tres regueros brillantes, dos partiendo de las comisuras de sus labios y uno de su mejilla, que confluían en blanco bajo su barbilla. Con un dedo tomé el semen condensado, y se lo puse en los labios a mi mujer.

– Mira que torturarme por esto… – le dije.

Tere chupó mi dedo dejándomelo limpio.

– Lo siento, cariño… – contestó aún paladeando – …la verdad es que me ha gustado…

– Y es mejor aún cuando de repente explota en tu boca y te la inunda con su calor y sabor – intervino Patty dejando sus gafas sobre la cama y limpiándose las gotas de su bello rostro para lamerlas.

– Pero qué pulcra es mi putita – pensé riendo internamente.

– Entonces tendré que probarlo – aseguró su hermana fijando en los míos sus dulces ojos de color miel, buscando mi perdón.

– Claro que lo probarás, cariño – le dije agachándome para besarla -, pero antes tendré que pensar algún castigo por lo que me has hecho.

– Sí, un buen castigo – sentenció mi cuñada mirándome con complicidad.

Capté su idea al instante, un castigo semejante al que ella misma había recibido el día que finalmente asumí cuánto la deseaba y necesitaba. Le sonreí asintiendo, pero en ese momento necesitaba recuperarme.

Ellas seguían muy excitadas, con sus pezones duros y sus coños empapados, las protagonistas de las fantasías de cualquier hombre.

– Necesito recuperarme y beber un poco de agua – dije finalmente.

Tomé a ambas por la barbilla y enfrenté sus rostros casi tocándose.

– Empezad sin mí – concluí con tono autoritario.

Las dos morenas se sonrieron y se unieron nuevamente en un húmedo y pasional beso, mientras sus manos comenzaban a recorrerse mutuamente.

Muerto de sed, así las dejé para ir a la cocina, servirme un vaso de agua y sentarme a la mesa para recobrar el aliento dando pequeños tragos de agua que aliviaron mi seca garganta. Mi cabeza daba vueltas rememorando cuanto acababa de vivir, como si fuese un increíble sueño, pero había sido real, y en ese momento había dos preciosidades compartiendo juegos lésbicos sobre mi cama.

Poco a poco alcancé un estado de relajación y placidez tal, que mi mente se quedó completamente en blanco mientras mi respiración se acompasaba como si durmiese.

– Ooooohhhh – oí gemir a Patty sacándome de mi ensoñación.

Volví a tomar conciencia de mí mismo, y mirando el reloj de la pared, me sorprendí al comprobar que había pasado casi diez minutos durmiendo sin estar dormido.

– Mmmmmm – me llegó el suave gemido de Tere.

Me levanté y, caminando por el pasillo, más gemidos ahogados fueron regalando mis oídos. Cuando llegué al dormitorio, las dos estaban en la amplia cama, tumbadas de costado, besándose, con las piernas entrelazadas frotando sus sexos contra el muslo de la otra mientras sus pechos libraban un combate de pezones erectos. Instantes después de llegar yo, la mano izquierda de Tere se coló por debajo del precioso culo de su hermana para acariciarle el coñito desde atrás. La mano derecha de Patty también se metió entre los muslos de su hermana desde atrás, y comenzó a penetrarle el conejito con los dedos, sin compasión. Las dos se miraron fijamente a los ojos, con sus bocas entreabiertas, mientras a través de sus labios se jadeaban la una a la otra.

“Aahhh”, “ooooohhh”, “mmmmm”, “ooooooooohhh”, “aaaaaaaaaaahhhh”.

Era un espectáculo divino al que mi sexo reaccionó haciéndome sentir un cosquilleo en los huevos mientras mi verga comenzaba a hincharse.

Las acústicas muestras de placer siguieron intensificándose, el rubor en las mejillas de ambas les hacía más hermosas que cualquier diosa griega.

Los gemidos de las dos se sincronizaron, se hicieron más profundos, y pude observar cómo mi mujer se mordía el labio inferior, cerraba los ojos, y todo su cuerpo se tensaba sintiendo magnífico orgasmo.

– ¡Uuuuummmmmmmmmmmmm!.

La convulsión del éxtasis hizo que los dedos de su mano izquierda penetrasen repentinamente y con fuerza el coño de mi cuñada, que también tensó todo su cuerpo arqueándose, cerró los ojos, y se corrió tan escandalosamente como en ella era habitual:

– ¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaahhhhhhhhhhh!.

Aquello me animó aún más y, aunque aún era pronto para una nueva erección, consiguió ponerme la polla morcillona, era el momento de unirme a ellas. Subí a la cama y me tumbé de costado detrás de Patty, rodeándolas a ambas con mi brazo derecho mientras mi verga entraba en contacto con el dorso de la mano izquierda de Tere y la redondez de las nalgas de su hermana.

– Espero que hayáis dejado algo para mí – dije -, he vuelto para follarme a las dos hermanitas que me vuelven loco.

Ahora era mi turno para tomar el control, iba a demostrarles que yo era el hombre, y que las ensartaría con mi lanza, sin compasión, para que se retorciesen de gusto.

Mi esposa sacó los dedos mojados de la almeja de Patty y palpó mi ya engrandecido sexo.

– Joder, cariño – dijo con la respiración aún forzada por el orgasmo que acababa de tener -, ya la tienes dura… y yo necesito un respiro.

Aún no la tenía totalmente dura, pero le faltaba muy poco.

– Me voy a follar a tu hermana – le contesté -, y tú vas a ver cómo lo hago.

– Uuuuummmm – asintió mi cuñada sacando sus dedos del sexo de Tere y dirigiendo su mano hacia atrás para acariciarme el culo -. Eso es, fóllame, Carlos, vamos a darle un buen espectáculo a mi hermana. Que sufra y disfrute viendo cómo su marido me clava la polla.

Le guiñó un ojo a Tere, se echó un poco hacia atrás haciéndole retirar su mano, y restregó su culito contra mi verga, que ahora sí se había convertido en un mástil.

Deslicé mi mano izquierda bajo su cuerpo y la sujeté por la cadera. Mi mano derecha abandonó la cintura de mi esposa atrapando un pecho de mi querida cuñada, sintiendo la suavidad de su tacto y la dureza de su pezón. Palpé todo el generoso volumen para apretarlo entre mis dedos, a lo que Patty respondió apretando sus dedos en mi glúteo derecho. Moví la cadera restregando suavemente mi falo entre las dos firmes y redondeadas nalgas que conformaban su acorazonado culito. Acompasé el movimiento con el de mi mano masajeando el turgente seno y, en respuesta, mi amante subió ligeramente las piernas para que mi glande encontrase con facilidad la parte trasera de sus labios mayores.

Patty giró la cabeza y devoré su incitante boca.

– Vamos, profe – me susurró -, enseña a tu alumna.

La punta de mi polla fue abriéndose paso suavemente, atravesando los pliegues de lubricada piel, y fue entrando en la cueva aún ardiente por el orgasmo recién disfrutado.

Tere nos observaba chupándose los dedos embadurnados de los jugos de su hermana.

La cálida vagina reconoció instantáneamente la dura barra de músculo, y la abrazó envolviéndola hasta que, con un apagado “Plas” de mi pubis chocando contra el culito de mi alumna, estuvo completamente llena de la carne cuyo extremo presionaba lo más profundo de su interior.

– Uuuuuufffffff – suspiró Patty.

Le besé dulcemente el cuello y ella giró nuevamente la cabeza para mirar a su hermana. Con la misma suavidad con que había entrado, salí completamente de ella y, lentamente, empujé de nuevo hacia delante para que sintiese el contorno de mi grueso glande acariciándola por dentro hasta incrustarse a fondo, “Plas”.

Se mordió el labio ahogando un suave gemido: “Mmmmm”, y yo mordisqueé el lóbulo de su oreja mientras mi mano pasaba de su pecho derecho al izquierdo. Volví a retirarme pausadamente, sintiendo cada caricia de su interior a lo largo de toda mi piel, para volver a penetrarlo con la misma suavidad.

– Carrrrlosssssss – susurró cerrando los ojos concentrándose en cuanto estaba sintiendo.

– Patty – susurré yo en su oído haciéndola estremecer.

Seguí con el cuidadoso mete-saca, y mi compañera comenzó a acompasar sus caderas con mis movimientos hacia delante y atrás, con la misma cadencia pausada, emitiendo pequeños gemidos.

“…plas…” “mmmmm” “…plas…” “mmmmm” “…plas…” “mmmmm” “…plas…”

Miré por encima de su cabeza a mi esposa, que nos observaba sin perder detalle. Su lenguaje corporal me reveló cuanto estaba sintiendo: sus hermosos pechos blancos mantenían los rosados pezones endurecidos, y su coñito había comenzado a lubricar de nuevo, diciéndome que aquello la excitaba; su sonrisa me indicaba que estaba feliz por ver disfrutar a las dos personas que más quería en el mundo; el rubor de sus mejillas denotaba que, en cierto modo, le daba vergüenza presenciar el sexo ajeno; en sus dulces ojos de miel ardía la llama de la pasión, pero tras esa llama, junto con la expresión de sus cejas, también descubrí un pequeño atisbo de celos.

– Oohhh, Carrrrloooosssssss, mmmmm, Carrrrrlooooosssss – gemía su hermanita.

Tras unos maravillosos minutos, las contracciones internas que masajeaban mi polla aumentaron de intensidad, y Patty comenzó a acelerar el ritmo de sus caderas.

…“plas”, “oh”, “plas”, “oh”, “plas”, “oh”, “plas”, “oh”, “plas”…

Mis embestidas se hicieron también más cortas, aumentando la frecuencia, al percibir que mi ardorosa amante estaba llegando poco a poco al orgasmo, por lo que solté el seno que mi mano masajeaba y sujeté a mi aplicada alumna de la cadera para clavársela con más fuerza.

…“plas”, “plas”, “plas”, “plas”, “plas”…

Contemplando el rostro de placer de su jadeante hermana, sus grandes pechos bailando ante el empuje de mis acometidas, y sus caderas en frenético baile hacia delante y atrás, Tere dejó atrás cualquier atisbo de celos, y decidió intervenir colocando su mano izquierda sobre el pubis de Patty para, con el dedo corazón, masajear el duro clítoris justo encima de por donde mi verga salía y entraba golpeando con los huevos la chorreante abertura.

– ¡Aaaah, aaaaaaahhh, aaaaaaaaahhhhhh, aaaaaaaaaaaaaaaaahhhhhhhhhhhhhh! – gritó orgásmicamente la doblemente estimulada.

Todo su cuerpo se convulsionó, las uñas de la mano que aún atenazaban mi glúteo derecho arañaron mi piel, y sus músculos estrujaron mi polla haciéndome sentir que su interior ardía como el mismísimo infierno.

– Uuuuuuuuuuuffffffffff – suspiró cuando su cuerpo de diosa se relajó.

A pesar del inmenso placer que Patty me había dado, la artimaña conjunta de las dos hermanas para aumentar mi resistencia había funcionado, yo aún estaba muy lejos de llegar a correrme. Posé mis labios en su cuello, y ella giró la cabeza para darme un largo beso. Después, volvió a girar la cabeza y, retirando la mano de mí para acariciar el rostro de su hermana, le dio también un largo beso.

Salí de mi satisfecha cuñadita y me puse de rodillas sobre la cama, mostrándole a mi esposa la inhiesta virilidad recubierta de los fluidos de su hermana.

– Ahora te voy a follar a ti – le dije.

– ¡Sííííííííí! – exclamó Tere denotando lo hiperexcitada que estaba.

Patty se levantó quitándose de en medio, y los dos nos quedamos mirando por unos momentos cómo recogía sus gafas de los pies de la cama, limpiaba las resecas gotas de semen utilizando la sábana, y se las ponía para terminar diciendo con su característico desparpajo:

– Ahora puedo ver mejor cómo folla mi matrimonio favorito.

Tere y yo nos reímos a carcajadas.

Mi cuñadita recogió el cenicero y el paquete de tabaco del suelo, los colocó sobre la butaca del dormitorio, y los dos la seguimos con la mirada mientras la movía para situarla junto al lateral de la cama. Entonces se sentó cruzando las piernas y encendió el cigarrillo post-polvo que siempre le encantaba fumar, dispuesta a presenciar uno de los momentos con los que tanto había fantaseado en su adolescencia.

Mi mujer se tumbó boca arriba, y abriéndose de piernas me dijo:

– Vamos, fóllame como tú sabes.

– No – le espeté tomándola por la cintura firmemente y forzándola a incorporarse -. Aquí mando yo – añadí obligándola a arrodillarse frente a mí.

– ¡Aumm! – exclamó Tere con excitación por mi autoritario tono y actitud.

– Le vamos a dar a tu hermana un buen espectáculo, vamos a follar salvajemente.

– Uuuuuuufffffffff.

– Que tu hermana vea lo puta que eres cuando me cabalgas, y lo cabrón que soy ensartándote sin piedad.

– Vas a conseguir que me corra antes de empezar – finalizó mi esposa tomando mi cara entre sus manos y dándome un morreo con el que me metió la lengua hasta la garganta.

Tirando de sus caderas, ambos caímos en el lecho, quedando ella con sus pechos aplastados sobre mi torso, clavándome los pezones, y con su sexo apoyándose en el mío, añadiendo cálidos jugos al aún tibio fluido de su hermana. Sujetándola por su esbelta cintura, la ayudé a colocarse a horcajadas sobre mí. Con su mano buscó mi polla y la colocó sobre sus húmedos labios vaginales.

Por un instante volví la cabeza hacia Patty, y corroboré que, con las gafas puestas dándole ese irresistible aura de ejecutiva agresiva, no perdía detalle exhalando plácidamente humo blanco a través de sus sensuales labios.

Tere fue bajando su cuerpo, y cuando su estrecho conejito ya tenía bien atrapado un trozo de zanahoria con su boca, apartó la mano y se dejó caer autoempalándose hasta el fondo.

– ¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaahhhhh! – gritó al sentirse llena alcanzando un pequeño orgasmo por la excitación acumulada.

Subí mis manos recorriendo su cintura hasta agarrar sus blancos pechos, del tamaño justo para que mis manos los cubriesen, y la empujé ayudándola a incorporarse sobre mí. Jadeando, sus manos se aferraron a mis brazos, y poco a poco comenzó a mover con fuerza las caderas, estrujándome la polla y excitándose de nuevo con ella dentro.

– ¡Ssssííííííí! – exclamé disfrutando con la magnífica potencia de sus movimientos.

Sin disminuir un ápice de fuerza, fue acelerando la cabalgada arrancándome gruñidos de placer, hasta que cogió un ritmo de caderas rápido y poderoso.

– Essssso essssss – le dije -, demuestra lo puta que eres.

Me sonrió desde las alturas y, soltándome los brazos, terminó por ponerse completamente perpendicular a mí. Liberé sus níveas montañas de cúspides rosadas y la tomé por las caderas para coger el mismo ritmo acompañando sus movimientos con mi pelvis.

– Mmmmmm – emitió como aprobación.

Sus manos, ya libres, se aferraron a sus bamboleantes senos y los apretaron y masajearon con fiereza, siguiendo el contoneo de todo su cuerpo.

– Uuummmm, ummmmm, uuuuuuummmmm – gemía mordiéndose el labio con los ojos brillantes de lujuria.

En pleno polvo, a pesar de sus diferencias, era cuando las dos hermanas se parecían más, ambas se soltaban la melena y gozaban haciendo gozar. ¡Y vaya si yo lo estaba gozando!, con mi polla durísima siendo devorada salvajemente por aquel estrecho, húmedo y cálido coño que la exprimía buscando su zumo, pero este aún no podía llegar.

Tras un tiempo de agresivo contoneo sincronizado de caderas, con los dos cubiertos de sudor por el violento ejercicio, empecé a subir y bajar la pelvis repetidamente impulsándola con todo el cuerpo, haciendo que Tere botase sobre mi verga.

– Oh, oh, oh, oh – se entrecortaban sus gemidos con cada bote.

– Vamos, cariño, enséñale a tu hermana lo bien que cabalgas.

Soltó su pecho izquierdo y se echó ligeramente hacia atrás para sujetarse a mi muslo, giró la cabeza mirando a Patty y, soltando su otro pecho, levantó su brazo derecho para describir círculos en el aire con la mano.

– ¡Wow, wow, wow, wow, wooooooowwwww! – gritó sin dejar de botar.

Patty, que ya hacía un rato que había consumido el cigarrillo, se acariciaba suavemente observándonos sin perder detalle, pero cuando vio el estilo rodeo de su hermana, no pudo reprimir una carcajada.

– Eres la amazona más puta que he visto nunca – dijo levantándose de la butaca y subiendo a la cama -, ¡y me encanta!.

De rodillas, se acercó a ella, yo detuve el sube-baja, y ambas se fundieron en un prolongado beso en el que labios rosas y rojizos se abrían y cerraban, acariciándose y comiéndose mientras las lenguas libraban un combate a muerte en sus bocas.

Me volvía loco presenciar sus excitantes besos de mujer a mujer, eran un festival de pálidos pétalos de rosa y suaves pétalos de amapola entremezclándose, pero quería continuar dándole duro a Tere para provocarle otro éxtasis, y que éste fuese más fuerte y prolongado que el anterior; así que comencé a bombear otra vez haciendo que mi mujer volviese a botar, separándola de los labios de su hermana.

– Dale así, cuñadito, que cabalga tan bien que es capaz de domarte – me dijo Patty sonriéndome mientras se situaba detrás de mi esposa.

– Oh, oh, oh, oh – volvía a gemir ésta llevándose las manos a la cabeza y revolviéndose el pelo mientras reanudaba el contoneo de caderas.

Volví a detener los saltos y adecué mis movimientos para acompasarlos al salvaje baile de Tere, hasta que alcanzamos una buena velocidad.

Mi esposa volvía a gemir mordiéndose el labio, y detrás de ella vi a Patty que, sonriéndome, acarició mis manos sujetas a las caderas de su hermana, recorrió su cintura y, desde atrás, aferró los pechos que volvían a balancearse. Pellizcó los sensibles pezones obteniendo un placentero gruñido de mi mujer y, sin soltar el seno izquierdo apretándolo con fuerza, subió la otra mano hasta la jadeante boca de la amazona, que chupó los dos dedos que se le ofrecían. Rápidamente, la mano bajó, y sentí un cosquilleo en mi escroto cuando lo rozó para introducir repentinamente los dos dedos en el ano de Tere.

– ¡Oooooooohhhhh! – gritó placenteramente la digitalmente sodomizada al sentir su culito penetrado.

Animada por ver que le había gustado, Patty también acompasó sus dedos a nuestras caderas metiendo y sacando por la secreta entrada.

Tere apenas aguantó un par de minutos de doble penetración, desbordada por el cúmulo de sensaciones, le fallaron las fuerzas y tuvo que bajar sus brazos para apoyarse con las manos sobre mi pecho. Cesó los violentos contoneos para recobrar el aliento, pero Patty y yo no cejamos en nuestro ritmo y, con mi polla follándole el coño y los dedos follándole el culo, conseguimos de ella nuestro gran triunfo.

– ¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaahhhhhhhhhh! – gritó como nunca la había oído gritar.

El fortísimo orgasmo le hizo arquear toda la columna vertebral con un intenso espasmo. Sus dedos se contrajeron en forma de garras y la cuidada manicura francesa de sus uñas atravesó la piel de mis pectorales causándome un latigazo de delicioso dolor. La vigorosa fuerza de sus músculos vaginales, entrenados por años de frecuente y buen sexo conmigo, estranguló mi rígida estaca haciéndome sentir los latidos previos a mi catarsis, y como un volcán dormido desde hace milenios, entré en erupción gruñendo con furia, inundando de abrasadora lava esa gruta de placer con un estremecimiento que me hizo elevar las caderas, intensificando aún más, si eso era posible, el poderoso orgasmo de mi amada; dejándola sin voz, con la boca abierta, los ojos cerrados, las mejillas incendiadas y la cabeza echada hacia atrás, con su largo cabello negro como la noche cayendo por su espalda arqueada, más bella que nunca.

Al volver a descender mi pelvis, Tere cayó sobre mí y volví a ver a Patty que, esbozando su característica sonrisa de picardía, me mostraba sus dedos haciéndome con ellos la señal de la victoria. Yo le sonreí, mi cuñadita era realmente increíble.

– Uuuuuuuuuuufffff – suspiró Tere sobre mi pecho -, ha sido brutal.

Acaricié su cabeza reposando sobre mí y, besándola, aspiré la dulce fragancia de su cabello.

Patty gateó por la cama hacia nosotros, y tumbándose a nuestro lado nos abrazó con fuerza.

Sólo escuchamos nuestras respiraciones durante un rato, agotados y satisfechos, hasta que un rugido de mis tripas rompió el silencio.

– Me muero de hambre – dije, y los tres nos reímos con ganas.

– Habrá que reponer energías – observó Tere -, si queremos continuar…

– Claro – añadió Patty -, yo también me muero de hambre y, cariño, te recuerdo que aún no te hemos dado tu castigo por hacer sufrir a Carlos – concluyó sonriendo y guiñándome uno de sus fascinantes ojos.

– Pensé que éste había sido mi castigo…

– Uy, no – volví a intervenir -, tu castigo será mucho más exquisito y severo…

En respuesta, lo único que hizo Tere fue darme un profundo beso que después también compartió con su hermana.

– ¿Qué os parece si voy a por churros y chocolate caliente para darnos un buen desayuno? – pregunté sintiendo el agujero de mi estómago.

– Es una gran idea – contestó mi mujer.

– Sí – añadió Patty -, me encanta el chocolate, y podrías traerte un poco de sobra para utilizarlo después, me encanta saborear cualquier cosa con chocolate…

– Eres una golosa – le contestó su hermana.

– Y una viciosa – pensé yo.

Dejándolas en la cama, me vestí, cogí la cartera, las llaves y el teléfono móvil, y tras colocarme un poco el pelo con los dedos mirándome en el espejo que estaba sobre la cómoda del dormitorio, me despedí con un “Hasta ahora, preciosas”.

La churrería no estaba lejos, cruzando un par de avenidas, apenas diez minutos a pie que merecía la pena recorrer porque siempre tenían los churros y el chocolate recién hechos. Por el camino, todas las experiencias vividas se repetían en mi mente una y otra vez, como cuando era pequeño y me pasaba el día montando en bici para, luego, por la noche y en mis sueños, seguir pedaleando.

Tanto la actitud de mi esposa como la de mi cuñada, denotaban que cuanto estábamos viviendo no consistía para ellas únicamente una excitante aventura, me daba la impresión de que querían prolongarlo indefinidamente tras haber descubierto una química tan explosiva entre ellas y, por supuesto, conmigo. Y lo que era evidente, era que a mí me encantaba la idea de formar un trío estable con sexo salvaje y apasionado entre las dos preciosas hermanas y yo. Tal vez, con el tiempo, cuando la relación se afianzara, Patty y yo le confesaríamos a Tere que la interacción entre nosotros había empezado un poco antes.

Con estos pensamientos llegué a la churrería, y tras esperar una cola de cinco personas, al fin conseguí comprar docena y media de churros y dos litros de chocolate, un litro para beber, y otro para deliciosos juegos de cama tal y como había propuesto mi golosa cuñadita.

Casi nada más salir de la churrería me sonó el móvil, y vi la preciosa cara de mi esposa sonriéndome en la foto que apareció en la pantalla.

– Dime, cariño.

Sólo oí risas.

– ¿Tere?.

– Te juro que fue así – oí la voz de Patty algo lejana.

– Patty, ¿eres tú?.

– No me extraña viniendo de ti… – le contestaba Tere a su hermana con la voz un poco más cercana.

Volví a oírlas reír.

– ¿Cariño? – volví a intentar sin obtener respuesta.

Seguramente Tere había cogido su teléfono para algo y, accidentalmente, había pulsado la tecla de marcado rápido al volver a dejarlo, llamándome sin saberlo mientras charlaban.

Reanudé el camino de vuelta, y justo cuando iba a apretar la tecla “colgar”, apartándome ligeramente el teléfono de la oreja, algo volvió a hacerme escuchar:

– Aún recuerdo como si fuese ayer la noche en que te conté que me iba a casar con Carlos – decía Tere.

– Esto suena interesante – pensé prestando aún más atención.

– Sí – contestó riendo Patty -, igual que yo, aunque de aquello ya hace más de un año… nuestra primera noche especial…

– ¿Cómo? – pregunté mentalmente.

– En cuanto te lo dije te me echaste a llorar – siguió mi mujer.

– Y ante tus constantes preguntas – añadió mi cuñada -, acabé confesándote que llevaba enamorada de él desde niña.

Aquello me dejó perplejo, mi ardiente Patty no sólo había fantaseado conmigo, como me había revelado en nuestro primer escarceo, ¡sino que estaba enamorada de mí…!. Me sentí increíblemente satisfecho y complacido.

– Mi querida y admirada mayor – prosiguió – trató de consolarme diciéndome lo hermosa que era, y que cualquier hombre perdería la cabeza por mí.

– Pero eras inconsolable – le dijo Tere -, y cubrí tu preciosa cara de besos porque no podía verte llorar…

– Hasta que tus labios se posaron dulcemente sobre los míos, una vez, y otra…

– Y al segundo beso sentí una corriente eléctrica cuando tus labios correspondieron a los míos.

– Nos quedamos mirando a los ojos sintiendo nuestro amor fraternal, pero nuestros cuerpos querían más de aquello.

– Como borrachas, subidas en una nube de sensaciones, volvimos a besarnos y las dos nos sorprendimos cuando las puntas de nuestras lenguas se rozaron…

Patty rió:

– Las dos nos excitamos tanto que a partir de ahí todo se convirtió en un húmedo sueño lésbico – concluyó Patty.

– Un húmedo sueño que hemos repetido cada mes en nuestra “noche de hermanas”, mientras Carlos estaba en su “noche de amigos”.

Aquella revelación me dejó de piedra. ¿Cómo era posible que mi dulce esposa llevase tanto tiempo engañándome?, ¡con su propia hermana, mi cuñada, alumna y amante!. Me sentí traicionado. Y yo que había tenido remordimientos por serle infiel a mi mujer tirándome a su hermana… pero qué idiota había sido. ¿Y qué clase de pantomima habían representado las dos para mí la noche anterior?, haciéndome creer que era la primera vez que se entregaban la una a la otra… me sentí terriblemente estúpido.

– Jajaja – rió Patty -, y tanto anoche como ésta mañana lo han convertido en un sueño sublime, cuando por fin hemos dejado de vernos a escondidas para cerrar el triángulo compartiéndole y haciéndole partícipe de nuestros juegos.

– Sí – contestó Tere -, y además se ha enamorado de ti.

– ¿Tú crees?, ¿por qué lo dices?.

– Hace un rato os he visto follar. Cariño, ahí no había sólo sexo, estabais haciendo el amor…

– ¡Uf!, y me ha encantado… Entonces… eso significa que tu plan ha funcionado.

– ¡¿QUÉ?! – gritó mi cerebro al borde del colapso.

– Sí – contestó Tere -, y mejor aún de lo que había previsto. Te dije que si conseguía arreglarlo para dejaros a solas, le seducirías fácilmente. Mírate, preciosa, ¡eres un bombón irresistible!. Con esos ojazos… esos labios… ese cuerpazo de escándalo… y tu innato talento en la cama, sólo he tenido que facilitarte cuatro oportunidades para hacer que se enamorara de ti.

– Cinco, aunque supongo que esa en la que tu maridito vino por su propia cuenta a mi piso a follarme bien follada, no cuenta, jajajaja…

No pude escuchar más, la cabeza me daba vueltas. Los recuerdos de todo cuanto había ocurrido se agolparon en mi mente convirtiéndose en piezas de un puzzle, siendo mi mujer la pieza maestra que las hacía encajar a la perfección. Ahora entendía por qué Tere había invitado a comer a su hermana un día en que trabajaba en lugar de un fin de semana. Ya estaba claro por qué había insistido en que le diera una clase particular a mi alumna organizando ella la cita. Por fin se confirmó mi sospecha de que había sido ella misma la que le había explicado a Patty dónde podría encontrarme en mi última “noche de amigos”. En ese momento ya era evidente por qué había invitado a mi amante a la fiesta de disfraces y a quedarse después en nuestra casa. Cuanto acababa de oír explicaba el que a mi dulce esposa le hubiese resultado tan fácil dejar atrás cualquier prejuicio entregándose a la lujuria de su hermana, ¡porque ya lo había hecho muchas veces!.

Me sentí mareado al comprender que aquella maravillosa mujer a quien creía conocer no era más que una farsa. En realidad, era una hábil manipuladora que había orquestado todo convirtiéndome en un títere para su gozo y el de su querida hermana, aquella de quien había comenzado a enamorarme.

– “A veces, cuando se gana, se pierde”- susurró la voz de Robin Williams en mi mente interpretando al protagonista de Más Allá de los Sueños.

Tuve náuseas al darme cuenta de que toda mi dignidad había sido pisoteada por aquellas dos perversas mujeres convirtiéndome en su juguete. Esas dos diosas habían hecho realidad mis fantasías y me habían llevado al cénit del placer jugando con mis sentimientos… Las odiaba… las amaba… ¡Era demencial!.

– Tere… Patty… – dije apretando los dientes.

De repente, un agudo chirrido me sacó de mi vorágine de confusos y nefastos pensamientos. El tiempo pareció ralentizarse cuando giré la cabeza y vi que, inmerso en mi tempestad de caóticos y contradictorios sentimientos, estaba cruzando inconscientemente una avenida por donde no se debe hacer. El chirrido procedía de un coche que, en vano, trataba de frenar abalanzándose sobre mí.

Sentí un dolor lacerante en las piernas cuando los huesos se me quebraron por el impacto del parachoques. Un estallido de dolor cálido envolvió mi hombro izquierdo cuando la clavícula se me hizo añicos contra el capó del coche. Como una telaraña de hilos de acero que lentamente fuese extendiéndose por mi cabeza, sentí el impacto de mi cráneo contra el parabrisas; en aquel instante, el mundo comenzó a dar vueltas en torno a mí al salir despedido por los aires. La posterior caída hizo que el asfalto se precipitase sobre mi rostro con la violencia de un tsunami, y entonces todo fue oscuridad.

No contemplé toda mi vida pasar ante mis ojos como si fuese una película. Ya no sentía nada: frío o calor, dolor o placer, odio o amor… nada. Ya nada importaba.

Mientras la muerte cerraba sus crueles garras en torno a mí, sólo pude escuchar en mi cerebro la suave melodía de Kansas acompañando a la dulce voz:

“…dust in the wind

all we are is dust in the wind…”

FIN

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alfascorpii1978@outlook.es

 

Relato erótico: “Venganza en el rancho” (POR ROCIO)

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Esta historia es la continuación de mi relato “Unos negros quisieron preñarme en un rancho”, que pueden encontrarlo en mi cuenta de autora. ¡Advertencia de contenido! Este es un relato para la categoría “Sadomaso”, si entraste aquí por error sal pitando antes de que te alcance un latigazo.
El estar apresada en un viejo cepo de tortura hizo que pensara sobre mi vida. Porque estaba allí, en medio del rancho, bajo la sombra de un árbol, con las manos y cabeza aprisionadas en la barra del cepo, amén de las piernas abiertas tanto como mi cintura pudiera debido a la barra espaciadora en mis pies. Hacía solo un par de meses me dedicaba a charlar con mis amigas de la facultad, cotillear sobre chicos, opinar sobre moda y hasta planeando ir juntas a un salón de belleza para darnos un gustito. Me gustaba esa vida simple y casi rutinaria.
Pero desde que el jefe de mi papá me chantajeara para ser su putita y la de sus colegas (de lo contrario mi progenitor perdería su puesto de trabajo), todo en mi vida dio un giro brusco. Ahora yo, la estudiante modélica de la facultad, me encontraba adornada con aros de anillo injertados en cada pezón que me los mantenían paraditos, así como una argolla de titano en cada labio vaginal, y uno últmo atravesándome el capuchón que recubre mi clítoris. Yo, la nenita consentida de papá, tenía un tatuaje en el vientre que rezaba “Vaquita en celo”, no visible debido a mi posición inclinada en el cepo, y uno muy notable en el coxis que decía “Vaquita Viciosa”, dibujado en letras hermosísimas.
Dos noches atrás estaba durmiendo abrazada a mi papá porque tengo la costumbre de hacerlo cuando llueve, pero ahora estaba en medio de un rancho perdido en el campo, lejísimos de mi querida Montevideo, desnuda, magullada y cansada pues pasé una noche salvaje con cuatro peones negros que, a escondidas de su patrón, me revelaron sus intenciones de preñarme y secuestrarme para abordar un barco rumbo a su país natal, Somalia, y convertirme en una putita cuya única función sería la de darles bebés. ¿Y lo más gracioso? Que mi papá pensaba que yo estaba durmiendo en la casa de mi mejor amiga “por cuestiones de estudios”.
Pasé largo rato pensando sobre mi situación, viendo los peones del rancho ir y venir sin hacerme mucho caso, llevando pilas de heno a un granero, cargando baldes para ordeñar a las vacas y hasta sacando algunos caballos del establo para llevarlos a un enorme corral. Era como si para ellos yo no estuviera allí, pero sí lo estaba y de qué manera, expuesta a cualquier guarrada que quisieran.
Un hombre de edad se acercó a mí con un balde del que sobresalía una pequeña manguera de plástico trasparente. Algunos peones dejaron sus actividades por un momento solo para observarnos desde la distancia, haciendo comentarios entre ellos. ¿Tal vez hablaban de lo que me haría ese viejo? ¿O de qué clase de muchacha se dejaba humillar así sin poner resistencia?
—Buen día, vaquita. Soy don Josué. Me envió el patrón para que te prepare. Va a ser divertido.
“Divertido” era sinónimo de “Ni veinte años de tratamiento sicológico van a ser suficientes para curarte de lo que te vamos a hacer”. Pero yo estaba demasiado vencida y agarrotada para decir algo, la noche anterior los cuatro negros somalíes me dieron una auténtica tunda de pollazos hasta hacerme desfallecer; mis condiciones eran deplorables, bañada de lefazos, azotes y repleta de chupetones. Si me liberaran del cepo probablemente caería desplomada como un saco de papas.
Para mi desesperación, el hombre retiró del balde un enema conectado a la manguerita trasparente, cuyo otro extremo terminaba en un embudo. Así que armándome de valor decidí preguntarle:
—Oiga, señor Josué… ¿eso es un enema?
—Sí, te lo voy a meter por el ano, vaquita.
—No… no es necesario, me he limpiado antes de venir aquí.
—No es para limpiarte, nuestro patrón nos dijo que ya estabas limpia.
—¿¡Entonces qué va a hacerme con eso!?
Se dirigió detrás de mí, donde de manera inevitable ofrecía culo y coño a la vista. Palpó mi cola con cierto cuidado, seguramente porque vio el trío de cintarazos que me propinaron temprano a la mañana (había intentado advertirle al patrón que sus peones somalíes me querían preñar, pero no me creyó y me disciplinó). No dudó en enviar sus dedos hasta mi hinchada concha para palparla con descaro; se detuvo un rato para tirar de mis argollitas incrustadas allí, separándolas para ver mis carnecitas. Nada podía hacer yo más que gemir para delirio de los curiosos.
—Qué precioso coñito anillado tienes, todo rosa y seguro que está apretadito adentro.
—Uf… No las estire tanto, que duele…
—Es abultado, con mucha carne, se nota que te follan a menudo.
—¡Auch! ¡Tráteme con cuidado, viejo estúpido, no soy una campesina!
—Desde luego, seguro eres una pendejita de la ciudad que se cree superior a todos aquí.
—¡No es verdad, deja de presuponer cosas de mí, desubicado!
Silbó y llamó a alguien más, seguramente un colega. Como ambos estaban detrás de mí, no podía verlos, pero sí oírlos. “Míralo, don Carlos, ¿a que es una preciosidad?”. “Sí, don Josué, lástima que no podamos follarla, el patrón fue muy claro. Solo la trajo para los somalíes”, masculló el otro, estirándome la argolla de un pezón.
Eran cuatro las manos que ahora acariciaban mi machacado cuerpo y que de vez en cuando daban cachetadas a los muslos para comprobar mi firmeza, arrancándome tímidos gemidos de placer porque, aunque la situación fuera muy degradante, eran muy hábiles, seguro que las vacas y yeguas la pasaban genial con esos viejos. Pero debía dejar de disfrutar y tratar de conseguir ayuda, así que pese a que no los podía ver, les rogué que me prestaran atención:
—Escúchenme, señores, ¡tengo que decirles algo sobre esos cuatro somalíes!
—¿Eh, qué pasa con ellos, vaquita?
—¡Me quieren embarazar! ¡Y don Ramiro no me cree! ¡Tendré que pasar la noche en el granero con ellos y dudo que logre salvarme!
—Eso no tiene sentido, esos hombres están desde hace muchos años y son gente de confianza. Es obvio que tú tienes algo en contra de ellos, seguramente las niñas de la ciudad como tú no soportan a la gente de color.
—¡No es verdad, no es verdad!
—¡Deja de gritar! Podemos ir y decirle a don Ramiro que sigues con esa historia de “los negros me quieren preñar”, porque nos lo ha advertido.
—¡No! ¡No se lo digan, me va a volver a castigar!
—Pues entonces será mejor que te quedes callada, putón.
Mientras mis nalgas eran groseramente abiertas, sentí un líquido frío y viscoso caerse en mi cola. Di un respingo de sorpresa. Uno de los dos viejos empezó a embardunar mi ano con aquello para, imagino, que el enema me entrara con facilidad. Fuera quien fuera, le faltaba tacto y caballerosidad.
—¡Auch, auch! ¿¡Podrían por favor tener más cuidado!?
—Respira hondo, niña, voy a meter el enema.
—¡Mfff! ¡Me va a romper la cola, quítela por favor!
—Relájate, sé lo que hago, todo va bien. Esto es como preñar a las vacas y yeguas.
—¡Diosss! ¿¡Hasta dónde la vas a meter, cabrón!?
—Chillas demasiado y para como tienes el culo prieto, ¿puedes ir y callarla, don Carlos?
El tal “don Carlos” fue frente a mí y me cruzó la cara con la mano para que me callara. Lo vi por primera vez al recuperarme de la bofetada, era otro señor de edad como don Josué, vamos que podría pasar por mi abuelo, no creía que personas de esa edad fueran podrían ser tan malvadas. Volví a chillar porque aquel enema me estaba partiendo en dos, por lo que don Carlos se bajó la bragueta y sacó su polla morcillona. Se la manoseaba mientras me decía: “Chupa, que si no el patrón se entera”.
No quería mamarla, obviamente no era una verga larga ni imponente como la de aquellos negros, pero es que estaba ya harta de ese tufo rancio que emanan las pollas, y ya ni decir que me daba arcadas imaginar que debía tragar la leche de ese viejo asqueroso.
Una de las cosas de las que más estoy orgullosa es de mis labios pequeños pero carnosos; y me asqueaba sobremanera que lo quisieran usar tan vulgarmente. Pero hice tripas corazón porque lo último que deseaba era que viniera don Ramiro cabreado con cinturón doblado en mano.
Abrí la boquita y empecé a acariciarla con la lengua, usando el piercing que tengo en la punta. Serpenteando en el cálido glande, logré que su erección fuera plena y no dudó en metérmela hasta la campanilla; su vello púbico me raspaba la nariz; me retorcía como loca pues me estaba asfixiando; el viejo no se inmutaba, solo se reía de mí cuando hacía gárgaras.
E inesperadamente, detrás, sentí un frío líquido entrando en mis tripas. Arrugué mi cara de dolor y empecé a lagrimear, pero eso no fue impedimento para que el señor Carlos me empezara a follar la boca como si fuera un coño. Luego de interminables segundos, sintiendo cómo mi cola se llenaba de ese líquido, don Carlos me tomó del mentón y retiró su polla totalmente lubricada de mi vejada boca.
Su tranca empezó a escupir leche a tutiplén por toda mi cara mientras yo trataba de recuperar respiración; el viejo gruñía; un lefazo grande incluso impactó contra mi ojo izquierdo, cegándomelo; pero apresada como estaba no me quedó otra que dejarme hacer. No tenía tanto semen como los negros, al contrario, así que no tardó tanto.
—Don Josué, le metiste tanto líquido en las tripas que ahora parece estar preñada —dijo limpiándose la polla con mi cabello.
—¡Basta ya! Uf, uf… Voy a reventar como siga metiéndome agua…
—¿Agua? ¿Quién dijo que estamos llenándote con agua?
—¿No es agua? ¿Qu-qué está metiéndome en la cola, viejo asqueroso?
—Pues… es vino.
—No es verdad… ¡¡¡No es verdad!!!
Me zarandeé a modo de protesta pero lo cierto es que con el vino revolviéndose dentro de mí se hizo doloroso el solo moverme, por lo que pensé que lo mejor sería estar quieta hasta que aquella vejación terminara. Retiró el enema y antes de que yo pudiera derramarlo sin control, lo taponó con algo pequeño que, por la sensación, era de plástico.
—Madre mía… ¿¡Tengo vino en mi culo, viejos de mierda!?
Ambos hombres volvieron frente a mí, y con mi único ojo abierto, vi que cada uno retiró una fusta de su cinturón, de esas que usan los jinetes gauchos para apurar a los caballos, de mango grueso y con una tira de cuero larga y trenzada. Pero a mí no me iban a asustar, la rabia se desbordaba de mi cuerpo.
—¿¡Qué es lo que quieren!?
—Vamos a beber el vino de tu culo, desde luego. Don Josué va a quitarte el tapón y va a beberlo, pero más te vale no derramar todo el vino en su cara si no quieres que te cosa a azotes.
—Exacto, vaquita, tienes que controlar el esfínter para no dejarlo escapar todo. Ahora necesito que te agites un poco para revolverlo bien en tus tripas.
—¡Noooo!
Como me negué a agitarme porque en serio era algo insufrible, ambos volvieron detrás de mí. Cayó un latigazo sádico en mi espalda que me hizo retorcer de dolor y gritar agudamente, y antes de que pudiera mandarlos a la mierda, cayó otro, perpendicular al anterior, de manera que seguro en mi espalda tenía una equis rojiza. El sonido del vino revolviéndose dentro de mí era bastante evidente, así como el tintinear de las argollas anilladas en los labios vaginales.
El último azote fue demasiado cruel pues alguien me lo dio justo en el coño. Fue rápido, certero, duro. No sabría describir cómo me zarandeé, grité y sufrí sintiendo el cuero trenzado comiéndome mis carnecitas mientras el vino se revolvía en mi interior. Me dejaron así, prácticamente llorando de dolor por cinco minutos hasta que vieron que mi respiración se había vuelto normal.
Un viejo me levantó la cara con una mano, con la otra preparó para cruzármela, pero se detuvo. Tal vez se apiadó de mi desencajada cara repleta de lágrimas y mocos. Bajó la mano y me preguntó:
—Ya sabes lo que tienes que hacer, ¿vas a portarte bien?
—Uff, ¡sí!… ¡Mierda!, sí, prometo que lo haré bien…
—Voy a arrodillarme y destaparte, más vale que hagas fuerza para no derramarlo todo.
Estaba literalmente temblando de miedo. Esos varazos dolían terrible y lo último que quería era que mis tripas sufrieran con el revuelco del vino y que mis carnecitas volvieran a sufrir algo tan terrible.
Tragué saliva cuando me destapó con un sonoro “plop”; la cola me dolía horrores pero logré atajar el vino dentro de mí haciendo presión con el esfínter. Separó mis nalgas y sentí inmediatamente su boca a centímetros de mi ano porque sopló. “Esta es una vista preciosa, don Carlos”. Y acto seguido me dio un beso negro para posteriormente succionar mi cola con tanta fuerza que apenas pude contener el flujo del vino.
—¡Ugghhh, diossss, bastaaaaa!
—¿Ves, cerdita? Te dije que iba a ser divertido. Ya tengo ganas de catar ese vino tan especial.
—¡Deje de chupar ahíiii! ¡Ughm! ¡Es lo más asqueroso que me han hecho en mi vida!
El truco era atajarlo todo como mejor pudiera, pues como él succionaba con fuerza, iba sacándome chorros de vino inevitablemente. A veces se detenía, posaba su lengua en el ano y presionaba mi pancita hacia arriba para que lo sacara a chorritos por mi cuenta. Estuve así largo rato dándole de beber, sintiéndome la muchacha más sucia y pervertida de todo Uruguay. Cuando más o menos me sentía mejor porque mucho del vino ya se había vaciado de mi interior, me volvió a taponar la cola.
Tenía el rostro visiblemente desencajado, no podía controlar la saliva que se me desbordaba de la boca. Les rogué que me dejaran en paz, pero creo que simplemente no me entendieron debido a que me solo me salían balbuceos inentendibles.
Pronto se hizo lugar don Carlos y repitió la misma operación hasta dejarme, por fin, con solo chorretones de vino goteándome de la cola. Estaba prácticamente desfallecida, sudando y colgando del cepo, sintiendo cómo caía el vino restante por mis muslos. Y sí, lo confieso, también estaba algo excitada. Había hecho varias guarradas en mi vida pero eso de dar de beber vino a unos señores desde mi cola era algo que algún día tendría que repetir, pero en mejores condiciones, eso sí.
—¡Fue una estupenda catada, Don Carlos! Lástima que no podamos follarla.
—Ya te digo, Don Josué, pero ya es muy amable de parte del patrón el habernos cedido un rato a esta vaca.
—No soy ninguna vaca —susurré, sintiendo cómo volvían a meterme de nuevo el enema. Empecé a llorar desconsoladamente y de manera muy audible porque no quería volver a sufrirlo. Vaciaron la botella de vino en mi interior y lo volvieron a taponar. Para mi sorpresa no volvieron a beberlo, me dijeron que eso era para mis Amos. Imaginé que con “Amos” se referían a los cuatro somalíes.
—Bueno, se hace tarde, será mejor que volvamos a nuestras actividades.
Volví a quedarme sola en medio de aquel rancho, viendo a los demás trabajar con mi único ojo funcional, pues el semen se había resecado en el otro y no me permitía abrirlo, con las tripas llenas de vino y seguramente una panza similar a la de una preñada de varios meses. Minutos después se acercó, para mi desesperación, Lenny, uno de los negros somalíes que me había sometido la noche anterior. Al principio me costó reconocerlo porque era la primera vez que lo veía con ropa de trabajo, y no desnudo.
Lenny, en Somalia, había trabajado en un campamento de drogas, lo cual me espantaba sobremanera, vale que según don Ramiro ya se había dejado de esa vida criminal, pero yo dudaba muchísimo de él tras cómo me había tratado en el granero.
Su ceño serio no me aterrorizó, al contrario, preparé un cuajo de saliva para tratar de alcanzarle el rostro, pero él me tomó de la cara de manera descortés, hundiendo sus dedos en mis mejillas, empujando mis labios hacia afuera para que terminara desparramando mi saliva.
Me saludó con su típico español forzado y mal hablado.
—BUEN DÍA, VACA. LINDA PANCITA TENER, PREÑADA PARECER YA.
—¡Mfff! ¡No me digas vaca, Lenny! ¡Y te ruego que no me preñes, dios, solo tengo diecinueve! ¡Ni siquiera sé lo que es el amor, hijo de puta, y me quieres destruir la vida!
—¡JA! YA DECIDIMOS ESTA MAÑANA. LO MEJOR SERÁ PREÑARTE LOS CUATRO, POR TURNOS, EN LAPSO DE CINCO AÑOS. ESPERO SER PRIMERO, ESO AÚN NO DECIDIR. ESTA NOCHE HUIREMOS EN BARCO RUMBO A SOMALIA.
Lenny rebuscó algo de su bolsillo mientras yo pensaba cómo podría salvarme de tan cruento destino. No podía asimilar viajar en un barco por meses, rodeada de convictos violentos, con una panza de embarazada que apenas me dejaría mover. Seguro que tendría que amamantarlos, con lo machistas que me parecían hasta pensé que me harían trabajar en la limpieza y cocina aún en mi estado de gestación. Tal vez hasta tendría que parir a sus bebés en alguna plaza pública, ¡la madre que los parió!
Me desesperé al ver que el somalí retiró de su bolsillo una especie de pastilla blanca. Obviamente no sabía qué era pero aspirina no iba a ser.
—¿¡Qué es eso!?
—SIMPLEMENTE TRAGARLA, VACA.
Era obvio que Lenny aún manejaba drogas y no se trataba de un “ex convicto queriendo rehabilitarse”. Si su patrón se enterara de las cosas que le escondía lograría zafarme de ellos, pero nadie en el rancho me iba a creer, esos negros habían estado trabajando allí por años y se habían ganado la confianza de todos.
—¡Estás loco! ¡No pienso consumir drogas!
—SENTIRTE BIEN TÚ. DEJAR DE REVELAR NUESTRO PLAN DE PREÑARTE AL TOMARLO.
—¿Quieres callarme drogándome, idiota? ¡No voy a tragarlo! ¡Lenny, escúchame, te ofrezco un trato!
—VACA ESTÚPIDA, DINERO NO QUERER YO.
—Lo sé, ¡lo sé! Lenny, creo que te amo…
—¿EH? O YO ESTAR ALUCINANDO O TÚ ESTAR CONFESÁNDOME AMOR ETERNO.
—¿Amor eterno? Claro, claro… Me encantaría que me preñaras solo tú, y que pudiéramos huir juntos a Somalia para tener un montón de bebés. Solo necesito que te deshagas de tus otros tres amigos.
—IDEA TENTADORA SER.
—Síii. Y podremos tener nuestro propio campamento de drogas para hacernos ricos, ¿qué me dices?
—¿QUÉ TENER EN MENTE, VACA?
—¡Deja de decirme vaca! Podrías darle de alguna manera esas pastillas a todos los otros peones, al anochecer. Así aprovecharemos y huiremos juntos.
—¡JA! VACA SABIA. BEBÉS INTELIGENTES DARME TÚ. TRATO HECHO. ESTA NOCHE HUIR JUNTOS. MAÑANA… MAÑANA CONQUISTAR MUNDO CON MARIHUANA.
—Gracias… ¿Podrías liberarme del cepo? O por lo menos destapóname la cola…
—NO PODER, VENDRÁN PRONTO MIS AMIGOS A USARTE. OYE, SI REALMENTE TÚ QUERER HUIR CONMIGO, TRAGAR PASTILLA COMO MUESTRA DE AMOR.
—¿E-en serio?
Retiró un látigo larguísimo de su cinturón, de tira larga y humedecida. La sacudió frente a mi atónito rostro, cortando el aire en un sonido seco que me dio un respingo de horror. Se dirigió detrás de mí, donde mi pobre espalda y colita se le ofrecían. Oí cómo el látigo cortó el aire nuevamente, resoplé; iba a pedirle que no me azotara  pero cuando abrí la boca sentí el cuero mojado, estrellándose contra la parte baja de mi espalda, prácticamente comiéndome la carne, abrazándome toda mi cintura para luego desenroscarse de mí. Me retorcí de dolor, el vino adentro de mí se oyó revolverse; chillé tan fuerte que las gallinas en las inmediaciones se desesperaron. Lenny era hábil.
—¿VAS A TRAGAR PASTILLA?
—Mfff… ¡No quieroooo!
Otro latigazo, esta vez hacia mi pobre cola donde aún me ardían los tres cintarazos que me habían dado para disciplinarme. Ni siquiera se apiadó cuando vio mi rostro repleto de lágrimas y mocos, aquello era demencial, me quitaba el aire de los pulmones, deseaba con ganas volver a mi casa con mi papá, dormir abrazada a él, pero no, estaba a kilómetros de la capital, en un maldito rancho con ex convictos queriendo embarazarme y drogarme.
—¿VAS A TRAGAR?
—¡Síii, cabrón, síiii! ¡Deja de azotarmeeee, ufff!
Volvió frente a mí. Metió los dedos en mi boca y sacó mi lengua agarrándolo del piercing, poniendo allí la pastilla, asegurándose de que nadie nos viera. Tras comprobar que la había tragado, se retiró para continuar con su rutina, jurando que esa noche íbamos a huir juntos. Pero yo estaba desesperadísima, a saber qué clase de mejunje me había tragado y cómo iba a reaccionar yo.
Estuve allí, siempre bajo la sombra del árbol por varios minutos, sin sentirme rara ni nada salvo por mis tripas. El siguiente en acercarse a mí fue otro de los negros, de nombre Samuel. Él era un ladrón en Somalia, y por lo que me habían contado los viejos que me metieron vino, actualmente se encargaba de cuidar el establo de los caballos.
—VAQUITA LINDA, ¿CÓMO ESTAR FUTURA MADRE DE MIS BEBÉS?
—Samuel, necesito decirte algo… ¿Me vas a escuchar?
—MUGE, SOY OIDOS TODO, JA JA JA.
—Samuel, ladronzuelo, creo que te amo…
—YO SABER DESDE PRIMER MOMENTO QUE TE ROBÉ EL CORAZÓN.
—Síiii… quiero tener contigo un montón de bebés, pero estaría bien que te deshicieras de tus amigos para que tú y yo podamos huir a Somalia y tener un montón de bebés.
—MALA IDEA NO SER. ¿QUÉ PLANEAR TÚ?
—¿Tú te encargas de los establos, no? De noche, ven a buscarme en un caballo, y espanta a los demás caballos para distraer a los peones. Huiremos juntos e iremos al barco para ir a Somalia.
—VACA, SORPRENDERME TÚ. IDEA GENIAL SER. ESTA NOCHE, AL CAER SOL, HUIREMOS. PREÑARTE YO.
Festejó la idea follándome la boca, como no podría ser de otra manera. Claro que la polla de Samuel era gigantesca, terminé con la mandíbula desencajada y dolorida, babeando largos hilos de semen desde mi boca y nariz, llorando por el ojo sano porque creí que me iba a morir asfixiada. Cada vez estaba en peores condiciones, pero no me importaba, debía seguir aunando fuerzas para finiquitar mi plan.
Evidentemente se negó a liberarme del cepo o del tapón anal, y minutos después de retirarse, llegó el tercer negro, de nombre Ismael, que me encontró prácticamente hecha un auténtico despojo humano. Pero las cosas se pusieron demasiado raras para mí. Mi coñito me ardía de manera demencial, la visión de mi ojo sano no la tenía muy clara y para colmo me sentía mareada. Pero aún tenía algo de lucidez mental: Ismael era un asesino serial en Somalia, y el más corpulento de los cuatro negros.
—VACA, BUEN DÍA. VAYA CON CARITA TUYA, REPLETA DE LECHE ESTAR.
—Buen día, Ismael… oye… hip… tengo que confesar que te amo…
—NO ESPERAR ESTO YO. MATAR CORAZONES EN MI JUVENTUD. NO PERDER ENCANTO, VEO.
—Sí… podrías noquear a tus tres compañeros y así podremos huir juntos solo tú y yo para parir un montón de asesinos a sueldo… ¡Jajaja!
—EXTRAÑA ESTAR TÚ. ¿LENNY DARTE DROGA O QUÉ?
—Dios santo, ¿soy yo o tienes dieciséis brazos, cabrón?
—NO IMPORTARME QUE DROGADA ESTÉS. BUENA IDEA TENER TÚ. ESTA NOCHE HUIR JUNTOS A SOMALIA, Y BEBÉS DARME MUCHO.
—¿Eso quiere decir que tienes ocho pollas?
Festejó el trato follándome con condón por un breve rato, pues solo vino junto a mí aprovechando que estaba de paso. Me hizo berrear de dolor con su enorme rabo negro sacudiéndome y agitando el vino en mi interior, seguramente adrede para hacerles saber a los demás peones que curioseaban que yo era una putita exclusivamente de su propiedad. Pero me sentía tan caliente más que humillada, hasta tuve un ruidoso orgasmo mientras Ismael estaba dale que te pego y los otros peones se tapaban la boca, asustados.
Por último, me dio de comer su recientemente usado preservativo a modo de desayuno, pero por más extraño que pareciera, no me desagradó el gusto rancio de su semen ni el plástico del forro. Es más, le pregunté si tenía más de eso pero solo se carcajeó de mí antes de alejarse. Pensó que estaba bromeando…
Al llegar el último negro, de nombre Ken, que para los que no recuerden fue un sicario de la mafia somalí, los efectos primarios de aquella extraña droga habían cesado. Había dejado de ver cosas que no debía –como elefantes, OVNIS y hasta una verga parlante dándome consejos sobre cómo sobrellevar mi vida—, pero no obstante sentía un extraño hormigueo en mi vientre que se hacía más deliciosa conforme pasaba el tiempo. Me daban unas ganas irrefrenables de masturbarme, pero los cabrones preferían dejarme apresada en el cepo.
—VAQUITA PRECIOSA, DEJAR QUE TE LIMPIE LA BABA QUE TE CUELGA A CHORREONES…
—Ken… uf, gracias… Oye, creo que te amo…
—QUE ME DISPARE UN CAPO SI ES VERDAD LO QUE YO OÍR.
—Es verdad… y quiero tener un montón de bebés solamente contigo. Huyamos solo tú y yo en el barco a Somalia para fundar una… ¡mafia!
—NO SE SI DECIR TONTERÍAS POR DROGADA ESTAR, PERO MALA IDEA NO SER.
—La verga parlante me ha dicho que estaría buenísimo que prendieras fuego a todo el rancho para causar una distracción. ¿Y sabes qué? ¡Esa verga tiene razón!
—¿VERGA PARLANTE? TÚ ESTAR LOCA. PERO ESTAR BUENA TAMBIÉN. NO PREOCUPAR, ESTA NOCHE TÚ Y YO HUIR JUNTOS A SOMALIA.
Estaba súper contenta. Y súper drogada. Y demasiado caliente. Jamás en mi vida había estado tan excitada, por el amor de dios. Me eché un morreo brutal con el negro, pero él no parecía muy contento de tener a su putita totalmente cachonda. Claro que luego me di cuenta que estaba morreándome con su verga, tras la tela de su pantalón.
—PUTA, TÚ ESTAR ZAFADA. TENGO QUE IR AL PUEBLO DE COMPRAS. TE LIBERARÉ DEL CEPO Y LA BARRA ESPACIADORA, ERES LIBRE DE PASEAR POR RANCHO.
—¡Síiii, jajaja!
Al liberarme caí al suelo totalmente agarrotada pero contenta de haber salido del cepo; lo primero que hice fue limpiarme el ojo que me cerraron de un lechazo; el somalí aprovechó para colocarme unas cadenas en los pies. Luego me enganchó tres pequeñas campanillas, o cencerros, do a través de las anillas de mis pezones, y uno a través de la anilla del capuchón que cubría mi clíltoris. Era para que no escapara, y si escapara, que me encontraran oyendo el tintinear de mis cencerros, ¿pero quién querría huir de ese paraíso de mierda? Se despidió de mí y yo me levanté a duras penas para vagar sin rumbo por el lugar, sujetando el cencerro de mi coño porque era incómodo llevarlo colgando, sonriente, repleta de latigazos, con una pancita similar a la de una preñada debido al vino en mi culo, pero estaba muy sonriente. Y drogada.
El rancho era hermosísimo, y ni qué decir de los peones y animales que iban y venían a mi alrededor, flotando y tal. Creo que era cerca del mediodía porque muchos se estaban retirando para almorzar. Estuve a punto de llorar de tristeza porque sabía que nadie más que los negros podían follarme, así que me fui bajo la sombra de un árbol y empecé a hacerme deditos como una putita viciosa, liberando mi clítoris de su capuchón gracias al aro anillado. Al cabo de unos pocos segundos se acercaron los dos viejos que me habían metido vino en la cola. Estaba tan caliente que hasta me parecían guapos y todo.
—Hola de nuevo, abuelitos.
—¡Oh! ¡Así que el sonido del cencerro resultó ser la putita del patrón! ¡Justo estábamos hablando de ti! ¿Qué estás haciendo aquí?
 —Uffff, ¡me estoy dando un gustito porque nadie me quiere!
—La vaquita está muy rara, don Josué.
Quise levantarme pero me tuvieron que ayudar porque no tenía muy buena movilidad con tanto mareo y cadenas. Don Josué me abrazó por detrás para que no me cayera, y aproveché para restregarme contra él ya que sentía su verga durísima tras mi colita. Ladeé mi cabeza y empecé a lamer su cuello, le rogaba que por favor me quitara el tapón anal pero no me hacía caso.
—Creo que está zafada. Como sea, esta niña quiere guerra, don Carlos.
—¡Síii, estoy con ganas de vergas, abuelitos!
—Pero el patrón fue muy claro, don Josué, no podemos follarla ya que solo la trajo para los somalíes.
—Uf, ¡yo era una chica decente!, estudiante modélica y mírenme ahora, con piercings aquí y allá, con tatuajes también, con vino en el culo, ofreciendo mi cuerpo a unos viejos pervertidos… ¡jajaja!
—Pero los somalíes se fueron a almorzar, don Carlos, y luego tienen que ir al pueblo para hacer las compras. Podemos llevarla tras los matorrales. Nadie se enterará.
Tuvieron que apartarme las manos a la fuerza, porque me estaba dando otra estimulación vaginal riquísima. Me hice de la remolona porque me cortaron tan rica masturbación, pero bueno al menos ya habían decidido darme carne. De hecho cuando por fin llegamos tras los matorrales, me puse como una moto viéndoles desvestirse para mí.
—¡Abuelito dime túuu!, ¿por qué yo soy tan feliz?
—¿Soy yo o la vaquita está como… drogada, don Josué?
—¿Acabas de cantar la canción de Heidi, niña?
Me pusieron de cuatro patas y me follaron tan duro que hicieron tintinear mis argollitas y cencerros, sacudiéndome demencialmente las tetas; lo que a mí me molestaba era el maldito vino alojado en mi interior, revolviéndose conforme daban fuertes embestidas del abuelito de atrás, además tenía una polla que si bien no era gruesa sí era larga, y debido a mi posición, su tranca casi alcanzaba el cérvix. Normalmente gritaría para que me dejara en paz, pero el otro señor me silenció enchufándome por la boca de manera bestial porque no quería que yo gritara y así nos pillaran los otros peones.
—No veas cómo me la chupa, don Carlos.  Es una jovencita muy viciosa, no como las campesinas de por aquí.
—La mejor carne es la uruguaya, esta niña lo deja claro —dijo el otro, dándome una nalgada sonora.
Me desesperé muchísimo cuando sentí que un señor se corrió dentro de mí, ¡no quería embarazarme! Me aparté de ellos a la fuerza y  me puse a llorar imaginándome con una gran panza de preñada, con enormes tetas derramando leche, paseando desnuda por el rancho y pidiendo verga, sacudiendo mis cencerros para llamar la atención. Pero ellos me tranquilizaron diciéndome que era imposible que me quedara embarazada solo porque alguien se corriera dentro de mi boca. Cuando caí en la cuenta me reí un montón.
—Don Josué, definitivamente esta nena está loca.
—Uf, ¡me duele la espalda, abuelitos! —dije dándole una mamada a mi dedo corazón—, yo me porto bien y aún así me azotan como unos cabrones…
—Pues te daré más varazos como no te arrodilles y me mames la verga, que no pude correrme aún.
—Noooo… no me castiguen, les voy a sacar la leche, me gusta mamar, ya verán…
Y así me arrodillé. Feliz. Excitada. Drogada también. Me encantaba chupar esas dos vergas de manera intermitente. Esas trancas estaban durísimas, súper húmedas y me hacían reír porque me contaban chistes. O eso parecía. Los viejos me cruzaban la cara con la mano abierta de manera violenta para que chupara más fuerte y dejara de reírme sin razón, pero lejos de molestarme, me calentaba más y les daba mordiscones a sus glandes.
—¡Abuelito dime túuu, que el abeto a mí me vuelve a hablar!
—Y sigue cantando la música de Heidi… Me hace recordar a mi nieta, me cago en todo.
—¿Estás llorando, don Josué?
—¡Es que amo a mi nieta!
Tras terminar nuestra pequeña aventurilla, me llevaron al granero y me hicieron acostar sobre las pajas. ¡Y no se dignaron a por lo menos quitarme el maldito tapón anal! Eso sí, varios minutos después, alguien me despertó zarandeándome del cabello. Cuando abrí los humedecidos ojos me di cuenta que los cuatro somalíes estaban frente a mí. Debo decir que tenía muchísimo miedo, pensé que tal vez uno de ellos pudo haberme traicionado, revelando mi plan. Por suerte no fue así y estaban enojados por otra cosa.
—VACA, ¿QUIÉN FOLLARTE SIN NUESTRO PERMISO?
—Uf, no sé de qué me hablan…
—ES OBVIO QUE UNO DE LOS TRABAJADORES USARLA. ESTA VACA ES NUESTRA, ¡FALTA DE RESPETO AQUÍ!
—¡Dios, estoy como una puta moto, cabrones!
—VACA ESTAR RARA… LENNY, ¿TÚ DARLE DROGAS?
—SÍ, ASÍ NADIE HACERLE CASO CUANDO REVELE NUESTRO PLAN DE PREÑARLA.
Parece que les había molestado que uno de los trabajadores del rancho me follara. Me llevaron a rastras para afuera, hacia el fondo del rancho donde había una especie de estrado con una columna gruesa de madera erigiéndose en el centro. De allí pendían un par de brazaletes de acero que, si era tal como temía, me levantarían los brazos de tal manera que, o me quedaría colgando o por el contrario solo podría alcanzar el suelo con la punta de los pies.
—¿¡Pero qué he hecho ahora, imbéciles!?
—DEJAR DE MUJIR. AVANZAR, VACA.
—¿¡Dios, eso es un elefante lo que tienes en el bolsillo, Lenny!?
Y así, colgada de los brazaletes, mostrando pancita, tatuajes, cencerros en las tetas y el coño, los cuatro somalíes llamaron a todos los trabajadores para reunirse frente al estrado, sacudiendo el cencerro que me colgaba del coño. Se presentaron casi una treintena de hombres, entre ellos los dos abuelitos. Pero lo que más me confundía era que los efectos de aquella pastilla aún no parecían haber mitigado y yo, lejos de mostrarme asustada, estaba prácticamente sonriendo, chorreando jugos en mi chumino y largos hilos de saliva en mi boca.
Samuel retiró un largo látigo de su cinturón y lo chasqueó al aire para llamar la atención de todos. Me preguntó en su horrible español quién de esos hombres frente a mí me había follado, pero yo con lo drogada que estaba solo me limité a cantar la canción de Heidi como única respuesta. Los abuelitos se habrán quedado con el corazón en la garganta, pero obviamente los somalíes no tenían ni la más mínima idea de por qué cantaba aquello.
—SI VACA NO QUERER CONFESAR, YO COSERTE A AZOTES. EL QUE TE FOLLÓ DEBE SER UN HOMBRE Y ADMITIR QUE USÓ NUESTRA PUTITA SIN PERMISO.
—¡Nooo, azotes nooo, señor Lenny, jajaja!
Justo cuando iba a propinarme un trallazo, llegó el patrón del rancho, don Ramiro, montado en su caballo blanco. Junto con él estaba una joven rubia que lo abrazaba, vestida elegantemente con un largo vestido blanco y una pamela a juego; era mi mejor amiga, Andrea. Ella estaba que no cabía de gozo, desde que llegó al rancho se le trató como a toda una princesa, a diferencia de mí. Don Ramiro se bajó del animal y le ayudó a Andrea a hacerlo también. Se besaron como una pareja de recién casados para jolgorio de sus peones.
Mi amiga, al mirar alrededor, me vio colgada en el escenario y su rostro se desencajó.
—¿Rocío?, ¿¡qué haces ahí!?
Rápidamente subió al estrado y me miró de arriba para abajo como quien no puede creérselo. Ella estaba radiante en su vestido, olía a rosas y se le veía un brillo de felicidad en los ojos, vamos que era la puta princesa del reino. Yo en cambio era un auténtico despojo humano, azotada, magullada, repleta de chupetones, chorreando algo de vino por la cola y con la cara roja de tanta bofetada, sinceramente la rabia se me desbordó al ver la diferencia entre ambas.
—¿¡Qué te han hecho, Rocío!?
—Andy… ¡esto es tu culpa, estúpida! ¡Hiciste que perdiera ese juego adrede y por eso estoy aquíiii!
—¡Pero no esperaba que te trataran así! ¡Pensé que te gustaría estar con cuatro negros!
—¡Sí, claro! ¡Me quieren preñar, Andy, me quieren embarazar y secuestrarme para ir a Somalia!
—Rocío, ¡ya deja de decir eso! ¡Don Ramiro dijo que son gente de confianza!
—¿¡Pero cómo puedes ser tan estúpida, Andy!? ¿Confías en ellos o en mí?
Andrea se quedó boquiabierta, realmente no podía creer cómo le estaba hablando. Claro que en parte yo estaba inducida por el mejunje pero es verdad que también estaba enojadísima, después de todo, era la putita de cuatro negros por su culpa.
—¡No me digas estúpida, Rocío, soy tu mejor amiga!
—¡Mi mejor amiga no me dejaría a merced de cuatro convictos toda una noche, desgraciada!
—JAJAJA, VAQUITA ESTAR ENOJADA CON AMIGA. RUBIA, TOMAR MI LÁTIGO. QUE LA VACA APRENDA.
—¡No te metas, Lenny! —protesté zarandeándome.
—¿Sabes, Lenny? —Andrea esbozó una sonrisa malvada—. Tienes razón. Estoy harta de que Rocío me trate así. ¡Dame ese látigo!
Los presentes vitorearon cuando ella lo tomó, chasqueándolo al aire con ferocidad. Si es que hasta don Ramiro aplaudió mientras se fumaba su habano. Todos los demás se sentaron en el suelo, a los alrededores del estrado, y se acomodaron para ver el espectáculo.
Pero yo estaba muda, no sabía qué decir o hacer, colgada como estaba no tenía muchas chances. Disculpas no las iba a dar, esa maldita rubia era la causante del peor fin de semana de mi vida. Ella me dijo, caminando a mi alrededor, engrasando el látigo con un trapo, que me iba a liberar si aceptaba arrodillarme ante ella y besarle sus pies, pero le dije que antes muerta, que yo tenía aún algo de orgullo.
—¡Qué pena, Rocío, entonces te voy a disciplinar! Por cierto, deberían ponerte más tatuajes. Tal vez la frase “¡Muuu!” en el cuello, ¡o el dibujo de tus dos adorados perros, uno en cada nalga!
—¡No me asustas, Andy, te falta mucho para siquiera hacerme temblar!
—¡O te podríamos tatuar el escudo de Peñarol en el muslo!
—¡Noooooo, piedad, piedad!
Me zarandeé como loca, pero ella me agarró de la cintura y me giró para que mostrara mi espalda y culo a los espectadores. Acarició el tapón anal y pareció tomarlo con sus dedos. Sentí que lo sacaba para afuera. Estaba aliviada porque por fin me liberaría del vino contenido en mis tripas, pero tampoco era plan de vaciarme frente a una multitud.
—¡Espera, Andy, no lo hagas, no me quites el tapón, maldita!
Pero lo hizo. Lo sacó con un sonoro “plop”. Lo derramé todo como una marrana, colgada como estaba y con el esfínter magullado debido al tapón no pude contenerme. El jolgorio aumentó, los aplausos para Andrea también; el sonido del vino chapoteando en el charco debajo de mí fue demasiado humillante. Estuve así, un largo minuto, hasta que simplemente solo salían pequeños chorros de mi interior.
—¡Soy una cerdaaa!
—¡Puaj, qué asco, Rocío!
—¡No miren, dejen de mirar!
—Rocío, parece que ya te han disciplinado toda esta mañana y aún no aprendes, vaya con los azotes que te han dado.
Antes de que pudiera decirle que se fuera a la mierda, retrocedió un par de pasos y me propinó un latigazo tan fuerte que me hizo ver las estrellas, justo encima de las nalgas, donde tenía mi tatuaje de “Vaquita viciosa”. Me sacudí tanto que las tres argollitas anilladas en mi coño tintinearon entre sí.
—¡Ayyyy!
—¿¡Te dolió, no es así, Rocío!?
—¡Mbuffff!
No supe si era por la droga o algo más, pero lo cierto es que más que dolerme me calentó a cien. O mejor dicho, producto del avasallante dolor sentí una especie de simbiosis en mi cuerpo que me trajo una ola de placer; un éxtasis que con el correr de los azotes desarrollaría mejor. Mis carnecitas bullían de calor y tenía ganas de frotarme contra algo. Volvió a darme otro trallazo; en el medio de la espalda donde tenía la equis rojiza que me habían propinado los abuelitos; de nuevo tintinearon mis cencerros y me revolví como un pez fuera de agua.
Jadeé y traté de recuperar la respiración, me estaba asustando que aquello me gustara, eso no era ni medio normal. Dolía, sí, ¡dolía horrores! ¡Pero ese dolor me provocaba un placer inaudito! ¡La humillación, la tortura, la carne hirviendo, la gente mirando, dios! Cuando oí a los peones alentando a mi amiga para que me diera más duro directamente tuve un orgasmo demoledor.
—¡Toma, Rocío! ¡Esto es por reírte de mí cuando me resbalé en el patio de recreo de la secundaria!
—¡Ayyy, diossss! ¡Uf, eso fue hace como cinco años, Andy!
—¡Pues aún no me olvido de ello!
Otro trallazo, esta vez directo en las pobres nalgas donde aún sentía los cintarazos de la mañana. Pero yo estaba prácticamente jadeando como si estuviera teniendo sexo, no como si estuviera recibiendo una paliza. Cuando Andrea me volvió a girar, todos vieron mi carita viciosa; largos hilos de saliva me colgaban de la boca que esbozaba una ligera sonrisa.
—Rocío… ¿Te gusta que te dé azotes? No te conocía ese lado masoquista.
—Uf, uf… Dios, yo tampoco… Andy… ¡te odio!
Me volvió a dar la vuelta y una lluvia de fuertes latigazos cayó una y otra vez sobre toda mi espalda, cola y muslos. Al principio eran espaciados pero luego iban y venían sin descanso. Sentía el calor de las tiras mordiéndome con saña, comiendo la piel, haciendo bullir la sangre; chillaba y me zarandeaba como una poseída a cada golpe; resonaban los cencerros; era un martirio pero a la vez deseaba que no terminara nunca.
“¡Zas, zas, zas!”, una y otra vez. Creo que no quedaba piel sin ser marcada con la trenza del cuero engrasado. Gritaba una y otra vez, cada vez más ahogadamente, como si estuviera perdiendo fuerza o como si mi garganta estuviera ya resintiéndose. A medida que la paliza iba creciendo en intensidad y ritmo, mi respiración era más entrecortada y mis exclamaciones y jadeos cada vez menos audibles.
Al cabo de unos minutos, ya prácticamente colgaba vencida, respirando dificultosamente; no, ya no me zarandeaba ni chillaba cuando caían los azotes. Cuando Andrea notó que me estaba orinando, dejó de castigarme. Mi respiración era acelerada y muy audible, sudaba como una cerda, estaba súper excitada pero también al borde del desfallecimiento. Pero no pensaba disculparme, tal como había dicho, prefería desmayarme del dolor antes que perder la poca dignidad que me quedaba.
—¡Rocío, me rindo! ¡Me duelen los brazos! ¡Y tú prácticamente te estás corriendo mientras te azoto, eres la reencarnación del Marqués de Sade!
No podía responderle porque prácticamente estaba asfixiada de dolor y placer. En el fondo, muy en el fondo de mí, le maldije por no haber continuado con el flagelo. No sabría decir si era yo una reencarnación de Sade, pero madre mía que esa tarde le rendí un tributo al alcanzar varios orgasmos allí colgada.
Escuché que cayó el látigo al suelo, y nuevamente, Andrea me dio vuelta para verme la cara desencajada pero ligeramente sonriente.
—¿¡Qué te he hecho!? ¡Perdón, Rocío! ¡Perdóname, amiga! ¡Déjame liberarte de los brazaletes!
Caí al suelo del estrado como un saco de papas, sobre el charco de vino. Andrea se arrodilló y me hizo rodear un brazo por sus hombros. Aproveché para levantar la mirada y así ver a todos los asistentes, porque la verdad es que desde hacía rato estaban callados. Ya estaba atardeciendo, y por muy raro que parezca, solo estábamos nosotras dos y don Ramiro, sentado sobre una roca, hablando por móvil y sin siquiera hacernos caso.
—Andy, ¿dónde están todos los peones?
Escuchamos unos sonidos muy raros y lejanos que se iban acercando. Parecía ser el trotar de unos caballos. Abrí los ojos como platos cuando vimos cómo una gigantesca muralla de fuego parecía levantarse y rodear todo el rancho, comiéndose árboles, estancias y graneros de manera lenta pero inexorable, amenazando con extenderse; entonces recordé que le había pedido a uno de los somalíes, a Ken, que prendiera fuego para causar distracción. Al rato vimos a los caballos corriendo sin rumbo por todo el rancho, y a algunos peones persiguiéndolos para que no escaparan: sonreí al saber que Samuel había hecho bien su trabajo.
—¡Me cago en todo! —gritó don Ramiro. Se levantó y dejó caer su móvil así como su cigarrillo, atónito ante lo que veía. ¡Su rancho estaba en problemas!
Andrea y yo bajamos lentamente del estrado, y vimos a más peones en el fondo, hacia el granero. Mi amiga no podía entender por qué algunos parecían estar bailando y otros revolcándose en el suelo; obvio que no sabía que seguramente Lenny los había drogado como le solicité.
—¿¡Pero qué cojones pasa aquí!? —gritó don Ramiro, antes de que un caballo lo embistiera de frente, haciendo que cayera desmayado.
Tres de los cuatro somalíes se presentaron frente a nosotras, sonrientes porque cumplieron su trabajo. Claro que enseguida se dieron cuenta de que cada uno ya había hecho un plan para huir conmigo, pero no hubo tiempo para discutirlo porque el asesino serial, o sea el cuarto somalí, vino sobre un caballo y se abalanzó sobre ellos para darles una golpiza tremenda. Mientras los puños iban y venían entre ellos, Andrea me habló desesperada.
—¡Rocío, el rancho se está incendiando! ¡No veo cómo podamos escapar!
—¡A mí no me mires, Andy! ¡Lo de incendiar el rancho fue idea de la verga parlante!
—¿Verga parlan…? ¿Pero de qué estás hablando?
Por suerte un coche atravesó la muralla de fuego a velocidad frenética y estacionó a metros de nosotras, levantando pedacitos de césped y polvareda a su paso. Fueran quienes fueran, estaba claro que vinieron a rescatarnos del incendio. Nuestros repentinos héroes bajaron del coche y sonreí de felicidad: eran los abuelitos que me habían follado y bebido vino de mi culo. Vamos que me alegré muchísimo de ver a esos hijos de puta.
—¡Don Carlos, sube a las chicas al coche, tenemos que sacarlas antes de que el fuego consuma todo!
—Don Josué, creo que nuestro patrón se ha desmayado.
—¡Cárgalo también, lo llevaremos al centro de salud!
—¡Gracias por venir a rescatarnos, abuelitos!
—No, gracias a ti, Rocío. Si no fuera por tu canción de Heidi habría olvidado para siempre las cosas importantes de la vida, como mi adorada nieta o beber vino de una botella.
De noche ya estábamos, yo y mi amiga, de vuelta rumbo a Montevideo, en el lujoso coche conducido por don Josué y don Carlos. Su patrón, don Ramiro, había caído en un estado de shock en el centro de saludo al saber que había perdido su gran y todopoderoso rancho de mierda, pero bueno, al menos seguía vivo. Pero a mí no me importaba, mi venganza había estado perfecta.
No salí preñada, no me secuestraron, los somalíes fueron reducidos y denunciados por los peones que no fueron drogados, y lo mejor de todo, don Ramiro ya no quería saber nada de mí por, espero, lo que durara de mi vida. Claro que aún me quedaban siete señores a quienes debía servirles como putita, entre ellos el jefe de mi papá, pero el peor de todos ellos ya estaba fuera del círculo.
Mirando el paisaje de la campaña uruguaya por la ventanilla, Andrea me tomó de la mano y me sacó de mis pensamientos.
—Rocío, ¿te duele la espalda?
—Obvio que sí. Y los muslos y la cola también, Andy.
—¡Dios, lo siento mucho! Pero te admiro, Rocío, pareces muy calmada. Entiendo que quieras dejar de hablarme por cómo te azoté.
—Andy, me considero una chica madura. Claro que te perdono, hiciste las cosas sin pensar, me es suficiente con verte arrepentida. Solo espero que vengas todos los días a mi casa para ponerme crema en la espalda y en las nalgas, ¿sí?
—¡Claro que sí, amigas para siempre!
—Eso es, amigas para siempre. Ahora toma una aspirina que robé del bolso de uno de esos somalíes, seguro que te tranquiliza.
—¿Una aspirina? ¡Vaya, gracias Rocío! ¡Si no existieras te inventaría!
—Disculpen, abuelitos, ¿podríamos hacer una parada cuando pasemos por una estación de servicio?
—Claro, Rocío, ¿qué necesitas?
—Pues necesito comprar vino, un embudo y una manguerita —sonreí pícaramente, esperando que mi mejor amiga cayera cuanto antes bajo los efectos de la pastilla.
Gracias a los que han llegado hasta aquí. Perdón por tardar tanto en escribir la segunda parte. Espero que nadie se haya desmayado a mitad de la lectura. Miles de gracias a los que pidieron continuación, y también a Longino por sus magistrales clases de tortura.
Un besito,
Rocío.

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Relato erótico: “La vida da revancha” (POR MARTINA LEMMI)

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          Eliana y Fernando eran el matrimonio perfecto hasta que ocurrió el desastre.  Por lo general, los noviazgos de la secundaria no duran de por vida, pero a veces hay excepciones y el caso de ellos parecía ser.  Él era en aquellos días el alumno perfecto, atractivo y ganador con las chicas, además de brillante en los estudios.  Ella era lo mismo pero puesto en términos de mujer: es decir, muy cortejada por los varones y también con altísimas calificaciones.  Durante bastante tiempo, Fernando se dedicó a sus correrías de adolescente pirata y quizás por eso no hizo, en un principio esfuerzo por levantarse a Eliana; es que, a pesar de que ella tenía a la mayoría de los varones encima, la realidad era que se mostraba como una chica seria y no daba demasiada cabida a ninguno o, al menos, no era proclive a embarcarse en historias fugaces y esporádicas.  Lo suyo era tener novio y, por cierto, hasta que se dio lo de Fernando tuvo muy pocos: apenas dos y ninguno había logrado pasar el año.  Su delicioso rostro de ojos verdes enmarcados en cabellos negros con bucles que le caían hasta los omóplatos eran motivo de envidia entre las chicas y de obsesión entre los varones; y eso sin hablar de su cuerpo, maravillosa e increíblemente desarrollado ya desde sus catorce años: para su último año de estudios ya lucía unos pechos sugerentes y redondeados, una cola perfectamente delineada y unas atractivas piernas de torneados muslos y firmes pantorrillas.  Su delgada y casi matemática cintura era otro motivo de suspiros masculinos y celos femeninos.
                Fernando era un muchacho de ésos a los que todos les sale bien; en los recreos siempre había tres o cuatro chicas arracimadas en derredor suyo, casi siempre con expresión algo bobita.  Él era alto y atractivo, de cabellos castaños y ojos color miel, pero además de eso irradiaba un aura o un carisma que generaba cierto magnetismo.  En un principio no tenía grandes conflictos con el resto de los varones: la envidia no suele hacer entre ellos tanta mella como entre las amistades femeninas, pero con el tiempo su imagen de muchachito suertudo y exitoso le fueron haciendo ganar algunos enemigos e inclusive algunos de los que eran sus amigos no podían ocultar cierto recelo o resentimiento, ya que es duro cuando todas las miradas de las chicas se posan en tu amigo y ninguna sobre ti.  Tal era el caso, de hecho, de Adrián, quien era, a los ojos de todos, su mejor amigo, pero no tenía ni mínimamente el éxito con las mujeres de que gozaba Fernando.  Lo peor para Adrián fue que él estuvo, prácticamente durante tres años, enamoradísimo de Eliana al punto de terminar por casi no prestar atención a otras chicas.  Ni siquiera le gustaba mucho que otras se le acercaran a hablar porque temía, exageradamente, que Eliana lo viese y que eso desalentase cualquier proyecto a futuro con respecto a ella.  Lo cierto, sin embargo, era que Eliana, si bien nunca trató mal a Adrián y siempre lo vio como uno de sus amigos más leales, jamás se sintió atraída por él ni mucho menos estuvo enamorada.  En alguna oportunidad, incluso, él venció su miedo y la avanzó durante una fiesta de estudiantes en un boliche nocturno, pero ella, entre palabras huidizas y esquivas, lo rechazó: no lo hizo abierta ni chocantemente, sino con la mejor onda que fuera posible a los efectos de hacer entender a Adrián que podían ser amigos aun a pesar de que no existiese un vínculo más alto.  Pero claro, Adrián no se conformaba con eso.
                    Para colmo de males, en el último año ocurrió lo impensable, o, por lo menos, impensable para Adrián.  El viaje de egresados a Bariloche transcurrió normalmente sin que pasara nada distinto de lo que ocurre en todos esos viajes y, por cierto, no se alteró en este caso en demasía la conducta ni el devenir de los tres jóvenes.  Fernando, como no podía ser de otra manera, sacó a relucir en todos los boliches nocturnos todas sus armas de seductor: no dejó títere con cabeza en lugares como Grisu, Cerebro, Rocket o By Pass.  Muchacha que estaba buena era muchacha a la que él ya le había echado el ojo y, en algún momento a lo largo de la noche, también muchacha que caía a sus pies.  Eliana mantuvo en esos días y noches el perfil serio que la caracterizaba: no se le vio desbocarse ni descontrolarse como suele ocurrir con esas chicas muy autorreprimidas cuando se van de viaje de egresados y experimentan una cierta liberación.  Y en cuanto a Adrián, tampoco nada cambió demasiado: las chicas estaban allí, al alcance de la mano por miles y, en algunos casos, muy fáciles, lo cual hacía que incluso los chicos que no eran demasiado atractivos sino simplemente del montón (y él lo era) tuvieran chances que eran más difíciles de tener en sus lugares de origen.  Eso sí: no le perdía el paso a Eliana; siempre estaba cerca suyo y hasta en algún momento él mismo llegó a plantearse si no se estaría poniendo fastidioso.  La invitó con copas, habló largo rato con ella acodado en la barra de uno u otro centro nocturno pero no volvió a intentar un avance amoroso: ya tenía la experiencia de aquel primer rechazo y pocas cosas le atemorizaban tanto como fallar otra vez.  Sería, quizás, sacrificar futuras posibilidades con Eliana e incluso, tal vez, convertirse en el hazmerreír de los demás.
              Pero la sorpresa llegó el último día, o mejor dicho, la última noche, cuando Fernando, luego de haber pirateado a cuanta muchacha había en el boliche, se detuvo a hablar con Eliana junto a la pista.  Adrián permaneció un momento junto a ellos pero cuando notó que la conversación, virtualmente, lo excluía, se alejó hacia otro lado sin que ellos siquiera se dieran cuenta de ello.  Dio vueltas a la pista cada tanto, echando el ojo a ambos para ver si en algún momento Fernando la dejaba en paz y así podía, Adrián, volver junto a ella sin el riesgo de parecer un guardabosques.  Pero no, seguían allí, departiendo alegremente y hasta daba la impresión de que hubiera una intimidad cada vez mayor.  En la siguiente pasada de Adrián por el borde opuesto de la pista, oteó hacia el lugar en el que antes ellos se hallaran y descubrió que ya no estaban: no Fernando solamente, sino ninguno de los dos.  Miró hacia todos lados, tratando de descubrirlos entre el gentío, en la pista, en los sillones de los costados, en la barra, pero nada, no estaban por ningún lado.  Una especie de celo enfermizo y, obviamente injustificable ya que él no tenía con Eliana ningún vínculo de pareja, se apoderó de Adrián al punto de experimentar en ese momento una cierta angustia o desesperación.  En eso, lo vio a Fernando : estaba solo, lo cual le produjo un cierto alivio, pero al seguirlo con la vista, vio que se dirigía hacia la barra y luego se alejaba de ella con dos tragos, uno en cada mano.  Le siguió el camino hasta que desapareció en la penumbra que daba lugar a la zona de los reservados y, obviamente, ya no daba para seguirlo allí.  A Adrián, la cabeza le comenzó a dar vueltas y se desesperó.  ¿Era posible que estuviera con Eliana?  ¿Que la hubiera convencido de ir a un reservado después de que ella había cultivado siempre un perfil de chica seria y de nunca haber ocurrido nada entre ellos?
               Esa noche, Adrián siguió caminando nerviosamente a través del boliche, prácticamente chocándose con la gente o ignorándolos como si no existiesen: su único objetivo era encontrar a Eliana esperando, por supuesto, hallarla sola para así convencerse de que Fernando, fiel a su estilo, se había llevado una chica a los reservados, pero a cualquier otra chica.  Sin embargo, ella no estaba por ningún lado y la peor de las presunciones se terminó haciendo realidad cuando a las siete de la mañana los vio salir abrazados y besándose.  Adrián supo siempre que ése sería un duro golpe con el cual debería cargar.  Jamás discutió ni tuvo conflictos después de eso con Eliana ni con Fernando, quien en definitiva era su amigo aunque, como tal, él bien sabía que Adrián siempre había estado interesado en ella; simplemente fueron dejándose de ver, de frecuentar los mismos lugares, de visitarse o de llamarse.  Adrián abrigó, durante algún tiempo, la esperanza de que se tratara de uno de esos amoríos fugaces nacidos en viaje de egresados  y que, como tal, de un momento a otro se terminaría y las cosas volverían a una cierta normalidad.  Nada de eso, sin embargo, ocurrió: los meses pasaron y se hicieron años.  Eliana y Fernando, increíblemente, seguían juntos.  El contacto, casi por inercia, se fue perdiendo; si se cruzaban en algún lado o se encontraban en un evento compartido se saludaban, claro, con cordialidad, pero a la vez con una cierta aureola de hielo sobrevolando las brevísimas charlas que, casi siempre, giraban sobre temas absolutamente rutinarios, sin pasar de un preguntarse qué estaba haciendo cada uno de sus vidas, lo cual implicaba, casi de manera exclusiva, hablar sobre estudio o trabajo.
             Fernando estudió bioquímica y terminó consiguiendo empleo en una gran empresa láctea.  Ella estudió como contadora y, al tiempo de graduarse, entró a trabajar en la misma empresa, obviamente por palanca de él.  Adrián comenzó ingeniería en sistemas pero abandonó rápidamente; en un cambio bastante drástico se pasó a arquitectura, pero tampoco tuvo demasiada suerte.  Él no tenía tantas cualidades para el estudio y, por otra parte, un cierto desánimo instalado en su espíritu desde aquella noche en Bariloche, hizo presa de él por años, aun a pesar de todos los esfuerzos hechos por concentrar sus pensamientos en otras cosas.  Habiendo visto que el estudio no era lo suyo se terminó poniendo un bar nocturno y le fue sorprendentemente bien, tanto que al tiempo los ingresos le fueron suficientes par a comprar un cero kilómetro e incluso instalar un par de bares más por zonas bien estratégicas de la ciudad.  Y el dinero le llovió del cielo sin problemas; las chicas también, desde luego, ya que las cosas le son más fáciles al exitoso que al fracasado, aunque nunca tuvo una relación demasiado formal ni estable.
                 Eliana y Fernando, por su parte, se casaron.  Ni siquiera las parejas del cine podían aparecer ante los ojos de los demás como matrimonio perfecto, feliz y exitoso.  Adrián fue invitado, pero puso excusas para no asistir; presenciar la boda ya era demasiado, así que se limitó a llamarlos por teléfono a ambos para felicitarles ,así como hacerles llegar un buen regalo de tal modo que vieran que no había resentimiento alguno, lo cual, por supuesto, no era cierto.
                 Y un año llegó la crisis.  En la peor de sus formas.  Inflación galopante, caída de reservas y desempleo se combinaron de un modo devastador y muchas industrias se vieron obligadas a cerrar sus puertas.  Entre ellas le llegó el turno a la firma láctea en la cual tanto Eliana como Fernando se desempeñaban.  La situación fue terrible porque la empresa, estimulada en los años previos por el crecimiento económico, había hecho inversiones riesgosas y contraído empréstitos que, de pronto, se convirtieron en una carga pesadísima ante el terrible cuadro de reducción de la actividad.  Se empezó, como suele ocurrir, por los despidos de personal y las primeras víctimas fueron los camioneros y los administrativos: dentro de esa volteada cayó Eliana, a quien se despidió con la excusa de haber cometido un par de errores en el manejo de cuentas de clientes y proveedores.  Se le prometió el pago de la indemnización correspondiente pero la misma nunca llegó.  La empresa tenía tal volumen de deudas con acreedores de suma importancia que era obvio que las indemnizaciones a empleados irían a parar al fondo de la lista de espera.  Fernando siguió trabajando en el laboratorio; él tenía más antigüedad que Eliana y seguramente eso jugó a su favor.  Sin embargo, lo que a primera vista pudo haber sido visto con un cierto alivio, se convirtió a la larga en un problema: los pagos de sueldos comenzaron a atrasarse y pronto no hubo dinero para prácticamente nadie.  Al igual que tantos otros, Fernando quedó con tres meses de sueldo impagos y un futuro laboral que se veía terriblemente incierto.  Tal como era de prever, la firma quebró y se llamó a junta de acreedores.  Los conflictos arreciaron y la fábrica incluso estuvo tomada durante un par de meses por los empleados que exigían el pago de lo adeudado.
                Lo cierto fue que, en medio de tal panorama, el matrimonio perfecto y feliz que Eliana y Fernando habían sido a los ojos de todos, dejó súbitamente de serlo.  Con treinta años de edad, ambos quedaron sin trabajo y arruinados ya que, al igual que lo hiciera la propia empresa y en lo que parece ser una cadena eterna, ellos también se habían metido en enormes deudas ante el estímulo de los ingresos de épocas de bonanza económica.  Comenzaron a llegar las cartas-documento, los pedidos de embargo y, lo que es peor, algunas amenazas tanto telefónicas como con notas en la puerta de la casa.  Fernando intentó pedir dinero prestado pero la situación era harto complicada ya que, por todos lados, tanto ella como él, aparecían como insolventes y, como tal, eran prestatarios de alto riesgo para cualquier usurero.  Es decir, no había forma de recurrir a ningún préstamo o crédito.
                 Fue así que, en medio de una creciente desesperación y habiendo cubierto ya todas las posibilidades, Fernando lo llamó por teléfono a Adrián, su amigo de la secundaria.  Él contestó amablemente y escuchó toda su historia lamentándose por su suerte aunque siempre en un tono algo frío.  Aceptó, no obstante, prestarles una suma de dinero bastante importante como para ir cubriendo algunas de las deudas más acuciantes.  Ello pareció comenzar a dar algún alivio, pero la realidad era que la crisis era terriblemente galopante y, a la larga, todo se siguió complicando: los intereses de las deudas contraídas seguían aumentando y ahora ni siquiera tenían cómo pagarle a Adrián el dinero prestado.  Ninguno de los dos conseguía trabajo.  Así que en un momento de extrema desesperación Eliana lo llamó por teléfono a Adrián; estaba obvio que ambos sabían que él estaría mejor predispuesto a negociar con ella que con él, habida cuenta del interés que había tenido en Eliana desde adolescente.  Adrián la escuchó pacientemente y no perdió su serenidad de hielo ni aun cuando ella, en un par de oportunidades, se quebró y rompió en sollozos.  Le dijo simplemente que se tranquilizara y los citó a ambos a verlo en el bar esa noche.

Y así fue como la pareja cayó en el lugar del cual Adrián era propietario.  Viendo la actividad del lugar, parecía no haber trazas de crisis allí; una isla, casi podría decirse: repleto de gente todo el tiempo, bebiendo, riendo o jugando al pool en alguna de las tantas mesas que poblaban el local.  Adrián los condujo a una mesa que estaba escaleras arriba, en un rincón casi sin luz y allí les lanzó a bocajarro:

                 “No se hagan problema – les anunció -.  La plata va a estar.  No les prometo sacarlos de todas sus deudas de una, porque va a ser un proceso lento y largo, pero puedo ir respondiendo a las obligaciones que contrajeron…”
                El rostro de ambos se iluminó aun en aquella semioscuridad.
                 “Adri… – dijo Eliana, notablemente emocionada -.  No sabemos cómo agradecerte… Sos un amigo de los que no hay… Pero… el tema es: ¿cómo vamos a poder pagarte?”
               Adrián hizo una seña con el pulgar como señalando escaleras abajo.
               “Una de las camareras se me va la semana que viene porque se va a vivir a México.  Necesito un reemplazo…”
                Ambos lo miraron con evidente confusión.
                 “Eli, yo creo que vos podrías hacer bien ese trabajo y eso va a permitirles ir pagando las deudas conmigo…”
                  “Nunca trabajé como camarera…” – apuntó Eliana, con evidente gesto de preocupación.
                  “No es ninguna ciencia – señaló Adrián con gesto de desdén -.  Se aprende… Y las chicas acá son muy copadas y te van a saber asesorar…”
                   El semblante de Eliana fue mutando de la preocupación a la alegría.
                  “Adri, vos no te das una idea del favor que nos estás haciendo… No te das una idea…”
                    “¡Por favor!  ¿Somos amigos o no somos amigos?  Y hay algo más: uno de los muchachos que trabajan detrás de la barra también se me va, así que eso me va a permitir ubicarlo también a Fer…”
                   Los rostros de ambos resplandecieron.
                   “Adri…- dijo Fernando -.  Esto no puede ser real.  No podés ser capaz de hacer semejante favor…”
                  “¡Sos un groso! – agregó ella -.  ¿Qué amigo haría un favor así por nosotros?”
                  “No sé qué clase de amigo – apuntó Adrián -, pero uno de verdad sí lo hace.  Y yo lo soy” – cerró la frase guiñando un ojo a ambos.
                    Se confundieron en un abrazo, sin que Fernando pudiera ocultar su emoción ni Eliana sus lágrimas.
                   A la semana siguiente se presentaron los dos para comenzar a trabajar en ese mismo día.  El turno era de nueve de la noche a seis de la mañana, de lunes a lunes.  No había, por supuesto, posibilidad de protestar por ello y, dadas las circunstancias que a ambos afligían, ni siquiera parecía ubicado o ético hacerlo.  Había que tomar lo que hubiese, gustasen o no los horarios o la cuestión de no tener días de franco.  Con respecto a la indumentaria, nadie había hablado de uniformes y, de hecho, Eliana había notado que no parecía haber un patrón que se repitiese en las camareras que trabajaban en el lugar a no ser por el hecho de que usaban faldas, en general cortas.  Eligió, por tanto, para presentarse, una bastante discreta que terminaba un poco por encima de la rodilla pero que aún así molestó un poco a Fernando; ella, cariñosamente, le calmó con un beso.
                 “Tranquilo – le dijo -.  Vamos a estar trabajando juntos así que los dos vamos a tener que portarnos bien, jaja”
                  Adrián aún no estaba en el lugar; claro, siendo el dueño del local, no se manejaba con los mismos horarios que los empleados: llegaría, seguramente, en algún momento a lo largo de la noche o, tal vez, ni siquiera llegaría en absoluto.  La sorpresa para ambos fue que, al presentarse ante la barra como Eliana y Fernando anunciando que venían a incorporarse, quien los atendió fue una antigua conocida de ellos.  Se trataba de Ofelia, quien en los años de secundario había sido siempre una muchacha muy reservada y de modales esquivos.  En parte ese aislamiento se había debido a su aspecto: no era una mujer fea pero sí de mandíbula bien marcada y con rasgos algo masculinos, lo cual no hubiera sido nada de no ser porque en sus actos también evidenciaba comportamientos y tratos más propios de un varón que de una mujer.  Allí estaba ante ellos, de rasgos gélidos y germánicos, con una expresión  algo hermética en su rostro: era, además, una mujer muy alta, midiendo poco más de un metro noventa y lucía, a diferencia del resto del personal un atuendo algo más formal: vestía de camisa, pantalón y botas, todo de color negro, pareciendo más ropa de montar que para desempeñarse en un bar.  Tanto su ropa como su actitud mostraban a las claras que tenía allí una posición de cierta jerarquía.  En un principio no pareció reconocerles.
                  “Ustedes empiezan hoy, ¿no?” – preguntó sin que mediara siquiera un saludo de buenas noches.
                  El tono severo intimidó un poco a la pareja, particularmente a Eliana, razón por la cual fue Fernando el que respondió:
                  “Sí, sí…: nos citó Adrián”
                   La mujer asintió con un gesto adusto, frunciendo la comisura de su labio.  Mostrando una gélida indiferencia, les hizo seña de que pasaran hacia el otro lado de la barra y, una vez que la pareja lo hubo hecho, comenzó a caminar en dirección hacia la cocina, sin que mediara palabra alguna y como dando por tácito y sobreentendido que ellos debían seguirle.  Una vez allí se giró hacia ellos y se cruzó de brazos, escudriñándolos con actitud de estudiarlos de la cabeza a los pies.  Sin lograr saber bien por qué, Eliana se estremeció y bajó la vista.
                   “Ofelia – intervino Fernando, quien mostraba algo más de seguridad ante la situación o, al menos, era eso lo que buscaba mostrar delante de su esposa -.  ¿No te acordás de nosotros?”
                   “Sí, sí – respondió ella sin dejar de escudriñarlos ni por un segundo -.  Me acuerdo perfectamente”
                   A Eliana, y esta vez también a Fernando, les pareció encontrar algo indefinible e inquietante en el tono de la respuesta.  Si uno se ponía a hacer memoria, no era difícil recordar que Ofelia era, de algún modo, el objeto de burla del curso, dado su aspecto de marimacho y los rumores, siempre crueles, acerca de lesbianismo.  A la cabeza de ambos acudió de manera conjunta el recuerdo de aquella oportunidad en la cual, en el curso, habían votado a la mejor compañera y al mejor compañero con la particularidad de que en el segundo caso, al escrutar los votos, había unos cinco que, aparentemente confabulados, la habían votado a ella como “mejor compañero”, es decir dándole carácter de varón.  Ninguno de ambos recordaba particularmente que Ofelia tuviera en aquellos días buena relación con Adrián; la realidad era más bien que se ignoraban mutuamente; no dejaba de sorprender, por lo tanto, verla a ella ahora como empleada de él y, aparentemente, con un cierto rango entre el personal.
                  “Esa ropa no va para trabajar acá  – dictaminó después de hacer un minucioso análisis ocular de Eliana e, incluso, de dar un par de vueltas alrededor -.  Falda muy larga…”
                 El comentario no pudo menos que enardecer a Fernando.
                     “¿Muy larga? – rugió – ¿Qué se supone que vaya a tener puesto?”
                     Ofelia ignoró el comentario y siguió, ceñuda, con su escrutinio.  Parecía haberse detenido especialmente en la indumentaria de Eliana sin hacer demasiado caso de la de Fernando.  La reacción de él había sonado un poco a exabrupto y eso preocupó a Eliana, quien le hizo gesto de que se mantuviera calmo.
                      “Está bien, Ofelia – dijo ella, buscando poner paños fríos a la situación -.  ¿Y qué sugerís?”
                      Una vez más, la mujerona no respondió.  Se acercó a Eliana e inclinando un poco el cuerpo para poder verla desde atrás, tomó entre sus dedos un pliegue de la falda y alzó la misma.
                       “La ropa interior tampoco… No me gusta”- dijo.
                        Fernando estuvo a punto de estallar nuevamente.  Eliana lo advirtió y echándole una mirada furtiva, frunció los labios en señal de que hiciera silencio y se mordió luego el labio superior.  Él,  a su pesar, asimiló el mensaje.  Claro, se estaban jugando su trabajo y no era cuestión de dejarlo pasar por aparentes nimiedades como un cambio de vestuario.  De todos modos, Fernando no pudo quedarse callado; en todo caso moderó el tono y, cuando preguntó, trató de contener su furia y hacerlo lo más gentilmente que fuera posible.
                       “Pero… la ropa interior…, ¿qué tiene que ver?  Si no se ve…”
                     Una vez más Ofelia se comportó como si no le oyese, aunque luego Fernando entendería bien que, en realidad, no se le escapaba palabra alguna.
                      “Esto afuera” – dijo la mujerona sosteniendo aún un pliegue de la falda de Eliana entre sus dedos.  Casi de inmediato apareció una empleada que, sin que mediara más trámite, le soltó a Eliana la falda y se la deslizó piernas abajo para terminar quitándosela por los pies.  Fernando vio entonces como su esposa quedaba, en medio de la cocina y a la vista del personal, vestida sólo con una bombachita, a decir verdad bastante escueta.
                    Ofelia tomó la prenda íntima por el elástico y lo estiró hacia sí para luego soltarlo.
                     “Esto también” – ordenó.
                      Y así la empleada dejó a Eliana desnuda de cintura para abajo ante la vista furiosa de su propio marido, que crispó los puños.
                      “Ofelia… – dijo, entre dientes -.  ¿Te parece que éste es el lugar adecuado para…?”
                       “Tenés que aprender un par de cosas todavía – le replicó la mujer sin siquiera mirarlo y acusando, por primera vez, recibo de haber oído algo de lo que Fernando le venía diciendo -.  En primer lugar, no me tutees: del colegio ya pasaron unos cuantos años.  Aquí y ahora, ustedes son lo mismo que cualquier otro empleado y aquí se me llama SEÑORA OFELIA; eso va para vos también” – señaló a Eliana con un enhiesto y amenazante dedo índice en alto.
                      “Está bien, Señora Ofelia” – aceptó Eliana quien, en medio de la vergonzante humillación que estaba sufriendo ante los demás, buscaba mantener lo suficientemente fría la cabeza como para no perder los estribos o, lo que venía ser para el caso casi lo mismo, perder el trabajo.
                      “En segundo lugar – retomó Ofelia como si se tratara de un instructivo -, si no les gustan las condiciones del trabajo ya saben dónde está la puerta y por último, les aclaro que acá cada error o insubordinación se paga.  Por lo tanto si siguen objetando órdenes – miró de soslayo a Fernando -, van a seguir acumulando infracciones”
                       El parlamento de la gélida mujer descolocó a Fernando; se desprendía de sus palabras que ya había algunas infracciones acumuladas puesto que de lo contrario nunca Ofelia hubiera dicho “seguir acumulando”.  Por otra parte, y eso era a todas luces lo más inquietante, la arenga de la mujerona había dejado entrever que existían sanciones internas para castigar las faltas aunque, claro, no había forma de saber cuáles eran ni de qué modo se aplicaban.  La empleada que le había quitado falda y bragas a Eliana se retiró con rumbo incierto llevándose las prendas; cuando poco después regresó, lo hizo trayendo sobre el antebrazo un par de prendas nuevas aunque, dado lo minúsculo de las mismas, Fernando las vio más bien como trapos.
                “A ver, dame acá” – ordenó Ofelia extendiendo una mano hacia la chica sin siquiera mirarla, como era su estilo -.  Primero la tanga”
                La joven colocó en manos de Ofelia la prenda solicitada y ésta la tomó entre los respectivos dedos pulgar e índice de ambas manos para ponerla ante su rostro y escrutarla  con mirada aparentemente experta.
                “Sí, ésta va bien” – dictaminó ante la atónita mirada de Fernando, horrorizado por lo mínimo de la prenda -.  A ver…, levantá un pie”
                 Eliana hizo lo que se le decía y la mujerona, flexionando una pierna hasta casi tocar el suelo con su rodilla le pasó la tanga para luego pedirle que levantara el otro pie y hacer lo mismo.  Una vez hecho eso, Ofelia se incorporó llevando hacia arriba la prenda y lo hizo tanto que se la calzó en la zanja de tal modo que hasta la levantó unos centímetros del piso.  Así, una ínfima rayita de tela prácticamente desapareció al enterrarse entre las perfectamente redondeadas nalgas en tanto que, por delante, sólo un brevísimo triángulo se ubicaba por sobre el montecito del clítoris.  Ofelia extendió un brazo con la palma abierta como reclamando la falda y, en efecto, la empleada se la entregó: una pieza en cuadrillé y terminada en bastoncillos con volados.  Volviendo a flexionar la pierna hizo repetir a Eliana el acto de levantar alternadamente primero uno y luego el otro pie a los efectos de colocarle la prenda.  Una vez que, llevando la falda arriba, se la calzó en la cintura, saltó a la vista que apenas le tapaba la cola; bastaba cualquier mínima inclinación o que se agachara para que sus nalgas quedaran expuestas.
                Ofelia giró alrededor de Eliana como estudiándola y se detuvo a su espalda acariciándose el mentón con gesto pensativo.
               “A ver… – dijo -.  Inclinate.   Tocate las puntas de los zapatos”
                La orden, por supuesto, resultaba terriblemente humillante.  Eliana permaneció por unos instantes dudando.
                “Dale – insistió Ofelia -, hacé lo que te dije y no tengas tanta vergüenza que acá el culito ya te lo vimos todos y además es mejor que te vayas acostumbrando”
                   Eliana, para quien era sumamente importante preservar el empleo conseguido, dejó de dudar e hizo lo que se le requería.  Inclinándose hacia adelante se tocó con los dedos las puntas de los zapatos con lo cual, obviamente, su cola entangada quedó expuesta ante los ojos de los presentes.  Cierto era que sólo un momento atrás también lo había estado y sin nada encima, pero sin embargo, esta vez para Eliana la sensación de sentirse humillada era infinitamente peor.
                “Sí, va bien –dijo Ofelia -; ahora a trabajar”
                 Salieron de la cocina hacia la zona interior de la barra y la rabia contenida de parte de Fernando parecía a punto de estallar.  Eliana le echó una mirada disuasiva temiendo que un exabrupto arruinase todo.  Ofelia trazó un arco con la mano y enseñó a Eliana cuáles eran las mesas que tenía asignadas; lo de Fernando era bastante más simple ya que sólo debía permanecer tras la barra a la espera de lo que los clientes le pidieran.   Ofelia tomó una libreta  e hizo algunas anotaciones; con el correr de la noche notarían que ésa era una acción que permanentemente repetía.  A Eliana se le ordenó que permaneciese del lado exterior de la barra a la espera de ser solicitada por los clientes o bien para que estuviera atenta en caso de que llegaran nuevos.  Al apostarse en tal lugar, notó cómo, obviamente, todas las miradas del salón se clavaban sobre ella y no pudo evitar bajar la mirada con vergüenza.  Fernando, desde atrás de la barra, podía ver cómo todos los tipos del lugar la miraban con ojos voraces y debía contener las ganas irrefrenables que tenía de dirigirse hacia ellos para ponerlos en su lugar o para, al menos, hacerles notar que esa mujer, a la que miraban tanto, ya tenía dueño y, como tal, no estaba disponible.
                  El espectro social de la clientela del bar parecía amplio: había señores bien vestidos con aspecto de ejecutivos adinerados pero también algunos fracasados de mala vida o muchachos de veintitantos años que no paraban de beber e intercambiar bromas; las edades, por cierto, podían ser muy diversas.  Eran, eso sí, mayormente hombres. salvo las mujeres que estaban acompañadas por sus parejas.  Eliana no era la única camarera en el lugar, pero claro, era la chica nueva, con lo cual era quien concentraba la mayor parte de las miradas.   Se dirigió a atender un par de mesas en la medida en que fueron llegando nuevos clientes y, por supuesto, Fernando no podía quitarle la vista vigilante de encima; con un chasquido de dedos delante de sus ojos, Ofelia le llamó la atención al respecto y le conminó a concentrarse en su labor, consistente en ese momento en preparar un par de tragos que le habían solicitado dos tipos que acababan de ubicarse a la barra.
                     “¿Qué onda la chica nueva?” – preguntó uno de ellos y Fernando, sin poder ocultar su furia, le echó un vistazo de reojo para comprobar que estaba mirando a Ofelia y por lo tanto la pregunta iba para ella.
                      “Es nueva, como bien has dicho – confirmó ella -; todavía tiene que aprender algunas cosas pero la vamos a sacar buena”
                      Aun a pesar del permanente escrutinio de Ofelia, Fernando espiaba por debajo de las cejas cada tanto y logró constatar que cada vez que Eliana se inclinaba sobre una mesa para depositar un pedido, sus nalgas quedaban inevitablemente al aire, lo cual motivaba que muchos de los presentes le echaran el ojo.  En una oportunidad un grupito de tres clientes que tendrían, en promedio, unos veinte años, la llamaron para que se acercase y se produjo entonces un momento de charla totalmente inaudible para los oídos de Fernando, pero que, sin embargo y por lo que se veía, daba la impresión de que uno de los tipos le insistía con algo ante lo cual ella, al menos en apariencia, parecía excusarse.  Eliana terminó dando media vuelta (aunque sin dar la impresión de haber dado por concluida la charla sino más bien suspendida) y se acercó a la barra para hablar con Ofelia, quien se hallaba en su puesto de observación junto a la caja.  Sin dejar de atender la barra, Fernando aguzó un oído a los efectos de escuchar:
                “Señora Ofelia – dijo Eliana; el tratamiento no dejaba de sonar extraño a los oídos de Fernando considerando que, en definitiva, habían sido ex compañeras del colegio -.  Aquellos chicos me dicen que quieren que juegue al pool con ellos.  Dicen que las camareras de aquí siempre lo hacen…”
                 “Y es cierto – confirmó Ofelia -.  Muchas veces caen tipos solos que se acodan en la barra y no tienen con quién jugar.  Ya es una tradición del lugar, y los clientes lo saben, que nuestras camareras están disponibles para eso…”
                 La respuesta no pudo menos que causar consternación, tanto en Fernando, quien no podía dar crédito a sus oídos, como en Eliana, cuyo rostro sólo rezumaba sorpresa.
                   “Pero…, Señora Ofelia, no puedo hacerlo…, estoy trabajando” – protestó Eliana, tan tímidamente que ni siquiera sonó como una protesta.
                  “Despreocupate por eso – minimizó Ofelia con un gesto desdeñoso -.  La política del lugar es que el cliente se tiene que ir satisfecho y, sobre todo, tiene que volver.  Un cliente a quien no le damos lo que quiere o que se aburre, es un cliente que muy posiblemente no regrese… La única condición que ponemos es que nunca estén jugando al pool…, o haciendo cualquier otra, dos chicas al mismo tiempo.  Altérnense.  Las mesas que estás atendiendo, mientras estés ocupada, las reparto un poco entre otras dos camareras para que se hagan cargo.  Aquí las chicas que ya están desde hace rato conocen bien la mecánica del lugar, así que para ellas no será nada nuevo…”
                    Los ojos de Eliana parecieron revelar aún más sorpresa que antes.  Además, había quedado repiqueteando en su cabeza una frase de Ofelia: “jugando al pool…, o haciendo cualquier otra cosa”.  Lo mismo ocurrió con Fernando, quien ya no sólo prestaba oídos a la conversación sino también ojos, hasta que un tipo que estaba en la barra lo trajo de vuelta a “lo suyo” para pedirle un daikiri.
                   Fernando atendió el pedido del hombre y, de reojo, vio como su esposa regresaba hacia la mesa en la que se hallaban los tres muchachos; al llegar hasta ellos, le tendió a uno unas fichas que llevaba en la mano, las cuales, de seguro, serían las que abrían la mesa de pool: eran  unas cuantas, lo cual significaba que planeaban jugar por laro rato.  Los jóvenes sonrieron con satisfacción y Eliana les guió hasta una mesa que estaba desocupada; mientras abrían la mesa y ubicaban las bolas dentro del triángulo, Eliana regresó a paso rápido junto a Ofelia:
                     “Señora Ofelia – dijo, con expresión de angustia -.  No sé jugar al pool; nunca jugué…”
                     “Los chicos te van a enseñar” – le respondió Ofelia, siendo casi la primera vez en que se dibujó, aunque muy levemente, una sonrisa en la comisura de sus labios.
                       Eliana volvió junto a ellos y, prácticamente, le pusieron en mano uno de los tacos, el cual tomó con la inseguridad propia de quien nunca ha jugado al pool.  El caso no se ajustaba al ejemplo presentado momentos antes por Ofelia ya que allí no había nadie que estuviera solo y necesitara compañera para jugar, pero eran tres y querían, obviamente, jugar en duplas.  El que quedó finalmente como compañero de Eliana se le acercó al oído y le habló un rato, entre risas.  Desde donde estaba, Fernando hervía por la intriga y por el exceso de confianza que el joven se tomaba.  Lo peor de todo fue que detectó una leve sonrisa en Eliana, como si le hubiera festejado algún comentario, vaya a saber de qué tipo.
                       Y la partida comenzó.  Eliana era, por supuesto, la que se hallaba en problemas ya que ni siquiera sabía cómo tomar el taco.  Pero los chicos, y sobre todo su compañero de dupla, fueron más que solícitos mostrándole bien cuáles eran las posiciones o de qué forma tenía que tirar.  Fue entonces cuando Fernando descubrió que cada vez que Eliana se inclinaba sobre la mesa para apuntar, su cola quedaba a la vista de todos y los tres muchachos se arracimaban por detrás de ella, riendo e intercambiando bromas que, dada la distancia, no llegaban a ser oídas por Fernando.  Éste, sin salir de su odio ni de su estupor, echó un vistazo al resto del salón y comprobó que no eran los tres jóvenes el único público que Eliana tenía al inclinarse sino que desde casi todas las mesas vecinas e incluso desde otras más alejadas, tenían sus ojos sobre las nalgas de Eliana y no lo hacían con disimulo ni de reojo sino que, muy por el contrario, se apreciaba claramente que reían y se comentaban entre sí: los que jugaban al pool, en cualquiera de las mesas, habían dejado de prestar atención a sus partidas.  Fernando tuvo que hacer esfuerzos sobrehumanos para no sortear la barra de un salto y correr hacia el lugar para poner las cosas en orden, sobre todo cuando notó que uno de los muchachos, tomándose demasiadas atribuciones en su papel de instructor, se ubicaba por detrás de Eliana y le ayudaba a tomar el taco correctamente así como a hacer puntería.  Al hacerlo, inevitablemente, la apoyaba alevosamente con su bulto sobre la cola.  Le hablaba al oído, sin que hubiera forma de que Fernando pudiese tener idea de qué le decía.  Pero, para colmo de males, el arrebato pedagógico del joven que la apoyaba surtió efecto también en los demás y, así, en los siguientes tiros, cada uno de ellos fue pasando sucesivamente por su retaguardia para mostrarle cómo se hacía y, de paso, apoyarla.  Cada vez que alguno de los tres lo hacía, el resto reía.
            Una vez que los tres hubieron pasado por el puesto de “instructor”, parecieron dejarla más o menos en paz para el siguiente tiro, ya que Eliana se dedicó por sí sola a tratar de manejar el taco y de hacer puntería correctamente, sin que nadie le estuviese encima.  Sus nalgas, de todos modos, siempre quedaban al descubierto cada vez que se inclinaba y fue entonces cuando Fernando vio algo que le hizo perder definitivamente la cordura.  En el momento en el cual ella se inclinaba sobre la mesa de pool, uno de los jóvenes, mientras sostenía en una de sus manos algún trago, alzó el taco hasta tocar con la punta la cola de Eliana, justo en el lugar en que, cubierto por una tirita de tela insignificante, se hallaba su orificio.  Ni siquiera lo hizo suavemente, sino que prácticamente enterró el taco ya que la azulada punta se perdió por un instante entre las cachas de Eliana, quien dio un respingo y se giró en un único movimiento mientras miraba a los jóvenes con expresión de indescriptible desconcierto a la vez que se llevaba una de sus manos hacia la cola, justo al lugar en el cual había recibido el impacto.  El muchacho que había tenido tal ocurrencia, sólo apuró su trago en tanto que los demás reían.  En cuanto hubo dejado de escanciar el contenido de su vaso, él también se sumó a las risas, festejando su propia broma.
                La paciencia de Fernando, ya para esa altura una cuerda estirada en exceso, encontró su límite, pero también la de Eliana, quien si bien no hizo objeción alguna, echó a los tres jóvenes una mirada de incredulidad y salió a paso decidido hacia la caja, precisamente en el mismo momento en que Fernando, apoyando sus manos sobre la barra, daba un salto hacia el otro lado y se dirigía hacia la mesa de pool en la que se hallaban los tres insolentes desubicados.
               Llegó ante el que, justamente, había cometido el infame acto: mantenía éste en su rostro una desagradable sonrisa y estaba apoyando su vaso, ya vacío, en una mesa vecina.  Fernando lo tomó por la camisa con violencia para  sorpresa del joven, quien ni siquiera le había visto venir.
                 “Nadie le mete una mano encima a mi esposa, ¿entendés?… Nadie…”
                  El muchacho lo miró extrañado; pareció tardar unos segundos en entender.
                  “Eeeeh, ¡paraaaaá! ¿Qué te pasa? ¡Estábamos jugando, nada más!  Aparte no le puse la mano encima…, fue el taco, je”
                    Fernando echó hacia atrás su brazo, dispuesto a estrellarlo contra la cara del muchacho, pero los otros dos lo tomaron por atrás, impidiéndoselo.  Una vez que lo inmovilizaron, el joven que acababa de zafar del golpe de Fernando apoyó el taco a un costado y rió entre dientes:
                     “¿Sos un poco desubicado o me parece a mí?
                    Y acto seguido hundió su puño contra el estómago de Fernando, al punto de dejarlo casi sin aire.  Justo en ese momento apareció Ofelia, acompañada por Eliana, quien había acudido a ella en busca de auxilio.   La mujerona palmoteó el aire e impuso su voz autoritaria:
                  “¿Qué pasa acá? – preguntó – ¿Cuál es el problema?”
                  Su tono sonó tan imperativo que los muchachos interrumpieron la golpiza que habían inciado contra Fernando.
                   “Nada… – se excusó el que acababa de golpearlo -.   Estábamos jugando con la chica y de pronto apareció este tipo al que no sé qué carajo le pintó…”
                    “¡Le metieron el taco de pool en la cola!” – vociferó Fernando haciendo un esfuerzo sobrehumano por recuperar la respiración después del golpe recibido, mientras los dos jóvenes que lo retenían por los brazos persistían en su actitud y no daban señales de liberarlo.  En ese momento Fernando echó un vistazo en derredor y notó, como no podía ser de otra manera, que prácticamente toda la concurrencia estaba atenta a la trifulca que se había suscitado.  Pero si por algo miró fue porque llegó a sus oídos un coro de risas apenas mencionó, a tan viva voz, el incidente del taco en la cola; antes que generar rechazo o solidaridad, el comentario había, por el contrario, despertado hilaridad.
                     “¡Eso fue jugando! – protestó el joven afectado -.  No fue nada; apenas un roce, apenas una broma…”
                     Ofelia giró la cabeza hacia Eliana y le dirigió una mirada de hielo; luego hizo lo propio con Fernando.
                      “Suéltento – pidió, o más bien ordenó -.  Está todo bajo control; yo me encargo  -; tomando con dos dedos a Eliana por un pliegue de su remera, la acercó hacia la mesa -.  Ahora sigan jugando… y todo normal”
                       “Normal las pelotas – protestó otra vez el mismo joven -.  Nos vamos a la mierda…”
                       Tanto él como los otros dos, luego de liberar a Fernando, depositaron con violencia los tacos de pool sobre la mesa y se retiraron con gesto ofuscado.  Ofelia frunció los labios y miró alternadamente a Eliana y a Fernando con una mirada que lo decía todo:
                       “Esto es una infracción grave eh… – espetó -, de parte de los dos: lo peor que nos puede pasar es que el cliente no se encuentre a gusto y se vaya.  Después de terminado el turno lo hablamos.  Ahora vos de vuelta a la barra y vos a atender las mesas…”
                        “Señora Ofelia – balbuceó Eliana -.  Yo… no sé cómo pedir disculpas…”
                          Fernando la miró incrédulo.  Ella, obsesionada como estaba con el tema de perder el trabajo, se rebajaba al punto de disculparse por lo que, en definitiva, había sido la reacción lógica de cualquier mujer a quien se hubiese faltado a su dignidad.
                       “Ya vamos a hablar – dijo Ofelia, abriendo por primera vez sus ojos grandes y enseñando sus manos bien abiertas de modo de hacer entender a Eliana que se callara o que no insistiera. – Eso sí: vayan haciéndose a la idea de que esto lleva sanción; no es algo que se pueda permitir…”
                      “Sí, Señora Ofelia” – aceptó sumisamente Eliana bajando la vista, en tanto que Fernando seguía sin poder creer nada: ni el modo tan particular en que se manejaban en ese lugar ni el grado de aceptación que exhibía su esposa.
                    Ofelia dio media vuelta sobre sus tacos y echó a andar de regreso hacia la caja.  Fernando miró un momento a Eliana a la espera de que ella levantase la vista en algún momento; quería, aunque más no fuera con una mirada, reprenderla o al menos hacerla consciente del grado de degradación hacia el cual estaba siendo arrastrada.
                    El resto de la noche venía transcurriendo sin sobresaltos o, por lo menos, sin que ocurriera nada de lo que, ya empezaba a entenderse, era considerado como normal en aquel lugar tan especial.  No hubo rastros de la presencia de Adrián y Fernando lo lamentó.  Se preguntaba si su viejo amigo estaría al tanto de lo que allí ocurría cuando él no estaba o de los abusos de poder que cometía Ofelia.  Trató de pensar lo menos posible a los efectos de hacer bien su trabajo y no ir acumulando “infracciones” pues, de hecho, Ofelia parecía no parar de tomar notas en su libreta.  Se propuso, adrede, dejar de seguir con la vista a Eliana puesto que estaba ya para esa altura obvio que, fuera donde fuera, todos en el salón estarían mirándole la cola o haciéndole comentarios procaces y soeces.  Mejor no mirar para no repetir accesos de furia como el que ocurriera tras el incidente en la mesa de pool.  Pero fue dos horas después de eso cuando la propia Eliana se apareció junto a la caja con expresión desesperada y con los ojos desorbitados.
                 ¡Señora Ofelia! – dijo, hablando con cierta urgencia -.  Un cliente me… metió la mano… ¡Eso no está bien!  No fue un taco de pool esta vez, fue su mano…”
                 Ofelia levantó la vista hacia el fondo del salón como si fuera una especie de vigía sobre un mangrullo y Fernando, alertado al oír las palabras de su esposa, no pudo evitar hacer lo mismo.  La mesa en cuestión hacia la que Eliana señalaba con el pulgar estaba ocupada por  cuatro tipos más una muchacha que se hallaba sentada sobre el regazo de uno de ellos.  Tenían un aspecto desagradable y, por cierto, ninguno de ellos resultaba ni medianamente atractivo.  Alcanzaba con un rápido vistazo para darse cuenta, además, que estaban bastante alcoholizados y, a diferencia de los que se habían retirado de las mesas de pool tras el incidente, no eran ningunos muchachos, sino tipos que contarían alrededor de cuarenta y tantos años: sólo la joven que se hallaba sentada sobre uno de ellos daba impresión de no pasar los veintidós.  Tanto Eliana como Fernando esperaban alguna reacción por parte de Ofelia por considerar que había ciertos límites que no podían ni debían ser traspuestos en el trato hacia las empleadas por parte de los clientes.  La mujerona, sin embargo, estiró, simplemente, su largo cuello para tratar de visualizarlos mejor.  Uno de ellos, al cual Eliana identificó como el autor de la ofensa, estaba sentado muy tranquilo y hasta sonriente, mirando hacia la caja.
               “¿Qué te hizo exactamente?” – preguntó Ofelia con aire indiferente.
                “Bueno, yo… estaba sirviendo la mesa y de pronto sentí que me… estaba acariciando la pierna.  Ya me pareció desubicado pero para no crear un problema, simplemente esperé a que en algún momento dejara de hacerlo.  Pero no, fue al revés: cuando me incliné para apoyar la bandeja sobre la mesa me… acarició las nalgas”
                Ofelia escuchó atentamente el relato de Eliana sin dejar por un instante de mirar hacia el fondo del salón.
                “Vení conmigo” – le conminó luego, al tiempo que, saliendo de atrás de la caja, comenzaba a marchar a paso decidido hacia la mesa ocupada por el desagradable grupito.  El paso casi marcial y algo amenazante que Ofelia imprimía a su marcha, entusiasmó a Eliana e hizo desistir de cualquier nueva reacción a Fernando, cuyo rostro había enrojecido por la furia ante las noticias que su esposa había acercado a la barra.
                 Llegaron ante la mesa; Ofelia se plantó allí cuan alta e imponente era y fue imposible que hubiera en el quinteto alguien que no alzara la vista hacia ella.  Eliana, entre tanto, permanecía un paso más atrás, casi como queriéndose cubrir detrás de la mujerona.
                 “¿Qué pasó acá?” – preguntó.
                 El principal aludido, al cual Eliana había señalado como el responsable de lo ocurrido, se encogió de hombros.
                 “Nada – dijo -; sólo estaba acariciando a la señorita…”
                 “Señora” – le interrumpió, tajante, Ofelia.
                 “Ah…, señora entonces – continuó el tipo -; bueno, yo la acaricié un poco y de repente se fue y nos dejó plantados”
                 “Tal cual – intervino uno de los restantes -.  Ni siquiera terminó de atendernos”
                   Ofelia, ceñuda y con los labios fruncidos, hizo un rápido recorrido con los ojos por el círculo de hombres y por la chica veinteañera ; a decir verdad, daban la impresión de ser de no muy alto nivel de educación.  Luego miró a Eliana.
                  “Acercate” – le dijo.
                  Eliana levantó un pie para ubicarse a la par de Ofelia pero lo hizo con tal timidez que la mujerona la tomó casi por la piel del brazo y la acercó hacia el sujeto que la había ofendido.  Así, quedaron encarados: el tipo sentado y sonriente, Eliana de pie y muy confundida.
                  “Pedile disculpas” – ordenó Ofelia.
                   Eliana, muy despacio, giró la cabeza hacia la mujer.  Lo hizo porque, en realidad, quería constatar si el pedido u orden había sido impartido hacia el cliente, lo cual era de lo más lógico, o bien hacia ella, lo cual parecía ser tremendamente descabellado.  Sin embargo, la peor presunción tomo carácter de realidad cuando, al mirar a los ojos de Ofelia, descubrió que la mujer miraba hacia ella.  No había ningún otro destinatario para la orden impartida.
                      “Pedile disculpas” – reiteró, imprimiendo una mayor severidad al tono de su voz.
                       Eliana estaba perpleja por la incredulidad.  No podía asimilar lo que estaba oyendo.  ¿Debía ella disculparse ante un baboso degenerado que le había tocado impunemente la cola?  Por lo pronto, el gesto adusto de Ofelia no parecía dar lugar a interpretar algo diferente: eso que había oído de Ofelia era exactamente y de manera unívoca lo que se estaba esperando de ela.  Una vez más, pensó en su trabajo, en las deudas, en las amenazas… Se giró hacia el hombre, quien la miraba aún más sonriente que antes, a la vez que expectante.  Eliana tragó saliva y sintió como si alguien le estuviera revolviendo por dentro…
                      “P… perdón, señor” – musitó, en un susurro apenas audible.
                      “A ese volumen no creo que te haya escuchado” – le regañó la mujerona.
                    “Perdón, señor” – repitió Eliana, algo más alto y con voz más firme.
                    “Bien – concedió Ofelia -; ahora vamos a retomar las cosas en el punto en que estaban”
                    Temblando por la vergüenza y por los nervios, Eliana volvió a girar la vista hacia Ofelia; la miró sin entender.
                     “¿Qué te estaba haciendo el señor cuando interrumpiste tu trabajo?” – le preguntó la mujer.
                     Los cinco de la mesa, con la muchacha incluida, rieron a un mismo tiempo.  Eliana ya no cabía en sí misma con la vergüenza que sentía.
                      “Me… estaba tocando la cola” – respondió, con voz apagada  y algo quebrada por el momento que estaba viviendo.
                       “Muy bien.  Entonces…, date la vuelta.  Y enseñale tu cola al señor para que siga con lo que, con tan mala educación, interrumpiste”
                        “Es que hoy las jovencitas vienen cada vez más maleducadas.  ¿Se fijó, señora?” – apostilló uno de los que estaba sentado a la mesa a la vez que echaba una rápida mirada y guiñaba un ojo a la muchacha que tenía sentada sobre él, la cual le propinó, en evidente broma, un puñetazo sobre el brazo para, inmediatamente, echar los dos a reír..
                         Ofelia no dijo palabra y Eliana comprendió que tampoco ella tenía nada más para decir.  Simplemente se giró y luego apoyó las manos sobre una de sus rodillas a los efectos de inclinarse y así mostrar mejor su cola.  Enseguida sintió el contacto de la desagradable mano nuevamente; no sólo era desagradable la piel sino también el modo en que la tocaba.
                        Lejos, desde la barra, Fernando estaba a punto de estallar y, una vez más, apoyó las manos sobre la misma a los efectos de saltar hacia el otro lado.
                       “Yo te diría que te contengas – le dijo una de las camareras que se hallaban, en ese preciso momento, retirando un pedido -.  Está muy jodido conseguir laburo y hay que cuidarlo; te lo digo por tu bien.  Sé que es duro y es una cagada para cualquier matrimonio trabajar en un lugar como éste.  Pero vas a tener que aprender a bancártelas todas… Después de todo…, pensá que la están tocando, nada más… Se están divirtiendo; podría ser peor”
                      Fernando se quedó en el molde ante el parlamento de la muchacha, el cual, se advertía, había tenido más sentido de sincero consejo que de amenaza; de hecho, la joven camarera lució en su rostro una expresión triste en el rostro al hablarle, como si comprendiera lo que a Fernando la estaba pasando internamente.  Sin agregar más palabra, la camarera tomó su bandeja, le dirigió una última mirada y se fue a cumplir con sus tareas.
                      Entretanto, junto a la mesa, Ofelia permaneció unos instantes con vista escrutadora mientras el tipo de la mesa seguía acariciándole la cola a Eliana; daba la impresión de estar supervisando que todo estuviera bajo control.  Una vez que así pareció determinarlo, dio media vuelta sobre sus talones.
                      “Cualquier cosita me avisan, ¿sí?” – dijo al marcharse.
                      “Sí, Señora, pierda cuidado… – le dijo en voz alta el mismo que masajeaba las nalgas de Eliana -.  Igual, yo creo que ahora la chica se va a portar bien, jeje”
                      Una vez que Ofelia se hubo retirado, el sujeto se mantuvo un rato toqueteándole la cola mientras la sometía a un interrogatorio en el cual le preguntó nombre, edad, así como también acerca de su estado civil puesto que ya Ofelia había dicho que era “señora” y no “señorita”.  A los tipos pareció calentarles cuando se enteraron, por boca de Eliana, que su esposo trabajaba allí mismo y que se hallaba detrás de la barra.  Uno de ellos, incluso, estiró el cuello en procura de verlo, con una sonrisa ladina en su rostro.  Cuando el sujeto que estaba tocando a Eliana dio por terminado el manoseo, otro de los que se hallaban a la mesa la conminó a acercarse a él y adoptar idéntica posición que la que adoptara ante su amigo, es decir, inclinada y dándole la cola.  Eliana debió soportar otro toqueteo más, pero esta vez a dos manos y sólo para que, una vez terminado, pasara al siguiente y luego al siguiente de los cuatro que se hallaban sentados a la mesa.  En cuanto a la chica, no sólo no le molestó que el que estaba con ella se divirtiera sobándole la cola a Eliana sino que ella también reclamó hacerlo y, de hecho, así lo hizo: fue la quinta.  Para colmo de males, fue como si cada uno fuera un poco más allá en el toqueteo; tal fue así que el tercero no sólo le sobó bien las nalgas sino que además le recorrió varias veces con su dedo índice la zanjita entre las nalgas.  El cuarto no sólo se permitió eso sino que incluso introdujo lo suficiente un dedo índice en la zanja como para estirar hacia afuera la tirita de tela de la tanga, soltándola luego y haciéndola prácticamente restallar como un látigo al entrar de nuevo en la hendidura entre las cachas.  Pero como si con ello no estuviera tampoco conforme, se permitió incluso deslizar una mano por debajo de la cola y por entre las piernas para tocarle y masajearle la vagina por encima del ínfimo trozo de tela que la cubría.  Incrementó tanto el masajeo que, por muy desagradable que fuera el tipo y muy procaces que fueran tanto sus comentarios  como los de sus amigos, Eliana se sorprendió a sí misma excitándose contra su voluntad.
                   “¡Está mojadita!” – alardeó el tipo.
                   “Se ve que le gusta, jaja” – agregó otro.
                   “¡A ver! ¡Quiero ver! – exigió riendo la jovencita, quien tocó a Eliana en la cola y en la conchita hasta con más lascivia que el resto.  Cuando comprobó que, en efecto, Eliana estaba mojada, insistió particularmente en ese punto y, siendo mujer, sabía bien cómo tocarla para aumentar la excitación y sobre todo conseguir esa excitación hasta en contra de la voluntad de Eliana.
                    Eliana no sabía dónde meter tanta vergüenza ante tanta humillación.  Levantó un poco el cuello mecánicamente para comprobar si Fernando la veía y, aunque le costaba visualizarlo por hallarse ella inclinada, cada tanto veía su imagen dibujándose entre la gente que iba y venía.  Y Fernando la miraba… Aun a la distancia, ella podía percibir que no cabía en sí de la rabia que sentía… Para él también era una terrible humillación, tanto como para ella…  Pero eso no fue todo: en ese momento Eliana echó un vistazo en derredor y descubrió que, desde las mesas vecinas, prácticamente todos estaban atentos a la escena que, en ese momento, la tenía a ella como protagonista: el que no sonreía, directamente reía.  Ella se puso de todos los colores posibles y bajó la mirada al piso.  Cuando la joven que, había entrado a la diversión casi de colada, terminó de masajearle la concha, le dio una palmadita en la cola en señal de cierre.  ¡Cuánta vergüenza sintió Eliana!  ¡Esa chica era apenas una veinteañera!”
                “Bueno – dijo -, vaya… vuelva con su patrona, jeje” – le dijo el mismo que la había manoseado en primer lugar y que era, quien en definitiva, iniciara todo el lío que terminaba en semejante humillación.
                  Cuando regresó a la caja, ni siquiera se atrevió a mirar a los ojos a Fernando; suponía, y con bastante razón, que él no podría creer que su esposa se hubiera rebajado a tal punto sólo por cuidar un empleo.  Fernando, de hecho, había estado a punto de llamarlo a Adrián para ponerlo al tanto de la aberrante situación que allí se estaba viviendo, pero por más que rebuscó en el directorio hasta encontrarlo, lo cierto era que no tenía ni siquiera crédito para llamarlo, como venía ocurriendo casi todos los días desde hacía meses.  Aun así, en el preciso momento en que revisaba su celular, Ofelia se lo quitó de las manos en un movimiento tan rápido que él ni siquiera llegó a preverlo y, lo que fue peor, lo arrojó dentro de un balde con hielo que acababan de traer de regreso, lo cual venía a significar que para esa altura ya era en realidad un balde lleno de agua fría.  El teléfono cayó adentro y, lisa y llanamente, dejó de funcionar.  Fernando miró a Ofelia con los ojos inyectados en furia pero a ella no dio la impresión de afectarle en lo más mínimo, ya que mantuvo su gesto severo e imperturbable al hablar:
                     “Cuando se trabaja, no hay celular” – sentenció, simplemente.
                     Una vez más estuvo a punto de reaccionar y, una vez más también debió tragarse sus impulsos; le bastó con echar una mirada al resto del personal, sus compañeros detrás de la barra o alguna de las camareras que se hallaban retirando un pedido.  Bastaba con ver sus miradas para darse cuenta que, de algún modo, le estaban conminando a mantenerse tranquilo.
                        A las seis de la mañana finalizaba el turno, pero eso estaba lejos de significar, como Fernando y Eliana erróneamente suponían, el fin de la jornada laboral.  El local recién entonces comenzaba a cerrar sus puertas y mientras le cobraban a los últimos clientes, ya algunos empleados y empleadas se dedicaban a colocar las sillas sobre las mesas, paso previo a barrer el suelo.  Para cuando todo eso hubo terminado, serían las siete menos veinte de la mañana y Ofelia llamó a todo el personal a reunirse en la cocina.  Una vez que los tuvo a todos allí, tomó su libreta y la enarboló casi como si fuera una bandera.
                      “Resumen del día” – anunció.
                     Fernando y Eliana miraron alrededor y, con sorpresa, vieron  en el semblante de todos los allí presentes que lo que estaban presenciando era, para ellos, un acto de absoluta rutina cotidiana.  Nada fuera de lo normal.
                       “¡Jazmín!” – graznó la mujerona y, de inmediato, una muchachita muy menuda y de cabello negro se ubicó frente a ella.
                       “Rompiste un vaso hoy” – le espetó Ofelia, con total frialdad.
                      La chica asintió, sin aparente intención de objetar absolutamente nada.
                      “Sí, Señora Ofelia – reconoció, bajando un poco la vista, pero a la vez pareciendo tomar el asunto con una resignación que terminaba por ser naturalidad -.  Pido mil disculpas”
                         “Muy bien – dijo Ofelia, al parecer conforme con la respuesta obtenida de parte de la chica -.  Ya sabés cómo sigue entonces…”
                        “Sí, Señora Ofelia”
                         La jovencita, que no parecía tener más de veinte años, se giró e, inclinándose hacia adelante, alzó su falda dejando al descubierto una hermosa cola entangada.  Fernando notó que, por muy mínima que era la prenda, no era tan pequeña como la que le habían dado a su esposa.  Ofelia flexionó un brazo y extendió la palma hacia un costado, quedando como a la espera de algo.  Casi de inmediato una empleada se acercó y depositó en su palma abierta…  una fusta.  Eliana ahogó una exclamación de estupor llevándose ambas manos a la boca, en tanto que Fernando no pudo contener que se le escapara una interjección ininteligible, en tanto que los ojos de ambos se abrían atónitos, como queriendo escapar de sus órbitas.  Ofelia, sin siquiera mirar a la chica que se la alcanzaba, tomó la fusta y trazó un par de fintas en el aire, llegando incluso a estrellarla suavemente sobre la palma de la mano que tenía libre.  Clavó la mirada luego en el atractivo trasero de la muchacha y, echando un brazo hacia atrás, blandió la fusta en el aire de un modo tan inquietante que no pudo menos que producir un estremecimiento en Eliana, quien mecánicamente se puso detrás de su marido y se apretujó contra su espalda.  Aun así, ambos pudieron ver cómo el rostro de la mujer se transformaba al tener aquel instrumento en la mano: o más bien, era como si encontrara allí su verdadera esencia; viendo a Ofelia con la fusta en mano, producían la sensación de ser un conjunto, como que cada una de ambas tenía sentido cuando estaba en compañía de la otra y que formaban, al unirse, un ser autónomo y dotado de identidad propia.  El rosto de Ofelia pareció contraerse y se vieron sus dientes asomar  por su boca y morder el labio superior.
                 El primer fustazo restalló sobre la cola de la chica, quien se sacudió un poco y casi no emitió sonido: apenas un quejido que se quedó en la garganta.  Ni Eliana ni Fernando podían creer lo que estaban viendo; ella escondió su rostro detrás de él para no ver la escena y Fernando hizo con la vista una recorrida por las caras de los demás empleados buscando detectar siquiera en alguno de ellos una señal de que las cosas estaban realmente fuera de su cauce.  Pero no: podía decirse que las miradas eran casi inexpresivas y que hasta rezumaban un cierto acostumbramiento.  El segundo fustazo cayó sobre la otra nalga de la jovencita y, esta vez, el quejido fue algo más audible.  Llegó el tercero y ya no era quejido; era grito.  Fernando no salía de su asombro por interpretar que alguien tenía que parar aquello  y que no podía ser que tal espectáculo siguiera, pero además de ello le pareció reconocer, por debajo del grito de la chica el sonido de una interjección gutural que brotaba de la garganta de Ofelia.  Con la llegada del cuarto fustazo, tal sensación pasó a ser una realidad confirmada, conjuntamente con un hilillo de baba que creyó ver correr por la comisura del labio de la mujerona.  No hubo quinto fustazo, por suerte.  Ofelia le volvió a entregar la fusta a la misma chica que en su momento se la había traído y pidió que le dieran nuevamente su libreta, en tanto que la joven, luego del castigo recibido, se incorporaba y se retiraba del centro de la escena para ubicarse a un costado con evidente expresión de dolor.
                  “Eliana” – graznó esta vez Ofelia.
                    No por esperable, el llamado a Eliana dejaba de ser impactante para la pareja; ambos sabían perfectamente que a lo largo de la noche ella había incurrido en algunas insubordinaciones y fallas que hasta habían devenido en que unos clientes se marcharan del bar.  Considerando eso, era ingenuo no esperar un castigo, sobre todo teniendo en cuenta que hacía apenas instantes una chica había recibido cuatro golpes de fusta por hacer caer un vaso.  Eliana se escondió aun un poco más detrás de Fernando y él, de manera complementaria, la cubrió con instinto protector.  Una de las empleadas, sin embargo, se acercó a ella y la tomó por los hombros.
                       “Vamos – le susurró al oído -.  Ya sé que esto es nuevo para vos, pero si Ofelia se enoja va a ser peor…”
                     Eliana había tomado por la mano a Fernando, pero en la medida en que la joven la fue empujando y llevando por los hombros, se resignó, no sin terror, a su suerte y la mano de él cayó una vez que ya no pudo sostener la suya.  La empleada la fue llevando hasta ubicarla en el mismo lugar que antes ocupara la chica a la que habían llamado Jazmín, dando la espalda a Ofelia.  En el momento de dejarla, la joven se acercó al oído de Eliana para susurrarle:
                     “Tranquilita…, hacé lo que te dice…”
                      Una vez que la chica se apartó a un costado, Eliana se sintió diez veces más desprotegida, sabiéndose bajo el escrutinio feroz de Ofelia y las miradas resignadas del resto, quienes, al parecer, estaban presenciando una sesión de castigos sin nada de anormal cuyo carácter público parecía tener sentido ejemplar.  Castigar a los empleados infractores enfrente del resto de sus compañeros era una forma de que todos vieran que había que hacer las cosas bien.
                      “Pocas infracciones pueden ser tan graves como hacer que un cliente se vaya” – espetó la gélida mujer mientras doblaba la fusta por delante de su rostro.
                     Eliana bajó la vista al suelo, como tratando de buscar en él alguna respuesta; no sabía bien qué tenía qué decir o qué correspondía en un caso como ése, pero recordó que Jazmín había pedido disculpas.
                    “Sí, Señora Ofelia… – dijo, en tono lastimero -.  Yo… lo siento mucho; no tengo palabras para pedir perdón, pero créame, Señora Ofelia, que lo siento mucho…”
                    “Eso está muy bien – concedió Ofelia – pero con sentirlo no alcanza: tres clientes se fueron y seguramente ya no van a volver.  Eso es plata perdida…”
                     Eliana quedó en silencio, sin saber qué decir.  De pronto sintió la fusta tocando su cola y experimentó un estremecimiento porque pensó que vendría un golpe, pero no fue así; apenas un roce…
                      “Te estoy hablando – le dijo Ofelia -.  ¿Es plata perdida o no lo es?”
                      “S… sí, señora Ofelia, imagino que sí”
                       La mujerona asintió con la cabeza.  Sin dejar de sostener la fusta, entrecruzó sus dos manos a la espalda y caminó un poco por el lugar, siempre manteniéndose por detrás de Eliana, a quien el corazón le saltaba de miedo cada vez que escuchaba el taco de una bota apoyarse contra el piso.
                     “Y… ¿por qué fue que se largaron?” – preguntó Ofelia con evidente sadismo, pues sabía bien el motivo y sólo quería que Eliana lo expusiera ante los demás.
                     Eliana se aclaró la garganta y tragó saliva.
                     “Porque… uno de ellos me puso un taco de pool en la cola, Señora Ofelia”
                    “Ajá… ¿Y eso te molestó?”
                    “S… sí, Señora Ofelia; en ese momento me molestó” – balbuceó Eliana, casi al borde de las lágrimas, sin saber ya para esa altura qué era lo más conveniente para responder.
                   Ofelia asintió en silencio.  Luego giró la cabeza hacia la misma chica que le había traído la fusta, aunque, una vez más, sin mirarla:
                    “Tráiganme un taco de pool” – ordenó.
                     Un río de hielo pareció correr por la columna vertebral de Eliana y otro tanto ocurrió con Fernando; esta vez sí ocurrió, a la inversa de lo que había sucedido hasta ese momento, que la orden impartida por Ofelia causó un cierto revuelo general.  No fue que nadie se quejara, por supuesto: estaba más que obvio que nadie se atrevería a hacerlo, pero hubo un cierto estupor reflejado en los rostros y en las miradas que casi todos se intercambiaron entre sí, como si se estuviera ante una situación que excedía lo rutinario o lo que estaban acostumbrados a ver.  La empleada salió de la cocina casi a la carrera en dirección al salón y volvió con un taco de pool que puso en manos de Ofelia quien, sin dejar de sostener la fusta a su espalda con una mano, asió el taco cual si se blandiera una espada con la otra.  Lo movió como si trazara en el aire unos dibujos imaginarios.
                     “Bájenle la bombacha” – ordenó.
                                                                                                                                                 CONTINUARÁ
 

Relato erótico: “A mi novia le gusta mostrar su culito 9” (POR MOSTRATE)

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portada criada2Hoy les voy a relatar una de las historias que nos ha pasado no hace mucho tiempo y que nos pone muy calientes solo con recordarla.

Por suerte nunca había tenido problemas con los autos que tuve. Es cierto que nunca fui de usarlos mucho y que los cambiaba con pocos kilómetros, así que no sabía lo que era llevarlos al mecánico, solo a los Services oficiales. Pero como en todo, siempre hay una primera vez.

sin-tituloUn sábado por la mañana habíamos decidido ir a visitar a unos familiares que viven a unos 100 kilómetros de distancia. Pero tuvimos que suspenderlo, el auto no quiso arrancar. Nunca imaginamos que la amargura y bronca de ese momento, iba a terminar en una de las situaciones más excitantes que hemos vivido.

Mientras mi esposa telefoneaba a los familiares para explicarle lo sucedido yo salí en busca de alguien que nos pudiera solucionar el problema.

Hacía unos meses se había instalado un taller a unas 3 cuadras de casa. No tenía ninguna referencia de ellos pero la verdad que tampoco conocía otro lugar, así que me dirigí allí en busca de ayuda.

Al llegar me sorprendió ver lo grande que era y la cantidad de autos. Ocupaba una superficie enorme y había como 10 personas trabajando entre la parte de mecánica y de chapa y pintura.

Apenas crucé la puerta de entrada del taller un muchacho me recibió:

– Mi nombre es Carlos, ¿en que puedo ayudarlo señor? me preguntó muy amablemente.

Carlos tendría alrededor de 35 años, de tez morena, de contextura delgada pero bastante musculosa. Estaba vestido con una camiseta sin mangas color blanca y un pantalón gris, ambos llenos de manchas de grasa, lo que le daba un aspecto bastante desagradable.

– Hola, mi nombre es Jorge y desearía hablar con el encargado, dije.

– Sígame por favor.

Atravesamos todo el local hasta llegar a una pequeña oficina que se encontraba al fondo.

– Tome asiento que ya le aviso al patrón.

Le agradecí y me senté en una silla que estaba detrás de un escritorio lleno de papeles, revistas de mecánica y algunas herramientas.

La oficina era típica de un taller. Estaba “decorada” con pósters de autos y principalmente de mujeres desnudas en poses muy sexys. Me detuve en una morocha que estaba de espaldas sacando el culo para afuera. Imaginé cuantas pajas se habrían hecho los mecánicos con ese póster y automáticamente se me apareció la imagen de mi esposa en esa posición parada delante de los mecánicos. Un terrible escalofrío recorrió toda mi espalda a tal punto que tuve una erección inmediata.

– ¿Que pedazo de culo eh?, escuche detrás de mí.

– Como pude recuperé el aliento y gire la cabeza para ver quien era.

– Hola como le va, soy Oscar, el encargado del taller, me dijo mientras me tendía la mano.

– Jorge, mucho gusto.

Oscar era un tipo rústico de unos 50 años, muy fornido, cabello bastante largo y como Carlos, tenía las ropas llenas de grasa.

– Y, que me dice, tremendo culo, ¿no le parece?

– Si claro, dije yo, sin poder sacar a mi mujer de la cabeza.

– Me encantan las morochas, son todas putas, rió

Apenas sonreí. Que mal momento le haría pasar si como respuesta le dijera que mi esposa es morocha, pensé y volví a sonreír.

– Bueno, ¿que puedo hacer por usted?, prosiguió

– Mire Oscar, vivo acá a tres cuadras y hace un rato intente arrancar el auto pero no pude, quería preguntarle si es posible que fuera alguien a ver de que se trata el desperfecto.

– Sabe que pasa los sábados cerramos a las 2 de la tarde y estamos tapados de trabajo, lo vamos a tener que dejar para el lunes, me dijo.

– Que macana quedarme todo el fin de semana sin el auto. Bueno pero si no hay remedio, paso el lunes, gracias igual, le dije mientras le tendía la mano.

– A ver, me puede esperar un momento que le entrego el auto a un cliente y como favor se lo veo yo.

– Le agradecería mucho.

Mientras esperaba volví a observar el póster y nuevamente imaginé a Marce en esa foto exhibiendo su hermosa cola y yo ahí disfrutando como la deseaban.

– ¿Veo que lo pone loco ese culo?, escuche detrás de mí. Era Oscar que había regresado y me hacía volver a la realidad.

– Me voy a poner celoso, es mi culo preferido, rió, mientras le daba un beso al póster.

– Sonreí.

– Como me gustará esta puta que acá tengo dos pósters iguales, dijo.

– Tome le regalo uno, prosiguió, mientras me entregaba una lámina enrollada.

– No, esta bien, gracias

– Tome hombre, es un regalo de la casa.

– Bueno, gracias.

– Si le parece vamos a ver su coche, me dijo mientras tomaba un maletín lleno de herramientas.

En el camino a casa no hizo otra cosa que contarme lo que le gustaban las morochas y afirmarme lo puta que eran. Narró algunas historias con unas vecinas del barrio que yo no conocía por lo que solo me limité a escuchar sin hacer ningún comentario.

Al llegar al garaje de casa, me solicito que abriera el capó y que le diera marcha al auto. Así lo hice.

– Está bien, suficiente, me dijo.

– Tengo poca luz acá, si no le parece mal lo empujamos hacia la calle.

– No hay problema, le respondí.

– Aguarde que llame a mi esposa así ella lo guía mientras nosotros empujamos, continué.

No creo que fuera necesario que Marce nos ayudara, solo fue una excusa para que Oscar la conociera. Me calentaba la idea que la viera después de lo que habíamos conversado.

– Marce, ¿podes venir un minuto?, le grite.

Bastó que ella apareciera por la puerta, para que Oscar le clavara la mirada y mostrara en su cara una expresión de vergüenza mezclada con deseo.

No era para menos, por un lado me había hablado de lo putas que eran las morochas y por el otro estaba viendo una morocha que estaba vestida solo con una remera y unas calzas de algodón color gris que le marcaban su fabulosa cola.

– Te presento a Oscar, es el mecánico, le dije.

– Mucho gusto dijo Oscar, todavía perturbado.

– Igualmente dijo ella, extendiéndole la mano.

– Necesitamos sacar el auto, podrías conducir mientras empujamos.

Marce subió al auto y con Oscar fuimos a la parte trasera.

– Perdóneme lo que le dije de las morochas, no sabía, me dijo.

– Quédese tranquilo, no hay problema le contesté.

– Además yo creo lo mismo, continué, mientras reía.

Oscar solo me miro y sonrió, tratando de entender lo que había escuchado.

Sacamos el auto a la calle y cuando Marce se bajo, Oscar no pudo evitar clavarle los ojos en el culo, sin importarle que yo estuviese delante, acción que hizo que comenzara a excitarme.

– Ya le traigo algo de tomar, le dije, mientras Oscar ponía manos a la obra.

– No se moleste, me dijo.

– No es molestia, es a cambio de su regalo le dije riéndome.

– ¿Que regalo?, preguntó Marcela.

– Nada, un póster que me regaló Oscar, dije.

Oscar asomo su cabeza por detrás del capó y me miro sorprendido.

– Donde está, quiero verlo, dijo ella, seguro es una foto de una chica desnuda, típica de taller, continuó.

Oscar seguía mirándome y no decía palabra.

– Así es y es parecida a vos le dije riéndome.

– A verla, quiero verla, dijo.

Oscar sonrió nerviosamente mientras le daba arranque al auto y este arrancaba. Yo ya estaba caliente y el juego ese me estaba gustando.

– ¿Ya está?, que rápido lo arregló, dije.

– Era una pavada, contestó el.

– Venga Oscar ya que terminó, vayamos adentro a tomar algo y mientras le muestro el póster a mi mujer.

Note que la mirada de Oscar se había transformando de sorpresa a la de desconcierto.

La agarre de la mano a Marce y entramos a casa. Oscar venia detrás y apostaba que le estaba comiendo con los ojos la cola a mi esposa. No solo yo estaba seguro, ella también se había dado cuenta y, como es su costumbre cuando esto pasa, arqueo mas la espalda para parar mas el culo, mientras me apretaba la mano y me lanzaba una mirada cómplice.

– Marce, acompañalo al living al señor que voy a buscarle algo de tomar, le dije.

Oscar ya a esta altura no pronunciaba palabra, solo asentía con la cabeza.

– ¿Y el póster?, preguntó ella.

Lo saqué de mi campera y se lo di. Así los vi alejarse camino al living, ella delante con el póster en la mano y el detrás visiblemente exaltado y con la mirada clavada en el culo de Marce.

Yo corrí hacia la cocina, llene 2 vasos con jugo y fui tras sus pasos.

Al atravesar el pasillo que da al living, me detuve antes de llegar. Quería espiar lo que estaba pasando.

La escena era de lo más caliente. Todo estaba en silencio. Oscar estaba sentado en un sillón doble y mi esposa había desenrollado el póster y parada de espaldas a el estaba observando la foto de ese terrible culo.

La vista que ella le estaba dando era fabulosa. Oscar podía ver a la morocha y a su vez su cola que, se notaba, había parado a propósito.

– La verdad tengo que reconocer que tiene una linda cola, dijo ella.

– Su marido quedo embobado cuando la vio, por eso le regale el póster, dijo el.

– ¿En serio?, preguntó ella.

– Si, y la verdad que no entiendo porqué, usted tiene una cola preciosa, dijo un poco tímido.

– Gracias, respondió ella, sacándola más para afuera.

– Es más me animaría a decir que es mas linda que esa, siguió Oscar, ya un poco mas seguro.

– ¿Le parece?, respondió ella, acercándole un poco el culo y ya claramente excitada.

Ver a mi esposa poner la cola parada a un metro de la cara de un desconocido me puso como loco. En ese momento decidí entrar, quería mirar eso más de cerca.

– Aquí están lo jugos, dije y le extendí uno a cada uno.

– Gracias, dijo el, con la voz medio entrecortada.

Mi esposa seguía en la misma posición. Yo pensaba la gran templanza que tenía Oscar para no extender la mano y acariciar esas calzas metidas en la cola de mi mujer.

– ¿Así que te quedaste embobado con esta cola?, dijo Marce en un tono simulando estar enojada, mientras me mostraba el póster y abandonaba su postura para irse a sentar en un sillón frente a Oscar.

– No mi amor, lo que pasa es que, como ya te dije, me pareció que esa cola era parecida a la tuya, le respondí.

– Acá el señor dice que la mía es mas linda, ¿no?, preguntó mientras volvió a pararse a mostrarle la cola.

– Si, contesto Oscar. Se notaba en su cara que la situación lo incomodaba, pero que lo había puesto muy caliente.

– En realidad mucho no puedo comparar porque usted esta vestida, dijo un poco tímido.

– ¿Y que quiere, que mi mujer se desnude? , le dije con cara de enojado.

– No, por favor, no lo tome a mal, solo decía, contesto todo ruborizado.

– En realidad el señor tiene razón, así vestida no puede cotejar si mi cola es mas linda que esa, dijo ella, señalando el póster.

– Sabes que me encanta que me elogien la cola, ¿me dejas que se la muestre al señor, así puede decirme que le parece?, continuó ya totalmente excitada.

Oscar me miro no entendiendo nada. Yo tenía una erección que ya no podía disimular.

– Bueno, pero solo la cola eh, le dije, para poner un límite y evitar que todo se desmadrara.

Marce, de espaldas a Oscar, metió dos dedos al costado de las calzas y se las bajó hasta las rodillas. Tomó el póster y lo puso al lado de ella, tratando de imitar la pose de la foto.

– ¿Y ahora que me dice señor? Le preguntó con cara de puta.

Ahí estaba mi esposa, como otras tantas veces, mostrándole el culo a un desconocido, solo cubierto por una tanguita blanca que se perdía entre sus nalgas.

– Si, si es muy linda, es, es mejor su cola, tartamudeó Oscar, mientras se acomodaba en el sillón.

– Bueno ya es suficiente, súbete las calzas, dije

Marce se subió muy sensualmente sus calzas y volvió a sentarse.

– Podría ser usted la del póster, la verdad, no tiene nada que envidiarle a esa chica, rompió el silencio Oscar.

– Gracias, a mi me encantaría estar en un póster pegado en un taller y que todos se exciten con mi cola, es mi fantasía, dijo ella, mirándolo a los ojos.

– ¿Y a usted no le molestaría ver a su señora calentar hombres?, me preguntó.

– No, al contrario, me excita mucho que la deseen, respondí.

– Si no lo toma a mal puedo llamar a los muchachos del taller, dijo Oscar.

– ¿Para que?, pregunté haciéndome el ingenuo.

– Para que su señora se muestre delante de nosotros como si fuera una foto y le cumplimos su fantasía, me respondió Oscar, ya totalmente lanzado.

– ¿Lo dejas amor que llame a los señores? me preguntó ella con deseo.

Estaba demasiado caliente para negarme.

– Está bien, pero no más de 4 y sin hacer bardo, es solo mirar, esta claro, dije.

– Por supuesto, dijo Oscar, mientras marcaba en su celular.

– Hola Carlos, ¿quien esta todavía en el taller?… bueno deja todo y venite ya con Alberto y con Fabián que los necesito acá, anota la dirección… no, no traigan herramientas…

– Ya vienen, son buenos chicos, no va a ver problemas, dijo.

La espera se hizo interminable. Estábamos los tres muy excitados y tratábamos de disimularlo hablando de cualquier cosa. Oscar a cada rato se acomodaba en el sillón lo que demostraba que estaba con una erección que no podía bajar. A mi me pasaba lo mismo, y a Marce se la notaba súper ansiosa por mostrarse.

La charla ya no daba para más cuando se escucho el timbre. Yo me levante a abrir.

A Carlos ya lo había visto en el taller, Alberto era morocho y corpulento aparentaba unos 50 años como Oscar y Fabián era mas delgado y mas joven, de unos 40 años. Todos estaban con la ropa del taller bastante sucia de grasa por todos lados. Solo Alberto tenía una musculosa blanca que dejaba ver un gran tatuaje en el hombro.

– Pasen por acá, les dije, mientras los guiaba al living.

– Les presento a mi esposa, su nombre es Marcela.

Todos le extendieron la mano mientras miraban desorientados. Ella, sonriendo, le dio la mano a cada uno. Se notaba que le encantaba la situación

– Vengan siéntense acá, así no manchan nada, dijo Oscar, señalando el piso delante del sillón donde estaba sentado el.

– Los hice venir porque la señora necesita un favor ¿no?, pregunto Oscar mientras me miraba.

Yo solo asentí, estaba demasiado caliente para hablar.

– Póngase de pie señora y dénos la espalda por favor, continuó.

Mi esposa obedeció. Oscar tomo el póster y lo extendió cerca de ella.

– No les parece que la señora tiene mas linda cola que la de la foto, preguntó a sus compañeros.

Los tipos con cara de asombro, clavaron la mirada en el culo de mi mujer. Se hizo un silencio total. Marce paró un poco mas la cola y los miro con cara inocente.

– Les gusta mi colita, preguntó.

La cara de asombro de los mecánicos se transformo de inmediato en cara de deseo. Oscar ya sin disimulo, se metió la mano en la entrepierna, como tratando de calmar el dolor que le causaba la erección que tenía.

– Si, respondieron casi al unísono.

Yo como pude me pare, la agarre de la mano y la alejé un par de metros de ellos. Estaba muy cerca y temía que alguno no pudiera controlarse. Me gustaba demasiado esa situación como para que se terminara rápido.

Marce seguía con la cola parada apuntando a los cuatro tipos. Yo me puse de frente a ella y escuche lo que estaba esperando

– Señora, no le muestra la cola a mis compañeros como me la mostró a mí, pidió Oscar.

Me miro, cerro los ojos, y se mordió el labio inferior. Oír ese pedido y ver como ella se había puesto hizo que me llenara de perversión. Mi erección ya no me permitía estar parado, así que tome por los costados su calza y se la baje de un tirón dejando su culo al aire.

– Está bien así, pregunte, mientras regresaba a mi asiento.

Oscar me miró fijo y sin decir una palabra, desabrochó su pantalón y sacó su miembro totalmente erecto. Yo solo le hice un gesto de aprobación, mientras hacía lo mismo. Esto fue aprovechado por el resto que terminaron también sin sus pantalones.

– Mi amor, mira como se masturban los señores con tu cola, dije para poner mas caliente todavía el momento.

Ella les miró los miembros con esa cara de puta que solo ella puede poner.

– Sáquese todo señora que queremos verla desnudita para compararla con la foto, pidió Oscar.

– Siempre que a usted señor no le moleste, continuó.

– No, esta bien, es necesario para que comparen, dije haciéndome el ingenuo.

Marce se arrodillo, se desató las zapatillas, se saco las calzas y luego la remera, quedando solamente con la tanga blanca metida en la cola y un par de medias del mismo color. Se paró en la misma posición que estaba y me preguntó:

– ¿La tanguita también mi amor?

– No creo que sea necesario, ¿vos querés sacártela?, le pregunté.

– Y… la chica de la foto no tiene tanga, no se si ellos podrán verificar así si mi cola es mas linda, dijo con voz entrecortada por lo excitada que estaba.

– Tiene razón su esposa, dijo Oscar. Los demás no hablaban, solo se masturbaban de un modo frenético.

– Bueno, esta bien amor, quitate la tanga, dije.

Eso fue mucho para Carlos que no aguanto más y eyaculó, desparramando semen por todo el piso. Pregunto donde estaba el baño y se dirigió hacia el.

Mientras se alejaba, Marce lo miro y se paso la lengua por los labios, mientras bajaba sensualmente su tanga, dejando a la vista de todos su hermosa cola.

– Que divina cola que tiene su esposa, me dijo Oscar.

– Gracias, conteste yo mientras hacia un esfuerzo terrible para no acabar.

– Mostrales el hoyito amor, le pedí.

Marce se abrió un poco de piernas, se agacho y se puso un dedo en la cola, mientras les regalaba a todos unos constantes jadeos debidos al primer orgasmo que estaba teniendo.

Hasta aquí llegaron Alberto, Fabián y Oscar que casi al mismo tiempo esparcieron todo su semen.

Yo me deje llevar y también tuve un terrible orgasmo. Marce al ver esto, se incorporó, tomó su ropa y salio corriendo para el baño.

Tardamos unos minutos en recuperar el aliento. Oscar trataba de limpiar el piso con su pantalón y Alberto y Fabián estaban fatigados recostados contra el sillón.

– Vio que ser potaron bien los muchachos, dijo Oscar

– Si, les agradezco, ¿la pasaron bien?, les pregunte solo para decir algo.

– Si señor, su esposa es muy caliente dijo Alberto.

– ¿Podemos volver a venir?, continuó.

– Mientras se porten así no hay problema, le respondí, mientras me dirigía a la cocina a buscar algo para beber.

Al atravesar el pasillo, pase por el baño de las visitas y no había nadie. Supuse que Marce estaba en un baño que esta pegado a nuestra habitación. Fui a la cocina y mientras servía las bebidas, me acorde de Carlos, ¿donde está?, pensé.

Enfilé hacia el dormitorio y tuve un pensamiento que lejos de enojarme, me hizo correr un frío por la espalda que me dejo nuevamente con el miembro como una roca. Estaba en lo cierto.

– Perdoname amor, no me pude aguantar, dijo ella entre gemidos.

Ahí estaba mi esposa en nuestra cama totalmente desnuda, puesta en cuatro patas con la cola bien parada, y en el medio de ese fabuloso culo, la cara de Carlos, con su lengua que entraba y salía a toda velocidad de su hoyito.

El ni me miró, estaba como alienado. Marce gritaba cada vez mas fuerte y yo me senté al costado de la cama para no perderme nada.

De repente Carlos salió de su posición, apoyo su verga en el hoyo y le entro hasta el fondo. Marce grito.

– Traelos a todos mi amor, por favor, me pidió, ya sacada y mientras se hamacaba al ritmo de las embestidas.

– Eso señor, vaya a busca a mis compañeros que la puta de su mujer necesita vergas, dijo Carlos descontrolado.

Lo dude un instante, pero mi calentura fue mas fuerte.

– Muchachos pueden venir, les grite saliendo al pasillo.

Un minuto después los tenía a los tres en la puerta de mi habitación. Seguían sin pantalones y Oscar se había sacado la parte de arriba.

– Menos mal que sus compañeros se iban a portar bien, le recrimine a Oscar mientras le señalaba a Carlos dándole por el culo a mi esposa.

En realidad no se si me escuchó. Todos se treparon a la cama y manoseaban a Marce por todas partes. Alberto y Fabián fueron hacia su cara y metieron sus vergas en su boca, mientras Oscar corrió a Carlos de su lugar y empezó a meterle lengua al culo, mientras sus manos acariciaban sus pechos.

Marcela solo gemía descontroladamente.

– Que culo hermoso tiene su mujer, me dijo sacando la cara de su cola.

Ella lo escucho, sacó las vergas de su boca y lo busco con la mirada.

– Si le gusta mi cola, cójamela por favor, le grito, y volvió a lamer.

– Primero quiero su conchita dijo, mientras introducía su verga ahí y dos dedos en el culo.

A Marce le encantaba y yo quería que eso no terminara nunca.

– ¿Querés uno en la cola también mi amor?, pregunte. Ya me dolía la verga de tanto pajearme.

– Si, si, si, si, gritaba ella.

Oscar la levantó, le ordenó a Alberto que se acostara y la empujo a Marce arriba. El busco con su verga la concha y la penetró y Oscar desde atrás la ensarto por el culo.

– Hija de puta, que buen culo que tiene, le gritaba Oscar. Ella le respondía con mas gemidos.

Estuvieron así un buen rato y luego se fueron turnando no dejando nada en el cuerpo de mi esposa por explorar. Yo estaba exhausto, había acabado 3 veces.

– Acábenle dentro de la cola que le gusta, dije con mi último aliento.

Me hicieron caso, uno a uno le dejaron la leche dentro del culo.

Ella gozó como pocas veces.

Regresaron un par de veces más. Pero eso es otra historia.

Visiten el blog de Marce con fotos y videos: www.lacolademarce.blogspot.com

PARA CONTACTAR CON EL AUTOR:

jorge282828@hotmail.com

 

“LA SECRETARIA, ESE OBJETO DE DESEO”, (POR GOLFO) LIBRO PARA DESCARGAR.

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SECRETARIA PORTADA2Sinopsis:

Tirarse a una secretaria es uno de las fantasías mas concurrentes en la mente de todo hombre. GOLFO como autor erótico nos ha descrito muchas veces el amor o el desamor entre un jefe y una secretaria. Aquí encontrareis los mejores relatos escritos por el teniendo a ese oscuro objeto de deseo como protagonista.

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Para que podías echarle un vistazo, os anexo el primer capítulo:

Capítulo uno.

Descubrí a mi secretaria en mi jardín.
Eran las once de la noche de un viernes cuando escuché a Sultán. El perro iba a despertar a toda la urbanización con sus ladridos. “Seguramente debe de haber pillado a un gato”, pensé al levantarme del sofá donde estaba viendo la televisión. Al abrir la puerta, el frío de la noche me golpeó la cara, y para colmo, llovía a mares, por lo que volví a entrar para ponerme un abrigo.
Enfundado en el anorak empecé a buscar al animal por el jardín, disgustado por salir a esas horas y encima tener que empaparme. Al irme acercando me di cuenta que tenía algo acorralado, pero por el tamaño de la sombra no era un gato, debía de ser un perro, por lo que agarré un tubo por si tenía que defenderme. Cuál no sería mi sorpresa al comprobar que su presa consistía en una mujer totalmente empapada, por lo que para evitar que le hiciera daño tuve que atar al perro, antes de preguntarle que narices hacían en mi jardín. Con Sultán a buen recaudo, me aproximé a la mujer, que resultó ser Carmen, mi secretaria.
―¿Qué coño haces aquí?―, le pregunté hecho una furia, mientras la levantaba del suelo.
No me contestó, por lo que decidí que lo mejor era entrar en la casa, la mujer estaba aterrada, y no me extrañaba después de pasar al menos cinco minutos acorralada sin saber si alguien la iba a oír.
Estaba hecha un desastre, el barro la cubría por completo, pelo, cara y ropa era todo uno, debió de tropezarse al huir del animal y rodar por el suelo. Ella siempre tan formal, tan bien conjuntada, tan discreta, debía de estar fatal para ni siquiera quejarse.
―No puedes estar así―, le dije mientras sacaba de un armario una toalla, para que se bañara.
Al extenderle la toalla, seguía con la mirada ausente.
―Carmen, despierta.
Nada, era como un mueble, seguía de pie en el mismo sitio que la había dejado.
―Tienes que tomar una ducha, sino te vas a enfermar.
Me empecé a preocupar, no reaccionaba. Estaba en estado de shock, por lo que tuve que obligarla a acompañarme al baño y abriéndole la ducha, la metí vestida debajo del agua caliente. No me lo podía creer, ni siquiera al sentir como el chorro golpeaba en su cara, se reanimaba, era una muñeca que se quedaba quieta en la posición que su dueño la dejaba. “Necesitará ropa seca”, por lo que temiendo que se cayera, la senté en la bañera, dejándola sola en el baño.
Rápidamente busqué en mi armario algo que pudiera servirle, cosa difícil ya que yo era mucho más alto que ella, por lo que me decidí por una camiseta y un pantalón de deporte. Al volver, al baño, no se había movido. Si no fuera por el hecho de que tenía los ojos abiertos, hubiera pensado que se había desmayado. “Joder, y ahora qué hago”, nunca en mi vida me había enfrentado con una situación semejante, lo único que tenía claro es que tenía que terminar de quitarle el barro, esperando que para entonces hubiera recuperado la cordura.
Cortado por la situación, con el teléfono de la ducha le fui retirando la tierra tanto del pelo como de la ropa, no me entraba en la cabeza que ni siquiera reaccionara al notar como le retiraba los restos de césped de sus piernas. Sin saber cómo actuar, la puse en pie para terminar de bañarla, como una autómata me obedecía, se dejaba limpiar sin oponer resistencia. Al cerrar el grifo, ya mi preocupación era máxima, tenía que secarla y cambiarla, pero para ello había que desnudarla, y no me sentía con ganas de hacerlo, no fuera a pensar mal de mí cuando se recuperara. Decidí que tenía que reanimarla de alguna manera, por lo que volví a sentarla y corriendo fui a por un café.
Suerte que en mi cocina siempre hay una cafetera lista, por lo que entre que saqué una taza y lo serví, no debí de abandonarla más de un minuto. “Madre mía, que broncón”, pensé al retornar a su lado, y descubrir que todo seguía igual. Me senté en el suelo, para que me fuera más fácil dárselo, pero descubrí lo complicado que era intentar obligar a beber a alguien que no responde. Tuve que usar mis dos manos para hacerlo, mientras que con una, le abría la boca, con la otra le vertía el café dentro. Tardé una eternidad en que se lo terminara, constantemente se atragantaba y vomitaba encima de mí.
Todo seguía igual, aunque no me gustara, tenía que quitarle la ropa, por lo que la saqué de la bañera, dejándola en medio del baño. Estaba totalmente descolocado, indeciso de cómo empezar. Traté de pensar como sería más sencillo, si debía de empezar por arriba con la camisa, o por abajo con la falda. Muchas veces había desnudado a una mujer, pero jamás me había visto en algo parecido. Decidí quitarle primero la falda, por lo que bajándole el cierre, esta cayó al suelo. El agacharme a retirársela de los pies, me dio la oportunidad de verla sus piernas, la blancura de su piel resaltaba con el tanga rojo que llevaba puesto. La situación se estaba empezando a convertir en morbosa, nunca hubiera supuesto que una mojigata como ella, usara una prenda tan sexi. Le tocaba el turno a la blusa, por lo que me puse en frente de ella, y botón a botón fui desabrochándola. Cada vez que abría uno, el escote crecía dejándome entrever más porción de su pecho. “Me estoy poniendo bruto”, reconocí molesto conmigo mismo, por lo que me di prisa en terminar.
Al quitarle la camisa, Carmen se quedó en ropa interior, su sujetador más que esconder, exhibía la perfección de sus pechos, nunca me había fijado pero la señorita tenía un par dignos de museo. Tuve que rodearla con mis brazos para alcanzar el broche, lo que provocó que me tuviera que pegar a ella, la ducha no había conseguido acabar con su perfume, por lo que me llegó el olor a mujer en su totalidad. Me costó un poco pero conseguí abrir el corchete, y ya sin disimulo, la despojé con cuidado disfrutando de la visión de sus pezones. “Está buena la cabrona”, sentencié al verla desnuda. Durante dos años había tenido a mi lado a un cañón y no me percaté de ello.
No solo tenía buen cuerpo, al quitarle el maquillaje resultaba que era guapa, hay mujeres que lejos de mejorar pintadas, lo único que hacen es estropearse. Secarla fue otra cosa, al no tener ninguna prenda que la tapara, pude disfrutar y mucho de ella, cualquiera que me hubiese visto, no podría quejarse de la forma profesional en que la sequé, pero yo sí sé, que sentí al recorrer con la toalla todo su cuerpo, que noté al levantarle los pechos para secarle sus pliegues, rozándole el borde de sus pezones, cómo me encantó el abrirle las piernas y descubrir un sexo perfectamente depilado, que tuve que secar concienzudamente, quedando impregnado su olor en mi mano.
Totalmente excitado le puse mi camiseta, y viendo lo bien que le quedaba con sus pitones marcándose sobre la tela, me olvidé de colocarle los pantalones, dejando su sexo al aire.
Llevándola de la mano, fuimos hasta salón, dejándola en el sofá de enfrente de la tele, mientras revisaba su bolso, tratando de descubrir algo de ella. Solo sabía que vivía por Móstoles y que su familia era de un pueblo de Burgos. En el bolso llevaba de todo pero nada que me sirviera para localizar a nadie amigo suyo, por lo que contrariado volví a la habitación. Me había dejado puesta la película porno, y Carmen absorta seguía las escenas que se estaban desarrollando. Me senté a su lado observándola, mientras en la tele una rubia le bajaba la bragueta al protagonista, cuando de pronto la muchacha se levanta e imitando a la actriz empieza a copiar sus movimientos. “No estoy abusando de ella”, me repetía, intentándome de auto convencer que no estaba haciendo nada malo, al notar como se introducía mi pene en su boca, y empezaba a realizarme una exquisita mamada.
Seguía al pie de la letra, a la protagonista. Acelerando sus maniobras cuando la rubia incrementaba las suyas, mordisqueándome los testículos cuando la mujer lo hacía, y lo más importante, tragándose todo mi semen como ocurría en la película.
Éramos parte de elenco, sin haber rodado ni un solo segundo de celuloide. Estaba siendo participe de la imaginación degenerada del guionista, por lo que esperé que nos deparaba la siguiente escena. Lo supe en cuanto se puso a cuatro piernas, iba a ser una escena de sexo anal, por lo que imitando en este caso al actor, me mojé las manos con el flujo de su sexo e introduciendo dos dedos relajé su esfínter, a la vez que le colocaba la punta de mi glande en su agujero. Fueron dos penetraciones brutales, una ficticia y una real, cabalgando sobre nuestras monturas en una carrera en la que los dos jinetes íbamos a resultar vencedores, golpeábamos sus lomos mientras tirábamos de las riendas de su pelo. Mi yegua relinchó desbocada al sentir como mi simiente le regaba el interior, y desplomada cayó sobre el sofá.
Desgraciadamente, la película terminó en ese momento y de igual forma Carmen recuperó en ese instante su pose distraída. Incrédulo esperé unos minutos a ver si la muchacha respondía pero fue una espera infructuosa, seguía en otra galaxia sin darse cuenta de lo que ocurría a su alrededor. Entre tanto, mi mente trabajaba a mil, el sentimiento de culpabilidad que sentía me obligo a vestirla y esta vez sí le puse los pantalones, llevándola a la cama de invitados.
“Me he pasado dos pueblos”, era todo lo que me machaconamente pensaba mientras metía la ropa de mi secretaria en la secadora, “mañana como se acuerde de algo, me va a acusar de haberla violado”. Sin tener ni idea de cómo se lo iba a explicar, me acerqué al cuarto donde la había depositado, encontrándomela totalmente dormida, por lo que tomé la decisión de hacer lo mismo.
Dormí realmente mal, me pasé toda la noche imaginando que me metían en la cárcel y que un negrazo me usaba en la celda, por lo que a las ocho de la mañana ya estaba en pie desayunando, cuando apareció medio dormida en la cocina.
―Don Manuel, ¿qué ha pasado?, solo me acuerdo de venir a su casa a traerle unos papeles―, me preguntó totalmente ajena a lo que realmente había ocurrido.
―Carmen, anoche te encontré en estado de shock en mi jardín, , por lo que te metí en la casa, estabas empapada y helada por lo que tuve que cambiarte ―, el rubor apareció en su cara al oír que yo la había desvestido,―como no me sabía ningún teléfono de tus amigos, te dejé durmiendo aquí.
―Gracias, no sé qué me ocurrió. Perdone, ¿y mi ropa?
―Arrugada pero seca, disculpa que no sepa planchar―, le respondí más tranquilo, sacando la ropa de la secadora.
Mientras se vestía en otra habitación, me senté a terminar de desayunar, respirando tranquilo, no se acordaba de nada, por lo que mis problemas habían terminado. Al volver la muchacha le ofrecí un café, pero me dijo que tenía prisa, por lo que la acompañe a la verja del jardín. Ya se iba cuando se dio la vuelta y mirándome me dijo:
―Don Manuel, siempre he pensado de usted que era un GOLFO…, pero cuando quiera puede invitarme a ver otra película―
Cerró la puerta, dejándome solo.

 

Relato erótica: “Miradas… ( comienzo de una historia)” (POR DULCEYMORBOSO)

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Veía todas las tardes a aquella joven pareja en el parque. No tendrían más de dieciocho años y se veían muy enamorados. Siempre los observaba abrazados en algún banco y dándose besos. Damián pensaba que eran muy afortunados, especialmente el muchacho, por tener una novia tan bonita y cariñosa. Damián bajaba todas las tardes al parque. Le gustaba observar a la gente, los niños jugando, las madres detrás de ellos luchando por darles la merienda a sus pequeños, algunas parejas de jóvenes iniciándose en el bello acto de los primeros y besos y sensaciones. Las horas iban avanzando y esos muchachos siempre eran los últimos en irse. Damián desde la ventana de su casa podía observarlos. Era testigo mudo de los avances que daba esa relación. Primero eran solo besos y abrazos inocentes, después esos abrazos inocentes se convirtieron en abrazos profundos en los cuales los jóvenes descubrían la sensación de tener otro cuerpo pegado al suyo. Cierto dia Damián pudo observar como el muchacho introducía sus manos por debajo de la camiseta de su novia y acariciaba sus pechos. Nervioso no podía apartar la vista de la cara de ella, sus ojos semicerrados y su boca entreabierta delataba que aquello le estaba gustando. Damián no pudo evitar excitarse imaginando como serían los pechos de aquella chica. Otra tarde los vio escondiéndose tras un árbol y desde su ventana pudo ser testigo de cómo aquella muchacha desabrochaba el pantalón de su novio y lo masturbaba. Ella miraba en todas direcciones con miedo de ser descubierta. Damián pensaba que la pobre no estaría disfrutando tranquilamente de aquella caricia que le daba a su chico.

       La visión de aquello le provocó una sensación de muchísimo morbo y curiosidad. Nunca había imaginado que a sus sesenta y ocho años, una muchacha que podría ser su nieta, le iba a producir esa sensación. Avergonzado, se masturbó al acostarse pensando en esa jovencita.
        Estuvo varios dias pensando en aquella idea que le rondaba la cabeza. En cierto modo le avergonzaba hacerlo y temía que aquellos muchachos se sintieran ofendidos por su propuesta. Aquella tarde estaba decidido a dar el paso. Desde la ventana los vio sentados en el parque y decidió bajar. A medida que se iba acercando su nerviosismo fue en aumento. Estaba a escasos metros cuando la mirada de ella se dirigió a él.
          – Buenas tardes pareja, que tal estais?
           – Bien….- los dos respondieron casi al instante mirándose uno al otro. Con la mirada se preguntaban qué  quería ese señor.
           – Perdonar que os moleste un momento. Yo me llamo Damián y vivo ahí enfrente – señaló con su dedo la ventana de su casa- muchas veces os veo aquí y es muy hermoso ver como os quereis.Porque os quereis mucho verdad?
            – Si, claro….- se miraron entre ellos sonriendo. Aquel señor parecía muy amable y su voz delataba que era buena persona.
            – Supongo que por vuestra edad aún vivís cada uno con vuestros padres, verdad? – ellos asintieron – es normal. Se que es un fastidio no poder estar en un sitio más acogedor y sin pasar frío y por eso quería haceros una invitación que me gustaría que aceptarais.
            – Que proposición? – dijo el muchacho mirando a su novia y después a ese señor.
             – Me gustaría ofreceros mi casa…
             – Su casa? – esta vez fue la joven quien hizo la pregunta asombrada.
             – Asi es, yo vivo solo y me gustaría ofreceros mi casa para que no tengais que estar aquí en el parque pasando frío para poder estar juntos.
              – Pero tendríamos que pagarle algo como si fuera un hostal?
              – No, no…sera totalmente gratis. Simplemente a cambio os pediría que me dejarais ver como os quereis.
               – Vernos? … – los muchachos sintieron vergüenza al pensar en esa situación.
               – Si, pero tranquilos, yo estaría sentado en un rincón de la habitación y prácticamente ni os daréis cuenta que este alli.
            Ellos se miraron con una mezcla de vergüenza y como preguntándole al otro con la mirada que opinaba de lo que les acababa de ofrecer ese señor. Damián se dio cuenta que necesitarían hablarlo.
                – No os preocupeis. Mirar, el portal de mi casa es ese y el piso es el segundo. Lo pensais y mañana si quereis me llamáis en el telefonillo y ya os abro. Vale?
                – Vale, mañana le diremos que decidimos.
                – Hasta mañana pareja – Damián se alejó feliz de haber logrado dar ese paso de realizarles esa propuesta..
            Para Damián aquellas horas se le hicieron interminables.Por la noche volvió a pensar en aquella pareja de adolescentes. Se imaginó cómo sería aquella chiquilla desnuda. Volvió a masturbarse pensando en ella.
            Por fin había llegado la tarde. El día anterior había hablado con esos jóvenes y estaba muy nervioso e impaciente por saber que habían decidido. Se asomó a la ventana muchas veces con la esperanza de verlos y desconcertado veía aquel banco del parque vacío. Se temió que se hubieran enfadado por recibir aquella propuesta. Avergonzado comprobó que tenía miedo de no volver a verlos aunque fuera en la distancia. Eran las siete y volvió a asomarse a la ventana. Comenzaba a reprocharse el haber bajado la tarde anterior y decirles aquello. De pronto el sonido del timbre lo devolvió a la realidad. Serían ellos? Se apuró en acercarse a la cocina y coger el telefonillo. Su voz sonó nerviosa al preguntar quien era.
               – Damián, somos nosotros…- era la voz del muchacho – nos abre?
               – Subir…- su corazón comenzó a latir como hacía muchos años que no lo hacía.
            Les abrió la puerta y allí los vio acercarse. No pudo evitar mirar disimuladamente de arriba a abajo a la chiquilla. Estaba muy guapa con aquel vestido azul. Ellos se acercaron a la puerta y parecían dos corderillos asustados. Los mandó pasar e intentó tranquilizarlos. Intentando hacerlos sentir cómodos les propuso tomar unos refrescos en el salón y así relajarse un poco.
            Ellos le dijeron que se llamaban Nuria y Carlos y que tenían diecisiete años. Como se había imaginado ambos estudiaban. Damián los observaba en especial a Nuria. Tenía un cuerpo muy bonito y su rostro era aniñado. Hablaban y en ningún momento se soltaban sus manos entrelazadas. Le dijeron que era la primera vez que estarían asi en un lugar cómodo juntos. Damián intentaba transmitirles tranquilidad pero él era el primero en estar muy nervioso. Ese nerviosismo de aquel señor les gustó a ellos. Era como una muestra que aquella situación era nueva para los tres. Después de un rato charlando, Damián les propuso enseñarles la habitación. Al ver la cama grande se miraron entre ellos y se sonrieron. Damián se dio cuenta que la muchacha miraba el sillón de la esquina y miró ruborizada a aquel señor. Sabía que desde ese rincón ese hombre la iba a mirar. Damián se dio cuenta de ese detalle y cruzó su mirada con la de ella y se sintió avergonzado y desvió la mirada. Les dijo que se pusieran cómodos y que se olvidaran que estaba él. Damián los dejó solos unos minutos.
        Carlos al sentirse solo con su novia la abrazó y le preguntó qué tal estaba. Nuria le dijo que bien, que estaba muy nerviosa y avergonzada pero que le había gustado como les había tratado ese señor. Carlos besándola le dijo que éll también pensaba lo mismo.
            – Intentemos olvidarnos que está él – le dijo besándola y llevándola hacia la cama.

        Cuando se acercó a la habitación los vio desde la puerta sentados en la cama. En silencio los miraba besarse con pasión. Solo se escuchaba el sonido de sus besos profundos.Aquellos besos los hicieron desear acariciarse. Enseguida las manos del muchacho comenzaron a acariciar los pechos de la joven por encima del vestido. Se notaba que Nuria apenas tenía experiencia pues su cuerpo reaccionaba igualmente a pesar de las caricias torpes de su chico. Suspiraba y gemía al sentirse acariciada. Desde la puerta Damián los observaba…

Carlos desabrochó la cremallera del vestido. Sus manos temblorosas estaban desnudando por primera vez a su novia. Nuria al sentir el vestido deslizarse, instintivamente dirigió la mirada al rincón donde estaba el sillón. Lo vio vacío. Carlos desabrochó el sujetador y desnudó sus pechos. Damián sintió su sexo erguirse de repente al mirar los pechos de aquella jovencita. Eran preciosos. Su tamaño no era demasiado grande pero sus pezones si lo eran. Aquella imagen lo hizo excitarse mucho. Se abrazó a su novio. Este bajó por su cuello hasta besarle los pechos. Cerraba los ojos y gemía. Nuria los abrió al sentir como su novio comenzaba a chupar sus pezones. Lo vio allí de pie en la puerta. Un intenso escalofrío recorrió su espalda al sentir como aquel señor tenía la mirada fija en sus pechos. Gimió excitada. Damián ni siquiera se dio cuenta que estaba siendo observado cuando se acercó al sillón. Al bajarse el pantalón no era consciente que aquella chiquilla miraba con curiosidad. Damián desnudó su polla y Nuria no podía evitar mirarla. El miraba con fascinación aquellos pechos, ella miraba con vergüenza aquel sexo. Damián no pudo evitar rodear su polla con la mano y comenzar a masturbarse, cuando vio que Carlos le bajaba la braguita a su novia. Un gemido de la joven le hizo mirarla a la cara y se avergonzó al verse descubierto masturbandose.  Carlos excitado le hizo el amor. Damián se masturbaba mirando absorto aquel coño joven y hermoso.Nuria excitada gemía al sentir a su novio haciendole el amor. Sintió mucha vergüenza al abrir los ojos para poder ver de nuevo el sexo de aquel señor. Le llamaba mucho la atención mirar aquella polla. El señor se masturbaba rápido. Comenzaron a temblarle las piernas y asombrada vio salir disparados varios chorros de semen. Nuria se corrió al ver como aquel señor se corría mirándola…
    Carlos y Nuria se vistieron mientras Damián se fue a dar una ducha. Estaban felices y sorprendidos por las sensaciones experimentadas. Carlos sentía una extraña sensación al comprobar que le había dado morbo como ese señor miraba a su novia. Al ser un señor tan mayor no le provocaba celos. Su novia jamás se fijaría en un señor tan mayor. Nuria mientras se vestía no podía dejar de pensar en cómo ese señor la miraba. Tampoco podía sacar de su mente la imagen del sexo de ese hombre. Se sentía rara y con reparo terminó de vestirse.
    Al dia siguiente Nuria se despertó muy nerviosa. Toda la noche había estado pensando en lo ocurrido la tarde anterior. Por primera vez desde que estaba saliendo con Carlos le había mentido. Cuando hablaron por teléfono ella le dijo que tenía que hacer unos recados con su madre. Se duchó y preparó sin dejar de pensar en lo que iba a hacer. Estaba muy nerviosa cuando llegó y llamó al timbre. Estaba a punto de echarse atrás y volver a casa cuando escuchó su voz.
        – Quien es?
        – Hola soy Nuria – su voz sonaba temblorosa.
        – Nuria? Que Nuria?
        – La novia de Carlos, abrame por favor….
      El sonido de la puerta se activó y la joven empujó la puerta y subió por las escaleras temerosa de que alguien la viera. Al llegar al segundo piso lo vio en la puerta esperándolo. Se ruborizó al verlo.
         – Que sucede pequeña? Y Carlos? – Damián estaba preocupado por si había ocurrido algo.
         – Carlos no sabe que he venido. No pasó nada, solo que… – ella no sabía como explicarle el motivo de su inesperada visita – …perdone que este nerviosa.
         – Pasa carño.
      La hizo pasar al salón y la invitó a sentarse. Damián no podía evitar pensar en lo bonita que era esa muchacha. Su novio tenía mucha suerte, pensaba. La joven no sabía como explicarle lo que sentía y él intentaba ayudarla a que se expresara.
         – Cariño, no te sientas un bicho raro. Muchas personas sienten cosas que les hace sentirse raro pero no lo son – aquel hombre le hablaba con ternura y cariño- a mi me costó mucho esfuerzo dar el paso de bajar al parque y deciros lo de venir a mi casa. Ayer me gustó mucho veros, lo reconozco… No pienses mal de mi chiquilla.
         – No pienso mal de usted, a mi también me gustó… – enseguida al darse cuenta de que acababa de reconocer lo que le pasaba se ruborizó y calló- …me siento rara.
         – Es por eso que has venido esta tarde, verdad? – Damián miró a Nuria y un escalofrío recorrió su cuerpo al ver como la niña asentía con la cabeza- tranquila cariño. Nadie lo sabrá.
        – Gracias, es usted muy bueno conmigo – Nuria diciendo eso se abrazó muy nerviosa a ese señor ocultando su cara en el pecho de Damián.
         – Nuria yo no veo tu cara, Te voy a hacer unas preguntas y responde con la cabeza…
       La cabeza de la joven se movió afirmativamente…
         – Se que estas nerviosa pero… Te ha gustado dar el paso de venir sola a mi casa?
        Nuria movió la cabeza asintiendo…
         – Has venido porque deseas que vuelva a mirarte?
        Damián esperó unos segundos y por fin la joven asintió de nuevo.
         – Tranquila cariño – Damián le hablaba con ternura al oído de la muchacha – a mi tambien me gustó mucho verte y seria muy feliz si me permitieras verte desnuda de nuevo. Me dejarás volver a verte cariño?
         Damián al sentir como la joven asentía sintió que se excitaba y su cuerpo reaccionaba….
          
Si deseais que el relato siga hacermelo saber…

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¡SEGURO QUE TE GUSTARÁ!
 

Relato erótico: “Mi prima venía a preñarse y salió con el culo roto” (POR GOLFO)

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La vida te da una campanada cuando menos te la esperas. Aunque la mayoría de las veces esas sorpresas suelen ser una putada, en otras ocasiones son experiencias inolvidables. Ese fue el caso que os voy a narrar.
Hace cinco años estaba en la clínica de fertilidad que fundé con otros socios cuando de pronto recibí una llamada de mi santa madre en la que tras las típicas preguntas de cómo estaba y si había engordado, me soltó que mi prima Luisa necesitaba de mi ayuda.
-¿Qué le pasa?- pregunté un tanto molesto porque al mencionarla recordé al estafador con el que se había casado y por eso asumí que me iba a pedir dinero.
Pero resultó que estaba equivocado. Por lo visto, no podía tener hijos y como los tratamientos de fertilidad eran caros, había pensado que al ser familia le haría un precio especial.
-No te preocupes, mamá- respondí- le haré un buen descuento.
Mi respuesta lejos de tranquilizarla,  sacó de las casillas a mi progenitora que echándome una típica bronca materno-filial, me prohibió que le cobrara ni un euro.
-Es tu prima y a la familia no se la cobra- sentenció bastante de mala leche.
Por mucho que le expliqué que un tratamiento llevaba acarreado una serie de costosas pruebas, no conseguí convencerla.
-Ganas mucho dinero y ella no.
La cerrazón de mi vieja fue tal que me hizo prometerla que iba a hacerla caso.
-Tú ganas, mamá- respondí enojado pero incapaz de llevarle la contraria a la que me había dado la vida.
El resto de la tarde me la pasé refunfuñando  y de mal humor. Ni siquiera el día a día consiguió sacarme de la cabeza que el siguiente lunes tendría a Luisa y a Manuel de okupas en mi consulta.
 
La pareja aterriza en la clínica.
 
Tal y como habíamos quedado, ese par llegó a la clínica a las diez de la mañana. Como deseaba terminar el asunto cuanto antes, nada más informarme mi secretaria de su presencia, les hice pasar a mi despacho. La primera en entrar fue mi prima y tras ella el imbécil de su marido.
“Sigue estando buena”, me dije al comprobar que llevaba los treinta y cinco con entereza y que los años no habían hecho mella en su estupendo trasero. En cambio, Manuel parecía un cerdo cebado. Con más de cien kilos, ese capullo estaba tan avejentado que me hizo suponer un consumo desmesurado de alcohol.
Tras los saludos habituales, entré directamente al trapo  explicándoles que antes de nada debíamos averiguar el motivo por el que no podían tener descendencia y que para ello debía de hacer una serie de pruebas.
-La estéril es Luisa. Los Sánchez-Puello somos muy machos-  protestó ese idiota al pensar que ponía su hombría en cuestión.
Mordiéndome un huevo, le expliqué que por estadísticas no había diferencia entre hombres y mujeres a la hora de problemas de infertilidad y que por eso tenía que obtener una muestra de su semen para ser analizados.
-Joder, haber empezado por que la prueba era en que me hiciese una paja. Había pensado que me ibas a meter un dedo por el culo.
“Más quisieras”, pensé  molesto y en vez de expresarle mi disgusto, sonreí y le di un botecito para la muestra.
Para que os hagáis una idea precisa de lo gilipollas que es ese majadero, al coger el recipiente, soltó una carcajada diciendo que necesitaba al menos otros dos para recoger toda su cosecha. Haciendo como si no lo hubiese oído, me dirigí a mi prima y le expliqué que lo primero que iba a hacer era hacerle un reconocimiento físico.
-¿Vas a ser tu quien me lo haga?
-Sí, ¿Por qué lo preguntas?
Bastante avergonzada, Luisa me confesó que le daba corte quedarse en pelotas frente a mí. Por lo visto su ginecólogo era mujer y no había caído  que en mi clínica, yo era el que hacía las revisiones. 
“Esto es el colmo”, pensé y tratando de tranquilizarla, le dije: -Si quieres que se quede Manuel-.
Al estúpido no le hizo gracia quedarse pero aceptó cuando mi prima se lo pidió casi llorando. Siguiendo, mis instrucciones, Luisa pasó tras el biombo que había en la consulta y se desnudó para la revisión. Debió de resultarle difícil porque tardó más de lo acostumbrado en salir con la bata.
Al levantar la mirada de mis papeles, descubrí alucinado que sus pezones se marcaban bajo la tela azul.
“¡Menudos pitones!”, exclamé mentalmente aunque de mi garganta solo salió un “Siéntate aquí”.
Venciendo su timidez, se acomodó  en su silla mientras su marido leía el periódico en el móvil.
-Necesito que te abras la bata para explorarte los senos- le dije profesionalmente.
El rubor que apareció en sus mejillas fue una muestra clara de su sofoco pero como no podía negarse, sin ser capaz de mirarme a los ojos, desabrochó la tela dejándome contemplar por primera vez en mi vida esos dos monumentos.
“¡Tiene unas tetas de campeonato!” sentencié en silencio mientras me ponía los guantes de látex.
Siguiendo estrictamente el protocolo, le expliqué que iba a examinar su pecho en busca de algún problema.
-¿Te parece bien Manuel?- preguntó a su marido pero este ni siquiera la contestó al estar enfrascado leyendo un diario deportivo por internet.
Al no recibir respuesta, me dijo que continuara. Lo que no me esperaba fue que al palpar sus pechos, Luisa se mordiera los labios para no gritar.
-¿Te duele?- pregunté al verle la cara.
-No- contestó ya totalmente colorada.
Extrañado pero siguiendo la rutina, incrementé la presión buscando algún tumor. Mi prima emitiendo casi inaudible gemido, respondió al toqueteo de mis dedos mientras el atontado de su esposo seguía fijamente leyendo el último traspaso del Real Madrid. Fue entonces cuando la miré y descubrí en sus ojos una mezcla de deseo y de vergüenza.
“¡Se está poniendo cachonda!”, medité al ver que involuntariamente separaba sus rodillas.
Como todavía no estaba convencido y mantenía un poco de cordura, me repetí que debía tener cuidado y no hacer ninguna tontería. El problema vino cuando dando por terminado el examen de sus pechos, debía comenzar a reconocerle la vagina pero al levantar la sabana que cubría su sexo,  me encontré que lo tenía totalmente encharcado.
“¡Mierda! ¡Se va a armar!”, me dije temiendo que Manuel se diera cuenta del estado de su mujercita.
Afortunadamente el muy imbécil estaba a por uvas y por eso me atreví a explicarle que debía hacerle una ecografía pélvica. La reacción de mi prima me hizo dudar porque separó sus muslos sin dejar de sonreír.
Tratando de parecer que no me había enterado, deslicé mis manos por su vientre para intentar encontrar alguna molestia en la zona de la matriz. Desgraciadamente, Luisa al sentir que mis dedos se acercaban a su vulva, pegó un gemido.
-Lo siento- le dije tratando de enmascarar con esa disculpa el sonido que emitió -¿Quieres que pare?
Nunca escuché su respuesta porque su marido intervino diciendo:
-Tú sigue… Si le duele es que tiene algo mal.
Sin dejarme otra opción, decidí continuar con la exploración y cogiendo el ecógrafo, puse un preservativo en él. Aunque sabía que mi prima estaba suficientemente lubricada, apliqué generosamente el gel sobre su superficie tras lo cual llevando mi otra mano hasta su vulva, separé sus labios y con suavidad introduje en su interior.
-Ahhh- gimió descompuesta.
Aunque os parezca absurdo, Manuel le recriminó ser tan quejica y de muy mal tono, le ordenó que se callara.
“Será capullo” pensé y queriendo compensar de algún modo a mi prima, susurré en su oído: -Tranquila, esto queda entre nosotros.
Tras lo cual, moviendo mi silla, me coloqué de modo que mis maniobras quedaran ocultas a sus ojos y olvidándome de la función de ese instrumento, lo empecé a sacar y a meter del interior de su coño mientras con dos dedos estimulaba su clítoris también.
-Como es doloroso, no te cortes. Si te duele, chilla- comenté al percibir que Luisa estaba a punto de correrse.
Mi prima usó esa absurda excusa para enmascarar su placer y en vez de decir, “¡Como me gusta!”, berreó diciendo: ¡Me duele!
Su entrega lejos de calmarme, me excitó y sabiendo que caminaba en el filo de la navaja, decidí que esa putilla se corriera otra vez. Incrementando la velocidad con la que metía y sacaba el aparato de su coño, busqué nuevamente su placer.
-¡Arde un montón!- dijo disfrazando su gozo de dolor.
Reconozco que aunque tenía una vasta experiencia, me calentó de sobremanera reírme de ese cretino abusando de la zorra de su mujer en su presencia y forzando al límite su estupidez, le llamé a mi lado y señalando el flujo que manaba el chocho de su mujer, le solté:
-Luisa tiene una infección. Mira la cantidad de pus que sale de su vulva.
El pazguato, no reconociendo ese líquido incoloro y creyéndose a pies juntillas mi explicación, respondió:
-¡Qué barbaridad!
Al no tener límite su estupidez y aprovechando que su esposa se había corrido por segunda vez,  volví con él hasta mi mesa y haciéndome su colega, le solté en voz baja:
-Eres un cabrón. Le has pegado a tu mujer una candidiasis.
Ni siquiera intentó negarlo y acojonado por las consecuencias, me preguntó que podía tomar. Sin dudarlo le prescribí un medicamento que le dejaría la verga inservible durante al menos tres meses, tras lo cual y viendo que mi prima ya se había vestido, los cité para el viernes siguiente:
-¿Tengo que volver?- preguntó Manuel con ganas de escaquearse.
-No hace falta siempre que tu mujer traiga la muestra.
En ese momento, ese malnacido me soltó:
-¿Y si me hago ahora la paja en el baño?
-Tú mismo- respondí. –Al terminar, dásela a la enfermera
La alegría que leí en los ojos de Luisa cuando comprendió que vendría ella sola,  me confirmó algo que ya sabía. Aunque había prometido a mi madre que no le cobraría ni un euro, pensaba compensar la cuenta con carne y para que le quedara claro a ese pendón, al despedirme de ellos le magreé el trasero.
La muy puta dejándose hacer, me soltó mientras se marchaba:
-De saber que eras tan bueno, hubiera acudido antes a tu consulta.
 
La segunda vez en mi consulta.
Pasado el tiempo os reconozco que esa semana se me hizo larguísima. Contantemente llegaban a mi recuerdo, anécdotas de nuestra juventud en las que mi prima tenía el papel de protagonista así como imágenes  de lo sucedido en mi consulta. Rememorando mis años mozos, recordé que toda mi panda estaba enamorada de ella. Todos mis amigos e incluso yo no podíamos dejar de babear cada vez que nos la encontrábamos en el pueblo.
-¡Que buena está!- era el comentario más oído sobre Luisa en esa época.
Si a esos retazos de mi memoria les sumaba el hecho incontestable de que sin importarle la presencia de su marido se había excitado con mi exploración,  el resultado fue que durante esos cinco días, me trajera trastornado su próxima visita.
Al vivir solo, cada noche permití que su recuerdo acudiera a mi mente y olvidándome de que era de mi familia, me pajeé en su honor. Por eso al llegar el día de su cita, estaba ansioso de que apareciera por mi puerta. Para colmo la suerte me volvió a favorecer porque esa mañana mi enfermera me pidió la tarde libre. Su ausencia supondría que cuando Luisa llegara a mi consulta estuviéramos ella y yo solos.
Luisa llegó sobre las seis, como la paciente anterior ya se había marchado, tras saludarla con un beso en la mejilla, la hice pasar a mi despacho. Supe que venía preparada para la guerra porque venía vestida con un sugerente vestido de lino transparente que más que ocultar, ensalzaba sus atributos.
“Está tía quiere acción” pensé y sin más prolegómeno, la hice sentarse.
Actuando como un buen profesional, me puse a revisar su expediente y fue al leer los resultados del análisis del semen de su pareja cuando comprendí cual era el problema. Manuel sufría de azoospermia, es decir, la muestra que nos entregó carecía de espermatozoides.
“Es un eunuco”, me dije descojonado.
Conteniendo las ganas de soltarle a bocajarro la noticia de que ese cretino era estéril de nacimiento, le pregunté:
-Luisa, antes de seguir con las pruebas, ¿Quién de los dos desea un hijo?
Mi pregunta la destanteó y tras pensárselo durante unos segundos, respondió:
-Manuel no quería hijos pero le he convencido de tenerlos.
Al saber que era ella quien realmente lo deseaba, con una sonrisa, le solté:
-Aunque tenemos que esperar el resto de las pruebas, te puedo adelantar que creo que he descubierto el por qué no te has quedado embarazada – y haciendo un inciso, esperé unos segundos para continuar- Tu marido es incapaz de procrear por lo que si los demás análisis me dan la razón, mediante inseminación en menos de un mes puedes quedarte preñada.
Luisa tardó unos momentos en reaccionar. Minusvalorada por su esposo, siempre había creído que la culpa era de ella y por eso le costó asimilar que era de Manuel. Cuando lo hizo el que se quedó sorprendido fui yo puesto que sin decir nada, se levantó y dejando caer su vestido al suelo, me soltó mientras apoyaba sus codos en la camilla:
-¿A qué esperas para inseminarme?
Verla totalmente desnuda y con el culo en pompa, fue el acicate que necesitaba para olvidarme de que además de su primo, era su ginecólogo y con prisas, me desnudé mientras me acercaba a donde ella me esperaba. Al llegar a su lado, separé con mis manos sus dos estupendas nalgas y descubrí un ojete bastante dilatado. El descubrimiento de que Luisa estaba habituada a hacerlo por detrás despertó mi lado perverso y embadurnando mis dedos con el flujo que ya encharcaba su coño, me puse a juguetear con él.
-¡Eres malo!- berreó satisfecha de lo fácil que le había resultado convencerme y moviendo sus caderas buscó que me la follara.
Su calentura era tal que al sentir mis dedos jugueteando con su esfínter, empezó a gemir sin cortarse pidiéndome que la hiciera suya pero obviando sus deseos, decidí que ese trasero iba a ser mío antes. Por eso le introduje uno de mis dedos en su entrada trasera mientras le decía:
-Si quieres que te preñe, primero me tienes que dar tu culo.
-¡Es todo tuyo!- respondió pegando un grito.
Os reconozco que tuve que usar toda mi fuerza de voluntad para no rompérselo a lo bestia . Aunque mi prima se merecía eso y más, decidí hacerlo con cuidado. Usando mis yemas no tardé en relajarlo y entonces decidí embadurnar mi pene con su flujo. Para ello, de un solo golpe la penetré hasta en fondo de su vagina. Luisa al sentirse llena, comenzó a moverse buscando su placer pero dándole un azote le dije que se quedara quieta.
-Perdón pero es que hace mucho que no follo- dijo tratando de disculpar su excitación.
Su confesión hizo que me apiadara de ella y mientras untaba de flujo su ojete, permití que disfrutara con mi verga en su interior. Mi prima al sentirse llena, no dejaba de buscar que acelerara mi paso. Pero cuando sentí su flujo discurriendo entre mis piernas, se la saqué diciendo:
-Me encanta tu culo.
Luisa comprendió mis intenciones y usando sus manos para separar sus nalgas, respondió:
-Úsalo.
Ni siquiera esperé a que terminara de hablar, llevando su cuerpo hacia atrás lentamente fui metiéndoselo lentamente, permitiéndome sentir cada rugosidad de su ano apartándose ante el avance de mi miembro.
-Ahh- gimió al notar mi estoque acuchillando sus intestinos.
Venciendo las ganas que tenía de empezar a disfrutar de semejante culo, esperé que fuera que se acostumbrara a tenerlo en su interior. No llevaba ni diez segundos dentro de su trasero cuando girándose, me miró y me rogó que comenzara a cabalgarla. 
La expresión de deseo de su rostro me terminó de convencer y con ritmo tranquilo, fui extrayendo mi sexo de su interior mientras mi prima no dejaba de berrear que me diese prisa. Su calentura le llevó a volvérselo a meter hasta el fondo con un movimiento de caderas.
-Fóllame, ¡Lo necesito!- bramó con desesperación.
La urgencia que escuché en su tono me hizo reaccionar y comencé a galopar sobre ella con un ritmo alocado en el que sus pechos se bamboleaban hacia adelante y hacia atrás al compás con el que yo forzaba su ojete.
-No pares cabrón- gritó al sentir que disminuía la velocidad de mis acometidas-
-¡Eres una puta calentorra!- le solté a la vez que le daba un fuerte azote en su culo. 
Mi ruda caricia lejos de molestarla, la excitó mas y comportándose como una perra en celo, contestó:
-Lo soy y mi marido no lo aprovecha.
Sus palabras azuzaron el morbo que sentía por estar dando por culo a esa infiel mujer y  alternando de una nalga a otra, le fui propinando sonoras palmadas en su trasero cada vez que sacaba mi pene de su interior. Para entonces, mi prima ya tenía el culo completamente rojo y dejándose caer sobre la camilla, empezó a estremecerse al sentir los síntomas de un orgasmo.
-¡No dejes de follarme!- aulló al sentir que el placer asolaba su interior. 
Su actitud sumisa fue el acicate que me faltaba y cogiendo sus pezones entre mis dedos, los pellizqué con dureza mientras usaba su precioso culo como frontón.  Al gritar de dolor, perdió el control y agitando sus caderas se corrió.
Los alaridos que sirvieron de música de fondo a su orgasmo, me hicieron concentrarme en mí y  forzando su esfínter al máximo, seguí violando su intestino mientras Luisa no dejaba de gemir. Fue entonces cuando no pude más y compartí con ella su placer, vertiendo la semilla que había venido a buscar en el interior de sus intestinos.
Agotado y exhausto, la hice a un lado y me senté sobre la camilla para descansar. A los cinco minutos, mi prima se sentó en mis rodillas y luciendo la mejor de sus sonrisas, me preguntó:
-¿Tienes algo que hacer este fin de semana?
-¿Por qué lo preguntas?- contesté.
Soltando una carcajada, respondió:
-Cómo no va a estar mi marido, he pensado que me podrías repetir este tratamiento… ¡En mi cama!

 

 

Relato erótico: “Desctructo III Tus ojos me recuerdan las estrellas” (POR VIERI32)

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I. Año 2332

Cientos de dragones sobrevolaban en el cielo nocturno, dibujando un gigantesco círculo de al menos doce anillos de grosor; era un ejército numeroso que incluso había ocultado la luna, ennegreciéndolo todo. De vez en cuando, dos lagartos se desprendían del grupo y arrasaban entre los soldados del Norte, quienes no podían hacer nada ante las feroces embestidas de las bestias que los arrojaban por los aires.

Cunningham levantó la mirada y apretó los dientes. Se sintió sobrepasado, pillado de sorpresa y, viendo la bestialidad con la que actuaban los dragones, todas las ideas y estrategias que tenía preparadas recibieron un baldazo de agua fría. Lo que más odiaba era el hecho de que aquellas bestias podrían acabarlos con un solo ataque, si es que se venían todos a la vez, pero por alguna razón solo volaban sobre ellos enviando a un par, gruñendo y estremeciéndolo todo a su alrededor.

“Están jugando con nosotros”, pensó apretando los puños.

Se acercó a una antorcha encendida cerca de una tienda y la agarró; avanzó entre sus hombres, quienes se habían arremolinado alrededor de él. Deneb Kaitos lo miró con curiosidad.

—¿Qué harás?

—¿Qué crees? A diferencia de ti, no me quedaré quieto.

—¿Vas a contraatacar?

El joven comandante saltó sobre unas cajas apiladas y levantó la antorcha al aire para que sus soldados lo mirasen.

—¡Oídme! ¿Recordáis los entrenamientos en los montes de Salduvia? Reykō estaba en disputa con la planta de energía de fusión que nos proveía electricidad. Los cabrones desactivaron el suministro de la base y durante una semana entera nos bañamos en agua congelada. Nos recuerdo en las duchas, helados y tiritando entre risas… ¡Por el Norte, querían echarnos de allí, pero solo consiguieron envalentonarnos más! ¿Recordáis la promesa que hicimos? ¡Que cazaríamos a los dragones y arrojaríamos sus enormes cadáveres en medio de la puta planta de fusión!

Se giraba mientras hablaba, tratando de mirar a los ojos de todos y cada uno de sus hombres. Quería sostener las miradas; que dejasen de observar arriba y que esos rugidos dejaran de intimidarlos. Muchos asentían porque recordaban. Otros levantaban sus arcos, aullando. El comandante se golpeó el pecho con el puño.

—¡Estos lagartos nos quieren correr de la misma manera, pero no saben lo que les espera! ¡Oídme, hijos del Norte! ¡Yo no pretendo caer sin dar una lucha! ¡Yo no pretendo irme sin soltar al menos un puñetazo a esos horribles rostros suyos! ¡Reclamemos esta noche, caza dragones! ¡Formad dos filas de diez arqueros frente a mí! ¡La primera, preparad saetas cegadoras! ¡Segunda, saetas de carga explosiva!

Los soldados sintieron unas renovadas energías al oírlo y, sobre todo, verlo; porque sus ojos parecían destellar fuego; el comandante había vuelto en sí y al menos daría una lucha; imbuidos de valor por sus palabras, corrieron hacia adelante armándose con sus arcos de polea; en un llano entre dunas, formaron una larga fila y se sentaron sobre una rodilla, apuntando al cielo enjambrado. Detrás de ellos se formó otra fila con hombre que, de pie, tensaban sus arcos. Muchos temblaban, y de hecho el comandante lo notó por lo que fue entre las filas para dar golpes de ánimo a unos y otros.

—¡Recordad todo lo que hemos atravesado para llegar hasta aquí! —coscorrones aquí y allá—. ¡Por vuestras familias en Alba, Lutecia, Iberia y en especial en la hermana de Jonathan en la ciudad de Valentía! ¡Por ella, sí, deseo verle esas enormes tetas una vez más!

Carcajadas y aúllos se oían en un lado y otro. Los temblores iban aminorando en detrimento de una sensación de valor; el comandante lo sabía. Miró el enjambre arriba; había notado que los dragones no enviaban a un par de los suyos por simple azar: estaban sincronizando un ataque y sabía que pronto bajarían dos dragones; achinó los ojos cuanto notó al gigantesco Leviatán encima de ellos, gruñendo con fuerza descomunal y agarrando a los suyos con sus propias garras traseras, sacudiéndolos como si también les imbuyera de valor a su manera.

—¡Veinte hombres en mi flanco derecho, veinte en mi izquierdo! ¡Tensad vuestros arcos con flechas perforadoras!

Deneb Kaitos se mostró maravillado ante lo que veía; Albion Cunningham en todo su esplendor: el joven comandante animaba a más soldados en tanto los restantes formaban con rapidez y un orden que contrastaba con el caos que acaeció minutos atrás. Por un momento deseó estar allí entre los mortales, tensando un arco y rugiendo como uno más.

—¡Hijos del Norte, Caza Dragones! —Cunningham levantó la antorcha y la agitó de un lado al otro, tratando de llamar la atención del ejército alado—. ¡Rugid conmigo!

Bramó el grito de guerra junto con sus soldados con una fuerza que se asimilaba a la de los propios dragones:

—¡Nuestros pechos las murallas!

Dos dragones bajaron del anillo, arrojados por su gigantesco líder. Estos en especial parecían dirigirse directamente hacia Cunningham: era llamativo desde el cielo debido a la antorcha. El mortal lo sabía y corrió hacia adelante en campo abierto, atravesando la fila de arqueros.

—¡Flancos, apuntad las alas!

Uno de los dos dragones se adelantó como si quisiese devorárselo primero. Cayó en picado y, extendiendo las alas, aminoró para luego cambiar de rumbo; voló al ras del suelo, dando una enérgica aleteada para impulsarse hacia el mortal. Silbaron flechas en el aire; incontables saetas atravesaron su campo de visión y las alas se vieron perforadas, por lo que el lagarto cayó dando varios tumbos y dibujando una larga estela sobre la arena. Advertido por el ataque de los flancos, el segundo dragón se elevó para volver al enjambre en el cielo.

El lagarto herido intentó reponerse usando sus alas y patas traseras; no obstante, vio a Cunningham a varios metros delante de él y deseó incinerarlo cuanto antes; Leviatán lo había enviado específicamente a por ese mortal: abrió la enorme boca, aunque no se esperó una repentina lluvia de flechas que, al impactar a su alrededor, brillaron tan intensamente que quedó momentáneamente ciego. Intentó levantar vuelo, pero a la señal de Cunningham, una veintena de flechas explosivas surcaron el cielo y cayeron sobre el dragón, quien de feroces gruñidos pasó a soltar lo que parecieran ser una auténtica orquesta de bufidos mezclándose con el sonido de explosiones.

Luego vino una quieta tranquilidad solo cortada por el aleteo de las bestias arriba; la niebla de arena que se había levantado alrededor del dragón bajó poco a poco para revelar a la bestia, calcinada y echando humo de sus escamas. Levantó ligeramente el cuello, con los violáceos y brillantes ojos semiabiertos, pero terminó cayendo con todo su peso y finalmente muerto.

Los soldados del Norte bramaron elevando sus arcos al aire. Cunningham siguió corriendo hacia la bestia, saltando sobre la cabeza. Desenvainó su espada y la clavó en el cráneo del animal, entre los cuernos, solo para cerciorarse de que estuviera finalmente muerto. La piel escamada era durísima, pero la hoja era filosa y él tenía toda la energía del mundo.

La desclavó teñida de sangre. Luego apuntó a Leviatán.

—¡No sois invencibles! ¡No sois los putos invencibles!

Una auténtica oleada de bramidos de furor recorría el oscuro desierto de Bujará. Los hombres habían derrotado a uno y sentían que podrían cargárselos a todos. Se sentían dioses. Leviatán se fijaba en el comandante desde las alturas. Incluso desde allí podía escuchar con claridad el constante grito de guerra del Norte: “¡Nuestros pechos las murallas, nuestros pechos las murallas!”. Leviatán era una bestia inteligente; sabía que había un claro desafío. Luego, echando una pequeña estela de fuego por su nariz, agarró con sus patas a otros dos dragones, sacándolos del vuelo circular y gruñéndoles a las caras en una especie de reprimenda.

La sonrisa de Cunningham se convirtió en una delgada línea en su rostro pálido; ahora, del anillo de dragones, diez se desprendieron y volaron más bajo para preparar el asalto; Leviatán enviaría más efectivos. En cierta manera, el líder dragontino le reconocía su astucia al haber sesgado a uno de los suyos. Aunque el mortal no pudiera entender las motivaciones del dragón, lo cierto era que estaba honrándolo a su manera.

—¡Todos, atención! ¡Más hombres, mierda, necesito más filas a mi alrededor! ¡Disparemos como nunca antes en nuestras vidas!

Tragó saliva mientras toda la milicia formaba a su alrededor en una suerte de danza sincronizada; sabía que estaba usando todos los medios a su disposición solo para dar pequeños arañazos. Iba a matar tantos dragones pudiera hasta perecer, pero dudaba de que aguantarían más que minutos. A falta de tecnología, necesitaba de una fuerza mayor. Casi como si adivinara sus pensamientos, el Dominio Deneb Kaitos descendió a su lado sobre la cabeza del dragón muerto.

—Impresionante, Cunningham. Asesinasteis a Ryūjin. Él solo devoró a una quincena de ángeles en la guerra contra Lucifer.

—¿Tienen nombres?

—¿Por qué no habrían de tenerlos?

—¡No empieces! Necesito tu ayuda. ¿Me darás una mano?

Deneb Kaitos esbozó una pequeña sonrisa de lado. Cunningham, en respuesta, le devolvió una mueca de desagrado. En verdad que le costaba pedirle ayuda a un ángel.

—Me honras. Mis alas son tuyas, comandante.

II. Año 1368

El ejército xin había planificado su estrategia durante los días que acamparon en el corredor y las colinas adyacentes, por lo que al ver a los mongoles en el horizonte nada les cayó de sorpresa. Mientras los enemigos armaban su campamento frente al paso de Wakhan, los xin habían tenido tiempo de formar sus filas; las órdenes llegaban claras y rápidas; decenas de mensajeros partían, a caballo, desde la tienda principal donde el comandante Syaoran dictaba las directrices a sus escribas.

Para el amanecer, unos dos mil jinetes esperaban a los mongoles en un paso angosto resguardado entre dos altísimas y empinadas laderas de hielo y roca; a lo alto, escondidos, mil arqueros se apostaban en cada flanco, prestos a lanzar una auténtica lluvia de saetas cuando los enemigos irrumpieran en el corredor.

Era justamente allí, en uno de los flancos, donde Wezen paseaba a pie al frente de la fila de arqueros. Se sacudió un par de copos de nieve que habían caído sobre su hombrera; cualquier detalle le desquiciaba por lo especialmente inquieto que se encontraba; si fuera por él, enviaría a todos los jinetes a un solo ataque frontal contra los mongoles. Pero el mensajero traía órdenes claras; había que atraer a los enemigos y dejar que él y sus arqueros se encargasen de eliminar la oleada que seguramente enviaría el Orlok.

Atraerlos a una trampa no era precisamente su idea de una batalla; le seducía ganarles por fuerza bruta.

Un soldado se acercó junto a él.

—¿Piensas en Xue?

Wezen enarcó una ceja al reconocer a Zhao enfundado en una armadura lamelar, negra y de costuras blancas como la de los demás.

—Creía que nunca más volverías a ponerte una armadura.

Zhao se encogió de hombros.

—En aquella ocasión creía que no volverías a participar de otra batalla.

—Como quieras —hizo un ademán—. Aunque no lo creas, siempre recuerdo a ambas. Son la razón por la que estoy aquí, ¿no?

—¿Ambas? ¿Piensas en alguien más?

Wezen dio un respingo; frunció los labios y miró para adelante.

—En la diosa Buda. He pasado mucho tiempo a tu lado y he aprendido a apreciarla.

—Buda no es una d… —Zhao parpadeó incrédulo y susurró—. Piensas en Mei, ¿no es así? ¿Te has detenido a considerarlo alguna vez? No tienes ningún tipo de futuro con una esclava; arriesgarías tu promoción en el ejército.

—Pero, ¿qué mierda haces? ¿Eres mi condenado ángel de la guardia?

—¿Ángel? ¿Ahora sabes algo sobre cristianismo?

—No soy cristiano, es solo que Mei me habló de ellos… —volvió a callarse. Meneó la cabeza y caminó hacia adelante.

—Escúchame. No necesito de tu protección ni tampoco de tus palabras. Si estás con esa armadura, entonces me sirves como soldado.

Lejos de la batalla que asomaba en la entrada del corredor de Wakhan, en el reino Xin se vivía un silencioso y tenso amanecer. La ciudad de Congli parecía mantener su rutina en torno a la venta de seda y plantación de arroz, pero había una incómoda interrogante flotando sobre las cabezas de los habitantes: sabían que, en el peor de los casos, los mongoles vencerían al ejército xin, avanzarían y aplastarían todo lo que se le pusiese por delante; el apacible pueblo incluido.

Era un nerviosismo que incluso contagió a Xue, que como medio de distracción se sentó bajo la sombra del ginko para trenzar los finos hilos de seda con la rueda hiladora. El árbol había alfombrado el lugar con sus peculiares hojas amarillas y ella tenía esperanzas de que allí encontraría la tranquilidad que buscaba. Debía tener fe en su peculiar dragón, se dijo finalmente.

—¡Buenos días, Xue!

Dio un respingo cuando oyó una voz femenina; miró a un lado, tras el vallado de su hogar. Frunció el ceño al ver a la esclava trayendo consigo un canasto; vestía una túnica sencilla, blanca, y destacaba en el radiante mar de hierba. En verdad que ni ella misma sabría explicar qué le incomodaba de Mei si se trataba de una muchacha afable y guapa, algo tímida. Tal vez lo que le molestaba era la incertidumbre de que esa muchacha bien podía haber intimado con su celado dragón. Incontables veces…

—No te quedes ahí —dijo volviendo a su manualidad—. Eres bienvenida.

Mei reverenció por la hospitalidad y se acercó. No soportaba el ambiente en el pueblo donde todos hablaban de guerras, de emperadores y rebeliones. Eso lo vivía día a día cuando viajaba con el ejército xin. En Congli, simplemente, no podía hablar abiertamente de lo único que le importaba.

Se sentó junto a ella e inmediatamente reinó un silencio incómodo. Posó la canasta sobre su regazo y descubrió la tela. Había preparado arroz enrollado en harina de soja; deseaba caerle bien a la hermana de Wezen.

—He traído algo para desayu….

—¿Piensas en mi hermano? —preguntó tensando los hilos de seda.

Una gota de sudor descendió de la frente de la esclava. Sus labios eran una fina línea recta; no respondió ni se movió un ápice.

—Espero que sí —continuó Xue—. Estoy segura de que él piensa en ti.

Mei se relajó al oír aquellas palabras. Abrazó el canasto contra sí y se acomodó.

—Lo cierto es que temo por él. Es un buen hombre.

Xue dejó de hilar y la observó; comprobó que era una sinceridad arrolladora lo que eran capaz de transmitir los ojos oscuros de la esclava. Los celos aminoraron. Esa muchacha sufría, concluyó recogiéndose un mechón de la frente.

—Déjame contarte algo, Mei. Cuando éramos niños, Wezen se ató una soga a la cintura para entrar a una zanja de barro y rescatar a una oveja. Al final, el que quedó atrapado fue él. Y yo no tenía fuerzas suficientes para tirar de la soga… así que empecé a llorar allí mismo pensando que Wezen iba a morir.

—¿Por una oveja? ¿Y cómo salió?

—Se giró hacia mí con la cara embarrada y me dijo que, si le dejaba morir, me perseguiría toda la vida como un fantasma. Me aterré de la idea y corrí. Todo fue una broma para poder martirizarme durante la noche como un supuesto espíritu. Ten cuidado, porque ese bribón sigue ahí adentro de un cuerpo de hombre.

La quietud bajo la sombra del ginko fue finalmente desplazada por risillas de las dos muchachas. El viento levantó una capa de pétalos amarillos del suelo; la incomodidad que antes había entre ambas se había ido con la brisa.

—¡Tendré cuidado! —asintió Mei—. ¿Tú también piensas en él?

Xue se encogió de hombros. Se inclinó hacia el canasto y retiró uno de los lü dagun. Se veía bien y, además, notó que era especialmente esponjoso al tacto; seguro que Mei era una buena cocinera, concluyó dándole una mordida. Cerró los ojos y emitió un largo gemido de aprobación que hizo sonreír a la esclava.

—No te preocupes demasiado por él, Mei. Es demasiado terco para morir.

Wezen echó una mirada hacia la planicie donde el ejército mongol había acampado. Frunció el ceño; una oleada de jinetes se acercaba. Calculó unos mil o mil quinientos guerreros atravesando a plena galopada. Un Mingghan. Dedujo que el Orlok enviaría una décima parte de su fuerza principal, seguramente para comprobar las defensas. Elevó su arco y, a su señal, un joven portaestandarte guardó la bandera blanca que sostenía al borde de la ladera; levantó una de color rojo, que ondeó con fuerza, y los arqueros de ambos flancos prepararon sus arcos.

—¡Carcajes! —gritó a los suyos—. ¡Controlad vuestros carcajes, los quiero ver llenos!

Luego miró hacia los jinetes de su ejército, abajo en el paso resguardado por las laderas, y apretó los labios. En verdad que le gustaría estar allí listo para repartir sablazos. Desde los altísimos flancos era sencillo llegar al terreno de batalla y viceversa; un sendero, forjado por los propios xin para facilitar la ida y venida de los mensajeros, serpenteaba hasta lo alto; con un buen caballo solo tomaría un puñado de minutos.

De vez en cuando se le cruzaba la idea de bajar y ser parte de la batalla, pero meneó la cabeza. Su misión era repartir órdenes a los arqueros y el éxito le recompensaría con un cargo importante en la Sociedad del Loto Blanco.

Fue por el mismo sendero que el embajador y su escolta occidental subieron para permanecer a salvo durante la contienda. Ni siquiera hubo tiempo para que el embajador se encontrase con el comandante xin; lo harían cuando todo terminase. El estrecho paso era un terreno peligroso como para dejarlos allí, así como el campamento principal, que bien podría ser un objetivo específico de la caballería mongola. Wezen ordenó que estuvieran cerca de él: las laderas eran demasiado altas y empinadas como para que los mongoles subieran desde el afuera del corredor.

No muy alejado de los arqueros, Mijaíl, sentado sobre una roca, bebía un odre de agua. Estaba ansioso y le incomodaba estar bajo la atenta mirada de los dos guardias xin que les fueron asignados a él y el embajador.

El ruso terminó de beber y lanzó el odre a los pies de uno de los inmutables soldados. El embajador enarcó una ceja y se dirigió a su escolta:

—Estás pensando en el Orlok.

—De una manera u otra, clavaré mi espada en su corazón.

—Hay dos ejércitos entre vosotros dos.

—Eso es lo que me molesta, mi señor.

—Piensa en algo agradable. ¿Tu hermano, el oso de Nóvgorod? ¿O qué me dices de esa princesa de la que decías no poder olvidar, Anastasia?

El ruso hizo un ademán.

—La había olvidado hasta que me la acaba de recordar, mi señor.

Y rio. Ambos rieron para inquietud de los dos guardias. Aún así, Mijaíl no se sentía especialmente tranquilo. Ese Orlok lo había sorprendido por el solo hecho de encontrarlo en un lugar tan remoto como Persia, presto a vengarse por su derrota en Nóvgorod. De alguna manera esa bestia salvaje encontraría la manera de volver hasta él, concluyó mirando a los arqueros xin que, ahora, se preparaban para asediar a los enemigos.

Los jinetes mongoles entraron en el estrecho paso y con la misión de aplastar el campamento principal. En tanto, la línea de jinetes xin los esperaban con los escudos levantados al ver cómo los enemigos preparaban sus arcos en plena galopada. Los tártaros eran un ejército feroz, el trotar intenso y sus aullidos salvajes estremecían de una manera especial porque el sonido rebotaba por las paredes del paso, acrecentando la impresión de que eran muchos más.

Wezen no se amilanó. Se inclinó con el arco tensado y apuntó hacia abajo; no miró a un jinete en especial; era un auténtico mar de mongoles y polvo por lo que con certeza acertaría a alguno. Y si no, tenía la confianza de que sus dos mil arqueros de seguro harían mella.

—¡Disparad!

Cientos de flechas silbaron y se clavaron en los enemigos y sus caballos. La línea frontal se había desarmado completamente, pero los que los seguían no desistieron, avanzando a galope tendido rumbo al encontronazo contra los xin y pisando a sus propios compañeros. Wezen y sus hombres recogieron sendas flechas y volvieron a disparar, aunque ahora comprobaban con estupor cómo los mongoles elevaban sobre sus cabezas sendos escudos que detenían los disparos. Las flechas no hicieron tanta mella como en la primera oleada.

Wezen se giró y silbó al portaestandarte.

—¡Enarbola la bandera amarilla…! —se rascó la frente sudorosa—. ¡Espera! ¡Enarbólala a mi señal!

Miró hacia abajo y empezó a contar segundos; debía dejar que más mongoles entrasen en el paso antes de ejecutar el siguiente paso de su plan. Sus arqueros se mantuvieron quietos pero ansiosos; era clave ahorrar las flechas y no era momento de seguir disparando.

Finalmente, elevó la voz.

—¡Ahora!

Nada más clavarse y ondearse la bandera, grupos de xin se prestaron a empujar grandes rocas apilonadas en los precipicios de las laderas. Sus rostros se desfiguraban del esfuerzo mientras gruñían. Wezen sonrió con satisfacción al verlas caer y oír el estruendo allá abajo; a ver si esos escudos resistían, pensó frotándose el mentón.

Los mongoles detuvieron la arremetida debido a los escombros de rocas acumulándose en medio del paso; caían como lluvia torrencial; la estrategia xin había funcionado: el ejército invasor se encontraba partido en dos. Adelante, abandonados prácticamente, los mongoles que lograron avanzar ilesos eran devorados por unos feroces y animados jinetes xin que aullaban por poder iniciar la cacería.

Wezen se limpió el sudor de la frente; tal vez no era tan mala la idea de ganar con mañas. Se fijó que muchos mongoles habían desmontado y escalaban las rocas para unirse a la batalla o simplemente para disparar sobre ellas. El xin no iba a permitir aquello; a su señal, él y sus soldados volvieron a inclinarse en precipicio de la ladera, arcos en ristre.

Fue cuando notó de refilón cómo uno de sus arqueros cayó al vacío. Tragó saliva; o era un torpe que resbaló o, peor, fue empujado. Se giró y comprobó con horror cómo una treintena de mongoles había llegado hasta las colinas, corriendo hacia ellos con sables en mano.

Se preguntó cómo fue posible que les pillaran de sorpresa y, sobre todo, cómo pudieron haber subido su inalcanzable puesto. Pero no hubo tiempo para ello; desenvainó su sable y al grito de “¡Enemigos en la retaguardia!” se lanzó contra ellos.

Los mongoles no eran demasiados, pero eran feroces y pareciera que necesitaban dos xin por cada uno de ellos. Usaban no solo sus grandes sables sino hasta sus propios cuerpos para embestir a los sorprendidos arqueros. Wezen se enfrentó a uno y esquivó un espadazo, agachándose; desde abajo envió un sablazo que atravesó la quijada del enemigo.

La desclavó con fuerza y apartó el cadáver de una patada. Aulló con el rostro salpicado de sangre para contagiar de ánimo a sus soldados.

—¡Mirad! ¡No son invencibles, no son invencibles!

Mijaíl, lejos de la contienda, se incorporó al oír el griterío. Los dos guardias xin también se fijaron en la repentina invasión mongola y, aunque no parecían ser muchos, desenvainaron sus espadas prestos a defender al embajador. El ruso hizo lo propio, sacando a relucir su radiante shaska.

Fue cuando vio a un soldado mongol que, luego de tumbar un par de arqueros xin, echó un vistazo alrededor. Mijaíl notó que se fijó especialmente en él. En nadie más que él. Como si hubiera venido en su búsqueda. El mongol elevó la mano y gritó una frase en jalja. Inmediatamente el enemigo fue despachado por Wezen, quien corrió hacia él para cercenarle la cabeza.

El guerrero xin se tomó de las rodillas; luego escupió un cuajo de sangre sobre el cadáver.

—¡Necesito vigías en esta ladera! ¡Pronto!

Se dirigió hacia el precipicio de donde habían venido los mongoles. Vio las estacas y anclas apiladas a un lado y supo que habían subido escalando las paredes escarpadas de hielo. Las pateó con rabia, pero al menos los atacantes estaban siendo despachados porque no era un número importante.

Solo quedó un enemigo que, en otro extremo de la ladera, clavó una bandera dorada que flameó enérgica. Wezen apretó los dientes y se armó con su arco, tensando la cuerda hasta la oreja. La flecha atravesó una hilera de soldados xin hasta que terminó clavándose en el pecho del mongol, que cayó por el precipicio.

El joven oriental avanzó con largas zancadas hasta la bandera y la desclavó con nerviosismo. La tomó entre sus manos y miró a sus arqueros, esperando que alguno supiera qué tipo de señal o mensaje podría significar aquello. Zhao estaba allí, entre ellos, y se la mostró:

—¿Alguna idea?

Zhao meneó la cabeza.

—Supongo que ya da igual, la hemos derribado —concluyó Wezen—. Te encargo para apostar vigías que vigilen este sector. Es primordial que protejamos a los arqueros.

En el campamento de los mongoles el ambiente cambió abruptamente. En las afueras de una tienda militar, el Orlok, sentado a una mesa junto con su general y un par de jóvenes mensajeros, se levantó enérgico. Había visto la bandera dorada clavarse en la ladera izquierda del paso. Cuando pudiera, le agradecería a ese roñoso general afgano sus consejos y guías para penetrar la fortaleza natural que los xin habían forjado en el Corredor de Wakhan.

Su general se removió inquieto; se frotó el mentón.

—Orlok, ¿me lo puedes explicar?

—Algunos tenían órdenes expresas de enviarme una señal si veían a un hombre de cabellera dorada acompañando a un anciano. Como me dijo el afgano, el único lugar que los xin considerarían seguro de proteger sería en lo alto de las laderas. Es un hombre inteligente.

El general desencajó la mandíbula.

—¿El ruso? ¿Aún piensa seguir con esta persecución ridícula, Orlok?

—Te lo he dicho ciento de veces —dijo recogiendo su yelmo sobre la mesa y poniéndoselo—. El Padre Cielo está de mi lado. Desea que vengue a nuestros hermanos caídos. No me lo impedirás tú, general.

El Orlok llamó a un grupo de soldados para que lo acompañasen. Estaba eufórico por haber vuelto a encontrar a Mijaíl. Se sentía un emisario de la muerte, el elegido por Tengri para impartir justicia. Montó sobre su caballo y se fijó en su estupefacto general.

—Te dejo el cargo del ejército.

—¡Orlok! ¡Su lugar es aquí, repartiendo órdenes!

—¿No dijiste lo mismo la noche que perdimos en Nóvgorod? No cometeré el mismo error. Mi lugar está allá —señaló la ladera con su sable, luego lo levantó para llamar la atención de sus jinetes—. ¡Guerreros, montad conmigo!

Su general golpeó la mesa con furia ante la atenta mirada de los nerviosos mensajeros. Lo vio alejarse y ponderó la situación. Iban de camino a perder un cuarto del ejército y aún no podían atravesar la primera línea defensiva. Se levantó apurado y dictó a los mensajeros su primera orden. Que repartiesen la noticia cuanto antes. No podían continuar embistiendo esa maldita trampa mortal; definitivamente, pensó, el Orlok estaba tan cegado por su venganza que ya no estaba en condiciones de liderar un tumán.

—Recoged el campamento y avisad a los comandantes de los Mingghan que retrocedemos. Volvemos a Kabul.

III. Año 2332

Deneb Kaitos bajó del cielo y, al acercarse a tierra, extendió las alas y aminoró la caída para luego, pisando ligeramente la arena, emprender un veloz vuelo a ras del suelo que levantaba una nube espesa; en un momento dado causó un atronador sonido similar a una explosión. Como todo Dominio, su velocidad era impresionante y lo convertía en un auténtico fulgor plateado; ningún otro ser vivo, además de los dragones, sobreviviría los Mach 5 que los científicos del Hemisferio Norte midieron durante uno de los vuelos del ángel.

Detrás, el dragón de escamas atigradas, Quetzalcóatl, lo perseguía propinándole todo tipo de gruñidos que Deneb Kaitos interpretaba como insultos a su raza. Quetzalcóatl no se esperó la veintena de soldados que, a un lado y otro de las dunas por donde sobrevolaba, le arrojaran saetas explosivas para que el gigantesco animal se diera de bruces en el suelo. La caída fue estruendosa. La bestia era orgullosa; aún herido mortalmente levantó el cuello, fijándose únicamente en el ángel que ahora descendía frente a él, y abrió la boca para lanzarle una llamarada.

Deneb Kaitos amagó levantar vuelo para esquivarlo, pero el animal se atragantó con una flecha perforante que alguien le lanzó directo a la garganta. El ángel se giró y vio a Cunningham a lo alto de una duna, tensando su arco de polea.

El Dominio le asintió como agradecimiento; Cunningham respondió con otra mueca de desagrado. En realidad, no dejaría que ningún dragón matara al ángel. Eso le correspondía a él, se dijo, lanzándose a la carrera hacia otro grupo de soldados que estaban lidiando con un dragón problemático, de escamas doradas que irradiaban especialmente en aquella noche.

Los soldados del Norte habían formado cinco grupos de cuarenta hombres, los últimos que habían sobrevivido al ataque sorpresa; cada equipo debía lidiar con dos dragones y el ángel debía servirles, en la medida de sus posibilidades, como anzuelo para que los lagartos cayesen en las trampas. Cunningham viajaba de un grupo a otro, alentando y formando parte de los ataques.

Arriba volaban varias centenas de dragones, era verdad, y la derrota inminente la tenían asumida, pero quién iba a quitarle ese total de siete dragones muertos por sus manos.

Cunningham detuvo su carrera y abrió los ojos cuanto pudo; desde lo alto de una duna comprobó el gigantesco mar de fuego asando a sus hombres. Al menos tres grupos habían sido eliminados por el violento dragón dorado, quien parecía haber entendido las tácticas de anzuelo que los mortales preparaban.

Deneb Kaitos descendió a su lado.

—Ese es Doğan.

—No me interesan sus nombres —escupió Cunningham—. ¿Por qué diantres estás aquí? ¿No deberías ayudar a los demás?

—Lo siento, Cunningham.

—¿Cómo que lo sientes?

Se giró y vio con pavor cómo un dragón plateado y erizado de flechas, sobrevolando sobre el grupo de soldados que recién había ayudado, arrojaba virulentamente su fuego. Sus hombres aullaban de dolor para, finalmente, venirse una oscura quietud. El dragón cruzó sobre el mar de cadáveres y dedicándole un rugido amenazador al estremecido comandante, para finalmente caer estrepitosamente a pocos metros de él, con los ojos ya cerrados y regueros de sangre recorriendo entre sus brillantes escamas.

El ejército del Norte había sido recibido una auténtica paliza y el hombre, como única respuesta, dejó caer su arco.

—Su nombre es Nío —dijo Deneb Kaitos.

Cunningham ahogó una risa; hasta en un momento como aquél ese “maldito pajarraco” gustaba de sacarle de sus casillas.

—Esto es —dijo en voz baja, mirando sus manos encallecidas de tanto manipular la cuerda—. Hasta aquí he llegado.

—Más lejos de lo que jamás hubiera imaginado, Cunningham. Si me hubieran dicho que un mortal sería capaz de dirigir a un ejército de hombres y derrotar a ocho dragones, no lo creería.

—Me consuela saber eso —ironizó.

—Me alegra poder animarte.

Un gigantesco dragón negro aterrizó frente a los dos, con sus imponentes alas abiertas a cabalidad; su descenso hizo vibrar el suelo de tal manera que el Dominio tuvo que levantar vuelo y el mortal sucumbió, cayendo estrepitosamente. El lagarto gruñó ladeando su rostro de un lado a otro; fuerte y estremecedor. Las escamas de su piel eran oscuras, negras, pero radiantes hasta el punto que las estrellas mismas parecían reflejarse en las escamas. Además, su tamaño era demencial; de al menos dos veces mayor que los lagartos que habían combatido.

Cunningham se levantó; intentó desenvainar su espada, pero la sola presencia de la bestia impresionaba por lo que la empuñadura terminó resbalándosele. Se extrañó que no le atacara; de hecho, desde que aterrizara no mostraba intenciones hostiles; el dragón inclinó su rostro a un lado para verlo detenidamente.

Cunningham dio pasos hacia adelante, con los brazos extendidos.

—¿Por qué no me atacas, maldito lagarto? ¡Ataca!

Deneb Kaitos descendió y lo agarró del hombro para atajarlo. Era obvio que aquel dragón no había venido a batallar. Si quisiera, ángel y humano ya estarían calcinados.

—¡Os habéis arrebatado la vida de mis hombres! —se apartó del Dominio con un movimiento de hombros—. ¡Mátame y termina con este juego, dragón!

—No es un dragón cualquiera. Pensaba que sabrías el nombre de este.

El dragón soltó una pequeña llamarada desde su nariz; solo el ángel supo interpretarlo como una risa. Una carcajada corta. Cunningham lo observó detenidamente: además del tamaño, este tenía una cantidad ingente de cuernos a lo largo de su cabeza y alas; sus ojos, de un púrpura profundo, eran penetrantes.

—Eres Leviatán.

El dragón emitió un gruñido similar a un ronroneo.

Año 1368

Wezen cayó sentado sobre una roca para recuperar aliento. El frío se hacía más presente y dolía solo respirar. Para el mediodía, una inesperada tormenta de nieve llegó sobre la Cordillera de Pamir, entorpeciendo y desgastando a los dos ejércitos enfrentándose en el corredor. Wezen había luchado sin cesar al lado de sus arqueros y la idea de que las flechas se terminarían antes que los jinetes mongoles se hacía cada vez más incómoda.

La arquería no le resultaba físicamente exigente, pero el hecho de que se girase cada momento para comprobar que no subieran mongoles hasta su posición era inevitable y, sobre todo, cansador. El miedo estaba allí, por más que ahora había apostado a Zhao y varios vigías.

Respiró hondo y se repuso. Ordenó a sus arqueros que cesaran el ataque, que esperasen a que los enemigos se reagrupasen en el corredor. Luego se dirigió hacia los vigías: era un pequeño escuadrón de solo diez xin comandados por un movedizo Zhao, que todo lo controlaba como un general.

Wezen silbó para llamarle la atención.

—Buen trabajo, amigo. Ya no hay sorpresas de este lado. Cuando me nombren con un alto cargo te nombraré mi escudero —bromeó.

El budista se retiró el yelmo; tenía el ceño fruncido.

—¿Y pasar las tardes refrescándote con abanicos de seda? Pienso retirarme lejos de ti cuando esta batalla termine.

Wezen echó la cabeza hacia atrás y carcajeó.

—¿Tan pronto? La armadura te sienta bien.

—Me siento pesado —confesó sacudiéndose—. Y ciego. Me temo que la tormenta está dificultando la visión de los vigías.

Wezen se acercó al precipicio y comprobó que, efectivamente, una densa niebla de nieve se había levantado y no podía ver más que pocos metros bajo sus pies, cuando tan solo a la mañana podría ver incluso el lejano suelo; en ese entonces le había causado una suerte de admiración por los mongoles que escalaron todo ese tramo.

Zhao se acercó a su lado.

—Si hay alguien subiendo, no lo podemos ver. Y el viento es tan fuerte que se hace imposible oírlos.

El xin hizo un ademán.

—En realidad, son buenas noticias. La tormenta no la pondría fácil a cualquiera que escale, Zhao. ¿Quién crees que sería lo suficientemente estúpido para subirla en este momento?

Una estaca atravesó la niebla de nieve y Wezen la siguió con la mirada. Alguien la lanzó con precisión endemoniada. Cuando se clavó en la frente de Zhao, entre sus ojos, todo a su alrededor desapareció repentinamente: La tormenta y la ventisca, los arqueros charlando a sus alrededores y otros tanto que estaban gritando órdenes. Todo se había emborronado y lo único que veía claramente era a su amigo cayendo de espaldas, con un semblante de sorpresa marcada por una línea sangrienta.

Wezen se quedó allí, impávido, con los ojos fijos en Zhao. Ni siquiera vio de refilón a un mongol surgir del precipicio para dar un brinco hacia él. Y se trataba de un guerrero gigantesco, nada más y nada menos, que lo engullía bajo su sombra. Había más enemigos surgiendo de un lado y otro de la ladera, pero el xin no tenía ojos para ninguno porque la realidad era difícil de digerirla.

Ver soldados morir era algo esperable, algo a lo que se podría preparar, pero ver a un amigo caer así era una sensación desagradablemente distinta. Por un instante, se convirtió en aquel niño indefenso y aterrorizado que una vez fue cuando vio morir a su madre a mano de los invasores mongoles.

El Orlok rugió su grito de guerra y estampó a Wezen contra el suelo; la cabeza del xin se estrepitó contra una roca y rebotó violentamente. El mongol lo creyó muerto, pero debía asegurarse antes de ir a por los siguientes. Tras él, los mongoles escalaban y gritaban eufóricos al llegar, levantando sus sables. Al menos una centena escaló los hielos escarpados. ¡Qué cansados estaban unos y otros, pero era como si al solo entrar en batalla surgieran renovadas fuerzas!

El mariscal desenfundó su sable y se la clavó en el corazón del joven xin. Toda la energía que le quedaba a Wezen le abandonó de un golpe hasta tal punto que no hubo tiempo para cualquier tipo de pensamiento.

Simplemente, sus ojos se cerraron mientras la sangre brotaba del pecho.

Año 2333

Leviatán dirigió su mirada a las estrellas y rugió con una fuerza abismal; los dragones arriba respondieron el grito y lanzaron llamaradas por los aires, sin dirección aparente. Por un instante el desierto de Bujará brilló con la intensidad de varios soles. Cunningham volvió a caer al vibrar el suelo, entre las arenas que repicaban junto con su espada. Era un grito poderoso que erizaba la piel y lo estremecía en lo más profundo.

Entonces Cunningham vio con pavor cómo los siete dragones que había derrotado; calcinados unos, erizados de flechas otros, se levantaban con dificultad, como quien despierta de una noche de sueños. Unos se sacudían, librándose de las saetas que caían al suelo, otros extendían sus alas y, como si fuesen camaleones, se desprendían de la piel quemada, revelando unas renovadas escamas.

Finalmente, los dragones resucitados se elevaron y se unieron al anillo en el cielo, dejando caer una lluvia de flechas y pieles quemadas.

Cunningham cayó arrodillado y perdió el habla de lo sorprendido que estaba; una flecha cayó cerca de él y repicó sobre la arena; a su alrededor caían otras más, pero ni aún sí quiso levantarse o cubrirse. Como una hormiga miserable, así se sentía ante la muestra de poderío de aquellos dragones. Se quedó allí, deseando que Leviatán se apiadara de él y lo matara de una vez.

—¿Son…? ¿Acaso son inmortales?

—No —respondió el ángel.

El comandante miró a un lado, hacia donde el fallecido dragón plateado había caído. Todavía estaba tumbado y parecía no haber revivido, pero el hombre se estremeció cuando, de golpe, Nío abrió sus grandes ojos. Eran amarillos, de color miel; feroces como los de un lobo y brillantes como estrellas.

—Simplemente, los dragones no mueren con facilidad.

Y Nío rugió.

Año 1368

Wezen abrió sus ojos y el brillo amarillento de ellos parecía ser más fuerte, feroces como los de un lobo y brillantes como estrellas. La cacofonía de gritos y espadazos a su alrededor volvía oírse paulatinamente, como si recobrase los sentidos. Se tomó el pecho con la mano temblorosa y sintió la hendidura que dejó la hoja del sable a través de su armadura. Sentía también la sangre entre los dedos. Estaba convencido de que había muerto. De que aquel gigantesco mongol le había hundido su sable en el corazón. Pero su corazón latía. Y latía fuerte.

“Como aquella vez”, pensó el guerrero mirando el cielo azul. “Como aquella vez que morí ahogado en ese charco de barro y Xue creyó que fue una maldita broma de mi parte…”.

Se sentía tan vivo. Fuerte como nunca antes que daban ganas de rugir. Había un fuego en el pecho que ardía con la intensidad del sol. Se repuso y apretó los puños porque, más allá del extraño suceso de su resurrección, había algo que el joven dragón xin no podía quitarse de la cabeza.

“Zhao”.

Tenía que vengarse de alguna manera; pero oyó una flecha silbando sobre su cabeza.

Cerca de Wezen, el Orlok se tambaleó cuando sintió algo punzante clavarse en su cintura. Del dolor soltó su arma y se sentó sobre una rodilla; buscó con la mirada al culpable. Era difícil pillarlo debido a que los xin habían llegado para defender su posición; les parecían idénticos en esas armaduras negras. Pero sonrió cuando lo vio.

Mijaíl sostenía un arco tensado y dedicándole una mirada feroz; el ruso lanzó su arma al suelo y desenfundó su shaska. Brillaba como un haz de luz. Tenía miedo; más que nunca en su vida, pero con su maestro había aprendido a aparentar, a esconder sus emociones tras una máscara indescifrable. Fueron tres meses duros en Persia y sentía que había cambiado; ya no era ese joven temeroso que, una vez, ante la caballería mongola, se arrodilló para orar y cerrar los ojos.

El Orlok se arrancó la flecha y empujó a un par de soldados xin para llegar hasta él; no había momento para otros. Le propinó un sablazo como saludo, de arriba abajo, pero el joven era ágil vestido con aquella chilaba y dio un salto hacia atrás; levantó espada con ambas manos e intentó encajarle la hoja en un brazo, pero el Orlok se escudó con su propia espada; Mijaíl intentó ejercer presión, aunque el mongol era una auténtica bestia que no cedía a ninguna fuerza.

El mariscal dio un empujón y la shaska cayó al suelo; pateó el estómago del desarmado ruso, quien se desparramó sobre la nieve con el aire abandonando sus pulmones de un golpe. Estaba mareado y desorientado; apretó la nieve en su puño. Jamás volvería a tener una oportunidad como aquella, pensó, de vengar la muerte de Wang Yao y librar a Nóvgorod de aquella temida bestia. Por su hermano, se dijo, no debía terminar allí.

El mongol cayó arrodillado cuando sintió una patada a un lado de su rodilla. Miró de reojo y vio un fulgor plateado presto a cercenarle el cuello, pero bloqueó elevando su antebrazo; la armadura de gruesas escamas evitó que la hoja se hundiera mucho; apenas llegó hasta la piel.

Era Wezen. El xin estaba furioso; deseaba vengarse de la muerte de Zhao y no entraba en razón. Normalmente debía dirigir las defensas, darle prioridad a los arqueros y mantenerse calmo ante el ataque sorpresa, pero realmente no estaba por la labor y eso se percibía a su alrededor; todo estaba descontrolado, los xin y mongoles se arrojaban unos contra otros sin orden y como auténticos animales.

El Orlok se sintió aterrorizado cuando se vio observado por esos ojos amarillos del dragón xin. Pero, ¿no le había clavado su sable en el corazón? Se preguntó qué clase de magia chamánica pudo haberlo revivido, pero no había mucho tiempo para pensar en ello. Dio un tirón de su brazo y la espada del xin cayó repiqueteando al suelo. Luego envió un puñetazo al estómago del joven y, al encorvarse de dolor, enganchó otro en su rostro, de abajo arriba, que lo hizo caer despatarrado.

El mariscal recogió su gigantesco sable pare eliminarlo de nuevo; esta vez no resucitaría. Elevó el arma. Wezen, desde el suelo, lo vio y se sintió sobrecogido. Agarró un puñado de nieve y pretendió lanzárselo a la cara, pero desencajó la mandíbula cuando notó una fina y radiante hoja de acero surgiendo del pecho del Orlok, rociándole gotas de sangre a su rostro y armadura.

El mariscal cayó arrodillado emitiendo un fuerte jadeo de dolor, incapaz de pronunciar palabra alguna entre la sorpresa y la evidente derrota. Entonces Wezen lo vio, detrás del mongol, al custodio ruso. “¡Por Nóvgorod!”, rugió el joven. Luego recuperó su espada de un tirón; “¡Y por Yang Wao!”; propinó un potente espadazo horizontal y la cabeza del Orlok llegó rodando hasta los pies de un sorprendido Wezen.

Mijaíl clavó su espada en la nieve y se sostuvo de las rodillas, tratando de recuperar la respiración y controlar el temblor de sus manos. A su alrededor, los aguerridos xin terminaban de despachar a los últimos infiltrados, que parecían haber perdido el deseo de luchar al verle caer a su Orlok. El ruso se fijó en Wezen; aún no lo conocía, pero ya lo había visto comandando a los arqueros. Notó sus llamativos ojos amarillos. Le asintió, estrechándole la mano para ayudarlo a levantar.

Wezen frunció el ceño y apartó la cortesía de un manotazo. Se repuso él solo y con evidente enfado. No podía creer que Zhao había muerto. Y no solo eso: ni siquiera pudo vengarlo; el occidental le robó la oportunidad; lo vio con la mirada feroz; Mijaíl no entendía. El xin envió un potente puñetazo a su estómago y luego una patada a los pies que hizo al escolta ruso caer encogido de dolor.

El dragón xin escupió al suelo.

—¿Quieres que te ría la gracia? Esta batalla le pertenece a los xin.

IV. Año 2332

Cunningham seguía arrodillado y deseaba que Leviatán lo eliminara de una vez; pero, para su infortunio, el mariscal de los dragones le dedicó un largo gruñido; como un ronroneo, para luego elevarse y unirse a los suyos, levantando en su vuelo una gigantesca nube de arena que causó toses al peculiar dúo de guerreros.

—Te lo advertí —dijo Deneb Kaitos, carraspeando—. No teníais oportunidad desde un principio. Ahora ya sabes por qué hasta los hacedores detestaban a los dragones que ellos mismos crearon. Solo la Serafina Irisiel y su legión de arqueros pudieron exterminarlos, aunque para ello tuvieron que recurrir…

—Cállate —hizo un ademán desganado—. Solo cállate.

—No. Esto debes oírlo. Leviatán te reconoce y por ello te deja vivo. Hace milenios, Lucifer dijo que solo se gana el respeto y la lealtad de los dragones a base de fuerza y ferocidad. Tú le has demostrado ser lo que ya te dije en incontables ocasiones. Eres un gran guerrero. Incluso los dragones te reconocen.

Deneb Kaitos no consiguió animar al ensimismado joven; eso sí, notó de refilón a alguien detrás de ellos; vio un fulgor plateado dirigiéndose hacia el comandante y no dudó en desenvainar su espada para impedir que alguien lo lastimase. Consiguió interceptar el espadazo, pero enarcó ambas cejas al ver cómo la hoja de su arma legendaria se resquebrajó para luego reventar en cientos de pedazos.

Vio de reojo a la atacante: era la mortal, aquella a la que Cunningham llamaba “Capitana Moreira”. Se había olvidado por completo de ella; la pensaba muerta por los soldados del Norte. Era obvio que había venido a vengarse por sus propios soldados caídos. Intentó darle un puñetazo para que se alejara, aun sabiendo que ella podría morir debido a su fuerza angelical. No obstante, otro ángel plateado descendió entre ambos y pateó el pecho de Deneb Kaitos para apartarlo.

Quedaron observándose ambos Dominios, Deneb Kaitos y Fomalhaut, cada uno protegiendo a su propio mortal. De momento, los dragones no hacían más que observarlos desde la altura.

Deneb Kaitos miró la empuñadura de su espada rota; extrañaría esa hoja con la que libró grandes batalles hacía milenios. La lanzó a un lado y se fijó en la mujer; ahora comprendía por qué su arma se había resquebrajado al contacto con la hoja enemiga: ella portaba la espada zigzagueante del Arcángel Miguel.

—¿Nari-il?

Fomalhaut asintió. Deneb Kaitos se fijó en la mujer.

—Ofrezco mis disculpas. Pero mi orden es proteger a este hombre.

Ámbar se adelantó marcando un tajo en la arena para recalcarle al ángel que ella era la portadora de aquel estandarte. No estaba orgullosa de tener que restregar de esa manera su nuevo cargo, pero estaba furiosa y deseaba cuanto antes asesinar a Cunningham; sabía que liquidarlo no le devolvería a Alonzo Raccheli y todos sus soldados, pero ¡qué bien se sentiría clavarle la hoja en su corazón! Ni siquiera se interesó el motivo por el cual el comandante seguía allí, de espaldas a ella y de rodillas, viendo a esos dragones como si ya no le importase vivir.

—Bien —dijo ella—. Como portadora de la espada, ¿entiendo que ahora estás bajo mis órdenes?

Deneb Kaitos asintió.

—Entonces hazte a un lado, ángel.

El Dominio apretó los labios. Desde luego, esa mujer era una superior y debía acatar. Pero el solo pensar en permitir que ella acabase la vida de Cunningham lo superaba; se sorprendió de sí mismo; jamás pensó que llegaría a tener un tipo de lazo así con un humano, un humano bastante peculiar y hostil como él. Pero, a la vez, tenía sentido. Cunningham era un mortal que lo maravilló hasta el punto de sentir admiración. Tal vez sentía “un algo” más que le costaba discernir. Pero era algo agradable y concluyó que no podía haber algo malo en ello.

Miró a la mujer.

—No.

—Déjale hacer lo que quiere —dijo un desganado Cunningham—. Aquí ya no tengo nada que hacer. Si quiere su venganza, adelante. ¿Qué más da? Hemos fracasado. No he tenido la más mínima oportunidad de cazarlos. Tú no conseguiste pactar una alianza con ellos. Así que hazlo, véngate. Al final, Moreira, eres como yo.

—¡No me compares contigo, maniático!

Ámbar calló cuando notó el contorno gigantesco de una sombra sobre ellos; Leviatán había vuelto a bajar del cielo; tan rápido que, de un solo movimiento, agarró con sus patas traseras a los dos ángeles plateados, apretando hasta hacerlos crujir y luego lanzándolos a cada uno en distintas direcciones del horizonte. Se impulsó y aterrizó detrás de Ámbar, quien se giró con los ojos abiertos tanto era posible.

Se le hizo evidente que el mariscal dragontino había venido a cumplir su promesa de cebarse con ella de última. Pero, si Ámbar iba a morir, al menos se llevaría la vida de Cunningham. Quiso girarse y correr a por él, pero el dragón abrió la boca y arrojó su aliento infernal. La mujer se encogió, escudándose con la espada zigzagueante en un acto reflejo. Temblaba demencialmente, pero no era ella; era el arma.

Levantó la mirada y, del susto, casi se le resbaló la empuñadura: Leviatán había disparado su aliento de fuego, pero la filosa hoja del Arcángel lo absorbía por completo. Las llamas brotaban sin cesar de la boca del lagarto, abundante y caótica, pero en un punto todo se reducía y finalmente terminaba siendo capturado por la espada, como un agujero negro tragándose todo atisbo de luz a su alrededor.

Finalmente, Leviatán cesó el ataque y retrocedió, rondándola como un tigre. Ámbar se repuso sin saber dónde mirar; o a su espada o al cada vez más enfurecido dragón. Por primera vez en cientos de años, una línea de fuego rodeaba la hoja zigzagueante. Se había vuelto flamígera como en las leyendas.

El dragón volvió al asalto, ladeó su cuerpo y, encorvando su larga cola, envió un latigazo hacia la mujer; Ámbar intentó escudarse de nuevo con la espada flamígera, pero no surtió efecto, si es que esperaba alguno. Salió disparada y voló una decena de metros para caer estrepitosamente sobre una duna. Estaba mareada; intentó levantarse, pero sintió un dolor punzante bajo su pecho; dos, tal vez tres costillas se habían roto.

Leviatán levantó vuelo y, ahora sí, retrajo su cuello para tomar impulso y enviar una bocanada de fuego más fuerte que la anterior.

El dragón cayó inesperadamente al suelo emitiendo un fuerte jadeo de dolor. Ámbar se sentó sobre la duna; las sorpresas no paraban de venir, pensó, y ya era hora de que alguna buena tuviera a su favor. Porque notó aquello; un ángel había atravesado el cielo y consiguió conectarle un puñetazo a la cabeza de Leviatán, tan fuerte que consiguió tumbarlo. No era, además, un “pichón” cualquiera.

Era el mariscal de los ángeles.

El Serafín Durandal descendió lentamente sobre otra duna, sacudiendo su mano derecha. El dragón tenía un cráneo y una piel dura; él no tenía la fuerza del Serafín Rigel, pero el hábil espadachín tenía también recursos en su puño. Su legión de casi diez mil ángeles también descendió de los cielos, tras él, mirando atentamente a los innumerables dragones arriba.

Al ver a su líder herido y atacado, las bestias abandonaron los anillos circulares que trazaban y bajaron a los alrededores, sobre las demás dunas. Gruñidos aquí y allá en tanto Leviatán sacudía su cabeza, reponiéndose y buscando al culpable de la interrupción.

Entonces se tenían el uno frente al otro; auténticos seres legendarios e inmortales; dragones y ángeles, otrora aliados como los jinetes con su caballería, posteriormente enemistados tras la rebelión de Lucifer contra los dioses. La brecha entre ambos parecía insalvable; los lagartos los detestaban.

Leviatán rugió al ver al Serafín; la túnica del ángel y sus alas flamearon con fuerza al llegarle el mensaje en forma de una gran ventisca; fue un insulto en lengua dragontina. Durandal no se inmutó ni siquiera al percibir el grotesco aliento.

—¿Quieres que te ría la gracia? —ironizó el Serafín—. Yo en tu lugar cuidaría mis palabras. Si caíste una vez, volverás a caer.

El dragón no pretendía dejarlo pasar; iba a engullir al ángel entre sus llamas, pero dio un respingo cuando oyó una familiar voz femenina surgir de algún lado del desierto.

—¡Basta ya! ¡Ambos!

Miró un lado y otro tratando de ubicar el origen. Luego la vio por fin, bajando una duna en su lado izquierdo. El dragón se acomodó. Ya amanecía y el cielo aclarándose facilitó que reconociera a la hembra alada de larga cabellera dorada. Leviatán era una bestia inteligente con una memoria sin parangón. Aunque era cierto que le costaba asimilar que justamente “ella” estuviera allí.

La maestra de cánticos, Zadekiel, llegó finalmente frente a la bestia, sujetándose de sus rodillas para recuperar aliento. La hembra no tenía el estado físico de los ángeles guerreros y haber atravesado medio mundo para llegar hasta el Mar Radiante fue una auténtica tortura. En dos ocasiones tuvo que agarrarse de otros ángeles pues ya no podía aletear más.

—No has… cambiado un ápice —dijo ella con la respiración agitada—. ¿Me recuerdas?

El dragón emitió un par de ronroneos, abriendo la boca ligeramente. ¿Cómo iba a olvidarla? El único ángel a quien Leviatán respetó fue Lucifer. Porque solo él lo convenció de ser parte de una guerra contra los hacedores. Los historiadores de los Campos Elíseos habían escrito que la guerra celestial se inició porque el ángel caído sintió celos del poderío de los dioses, pero solo Leviatán y unos pocos comprendían la verdad: El primer ángel que desafió a los hacedores, lo hizo por amor.

Leviatán reconocía a Lucifer. De la misma manera que reconocía a la razón por la cual libró la guerra: su amante. El dragón cerró los ojos y gruñó en tono juguetón.

Zadekiel enrojeció de furia. Se palpó el vientre y luego miró su cintura.

—No estoy gorda.

Leviatán dejó escapar un par de cortas llamaradas desde su nariz.

—Y tú sí que sí, gordo y gruñón —dijo en tono musical, agitando las alas—. ¡El gran Leviatán, perezoso y tostón!

Tras el líder dragontino, cientos de dragones expulsaron más flamas de fuego al aire. Todos reconocían a la amante de Lucifer, su voz armoniosa y actuar carismático. Zadekiel se acercó a la bestia y acarició su boca, los pequeños cuernos que nacían en los alrededores y finalmente mimó la frente. Leviatán se retorcía de gusto. Muchos dragones extendieron las alas y amagaron ir junto con ella para recibir las caricias; la extrañaban.

Era verdad que la hembra no deseaba verlos; le recordaban su primer y legendario romance. Al tocar a Leviatán rememoró aquella primera vez que Lucifer la llevó, en una noche, de paseo sobre su lomo, tocando las nubes y acariciando las estrellas. Todo era tan hermoso como doloroso de recordar. Sin embargo, había que confrontarlos porque ahora un enemigo amenazaba en las sombras. Había que ver a los dragones y recordar no solo su pasado como amante, sino de recordar el motivo por el cual Lucifer se alzó contra los hacedores.

Era un motivo por el cual valía la pena, se dijo finalmente: ser parte de una guerra para librarse de las cadenas que en ese entonces los dioses les tenían echadas, las mismas que ahora el Segador parecía manejarlas.

—Por mí, ponedle fin a vuestras diferencias y recordad aquella razón por la que luchasteis al lado de Lucifer. Te necesito. Os necesitamos.

Zadekiel hizo un ademán torpe hacia atrás, hacia los ángeles de Durandal.

Muchos guerreros encorvaron las alas y otros hicieron muecas, pero sabían que no les quedaba mucha opción. Al final, todos procedieron a arrodillarse allí frente a los dragones. Eran unas disculpas por la guerra, milenios atrás, librada entre ambas razas por orden de los hacedores. Durandal tardó en hacerlo, pero bastó una mirada fulminante de Zadekiel para que este procediera a rendirle disculpas y respeto a todas las bestias aladas.

El dragón vio el gesto de la legión de ángeles; no lo dudó; levantó la cabeza y, rampante, extendió sus alas. Se elevó en el cielo, gruñendo en un tono largo y tendido, dejando a Zadekiel tosiendo por la arena levantada. Sus dragones correspondieron y también levantaron vuelo, cruzando de un lado a otro en cielo celeste y ahora enjambrado.

Sobre otra duna, Ámbar se sentó tomándose el vientre con un brazo. Dolía horrores. Retiró una jeringa de su cinturón y la inyectó en su pierna, esperando que pronto pasara el dolor. Fomalhaut, con una línea sanguinolenta cruzándole la pechera de su túnica, también se sentó a su lado; la mujer echó una mirada a la herida del ángel.

—¿Estás bien?

El Dominio levantó sus alas y las sacudió con suavidad.

—Lo suficientemente bien para levantar vuelo.

—Soy la peor “Nari-il” que habéis tenido, ¿no es así?

—Los últimos destruyeron este reino. Así que lo estás haciendo bien.

Ámbar se inclinó y procedió a inyectarle la jeringa esperando aplacarle cualquier dolor, aunque enarcó una ceja cuando la aguja se rompió al contacto con la piel del Dominio. La lanzó a un lado y suspiró largo. Se sentía la culpable del desastre y fracaso de su misión. Si Raccheli estuviera vivo, pensó, de seguro la estaría regañando por no haber traído más ángeles. “Y luego me hubiera chantajeado por una cita”, pensó apretando los labios.

—Por favor —dijo ella—. Dime que esos gruñidos son algo bueno.

—Lo son. Leviatán ha dicho que, los que quieran seguirnos, que nos sigan. No creo que todos lo hagan, pero parece que muchos aceptarán ser nuestros aliados.

Ambos levantaron la mirada y observaron el majestuoso y a la vez temible espectáculo del cielo atiborrado de dragones y otros tantos que hacían vuelos rasantes sobre los ángeles arrodillados, como si estuvieran inseguros de ayudarlos y necesitaran comprobar las disculpas de cerca. O tal vez solo se deleitasen de ver a sus jinetes humillándose; después de todo eran bestias orgullosas.

Al menos se había conseguido el objetivo; los dragones serían la esperada caballería de los ángeles y se esperaba que con su sola presencia bastara para intimidar y detener la inminente invasión del Hemisferio Norte a la nación china; pero también había otra guerra en ciernes; una la guerra de la que los ángeles consideraban la principal y más peligrosa; aquella que debían librar contra el oscuro Segador y su ejército de millones de espectros.

Ámbar se recostó por el ángel plateado y cerró los ojos.

—Creo que he visto a tu amigo. El dragón albino.

—Nío —asintió.

—Tiene unos bonitos ojos amarillos. Me recuerdan las estrellas.

V. Año 1368

Los rayos del sol del atardecer trazaban líneas doradas sobre el Corredor de Wakhan; la tormenta se disipaba y los vigías repartían un mensaje entonando los cuernos con notas largas. En las laderas ya sabían la noticia porque tenían una excelente panorámica del valle donde acamparon los mongoles; los enemigos se retiraban y el campamento ya se había desarmado. La tormenta, la protección natural del paso y la férrea defensa que montaron los xin había rendido sus frutos.

Una centena de jóvenes guerreros entraron al corredor para recorrer un auténtico mar de cadáveres, recogiendo flechas y armas; en su mayoría eran mongoles, aunque también había soldados de los suyos que, para el anochecer, deberían estar completamente envueltos en telas blancas para luego ser cargados en carromatos, de vuelta a Xin para ser enterrados.

Era un clima extraño allí, entre la algarabía de haber ganado una batalla y el pesar por los hermanos caídos.

Mijaíl caminaba bajo la sombra del estrecho corredor, tirando de las riendas del caballo del embajador. Trataba de no mirar demasiado hacia los cadáveres; temía a los muertos y no deseaba rememorar imágenes similares que había visto en Nóvgorod. Guiados por un apático Wezen, se dirigían al campamento principal donde el comandante de la legión xin aguardaba.

Wezen se tocaba de vez en cuando la pechera agujereada y aún húmeda de sangre. Él había muerto, estaba convencido de ello, y pensar que había resucitado con fuerzas renovadas era una situación imposible de explicar. Si Zhao estuviera vivo, pensó lamentándose, tal vez le hubiera ayudado a dilucidar el misterio que rodeaba su extraña situación.

Luego vio al comandante Syaoran salir de la tienda principal del campamento, vigoroso en sus movimientos y con una mueca de felicidad en el rostro. Llevaba bajo su brazo su propio yelmo de penacho rojo. Y es que había razones para estar contento: no todos los días se conseguía la rendición de los mongoles; fue una demostración de poderío bélico y astucia.

Wezen espabiló.

—Mi comandante —reverenció—. Confío en que los mensajeros lo hayan avisado. Además de los mongoles, también llegó el embajador junto con su escolta. Estaban pisándole los talones, por lo que decidí llevarlo arriba en las laderas durante el asedio.

Syaoran se frotó el mentón y miró al anciano.

—El embajador, sí. ¿Planea quedarse en Xin unos días o irá directo a Koryo? —preguntó con una sonrisa de lado; estaba de buen humor—. Es un camino largo, mi señor. La Sociedad del Loto Blanco le ofrece hospitalidad, si le interesa.

—Déjate de vueltas —interrumpió el anciano haciendo un ademán—. Te ves bien, Syaoran. Os felicito por vuestra victoria. Que recorra todos los rincones del reino Xin y sirva como aviso a los invasores. Permíteme decirte que doce años son demasiados. He olvidado rostros y sobre todo mi reino; me gustaría recuperar los recuerdos.

Syaoran asintió y procedió a arrodillarse frente al hombre; posó la frente en el suelo. Wezen fue el primero en fruncir el ceño ante aquel acto de sumisión. Los soldados alrededor dejaron sus quehaceres, cargando flechas y espadas, y también lo miraron con perplejidad. Murmullos surgieron aquí y allá.

El comandante echó la mirada hacia atrás y rugió:

—¿Qué hacéis, perros? ¡Arrodillaos todos! ¡Estamos en presencia del venido de las estrellas! ¡Nuestro emperador!

Mijaíl dio un respingo y miró al sonriente anciano. No podía ser verdad lo que acabó de oír; dominaba la lengua xin, pero algo se le pudo haber escapado. Se rascó la frente:

“¿Emperador, ha dicho?”.

Wezen desencajó la mandíbula mientras los soldados procedían a soltar lo que tenían en manos para arrodillarse abruptamente. Otros, incrédulos aún, miraban a su comandante y aquel anciano intermitentemente. Era como si todo cobrase sentido por un instante; que un ejército tan grande viajara por toda Xin hasta el encuentro de aquel supuesto embajador. De alguna manera muchos sabían que no era un simple hombre con quien debían encontrarse, simplemente no esperaban que fuera tan especial.

Syaoran se irguió y levantó su casco con una mano; el penacho rojo flameaba con fuerza. Sonrió porque por fin el “Hijo de las estrellas” estaba con ellos; había regresado para unir los pueblos de Xin y liderar la expulsión de los terribles invasores que aún rondaban en su amada tierra.

—¡Wu huang wangsui!

Mijaíl achinó los ojos; a ver si estaba malinterpretando algo, pensó, porque los xin eran rápidos hablando. No era posible que él estuviera compartiendo tres meses con un hombre que, realmente, podría ser uno de los más poderosos de todos los reinos. Si es que hasta habían meado juntos a orillas del río Kabul, compitiendo por quién llegaba más lejos.

—¿Eres el emperador de Xin? ¿Lo de ser un embajador de Koryo fue…?

Sintió un golpe por detrás, en las rodillas, y cayó al suelo.

—¡De rodillas ante nuestro emperador, extranjero!

Era Wezen quien, inmediatamente, también se postró a su lado. El joven xin estaba tan o más sorprendido de la situación, pero se adaptó rápido. De haberlo sabido, hubiera sido más atento y servicial con el anciano, pensó cerrando los ojos y meneando la cabeza.

—¡Wu huang wangsui! —gritó otro soldado con su sable elevado.

El grito se contagió de un lado a otro; luego retumbaba con fuerza por las paredes del paso de Wakhan dando la impresión de que eran millones quienes celebraban el retorno de su emperador. “¡Diez mil años para el emperador, diez mil años para el emperador!”. Los que estaban arriba en las laderas aún no entendían, pero les parecía llamativa la vista de los cientos de sables levantándose a lo largo del corredor; era como una gigantesca y larga piel de puercoespín.

El emperador se tomó la pechera de su túnica, maravillado y emocionado hasta que los ojos le ardieron. El griterío se había convertido en una seguidilla enérgica de “¡Diez mil, diez mil, diez mil!”. Y era como si su caballo, inquieto, también se emocionara. Se giraba sobre sí mismo, como mostrándoles a todos al hombre venido de las estrellas. El anciano elevó la mano; habían acabado doce años lejos de la nación que amaba, ocultándose en el anonimato para evitar la persecución mongola que amenazaba con eliminarlo.

Ahora, había que recuperar su hogar.

Se fijó en Mijaíl, de rodillas a un lado. Había sido testigo de la evolución del ruso a lo largo de aquellos tres meses. Jamás pensó que ese pedante, irreverente y enamoradizo soldado llegaría a establecer una amistad fuerte con él. Sentía que, a su lado, aún había una gran historia que vivir. Le habló, aunque el griterío era ensordecedor por lo que el ruso tuvo que esforzarse para entenderlo.

—¡He dicho que te quiero a mi lado, Schénnikov!

El joven se repuso admirando el animado festejo. Volver sobre sus pasos a las hostiles tierras de Persia no era una idea demasiado tentadora. En cambio, servir como custodio de un emperador le seducía más de lo que habría imaginado. Además, con el Orlok muerto, Nóvgorod y su hermano podían esperar tranquilos.

Reverenció.

—Siempre y cuando no haya otros secretos entre nosotros, mi señor —bromeó.

VI. Año 2332

El Dominio Deneb Kaitos abrió los ojos, pero tuvo que entrecerrarlos debido al fuerte sol sobre él. Estaba herido y sentía punzadas en el cuerpo, en las zonas donde Leviatán le había clavado sus pezuñas al arrojarlo por el horizonte, por lo que prefirió no moverse. No obstante, percibía una brisa cálida y notó que estaba en movimiento.

Al espabilar, notó que alguien lo estaba cargando.

—Cunningham —dijo él.

El comandante avanzaba lentamente a través del desierto, marcando sus pesados pasos en la arena. El camino hasta el campamento principal apostado en las afueras del Mar Radiante sería largo y tortuoso. Sobre todo, en compañía de Deneb Kaitos, concluyó el hombre. Al menos el ángel era liviano y no le importaba llevarlo en sus brazos.

—Cállate.

—Pensaba que luego de la misión me desafiarías a un duelo…

El ángel cayó estrepitosamente sobre la arena. Apretó los dientes como único gesto de dolor. Se repuso lentamente, sacudiendo sus alas, y vio al comandante alejándose y elevando una mano:

—Si ya tienes fuerzas para hablar, tienes fuerzas para caminar.

Cunningham solo deseaba salir del Mar Radiante. Lo que le tocase más adelante; llámese castigo o el confrontar su propio fracaso, lo haría más adelante. Tan absorto estaba en sus pensamientos que no notó al gigantesco Leviatán a un costado del camino, tendido sobre una duna y mirándolo fijamente.

El comandante no supo cómo reaccionar. Leviatán era el culpable directo de la masacre de su escuadrón de Caza Dragones. Era verlo y recordar a muchos de sus soldados. Imágenes fuertes, de hombres calcinados en mares de fuego. Pero, ¿podría culparlo? Después de todo él había entrado al Mar Radiante para cazarlo a él y sus congéneres.

El mariscal dragontino alargó el cuello y agachó la cabeza hasta posarla en el suelo. Cunningham, sin dejar de mirarlo, consultó con Deneb Kaitos.

—¿Quieres traducírmelo?

—¿Hace falta? Desea que montes sobre su lomo. Te sacará de este lugar. Solo Lucifer montó a Leviatán a lo largo de la… —vio que Cunningham caminó hacia el dragón, no sin antes dedicarle a él un enérgico ademán—. ¿Qué? ¿Quieres que me calle?

El joven se acercó hasta Leviatán. Miró sus brillantes ojos purpúreos; Cunningham estaba inseguro, pero en la mirada que intercambiaron hubo algo que lo tranquilizó. Sujetándose de los gruesos cuernos de la cabeza, dio un enérgico salto y montó sobre su lomo. Se acomodó; parecía un lugar seguro. Sonrió. Era un sitio cómodo, de hecho. Como hecho para él. Se inclinó sobre la cabeza de Leviatán y miró a Deneb Kaitos. Ya se sentía en confianza con el dragón.

—Plumero, tú te negaste a obedecer a tu superior, ¿no es así? A esa mujer con la espada zigzagueante…

—Ella quería asesinarte.

—Corrígeme si me equivoco. No creo que ahora te reciban con los brazos abiertos. Eres un traidor de tu legión.

Deneb Kaitos calló y dobló las puntas de sus alas. Cunningham ahogó una risa; era la primera vez que conseguía enmudecerle. El ángel le pareció abruptamente adorable así de incómodo, por lo que palmeó el lomo del dragón.

—No quiero que me malinterpretes. Un día de estos te mataré, pájaro montés. Pero algo me dice que, a tu lado, algo grande espera. Solo que no sé si es algo bueno o malo. Averigüémoslo, Deneb Kaitos. Monta conmigo.

Y el ángel sonrió.

Continuará en el capítulo diez y final de Destructo III, “Golpeando las puertas del cielo”. Mil gracias a los que están siguiendo la serie

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chvieri85@gmail.com

 

Relato erótico: “Regalos 2” (POR SIGMA)

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REGALOS
Continuación basada en el relato original de Alphax: Regalos. Por supuesto es conveniente leerlo antes de leer esta historia. Gracias a Chiqui por su inspiración.
Por Sigma
Parte 2: Giselle
La bella mujer se retorcía incontrolable al ser penetrada una y otra vez por su joven vecino, a veces se saludaban al encontrarse por la calle, pero ella nunca le había prestado verdadera atención, en realidad ni siquiera sabía su nombre, pero aquí estaba: cogiéndosela  casi con desesperación y ella recostada boca arriba sobre un sofá, con sus manos inmovilizadas a su espalda, sus piernas enfundadas en medias, con tacones negros y colocadas sobre los hombros del chico que vivía a solamente dos puertas de la suya.
-Aaaahh… aaahh… aaaahh –gemía con cada embestida, sin poder evitarlo apretó los parpados y abrió la boca mientras echaba la cabeza hacía atrás dominada por un fuerte orgasmo. Luego se derrumbó totalmente sonrojada por la vergüenza, causada no por estar teniendo sexo con un desconocido, sino por que no podía controlar sus deseos sexuales debido al enorme gozo que las malditas Pantaletas del Placer le hacían sentir.
-De haber sabido lo que pasaría nunca hubiera tocado la maldita prenda… -pensó antes de derrumbarse sin aliento.
Una semana antes.
Al atardecer Giselle llegó finalmente a su casa tras una larga semana de trabajo en el hospital, estaba totalmente extenuada, ahora lo único que deseaba era dormir tres días seguidos.
Ansiaba cambiarse de ropa: quitarse su blusa crema, sus pantalones azul obscuro y sus zapatos bajos de vestir. Necesitaba cenar algo, relajarse y olvidarse de los pacientes, al menos por una noche.
-Al fin, un baño y a dormir –pensó sonriente al acercarse a la puerta mientras se soltaba su larguísimo cabello negro.
Entró a su casa y tras dejar su bolso en la mesa fue directamente a su habitación a cambiarse, tras despojarse de su ropa se miró un momento al espejo y le gustó lo que vio, a pesar del cansancio aun lucia muy bien, sus ojos y cabello negro siempre llamaban la atención, tenía unos senos grandes y generosos, una breve cinturita y lindas caderas, las pronunciadas curvas de su cuerpo la hacían destacar con facilidad.
Finalmente se metió al baño, el agua caliente la relajó maravillosamente y la hizo recuperarse en gran medida, excepto por que se sentía un poco sola pues su trabajo no le dejaba mucho tiempo libre, en ocasiones salía con amigos pero por lo general no pasaba de eso.
Tras salir del baño se puso una bata y empezó a preparase algo de cenar, entonces sonó el timbre de la puerta.
-¿Eh? ¿Quién podrá ser? No espero a nadie.
Al abrir sonrió complacida, era su vecina Dianne, se llevaba muy bien con ella e incluso habían salido juntas a divertirse varias veces, llevaba puesto un lindo conjunto para la noche, un vestido color vino hasta las rodillas, unos botines de tacón altísimo, medias negras, unos guantes cortos y hasta una gargantilla negra, se veía muy elegante. Llevaba su rubio cabello recogido en un complicado peinado y se había maquillado con esmero. En la mano llevaba una bolsa negra.
-Vaya, seguro tienes una cita ¿Cómo estás Dany? –le saludo alegre.
-Hola Gigi. ¿Como te va? Así es, tengo una fiesta elegante en el centro, pero será hasta dentro de un par de horas así que pensé que podríamos cenar algo antes y ponernos al día con nuestras vidas.
-Oh, no se Dany, estoy algo cansada del trabajo…
-¡Vamos Gigi! No quiero esperar sola en casa, además mira lo que te traje… -dijo mientras sacaba de la bolsa un par de botellas de vino tinto.
-Mmmm es mi marca favorita… -dijo Giselle ya saboreando la bebida- tú ganas déjame hacer algo para que cenemos y que me vista.
-No hace falta, quédate en bata, recuerda que yo me tengo que ir.
Tras una deliciosa cena de pasta con carne y una botella y media de vino, las dos jóvenes comenzaron a platicar entre risa y risa, sobre el trabajo, las noticias, las amigas y finalmente los chicos.
-Estoy tratando de descansar un poco, ya sabes que la última vez no funciono con aquel compañero de trabajo y por ahora prefiero seguir libre –le explicaba Dianne a su amiga.
-Si, espero que ya te sientas mejor, tiene dos semanas que eso pasó –le respondió Giselle algo preocupada.
-No te preocupes, ya estoy mucho mejor –dijo con una gran sonrisa.
-Eso veo y me alegra. Ojala yo pudiera esta tan tranquila y relajada como tú, no se como lo haces…
-Ah luego te platico, pero ya es hora de irme a mi fiesta de lo contrario estaré demasiado ebria para poder comportarme…
-¡Eres terrible Dany! Lastima que tengas que irte, me hizo mucho bien tu compañía…
Dianne recogió sus cosas y se dio la vuelta para despedirse.
-Bueno pensaba esperar, pero como de todos modos ya te lo compré, creo que podrías disfrutar esto hoy mismo –dijo mientras sacaba de la bolsa una caja- ¿Querías saber como es que estoy tan relajada? Aquí esta el secreto y ahora te lo paso a ti.
Giselle tomo la caja con una sonrisa, era cuadrada, pequeña y negra con un listón blanco de satén, un moño en la tapa y una etiqueta en la que estaba escrito: Para mi Giselle en letras cursivas.
-¡Oh Dany, no debiste hacerlo… gracias que linda!
-Hay una condición, no lo abras todavía, primero termina tu bebida, olvida tus prejuicios y disfrútalo, confía en mí. Ya me dirás que te parece… nos vemos –dijo mientras salía de la casa dejando a su amiga intrigada.
Tan pronto la puerta se cerró detrás de ella, la sonrisa de Dianne se desvaneció, saco un teléfono celular de su bolsa e hizo una llamada.
-Si mi Ama… está hecho… para mañana ella será tuya… entendido.
Después de colgar Dianne guardó su teléfono y volvió a entrar en su casa para ponerse su uniforme de esclava y esperar nuevas instrucciones.
Giselle le hizo caso al consejo de su amiga y se tomó las cosas con calma, escuchó algo de música suave, se bebió la otra media botella de buen y dulce vino tinto y se relajó.
Finalmente no soportó más la curiosidad, tomó la caja que se encontraba en la mesa y se sentó para abrirla, de un tirón deshizo el moño y pudo levantar la tapa, pero en el primer momento no comprendió lo que era.
Despacio introdujo la mano en la caja y extrajo lo que parecía una pieza de tela plastificada, negra, brillante, pero increíblemente suave y elástica, casi liquida, al tacto.
-¿Pero que es esto? –pensó aun más intrigada que antes.
Revisó la tela detenidamente y en poco tiempo descubrió que se trataba de unas pantaletas estilizadas, pero quedo impactada cuando además descubrió que llevaban integradas dos consoladores con extraños diseños en su superficie que correspondían a su vagina y ano. No eran demasiado grandes, el de atrás era el más pequeño, pero eran muy suaves.
-Ji ji ji… Dany, eres tremenda, ahora veo por que estás tan tranquila y relajada –pensó con picardía para luego dejar la prenda en la caja- y por que debía olvidarme de mis prejuicios.
Mientras pensaba en el consejo de su amiga se bebió el último sorbo de su copa y siguió escuchando la música, dudando, pero la confianza en su amiga Dianne y la falta de inhibiciones debida al alcohol la hicieron decidirse.
Se levantó del sofá, se desató la bata, la abrió y lentamente comenzó a ponerse las pantaletas, que conforme subían por sus torneadas piernas se iban ajustando maravillosamente a sus curvas, finalmente llegaron a su entrepierna, en ese momento Giselle cerro suavemente los ojos, abrió sus piernas a la altura de los hombros, tomó con sus delicados dedos el consolador delantero y lo hizo entrar en su vagina. El fresco material entró con facilidad, haciéndola sentir un gentil rose de placer.
Sin poder evitarlo la trigueña se sonrojó algo avergonzada por lo que estaba haciendo.
Luego hizo lo mismo con el consolador trasero, poco a poco lo fue introduciendo en su pequeño orificio, al principio sintiendo muy rara la invasión de ese material en su sensible ano, pero entró con una facilidad tan pasmosa que le causó un escalofrío de gozo.
-¡Aaahhh! –gimió suavemente ante la sensación. No era muy afecta al sexo anal pues solía dolerle debido a su sensibilidad, pero esto había sido muy diferente y placentero.
Después de eso terminó de subirse las pantaletas, ajustándolas perfectamente en su cintura y piernas, entonces se dio cuenta de que aunque al frente la cubrían de forma normal, por atrás dejaban parte de sus nalgas expuestas, haciéndolas parecer más llamativas y apetitosas. Finalmente uso sus manos para empujar los consoladores a través de las pantaletas hasta el límite de su alcance.
-Oooohh que rico…–murmuró al hundir al máximo los consoladores en su cuerpo, para luego comenzar a deslizar lentamente las manos por sus caderas- Mmmm… y que suavidad, creo que esto me va gustar.
Giselle se recostó de nuevo en el sofá y se quedó inmóvil unos minutos, simplemente disfrutando de la sensual satisfacción que le daban los consoladores en su cuerpo. Después, cerro los ojos y tentativamente empezó a acariciar su suave vientre muy despacio, luego su cintura, sus costados, y al fin sus senos en gentiles círculos, hasta llegar a sus ya duros pezones rosados, acariciándolos con calma, apretándolos ligeramente.
Luego decidió empezar con su ya húmeda entrepierna, su mano derecha se movió con calma hasta llegar al punto donde debajo de las pantaletas esperaba ansioso su enrojecido clítoris, comenzó a acariciarlo pero sus ojos se abrieron de golpe al darse cuenta que a pesar de su toque no sentía nada allí.
-¿Pero que está pasando? –pensó sorprendida, pues las pantaletas eran tan cómodas y delgadas que pensaba que disfrutaría acariciarse sobre ellas, pero era como si tratara de tocarse a través de un colchón, no sentía nada. Algo preocupada y confundida acercó su mano a la cintura de las pantaletas para quitárselas. Pero justo entonces sintió un increíble latido de placer surgir del consolador en su entrepierna.
-Aaaaaahh… -gimió en voz alta, el latido pareció invadir toda su vagina y acariciar su clítoris de una forma que nunca había experimentado.
-Oh ¿Qué fue eso? –pensó sorprendida la trigueña, justo antes de sentir otro placentero latido- Mmmm… pensé que sólo eran pantaletas eróticas pero creo que… aaaahh… ¡También son electrónicas!
En efecto las deliciosas vibraciones de sus pantaletas del placer parecían aumentar tanto en potencia como en frecuencia, dándole cada vez más deleite en cada vez menos tiempo.
-¡Si… que bien! –murmuró Giselle con la voz ronca, para de inmediato abrir sus piernas y así poder sentir más placer.
De repente el consolador en su ano comenzó a palpitar deliciosamente, haciéndola emitir un incontrolable gritito de placer inesperado.
-¡Aaaaaayyy! –la sensación al combinarse de los dos consoladores la hizo cruzar la línea y alcanzar un pequeño orgasmo- oh… oh… tendré que comprarle… a Dany… un bonito regalo de… agradecimiento, es maravilloso.
Pero el gozo aun no terminaba, las vibraciones de los consoladores siguieron aumentando, enviando ondas cálidas desde su entrepierna al resto de su cuerpo, excitándola cada vez más, llevándola a un enorme orgasmo como hacía meses, incluso años que no sentía.
-Siii… si… eso es… -gemía suavemente la trigueña mientras se acariciaba sus piernas, su pezones, su cuello, intentó de nuevo con su clítoris y vagina pero seguía sin sentir nada a través de esa tela así que se concentró en el resto de su cuerpo, de todos modos no hacía falta pues las pantaletas le daban un placer en su entrepierna que nunca antes había sentido. Casi llegaba, podía sentirlo… pero de pronto el latido comenzó a disminuir en potencia y ritmo, alejándola de la satisfacción.
-¿Qué es esto? ¿Por qué se detiene? –pensó casi molesta- Espero que no se hayan descompuesto…
Pero la vibración volvió a aumentar paulatinamente acercándola de nuevo al éxtasis, aun con más fuerza. Podía sentir su cuerpo moviéndose con cada latido y comenzó a subir y bajar sus caderas, a apretar sus grandes senos y a pellizcar sus pezones, a morderse suavemente los labios para no gritar.
-¡Si… vamos… ya casi…! -susurraba suavemente- ¡No… no de nuevo!
Los consoladores volvieron a disminuir su ritmo, pero sin detenerse, y pronto volvieron a acelerarse. Durante largo rato continuó el extraño juego, manteniendo a Giselle tremendamente excitada, jadeando en el sofá, su cuerpo brillando por el sudor de manera casi hipnótica, pero sin poder alcanzar el tan deseado orgasmo. Finalmente cuando el éxtasis llegó casi perdió el sentido ante la fuerza con que estalló, cuando su mundo tembló, sacudió la cabeza incontrolablemente, movió sus caderas de forma frenética arriba y abajo, tras un grito se derrumbó con el rostro cubierto por su cabello negro y con sus carnosos labios entreabiertos.
-¡Oooooohhhh Dioooos!
Durante un par de minutos se quedó inmóvil, tratando de recuperar el aliento, aun disfrutando de la placentera calidez posterior al orgasmo, pero de pronto los ojos de Giselle se abrieron como platos por la sorpresa: el ciclo de latidos de sus Pantaletas del Placer (como la trigueña las acababa de bautizar) estaba comenzando de nuevo.
-¿Otra vez? Oooohh… no se si podré, me siento agotada –pensó con una gran sonrisa- Mmmm… ustedes son insaciables ¿Verdad?
Decidió que ya era demasiado por esa noche y estaba a punto de quitarse la erótica ropa interior, cuando el ciclo comenzó a variar el ritmo de forma diferente y aun más placentera.
-Aaaahhh… aaaahh… bueno…. quizás un rato… maaaaahhhhs… -susurró mientras apartaba las manos de su cintura poniéndolas arriba de su cabeza- pero sólo… un poco…
Pero “un rato más” se convirtió en horas, en las cuales Giselle perdió la noción de todo, solamente disfrutando el placer siempre creciente y cambiante de sus Pantaletas del Placer. Orgasmo tras orgasmo continuó hasta que se quedó dormida sobre el sofá, con una pierna colgando a un lado, jadeante, feliz y con los consoladores aun susurrándole al oído su irresistible canción de cuna.
Ya de madrugada Giselle se despertó sintiendo algo de frío por lo que decidió ir a su cama, aun adormilada se levantó y se dirigió a su habitación, tras quitarse la bata se metió bajo las cobijas y cansada pero feliz empezó a dormir. Sin embargo, en ese momento, en la casa de junto, Dianne, que había estado tocando su cuerpo mientras era complacida por sus Pantaletas del Placer, escuchó sonar su teléfono celular y de inmediato contestó, para escuchar únicamente unas pocas palabras.
-Casi es hora… prepárate mi puta esclava… yo llegaré en poco tiempo –dijo una voz excitada y ronca- y no me falles…
-No mi ama, estarás orgullosa de mi… -dijo mientras se arrodillaba y empezaba a jadear por el premio de las pantaletas- No te fallaré.
Dianne comenzó a tocar su cuerpo y a gemir de placer bajo el embrujo de sus consoladores y allí en la alfombra comenzó a retorcerse, esperando el momento de actuar, pronto tendría una hermana en esclavitud y eso la excitaba aun más, si es que eso era posible.
Giselle despertó al amanecer con una terrible sed, se sirvió agua de la jarra en su mesita de noche y  bebió con avidez, luego se sirvió de nuevo y volvió a vaciar el vaso.
-Ah… eso me hacia falta –pensó satisfecha para luego mirar el reloj- aun es temprano, dormiré otro rato… pero mejor primero me quito mi juguetito y me pongo algo calientito para dormir.
La trigueña pensó que tras pasar la noche entera con sus Pantaletas del Placer se sentiría irritada y cansada, pero sorprendentemente de hecho se sentía aun más cómoda que la noche anterior, sin embargo no le pareció correcto seguir con la prenda puesta tras pasar toda la noche usándola, debía dejar descansar su  cuerpo y darse un baño.
Se sentó, llevo sus manos a la cintura de sus pantaletas y empezó a tratar de meter sus dedos, pero falló. Hizo un gesto de extrañeza con su bello rostro y volvió a intentarlo, de nuevo sin éxito.
-¿Eh? ¿Dónde están? –pensó intrigada- quizás me las quité durante la noche…
Levantó las cobijas para buscarlas pero se encontró con que en efecto aun las llevaba puestas, de nuevo intentó meter su mano bajo las negras pantaletas pero entonces se dio cuenta que ya no había hueco donde introducir sus dedos, aunque veía perfectamente donde terminaba su prenda y empezaba su piel, al tacto no podía distinguir una diferencia, era como si ahora formaran parte de ella. Empezó a asustarse.
-¿Pero que demonios…? –susurró mientras con sus largas uñas trataba de abrir la prenda o rasgarla o lo que fuera para separarse de esta, pero en vano, lo único que sintió fue algo de dolor en su piel por arañarse.
Ya muy preocupada se levantó de un salto y se dirigió al espejo de cuerpo entero de su habitación, en efecto las pantaletas se veían casi como si estuvieran pintadas en ella en lugar de puestas, al frente podía notar el hueco de su vagina y los pliegues de sus sexo pero cubiertos completamente por el negro material, incluso creyó distinguir su clítoris y descubrió un pequeño agujero a la altura justa para orinar.
En al parte de atrás la cosa no iba mejor, debido a las pantaletas ahora sus nalgas parecía perpetuamente levantadas y enmarcadas, eran dos perfectas medias esferas negras, con un hueco mediano para… para sus otras necesidades.
-¿Qué esta pasando? –gimió ya francamente aterrada. Decidió ir al hospital, quizás allí le pudieran ayudar, sería una humillación pero era más fuerte su miedo que su vergüenza. Se dirigió al guardarropa y estaba abriendo las puertas cuando sus Pantaletas del Placer empezaron a palpitar de nuevo.
-¡No! ¡Ahora no! ¡Tengo que salir! –pensó con miedo y disgusto, pero las vibraciones de la prenda se volvieron poderosas e insidiosas- ¡Aaahhh! ¡Altooo!
Trató de ponerse un pantalón aguantando las sensaciones, pero de pronto fue como si el placer comenzará a martillarla en su vagina, su clítoris y su ano, haciéndola derrumbarse en el piso con la boca abierta, en minutos ya no podía resistirse al placer y comenzó a tocar su cuerpo como si todo estuviera bien, disfrutando intensamente cada segundo, aun contra su voluntad.
-¡Que alguien me ayude! –gimió más por placer que por desesperación. De pronto el placer comenzó a enfocarse y dirigirse, haciéndola sentir mejor cuando se movía en cierta dirección, casi arrastrándose se dirigió fuera del cuarto hasta llegar a la puerta de su casa y al abrirla se encontró con otro regalo.
Dianne regresó justo a tiempo a su casa, tras dejar el nuevo regalo en la puerta, para ver por la ventana lateral a su amiga salir de su casa, casi temblando y vestida sólo con sus Pantaletas del Placer, luego la vio tomar la caja, acariciarla y besarla para finalmente volver al interior. La esclava rubia sonrió complacida, ya sólo faltaba que llegara su Ama, pues el nuevo regalo lo había elegido ella y era muy especial.
Giselle tomó el nuevo regalo negro del tamaño de una caja de zapatos y comenzó a acariciarse con este, sus muslos, sus pezones, sintiendo su dureza y frialdad, finalmente desató el nudo y al abrir la caja se encontró con una serie de bandas de metal plateado y brillante, grabadas de forma exquisita con diseños complejos y elegantes, eran cinco de diferentes medidas, acomodados primorosamente entre terciopelo. El placer la volvió a invadir y la guió para ponerse la más grande en el cuello, era del tamaño y forma de una gargantilla, de unos dos centímetros de ancho y en cuanto la colocó escucho un clic y sintió como se ajustaba, en ese momento un fuerte orgasmo la golpeó haciéndola desplomarse en el piso y quedar semiinconsciente, disfrutando de nuevo el placer de sus pantaletas.
La linda trigueña no supo cuanto tiempo había pasado, sin duda aun era muy temprano, pues apenas entraba luz del amanecer por la ventana, pero despertó cuando sintió de nuevo como sus pantaletas empezaban a excitarla suavemente, todavía en el piso se sentó y entonces se dio cuenta de que no estaba sola. Frente a ella, sentada en el sillón de su sala estaba una mujer, tendría unos cuarenta años, la piel bronceada y el cabello castaño claro arreglado en un peinado alto, estaba muy elegante con un vestido negro hasta las rodillas y tacones de aguja de charol negro. Sostenía entre sus dedos una computadora de mano.
-Buenos días doctora Giselle, espero que te sientas muy bien, tus pantaletas deben estar encargándose de eso. Me aseguré de que así sea.
Giselle se quedó confundida un instante al ver sus penetrantes ojos verdes y escuchar su voz ronca, acariciante pero demandante. Finalmente sacudió la cabeza e intentó levantarse.
-Oiga no se quien sea…
-¡No te muevas! –le ordenó la mujer con decisión, con lo que la trigueña se detuvo con las manos en el piso, dudando sobre que hacer.
Entonces la mujer se acercó a Giselle y se arrodilló junto a ella, la miró y sonrió complacida.
-No esta mal para tu primera orden doctora, nada mal –dijo con una voz cargada de deseo- pero aprenderás a hacerlo cada vez mejor. ¿Te gustan tus nuevos regalos?
Al decir esto señaló los pies de la trigueña y entonces esta se dio cuenta de que le habían colocado en sus esbeltos tobillos otro par de bandas de metal como la de su gargantilla, aunque también estaban primorosamente grabadas eran más anchas, de unos cuatro centímetros y lucían como bellos adornos o las pulseras de unas zapatillas altas elegantes. Aun aturdida por todo lo que ocurría extendió la mano para tocar una de las pulseras y entonces vio que también le habían puesto otras dos pulseras en las muñecas, estas tenían un grabado similar, eran de unos dos centímetros de ancho y se veían muy femeninas y delicadas.
-¿Quien es usted? –al fin pudo hablar la intrigada chica en el piso- ¿Qué preten…
En ese momento la chica sintió un gozo tan afilado que era casi dolor, cerró los ojos, abrió la boca en una perfecta O y arqueó la espalda, momento que la mujer aprovecho para darle un húmedo beso en la boca. De inmediato la sensación pasó.
-Desde ahora no hablarás hasta que te lo permita, eso fue para que no lo olvides –le susurró al oído la mujer- en cuanto a quien soy, te bastará saber que soy tu Ama y en adelante me perteneces.
Pero Giselle no cedería tan fácilmente.
-¡Mire ya es suf…! –comenzó a decir cuando ante una mirada de la mujer una serie de orgasmos explosivos la hicieron caer de espaldas y retorcerse sin control, pero sin dejar de disfrutarlos.
-Ooooh… oooohh… oooohhh… -casi sollozaba la trigueña mientras la mujer aprovechó el momento para tomarla de las manos y ponérselas tras la espalda, para luego sujetar sus tobillos para juntarlos.
Al fin la sensación empezó a disminuir paulatinamente, jadeante, Giselle trató de incorporarse y se dio cuenta de que no podía separar sus manos ni pies, era como si las pulseras estuvieran unidas en una sola pieza.
Presa del pánico trató de pedir ayuda, pero cuando abrió la boca la mujer le dio una orden simple y directa.
-No grites puta.
-Auxilio… ayúdenme… -trato de gritar pero de su garganta solamente salió un susurro.
-Bien, ahora cierra la boca, es la última advertencia que te hago… esclava –le dijo con voz grave a Giselle- no quiero usar contigo el collar de la obediencia, no quiero que seas como mis otras esclavas, quiero disfrutarte sin quitarte tu independencia. Serás la primera de muchas.
La trigueña en el piso estaba a punto de hablar de nuevo, pero al ver los penetrantes ojos verdes de la mujer clavados  en ella, se detuvo y cerró la boca.
-Eso es, ya estás aprendiendo. Como pequeño premio por tu obediencia te dejaré hacer una pregunta. Puedes hablar.
-¿Qué son estas pantaletas? ¿Qué me hizo? –logró decir casi presa del terror.
-Supongo que no importa que lo sepas, de todos modos no puedes hacer nada al respecto, aun siendo medico. Verás, yo me dedico a la investigación de avanzada en nanotecnología e inventé un material casi milagroso, capaz de fundirse con el tejido vivo y con el sistema nervioso de una persona, pero también permite albergar una computadora dentro de la misma substancia, de ese material están hechas tus pantaletas negras.
Mientras decía esto, la mujer comenzó a acariciar la cadera cubierta de negro de Giselle, sonriéndole de una manera que la hizo sonrojar.
-Una vez que te las pusiste la computadora integrada comenzó a interactuar directamente con tus terminaciones nerviosas para darte el mayor gozo por medio de impulsos eléctricos controlados y mientras tú disfrutabas, el material dentro de ti comenzó a fundirse y extenderse por tú clítoris, vagina y ano, ahora forman parte de ti. Tratar de quitártelo sería como arrancarte la piel. Por eso ahora soy tu Ama.
-¡No puede controlarme simplemente por el sexo! –dijo la chica de cabello negro.
-¿Estás segura? ¿Sabías que si a un ratón se le conectan electrodos a los centros de placer del cerebro y se le da a elegir entre activarlos o comer el animal se la pasará usando los electrodos y morirá de hambre? La manera en que ahora puedo controlarte es diferente a todo lo que existe, nunca nadie ha tenido este poder sobre una persona y te aseguro que es bastante efectivo, por ejemplo tu amiga Dianne ya me pertenece, le di un tratamiento completo y me es totalmente devota. Pronto te lo enseñaré, pero ese no es tu destino, como dije, quiero que conserves cierta independencia, pues eso me complace: que a pesar de tu libertad me obedecerás, serás mía.
-¿Y las pulseras? –preguntó cada vez más aterrada Giselle, pero a la vez, al acelerarse el ritmo de los consoladores, comenzando a excitarse por la magia de las pantaletas.
-Ah, son mi más reciente invento, es otro material que inventé, es extraordinariamente resistente y magnetizado, pero sólo entre si, cuando acercas las pulseras a menos de diez centímetros una de la otra se quedan unidas, puedes despegarlas claro, pero no tu sola, necesitarás ayuda, son para facilitar el controlarte y no te las puedes quitar. Y por último tenemos el Collar de la Obediencia, emite campos magnéticos hacia tu cerebro para hacerte vulnerable a ciertas sugestiones, no lo usaré mucho contigo pero era necesario para asegurarme de que estarás bajo control.
Giselle empezó a gemir suavemente sin poder evitarlo, cerró los ojos y comenzó a retorcerse.
-Mmmm… veo que estás casi lista, haremos la primera prueba… esclava –dijo la misteriosa mujer para luego levantar con sorprendente facilidad a la trigueña y sentarse en un sillón acomodando con cuidado a la chica en sus piernas.
-Ah, sin duda mi nuevo regalo te queda muy bien Giselle, de por si las pantaletas te hacen lucir exquisita, como para comerte, por eso te elegí por que tengo un gusto muy particular.

Me gustan tus curvas, tus sensuales caderas, tu cintura pequeña, tus grandes tetas, mmm… si esto será tanto placer como negocios.

-Oooohhh… váyase al infierno… -murmuró excitada la mujer de largo cabello negro.
-No todavía, primero iremos al paraíso. –le susurró al oído- Empecemos: de ahora en adelante me llamarás Ama.
-¡No! ¡No lo hare… ooooooh…! -el cuerpo entero de Giselle se volvió un arco desde la cabeza hasta las puntas de sus pies, mientras la Ama aprovechaba para pellizcarle sus pezones.
-Yo creo que si lo harás, y además lo disfrutarás. Ya verás… soy tu Ama ¡Dilo para mi zorra!
-¡No… oooohhh… ooohhh! –el gozo de las pantaletas ahora la hizo encogerse hasta quedar casi en posición fetal sobre el regazo de la mujer.
-¡Soy tu Ama! ¡Dilo! –le ordenó mientras sujetaba a Giselle del cabello con una mano y la obligaba a mirarla a los ojos y con la otra le acariciaba los muslos.
La voluptuosa trigueña trató de resistir, pero entre el turbador y debilitante placer de las pantaletas y los penetrantes, dominantes ojos verdes de la mujer, estaba como en una cámara de torturas cubierta de seda y simplemente no pudo más.
-¡Dilo perra! –le gruño al oído mientras le pellizcaba un pezón.
-¡Es mi Ama! ¡Es mi Ama! ¡Usted gana! –gimió la trigueña, para de inmediato ser recompensada por una cálida y amorosa sensación de gozo y liberación que sintió que duraba una eternidad.
-¡Aaaaaaaaaahhhhhaahh!
Finalmente la Ama de Giselle se levantó y la llevó cargando al sillón, donde con cuidado la recostó para que recuperara el aliento, y se quedó allí, inmóvil y desnuda, excepto por la Pantaletas del Placer, brillante de sudor y con las plateadas pulseras reflejando la luz de la mañana.
-Sin duda serás una excelente esclava Giselle –dijo su Ama mientras se sentaba a su lado y acariciaba la gargantilla de la trigueña- y recuerda, estas piezas de metal no son solamente para controlarte, son para marcarte, no te las podrás quitar nunca, desde ahora te señalarán como mi esclava, no son pulseras o adornos, son grilletes, tus grilletes de esclava.
-No… por favor… Ama –susurró agotada la mujerzuela/esclava Giselle- no hagas esto…
-Muy pronto lo disfrutarás, aun tenemos mucho por hacer el fin de semana –le dijo amorosa su Ama mientras le acariciaba su larguísimo cabello negro- vamos a gozarlo juntas, será maravilloso mi esclava, y el lunes podrás seguir con tu trabajo, pero cuando sienta deseos de ti o te necesite para alguna labor vendrás a mi.
-Dios… no… -gimió la trigueña.
-De vez en cuando te daré labores muy placenteras putita -una sonrisa perversa apareció en el rostro de la Ama- pues también uso a mis esclavas como mujerzuelas para pagar a algunos de mis trabajadores más leales con placer, y cuando alguno de ellos vea tus grilletes, te identificará y podrá usarte a su voluntad ¿No te gusta la idea?
-No lo haré… Ama… no lo permitiré.
-Te aseguro que lo harás, y además lo gozarás. Pero debemos continuar con tu entrenamiento. Repite después de mi: Sólo amo a mi Ama, voluntaria y amorosamente sirvo y obedezco a mi Ama, la adoro sólo a Ella, pues Ella es la Diosa Suprema…
Giselle trató de negarse, de resistir, pero entonces volvió a percibir los latidos de sus inamovibles consoladores comenzar a llevarla de nuevo al éxtasis contra su voluntad, esta vez no era un martilleo en su cuerpo, sino una suave y deliciosa danza en su clítoris, su coño y su ano a la vez, que amenazaron con enloquecerla de gozo…
CONTINUARÁ
Si quieres ver un reportaje fotográfico más amplio sobre la modelo que inspira este relato búscalo en mi otro Blog:     http://fotosgolfas.blogspot.com.es/
¡SEGURO QUE TE GUSTARÁ!
 
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